Lunes 25, martes 26 y miércoles 27 de septiembre de 2006
Clare tiene 35 años, y Henry 43
CLARE: Henry ha estado fuera todo el día. Alba y yo hemos ido a cenar a un McDonald's. Hemos jugado a las cartas: a Go Fish y a Crazy Eights; Alba ha dibujado el retrato de una niña con el pelo largo que llevaba un perro volando. Tras elegir el vestido que llevará mañana a la escuela, se ha acostado, y yo he ido al porche delantero para intentar leer a Proust; la lectura en francés me hace cabecear, y casi estoy dormida cuando un estropicio en la sala de estar revela que Henry se encuentra en el suelo, temblando, blanco y frío.
—¡Ayúdenme! —dice mientras le castañetean los dientes.
Me precipito hacia el teléfono.
Más tarde
Urgencias. La escena es un limbo fluorescente: ancianos con infinidad de achaques, madres con niños pequeños con fiebre, adolescentes a cuyos amigos les han extirpado balas de diversas extremidades, y que presumirán luego de la gesta ante sus admiradoras, pero que ahora se muestran apagados y cansados.
Más tarde
En una pequeña habitación blanca. Las enfermeras encaraman a Henry sobre una cama y le quitan la manta. Henry abre los ojos, se asegura de que estoy ahí y vuelve a cerrarlos. Una residente rubia lo examina. La enfermera le toma la temperatura y el pulso. Henry tiembla, tiembla con tanta intensidad que sacude la cama, y el brazo de la enfermera vibra como las camas Magic Fingers de los moteles de los setenta. La residente examina las pupilas, las orejas, la nariz, los dedos de las manos, los dedos de los pies y los genitales de Henry. Empiezan a envolverlo con mantas y algo metálico, como si fuera papel de plata. Le envuelven los pies con unos protectores fríos. La pequeña habitación está muy caliente. Henry parpadea y vuelve a abrir los ojos. Intenta decir algo, parecido a mi nombre. Meto la mano bajo las mantas y sostengo sus manos heladas entre las mías. Miro a la enfermera.
—Necesitamos calentarlo, conseguir que suba su temperatura corporal. Luego ya veremos.
Más tarde
—¿Cómo es posible sufrir una hipotermia en septiembre? —me pregunta la residente.
—No lo sé. Pregúntaselo a él.
Más tarde
Es por la mañana. Charisse y yo nos encontramos en la cafetería del hospital. Ella come un pudin de chocolate. Henry duerme arriba, en su habitación, y Kimy está con él. Hay dos tostadas en mi plato, saturadas de mantequilla, que no he tocado. En ese momento alguien se sienta junto a Charisse: es Kendrick.
—Buenas noticias —nos anuncia—. Su temperatura corporal ha subido a treinta y seis. No parecen existir lesiones cerebrales.
No encuentro las palabras. «Gracias, Dios mío», es todo lo que acierto a pensar.
—Bueno, pues… Iré a visitarlo luego, cuando haya terminado en el Centro Médico Rush Saint Luke —dice Kendrick levantándose.
—Gracias, David —le digo cuando él está ya a punto de marcharse.
Kendrick sonríe y se aleja.
Más tarde
La doctora Murray entra con una enfermera india, cuya chapa dice que se llama Sue. Esta lleva una jofaina bastante grande, un termómetro y un cubo. Sea lo que sea lo que va a hacerle, no guarda mucha relación con la alta tecnología.
—Buenos días, señor DeTamble, señora DeTamble… Vamos a calentarle los pies. —Sue deja la jofaina en el suelo y desaparece en silencio en el baño.
Se oye correr el agua. La doctora Murray es muy alta y grande, y lleva un precioso peinado en colmena que solo ciertas mujeres negras, imponentes y hermosas, pueden permitirse. Sus dimensiones se afinan a partir del dobladillo de la bata blanca y mueren en dos pies perfectos, calzados con unos zapatos de salón de piel de cocodrilo. La médica saca una jeringa y una ampolla del bolsillo y trasvasa el contenido de esta a la jeringa.
—¿Qué es eso? —le pregunto.
—Morfina. Le dolerá. Tiene los pies muy insensibles.
