Octubre y noviembre de 2006
Henry tiene 43 años
HENRY: Sueño que estoy en la biblioteca Newberry dando una ponencia a unos licenciados de la escuela universitaria de Columbia. Les muestro incunables, los primeros libros que se imprimieron. Les enseño el Fragmento de Gutenberg, Game and Play of Chess, de Caxton, y el Eusebio, de Jensen. Todo sale a pedir de boca, y los alumnos plantean preguntas inteligentes. Revuelvo en el carrito buscando un libro especial que acabo de encontrar en las estanterías, algo que ignoraba que tuviéramos. Va metido en una caja roja bastante pesada. No lleva título, solo el número de referencia: CAJA ALA f ZX 983.D 453, grabado en dorado bajo la insignia de Newberry. Coloco la caja sobre la mesa y dispongo los fieltros de protección. La abro a continuación y, ante mis ojos aparecen mis pies, rosados y perfectos. Es curioso lo mucho que pesan. Mientras los dejo sobre los fieltros, los dedos se mueven, para saludarme, para demostrarme que todavía saben hacerlo. Empiezo a centrar el tema, y explico el papel relevante de mis pies en los grabados venecianos del siglo XV. Los estudiantes toman notas. Una de las chicas, una rubia preciosa con una camiseta sin mangas de brillantes lentejuelas, señala mis pies y comenta:
—Fijaos, ¡se han vuelto blancos!
Es cierto. La piel es de un blanco sepulcral, y los pies yacen sin vida, pútridos. Tomo nota, a mi pesar, de que tendré que enviarlos a Conservación mañana a primera hora. En mi sueño estoy corriendo. Todo es normal. Corro por el lago, desde la playa de la calle del Roble en dirección norte. Noto los latidos de mi corazón, los pulmones que se elevan y descienden con suavidad. Me desplazo sin problemas. «¡Qué alivio! —pienso—. Temía que nunca podría volver a correr, pero aquí estoy, corriendo. Es fantástico».
Sin embargo, algo empieza a salir mal, y diversas partes de mi cuerpo se desprenden de mí. El primero en caer es el brazo izquierdo. Me detengo y lo recojo de la arena. Tras limpiarlo un poco, vuelvo a ponérmelo, pero no lo he ajustado con precisión y vuelve a caer tras haber recorrido tan solo ochocientos metros. Así que decido llevarlo encima, pensando que quizá cuando regrese a casa, podré ajustarlo mejor. Sin embargo, en ese momento me cae el otro brazo, y ya no me quedan más extremidades superiores para recoger las que he perdido; pero yo sigo caminando. A fin de cuentas, no pasa nada; tampoco duele. De repente, me doy cuenta de que se me ha desprendido el sexo y me ha caído en la pernera derecha del pantalón de deporte, donde ha quedado atrapado en el fondo del elástico y va dándome golpecitos de una manera muy molesta. Como no puedo hacer nada para impedirlo, decido ignorarlo. En ese momento noto los pies rotos dentro de los zapatos, como si fueran pavimento fragmentado, y luego ambos pies se me fracturan a la altura de los tobillos y caigo de bruces en el camino. Sé que si me quedo quieto me pisotearán los otros corredores, así que empiezo a rodar. Ruedo sin parar hasta que caigo en el lago, y las olas me llevan rodando hasta el fondo, y entonces me despierto con un grito ahogado.
Sueño que estoy en un ballet, y que soy la bailarina principal. Me encuentro en el camerino, con Barbara, la otrora encargada de vestuario de mi madre, que ahora me envuelve en tul rosa. Barbara es una mujer durísima y, por lo tanto, a pesar de que me duelen los pies hasta rabiar, no me quejo mientras ella me encaja con ternura los muñones en unas largas zapatillas rosas de satén. Cuando termina, me levanto con vacilación de la silla y rompo a llorar.
—No seas mariquita —me dice Barbara, pero luego se echa atrás y me pone una inyección de morfina.
El tío Ish aparece por la puerta del camerino para llevarme por los innumerables pasillos que recorren el teatro. Sé que me duelen los pies, aunque no pueda verlos ni sentirlos. Seguimos corriendo a toda velocidad y, de repente, me encuentro entre bastidores, mirando el escenario, y me doy cuenta de que el ballet que se representa es Cascanueces, y que yo soy la princesa Pirlipat, lo cual, por alguna razón, me molesta muchísimo. No me lo esperaba. Sin embargo, alguien me da un empujoncito y salgo al escenario tambaleándome. Bailo. Las luces me ciegan, y bailo sin pensar, sin saber los pasos, en un éxtasis de dolor. Al final, caigo de rodillas, sollozando, y el público se pone en pie y aplaude.
Viernes 3 de noviembre de 2006
Clare tiene 35 años, y Henry 43
CLARE: Henry sostiene una cebolla y me mira con gravedad.
—Esto es una cebolla.
—Sí. Algo he leído.
—Muy bien —dice Henry, arqueando una ceja—. Veamos, para pelar una cebolla, tienes que coger un cuchillo afilado, poner de lado la mencionada cebolla sobre una tabla de cocina y quitar ambos extremos, así. Luego puedes pelar la cebolla de este modo. Bien. Veamos, ahora la cortaremos en secciones transversales. Si vas a hacer aros de cebolla, tan solo debes separar las rodajas, pero si vas a hacer sopa, salsa para espaguetis o cualquier otra cosa, tienes que trocearla de este modo…
Henry ha decidido enseñarme a cocinar. Los mármoles y los armarios son demasiado altos para él, ahora que va en silla de ruedas. Nos sentamos a la mesa de la cocina, rodeados de cuencos, cuchillos y latas de salsa de tomate. Henry empuja la tabla de cocina y el cuchillo y los sitúa frente a mí. Me levanto y troceo la cebolla con poca maña. Henry me observa con paciencia.
—Muy bien, perfecto. Ahora pasemos a los pimientos verdes. Tienes que cortar con el cuchillo en redondo por aquí, y luego arrancar el tallo…
Hacemos salsa napolitana, pesto, lasaña. Otro día elaboramos galletitas crujientes de chocolate, brownies y natillas caramelizadas. Alba está en el paraíso.
—Más postre —suplica la niña.
Escalfamos huevos con salmón, hacemos pizza empezando por la base. Tengo que admitir que es muy divertido; pero la primera noche que preparo la cena sola, estoy aterrorizada. De pie, en la cocina, rodeada de cazuelas y sartenes, los espárragos me han salido demasiado hechos, y me he quemado al sacar el rape del horno. Lo dispongo todo en platos y lo llevo al comedor, donde Henry y Alba ya han ocupado sus lugares. Henry sonríe, y me dedica una mirada animosa. Me siento; Henry levanta su vaso de leche y me dedica un brindis.
—¡Por la nueva cocinera!
Alba entrechoca su taza con el vaso y todos empezamos a comer. Miro furtivamente a Henry mientras como; y me doy cuenta de que todo tiene un sabor extraordinario.
—¡Qué bueno, mamá! —exclama Alba, y Henry asiente.
—¡Es fabuloso, Clare! —apostilla Henry.
Nos miramos fijamente, y entonces pienso: «No me dejes».