CAPÍTULO IV

De mi embajada y cómo me fue

El negro tardaba en llevar su recado, como siempre ocurre con los de su raza cuando no ven el látigo, y para pasar el tiempo me puse a charlar con el sueco. Era bien hablado, había visto mundo y su franqueza militar le sentaba bien. Con todo, me sorprendió apreciar en sus palabras un cierto desprecio por lo que los hombres sencillos consideran bondad. Los que militaban en su propio bando no le merecían ningún respeto, excepto el Príncipe Rupert, del que incluso se reía como de un estúpido que no quería dar a su señor, apocado e indeciso, un golpe en la cabeza y arrebatarle su corona.

—En cuanto a su guerra —dijo sonriendo bajo su barba rubia—, ustedes los ingleses desconocen el significado de esa palabra. Noll Cromwell puede disponer bastante bien su orden de batalla y sus santos llevar unas espadas tan largas como sus sermones; sin embargo, ¿dónde es posible encontrar, en cualquiera de las dos huestes, un auténtico soldado que no sea uno de nosotros, hombres procedentes de Alemania o de los Países Bajos? Aquí se ordena a los Ironsides[6] que marchen sobre un pueblo y son incapaces de quemar una choza o raptar una muchacha.

Le respondí que sin duda ésa era la conocida disciplina sueca de la guerra, tal como la había enseñado el mismísimo Gustavo el Grande.

—Oh sí —dijo Gulston en roño jocoso—. Cuando nosotros empezamos éramos una especie de Roundheads, aunque no cantábamos nuestros salmos con voz gangosa. Pero el Rey, aunque buen guerrero, era un imbécil, y fuera del campo de batalla mi hombre era el viejo Wallenstein, que de no haberse ido a contemplar las estrellas cerca de los alabarderos de cierto bribón irlandés[7] habría sido nuestro líder. Wallenstein jamás habría colgado a un hombre por la bolsa de un comerciante o por un asunto de una o dos muchachas. Ustedes no tienen verdaderos soldados ni los tendrán.

Le contesté, me temo que con alguna brusquedad, que si no teníamos tales guerreros entre nosotros, el esparto de nuestras sogas sí era lo bastante bueno para recompensarles por sus acciones; pero volvió a sonreír.

—Olvidé que los hombres dicen que tenéis una parte de Roundhead —señaló— y no es precisamente la parte que combate. Pero yo le recomendaría que se guardara sus sermones para cuando esté con el Conde y la Signora. Y citar el esparto podría ser de mal agüero para su excelentísima y pacífica persona.

No hice caso de su sarcasmo porque tenía curiosidad por saber más de la mujer italiana; así que le pregunté si podía decirme algo de ella.

El sueco sacudió sus cabellos y sonrió con ironía.

—Lo que sé se dice pronto —contestó—, y lo que no sé, pero creo, no se dice jamás. Se llama Fiammetta Bardi, y su padre fue herido de muerte por una muchedumbre en Ratisbona. Algunos le llamaban mago, otros sabio. Todo lo que sé es que milord y algunos de los nuestros la privaron de la oportunidad de bañarse en el Danubio y desde entonces ha acompañado al Conde.

—¿Y qué sabéis del final de mi prima, la Condesa? —le dije viendo que era una pérdida de tiempo preguntarle más sobre la Signora.

—Sé que está muerta porque está enterrada —contestó Gulston—; y sé que está enterrada porque yo estuve presente; todo lo demás se lo pueden contar el Conde y la Signora, si quieren. Y ahora debo despedirme, pues veo que el criado moreno regresa.

Se llevó la mano al sombrero a modo de saludo y cruzó el patio en dos zancadas. El negro, que se aproximaba con una actitud de mayor presteza, cogió mis sacas y me pidió que le siguiera.

