Dasein

Sábado 12 de julio de 2008

Clare tiene 37 años

CLARE: Charisse se ha llevado a Alba, Rosa, Max y Joe a patinar al Rainbo. Cojo el coche para ir a recoger a la niña a casa de mis amigos, pero llego antes de hora, y Charisse se retrasa. Es Gómez quien me abre la puerta vestido con una toalla.

—Entra —me dice abriendo de par en par—. ¿Quieres café?

—Sí.

Lo sigo por la caótica sala de estar hasta la cocina. Me siento a la mesa, que todavía está sucia con los platos del desayuno, y me hago un pequeño espacio donde poder apoyar los codos. Gómez se mueve por la cocina mientras prepara el café.

—Hacía tiempo que no te veía.

—He estado muy ocupada. Alba asiste a varias clases, y me paso el día llevándola con el coche a todas partes.

—¿Te has dedicado al arte? —pregunta Gómez poniendo una taza y un platito delante de mí y vertiendo café en la taza. La leche y el azúcar están sobre la mesa, y me sirvo yo misma.

—No.

—Ya. —Gómez se apoya contra el mármol de la cocina, con las manos alrededor de la taza de café.

El agua le ha oscurecido el pelo, que lleva peinado hacia atrás. Nunca me había dado cuenta de que la línea del nacimiento del pelo le retrocede.

—Y aparte de hacer de chófer de Su Alteza, ¿a qué te dedicas?

«¿A qué me dedico? —pienso—. Espero. Reflexiono. Me siento en nuestra cama con una vieja camisa de cuadros que todavía huele a Henry y respiro su aroma a bocanadas. Doy paseos a las dos de la mañana, cuando Alba se encuentra sana y salva en la cama, paseos larguísimos para cansarme lo suficiente y poder luego dormir. Mantengo conversaciones con Henry como si él todavía estuviera conmigo, como si pudiera ver a través de mis ojos, pensar con mi cerebro».

—No hago gran cosa.

—Mmmm.

—¿Y tú?

—Bueno, lo de siempre. La concejalía. Juego a ser el sufrido paterfamilias. Lo habitual.

—Sí. —Doy un sorbito de café.

Echo un vistazo al reloj que hay sobre el fregadero. Tiene forma de gato negro: la cola oscila hacia delante y hacia atrás como un péndulo y los ojazos se mueven acordes con cada oscilación, haciendo tictac de un modo ostensible. Son las doce menos cuarto.

—¿Te apetece comer algo?

—No, gracias.

A juzgar por los platos que hay encima de la mesa, Gómez y Charisse han comido melones dulces, huevos revueltos y tostadas para desayunar; y los niños, Lucky Charms, Cheerios y algo que debía de ir untado con mantequilla de cacahuete. La mesa es como una reconstrucción arqueológica de un desayuno familiar del siglo veintiuno.

—¿Sales con alguien?

Levanto los ojos y miro a Gómez, todavía apoyado en el mármol, con la taza de café a la altura del mentón.

—No.

—¿Por qué no?

¡No es asunto tuyo, Gómez!

—No se me había pasado por la cabeza.

—Pues deberías pensarlo —me dice dejando la taza en el fregadero.

—¿Por qué?

—Necesitas algo nuevo. Alguien distinto. No puedes quedarte sentada durante el resto de tu vida esperando que Henry aparezca.

—Claro que puedo. Espera y verás.

Gómez da un par de pasos y se coloca a mi lado. Se inclina sobre mí y acerca su boca a mi oído.

—¿Acaso no echas de menos… esto? —me pregunta lamiéndome la oreja.

«Sí, sí lo echo de menos».

—Apártate, Gómez —le espeto, pero no me muevo. Una idea me deja clavada en la silla.

Gómez me levanta el pelo y me besa en la nuca. «Ven a mí; ¡sí, ven a mí!». Cierro los ojos; y unas manos me levantan de mi asiento, me desabrochan la blusa. Una lengua en el cuello, en los hombros, los pezones. A ciegas extiendo la mano y noto algodón rizado, una toalla de baño que cae. «Henry». Unas manos me desabrochan los tejanos, me los bajan y me tienden sobre la mesa de la cocina. Algo cae al suelo, metálico. Comida y cubertería, la mitad de un plato, corteza de melón contra mi espalda. Mis piernas se abren. Una lengua en mi coño.

