CAPÍTULO II

De nuestro viaje a Marsham y lo que encontramos allí

Habría dispuesto que Maese Eldad pasara la noche en mi casa, pero no quiso, pues dijo que debíamos regresar al menos un día antes de que la semana de gracia concedida por el Conde finalizara, ya que mi primo y sus soldados no mostrarían compasión. Así pues, terminada la cena, metí en mis sacas de viaje un traje más vistoso que los que estaba acostumbrado a gastar, para no parecer demasiado el hombre de letras pobre en casa de mi pariente, de la cual era heredero y podía ser propietario algún día. Asimismo cogí mis camisas de blonda y otras cosas. Eldad me observaba con una sonrisa amarga, y le oí murmurar no sé qué sobre lo mudables que son las prendas de vestir y los mantos, a lo que repliqué que tales vanidades me preocupaban tan poco como a él, aunque no quería aparecer como un andrajoso ante mi primo ni ante la mujer italiana. Maese Pentry inclinó la cabeza, como solía hacer, y no dijo nada más. Enseguida trajeron nuestros caballos, pero el suyo estaba muy cansado por el viaje y, para ser sinceros, era poco más que una mula de carga. Así que hice sacar el caballo que mi criado solía montar, un animal fuerte aunque más lento que el mío, y partimos. Yo llevaba un estoque italiano de un nuevo tipo, con una hoja fina y ligera, y adecuado para los lances de esgrima, arte que me había esforzado en practicar en Cambridge con el fin de despejar mi mente del exceso de lectura. Maese Pentry llevaba la espada de Goliat de Gat y una pistola grande. Pero no hallamos ningún motivo para utilizar nuestras armas, ya que, según dije, esa región quedaba lejos de la guerra. Nos desplazamos lo más deprisa que pudimos y, para no agotar a los caballos, nos detuvimos a descansar tres noches en algunas ventas que encontramos a nuestro paso. Y el cuarto día por la mañana estábamos cerca de Marsham.

Hasta ese momento Maese Eldad había hablado poco y la mayor parte fueron frases bíblicas. Cuando le pregunté sobre el Conde y la mujer italiana, sólo pudo añadir a lo ya sabido que mi primo parecía más viejo y su rostro era más fiero que en otro tiempo, como cabía esperar. Maese Pentry nunca había visto a la extraña mujer, pero quienes la conocían decían que no era nada corpulenta ni bella, lo que reafirmaba su creencia de que era una bruja. En relación con mi primo, de lo único que habló fue de la condesa fallecida, de la que comentó sus buenas acciones en el pueblo y cómo había pasado sus días, mientras su esposo estaba en las guerras, entregada a la oración y las obras piadosas sin apenas otra compañía que la de su pariente, la señorita Rosamund Fanshawe. Le pregunté por esta dama y si todavía vivía en el castillo. Dijo que sí, y que era joven, agraciada y amable con todo el mundo, pero que temía que su corazón fuera incrédulo, mundano e impúdico, lo que interpreté como que se reía de vez en cuando, cantaba pequeñas canciones para animar a la Condesa y pronto se cansaba de las exposiciones doctrinales de Maese Pentry.

Poco más logré sacar a mi compañero. Hacía unas tres horas que había amanecido cuando llegamos a una colina, no muy empinada pero bastante larga, donde dejamos a los caballos ir al paso para que recuperaran el resuello, pues el camino había sido ascendente durante varios kilómetros. Al llegar a la cumbre, Maese Eldad hincó la espuela en su montura. Yo hice lo mismo, y cabalgamos velozmente hasta atravesar una zona de pequeños árboles y arbustos, que venía dibujándose contra el azul del cielo desde hacía tiempo como una franja negra e irregular. Entonces tiró de las riendas y, volviéndose hacia mí, dijo:

—Mirad.

E hizo bien en llamar mi atención, pues jamás había contemplado una vista tan hermosa y, sin embargo, tan extraña. A nuestros pies, la colina recubierta de hierba descendía en fuerte pendiente y el blanco camino serpenteaba de acá para allá como una cinta de encaje en el vestido de una doncella. Más allá había unas laderas de trigales dorados, con mieses ya segadas, algunos prados verdes y hermosos huertos en los que se veían unos tejados de paja entre los árboles; varios pequeños hondones, con arroyuelos en su fondo, se abrían camino por las faldas de la colina, y podía verse una iglesia de torre cuadrada que era la parroquia de Marsham, según me dijo Maese Eldad, sin párroco desde la muerte del último cura porque el Conde de Deeping tenía otras cosas que hacer antes que nombrar párrocos.