La casa, como ya he dicho, no era grande, porque a sus constructores les había faltado espacio y riqueza para ello. Desde la entrada accedí al comedor, donde no había nadie y el sol de la tarde proyectaba un rayo de luz sobre la gran mesa a través del ventanal de poniente. La parte superior tenía cristales pintados con el blasón del Conde, plata con un castillo de gules, que yo conocía bien pese a no utilizarlo. Como era costumbre, en la cabecera de la mesa, situada sobre un estrado, había dos hermosas sillas de roble tallado para el señor y la señora del castillo. Mientras la luz caía sobre ellas tuve la extraña visión de una sombra que arrastraba la cola de su vestido y llevaba una mancha roja en el pecho. Me asusté y grité: «¿Qué es eso?», y de inmediato me di cuenta de que era un necio, pues sólo se trataba del juego de la luz sobre la madera teñida con el color rojo del castillo del blasón. Pero al mirar al negro vi que temblaba como si tuviera la malaria y la cara se le había puesto gris de miedo.

—¿La ha visto el señor? —preguntó balbuceando—. Pompeyo la ha visto muchas veces —añadió, y empezó a santiguarse y a farfullar un galimatías que supuse eran oraciones mezcladas con ensalmos paganos, como hacen los africanos.

Le pedí que me condujera hasta su amo y, sin dejar le mascullar, me llevó hasta una puerta situada en el extremo más alejado del salón y señaló hacia ella con un dedo tembloroso; entonces le hice señas para que se marchara y, musitando todavía sus conjuros, abandonó el lugar sigilosamente.

Aunque sabía que no era más que una sombra, aquella visión, unida al temor del negro, me había inquietado de manera extraña, por lo que permanecí un rato junto a la puerta. Pero el recuerdo de los pobres hombres de Marsham, así como las palabras del oráculo de Maese Pentry, volvieron a mi mente, entonces llamé y oí que me invitaban a entrar.

La estancia a la que accedí era pequeña y algo oscura, pues estaba revestida con paneles de roble ennegrecidos por el tiempo. Había una mesa de roble en el centro y, más allá, una chimenea en la que el fuego ardía con viveza. En la habitación se hallaban sólo dos personas, un hombre y una mujer, con los rostros vueltos hacia el fuego; al oírme entrar, el hombre se puso en pie, y reconocí a mi primo, que estaba algo cambiado. Parecía más grueso y más alto que la última vez que le había visto y tenía el cabello ceniciento; pero lo que más me impresionó fue la fiereza de su mirada, que se desplazó con inquietud desde mi rostro hasta los diferentes rincones de la habitación, y pasó sin causa aparente, de la cólera encendida a la inexpresividad más absoluta. Sin embargo, avanzó hacia mí y me dio la mano con un gesto de amabilidad.

—¡Sed bienvenido, primo! —exclamó con una voz que quería ser cordial—, bienvenido cualquiera que sea el motivo de vuestra visita. Permitidme que os presente a la Signorina Bardi, persona ilustrada como vos y capaz de disertar sobre curiosos conocimientos que harían las delicias de los estudiosos de Cambridge.

Mientras decía estas palabras, la mujer se había levantado de su asiento y, como mi primo continuó hablando, tuve tiempo de observarla, cosa que hice con la máxima atención, pues tenía curiosidad por saber si era verdad lo que Maese Pentry me había contado. Tal como él había dicho, no era nada corpulenta ni bella, tenía una estatura inferior a la media y era delgada, pero parecía ágil y bien proporcionada a juzgar por el vestido ceñido que llevaba. Su cara carecía de color y tenía los ojos entornados, muy juntos y algo rasgados al estilo de los orientales. Según llegué a saber más tarde, eran verdes, aunque parecía reacia a abrirlos del todo. Llevaba el pelo recogido bajo una redecilla dorada; era tupido y rojizo, como en las pinturas venecianas, pero más oscuro, por lo que supuse que ese color era natural y no imaginado por los artistas como dicen los viajeros, que afirman que las bellas venecianas nacen morenas. Iba vestida de color rojo oscuro, con bordados en el escote, y no vi que llevara más aderezo que una gran joya roja colgada al cuello, que brillaba como un ascua a la luz trémula de las llamas.

