CAPÍTULO III

De mi travesía hasta Deeping Hold

Una vez oído el relato del saqueo, bastante desgraciado por cierto, nos correspondía analizar lo que se debía hacer. Pero antes, como ya era casi mediodía, Maese Eldad y yo teníamos que dejar descansar a los caballos, comer y beber, pese a estar todavía temerosos de los hombres de Deeping hasta que la marea subiera un poco. Los aldeanos habían perdido gran parte de sus reservas de víveres, pero los saqueadores habían olvidado coger algunas cosas y las mujeres habían ocultado otras cuando vieron acercarse los botes. Así pues, para ser gente que se alimentaba sin muchos lujos, nos dieron de comer bastante bien y nuestras monturas encontraron acomodo de sobra en los establos del ganado. Después nos reunimos en el cementerio, situado en una zona más elevada que el resto del pueblo, desde donde se podía ver el río y el lugar de desembarco más cómodo a través de un claro entre los árboles. Además, para mayor seguridad, colocamos un vigía en el campanario de la iglesia, y así permanecimos juntos y charlamos.

Maese Pentry, como era su costumbre, habló en primer lugar, citando mucho las Escrituras y deformando a veces de manera extraña su verdadero significado. Su consejo era no aceptar ninguna condición de tregua con el hijo de Belial y aislarle totalmente con sus secuaces; a decir verdad, su cólera y su sed de venganza no me sorprendieron, pero no veía la manera de conseguir su objetivo. Porque, a excepción de su espada, mi estoque y su pistola, armas no teníamos; y los demás tendrían que contentarse con utilizar sus horcas y guadañas sin poder fundirlas para hacer espadas y lanzas, ya que el herrero no sabía forjar armas. Debido a mis lecturas sobre las guerras, tampoco confiaba mucho en su profecía de que el Señor pondría a los villanos en nuestras manos. Pues es sabido que el Señor permite que las causas injustas ganen a veces el campo de batalla, como demuestran los avatares de nuestra azarosa Guerra Civil o, aún más, los de la guerra de Alemania, en la que cada bando triunfaba de forma alternativa hasta que ambos se hundieron en una paz vergonzosa. Algo así dije a los hombres cuando me pidieron consejo después de oír a Maese Eldad, a quien no le agradó mucho tal petición. Se consideró conveniente, pues, intentar la vía de un tratado de paz antes de empuñar las armas. Porque aunque nuestra situación era poco menos que desesperada en comparación con la de los rufianes del Conde, la suya no sería mucho mejor cuando un navío de guerra o una fuerza de caballería del Parlamento tuviera tiempo de localizar su escondrijo. Y en caso de que adujeran el estado de guerra para justificar sus actos de pillaje, su única esperanza era ser colgados como ladrones y forajidos, individuos con los que todos los generales muestran, con razón, escasa piedad.

Cuando hube terminado de hablar y nadie quiso decir nada más, se acordó, sin otras discrepancias que las de Maese Pentry y el herrero, enviar al Conde un embajador con bandera de paz y ofrecerle un salvoconducto para salir del país con sus hombres, garantizándole la seguridad de su castillo y de los enseres que en él hubiera, y exigiéndole a cambio sólo el pago por la destrucción de la casa y el conventículo de Maese Pentry. Si rechazaba las condiciones, debíamos dejar claro nuestro propósito de reclamar la ayuda del Lord General Cromwell, a quien yo conocía muy bien y que había mostrado hacia mí una amistad desusada.

Este último detalle era conocido por mi primo, pues habría oído hablar de la efusiva carta que me envió Cromwell y sabría, por tanto, que si yo intervenía en la disputa era muy probable que el Lord General la hiciera suya; además (aunque yo lo desconocía entonces), el Conde se había apoderado de parte del bagaje del General en una de sus correrías y había asesinado de forma bárbara y brutal a uno de sus criados.

