Del mensajero que llegó hasta mí desde Marsham
Ésta es la historia de un juicio extraño y terrible emitido por el Señor de las profundidades. Y hemos creído conveniente, la única otra persona conocedora de los hechos y yo, consignar lo que ocurrió para que sirva de enseñanza y advertencia a nuestros hijos y así mostrarles cuál es el final inevitable de quien actúa con maldad. Pues hacen falta muchos consejos para alejar a los jóvenes del vicio imprudente de vivir sin moralidad que ha corrompido a nuestro pueblo durante los últimos años, pese a la clara manifestación de la ira de Dios a través del fuego, la peste y el desconcierto ante nuestros enemigos.
Según recuerdo, corría el otoño del año de Nuestro Señor de 1645 cuando se produjeron los acontecimientos que me dispongo a relatar. Sólo tenía veintisiete años, aunque, a decir verdad, desde mis años de escuela siempre había parecido mayor de lo que era; en vista de ello y de mi profundo amor a los libros, mis bondadosos padres me habían educado para ingresar en la Iglesia en Cambridge y esperaban que, con el tiempo, recibiera de manos de mi primo, el Conde de Deeping, un beneficio eclesiástico. Pero mi padre y mi madre murieron de unas viruelas en sólo un mes y yo quedé abandonado a mi propia voluntad. Como no me gustaba nada la forma de actuar del Arzobispo Laud, y además me inclinaba por las doctrinas de quienes se llamaban Puritanos, sentí escrúpulos para ocupar un cargo en el que debía en enfrentarme con mi propia alma o con la autoridad de la que dependía. Regresé, pues, a las tierras de mi padre, donde podía arreglármelas para vivir como correspondía a un caballero, aunque poco más. De mi sabiduría para mantenerme apartado de las disputas de religión me convencí aún más cuando nuestras desafortunadas disensiones desembocaron en el estallido de la guerra civil. A pesar del empobrecimiento causado por la disipación y los excesos de su padre, y por los suyos propios, el Conde de Deeping, ayudado por unos cuantos rufianes desesperados, restos de sus huestes en las guerras de Alemania, reunió una tropa de campesinos holgazanes y cabalgó hasta unirse al Príncipe Rupert, quien me mandó recado para que le siguiera con mis aparceros, cosa que no hice en modo alguno. Tampoco pude ceder ante una efusiva carta del señor Oliver Cromwell, a quien había conocido en Cambridge y que después sería tan importante, en la que me pedía actuar como un hombre en las filas del Señor. Ciertamente, nunca logré ver a ninguno de los dos bandos como las filas del Señor, ni a los siniestros juerguistas del ejército del Rey ni a los sanguinarios santos del Parlamento. De haber tomado parte en las guerras con cualquiera de las dos facciones, habría seguido el ejemplo desgraciado del buen Lord Falkland, siempre con dudas sobre el derecho de su propio bando y gimiendo en tono lastimero: «la paz, la paz», que encontró al fin, a la manera del antiguo romano, mientras cabalgaba al encuentro de la muerte.
Al estar así indeciso, ser de espíritu precavido y solitario además de apocado, y no querer contemplar una sangría, mantuve mi casa lo más apartada que pude del conflicto y aconsejé a otros que hicieran lo mismo; y como el lugar donde residía estaba muy lejos de todos los campos de batalla y, en particular, a tres días a caballo de las tierras de mi aguerrido primo, el Conde de Deeping, logramos permanecer no solamente con vida, sino también libres del acoso de cualquiera de los dos bandos. Sólo en una ocasión en que tuve que cabalgar durante una jornada desde mi casa, me encontré rodeado por una veintena de soldados de caballería con armadura, que me arrancaron de mi montura y, muy bruscamente, exigieron saber de qué lado estaba cuando yo aún no había encontrado el modo de averiguar de qué lado estaban ellos. Les dije que era partidario de la paz y, al darles mi nombre, su oficial sacó una lista de los nobles de aquellas tierras, algunos marcados (según rezaba la expresión) como malvados a los que había que despojar y otros como hombres tranquilos que debían ser respetados; entre estos últimos el Lord General Cromwell, como a la sazón se le llamaba, había incluido mi nombre. Así que todo acabó bien, sin más coste para mí que el de un poco de cerveza o sidra para los soldados y una hora de charla mientras cabalgaba junto al oficial, un tipo devoto y de buena procedencia, aunque demasiado aficionado a citar las Escrituras y deformar su claro significado.
