Una escena desagradable

Miércoles 28 de junio de 2006

Henry tiene 43 y 43 años

HENRY: Aparezco en la oscuridad sobre un frío suelo de cemento armado. Intento incorporarme, pero me mareo y me tiendo de nuevo. Me duele la cabeza. Tanteo con las manos; tengo una enorme hinchazón justo detrás del oído izquierdo. Mientras se me ajusta la visión, atisbo el débil perfil de unas escaleras, diversas señales de salida y, en lo alto, un único tubo fluorescente que emite una luz fría. A mi alrededor veo el dibujo cruzado de acero de la jaula. Me encuentro en la biblioteca Newberry, de madrugada, en el interior de la jaula.

—No desesperes —me digo en voz alta—. No pasa nada. Tranquilo, no pasa nada.

Callo al darme cuenta de que no atiendo a mis palabras. Logro ponerme en pie. Estoy temblando. Me pregunto cuánto rato tendré que esperar, qué dirán los colegas del trabajo cuando me vean; porque todo ha terminado: estoy a punto de descubrirme como el endeble prodigio de la naturaleza que en realidad soy. A mi favor solo puedo decir que nada más lejos de mi intención.

Intento caminar arriba y abajo para entrar en calor, pero el movimiento me martillea el cráneo. Me rindo, me siento en el centro del suelo de la jaula y me comprimo al máximo. Transcurren varias horas. Repaso el incidente entero en mi cabeza, ensayando el guión, valorando todas las posibilidades que tenía de que las cosas salieran mejor, o peor incluso. Al final, me canso y rememoro canciones mentalmente. That's Entertainment, por los Jam, Pilis and Soap, por Elvis Costello, Perfect Day, por Lou Reed. Intento recordar la letra de I Love a Man in Uniform, de Gang of Four, cuando se enciende la luz con un parpadeo. Era de esperar que fuera Kevin, el nazi de seguridad, abriendo la biblioteca. Es la última persona en todo el planeta a la que querría encontrarme, estando desnudo y atrapado en la jaula; por eso, como es natural, me ve nada más entrar. Estoy acurrucado en el suelo, imitando a las zarigüeyas.

—¿Quién anda ahí? —dice Kevin, con un tono de voz más alto del estrictamente necesario.

Me imagino a Kevin de pie, pastoso y resacoso, iluminado por la luz nauseabunda del hueco de la escalera. Su voz rebota en el recinto, resonando en el cemento armado. Kevin baja y se planta al pie de las escaleras, a unos tres metros de mí.

—¿Cómo has entrado ahí? —me pregunta, dando vueltas alrededor de la jaula.

Por mi parte, finjo que estoy inconsciente. Puesto que no puedo darle ninguna explicación, prefiero que no me moleste.

—¡Santo Cielo, es DeTamble! —exclama, y lo noto ahí cerca, de pie, boquiabierto. Al final, sin embargo, se acuerda de la radio—. Ah, diez-cuatro, ¡eh, Roy!

Suena la vibración ininteligible de la electricidad estática.

—Ah, sí. Roy, soy Kevin. Esto… ¿Podrías bajar a la A46? Sí, al pie mismo. —La radio emite un quejido—. Tú baja y verás. —Kevin apaga la radio—. ¡Qué fuerte, DeTamble! No sé qué crees que vas a demostrar, pero ahora sí que la has armado buena.

Oigo cómo se mueve alrededor de la jaula. Le crujen los zapatos y gruñe por lo bajo. Supongo que debe de haberse sentado en las escaleras. Al cabo de unos minutos se abre una puerta en el piso de arriba y Roy desciende los peldaños. Roy es mi vigilante jurado preferido. Es un enorme caballero afroamericano que siempre lleva una sonrisa dibujada en el rostro. Es el rey del mostrador principal, y siempre me alegra llegar al trabajo y disfrutar con su magnífico buen humor.

—Uauuu, pero ¿qué tenemos aquí?

—Es DeTamble. No consigo imaginarme cómo se ha metido ahí dentro.

—¿DeTamble? Vaya, vaya. Ese muchacho sin duda tiene predilección por airear su pilila. ¿Te he contado alguna vez la ocasión en que lo encontré corriendo en cueros por el nexo del tercer piso?

—Sí, sí me lo contaste.

—Bueno, supongo que vamos a tener que sacarlo de ahí.

—No se mueve.

—Bueno, pero respira. ¿Crees que estará herido? A lo mejor deberíamos llamar a una ambulancia.

—Vamos a necesitar a los bomberos; tendrán que sacarlo cortando esas traviesas con esas tenazas que usan en las catástrofes —propone Kevin, todo excitación.