Sobre la elección de nuestro embajador no hubo discusión alguna, pues todos, sin excepción, me confiaron el cargo; y no pude negarme, ya que había sido el principal impulsor de la medida. Ciertamente, sabía que mi primo no prestaría oídos a nadie que no fuera de su propia clase, pues su orgullo y su arrogancia eran desmedidos, y que ningún emisario de humilde cuna se libraría de recibir un tiro aunque llevase un centenar de banderas blancas. Por tanto, me correspondía ocupar ese honroso puesto, no codiciado por nadie y menos por mí.

En primer lugar, escribí una carta al Lord General Cromwell exponiéndole los malvados actos del Conde de Deeping y suplicándole que, en virtud de la amistad que me tenía y de la repulsa que le provocaban el asesinato y la opresión, enviara sin tardanza una tropa a Marsham y acabara con aquella guarida de ladrones. Entregué la misiva a Maese Eldad y le dije que si me hacían prisionero o asesinaban, escribiera al pie de la carta lo que me había ocurrido y la enviara por medio de un mensajero de confianza, a lomos de mi caballo, hasta el puesto de ejército del Parlamento más próximo. Maese Pentry cogió la carta y, a su debido tiempo, hizo con ella lo que le encargué; aunque (según se verá) podía haberme ahorrado los esfuerzos para asegurar mi vida o vengar mi muerte, pues todo se dispuso de otro modo.

Una vez hecho esto, sólo quedaba trasladarse a Deeping Hold para ver a mi primo. Para ello debía esperar a que pasara la pleamar y partir en bote con el reflujo. Aunque existía un camino a través de las marismas por el que se podía llegar hasta cerca del castillo durante la bajamar, el sendero era sinuoso, resbaladizo y estaba lleno de arenas movedizas en las que cualquier hombre que no conociera el lugar como la palma de la mano podía atascarse en el fango y perderse; ni siquiera debía confiarse quien fuera experto, ya que las arenas cambiaban con una marea intensa o una fuerte tormenta. Pero yendo en bote los riesgos que podía correr no eran muchos, pues estaba acostumbrado a manejar los remos y a nadar con ímpetu; en aquellos parajes, el mar era seguramente menos traicionero que la tierra.

Bajamos juntos hasta el río y encontramos un viejo bote de uno de los aldeanos, que los soldados del Conde habían ignorado porque estaba fondeado en un regato entre los sauces. Era pequeño y apenas ofrecía condiciones para navegar, pero nos las arreglamos para calafatear las costuras. Trajeron mis sacas, y un palo con un pañuelo blanco atado como bandera de paz, y las pusieron en el bote con los remos. Pasado el mediodía, cuando todo estaba dispuesto, llegó la pleamar. Fue un fenómeno extraño. El lugar en el que nos hallábamos podía haber estado a varias leguas de la costa, según me pareció al mirar hacia el regato y observar el talud de pizarra gris al final del cual se deslizaba con rapidez la corriente silenciosa del río. No hubo ninguna gran ola, como suele ocurrir en el río Severn, sino un siseo prolongado y un rumor procedente de las marismas, que fue aumentando y aproximándose hasta acabar en una pequeña onda de color gris fangoso, con una densa cresta de espuma amarillenta, que pugnaba contra la corriente. Le siguieron algunas más, agolpadas unas sobre otras como niños en un espectáculo. Cuando mire alrededor, vi que el cauce del río comenzaba a llenarse de agua espesa, hasta cubrir los agrietados ribazos grises, y las olas saltaban sobre la orilla verde.

Esperamos a que la marea menguara su flujo. Cuando las crestas de espuma amarilla y las madejas de cieno dejaron de agitarse con terquedad y quedaron atrapadas en los juncos y las hierbas, empezamos a descender por el talud. Había llegado el momento; subí al bote y los hombres de Marsham lo empujaron por el arroyo, que ahora rebosaba. Antes de impulsarlo hacia el reflujo, todos me dieron sus bendiciones e hicieron sus advertencias mientras las mujeres lloraban apesadumbradas; Maese Eldad me agarró la mano y, de pie sobre la orilla, se quitó el sombrero y habló con seriedad, pidiendo al cielo que mi travesía sirviera para la gloria de Dios y la salvación de los oprimidos.