Hice una reverencia y me las ingenié para saludarla con una o dos palabras en italiano, tras lo cual sus labios, finos y de color granate, esbozaron una sonrisa y su rostro cambió, de modo que me pareció hermosa por un instante. Su voz era muy musical, con un sonido melodioso que hacía que nuestro idioma (que hablaba con bastante corrección) resultara muy agradable al oído. Al escucharla estuve a punto de olvidar lo que era, y lo que probablemente había hecho o logrado que se hiciera. Mi primo nos miró con una sonrisa rencorosa.

—Así que también os ha hechizado a vos, primo Hubert —dijo, y sentí que se me subían los colores mientras él se reía—. Jamás os avergoncéis de secundar a quien es cabeza de vuestro linaje —añadió—; pero sentaos y vaciad vuestro fardo de noticias. No, esperad, no es bueno contar una historia con la garganta seca.

Entonces cogió una jarra de vino que había a su lado y llenó una copa veneciana para mí y otra para él, después de que la Signora la rechazara con un movimiento delicado de sus largos dedos.

—Bebed a la salud del Rey, puritano o no, y ahogad vuestra conciencia.

—No es necesario —repliqué—; por el Rey, para que los honores que le corresponden le sean devueltos con felicidad y justicia.

Y vacié mi copa de vino, que encontré demasiado caliente para mi gusto.

—Un brindis propio de un conciliador —bromeó—; os enseñaré otro mejor. Por el Rey, al que maldigo por ser un estúpido que no sabe mandar y no durará.

—Vaya —dije sonriendo (pues no quería enojarle tan pronto)—; por lo que respecta a los deseos, creo que soy mejor Cavalier[8] que vos, aunque he de reconocer que habéis combatido bien por el Rey.

—Sí, nadie ha combatido mejor —contestó, mostrando los dientes como un perro—, aunque sea yo quien lo diga. ¿Y cuál ha sido mi recompensa? Estar aquí en mi propia casa como un tejón en su madriguera, esperando que los cazadores la ahúmen para obligarle a salir de su escondrijo y echarle los perros.

La mujer suspiró con una especie de hastío desdeñoso y él se volvió hacia ella.

—Y habrá suficientes perros para atacar al gato que habita en la madriguera del tejón, cara mia.

Entonces vi el camino abierto para hablarle de mi misión y, aprovechando la oportunidad, dije:

—No es necesario pensar en un fin tan innoble y desdichado para la sabiduría de la Signora y vuestro valor. Tenéis más de león que de tejón, primo; y yo soy el ratón de la fábula que puede libraros del lazo.

Soltó una violenta carcajada.

—Será un plan muy sigiloso, sin duda —comentó—; alguna estratagema de fingida sumisión, cobarde e insignificante, para salvar mi gaznate si acepto cantar salmos con voz gangosa. ¡Por la condenación de todos los bribones neutrales! —exclamó llenando su copa para vaciarla de un trago.

Por naturaleza, soy de temperamento tranquilo y no me ofendo con facilidad; pero su rudeza me asqueó.

—Milord —dije de la manera más calmada que pude—, si sabéis lo que voy a decir antes de que lo diga, es evidente que aquí no hago ninguna falta; sólo me queda aceptar vuestro símil y dejar que el tejón caiga en las fauces de los perros, que sabrán encontrar argumentos más apropiados para su entendimiento.