No quiero que vengan ni el departamento de policía ni los profesionales sanitarios; por lo tanto, gimoteo y me incorporo.

—Buenos días tenga usted, señor DeTamble —entona Roy—. Ha llegado un poco pronto, ¿no?

—Solo un poquito —le concedo, encogiendo las rodillas hasta tocarme la barbilla. Tengo tanto frío que me duelen los dientes de tanto apretar la mandíbula. Observo a Kevin y a Roy, y ellos sostienen mi mirada—. Supongo que no aceptarían un soborno por mi parte, ¿verdad, caballeros?

Los dos vigilantes intercambian miradas.

—Depende —tercia Kevin—. Depende de lo que tengas en mente. No podemos mantener la boca cerrada sobre el incidente porque no podemos sacarte solos.

—No, no. Eso ya me lo imagino.

Parecen aliviados.

—Escuchad. Os daré a cada uno cien dólares si hacéis un par de cosas por mí. La primera es: me gustaría que uno de vosotros saliera y fuera a buscarme una taza de café.

La cara de Roy se ilumina y me ofrece una de las sonrisas patentadas del rey del mostrador principal.

—Demonios, señor DeTamble, eso lo haré gratis. Claro que no sé cómo vas a bebértelo.

—Tráeme una pajita; y no vayas a las máquinas del vestíbulo. Sal y ve a buscar un café de verdad. Con leche y sin azúcar.

—Dalo por hecho.

—¿Y la siguiente cosa? —pregunta Kevin.

—Quiero que subas a Colecciones Especiales y cojas ropa mía del despacho. La encontrarás en el cajón inferior derecho. Tendrás un extra si lo consigues sin que nadie se dé cuenta.

—No sufras —dice Kevin, y me pregunto por qué extraña razón jamás me ha gustado este hombre.

—Será mejor que cerremos la escalera con llave —le dice Roy a Kevin, quien asiente y se dispone a pasar los cerrojos. Roy se queda junto a la jaula y me mira con lástima—. Cuéntame, ¿cómo te has metido ahí dentro?

—La verdad es que mi respuesta no te sonaría convincente —le respondo, encogiéndome de hombros.

Roy sonríe con un gesto de incredulidad.

—Bueno, mientras piensas en ello, iré a buscarte esa taza de cafe.

Transcurren unos veinte minutos y al final oigo que abren con llave una puerta y Kevin baja las escaleras, seguido de Matt y Roberto. Kevin me mira a los ojos y se encoge de hombros, como diciendo: «Lo intenté». Me pasa la camisa entre la malla metálica de la jaula y me la pongo mientras Roberto permanece de pie ante mí, mirándome con frialdad y con los brazos cruzados. Los pantalones abultan un poco, y me supone un cierto esfuerzo tirar de ellos para introducirlos en la jaula. Matt está sentado en la escalera con una expresión de duda dibujada en el rostro. Oigo que la puerta vuelve a abrirse. Es Roy, que trae café y un bollo. Coloca una pajita en la taza y la deja en el suelo, junto al bollo. Tengo que apartar los ojos de esa visión y obligarme a mirar a Roberto, quien se vuelve hacia Roy y Kevin y les pregunta:

—¿Nos permiten que charlemos en privado?

—Por supuesto, doctor Calle.

Los vigilantes de seguridad se marchan escaleras arriba y salen por la puerta del primer piso. Ahora estoy solo, atrapado y sin poder ofrecer una explicación convincente, ante Roberto, a quien reverencio y a quien he mentido infinidad de veces. Ahora solo cuento con la verdad, que es más escandalosa que cualquiera de mis mentiras.

—Muy bien, Henry. Hablemos.

HENRY: Es una preciosa mañana de junio. Llego algo tarde al trabajo a causa de Alba (se negaba a vestirse) y del metro (se negaba a venir), pero tampoco es excesivamente tarde, al menos eso creo. Cuando firmo en el mostrador principal, no hay ni rastro de Roy, en su lugar veo a Marsha.

—Eh, Marsha, ¿qué hay? ¿Dónde está Roy?

—Oh, ha ido a arreglar unos asuntos.

—Ah, ya.

Cojo el ascensor hasta el cuarto piso y al entrar en Colecciones Especiales, Isabelle me dice:

—Llegas tarde.

—No mucho.

Entro en mi despacho y veo a Matt de pie, junto a mi ventana, mirando hacia el parque.

—Hola, Matt.

Matt da un salto de metro y medio.

—¡Henry! —exclama, poniéndose pálido—. ¿Cómo has salido de la jaula?

Dejo la mochila sobre mi escritorio y me quedo mirándolo fijamente.