Hasta ese momento, el panorama, aunque muy hermoso en aquella mañana soleada, era semejante, gracias a Dios, al que todavía se puede contemplar en muchos caminos de nuestra Inglaterra, donde ni siquiera la guerra civil había empujado a Croatas o Panduros[4] a incendiar y saquear a amigos y enemigos. Pero ahora surgía la rareza de aquel paisaje. Sobre la llanura que se divisaba desde la colina se extendía lo que parecía el dibujo de un deshojado árbol gris, como un roble que hubiese sido herido por un rayo; cuando miré de nuevo, vi que el tronco del árbol era un río, cuyas aguas fluían por una depresión oscura, y las ramas cauces ondulantes vacíos, que sin duda se llenarían con la pleamar. Al dirigir la vista más lejos, vislumbré un terreno pantanoso, ribeteado y surcado por canales más oscuros, salpicado de verde allí donde una orna servía de agarradero a la tosca hierba. Más allá todo era gris: los canales se ensanchaban y una fina niebla se cernía sobre los salados marjales, que parecían difuminarse en la distancia como la visión de un mago; era imposible distinguir nada, salvo, por decirlo así, en el mismo confín del mundo, donde se advertía el deslumbrante reflejo del mar abierto.

La apariencia del lugar transmitía algo temible, con aquel desierto gris y salado desplegándose al borde de as hermosas praderas y los campos y prolongando sus rías como los brazos de una hidra fabulosa o un monstruo marino. El fuerte sol, y el viento alborózalo que soplaba entre los arbustos, sólo contribuían a que la vasta grisura pareciera aún más sobrecogedora, tal como ocurre con la luz del sol cuando se oculta tras un nubarrón que atraviesa penosamente el cielo estival.

La voz de Maese Eldad junto a mi hombro me arrebató de estas fantasías.

—¿Veis la casa del hijo de Belial, Hubert Leyton? —dijo con su tono áspero y calmoso. Y apuntó su delgado dedo índice hacia la zona donde la bruma se espesaba sobre la marisma. Al principio no vi nada; pero al cambiar el viento pude percibir el centelleo del sol sobre una veleta como una repentina llama dorada surgida de una humareda. Guiándome por ese punto, distinguí la torre de un campanario, un gran torreón redondo que coronaba una sombra borrosa por la niebla y, por último, una mansión con tejado de faldón y un grupo de edificios en uno de los lados de la sombra. Todo ello estaba rodeado por fangales grises y vaporosos y por surcos de agua oscura, y la reverberación de la bruma me cansó la vista.

—Eso debe de ser Deeping Hold —dije volviéndome hacia Maese Pentry—. ¿Cómo puede mantenerse en pie entre esas pizarras y esas arenas movedizas?

—Porque vuestros antepasados —contestó con sonrisa burlona—, pese a no ser grandes lectores de las Escrituras, fueron lo bastante sabios para construir su casa sobre una roca después de que el terreno se hubiese tragado la primera. Deeping Hold se alza sobre una roca en la marisma. Sólo hay otro lugar en tierra firme y está más allá del castillo, donde apunta mi dedo.

Siguiendo de nuevo sus indicaciones, al principio no vi nada, pero cuando mis ojos se acostumbraron al resplandor de la niebla, advertí un promontorio de roca negra de una de cuyas laderas colgaba lo que parecían ser las ruinas de un tosco edificio, situado, según juzgué, a unos dos kilómetros de Deeping Hold. Quise saber qué vivienda podía haberse levantado sobre un asidero tan estrecho y pregunté a Maese Eldad.

—Las viejas del lugar dicen que ésa era la casa de un santo católico o ermitaño de la antigüedad —contestó en tono de mofa—. Y cuentan que un Conde de Deeping, al ser reprendido por el santón debido a su mala vida, le asesinó y derribó su celda monacal, y por ello recibió tal castigo que él y los suyos fueron tragados por un fabuloso Leviatán. Mirad, ahí estaba Deeping Hold en otro tiempo, según dicen.