—Y no temáis, Hubert Leyton —añadió, posando sus extraños ojos en mí—, porque me ha sido revelado que se os dará la vida por botín. Partid hacia el piélago y seguid el canal principal hasta el hachón; antes de llegar a la playa, torced hacia la izquierda.

En ese momento estalló un clamor de voces, un alarido de espanto.

—¡No! ¡Por ahí no! —gritó uno—. Ese canal lleva al Agujero.

—¡Ningún hombre va allí! —exclamó una mujer—; ¿no conoce la historia?

Maese Eldad movió la cabeza con gesto desdeñoso y miró a la gente como si fuera el mismo Goliat entre los pigmeos.

—¡No hagáis caso a esos cuentos de viejas! —señaló—. Marchad en el temor de Dios, y pisaréis sobre áspides y víboras, y hollaréis al leoncillo y al dragón.

Dicho esto, se apoyó en el palo que sostenía en sus manos y empujó el bote hacia el río, donde la corriente y el reflujo unidos descendían velozmente formando pequeños remolinos de agua gris y espesa y abundantes orlas de espuma. Sujeté los remos a los toletes y dirigí la proa del bote hacia la corriente; al mirar por encima del hombro para situarme en el centro del cauce, apenas pude ver a la gente del pueblo y oír un murmullo de voces, en el que era posible distinguir algunas palabras temerosas como “el Agujero”, “el Agujero”, y a Maese Eldad reprendiendo a su grey con citas de las Escrituras.

La corriente y la marea menguante me arrastraron con rapidez y no tuve que esforzarme mucho, pues uno o dos golpes de remo bastaban para gobernar el bote cuando el río serpenteaba. Solamente podía ver las riberas verdes, bordeadas por una amplia franja de humedad gris, porque la marea había bajado un poco. No pasó mucho tiempo hasta que atisbé por encima de mi hombro derecho, enhiesta sobre un montón de pedruscos, una columna de piedra con una gran cesta de hierro medio corroída por el viento salino, y supuse que debía de ser el hachón del que había hablado Maese Pentry. Al volver la vista hacia delante, observé que la corriente principal describía un brusco giro a la derecha, a la izquierda salía un canal ancho, cerca de la playa, y más allá se encontraba la maraña verdigrís de la marisma. Éste, pues, debía de ser el camino que mi amigo me había ordenado seguir para evitar una amplia curva del río principal en mi recorrido hasta Deeping Hold; y en algún lugar de aquel canal también debía de estar la negra sima que los hombres de Marsham denominaban aterrados «el Agujero». Su superstición me helaba la sangre, pues no podía olvidar los extraños versos que aparecían en el viejo libro; a pesar de todo, al pasar jumo a la cesta del hachón, que recordaba el ennegrecido esqueleto podrido de alguna bestia sorprendente, dirigí la proa del bote lacia el espacioso canal. El reflujo se deslizaba con lentitud por los bajíos, y tiré de los pesados remos mientas un sol intenso me daba en la cara. Sin embarga, el fuerte viento que soplaba a rachas me refrescaba.

