Renacimiento

Jueves 4 de diciembre de 2008

Clare tiene 37 años

CLARE: La mañana es fría y luminosa. Abro con llave la puerta del estudio y me sacudo la nieve de las botas. Subo las persianas y enciendo el calefactor. Pongo al fuego la cafetera, me detengo en el espacio libre que preside el estudio y miro a mi alrededor.

El equivalente a dos años de polvo y quietud reposa sobre todas las superficies. Mi mesa de dibujo está despejada. La batidora se yergue limpia y vacía. Los moldes y las barbas están alineados a la perfección, y virutas de alambre de armazón siguen intactas junto a la mesa. Pinturas y pigmentos, tarros con pinceles, herramientas y libros; todo está tal cual lo dejé. Los esbozos que pegué a la pared han amarilleado y se han doblado. Los despego y los tiro a la papelera.

Me siento a la mesa de dibujo y cierro los ojos.

El viento hace que las ramas de los árboles den golpecitos a la fachada lateral de la casa. Un coche salpica de nieve fangosa el callejón. La cafetera silba y gorgotea mientras escupe el último chorro de café. Abro los ojos, tiemblo y me abrazo al jersey.

Al despertarme esta mañana he sentido el impulso de venir aquí. Fue como un estallido de lujuria: una cita con mi antiguo amante, el arte. Sin embargo, ahora me encuentro sentada, esperando que algo ocurra… y no pasa nada. Abro un archivador plano y saco una hoja de papel teñido de índigo. Pesa y es algo tosco, de un azul intenso y frío al tacto como el metal. Lo dejo sobre la mesa. Me levanto y me quedo mirándolo fijamente durante un rato. Saco dos trozos de un pastel suave y blanco y los sopeso en la palma de la mano. Luego los devuelvo a su sitio y me sirvo café. Contemplo la parte trasera de la casa a través de la ventana. Si Henry no se hubiera marchado, a lo mejor estaría sentado a su escritorio, quizá me estaría mirando desde su ventana. Aunque tal vez estaría jugando a Scrabble con Alba, o leyendo cómics, o preparando sopa para almorzar. Tomo un sorbo de café e intento sentir que el tiempo retrocede, procuro anular la diferencia que existe entre presente y pasado. Solo mi memoria me retiene aquí. Tiempo, deja que me desvanezca. «Lo que entonces separemos por nuestra misma presencia, podrá unirse».

Me quedo ante la hoja de papel sosteniendo un pastel blanco. El papel es inmenso, y empiezo por el centro, doblándolo, aunque sé que estaría más cómoda con el caballete. Mido la figura, a la mitad de su tamaño natural: la coronilla, los ríñones, el talón. Hago un esbozo de la cabeza. Dibujo someramente, de memoria: unos ojos vacíos a mitad del cráneo, una nariz larga y una boca inclinada y ligeramente abierta. Las cejas se arquean por la sorpresa: oh, se trata nada más y nada menos que de mí. El mentón aguileño y la mandíbula redondeada, la frente alta y las orejas apenas insinuadas. El cuello, y los hombros que descienden en pendiente hacia unos brazos que cruzan el pecho con afán protector, la base de las costillas, el estómago salido, las caderas generosas, las piernas algo dobladas, y los pies señalando hacia abajo, como si el personaje estuviera suspendido en el aire. Los puntos de medición son como estrellas en el cielo nocturno e índigo del papel; y la figura es una constelación. Marco unos puntos resaltados y el personaje se vuelve tridimensional, una vasija de cristal. Trazo los rasgos con cuidado, creo la estructura del rostro, le añado los ojos, que me miran, atónitos por su repentina existencia. El pelo se ondula en el papel, flotando incorpóreo e inmóvil, la secuencia lineal que convierte el cuerpo estático en dinámico. ¿Qué más hay en este universo, en este dibujo? Más estrellas, lejanas. Rebusco entre mis herramientas y encuentro una aguja. Cuelgo con cinta adhesiva el papel sobre la ventana y empiezo a pincharlo hasta llenarlo de agujeritos diminutos, y cada uno de los alfilerazos se troca en un sol de otro sistema planetario. Cuando ya tengo una galaxia llena de estrellas, resigo la figura perforándola, en una red de lucecitas. Observo mi semejanza, y ella me devuelve la mirada. Coloco el dedo en su frente, y le digo:

—Desvanécete.

Sin embargo, ella se quedará; seré yo la que se desvanezca.