Movió el brazo y señaló un punto en el que un muro esquinado, el pico de una torre como si dijéramos, se agarraba al borde de un precipicio sobre la marisma, y más abajo había una escarpada pared rocosa, como si un diente inconmensurable hubiera dado un gran bocado a la colina. Asimismo se veían los pedruscos amontonados por un desprendimiento de tierras, medio ocultos por hierbajos y arbustos, y una pendiente de pizarra gris; en dirección al mar, uno de los riachuelos más anchos que morían en la desembocadura del río ascendía junto a la costa. El cauce estaba casi seco, pero su forma era extraña; pues en medio había una mancha negra de unos quince metros de anchura y el lodazal grisáceo que la rodeaba era como un embudo pronunciado.

—Sí —dijo mi compañero cuando vio que mi mirada se posaba sobre aquellas ruinas y el espacio que había a sus pies—; a esa mancha negra la llaman el Agujero. Dicen que no tiene fondo, y que allá abajo duerme el Leviatán, con el viejo Conde y su castillo en su vientre, hasta que llegue el día en que se trague a otro. Pero todo eso son cuentos de viejas. Va hemos perdido demasiado tiempo mirando y cotorreando. ¡Vamos!

Agité las riendas y descendimos por el camino empinado, a la trápala pero con cautela. Pese al desdén que Maese Pentry había mostrado, en mi mente resonaba su relato y los antiguos versos que tanto concordaban con el sentido del mismo. Y a cada recodo, cuando aparecía la perspectiva de la playa y la marisma, me rezagaba un poco para dirigir la vista hacia el Agujero, que se extendía negro y ominoso bajo los restos del viejo castillo. Podía hacerlo con comodidad, porque mi montura era mucho mejor y siempre adelantaba a Maese Eldad antes de llegar a la siguiente curva del camino. Finalmente, un cerro cubierto de zarzas me tapó la vista del Agujero, y durante aquella mañana no lo volví a ver ni, a decir verdad, pensé más en él, pues ese período no iba a ser nada relajado para mí. Habíamos llegado al pie de la colina y atravesábamos un desfiladero lleno de zarzas, que cubrían de espinas las paredes salpicadas de moras rojas, y con grandes dedaleras sobresaliendo aquí y allá; sólo se veían las escarpaduras verdes y, sobre ellas, el ciclo azul, de modo que la tierra parecía un lugar feliz y tranquilo. Mientras cabalgábamos bota con bota debido a lo angosto del camino, Maese Eldad se volvió hacia mí y me dijo con su voz áspera, tan cerca de mis oídos que me estremecí de manera extraña:

—He de buscar a los hombres del pueblo, Hubert Leyton, para que puedan hablar con vos y decidir qué se debe hacer. Si queréis descansar en mi casa, hay un lugar próximo que hemos construido para congregarlos y donde podemos reunimos hoy.

De las palabras de Maese Pentry deduje que se había nombrado ministro o predicador de los hombres de Marsham, y que éstos habían construido lo que llamaban un conventículo porque no querían utilizar la parroquia, aunque estaba vacía. Según me dijo, había ejercido la profesión de sastre; pero, considerando inapropiado que un mensajero del Evangelio contribuyera a las vanidades humanas, vivía, de forma bastante modesta, de los regalos que sus feligreses podían hacerle y de los productos de su huerta. Así que no contaba con que me ofreciera ningún banquete, y sólo podía esperar, al ser una persona frugal y culta, que algún granjero se sintiera dispuesto a mejorar la comida de mi anfitrión.

—Desde aquella curva —dijo Maese Eldad cuando salíamos del desfiladero—, os mostraré mi casa y el lugar de reunión cercano.

Mientras hablaba llegamos a un recodo desde el que el pueblo se veía muy bien, agrupado en torno a la iglesia. Me detuve y miré hacia allá; me pareció que todo estaba demasiado tranquilo, pues no se oía el canto de un gallo ni el mugido de una vaca como es costumbre en los pueblos. Tampoco se veían hombres trajinando por el lugar ni se oía cantar a ninguna muchacha; de repente un sudor frío se apoderó de mí y temí que hubiésemos llegado demasiado tarde. Mientras me estremecía con ese temor. Maese Pentry, que había estado observando con la mano a modo de visera debido al sol, soltó un grito agudo y extraño.

—¡Ha desaparecido! ¡Ha desaparecido! —exclamó—. ¡Deprisa! ¡Deprisa! —añadió, y espoleó su caballo en dirección al pueblo.

