Nochevieja, dos

Domingo 31 de diciembre de 2006

Clare tiene 35 años, y Henry 43

19:25 horas

CLARE: ¡Vamos a celebrar una fiesta! Henry se mostró un tanto reticente al principio, pero ahora parece absolutamente satisfecho. Está sentado a la mesa de la cocina, enseñando a Alba a hacer flores cortando zanahorias y rábanos. Admito que no he jugado limpio: se lo propuse delante de Alba, y la niña dio tantos brincos de alegría que Henry no pudo soportar la idea de decepcionarla.

—Será fantástico, Henry. Invitaremos a todos nuestros conocidos.

—¿A todos? —se cuestiona, sonriendo.

—A todos los que nos caigan bien, claro —apostillo yo.

Esa es la razón de que lleve varios días limpiando, y Henry y Alba hayan estado horneando galletas (a pesar de que la mitad de la masa fuera a parar a la boca de Alba cuando bajábamos la guardia). Ayer Charisse me acompañó al colmado y compramos salsa para los canapés, patatas fritas, bases cremosas para untar, toda clase de verduras, cerveza, vino, champán, palillitos de entremeses de colores, servilletas con el lema feliz año nuevo grabado en dorado, platos de papel a juego y Dios sabe cuántas cosas más. Ahora la casa entera huele a albóndigas y al árbol de Navidad, que se seca con rapidez en la sala de estar. Alicia también está en casa, está lavando las copas de vino.

—Oye, Clare —dice Henry levantando la vista—. Ya falta poco para el espectáculo. Ve a darte una ducha.

Echo un vistazo al reloj y advierto que es cierto, ya es la hora. Me meto en la ducha, me lavo el pelo y me lo seco. Me pongo las braguitas, el sujetador, unas medias y el vestido de cóctel de seda negra, unos buenos tacones y una gotita de perfume, sin olvidarme del pintalabios. La última mirada en el espejo (hago una mueca de sorpresa) y ya estoy lista para regresar a la cocina, donde Alba, hecho rarísimo en ella, todavía sigue impoluta con su vestido de terciopelo azul, y Henry aún lleva puesta su camisa agujereada de franela roja y unos tejanos raídos y destrozados.

—¿No vas a cambiarte?

—Ah, sí. Claro. Ayúdame, ¿vale?

Empujo la silla de ruedas hacia el dormitorio.

—¿Qué quieres ponerte? —le pregunto, mientras trato de encontrar unos calzoncillos y unos calcetines en sus cajones.

—Lo que más te guste. Tú eliges. —Henry cierra la puerta del dormitorio—. Ven aquí.

Dejo de hurgar en el armario y lo miro. Henry acciona el freno de la silla y maniobra para subirse a la cama.

—No hay tiempo —le digo.

—Exactamente. Por lo tanto, no lo desperdiciemos hablando —me dice con voz queda y mandona.

Cierro la puerta con llave.

—Es que acabo de vestirme…

—Chitón. —Me coge por el brazo, y yo no me resisto, me siento junto a él, y la expresión «por última vez» me viene a la mente sin proponérmelo.

20:05 horas

HENRY: El timbre de la puerta suena justo cuando me estoy anudando la corbata.

—¿Tengo buen aspecto? —pregunta Clare, nerviosa.

Así es, está sonrosada y encantadora; y se lo digo. Salimos del dormitorio en el preciso instante en que Alba echa a correr para ir a abrir la puerta y luego grita:

—¡Abuelo, abuelo! ¡Kimy!

Mi padre golpea con las botas en el suelo para desprenderse de la nieve y se agacha para abrazarla. Clare lo besa en ambas mejillas. Mi padre se lo agradece entregándole el abrigo. Alba, por su parte, se lleva a Kimy de la mano para que vea el árbol de Navidad antes incluso de que se quite el abrigo.

—Hola, Henry —dice mi padre sonriendo e inclinándose sobre mí.

