Sábado 21 de octubre de 1984; lunes 1 de enero de 2007
Henry tiene 43 años, y Clare 35
HENRY: El cielo está despejado y caigo sobre la alta hierba seca («Que sea rápido»), y a pesar de que intento quedarme inmóvil, suena el restallar de un fusil, a lo lejos, que por supuesto no debería de tener nada que ver conmigo, aunque no es así: me precipito al suelo, y miro mi vientre, que se ha abierto como una granada, una sopa de visceras y sangre contenidas en el cáliz de mi cuerpo; no me duele en absoluto («eso no puede ser bueno») pero solo acierto a admirar esta versión cubista de mis entrañas («alguien corre»). Lo único que deseo es ver a Clare antes («antes»), y grito su nombre («Clare, Clare»).
Y Clare se inclina sobre mí, llorando, y Alba susurra:
—Papá…
—Os quiero…
—Henry…
—Siempre…
—Dios mío, Dios mío, no…
—Por un mundo suficiente…
—¡No!
—Y el tiempo…
—¡Henry!
CLARE: La sala de estar se ha quedado absolutamente inmóvil. Todos permanecen en pie, petrificados, helados, contemplándonos fijamente. Billie Holiday canta, y alguien apaga el reproductor de discos y se hace el silencio. Me siento en el suelo, sosteniendo a Henry. Alba está agazapada sobre él, susurrándole al oído, sacudiéndolo.
Henry tiene la piel caliente, los ojos abiertos, y mira fijamente algún punto lejano. Me pesa en los brazos, pesa tanto… Tiene la pálida piel desgarrada, todo está teñido de rojo, y la carne descuartizada enmarca un mundo secreto de sangre. Acuno a Henry. Tiene sangre en las comisuras de los labios y se la limpio. Los cohetes siguen explosionando en el aire, cerca.
—Creo que será mejor que llamemos a la policía —sugiere Gómez.