Viernes 24 de diciembre de 2006
Henry tiene 43 años, y Clare 35
HENRY: Me despierto temprano, tan temprano que el dormitorio se ve azulado bajo la luz que anuncia la alborada. Me quedo tendido en la cama; oigo la respiración profunda de Clare, escucho el ruido esporádico del tráfico de la avenida Lincoln, los cuervos que se llaman entre sí, la caldera que se apaga. Me duelen las piernas. Me incorporo sobre las almohadas y localizo el frasco de Vicodin en la mesita de noche. Me tomo dos pildoras, que trago con ayuda de una Coca-Cola desbravada.
Me deslizo de nuevo debajo de las mantas y me vuelvo de costado. Clare duerme boca abajo, con los brazos alrededor de la cabeza en un ademán protector. Su pelo queda oculto bajo la colcha. Clare parece más menuda sin el volumen que le confiere el pelo. Me recuerda a cuando era niña, duerme con la simplicidad que la caracterizaba cuando era pequeña. Intento recordar si alguna vez he visto a Clare de pequeña durmiendo; y me doy cuenta de que no. Es en Alba en quien estoy pensando. La luz cambia. Clare se mueve, se vuelve hacia mí, de lado. Analizo su rostro. Tiene unas cuantas arrugas incipientes, a ambos extremos de los ojos y en las comisuras de los labios, que insinúan muy levemente lo que será su rostro en la madurez. Jamás veré ese rostro, y lo lamento profundamente, el rostro con el que Clare seguirá viviendo sin mí, que jamás besaré, que pertenecerá a un mundo que yo no conoceré, salvo como un recuerdo del de Clare, relegado finalmente a un pasado definitivo.
Hoy es el trigesimoséptimo aniversario de la muerte de mi madre. He pensado en ella, he deseado estar con ella cada día a lo largo de esos treinta y siete años, y mi padre ha pensado en ella, creo, constantemente. Si una ferviente memoria pudiera resucitar a los muertos, ella sería nuestra Eurídice, se levantaría como la señora Lázaro de su empecinada muerte para convertirse en nuestro consuelo. Sin embargo, ni uno de nuestros lamentos serviría para otorgarle ni un solo segundo de más a su vida, ni un latido más a su corazón, ni un ápice de aliento. Lo único a que me vi impelido por necesidad fue a llegar hasta ella. ¿Qué le quedará a Clare cuando yo me haya marchado? ¿Cómo puedo abandonarla?
Oigo a Alba hablando en la cama.
—Eh, ¡eh, osito! Chitón, ahora a dormir.
Silencio.
—¿Papi?
Observo a Clare, para ver si se despierta, pero constato que sigue todavía dormida.
—¡Papi!
Me vuelvo con brío, me desembarazo de las mantas con cuidado y maniobro hasta bajar al suelo. Gateo hasta la puerta del dormitorio, recorro el pasillo y entro en el cuarto de Alba. La niña se ríe juguetona cuando me ve. Le dedico un rugido, y ella me da golpecitos en la cabeza como si yo fuera un perro. Está incorporada en la cama, en medio de todos los peluches que tiene.
—Échate a un lado, Caperucita Roja.
Alba se aparta como un rayo y me encaramo a la cama. La niña dispone con alborozo unos cuantos juguetes a mi alrededor. La rodeo con el brazo y me recuesto, y ella me ofrece el osito azul.
—Quiere comer caramelos blandos.
—Es un poco temprano para comer caramelos, osito azul. ¿Te apetecen unos huevos escalfados y una tostada?
Alba esboza una mueca, que forma apretujando la boca, las cejas y la nariz.
—Al osito no le gustan los huevos.
—Calla. Mamá está durmiendo.
—Vale —susurra Alba, en voz alta—. El osito quiere tomar gelatina azul de frutas.
Oigo refunfuñar a Clare, que empieza a levantarse en el otro dormitorio.
—¿Papilla de trigo? —la tiento.
Alba considera mi oferta.
—¿Con azúcar moreno?
—De acuerdo.
—¿Quieres prepararlo tú? —le propongo deslizándome de la cama.
—Sí. ¿Puedo ir a caballito?
Dudo antes de responder. Las piernas me duelen muchísimo, y Alba ya ha crecido demasiado para llevarla a cuestas sin que represente un esfuerzo, pero ahora ya no puedo negarle nada.
—Claro que sí. Salta encima —le digo poniéndome a gatas.
Alba trepa a mi espalda, y nos encaminamos a la cocina. Clare está adormilada junto al fregadero, observando cómo el café gotea en la cafetera. Trepo hacia ella y le doy un cabezazo en las rodillas, y ella coge a la niña por los brazos y la levanta, mientras Alba no ha dejado ni un minuto de reír como una loca. Me arrastro hacia la silla. Clare sonríe y pregunta:
—¿Qué hay para desayunar, cocineros?
—¡Jalea de frutas! —grita Alba.
—Mmmm. ¿Cómo la combinamos? ¿Con palomitas?
—¡Nooooo!
—¿Con tocino ahumado?
—¡Ecs! —exclama Alba, abrazándose a Clare y tirándole del pelo.
—Auu. No hagas eso, cariño. Bueno, pues entonces lo mezclaremos con avena.
—¡Con papilla de trigo!
—Jalea de frutas y papilla de trigo, ñam, ñam. —Clare saca el azúcar moreno y la leche, y luego el paquete de papilla de trigo. Lo deja todo sobre el mármol y me mira con aire inquisitivo—. Y tú, ¿qué tomarás? ¿Tortilla de jalea?
—Si la preparas tú, sí.
Me maravilla la eficacia de Clare, moviéndose por la cocina como si fuera Betty Crocker, como si llevara años dedicada a este tipo de tareas. «Sobrevivirá sin mí», pienso mientras la observo, aunque sé que no es cierto. Miro a Alba mientras la niña mezcla el agua con el trigo, y pienso en ella a los diez años, a los quince, a los veinte. De todos modos, falta bastante todavía. Aún no estoy acabado. Quiero quedarme. Quiero verlas, quiero abrazarme a ellas. Quiero vivir…
—Papá está llorando —le susurra Alba a Clare.
—Eso es porque tiene que comer lo que yo cocino —le informa Clare, guiñándome el ojo, y no me queda otro remedio que echarme a reír.