De repente me asalta una visión: esta noche mi vida entera desfilará ante mis ojos. Hemos invitado a todos aquellos que más nos importan: mi padre, Kimy, Alicia, Gómez, Charisse, Philip, Mark, Sharon y los niños, Gram, Ben, Helen, Ruth, Kendrick, Nancy y sus hijos, Roberto, Catherine, Isabelle, Matt, Amelia, amigos de Clare que son artistas, amigos míos de la facultad de biblioteconomía, los padres de los amigos de Alba, la marchante de Clare e incluso Celia Attley, ante la insistencia de Clare… Las únicas ausencias se deben a impedimentos de primer orden: mi madre, Lucille, Ingrid… Dios mío, ayúdame.

20:20 horas

CLARE: Gómez y Charisse llegan como una exhalación. Parecen guerreros kamikazes.

—Eh, bibliotecario, estúpido zángano, ¿nunca limpias con la pala el caminito?

Henry se palmea la frente.

—¡Sabía que había olvidado algo!

Gómez vacía una bolsa llena de discos compactos en el regazo de Henry y sale a limpiar el camino. Charisse ríe y me sigue a la cocina. Saca una botella enorme de vodka ruso y la mete en el congelador. Oímos cantar a Gómez el Let it Snow mientras va abriéndose camino desde uno de los lados de la casa a golpes de pala.

—¿Dónde están los niños? —pregunto a Charisse.

—Los hemos dejado en casa de mi madre. Es Nochevieja; y hemos pensado que se divertirán más con la abuela. Además, hemos decidido pasar la resaca en privado, ¿sabes?

La verdad es que eso es algo que jamás me había planteado; no me emborracho desde antes de que Alba fuera concebida. De repente, la niña entra corriendo en la cocina y Charisse le dedica un abrazo entusiasmado.

—¡Hola, niñita mía! ¡Te hemos traído un regalo de Navidad!

Alba me mira.

—Anda, ve a abrirlo.

Es un diminuto juego de manicura, que se completa con laca de uñas. Alba se ha quedado con la boca abierta de la impresión. Le doy un codazo, y la niña se da cuenta.

—Muchísimas gracias, tía Charisse.

—De nada, Alba.

—Ve a mostrárselo al abuelo —le digo, y Alba se marcha corriendo hacia la sala de estar.

Saco la cabeza por el pasillo y veo a Alba gesticulando nerviosa y hablando con Henry, quien le tiende los dedos como si contemplara una uñectomía.

—Has hecho diana —le digo a Charisse.

—Ese fue mi gran error de pequeñita. Quería ser esteticista cuando fuera mayor.

—Pero no pudiste aguantarlo y por lo tanto te convertiste en artista —le digo riéndome.

—Conocí a Gómez y me di cuenta de que nadie derrocaba el sistema establecido, corporativo, misógino, capitalista y burgués haciendo la permanente.

—Claro que tampoco lo hemos doblegado vendiendo arte.

—Eso lo dirás por ti, guapa. Lo que pasa es que tú eres adicta a la belleza, nada más y nada menos.

—Culpable, culpable, me declaro culpable.

Caminamos hacia la sala de estar y Charisse empieza a llenarse el plato.

—Dime, ¿en qué estás trabajando? —le pregunto.

—En el virus informático como expresión artística.

—¡Vaya! —Oh, no—. Pero eso, ¿no es ilegal?

—Bueno, en realidad, no. Yo solo los diseño, y luego pinto los html en una tela y hago una exposición. De hecho, no soy yo quien los pone en circulación.

—Pero alguien podría hacerlo.

—Claro —apunta Charisse con una sonrisa malévola—. Y espero que lo hagan. Gómez se burla, pero alguna de estas pinturas podría causar muchísimas molestias al Banco Mundial, a Bill Gates y a los bastardos que construyen los cajeros automáticos.

—Bueno, pues buena suerte. ¿Cuándo es la inauguración?

—En mayo. Ya te enviaré una invitación.

