Lo que da vueltas acaba por volver

Lunes 18 de diciembre de 2006; domingo 2 de enero de 1994

Henry tiene 43 años

HENRY: Me despierto en plena noche con un millar de insectos mordiéndome las piernas con unos dientes afilados como navajas, y antes de poder siquiera sacar un Vicodin del frasco, caigo. Me enderezo, estoy en el suelo, pero no es el de nuestra casa, sino otro suelo distinto, en una noche distinta. ¿Dónde estoy? El dolor provoca que lo vea todo bajo un halo de resplandor, pero aquí está oscuro, y se advierte un olor especial… ¿A qué me recuerda? A lejía. A sudor. A perfume, un perfume tan familiar… No, no puede ser.

Oigo unos pasos subiendo la escalera, unas voces, una llave que desbloquea varias cerraduras («¿Dónde puedo esconderme?») y la puerta que cede. Gateo por el suelo mientras la luz se enciende con brusquedad y explota en mi cabeza como una bombilla de flash. Una mujer susurra:

—¡Oh, Dios mío!

«No, esto no puede estar sucediendo», pienso; pero entonces la puerta se cierra y oigo a Ingrid hablar.

—Celia, tendrás que irte.

Celia protesta, y mientras las dos mujeres permanecen al otro lado de la puerta discutiendo el tema, miro a mi alrededor con desesperación, pero no encuentro el modo de salir del atolladero. Este debe de ser el apartamento de Ingrid de la calle Clark, al que jamás he ido, pero lo reconozco porque veo todas sus cosas, que me traen recuerdos sobrecogedores: la silla Eames, la mesita de centro de mármol en forma de riñon atiborrada de revistas de moda, el espantoso sofá naranja que usábamos para… Miro a mi alrededor exasperado, buscando algo que ponerme, pero la única prenda que encuentro en esta habitación minimalista es una manta de punto púrpura y amarillo que desentona con el sofá. La agarro y me envuelvo en ella, me doy impulso para subir al sofá y, en ese momento, Ingrid vuelve a abrir la puerta. Permanece en pie y en silencio durante un buen rato, mirándome, y yo le sostengo la mirada, y lo único en lo que acierto a pensar es: «Oh, Ing, ¿por qué cometiste esa atrocidad contigo misma?».

La Ingrid que pervive en mis recuerdos es el incandescente y rubio ángel de la gelidez que conocí en la fiesta del Cuatro de Julio de 1988 en Jimbo; Ingrid Carmichel era devastadora e intocable, enfundada en su armadura reluciente de riqueza, belleza y aburrimiento. La Ingrid que ahora me mira, en cambio, es una mujer pálida y demacrada, de mirada dura y cansada; sigue de pie, con la cabeza ladeada, contemplándome con sorpresa y desprecio. Ninguno de los dos acierta a pronunciar una sola palabra. Al final, se quita el abrigo, lo lanza sobre la butaca y se apoya sobre el otro extremo del sofá. Lleva pantalones de cuero, que crujen un poco al sentarse.

—¿Qué hay, Henry?

—Hola, Ingrid.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—No lo sé. Lo siento. Yo solo… Bueno, ya sabes de qué va —le digo, encogiéndome de hombros. Las piernas me duelen tanto que apenas doy importancia al lugar en el que me encuentro.

—Se te ve jodidísimo.

—Tengo muchísimo dolor.

—Qué gracioso. Yo también.

—Me refiero al dolor físico.

—¿Por qué?

Si de Ingrid dependiese, yo podría empezar a arder por combustión espontánea ante sus mismas narices. Retiro la manta de punto y le muestro los muñones. No retrocede, y tampoco emite un grito ahogado. No aparta la vista, y cuando lo hace, es para mirarme a los ojos. Entonces veo que Ingrid, precisamente Ingrid, me comprende perfectamente. Por procesos absolutamente distintos hemos llegado a la misma condición. Se levanta y se marcha al otro cuarto, y cuando regresa, lleva el viejo costurero en la mano. Siento un amago de esperanza, y mis ilusiones se ven justificadas: Ingrid se sienta y abre la tapa. Es como en los viejos tiempos. En el interior una farmacia completa reposa entre las almohadillas para los alfileres y los dedales.

—¿Qué quieres?

—Opiáceos.

Revuelve una bolsita de plástico llena de pildoras y me ofrece un surtido; veo que tiene Ultram, y cojo dos. Cuando ya me las he tragado en seco, Ingrid me ofrece un vaso de agua, que me bebo entero.

—Bueno —empieza a decir ella, pasándose las largas uñas rojas por la rubia melena—. ¿De qué época vienes?

—De diciembre de 2006. ¿Qué fecha es hoy?