La corriente fue debilitándose poco a poco y cesó; el viento amainó y el sol empezó a calentar con más fuerza, por lo que me vi obligado a soltar los remos para secarme la frente. En ese momento noté un extraño olor en el aire, frío, fétido, salino y repugnante, como de algo muerto arrastrado por el mar. Miré alrededor y no vi el cadáver flotante que esperaba encontrar. El canal por el que me deslizaba era oscuro y extrañamente silencioso. Levanté la vista hacia la playa y vi una franja de pizarra gris; más allá, había un montón de pedruscos, como restos de un acantilado, y, recortado contra el azul del cielo, un esquinazo roto, que sabía era el único fragmento del viejo castillo. Pronto descubrí que debía de estar remando por el mismísimo «Agujero». Con algo de miedo, y también de impaciencia, me puse de pie en el bote y observé ambas orillas. No había nada que pudiera asustar a un hombre, salvo el apestoso olor, que parecía proceder de un légamo gris y brillante, cuyas hebras y grumos flotaban sobre el agua densa, o se aproximaban lenta y sinuosamente a la orilla, mientras de vez en cuando surgía una burbuja que no tardaba en estallar. Desde tan cerca, la negrura del Agujero era menor que desde la colina; pero aun así, pude apreciar que formaba un círculo de unos diecisiete metros de diámetro, según calculé. Me encontraba en el centro de ese extraño lugar y pensé, por el limo, que aquello debía de ser la boca de algún pozo de betún, tal como leemos en la historia de Sodoma y Gomorra. Mire hacia abajo y, echando hacia atrás el cuerpo para equilibrar el bote, me puse de rodillas y asomé la cabeza por uno de los costados hasta que mi rostro quedó cerca del agua, clara y sin cieno en aquel punto, y negra sólo por la profundidad. Viajé con la mirada por aquel abismo insondable hasta donde alcanzaba la luz, y no me sorprendió que los aldeanos dijeran que el pozo no tenía fondo. Mientras mis ojos penetraban la oscuridad, semejante a una gran piedra de ágata negra, noté que algo se movía; al forzar más la vista, me pareció ver un zarcillo gris, del color del lodo, que serpenteaba en la negrura y ascendía rápidamente hacia mí. Solté un grito agudo, como cuando uno se despierta de una pesadilla, y el hilo negro osciló y se replegó hacia abajo hasta desaparecer.

Me dije a mí mismo que aquello no era más que una hilacha de cieno y que debía cumplir mi misión y llegar a Deeping Hold, donde sin duda encontraría más peligros que en el Agujero. No obstante, podía entender muy bien que el horror a aquel lugar estuviera grabado en las mentes de los hombres de Marsham; porque, para ser sinceros, el olor del légamo y el culebreo de aquella cinta gris en el agua negra me produjo más miedo del que estaba dispuesto a reconocer. Así pues, inclinándome sobre los remos, seguí avanzando y, con un par de paladas, abandoné el oscuro círculo del Agujero y me encontré entre las saltarinas ondas del canal; sin apenas esfuerzo, logré llegar otra vez hasta el río principal, que, como Maese Pentry había dicho, describía una amplia curva y se alejaba de las marismas. Volví a sentir la corriente y fui arrastrado entre unas riberas de arena y pizarra, con abundantes islotes cubiertos de hierba gris o salpicados de áspero empetro. Al poco rato vislumbré el resplandor titilante de la veleta situada sobre el campanario del castillo y, después, un tejado y las marcadas líneas de las murallas. Pensé que si podía ver también podía ser visto, así que cogí la bandera blanca que me habían dado y la coloqué en la proa del bote.

Y no me anticipé demasiado. Pues al doblar otro recodo del río vi un gran lienzo de muralla y el reflejo de un casco de acero y una pica; distinguí a dos o tres hombres, uno de los cuales echó a correr por el adarve y desapareció, al parecer para informar de mi llegada. Como lo único que tenía que hacer con los remos era gobernar el bote, me había sentado a mirar hacia delante, remando de proa como los barqueros de Venecia, y así podía ver bastante bien. Impulsado por el reflujo y la corriente, vi asomar el resto del castillo y, al llegar a una ensenada, Deeping Hold surgió ante mí sobre su isla, fuera de las marismas.