—Ohhhh…

«Estamos en el prado. Es verano. Una manta verde. Acabamos de comer, el sabor del melón persiste en mi boca». La lengua recede y en su lugar hay un espacio vacío, mojado y abierto. Abro los ojos; contemplo un vaso de zumo de naranja medio lleno. Vuelvo a cerrarlos. El firme y regular empuje de la verga de Henry dentro de mí. Sí. «He esperado con infinita paciencia, Henry. Sabía que volverías tarde o temprano». Sí. Piel sobre piel, las manos en los pechos, empuja, se retira, se ciñe, el ritmo, más al fondo, sí, oh…

—Henry…

Todo se detiene. Suena el tictac de un reloj. Abro los ojos. Gómez me mira de hito en hito, ¿dolido?, ¿enfadado? En un instante se ha quedado inexpresivo. Restalla la portezuela de un coche. Me incorporo, salto de la mesa y corro al baño. Gómez me tira la ropa.

Mientras me visto oigo que Charisse y los niños entran riendo por la puerta principal.

—¿Mamá? —llama Alba en voz alta.

—¡Salgo en un minuto! —le contesto chillando.

De pie, bajo la tenue luz del baño de baldosas rosa y negro, miro fijamente mi imagen en el espejo. Tengo Cheerios en el pelo. Mi reflejo es una mujer perdida y pálida. Me lavo las manos e intento peinarme el pelo con los dedos. «¿Qué estoy haciendo? ¿Cómo he podido convertirme en alguien así?».

Una respuesta me asalta entre todas: «Ahora eres tú la viajera».

Sábado 26 de julio de 2008

Clare tiene 37 años

CLARE: La recompensa de Alba por tener paciencia en las galerías, mientras Charisse y yo miramos exposiciones, es ir a Ed Debevic's, un falso restaurante que hace un gran negocio con los turistas. Nada más entrar por la puerta captamos una tremenda carga sensorial que nos remite a 1964. Los Kinks tocan a todo volumen, y hay letreros por todas partes.

SI FUERAS UN BUEN CLIENTE DE VERDAD, ¡PEDIRÍAS MÁS!

POR FAVOR, HABLA CON CLARIDAD CUANDO HAGAS TU PEDIDO.

¡NUESTRO CAFÉ ES TAN BUENO QUE NOS LO BEBEMOS NOSOTROS!

Hoy sin duda es el día de los globos de animales; un señor con un llamativo traje púrpura retuerce un perro salchicha para Alba, y luego lo convierte en un sombrero y se lo plantifica en la cabeza. La niña ríe avergonzada. Hacemos cola durante media hora y Alba no se queja; observa, en cambio, a los camareros y las camareras flirtear entre sí, y evalúa en silencio los globos de animales que tienen los demás niños. Finalmente, un camarero que lleva unas gruesas gafas de concha y una etiqueta con el nombre de SPAZ nos acompaña a un reservado. Charisse y yo hojeamos nuestras cartas para intentar encontrar algo de comer que no sean patatas fritas con Cheddar y pan de carne. Alba se limita a canturrear las palabras «batido de leche» sin parar. Cuando Spaz vuelve a aparecer, Alba sufre un ataque repentino de timidez y debemos persuadirla para que le diga al camarero que le apetecería tomar un batido de mantequilla de cacahuete (y media ración de patatas fritas, porque, según le explico, está muy mal visto tomar tan solo un batido para almorzar). Charisse pide macarrones con queso, y yo un bocadillo de beicon, lechuga y tomate. Cuando Spaz se marcha, Charisse se pone a cantar.

—Alba y Spaz, sentados en un árbol, be-sán-do-se…

Alba cierra los ojos y se lleva las manos a los oídos, negando con la cabeza y sonriendo. Un camarero, con una etiqueta que pone BUZZ, se pasea ufano por la barra, donde se sirven las comidas cantando en karaoke la canción de Bob Seger, I Love That Old Time Rock and Roll.

—No soporto a Bob Seger —dice Charisse—. ¿Crees que tardó más de treinta segundos en escribir esa canción?

El batido llega en un vaso alto con una pajita flexible y una batidora de metal, que contiene el líquido que no cabía en el vaso. Alba se levanta para bebérselo, y se pone de puntillas para alcanzar el mejor ángulo posible desde el cual sorber su batido de mantequilla de cacahuete. El sombrero de perro salchicha se empecina en resbalarle por la frente, interfiriendo en su concentración. La niña me mira desde sus espesas pestañas negras y se levanta el sombrero hasta que le queda enganchado a la cabeza gracias a la electricidad estática.

—¿Cuándo viene papá a casa? —me pregunta.