Ingrid consulta el reloj de pulsera.

—Era Año Nuevo, pero hoy ya es 2 de enero de 1994.

Oh, no. Por favor, no.

—¿Qué ocurre? —pregunta Ingrid.

—Nada.

Hoy es el día en que Ingrid se suicidará. ¿Qué puedo decirle? ¿Es posible detenerla? ¿Y si llamo a alguien?

—Escucha, Ing. Solo quería comentarte que… —Dudo. ¿Qué puedo decirle para no asustarla? ¿Acaso importa ahora, ahora que ya está muerta? ¿Aunque esté sentada enfrente de mí?

—¿Qué?

—Solo que… —Sudo por el esfuerzo—. Intenta ser comprensiva contigo misma. No… Quiero decir que ya sé que no eres muy feliz.

—Vaya, ¡pues ya me dirás de quién es la culpa!

Su boca pintada de rojo intenso se frunce en una mueca. No respondo. ¿Es culpa mía? La verdad es que no lo sé. Ingrid me mira fijamente como si esperara que le respondiera. Desvío la mirada, y me quedo contemplando el póster de Maholy-Nagy que ha colgado en la pared opuesta.

—Dime, Henry. ¿Por qué fuiste tan malvado conmigo?

—¿Tan malo fui? —le pregunto, forzándome a mirarla—. No era mi intención.

—No te importaba si yo vivía o moría —puntualiza ella con un gesto de incredulidad.

Oh, Ingrid.

—Claro que me importaba. No quería que murieras.

—Te daba igual. Me abandonaste, y jamás viniste a verme al hospital —me echa en cara Ingrid, como si las palabras la ahogaran.

—Tu familia no quiso que fuera a verte. Tu madre me dijo que me mantuviera alejado de ti.

—Deberías haber venido igualmente.

—Ingrid —le digo en un suspiro—. Tu médico me prohibió que te visitara.

—Yo les pregunté, y me dijeron que jamás te presentaste en el hospital.

—Claro que me presenté. Me dijeron que no querías hablar conmigo, y que no volviera.

El analgésico empieza a surtir efecto. El dolor punzante de las piernas se aplaca. Meto las manos bajo la mantita y coloco las palmas en mi muñón izquierdo, sobre la piel, y luego en el derecho.

—Estuve a punto de morir, y tú no volviste a dirigirme la palabra.

—Creí que no querías volver a hablar conmigo. ¿Cómo iba a saber que era mentira?

—Te casaste, y no volviste a llamarme jamás. Además invitaste a Celia a la boda, para burlarte de mí.

No puedo evitar reírme.

—Ingrid, fue Clare quien invitó a Celia. Son amigas; nunca he entendido por qué. Supongo que los opuestos se atraen. En fin, nada de eso tenía que ver contigo.

Ingrid no dice nada. Está pálida a pesar del maquillaje. Rebusca en el bolsillo del abrigo y saca un paquete de English Oval y un encendedor.

—¿Desde cuándo fumas?

Ingrid odiaba fumar. Le gustaba la Coca-Cola, el alcohol de quemar cristalino y las bebidas de nombre poético. Extrae un cigarrillo del paquete con dos largas uñas y lo enciende. Le tiemblan las manos. Da una calada y el humo se eleva en volutas de sus labios.

—¿Qué tal se vive sin pies? ¿Cómo te sucedió? Cuéntamelo.

—Por congelación. Me desmayé en el parque Grant, en enero.

—¿Cómo te desplazas?

—Generalmente en silla de ruedas.

—Ya. Menuda mierda.

—Sí. Te lo aseguro.

Nos quedamos en silencio durante unos minutos.

—¿Sigues casado? —me pregunta Ingrid.

—Sí.

—¿Tienes hijos?

—Una niña.

—Ah. —Ingrid se recuesta, da una calada a su cigarrillo y extrae una fina voluta de humo de la nariz—. ¡Ojalá hubiera tenido hijos yo!

—Nunca quisiste tener hijos, Ing.

—Siempre quise tener hijos, Henry —me dice, sosteniéndome la mirada, aunque no logro captar el significado del gesto—. Lo que ocurre es que pensaba que tú no querías tenerlos; por eso nunca te dije nada.

—Todavía podrías tener hijos.

—¿Ah, sí? —exclama riéndose—. ¿Acaso tengo hijos, Henry? ¿En el año 2006 tengo marido, una casa en Winnetka y 2,5 hijos?

—No exactamente.

Cambio de postura en el sofá. El dolor ha menguado, pero persiste una sombra, un lugar vacío que debería ocupar el dolor pero en el que solo se manifiesta su espera.

—¿Cómo que «no exactamente»? ¿Acaso es como si dijeras: «No exactamente, Ingrid, porque en realidad eres una vagabunda»?

