Lunes 7 de enero de 2006
Henry tiene 43 años
HENRY: Hace frío. Hace mucho, muchísimo frío y estoy tendido sobre la nieve. ¿Dónde me encuentro? Intento incorporarme. Tengo los pies dormidos, no los siento. Estoy en un espacio abierto en el que no hay edificios ni árboles. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? Es de noche. Oigo el tráfico. Me pongo de rodillas y levanto la vista. Me encuentro en el parque Grant. El Instituto de Arte se yergue oscuro y cerrado a varios metros de nieve virgen. Los hermosos edificios de la avenida Michigan guardan silencio. Los coches fluyen por el paseo de la Ribera del Lago, y sus faros cortan la noche. Sobre el lago diviso una débil línea de luz; se acerca la alborada. Tengo que salir de aquí. Tengo que entrar en calor.
Me levanto. Mis pies están blancos y rígidos. No los siento, ni tampoco puedo moverlos, pero empiezo a caminar; me tambaleo por la nieve, de vez en cuando me caigo, me levanto de nuevo y avanzo otra vez, sin parar, hasta que al final voy a gatas. Gateo para cruzar la calle. Gateo hacia atrás para bajar unos escalones de hormigón armado, agarrándome a la barandilla. La sal va calando en las rozaduras que tengo en manos y rodillas. Gateo hasta alcanzar un teléfono público.
Siete timbres. Ocho. Nueve.
—¿Qué hay? —dice mi otro yo.
—Ayúdame. Estoy en el aparcamiento de la calle Monroe. Hace un frío del carajo. Me encuentro cerca de la garita del vigilante. Ven a buscarme.
—De acuerdo. Quédate ahí. Salimos ahora mismo.
Intento colgar el teléfono, pero no lo consigo. Los dientes me castañetean de forma incontrolada. Me arrastro hasta la garita y aporreo la puerta. No hay nadie dentro. Veo unos monitores de vídeo, una estufa portátil, una chaqueta, un escritorio y una silla. Intento dar la vuelta al pomo. Está cerrado con llave; y no tengo nada con que abrirlo. La ventana va reforzada con una rejilla. Me entran convulsiones de tanto temblar. No se ven coches por aquí.
—¡Ayúdenme! —chillo.
Nadie acude a mi llamada. Me acurruco frente a la puerta, replegado sobre mí mismo, me toco la barbilla con las rodillas y me tapo los pies con las manos. No viene nadie y entonces, al final, en el último momento, desaparezco.