La doctora coge con suavidad el brazo de Henry, quien se lo entrega en silencio, como si lo hubiera perdido en una partida de póquer. Sus movimientos son delicados. La aguja se hunde en la piel de Henry y ella descongestiona el émbolo; al cabo de un instante, Henry emite un ligero quejido de gratitud. La doctora Murray le está sacando los protectores fríos de los pies cuando Sue llega con un barreño de agua caliente, que coloca en el suelo, junto a la cama. La doctora Murray baja la cama, y las dos mujeres mueven a Henry hasta situarlo en posición sedente. Sue mide la temperatura del agua. La vierte en la jofaina y sumerge en ella los pies de Henry, quien emite un grito ahogado.
—Los tejidos que se salven se volverán rojo intenso. En el caso de que no adquieran el color de las langostas, será problemático.
Observo los pies de Henry, flotando en la jofaina de plástico amarillo. Son blancos como la nieve, blanquecinos como el mármol, blancuzcos como el titanio, perlinos como el papel, lactescentes como el pan, níveos como las sábanas, de un blanco imposible. Sue cambia el agua a medida que los pies helados de Henry la enfrían. El termómetro marca cuarenta y un grados. Al cabo de cinco minutos, está a treinta y dos, y Sue vuelve a cambiarla. Los pies de Henry flotan como dos peces muertos. Las lágrimas le surcan las mejillas y desaparecen bajo el mentón. Le seco la cara. Le acaricio la cabeza. Observo para ver si sus pies se vuelven rojo intenso. Es como esperar el revelado de una fotografía, contemplar cómo la imagen lentamente va tornándose gris hasta volverse negra en la bandeja de los productos químicos. Un rubor rojizo aparece en los tobillos de ambos pies y se extiende en manchones por el talón izquierdo, hasta que finalmente algunos de los dedos adquieren una tímida tonalidad. El pie derecho, sin embargo, permanece tozudamente blanco. Un matiz rosa asoma, reticente, en la parte anterior de la planta del pie, pero se detiene en ese punto. Al cabo de una hora, la doctora Murray y Sue secan con cuidado los pies de Henry y la enfermera le coloca trocitos de algodón entre los dedos. Lo devuelven a la cama y disponen un marco sobre sus pies para protegerlos de cualquier contacto.
A la noche siguiente
Es de noche, y muy tarde. Estoy sentada junto a la cama de Henry en el Hospital de la Caridad, observando cómo duerme. Gómez ocupa una butaca al otro lado de la cama, y también está dormido. Gómez dormita con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta, y de vez en cuando emite un ronquidito y luego se vuelve.
Henry está inmóvil, en silencio. La máquina que controla sus constantes vitales lanza pitidos. A los pies de la cama, un artilugio en forma de tienda de campaña levanta las mantas para separarlas del lugar donde solían estar sus extremidades, solo que los pies de Henry han desaparecido. La congelación terminó con ellos, y esta mañana le han amputado ambas extremidades hasta el tobillo. No consigo imaginarlo, intento no imaginar lo que hay bajo las mantas. Sus manos vendadas descansan encima de la cama, y le cojo una. ¡Qué fría y seca! Le noto el pulso en la muñeca, ¡qué tangible es la mano de Henry entre las mías! Tras la operación la doctora Murray me ha preguntado qué deseaba hacer con los pies de Henry. «Vuélvaselos a coser», me parecía la respuesta más indicada, aunque me he limitado a encogerme de hombros y desviar la mirada.
Una enfermera entra en la habitación, me sonríe y le pone una inyección a Henry. Al cabo de unos minutos, él suspira, mientras la droga se diluye por su cerebro, y vuelve su rostro hacia mí. Abre brevemente los ojos, y después se queda de nuevo dormido.
Quiero rezar, pero no recuerdo ninguna oración, lo único que me viene a la mente es: «Un piececito, dos piececitos; ¡ay, que los muerde el ratoncito!». Por favor, eso no. Por favor, Señor. No me hagas eso. «Pero la sierpe era una saltasustos». No. No me viene nada a la mente. «Envoyez chercher le médecin. Qu'avez-vous? Il faudra aller á l'hópital. Je me suis coupé assez fortement. Ôtez le bandage et laissez-moi voir. Oui, c'est une coupure profonde».
No sé qué hora es. Fuera está amaneciendo. Suelto la mano de Henry, y él se la lleva al pecho, con instinto protector.