Charisse emite el ruido que uno haría cuando se le sube accidentalmente un trago de Pepsi por la nariz y empieza a toser, y yo le doy unos golpecitos en la espalda hasta que, por medio de señales, me indica que me detenga.

—El 29 de agosto —le digo a Alba, quien sigue sorbiendo ruidosamente los restos del batido, mientras Charisse me mira con aire de reproche.

Más tarde, subimos al coche y conduzco por el paseo de la Ribera del Lago, mientras Charisse tantea las emisoras de la radio y Alba duerme en el asiento trasero. Salgo por Irving Park y Charisse me dice:

—¿Alba no sabe que Henry está muerto?

—Claro que sí. Ella lo vio —le recuerdo a Charisse.

—Entonces, ¿por qué le contaste que iría a casa en agosto?

—Porque es cierto. Él mismo me dio la fecha.

—Ah. —A pesar de que mis ojos no se han apartado de la carretera, noto que Charisse me mira fijamente—. Y eso… ¿no es un tanto extraño?

—A Alba le encanta.

—Pero en tu caso…

—Yo jamás lo veo. —Intento mantener un tono de voz animado, como si no me torturara la injusticia del planteamiento, como si el resentimiento no se cebara en mí cuando Alba me cuenta sus salidas con Henry, aun cuando apuro hasta el fondo cada uno de los detalles.

«¿Por qué yo no, Henry?», le pregunto en silencio mientras entro en el caminito infestado de juguetes de Charisse y Gómez. «¿Por qué solo Alba?». Sin embargo, como es habitual, mi pregunta carece de respuesta. Como siempre, así son las cosas. Charisse me besa y sale del coche, camina pacíficamente hacia la puerta principal, que se abre de par en par por arte de magia y revela las figuras de Gómez y Rosa. La niña va dando saltitos y le muestra algo a Charisse, que acepta el obsequio y le dedica unas palabras antes de darle un tremendo abrazo. Gómez no aparta la mirada de mí y, al final, me saluda levemente con la mano, saludo que le devuelvo antes de que él me dé la espalda. Charisse y Rosa ya han entrado, y la puerta se cierra tras ellos.

Me quedo sentada en el caminito de entrada, con Alba dormida en el asiento de atrás. Los cuervos caminan por el césped infestado de dientes de león. «Henry, ¿dónde estás?». Apoyo la cabeza en el volante. «Ayúdame». Nadie responde a mis ruegos. Al cabo de un minuto, pongo la marcha atrás, salgo del caminito y me dirijo a nuestra casa, que nos aguarda en silencio.

Sábado 3 de septiembre de 1990

Henry tiene 21 años

HENRY: Ingrid y yo hemos perdido el coche y estamos borrachos. Borrachos en plena noche. Hemos andado y desandado la calle, hemos caminado en círculo, y ni rastro del coche. Jodido Lincoln Park. Jodidas Grúas Lincoln. Mecagüendiós.

Ingrid está cabreadísima. Camina delante de mí, y su espalda entera, incluso el modo en que mueve las caderas, anuncia su cabreo. De algún modo es culpa mía. Jodido club nocturno de Park West. ¿Por qué alguien se decidiría a poner un club en el maldito yupilandia de Lincoln Park, donde no puedes dejar el coche más de diez segundos sin que las Grúas Lincoln se lo lleven a su guarida para jactarse de la presa?…

—Henry.

—¿Qué?

—Ahí está otra vez esa niña.

—¿Qué niña?

—La que vimos antes. —Ingrid se detiene, y me fijo en el lugar hacia donde señala.

La niña está de pie, en la entrada de una floristería. Lleva algo oscuro, así que lo único que puedo ver es su blanco rostro y sus pies descalzos. Quizá tenga unos siete u ocho años; es demasiado pequeña para estar sola en plena noche. Ingrid se acerca a la niña, que la observa impasible.

—¿Estás bien? —le pregunta Ingrid—. ¿Te has perdido?

La niña me mira y dice:

—Me había perdido, pero ahora me imagino que ya sé dónde estoy. Gracias —añade, educada.

—¿Quieres que te llevemos a casa? Podríamos llevarte si finalmente logramos encontrar el coche —le confía Ingrid, inclinándose sobre ella hasta que su rostro queda a unos treinta centímetros de distancia del suyo.

Cuando me acerco a ellas, veo que la niña lleva una cazadora de hombre que le llega a los tobillos.

—No, gracias. De todos modos vivo muy lejos.

La niña tiene el pelo largo y negro, y unos ojos oscuros sorprendentes; bajo la luz amarillenta de la floristería, podría pasar por una niña victoriana, o bien por la Ann de DeQuincey's.