—Tú no eres ninguna vagabunda.

—Vaya, así que no soy una vagabunda. Muy bien, pues perfecto.

Ingrid apaga el cigarrillo y cruza las piernas. Siempre me han encantado sus piernas. Calza unas botas de tacón alto. Debe de haber ido a una fiesta con Celia.

—Ya hemos eliminado los extremos: no soy una matrona de clase acomodada y tampoco soy una vagabunda. Venga, Henry, dame más pistas.

Permanezco en silencio. No quiero jugar.

—Bueno, pues planteémoslo tipo test. Veamos… A) Soy una bailarina de striptease que actúa en un club sórdido de la calle Rush. Hummm… B) Estoy en la cárcel por haber asesinado a Celia a golpes de hacha y alimentado a Malcolm con sus restos. ¡Eh!, no está mal. A ver… C) Vivo en el Río del Sol con un banquero especializado en inversiones. ¿Qué te parece, Henry? ¿Alguna de estas opciones te parece convincente?

—¿Quién es Malcolm?

—El dóberman de Celia.

—Ya decía yo…

Ingrid juguetea con el mechero, encendiéndolo y apagándolo.

—¿Qué tal: D) Estoy muerta?

Me sobresalto.

—¿Te resulta una opción más válida?

—No, en absoluto.

—¿Ah, no? Pues a mí es la que más me gusta —apostilla Ingrid sonriendo. Su sonrisa, sin embargo, no es bonita, más bien parece una mueca—. Me gusta tanto esta última opción que se me acaba de ocurrir una cosa.

Ingrid se levanta, cruza la habitación a grandes zancadas y desaparece por el pasillo. Oigo que abre y cierra un cajón. Cuando regresa, se lleva una mano a la espalda. Ingrid se planta frente a mí y exclama:

—¡Sorpresa! —Y me apunta con un arma.

No es una pistola muy grande, sino más bien estilizada, negra y reluciente. Ingrid la sostiene a la altura de la cintura, con toda naturalidad, como si estuviera en un cóctel. Me quedo mirando la pistola fijamente.

—Podría dispararte —sugiere ella.

—Sí, es cierto.

—Y luego podría disparar contra mí.

—Eso también podría ocurrir.

—Pero ¿es eso en realidad lo que ocurre, Henry?

—No lo sé, Ingrid. Eres tú quien debe decidirlo.

—¡Y una mierda! ¡Haz el favor de decírmelo!

—De acuerdo. No. Las cosas no suceden de ese modo —le digo, intentando sonar convincente.

Ingrid esboza una mueca de fastidio.

—¿Y qué ocurriría si yo quisiera que las cosas fueran de ese modo?

—Ingrid, dame la pistola.

—Ven aquí y quítamela.

—¿Vas a dispararme?

Ingrid hace un gesto de negación, sonriendo. Bajo del sofá y caigo al suelo, me arrastro hacia Ingrid, llevándome la manta de punto, con movimientos lentos debido a la acción del analgésico. Sin embargo, Ingrid retrocede, sin dejar de apuntarme con el arma. Me detengo.

—Vamos, Henry, vamos. Perrito bueno. Mi perrito de confianza…

Ingrid quita el seguro y da dos pasos en mi dirección. Tenso todos los músculos del cuerpo. Está apuntando directamente a mi cabeza; pero entonces suelta una carcajada, y coloca la boca del cañón contra su sien.

—¿Y así, Henry? ¿Ocurre de este modo?

—No.

¡No, por Dios!

—¿Estás seguro, Henry? —pregunta, frunciendo el ceño y desplazando el arma hacia su pecho—. ¿O es mejor así? ¿A la cabeza o al corazón, Henry?

Ingrid da un paso adelante. Podría tocarla. Podría agarrarla incluso… Ingrid me da una patada en el pecho, caigo hacia atrás y me quedo tendido en el suelo, mirándola, y entonces ella se inclina sobre mí y me escupe en la cara.

—¿Me amaste?

—Sí —le contesto.

—Mentiroso —dice Ingrid, y aprieta el gatillo.

Lunes 18 de diciembre de 2006

Clare tiene 35 años, y Henry 43

CLARE: Me despierto en plena noche y Henry se ha marchado. Me entra un ataque de pánico. Me incorporo en la cama. Diversas posibilidades se barajan en mi mente. Podrían haberlo atropellado, quizá ha quedado atrapado en algún edificio abandonado, puede que se encuentre a la intemperie, a merced del frío… De repente, oigo un ruido, alguien que llora. Pienso que debe de ser Alba, y que a lo mejor Henry ha ido a ver qué le ocurre a la niña; así que me levanto y voy al dormitorio infantil, pero Alba está dormida, acurrucada contra su osito, y las mantas tiradas a un costado de la cama. Recorro el pasillo en pos del sonido, y en el suelo de la sala de estar, en ese preciso lugar, veo a Henry cubriéndose la cabeza con las manos.