—Sí, y cuando la reciba, convertiré nuestros activos en oro y almacenaré agua embotellada.

Charisse lanza una carcajada. En ese momento se unen a nosotras Catherine y Amelia, y dejamos de hablar del arte como medio para conquistar la anarquía mundial y pasamos a admirar nuestros vestidos de cóctel.

20:50 horas

HENRY: La casa está llena de nuestros seres más queridos, a alguno de los cuales no había visto desde antes de la intervención. Leah Jacobs, la marchante de Clare, se muestra diplomática y amable, pero me resulta difícil soportar la piedad que asoma a su mirada. Celia me sorprende al dirigirse directamente a mí y ofrecerme su mano, que aprieto.

—Siento verte así.

—Ya, tú en cambio estás magnífica —le digo, y es cierto. Lleva el pelo recogido muy arriba y va vestida de un azul resplandeciente.

—Sí, gracias —dice Celia con su fabulosa voz de caramelo de café con leche—. De todos modos, prefería aquella época en que tú eras malvado y yo podía odiar tu pellejo blanco y larguirucho.

—Ah, ¡qué tiempos aquellos! —le suelto riéndome.

Celia mete la mano en el bolso.

—Encontré esto hace ya bastante tiempo entre las cosas de Ingrid. He pensado que quizá a Clare le apetecería conservarla.

Celia me muestra una fotografía. Es una instantánea de mí, probablemente tomada en 1990 más o menos. Llevo el pelo largo y estoy riendo, de pie, en la playa de la calle del Roble, y no llevo camisa. Es una fotografía fantástica. No recuerdo que Ingrid me la hiciera, pero la verdad es que ahora percibo el tiempo que pasé con Ing como un gran vacío.

—Sí, apuesto a que le gustará. Memento mori —le digo a Celia devolviéndole la fotografía.

Celia me mira con alevosía.

—No estás muerto, Henry DeTamble.

—Falta muy poco, Celia.

—Bueno, pues si llegas al infierno antes que yo —me espeta ella con una carcajada—, guárdame un sitio junto a Ingrid.

Se da la vuelta de pronto y se marcha a buscar a Clare.

21:45 horas

CLARE: Los niños han correteado tanto y han picado tantas cosas que ahora están cansados de tanta excitación. Paso junto a Colin Kendrick en la sala de estar y le pregunto si quiere echarse una siesta; sin embargo, me responde con gran solemnidad que le gustaría quedarse despierto con los mayores. Me conmueven sus buenos modales y su belleza de catorce años, la timidez que muestra conmigo, a pesar de que me conoce desde siempre. Alba y Nadia Kendrick no se comportan con tanto comedimiento.

—Mamáaaa —gimotea Alba—. ¡Dijiste que podíamos quedarnos despiertas!

—¿Estáis seguras de que no queréis dormir un ratito? Os despertaré justo antes de la medianoche.

—Nooooo.

Kendrick, que está escuchando la conversación y es testigo de mi gesto de impotencia, se ríe.

—El dúo indómito. Muy bien, chicas: ¿por qué no vais a jugar en silencio al dormitorio de Alba durante un rato?

Las niñas se marchan arrastrando los pies y rezongando. Sin embargo, sabemos que dentro de unos minutos estarán jugando más felices que unas pascuas.

—Tenía ganas de verte, Clare —dice Kendrick mientras Alicia se aproxima a nosotros.

—Eh, Clare. Lo de papá tiene tela.

Sigo la mirada de Alicia y me doy cuenta de que nuestro padre está coqueteando con Isabelle.

—¿Quién es esa?

—¡Madre mía! —exclamo sin poder dejar de reírme—. Es Isabelle Berk.

Empiezo a relatarle a Alicia las draconianas tendencias sexuales de Isabelle, y nos reímos tan fuerte que casi nos quedamos sin aliento.

—Perfecto, perfecto. Oh, ¡para ya! —se queja Alicia.