En el verano de 1645 llegaron noticias de la batalla de Naseby y del tremendo descalabro, según creían los campesinos y más tarde se demostró, sufrido por las fuerzas del Rey. Uno de los que logró escapar de aquel campo de batalla, después de haberse comportado con más valentía que prudencia, fue mi primo, el Conde de Deeping, con los restos de su tropa. Se negó a seguir los pendones del ejército realista porque había discutido con el Príncipe Rupert sobre cierto asunto, pues era, según dicen, un saqueador demasiado cruel incluso para un estómago tan poco delicado como el del Príncipe. De modo que se encaminó hacia sus tierras, Deeping Hold de Marsham, y lo que allí tenía que sucederle, le sucedió.
Un día de septiembre me senté en la biblioteca con el propósito de leer la Descripción del Arminianismo de John Owen de cabo a rabo. Pero, sea dicho para vergüenza mía, pronto me cansé de la teología, pues las discordias de nuestros días habían echado a perder mi temprana afición por las controversias doctrinales. Al dejar al doctor Owen de nuevo en el estante, empujé un volumen de no sé qué comentario y, cuando pretendí sacarlo de nuevo, eché hacia atrás dos más. Así, con la ira repentina que impulsa a los niños a golpear los taburetes y las sillas para derribarlos, primero tiré al suelo el resto de los volúmenes del comentario, y después los que había metido hacia dentro. Tenían mucho polvo y, al mirar la sombra que habían dejado en el anaquel antes de colocarlos de nuevo en su sitio, vi un pequeño libro, encuadernado en piel, liso y delgado, que tenía nuestras armas familiares estampadas en la cubierta. Lo cogí, y me encontré con una genealogía de los Condes de Deeping y otros parientes suyos, escrita con una bella letra y con los escudos muy bien blasonados con colores y dorados; allí estaba el árbol genealógico de toda la parentela, según juzgué por los últimos nombres, algunos de hasta ochenta años, pues mi tatarabuelo cerraba una de las ramas. Conocía todos esos nombres, o casi todos, y mientras hojeaba las páginas mi vista se detuvo sobre unos versos que había en medio de una de ellas:
Cuando el Señor de Deeping Hold
al Maligno haya vendido su alma,
y haya despertado lo que reina
en las tinieblas del Infierno,
lo que reina bajo el Agujero
vendrá y le robará el cuerpo y el alma.
Aunque nunca había visto esos versos sobre los Condes de Deeping, me trajeron recuerdos de cuentos y canciones que había oído, y ya medio olvidado, en el regazo de mi niñera.
Jamás había estado en Deeping Hold, junto a las marismas de la desembocadura del río Bere, ni en la aldea de Marsham, situada en las laderas sobre el estuario. Pero había oído leyendas sobre una maldición acerca de los Señores de Deeping, que había caído una vez y, según la narración, recaería otra vez y nunca más. Recordé que el único día en que, siendo sólo un niño, había visto a mi padre cabalgando con mi primo el Conde, un joven espigado, de pelo claro y con perilla, me había quedado asombrado de la fiereza de sus ojos azules y había pensado en los cuentos que mi niñera me contaba. Volví a leer aquellos siniestros versos y, en el momento en que apartaba los ojos de la página, mi criado llamó a la puerta para anunciarme que Eldad Pentry, de Marsham, deseaba verme. Mandé hacerle pasar y me encontré ante el tipo más extraño que había visto en mi vida. Era delgado y de baja estatura, Y tenía el pelo lacio y un rostro nada noble; con todo, sus ojos eran grandes y brillantes, y su mirada, muy abierta y siempre fija, parecía contemplar algo lejano, situado más allá de lo que tenía delante. De no ser por esos ojos, su aspecto habría sido el de un plebeyo. Iba vestido de manera bastante sencilla, con un traje de color oscuro, lleno de polvo, y de su cinturón colgaba una vieja espada herrumbrosa cuyo tamaño parecía más apropiado para Goliat de Gar que para ese desdichado. Le saludé y le pregunté qué recado traía.