No era de gran tamaño y estaba cercado por el agua. La isla rocosa sobre la que se alzaba tenía unos cuarenta y cinco metros de anchura y una forma de pera con un montículo en la punta, donde se encontraba el torreón. La muralla, guarnecida con torres, era baja y bordeaba el islote, que se elevaba algo más de un metro por encima de la marca de la marea viva, a la que había que añadir los dos metros de la muralla. En algunas zonas, la roca había sido escarpada hasta el agua; en otras, se había levantado un talud de pizarra gris contra la muralla. Todo el castillo tenía el mismo color que la roca sobre la que se alzaba, gris con manchas de moho; claramente, había sido construido con la piedra excavada en sus sótanos y almacenes. En el extremo más ancho del islote estaba la mansión, construida en tiempos de la Reina Isabel, cuando los hombres no temían a enemigos personales; era bastante hermosa, aunque no muy grande, y tenía miradores, una pequeña torre con una campana y una veleta dorada. Todo esto pude verlo bien mientras la marea menguante y la corriente del río me hacían avanzar por la caleta. Los centinelas estuvieron observándome con curiosidad, con las manos a modo de pantalla para protegerse los ojos del reflejo del sol en el agua, hasta que estuve al alcance de un tiro de mosquete; uno de ellos, apuntando su arma, más en tono de broma que le amenaza, me dio el alto:

—¿Quién vive?

—Un amigo —contesté, y me acerqué a la muralla aunque no sabía dónde fondear.

—¿Estáis a favor del Rey o de los rebeldes? —volvió a gritar.

—De ninguno —respondí con acritud y en tono algo despectivo al encontrar tal puntillo militar en una guarida de ladrones—. Vengo a buscar paz, como indica esta bandera.

—¿Así que navegáis bajo la enseña del trapo de cocina? —inquirió con sonrisa maliciosa—; ¿y se puede saber quién es su excelencia?

Me repugnó la insolencia de aquel vulgar asesino y me temo que hablé con demasiada brusquedad para mi misión de paz.

—Cuando hayáis acabado de jugar a los soldados —repliqué—, podéis decirle a vuestro señor, el Conde de Deeping, que su primo Hubert Leyton quisiera hablar con él.

El bribón de guardia emitió un gruñido a través de su barba rojiza y el que estaba a su lado se rió.

—¡Vaya chasco, amigo! —dijo—; ¿para qué pedir el santo y seña a un tipo cuando no hay ningún otro en varios kilómetros a la redonda?

Después se dirigió a mí, que estaba debajo de la muralla intentando mantener el bote alejado de la roca con ayuda de un remo.

—Si dais la vuelta a la torre, señor, veréis la entrada y el fondeadero, y yo os conduciré hasta el Conde —sugirió en tono bastante cortés antes de desaparecer de la muralla.

El otro empezó a caminar de acá para allá, maldiciendo a todos los hipócritas Roundheads[5] y traidores extranjeros, y yo me dispuse a remar de nuevo, porque el agua era demasiado profunda para impulsar el bote con un solo remo. Mientras bordeaba la torre se abrió una pequeña ventana, horadada en una vieja aspillera que había sido agrandada, y vi asomar una cabeza. Mis ojos, que miraron hacia arriba por instinto al oír el ruido de las bisagras, se encontraron con los de una muchacha de unos veinte años y cabellos oscuros y ensortijados, como era moda entonces, cuyos ojos grises (aunque en aquel momento no me percaté de su color), encajados en unas profundas ojeras, denotaban abatimiento y pesar. El chapoteo de los remos le había sobresaltado del mismo modo que el crujido de la ventana había llamado mi atención; nos quedamos así, en silencio, observándonos mutuamente, un instante, hasta que recordé el saludo debido a una dama y, según las reglas de cortesía imperantes, me quité el sombrero y lo agité de manera bastante torpe. Ella inclinó la cabeza y se ruborizó antes de desaparecer. Yo volví a los remos y me pregunté quien podría ser. Aunque, a decir verdad, no tuve que esforzarme mucho, pues Maese Eldad sólo había hablado de dos mujeres en el castillo, y ésta no podía ser una de las muchachas arrebatadas a los aldeanos; además, había comentado que la italiana era pequeña y poco favorecida. Por tanto, la joven que había visto no podía ser otra que la señorita Rosamund Fanshawe, pariente de la difunta Señora de Deeping.