Al oír esto se irritó y buscó su espada, que yacía envainada sobre la mesa; yo permanecí alerta, maldiciendo su locura y mi propia necedad, dispuesto a sacar el estoque si era necesario. Pero mientras los ojos de mi primo recorrían la habitación se encontraron con los de la mujer italiana y me quedé sorprendido; porque se produjo en él un cambio semejante al que sufre un demonio cuando reconoce a la hechicera o una bestia salvaje cuando ve al domador. El fuego desapareció de sus ojos y su mano soltó el puño de la espada; cuando volvió a hablar, se comportó como un niño a quien se ha reprendido por su falta de educación.

—Os ruego me perdonéis, primo —suplicó—; soy un hombre desdichado y me irrito por nimiedades. Bebed conmigo para mostrar que me perdonáis y sed mi pariente y buen amigo de nuevo —y volvió a llenar nuestras copas.

Rocé la mía con los labios y la deje en su sitio mientras él vaciaba la suya de un trago.

—Vamos, hombre, sin dejar nada —dijo—; o creeré que me guardáis rencor.

—En absoluto —contesté—; pero vuestro vino es demasiado noble para mi débil cabeza y me gustaría conservar todo mi juicio para serviros.

—Está bien —replicó con sonrisa irónica—, entonces beberé por vos.

Se disponía a llenar de nuevo su copa cuando la Signora volvió a mirarle con sus ojos rasgados.

—No más, Filippo mio —dijo con su voz melodiosa; y apartando la jarra me pidió que siguiera hablando.

—La situación es la siguiente —comencé, sopesando mis palabras antes de pronunciarlas—: os encontráis aquí, con una compañía de hombres desesperados, encerrado en un rincón de las marismas hasta que a los hombres del Parlamento les plazca pensar en vos y os expulsen. Será una tarea dura para ellos, no cabe duda, .pero el final es inevitable; además, cuanto más daño les causéis, menos piedad mostrarán. Y tampoco estoy seguro de que vuestros soldados puedan evitar la tentación de entregaros para salvar sus pescuezos cuando vean la partida perdida; en ese caso, sucumbiríais de manera oprobiosa a causa de una simple traición. Ahora bien, si estáis dispuesto a despachar a vuestros hombres para que regresen a sus respectivos países, o se unan a las fuerzas del Rey que todavía resisten, podréis quedaros aquí tranquilamente sin que nadie os moleste. Si preferís que no parezca que os rendís, podéis partir hacia los Países Bajos, donde no faltan ocupaciones honorables para un soldado, y esperar a me todo vuelva a estar aquí como lo dejasteis, cuando el Rey sea restaurado.

Hasta ese momento mi primo había escuchado con paciencia, tabaleando sobre la mesa; pero ahora me interrumpió con una blasfemia.

—¡Por Lucifer! —exclamó—; he dado mi palabra de no irritarme pero esto es demasiado. ¿Qué será de mi casa y mis tierras mientras yo me muero de hambre en los Países Bajos? ¿Esperar a que todo vuelva a estar como lo dejé?, ¡ciertamente! Pero no, encontraré más de lo que deje: ¡media docena de mequetrefes orejudos, hijos del Roundhead gordinflón que poseerá Deeping Hold!

—Ni hablar —me apresuré a contestar—; porque yo seré vuestro administrador, primo, y cuidaré de vuestra casa. Vuestros aparceros han jurado respetar el pacto que haga con vos y yo os enviaré vuestras rentas por medio de un mensajero fiel. Es posible que sea un conciliador, pero nadie puede decir que haya faltado a una promesa o robado un cuarto. Y si el Parlamento intentara quitarme la casa, aunque no sé cómo podrían, me las arreglaría para enviaros algo de mi propia hacienda.

Entornó los ojos y me miró.

—¿Y todo eso con qué fin? —preguntó con una sonrisa de desprecio en los labios—. ¿Por qué no quedarme a salvo en mi casa y bailar el agua a Noll Cromwell para asegurarme el futuro?