Gómez bosteza y se despereza haciendo sonar los nudillos.
—Buenos días, gatita —me dice. Se levanta y se marcha al baño con paso tambaleante. Lo oigo mear cuando Henry abre los ojos.
—¿Dónde estoy?
—En la Caridad. Es 27 de septiembre de 2006.
Henry mira al techo. Luego, despacio, se da impulso para recostarse mejor contra las almohadas y contempla fijamente los pies de la cama. Se inclina hacia delante y mete las manos bajo la manta. Cierro los ojos.
Los gritos de Henry rasgan el aire.
Martes 17 de octubre de 2006
Clare tiene 35 años, y Henry 43
CLARE: Hace una semana que a Henry le dieron el alta en el hospital. Ahora pasa los días en casa, sin moverse de la cama, enroscado, de cara a la ventana, cediendo y resistiendo al sueño, inducido por la morfina. Intento alimentarlo con sopa, tostadas, macarrones y queso, pero no come mucho. Apenas habla. Alba permanece junto a él, silenciosa y con ansias de complacerlo. Le lleva a su papá una naranja, el periódico, su osito; pero Henry solo sonríe con aire ausente y el montoncito de ofrendas permanece sin tocar sobre su mesilla de noche. Una enfermera un tanto ruda, llamada Sonia Browne viene una vez al día para cambiarle las vendas y darle consejos, pero tan pronto se esfuma en su escarabajo Volkswagen rojo Henry se sumerge en su máscara vacante. Le ayudo a utilizar la cuña. Le obligo a cambiarse de pijama. Le pregunto cómo se encuentra, qué necesita, y él responde con vaguedades o no me responde en absoluto. A pesar de tenerlo frente a mí, en realidad Henry ha desaparecido.
Cuando paso frente al dormitorio con un cesto de ropa sucia en los brazos, veo a Alba a través de la puerta entreabierta, de pie, junto a Henry, que está acurrucado en la cama. Me detengo para observarla. La niña está inmóvil, con los brazos colgando, las negras trenzas le caen por la espalda y el jersey azul de cuello alto le ha quedado torcido al ponérselo. La luz matutina inunda el cuarto, y lo tiñe todo de amarillo.
—Papá… —dice Alba, bajito.
Henry no responde, y la niña vuelve a intentarlo, ahora más alto. Henry la mira, y se da la vuelta. Alba se sienta en la cama.
Henry tiene los ojos cerrados.
—Papá.
—¿Mmmmm?
—¿Te estás muriendo?
—No —responde Henry abriendo los ojos y mirando a su hija.
—Alba me ha dicho que morías.
—Eso ocurre en el futuro, Alba. Todavía no. Dile que no debería hacerte esa clase de comentarios. —Henry se pasa la mano por la barba, que no ha parado de crecer desde que dejó el hospital.
Alba se sienta con las manos cruzadas en el regazo y las rodillas juntas.
—¿Te quedarás siempre en la cama a partir de ahora?
Henry se incorpora y se queda recostado sobre el cabezal.
—A lo mejor, sí —dice él, revolviendo en el cajón de la mesilla de noche, aunque los analgésicos están en el baño.
—¿Por qué?
—Porque me siento jodidamente mal, ¿vale?
Alba da un respingo y se levanta de un salto de la cama.
—¡Vale!
La niña abre la puerta, casi choca conmigo y se asusta, pero entonces me pasa los brazos alrededor de la cintura en silencio, y yo la levanto, a pesar de lo mucho que pesa. La llevo en brazos hasta su cuarto, nos sentamos en la mecedora y nos balanceamos juntas, mientras Alba oculta su acalorada carita contra mi cuello. ¿Qué puedo decirte, Alba? ¿Qué puedo decir?
Miércoles 18, jueves 19 y jueves 26 de octubre de 2006
Clare tiene 35 años, y Henry 43
CLARE: Estoy en el estudio, de pie, con un rollo de alambre de armazón y un puñado de dibujos. He despejado la enorme mesa de trabajo y clavado los dibujos por orden en la pared. En estos momentos intento sintetizar la pieza, visualizándola en mi mente. Procuro imaginarla en tres dimensiones. A tamaño natural. Corto una cierta extensión de alambre, que salta como un muelle al desprenderse del inmenso rollo; empiezo a darle forma de torso. Tejo con alambre unos hombros, un costillar y, finalmente, una pelvis. Me detengo. Quizá tendría que articular brazos y piernas. ¿Le hago pies o no? Empiezo con la cabeza y me doy cuenta de que no me convence el resultado. Lo escondo todo bajo la mesa de un empujón y vuelvo a comenzar con alambre nuevo.