Salí rápidamente tras él y me pregunté qué podría haber visto para turbarse así, pues cabalgaba como un loco, agitando los brazos y diciendo disparates. Pero muy pronto lo comprendí. Después de rodear aquel pueblo silencioso, llegamos a un espacio donde pude ver los restos de dos edificios construidos con la piedra típica de esos parajes, de color gris o herrumbroso. Pero sólo quedaban los cimientos o ni siquiera estos; un hueco chamuscado indicaba dónde se había alzado una pared, y se veían piedras y vigas, paja calcinada y cascotes dispersos, como trozos de piltrafa arrojados al suelo para que las gallinas los picotearan. Maese Eldad se apeó del caballo con precipitación y se arrastró por el solar de lo que debía de haber sido su conventículo. Yo también desmonté, preguntándome cuál habría sido la causa de tal desastre; al acercarme a las piedras, sentí un fuerte olor que revelaba la villanía que se había cometido. Todo había sido obra de la pólvora y sólo mi excelentísimo primo podía haberla utilizado. No soy ningún caballero andante con ansia de aventuras y amante del peligro; y confieso que mi primer pensamiento fue sobre la acogida que mi pariente me iba a dar cuando me dirigiera a él como embajador de paz. La irreflexiva crueldad que había podido malgastar dos cuñetes de buena pólvora para arrasar un par de pobres casuchas, que una gavilla de paja y unos trozos de pedernal y eslabón habían destruido con tanta facilidad, no tendría que esforzarse mucho para atravesarme la cabeza con una bala. Pero dejé de pensar en ello y me acerqué a Maese Pentry. Parecía haberse recuperado un poco y murmuraba algunos versículos en los que David maldice a los hombres malvados, que son los que siempre me han gustado menos de los Salmos.

—Venga, Maese Eldad —dije cogiéndole del brazo y ayudándole a incorporarse. Cuando estuvo en pie, permaneció con la mirada fija en los restos calcinados.

—Es un acto diabólico —añadí—, pero volveréis a tener vuestra vivienda; sí, y vuestro lugar de reunión, aunque tenga que empeñar mi casa para ello. Dios quiera que no hayan hecho ningún daño peor. Vamos al pueblo a ver qué ha ocurrido.

—¿Qué cosa peor podían hacer? —preguntó—. La casa del Señor ha sido destruida y arrasada por el fuego… —y empezó a divagar y maldecir otra vez.

—Bueno, también hay templos humanos del Señor —repliqué llevándole hacia los caballos—, y esos villanos pueden haberlos destrozado o deshonrado. Vamos a salvarlos, si es que todavía estamos a tiempo.

Mis palabras parecían tener poco sentido para Maese Eldad, pues aquél era un duro golpe que desde luego podía haberle ofuscado; además, según he podido comprobar en varias ocasiones, un hombre dominado por el celo religioso suele pensar muy poco en el bien terrenal de los demás. No obstante, logró espabilarse y montar su caballo; yo hice lo mismo y entramos juntos en la aldea de Marsham. Una vez allí, nos detuvimos ante la pequeña taberna «El Manzano», cuyo letrero colgaba con osadía aunque la mitad de las manzanas estaban atravesadas por agujeros negros. La puerta estaba atrancada y golpeamos con las manos y las empuñaduras de las espadas en vano. Entonces Maese Eldad alzó la voz, supongo que porque había oído ruido dentro.

—¡John Saunders, John Saunders! —gritó—, ¿cuánto tiempo vas a dejar a tu ministro en la calle? Ven a abrirnos; aquí sólo estamos Eldad Pentry y un amigo.

Me dio la impresión de que si John Saunders estaba vivo aquella llamada le haría venir, pues era imposible olvidar o no hacer caso a la voz de Maese Eldad. Y la verdad es que se oía cierta agitación en el interior. Al cabo de un rato, quitaron las trancas y retiraron los cerrojos, y John Saunders, el tabernero, apareció en el umbral. Era un hombre gordo, que debía de haber sido rubicundo de cara y jovial como un Baco pagano; pero un inmenso terror le había dejado pálido y sus grandes mejillas le colgaban como bolsas. Cuando vio ni caballo y mis ropas se asustó, temeroso de que fuera un enemigo; pero Maese Eldad desmontó y le agarró por el hombro.

—¡Habla, cobarde! —exclamó de manera bastante ruda—. ¿Qué ha ocurrido?