—Primo Philip —le respondí, aunque no resultaba nada fácil hablar con calma—, los pobres hombres de Marsham me han confiado su causa y estoy moralmente obligado con ellos; además, soy de vuestra sangre y linaje, y no me gustaría nada que al Conde de Deeping le diesen un golpe en la cabeza durante una refriega deshonrosa como a un vulgar ladrón. Más aún, aunque no tengo especial motivo para estimar a la Signora Bardi, me molestaría que tanto saber e inteligencia acabaran hundidos en el fango o asfixiados por el humo.

Esto último lo dije para ganarme a la italiana; y sin duda no mentía, pues la superstición bárbara de la brujería había llevado a la hoguera a muchas pobres mujeres que parecían menos brujas que ella.

Noté que mi comentario le había impresionado, porque sus ojos se agrandaron, aunque no hubo ningún otro signo de agitación en su rostro; pero, pese a su perspicacia, se podía leer su mente. La visión del poste y los haces de leña, que no eran un temor vano, intimidaron a un espíritu incluso tan elevado como el suyo; además, al otro lado del mar estaban las vicisitudes y oportunidades del campamento y la ciudad, las peripecias de la guerra, la política y las intrigas, y la posibilidad de ser la araña en la red de Maquiavelo.

Durante un rato, ambos permanecimos con la mirada fija en el Conde, que estaba sentado en su gran silla, con las piernas cruzadas y tabaleando sobre la mesa. Parecía que él también era capaz de apreciar la sabiduría de mi consejo, pues su ceño fruncido denotaba meditación más que enfado; realmente, era un hombre de buena pasta cuando no le dominaba la fiereza. Por fin, se inclinó hacia adelante y sus labios se separaron como si tuera a hablar. Yo esperaba que aceptara el plan que le había presentado; y así habría sido, pero en el mismo momento en que comenzó a hablar le cambió el talante. Se quedó abstraído, con la mirada perdida en algún lugar encima de la ventana el rostro congelado por el terror. Lo que habría querido contestar no llegó a salir de su garganta, que sólo emitió murmullos difíciles de comprender para mí pero me pareció oírle decir: «¿Por qué habéis vuelto? ¡Yo no os maté! ¿No tenéis piedad en la muerte?» ) y otros murmurios semejantes, como si hablara con alguien que no podíamos ver. Creyendo que mi primo sufría alguna clase de locura, me volví hacia la ventana, que tenía las armas familiares pintadas en el cristal; por un instante me pareció ver la imagen de una figura blanca, con una mancha roja sobre el pecho, mientras caía el sol de la tarde. Sin embargo, sabía que sólo era el color rojiblanco de la ventana, como había ocurrido antes en el salón. Tampoco podía entender que un engaño visual tan común hubiera impresionado a mi primo, que continuaba sentado en su silla con la cabeza inclinada y susurrando. Cuando se irguió, vi su mirada fija y paralizada, ya no en la ventana ni por el miedo, sino más bien por la desesperación, como si aquellos ojos pertenecieran más a un demonio que a un hombre. Esperaba que se abalanzara sobre mí en un ataque de cólera, pero lo único que hizo fue golpear con fuerza un timbre plateado que había junto a su silla, cuyo tintineo recorrió el salón contiguo. No dijo una palabra más hasta que entró el negro Pompeyo, al que habló al oído durante un momento. Después le despidió y nos quedamos sentados en silencio tomo antes.

Finalmente, no pude aguantar más.

—Primo Philip —dije—, os he contado mi plan; ¿no podéis darme una respuesta antes de que regrese con quienes me han enviado?

Hizo como si no me hubiera oído; estaba a punto le preguntarle por segunda vez cuando llegaron hasta mis oídos unos golpes sordos como los de un hacha o un martillo sobre la madera. El Conde dio un respingo en su silla y una sonrisa malvada apareció en sus labios.