Richard se acerca a nosotras, atraído por la histeria colectiva.

—¿Qué es lo que encontráis tan divertido, belle donne?

Intentamos despistar con un gesto, pero no podemos reprimir las risitas.

—Se están burlando de los rituales de apareamiento de la figura que para ellas encarna la autoridad paterna —observa Kendrick.

Richard asiente, divertido, y le pregunta a Alicia cuál es el programa de conciertos que tiene para primavera. Se marchan juntos hacia la cocina, hablando de Bucarest y de Bartok. Kendrick sigue a mi lado, aguardando el momento de decirme algo que no quiero oír. Cuando estoy a punto de disculparme para ir con los otros invitados, me pone la mano en el brazo.

—Espera, Clare.

Me detengo.

—Lo siento.

—No pasa nada, David.

Nos quedamos mirándonos fijamente durante unos instantes, y luego Kendrick hace un gesto de desesperación y rebusca en los bolsillos por si encuentra un cigarrillo.

—Si alguna vez quieres pasarte por el laboratorio, podría enseñarte lo que he estado haciendo para Alba…

Clavo los ojos en la concurrencia, buscando a Henry. Gómez le está enseñando a Sharon a bailar la rumba en la sala de estar. Parece que todo el mundo se divierte, pero Henry no aparece por ningún lado. Hace al menos cuarenta y cinco minutos que no lo veo, y siento una necesidad imperiosa de encontrarlo, asegurarme de que se encuentra bien, cerciorarme de que está en casa.

—Perdona —le digo a Kendrick, quien parece tener ganas de seguir con la conversación—. En otro momento, cuando haya más tranquilidad.

Asiente. Nancy Kendrick aparece con Colin pegado a sus faldas, y su presencia hace inviable que sigamos con el tema. El matrimonio se embarca en una discusión apasionada sobre hockey sobre hielo, y yo me escabullo.

21:48 horas

HENRY: Hace mucho calor en el interior de la casa y necesito tomar el aire, por eso estoy sentado en el porche cubierto de la parte de delante de la casa. Oigo a la gente hablar en la sala de estar. La nieve empieza a caer en copos más gruesos y en mayor cantidad; cubre los coches y los arbustos, suaviza sus líneas agresivas y apaga el sonido del tráfico. Es una noche preciosa. Me vuelvo y abro la puerta que separa el porche de la sala de estar.

—Eh, Gómez.

Gómez viene a paso ligero y saca la cabeza por la puerta.

—¿Qué?

—Salgamos fuera.

—¡Pero si hace un frío de cojones!

—Vamos, anciano y blandengue concejal.

Algo en mi tono de voz provoca que mi propuesta surta efecto.

—De acuerdo, de acuerdo. Espera un minuto.

Gómez desaparece y al cabo de un rato regresa con su abrigo y el mío. Mientras me retuerzo para ponérmelo, me ofrece su petaca.

—No, no, gracias.

—Es vodka. Te saldrá pelo en el pecho.

—Es incompatible con los opiáceos.

—Ah, claro. Siempre lo olvido.

Gómez empuja la silla por la sala de estar y al llegar a lo alto de las escaleras me levanta en brazos y carga conmigo a la espalda como si yo fuera un niño, como si fuera un mono. Salimos por la puerta delantera, al exterior, y el aire gélido se nos adhiere como un exoesqueleto. Me llega el olor de licor que desprende el aliento de Gómez. Más allá del resplandor sódico y vaporoso de Chicago, lucen las estrellas.

—Camarada.

—¿Qué?

—Gracias por todo. Has sido el mejor… —No le veo el rostro, pero noto que Gómez se ha puesto rígido tras todas esas capas de ropa.

—¿Qué estás diciendo?

—Mi gorda particular ha empezado a cantar, Gómez. Se me acaba el tiempo. Fin de la partida.

—¿Cuándo?

—Pronto.

—¿Qué día es «pronto»?