—Hubert Leyton, he recibido un mensaje del Señor para vos —dijo con voz extraña y áspera sin hacer el menor intento de quitarse el sombrero, por lo que deduje que era un fanático de alguna secta, de los que había tantos en aquel tiempo—. Levantaos y seguidme, pues os espera una tarea en las tierras de Marsham.
Me molestó que aquel individuo mascullara sus palabras como si fueran piltrafa, y le ordené, me temo que con cierta brusquedad, que me comunicara el motivo de su visita con menos lenguaje bíblico y más sentido. El hombre volvió sus extraños ojos hacia mí como si viera algo a mi espalda, donde no había otra cosa que los libros y la pared.
—No me enfadaré con vos, pues sois un instrumento elegido —replicó en el mismo tono reseco y pausado—. Escuchad, y así sabréis lo que me ha traído aquí y por qué yo, un hombre de paz como vos, me he ceñido la espada.
Parecía más bien que era él quien se había ceñido a la espada, de acuerdo con la antigua chanza que contaba el docto Cicerón y, sin duda, muchos otros antes y después que él. Pero no hice ningún comentario y Maese Eldad continuó ilustrándome.
—Cuando el hombre de sangre fue derrotado ante Israel —señaló, por lo que pronto entendí que hablaba de la batalla de Naseby—, aquel hijo de Belial[1], vuestro primo, huyó del campo de batalla y llegó a Marsham. Y al encontrar su castillo barrido y engalanado, entró con otros cuarenta diablos peor que él y una mujer peor que los cuarenta…
En ese punto le interrumpí con una pregunta.
—¡Una mujer! —exclamé—; ¿y qué ha sido de la Condesa?
Se le turbó el semblante, hizo algunos guiños, y por primera vez se quitó el sombrero.
—La Señora de Deeping llevaba tiempo enferma —contestó, y advertí que hablaba de ella sin el menor tono bíblico—. Murió la semana pasada, aunque ninguno de nosotros sabe cómo.
—¡Dios la acoja en su seno! —exclamé sin sopesar mis palabras.
—Ésa es una jaculatoria papista —replicó frunciendo el ceño—, pero casi podría añadir «Amén». Sí, y mucho más. ¡Dios vengue su muerte en los malvados!
—¿Qué es lo que queréis decir? —inquirí, pues le vi contraer el rostro con una ira y un odio repentinos. Pero al oír mi pregunta el ceño desapareció de su frente.
—No, yo no sé nada —murmuró—. No obstante, si dos milanos se encuentran con una paloma, no hace falta ser profeta, Maese Leyron, para saber lo que ocurrirá o lo que ha ocurrido. Y esa mujer del hijo de Belial, esa Jezabel, esa Dalila…
—Sí, ¿qué pasa con ella? —pregunté, pues había pasado lista a todas las mujeres malvadas de la Biblia.
—Puede que sea una bruja o una envenenadora —señaló—, ya que es de la tierra de todas las abominaciones, donde la Mujer de Púrpura[2] reina sobre las siete colinas.
—Una italiana —afirmé, y él inclinó la cabeza—. ¡Qué historia tan desgraciada! ¿Pero cómo puedo yo cambiarla yendo hasta allí con vos, Maese Eldad?