Como un ángel. «Todo ángel es terrible. Y no obstante, ¡ay de mí!, yo os canto, casi letales pájaros del alma…». Son solo las alas lo que quiero darle. Dibujo en el aire con el fino metal, formando bucles y tejiéndolo; tomo la medida de mis brazos para construir la extensión del ala, y luego repito la operación, como el reflejo de un espejo, para la segunda ala, comparando la simetría como si estuviera cortándole el pelo a Alba, midiendo a ojo, palpando el peso, las formas. Uno las alas a un gozne, y luego subo a la escalera de mano y las cuelgo del techo. Las líneas que abarcan el aire flotan a la altura de mi pecho, con una extensión de dos metros y medio, gráciles, decorativas, inútiles.
Al principio las imaginé blancas, pero ahora me doy cuenta de que no. Abro el armario de los pigmentos y los tintes. Ultramarino, ocre amarillento, ocre oscuro crudo, viridiano y laca rubia. No, pero este sí: óxido de hierro rojizo. El color de la sangre seca. Un ángel terrible no sería blanco, o bien sería más blanco que cualquiera de los blancos que yo pudiera elaborar. Dejo el tarro sobre la superficie de la mesa, junto con el carbón animal. Me acerco a los manojos de fibra que guardo, fragantes, en el rincón más alejado del estudio. Kozo y lino; transparencia y maleabilidad, una fibra que cruje como el castañeteo de los dientes combinada con otra que es suave como los labios. Peso un kilo de kozo, una corteza dura y elástica que hay que hervir y batir, romper y machacar. Caliento agua en el gran tanque que ocupa dos quemadores de la cocinita. Cuando ya hierve, meto el kozo y observo cómo se oscurece y se empapa de agua lentamente. Incluyo una medida de sosa en polvo, tapo el tanque y enciendo la campana de extracción. Troceo medio kilo de lino blanco en pequeños fragmentos, lleno la batidora de agua y la conecto, mientras divido y rasgo el lino hasta convertirlo en una pulpa fina y blanca. Luego me preparo un café y me siento a contemplar el patio y la casa, que diviso a través de la ventana.
En ese preciso instante
HENRY: Mi madre está sentada a los pies de la cama. No quiero que sepa lo que me ha sucedido en los pies. Cierro los ojos y finjo que estoy dormido.
—¿Henry? Sé que estás despierto. Venga, chico, que a quien madruga, Dios le ayuda.
Abro los ojos. Es Kimy.
—Hummm. Buenos días.
—Son las dos y media de la tarde. Deberías salir de la cama.
—No puedo salir de la cama, Kimy. No tengo pies.
—Pero tienes una silla de ruedas. Venga, necesitas un baño, y debes afeitarte y hacer un pis. Hueles como un anciano.
Kimy se levanta con expresión adusta. Me arranca las mantas y me quedo tendido, como una gamba pelada, frío y flácido bajo la luz solar de la tarde. Kimy frunce el ceño para indicarme que me acomode en la silla de ruedas, y luego me empuja hasta la puerta del lavabo, que es demasiado estrecha para que pueda pasar por ella.
—Bueno, a ver, ¿cómo lo hacemos, eh? —pregunta Kimy, delante de mí y con las manos en las caderas.
—No lo sé, Kimy. Yo solo soy un tarao; en realidad no trabajo aquí.
—¿Qué clase de palabra es esa de «tarao»?
—Es una palabra en argot, de lo más peyorativo, que se emplea para describir a los tullidos.
Kimy me mira como si yo tuviera ocho años y hubiera dicho la palabra «follar» en su presencia. (No sabía lo que significaba, solo que estaba prohibida).
—Creo que a eso se le llama minusválido, Henry —precisa Kimy mientras se inclina sobre mí y me desabrocha la chaqueta del pijama.
—Ya tengo manos, gracias —le corto, y termino de desabrocharme solo.
