Siempre de nuevo

Jueves 24 de julio de 2053

Henry tiene 43 años, y Clare 82

HENRY: Me encuentro en un pasillo oscuro, al final del cual hay una puerta ligeramente entornada y una luz blanca que se derrama por el borde. Camino despacio y en silencio hacia la puerta, y miro con cautela el interior del cuarto. La luz de la mañana inunda la habitación y me resulta cegadora al principio, pero mientras se me acostumbra la vista, veo que en el cuarto hay una sencilla mesa de madera, junto a la ventana. Una mujer está sentada, de cara al exterior. Veo una taza de té a la altura de su codo. Fuera se divisa el lago, las olas se precipitan hacia la orilla y retroceden en una calmosa repetición que se convierte en inmovilidad al cabo de unos minutos. La mujer está absolutamente quieta, y algo en ella me resulta familiar. Es una anciana; tiene el pelo completamente blanco, y le cae por la espalda, en un fino reguero, sobre una ligera joroba de matrona. Lleva un jersey del color del coral. La curva de sus hombros, la rigidez de su postura indican que se trata de alguien muy cansado, parecido a mí en mi cansancio. Al moverme, el suelo cruje; la mujer se vuelve y me ve, y su rostro se contrae en una expresión de alegría. De repente me quedo atónito; se trata de Clare, ¡Clare ya anciana! Y ella se acerca a mí, muy despacio, y yo la tomo entre mis brazos.

Lunes 14 de julio de 2053

Clare tiene 82 años

CLARE: Esta mañana el cielo está despejado; la tormenta ha esparcido ramas por el patio, que ahora saldré a recoger. La arena de la playa ha cambiado de lugar, y yace fresca en un manto nivelado y perforado por el rastro de la lluvia. Estoy sentada a la mesa del comedor con una taza de té, mirando el agua, escuchando. Esperando.

Hoy no es un día muy distinto de los demás. Me levanto al amanecer, me pongo unos pantalones de chándal y un jersey, me cepillo el pelo, me hago una tostada, preparo té y me siento a contemplar el lago, preguntándome si él vendrá hoy. La situación no varía mucho de todas esas veces que él se marchó y yo me quedé esperando, salvo que en esta ocasión tengo instrucciones: esta vez sé que finalmente Henry vendrá. A veces me pregunto si esta prontitud, esta esperanza, impide que suceda el milagro. Sin embargo, no me queda alternativa. Él va a venir, y aquí me encontrará.

Así dijo, y en él fue creciendo un deseo de llanto,

y lloraba abrazado a su fiel y amadísima esposa.

Así como la tierra aparece tan grata a los náufragos

a los que Poseidón en el miedo del mar echó a pique

el armónico buque, a merced de las olas y el viento,

y unos pocos consiguen salir de la espuma nadando

y la orilla alcanzar, y sus cuerpos de sal se han vestido

y con júbilo pisan la tierra, ya a salvo de males,

así ver a su esposo era dulce también para ella

y sus brazos nevados seguían en torno a su cuello.

HOMERO,

Odisea;

traslación en verso de Fernando Gutiérrez