—Veréis, Hubert Leyton. Cuando vuestro primo el Conde llegó a Deeping Hold, se hizo fuerte con cuarenta desesperados villanos de su tropa, blasfemos y borrachos, montó la artillería en las murallas y anunció que defendería la plaza para el Rey aunque viniera el mismísimo Noll[3] en persona. Después nos mandó recado a Marsham, ordenando que le lleváramos grano, corderos y vacas, cerveza y sidra, mantequilla, queso y huevos, además de tocino y jamones en abundancia, para abastecer el castillo antes del asedio. Como estábamos angustiados, suplicamos a su bondadosa señora que intercediera por nosotros, cosa que hizo; pero después de su muerte fue como si vuestro primo hubiera perdido la razón: juró que se apropiaría por la fuerza de todo lo que le pareciera bien y se negó a escucharnos. Así que dije a los demás: «Mirad, la situación es apurada, ya que no somos más que unos débiles campesinos y no podemos enfrentarnos con soldados; busquemos a alguien de su propia familia que interceda por nosotros, pues ningún otro hombre podría hablar con ese hijo de Belial». Todos dijeron que el consejo era bueno y me mandaron partir. Por tanto debéis levantaros y seguirme, pues tenemos un largo camino por delante; y el Conde ha dicho que si no le llevamos todo lo que su alma desea antes del séptimo día hará que el fuego arrase nuestras casas y también a nosotros.
Sabía que no era una amenaza vana. Los modos empleados en las guerras de Alemania eran sobradamente conocidos para todos, y Milord de Deeping había aprendido en ellas sus artes guerreras y casi aventajaba a sus maestros. Sin embargo, no me gustaba el asunto, pues era consciente de que mi primo no temía a Dios ni respetaba al ser humano: su propia vida significaba poco para él y la de los demás aún menos. Pero sabía que estaba orgulloso de su título y su patrimonio, de los cuales yo era heredero por ser el pariente consanguíneo más próximo, aunque no los haya aceptado por las razones que esta historia mostrará. Permanecí sentado en silencio reflexionando, mientras Maese Pentry fijaba sus grandes ojos sobre algo fuera de mi alcance. Al cabo de un rato, al ver que yo seguía dubitativo, se puso en pie y, cogiendo la gran Biblia que había en el escritorio junto a la ventana, la dejó caer ante mí con un golpe seco parecido al disparo de un mosquete.
—Abrid el Libro, Hubert Leyton —me espetó—: y el Señor os mostrará qué debéis hacer.
Siempre he creído poco en la adivinación a partir de las Escrituras, a la manera de los paganos y sus interpretaciones de Virgilio, aunque sin duda hay muchas profecías muy apropiadas citadas por ambas fuentes, como la del difunto Rey Carlos. Pero Maese Eldad me conmovió, no sabría decir por qué, y tras sus palabras abrí el Libro al azar y mi vista fue a posarse en el versículo nueve del primer capítulo del Libro de Josué, que aquel hombre y yo leímos juntos:
«¿No te mando yo? Esfuérzate, pues, y ten valor; nada te asuste, nada temas…».
—Eso es para vos —dijo Maese Eldad con severidad—; ahora leamos lo que es para mí.
Pasó las pesadas hojas y sus ojos y los míos fueron a parar a un versículo de las Lamentaciones de jeremías:
«Han hundido mi vida en una fosa, arrojando piedras sobre mí. Subieron las aguas por encima de mi cabeza, y me dije: “Muerto soy”».
Esto me sobrecogió y volví la vista hacia aquel sujeto por encima del hombro; pero él sonreía, aunque con tristeza, y su mirada estaba perdida en la distancia.
—Siempre me pasa lo mismo cuando busco un oráculo en el Libro —comentó—. Sé lo que me sucederá y, aun así, voy. ¿Os amilanaréis entonces vos?
Puse mi mano sobre la suya, que tenía un tacto duro y seco como el pergamino, y dije:
—Maese Pentry, iré con vos.