—¿Dónde está tu madre? —le pregunta Ingrid.

—En casa. No sabe que estoy aquí —me dice sonriendo.

—¿Te has escapado? —le digo.

—No —responde riendo—. Estaba buscando a mi papá, pero supongo que llego demasiado temprano. Volveré luego.

Se escabulle de Ingrid y se me acerca con torpeza, me agarra de la chaqueta y tira de mí.

—El coche está al otro lado de la calle —me susurra.

Miro hacia donde la niña me indica y ahí está: el Porsche rojo de Ingrid.

—Gracias… —empiezo a decirle, y la niña me lanza un beso que aterriza junto a mi oído, y luego se marcha corriendo por la acera, con los pies mordiendo el asfalto mientras yo sigo mirándola, sin perderla de vista.

Ingrid está callada cuando entramos en el coche. Para romper el silencio, le digo:

—Qué raro.

Ella suspira.

—Henry, para ser una persona lista, a veces puedes ser muy obtuso.

Y me deja delante de mi apartamento sin mediar palabra.

Domingo 29 de julio de 1979

Henry tiene 42 años

HENRY: Me encuentro en algún momento del pasado, sentado en la playa del Faro con Alba. Ella tiene diez años, y ambos estamos viajando a través del tiempo. La tarde es cálida, quizá es una tarde de julio o agosto. Llevo unos tejanos y una camiseta blanca que he robado de una mansión muy bonita de North Evanston; Alba lleva un camisón rosa que cogió del tendedero de una anciana. Le queda demasiado largo, y lo hemos atado a la altura de las rodillas. La gente no ha cesado de mirarnos con extrañeza durante toda la tarde. Supongo que no respondemos precisamente al prototipo de padre e hija que va a pasar el día a la playa; pero hemos sacado partido de la situación: hemos nadado y construido un castillo de arena. También hemos comido perritos calientes y patatas fritas que compramos en el puesto ambulante del aparcamiento. No llevamos manta ni toallas, por eso tenemos arena húmeda pegada al cuerpo y estamos cansados, aunque satisfechos, y nos sentamos a mirar a los niños que corretean entre las olas y a los perrazos tontos que trotan tras ellos. El sol se va poniendo a nuestras espaldas mientras contemplamos el agua.

—Cuéntame una historia —dice Alba apretujándose contra mí como la pasta cocida cuando se enfría.

—¿Qué clase de historia? —le pregunto pasándole un brazo por el hombro.

—Una buena historia. Una historia sobre ti y mamá, cuando mamá era pequeña.

—Hummm. Vale. Había una vez…

—¿Cuándo sucede?

—En todo momento y a la vez. Hace mucho tiempo y ahora mismo.

—¿Las dos cosas a la vez?

—Sí, siempre a la vez.

—¿Cómo puede ser que sucedan a la vez?

—¿Quieres que te cuente esta historia o no?

—Sí…

—Muy bien, pues. Había una vez una mamá que vivía en una casa muy grande junto a un prado, y en el prado había un lugar llamado el calvero, donde solía ir a jugar. Un día muy bonito tu madre, que tan solo era una cosita pequeñita con un pelo que abultaba más que ella, se fue al claro y descubrió que ahí había un hombre…

—¡Sin ropa!

—Sin una sola costura para cubrirlo. Después de que tu madre le diera una toalla de playa que casualmente llevaba encima, para que él pudiera ponerse algo, ese hombre le explicó que era un viajero del tiempo, y por alguna razón ella le creyó…

—¡Porque era verdad!

—Bueno, sí, pero la niña no tenía modo de saberlo. En fin, ella le creyó, y más tarde fue lo bastante tonta para casarse con él, y aquí estamos.

Alba me propina un puñetazo en el estómago.

—¡Cuéntalo bien! —me exige.

—Uf. ¿Cómo quieres que te explique cosas si me golpeas de ese modo? ¡Caray!

Alba se queda callada y luego dice:

—¿Por qué nunca visitas a mamá en el futuro?

—No lo sé, Alba. Si pudiera, iría.

El azul se vuelve más intenso en el horizonte y la marea retrocede. Me levanto y le ofrezco a Alba la mano para tirar de ella. Mientras ella se limpia la arena del camisón, da un traspiés y exclama:

—¡Oh!

Dicho lo cual, se marcha. Yo me quedo en la playa, con un camisón de algodón mojado entre las manos y contemplando las finas huellas de las pisadas de Alba bajo la luz que muere.