—No lo sé —le miento. Es muy, muy pronto—. De cualquier modo, solo quería decírtelo… Sé que de vez en cuando he sido un grano en el culo. —Gómez se ríe—, pero lo he pasado genial. —Callo unos segundos, porque estoy al borde de las lágrimas—. Ha sido francamente fantástico. —Permanecemos de pie, como los dos machos americanos inarticulados que somos, con el aliento que se condensa en forma de nube delante de nuestros rostros, y con tantas posibles palabras que quedan sin decir.

—Entremos —le propongo finalmente.

Cuando Gómez me deja con suavidad en la silla de ruedas, me abraza durante unos instantes, y luego se aleja pesadamente sin mirar atrás.

22:15 horas

CLARE: Henry no se encuentra en la sala, que está tomada por un grupito muy decidido que intenta bailar en una variedad de estilos harto improbables la música de Squirrel Nut Zippers. Charisse y Matt marcan unos pasos que se parecen al chachachá, y Roberto baila con considerable soltura con Kimy, que se mueve con delicadeza y rapidez, marcándose una especie de foxtrot. Gómez ha abandonado a Sharon y ahora está con Catherine, que chilla cuando él le hace dar vueltas y se ríe cuando él deja de bailar para encender un cigarrillo.

Henry no está en la cocina, que ha sido ocupada por Raoul, James, Lourdes y el resto del grupo de artistas, quienes se regalan los oídos con historias de sucesos terribles que los marchantes de arte han infligido a los artistas, y viceversa. Lourdes está contando la anécdota de Ed Kienholtz, que creó una escultura cinética que perforó el carísimo escritorio de su marchante y le hizo un agujero enorme. Todos se ríen con sadismo, y levanto un dedo en señal de advertencia.

—Que no os oiga Leah —les digo bromeando.

—¿Dónde está Leah? —pregunta James—. Apuesto lo que queráis a que ella sí que sabe anécdotas jugosas…

James se va en busca de mi marchante, que está bebiendo coñac sentada con Mark en las escaleras.

Ben se está preparando un té. Tiene una bolsita de plástico, con cierre de cremallera, llena de toda suerte de hierbas prohibidas, que dosifica con cuidado con un colador de té y luego sumerge en una jarra de agua humeante.

—¿Has visto a Henry? —le pregunto.

—Sí, acabo de hablar con él. Está en el porche delantero. —Ben me espía con el rabillo del ojo—. Estoy un poco preocupado por él. Parece muy triste. Es como si… —Ben calla, y hace un gesto con la mano que significa «A lo mejor me equivoco»—. Me ha recordado a algunos pacientes que he tenido, cuando creen que ya no vivirán mucho más…

Me da un vuelco el corazón.

—Está muy deprimido desde lo de los pies…

—Ya lo sé; pero hablaba como si fuera a coger un tren que estuviera a punto de salir de un momento a otro, ¿sabes? Me ha dicho…

Ben baja la voz, que de por sí suele ser queda, con lo cual apenas lo oigo.

—Me ha dicho que me quería, y me ha dado las gracias… En fin, la gente, los tíos no van por ahí diciendo esas cosas cuando creen que les queda mucho tiempo por delante, ¿no?

Las gafas de Ben no logran ocultar las lágrimas que se le agolpan en los ojos, me fundo con él en un abrazo y permanecemos unos minutos en esa posición, mis brazos encajando la malgastada complexión de Ben. La gente charla a nuestro alrededor, ignorándonos.

—No quiero sobrevivir a nadie —dice Ben—. ¡Por el amor de Dios! Después de beber estas pócimas espantosas y comportarme en general como un maldito mártir durante quince años, creo que me he ganado el derecho a que desfilen todos mis conocidos ante mi ataúd y digan: «Murió con las botas puestas». O algo parecido. Cuento con que Henry esté presente y cite a Donne: «Muerte, no muestres tu orgullo, estúpida hija de la gran zorra». Será precioso.