Kimy se da la vuelta, brusca y gruñona, y abre el grifo, ajusta la temperatura y pone el tapón en el desagüe. Revuelve en el botiquín, saca la maquinilla, el jabón de afeitar y la brocha de pelo de castor. No consigo imaginar cómo conseguiré salir de la silla de ruedas. Decido dejarme caer del asiento; me doy impulso, arqueo la espalda y repto hacia el suelo. Al bajar, me doblo el hombro izquierdo y me golpeo el culo, pero no me sale mal del todo. La fisioterapeuta del hospital, una jovencita animosa llamada Penny Featherwight, poseía diversas técnicas para entrar y salir de la silla, pero todas tenían que ver con situaciones en las que había una silla y una cama, o bien dos sillas. Ahora, sin embargo, estoy echado en el suelo, y la bañera se yergue sobre mí como los blancos acantilados de Dover. Levanto la vista y veo a Kimy, con sus ochenta y dos años, y me doy cuenta de que solo cuento conmigo mismo para solventar esta empresa. Me mira, con una mirada que rebosa piedad; y entonces pienso: «¡Joder! Tengo que hacerlo como sea. No puedo permitir que Kimy me mire de este modo». Me desembarazo del pantalón de pijama y empiezo a desenvolver las vendas que cubren los apositos de mis piernas. Kimy se mira los dientes en el espejo. Meto el brazo en la bañera y compruebo el agua del baño.
—Si tiras unas hierbas, podrás hacer estofado de tarao para cenar.
—¿Está demasiado caliente?
—Sí.
Kimy reajusta los grifos y luego sale del baño, empujando la silla de ruedas para sacarla de la entrada. Por mi parte, me saco con brío el aposito de la pierna derecha. Las vendas descubren una piel pálida y fría. Coloco la mano en la parte doblada, sobre la carne que protege el hueso. Acabo de tomar un Vicodin hace un ratito, y me pregunto si podría tomarme otro sin que Clare se diera cuenta. El frasco probablemente se encuentre en el botiquín. Kimy regresa entonces con una silla de la cocina, que suelta de golpe junto a mí. Me saco el aposito de la otra pierna.
—Ha hecho un buen trabajo —dice Kimy.
—¿La doctora Murray? Sí, un gran éxito, y mucho más aerodinámico.
Kimy estalla en carcajadas, y yo la envío a la cocina para que vaya a buscar unos listines telefónicos, que coloca luego junto a la silla. Me doy entonces impulso y me siento encima. A continuación me encaramo sobre la silla y me dejo caer rodando en la bañera. Una inmensa ola de agua emerge y salpica el embaldosado, pero ya estoy dentro. Aleluya. Kimy apaga el grifo y se seca las piernas con una toalla. Me sumerjo en el agua.
Más tarde
CLARE: Después de tenerlo varias horas en ebullición, escurro el kozo y lo meto también en la batidora. Cuanto más rato esté ahí, más delicado resultará y menos impurezas tendrá. Al cabo de cuatro horas, añado absorbente, arcilla y pigmento. De repente, la pulpa beis se vuelve de un rojo tierra, oscuro e intenso. La traspaso a unos cubos para que se escurra y la vierto en la cubeta destinada a la operación. Cuando vuelvo a casa, veo a Kimy en la cocina, preparando esa cazuela de atún que lleva patatas fritas desmenuzadas por encima.
—¿Qué tal ha ido? —le pregunto.
—Muy bien, la verdad. Ahora está en la sala de estar.
Hay un reguero de agua entre el baño y el salón en forma de pisadas del tamaño del pie de Kimy. Henry está durmiendo en el sofá con un libro abierto sobre el pecho. Las Ficciones, de Borges. Se ha afeitado, y me inclino sobre él para olerlo; su aroma es limpio, y el pelo mojado y gris le escapa en todas direcciones. Alba charla con su osito en el dormitorio. Durante unos instantes me siento como si fuera yo quien hubiera viajado a través del tiempo, como si este momento fuera un momento aislado del pasado, pero entonces recorro con la mirada el cuerpo de Henry y percibo el vacío al final de la manta, y sé que me encuentro en el presente.