Di la vuelta a la torre y vi un pequeño fondeadero construido en un saliente de la roca, reforzada con mampostería, en el que estaban amarradas las chalanas y los botes de la guarnición, defendidos por dos culebrinas y por las troneras de una barbacana a la que se accedía a través de una puerta protegida por un rastrillo. Aquí me tropecé con más hombres. Unos estaban ocupados calafateando las embarcaciones y otros pescaban desde las rocas; algunos haraganeaban, en justillos de gamuza y calzones, y el resto se había quitado las botas y las calzas. Mientras me miraban boquiabiertos, pensé que jamás había visto tantos rostros malvados juntos en mi vida. Porque aquí estaba no sólo la maldad inglesa pura y simple, sino la flor de los truhanes de todas las naciones. Acá, un soldado irlandés greñudo reñía por unos cuantos peces con un alemán fornido en cuya barba asomaban cicatrices, y entre ambos destrozaban nuestro idioma. Allá, un español, con un labio que parecía atravesado por un rígido mostacho, jugaba con un italiano cetrino cuya mano siempre se iba a la empuñadura de la daga cuando los dados le eran desfavorables. Todos hicieron una pausa en su tarea o diversión para mirarme y decir alguna chanza sobre mi rostro y mi atuendo, pero ninguno se dignó ofrecerme ayuda para amarrar mi bote. Me las arreglé para hacerlo yo solo y, sin prestar atención a aquellos bellacos, cogí mis sacas y me dirigí con decisión hacia la puerta, ahora abierta, donde esperaba el hombre que me había indicado remar hasta allí.

Era alto, y su cara podría haber sido agradable de no ser por una cicatriz que le recorría la mejilla; tenía el pelo rubio y la piel curtida por el sol y el viento. Sus ropas parecían elegantes, algo raídas pero no tan astrosas como las de algunos de los otros hombres. Llevaba una larga espada al cinto y hablaba bien, aunque con un marcado acento extranjero que me hizo pensar que debía de ser nórdico, quizá sueco, como así fue; porque, del mismo modo que muchos ingleses y escoceses habían ido a servir al gran Gustavo, no pocos soldados de fortuna, suecos o alemanes, habían venido a ayudar a una u otra facción inglesa.

—Bienvenido a Deeping Hold, Maese Leyton —dijo con una cortesía militar que le favorecía—. No son muchas las caras nuevas por aquí y es posible que seamos algo groseros con un forastero. Permitidme que me presente humildemente: soy Eric Guldenstierna, en otro tiempo de Upsala, apodado por mis hombres Gulston de Ningún Sitio, corneta de las tropas de milord, o de lo que Noll Cromwell ha dejado de ellas.

El porte de aquel hombre me pareció tan franco y caballeroso que, sin pensarlo dos veces, alargué la mano para saludarle. Pero hice amago de retirarla, pues me vino a la mente que ese sueco, con toda seguridad, habría ayudado a mi primo en sus últimas correrías, y sabe Dios en cuántas más y peores antes. Sin embargo, me dominé y no retiré la mano con más rapidez de la necesaria. No sé si mis ojos llegaron a delatar ese conflicto; Gulston, como le llamaré para abreviar, soltó una irónica carcajada y, dándose la vuelta, me condujo a través del patio del castillo, que tenía una parte pavimentada y el resto era roca viva. Junto a la puerta abierta de la mansión, un moro negro vestido con ropas vistosas tomaba el sol. Sus blancos globos oculares giraron hasta posarse sobre nosotros y después entró con desgana en la casa para anunciar mi llegada al Conde.