—Bueno, si Henry no lo consigue, iré yo —le digo entre carcajadas—. Hago una imitación genial de Henry.

Enarco una ceja, levanto el mentón y bajo el tono de voz.

—«Transcurrido un breve sueño, despertamos eternamente, y la Muerte estará sentada en la cocina, en ropa interior, a las tres de la mañana, resolviendo el crucigrama de la semana pasada…».

Ben suelta una carcajada. Beso su mejilla suave y pálida y me voy.

Henry está sentado solo, en el porche delantero, a oscuras, contemplando cómo nieva. Apenas he tenido tiempo de echar un vistazo por la ventana durante todo el día, y ahora me doy cuenta de que lleva nevando sin parar desde hace horas. Las máquinas quitanieves traquetean por la avenida Lincoln, y nuestros vecinos están fuera limpiando sus entradas con palas. A pesar de que el porche está cubierto, sigue haciendo frío aquí fuera.

—Entra —le digo.

Estoy junto a él observando un perro que salta entre la nieve al otro lado de la calle. Henry me rodea la cintura con su brazo y recuesta la cabeza en mi cadera.

—Ojalá pudiéramos detener el tiempo ahora —me dice.

Le paso los dedos por el pelo. Lo tiene más indomable y grueso de lo que solía tenerlo antes de que se le encaneciera.

—Clare.

—Dime, Henry.

—Ha llegado la hora…

—¿Qué?

—Que ha… Que yo…

—Dios mío. —Me siento en el diván, de cara a Henry—. Pero… tú no… ¡Quédate! —le digo estrujándole las manos.

—Ya ha sucedido. Ven, deja que me siente junto a ti —dice él, balanceándose en su silla para subir al diván.

Ambos nos echamos sobre la fría tela. Estoy temblando con este vestido tan ligero. En la casa todos ríen y bailan. Henry me rodea con sus brazos para darme calor.

—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué permitiste que invitara a toda esa gente? No quiero enfadarme, pero la verdad es que lo estoy y mucho.

—No quiero que te quedes sola… después; y quería despedirme de todos. Ha estado bien, ha sido nuestra última celebración, y ha sido genial…

Nos quedamos en silencio durante un rato. La nieve cae en silencio.

—¿Qué hora es?

—Pasan unos minutos de las once —le digo consultando el reloj.

Dios mío. Henry agarra una manta de la otra silla y nos envolvemos con ella. No puedo creerlo. Sabía que no tardaría en llegar el momento, que tenía que ser tarde o temprano, y aquí está, aunque nosotros solo acertemos a seguir echados, esperando…

—¡Oh! ¿Qué podríamos hacer para impedirlo? —le susurro a Henry en la nuca.

—Clare…

Su voz es suave, y levanto la mirada para contemplarlo. Los ojos le brillan por las lágrimas bajo la luz que refleja la nieve. Recuesto mi mejilla contra el hombro de Henry, y él me acaricia el pelo. Nos quedamos así durante mucho rato. Henry está sudando. Le paso la mano por la cara y advierto que está caliente por la fiebre.

—¿Qué hora es?

—Casi medianoche.

—Estoy asustada —le digo, asiéndome a sus brazos y piernas.

Es imposible creer que Henry, tan sólido, mi amante, este cuerpo tan real, que ahora presiono contra el mío con todas mis fuerzas, vaya a desaparecer en cualquier momento.

—¡Bésame!

Beso a Henry, y luego me quedo sola, bajo la manta, en el diván, en el frío porche. Sigue nevando. En el interior de la casa el disco enmudece, y oigo que Gómez dice:

—¡Diez, nueve, ocho…!

Y todos se unen a él coreando:

—¡Siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno! ¡Feliz año nuevo!

Suena la explosión de un tapón de champán y todos empiezan a hablar a la vez.

—¿Dónde están Henry y Clare? —pregunta alguien.

En la calle un vecino lanza cohetes. Oculto el rostro entre las manos y espero.