John Saunders empezó a contar una historia confusa de la que entendí muy poco, pues cada vez que Maese Pentry le interrumpía con alguna pregunta rápida, el tabernero perdía el hilo de su relato y se veía obligado a comenzar de nuevo, por lo que desistí de enterarme de algo por él. Mientras John Saunders seguía divagando, oí crujir los goznes de una puerta al otro lado del camino y vi asomar una cabeza pelirroja y, a continuación, el resto del cuerpo. Después, la cara pálida de una mujer apareció tras la mancha oscura de un cristal roto, y así fueron saliendo los aldeanos, uno a uno y tímidamente, como el gato que ha sido perseguido por un perro hasta un agujero y apenas se atreve a salir en busca de su leche.

Pronto Maese Eldad y yo nos vimos en medio de un círculo de caras pálidas; cuando mi acompañante les dijo quién era yo y a qué había venido, sacaron el valor necesario para contarnos lo que había ocurrido, deteniéndose en los pequeños detalles y volviendo a relatar la historia una y otra vez como hace la gente de los pueblos, que normalmente tiene poco que decir pero muchas ganas de hablar. Al parecer, el Conde de Deeping, después de haber fijado una fecha para que la gente de Marsham abasteciera su castillo, había enviado a algunos de sus hombres para enterarse de qué se estaba haciendo con ese fin. Esos tipos fueron a «El Manzano», pagaron su bebida y, hablando de manera bastante educada (pues eran unos bribones muy hábiles), consiguieron sacar al mozo de la taberna todo lo referente al viaje de Maese Pentry. Mi primo, que ignoraba que Maese Eldad había ido a buscarme (y de haber sido informado tampoco lo hubiese creído), sufrió un tremendo ataque de ira diabólica (según supe más tarde y entonces pude suponer), pues pensó que el hombre que más odiaba había partido en busca de los soldados del Parlamento; y quizás eso es lo que habría hecho Maese Pentry si hubiera tenido alguno a mano. Así que, sin avisar a los aldeanos ni intentar saber si éstos estaban enterados del plan de su ministro, el Conde, acompañado de treinta hombres, casi toda su guarnición, ascendió por el río a bordo de tres chalanas y un esquife antes de que subiera la marea, y ordenó que sus soldados se llevaran de las casas grano y harina, mantequilla y queso, huevos, tocino y jamones; y a Saunders le robaron todas sus provisiones de cerveza y sidra. Después empezaron a perseguir y atrapar a las gallinas y las ocas, y a conducir a las vacas, las ovejas y los cerdos hasta las embarcaciones. Los hombres del pueblo estaban en el campo, a excepción del tabernero, que no se atrevió a decir palabra, el herrero y uno o dos viejos que no pudieron hacer otra cosa que maldecir a los ladrones y ser objeto de sus burlas. En cuanto a las mujeres, la mayoría huyó del lugar; pero la muchacha de la taberna, una picarona alegre que gustaba de hablar con los soldados, se marchó con los villanos por su propia y alocada voluntad. La hija del herrero, una moza de buen ver, intentó impedir que sus ocas cayeran en manos de los asaltantes y dos de ellos se la llevaron a las barcas; su padre, que salió tras ellos y logró atizar a uno con un martillo, fue golpeado con la culata de un mosquete y se quedó tirado en el suelo, sin habla, durante una hora.

Tras coger lo que querían y destrozar el fondo de los botes para que nadie pudiera perseguirles, los ladrones aprovecharon la marea para remar hasta Deeping Hold; pero antes, el propio Conde se dirigió a la casa y al conventículo de Maese Eldad con dos de sus hombres más próximos, cada uno de ellos con un barril de pólvora. Al cabo de un rato regresaron riendo. Cuando ya estaban en las chalanas, se oyeron dos explosiones tremendas, una tras otra, acompañadas de una violenta sacudida, y pudo verse una gran llamarada y una extensa columna de humo. Aquel estruendo y aquella visión hicieron que los aldeanos regresaran a toda prisa, aunque algunos de ellos ya habían sido avisados por las mujeres. Cuando asomaron por las colinas, sólo pudieron ver el brillo de las armas sobre las negras embarcaciones, que descendían con la marea por el laberinto de canales y arenas movedizas que nadie conocía tan bien como los hombres de Deeping Hold.

Desde aquel momento —habían pasado dos días—, los hombres de Marsham habían atrancado sus puertas y las mujeres, con lo que quedaba del ganado, se habían escondido al subir la marea para que los soldados del Conde no las acosaran de nuevo. Pero no se había vuelto a saber de ellos. Todo esto es lo que supimos por los habitantes del pueblo. No hace falta que comente con qué lágrimas y maldiciones acompañaron su relato.