A la mañana siguiente, llueve. Abro la puerta del estudio y las alas de alambre me aguardan, flotando bajo la luz gris matutina. Enciendo la radio; dan Chopin, unos estudios que evolucionan como las olas sobre la arena. Me pongo las botas de goma, una cinta para protegerme el pelo de la pulpa y un delantal de goma. Limpio con una manguera mi molde de teca y latón y mi barba favoritos, destapo la cubeta y coloco un fieltro para tender encima el papel. Meto las manos en la tanqueta y agito esa masa viscosa de un rojizo oscuro para que la fibra y el agua se mezclen. Todo gotea. Sumerjo el molde y la bandeja inferior en la tanqueta, y lo subo con cuidado, nivelado, para que el agua fluya. Lo coloco en una esquina de la tina mientras el agua se escurre y deja una capa de fibra en la superficie; saco la bandeja y presiono el molde sobre el fieltro, haciéndolo oscilar con suavidad, y al sacarlo, el papel permanece en la superficie, delicado y brillante. Lo tapo con otro fieltro, lo remojo, y vuelta a empezar: sumerjo el molde y la bandeja inferior, lo saco, lo escurro y lo tiendo. Me dejo ir, saboreando la repetición de movimientos, mientras la música de piano flota sobre el agua, salpicando, goteando y lloviendo. Cuando ya tengo un montante de papel y fieltro, lo meto en la prensa hidráulica para papel y regreso a casa para comerme un bocadillo de jamón. Henry está leyendo. Alba ha ido a la escuela.
Después de almorzar me sitúo frente a las alas con mi montante de papel recién hecho, Voy a cubrir el armazón con una membrana de papel, un papel húmedo y oscuro, que tiende a rasgarse, pero que también recubre las formas alambicadas como si fuera piel. Doblo el papel en nervios, en tendones que se doblan y conectan entre sí. Ahora las alas son alas de murciélago, y el rastro del alambre se transparenta bajo la descarnada superficie de papel. Seco el papel que todavía no he utilizado, calentándolo sobre unas láminas de acero. Luego empiezo a rasgarlo en tiras, en plumas. Cuando las alas estén secas, las coseré, una a una. Empiezo a pintar las tiras: negras, grises y rojas. Plumaje, para el ángel terrible, el ángel de la muerte.
Una semana después, por la noche
HENRY: Clare me ha engatusado para que me vista, y le ha encargado a Gómez que me saque por la puerta trasera, me lleve por el jardincillo y me deje en su estudio. El estudio de Clare está iluminado por la luz de las velas; es posible que haya un centenar de velas, quizá más, sobre las mesas y en el suelo, y también en los alféizares. Gómez me instala en el sofá del estudio y regresa a la casa. En medio de la estancia, suspendida desde el techo, hay una sábana blanca, y me vuelvo para localizar el proyector, pero no veo ninguno. Clare lleva un vestido oscuro, y mientras da vueltas por la habitación sus manos y su rostro flotan blancos e incorpóreos.
—¿Quieres café?
—Claro —le contesto. Llevo sin tomar café desde antes de ingresar en el hospital.
Clare sirve dos tazas, añade crema de leche y me ofrece una. La taza caliente se amolda en un gesto familiar y agradable a mi mano.
—He hecho algo para ti.
—¿Unos pies? Lo digo porque no me vendrían nada mal unos pies.
—Unas alas —me corrige ella, dejando caer la sábana blanca al suelo.
Las alas son inmensas y flotan en el aire, oscilando bajo la luz de las velas. Son más oscuras que las tinieblas, amenazantes, pero también acusan el deseo, el ansia de libertad, las ganas de precipitarse por el espacio. La sensación de estar plantado con solidez, de estar en pie, de correr, correr como si volara. Sueños que revelan el deseo de planear, de volar como si la gravedad hubiera dejado de existir y me permitiera levantarme del suelo a una distancia prudente; sueños que rememoro bajo la luz vespertina del estudio. Clare se sienta a mi lado. Noto que me mira. Las alas están sumidas en el silencio, con los bordes deshilachados. No puedo hablar. «Siehe, ich lebe. Woraus? Weder Kindheit noch Zukunft / werden weniger… Úberzähliges Dasein / entspringt mir Herzen». (Mira, yo vivo. ¿De qué? Ni la niñez ni el porvenir / menguan… Una existencia que me excede / brota en mi corazón).
—Bésame —dice Clare, y me vuelvo hacia ella, su rostro lívido y sus labios oscuros flotan en la oscuridad, y me sumerjo, vuelo, me libero: la existencia brota en mi corazón.