—Ahí tenéis la respuesta, primo —dijo en tono despectivo—. He ordenado que hagan leña menuda con vuestro batel de estado, pues podemos necesitarla durante las brumas otoñales. Estoy dispuesto a permanecer aquí hasta que ocurra lo que tenga que ocurrir; y en vista de que no esperamos una gran afluencia de gente, me alegraría que vuestra erudita compañía nos ayudara a pasar el tiempo. No deseo separarme a la ligera de mi único pariente; es posible que la comida sea algo vulgar, pero podéis contar con la hospitalidad de un soldado.

Sus afables palabras rezumaban sarcasmo; y el hecho de que el desenlace de mi misión fuese acabar convertido en prisionero de mi primo y sus rufianes me indignó. Me puse en pie de un salto y, mirándole a la cara, dejé caer la mano sobre la empuñadura de mi estoque; pero ni se inmutó.

—Me parece que habéis olvidado que soy un embajador bajo bandera de paz —señalé— y que debo dar una respuesta a quienes me han enviado.

—¡Oh sí! —exclamó en tono burlón—; había olvidado que sois el heraldo de Su Majestad Eldad Pentry, por la gracia de Belcebú, remendón y predicador de las ratas de Marsham. Quedad satisfecho, mi muy puntilloso primo; dentro de unos días les llevaré mi respuesta en persona y vos estaréis cerca para oírla. Hasta ese momento, y acaso más tarde, debéis ser mi invitado; mientras se aproxima la hora de cenar, Pompeyo os mostrará vuestros aposentos.

Y volvió a golpear la campanilla.

No podía marcharme así, y empecé a suplicarle de nuevo que considerara mis consejos y evitara, a sí mismo y a los demás, un destino fatal. Desesperado porque no me contestaba, me volví hacia la mujer italiana y, pensando que ella tendría más influencia sobre él que yo, le rogué que uniera su voz a la mía. Pero al oír sus primeras palabras los ojos del Conde se llenaron de ira y dio un golpe en la mesa con el puño.

—¿Cómo? ¿Tú también? —exclamó al estilo de César dirigiéndose a Bruto en el momento de su muerte—. Quieres que parta hacia los Países Bajos para abandonarme por un galán más rico o contratar a alguien que me envenene. No, ¡por Dios! Os quedaréis los dos aquí y compartiréis mi final. Ni una palabra más, primo, o llamaré a Gulston y a un grupo de mosqueteros para que os coloquen contra la pared y os fusilen como a un traidor Roundhead. Es posible que sea un hombre desesperado, pero todavía soy el Señor le Deeping Hold; dispongo de hombres que cumplen mis órdenes y de suficientes reservas de pólvora para volar todo antes de que llegue el fin. En cuanto a ti, Fiammetta…

Al decir esto se volvió hacia la italiana y la miró, y ella le devolvió la mirada; los ojos de la mujer eran como los de una serpiente hechizando a un pájaro para que revolotee hasta su boca. Sin embargo, mi primo no bajó la vista como antes, sino que sus ojos brillaron de manera extraña, como los de una bestia en medio de la noche, hasta hacerla temblar y apartar la mirada.

En ese momento entró Pompeyo, y el Conde le ordenó, mientras sonreía a la Signora, que cogiera mis sacas y me condujera a mis aposentos.

Seguía dispuesto a no rendirme, pero cuando intenté hablar la mujer me hizo una brusca seña para me fuera; me di cuenta de que su actitud era más sabia que la mía, pues mi primo estaba dominado por un demonio.

Así pues, tras un saludo que pasó desapercibido, seguí al negro a través del salón, donde la luz incidía por encima de las sillas, y crucé el patio; en mi cabeza, a pesar del enojo por la traición de mi primo y el desprecio hacia mí mismo por haberme dejado atrapar tan fácilmente, volvieron a resonar los antiguos versos del libro:

Cuando el Señor de Deeping Hold

al Maligno haya vendido su alma…

Y me puse a pensar en las negras profundidades del Agujero y en la espiral gris que había visto culebrear desde sus entrañas.