—¿Qué te ocurre? —le pregunto arrodillándome junto a él.

Henry levanta el rostro y veo el brillo de las lágrimas en sus mejillas gracias a la luz de las farolas que entra por las ventanas.

—Es por la muerte de Ingrid.

Lo rodeo con mis brazos.

—Hace mucho tiempo que Ingrid murió —le digo en voz baja.

—Años, minutos… Da igual —dice Henry, sacudiendo la cabeza.

Permanecemos sentados en el suelo durante un rato, y al final Henry me pregunta:

—¿Crees que ya es de día?

—Claro que sí.

El cielo todavía está oscuro. No canta ni un solo pájaro.

—Levantémonos —me propone.

Traigo la silla de ruedas, lo ayudo a acomodarse en ella y lo empujo hacia la cocina. Le traigo la bata y Henry se la pone con dificultad. Luego se sienta a la mesa de la cocina y contempla el patio trasero cubierto de nieve desde la ventana. A lo lejos una máquina quitanieves avanza por una calle. Enciendo la luz. Pongo una medida de café en el filtro, el agua en la cafetera y enciendo el piloto. Voy a buscar las tazas. Abro la nevera, pero cuando le pregunto a Henry qué le apetece para desayunar, me hace un gesto de negación con la cabeza. Me siento a la mesa, justo enfrente de él, y me mira. Tiene los ojos enrojecidos, y el pelo se le escapa en todas direcciones. Tiene las manos delgadas y la cara pálida.

—Fue por mi culpa. Si no hubiera estado allí…

—¿Habrías podido detenerla?

—No. Lo intenté.

—Bueno, pues ya está.

La cafetera emite unas ligeras explosiones. Henry se pasa las manos por la cara.

—Siempre me pregunté por qué no dejó ninguna nota.

Estoy a punto de preguntarle a qué se refiere cuando me doy cuenta de que Alba está en la puerta de la cocina. Lleva el camisón rosa y las zapatillas verdes del ratoncito. La niña guiña los ojos y bosteza bajo la cruda luz de la cocina.

—Hola, nenita —le dice Henry.

Alba se acerca a él y se abraza a uno de los costados de la silla de ruedas.

—… nossssdíass.

—En realidad, no es de día —le digo—. De hecho, todavía es de noche.

—Y vosotros, ¿por qué estáis levantados si es de noche? —pregunta Alba olisqueando el aire—. Estáis preparando café; por lo tanto, es de día.

—Ah, esto es la vieja falacia que determina que el café equivale a que es de día —precisa Henry—. Tu lógica no se sostiene, colega.

—¿Qué? —pregunta Alba, a quien le enfurece equivocarse.

—Basas tu conclusión en datos equivocados; es decir, has olvidado que tus padres son unos demonios del café de primera categoría, y que es posible que nos hayamos levantado de la cama en plena noche para beber… muchísimo más café —gruñe Henry como si fuera un monstruo, quizá un demonio del café.

—Quiero café —exige Alba—. Yo también soy un demonio del café.

La niña ruge, pero Henry se la quita de encima y la deja en el suelo. Alba da la vuelta a la mesa y se lanza hacia mí.

—¡Ruge! —me grita al oído.

Me levanto y cojo en brazos a Alba. Pesa muchísimo ya.

—Ruge tú, si quieres.

La llevo por el pasillo y la dejo caer sobre su cama, y ella grita más que ríe. El despertador de su mesita de noche marca las 4.16 horas.

—¿Lo ves? —le digo mostrándole la hora—. Es demasiado pronto para levantarse.

Tras la obligada dosis de jolgorio, Alba se mete en la cama y yo vuelvo a la cocina. Henry se las ha apañado para servir café para los dos. Vuelvo a sentarme. Hace frío.

—Clare.

—Dime.

—Cuando haya muerto… —Henry calla, desvía la mirada, respira hondo y vuelve a empezar—. He estado organizándolo todo, todos los documentos, ya sabes: el testamento, cartas dirigidas a los demás y cosas para Alba… Todo está en mi escritorio.

No logro articular palabra. Henry sigue mirándome.

—¿Cuándo? —le pregunto. Henry mueve la cabeza de derecha a izquierda—. ¿Meses, semanas, días?

—No lo sé, Clare.

Claro que lo sabe. Sé que lo sabe.

—Miraste la esquela, ¿verdad?

Henry titubea y luego asiente. Abro la boca para volver a formularle la misma pregunta, pero entonces tengo miedo.