—¿La jaula, dices?

—Tú… Acabo de venir de abajo… y estabas atrapado dentro de la jaula. Roberto sigue allí… Me dijiste que subiera al despacho para esperarte, pero no me dijiste por qué razón…

—Dios mío. —Me siento sobre el escritorio. Matt se sienta a su vez en mi silla y levanta la mirada—. Mira, puedo explicártelo todo…

—¿De veras?

—Claro. —Reflexiono durante unos segundos—. Yo… Verás… Oh, joder.

—Es algo francamente extraño, ¿verdad, Henry?

—Sí, sí es extraño —le digo, sosteniendo su mirada—. Mira, Matt… Bajemos y veamos qué es lo que está pasando. Os los explicaré a los dos, a ti y a Roberto juntos, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Nos levantamos de nuestros asientos y bajamos al piso inferior. Mientras enfilamos el pasillo este, veo a Roy paseándose cerca del acceso a las escaleras. Se sobresalta cuando me ve, y justo cuando está a punto de preguntarme lo que es obvio, oigo que Catherine dice:

—Hola, chicos. ¿Qué hay? —Pasa junto a nosotros como una exhalación e intenta abrir la puerta que da a las escaleras—. Eh, Roy, ¿cómo es que no se abre?

—Hummm, bueno, señora Mead… —Roy me mira de reojo—. Teníamos un problema con… eh…

—No pasa nada, Roy —le digo—. Ven, Catherine. Roy, ¿te importa quedarte aquí arriba?

El vigilante asiente y nos deja pasar. Cuando ya bajamos por la escalera, oigo hablar a Roberto.

—Escucha, no me parece nada bien que estés tumbado ahí dentro, contándome historias de ciencia ficción. Si me interesara ese género literario, le pediría prestados algunos libros a Amelia.

Está sentado al pie de las escaleras, y al oír que alguien baja, se vuelve para ver de quién se trata.

—Hola, Roberto —le digo en voz baja.

—¡Dios mío! ¡Santo cielo! —exclama Catherine.

Roberto se levanta y pierde el equilibrio. Matt, sin embargo, se abalanza sobre él y lo coge a tiempo. Miro hacia la jaula, y me veo ahí dentro. Sentado en el suelo, con la camisa blanca y los pantalones caqui, abrazándome las rodillas a la altura del pecho, claro síntoma de que me estoy helando y tengo hambre. Veo una taza de café en el exterior de la jaula. Roberto, Matt y Catherine nos observan en silencio.

—¿De qué época vienes? —le pregunto a mi otro yo.

—De agosto de 2006.

Cojo el café, lo sostengo a la altura de su barbilla y meto la pajita por la rejilla de la jaula. Mi yo sorbe el líquido.

—¿Te apetece este bollo? —Al decirme que sí, lo parto en tres trozos y lo empujo hacia dentro. Siento como si estuviera en el zoo—. Estás herido.

—Me he golpeado la cabeza con algo.

—¿Cuánto rato vas a quedarte?

—Una media hora más, aproximadamente. ¿Lo ves? —conmina a Roberto, con un gesto.

—¿Qué sucede? —pregunta Catherine.

—¿Quieres explicarlo tú? —le digo a mi álter ego.

—Estoy cansado. Adelante, tú mismo.

Empiezo a narrar mi historia. Les explico que soy un viajero del tiempo, y les describo los aspectos prácticos y genéticos. Les confieso que este asunto, de hecho, es una especie de enfermedad, que por ende no puedo controlar. Les hablo de Kendrick, de cómo nos conocimos Clare y yo, y luego nos volvimos a conocer. Les hablo de los bucles causales, de mecánica cuántica, de fotones y de la velocidad de la luz. Les describo qué se siente al vivir fuera de los límites temporales a que se ven constreñidos la mayoría de los humanos. Les hablo de las mentiras, los robos, el miedo. Les explico lo que representa para mí intentar llevar una vida normal.

—Y, en ciertos aspectos, llevar una vida normal también consiste en tener un trabajo normal —concluyo.

—Hombre, yo no llamaría a esto un trabajo normal —interviene Catherine.

—Yo tampoco llamaría a esto una vida normal —dice mi yo, sentado en el interior de la jaula.

Miro a Roberto, que se ha sentado en las escaleras y mantiene la cabeza apoyada contra la pared. Parece agotado y melancólico.

—¿Y bien? ¿Vas a despedirme?

—No —dice Roberto en un suspiro—. No, Henry, no voy a despedirte. —Se levanta con cuidado, y se pasa la mano por la parte de atrás del abrigo para limpiárselo—. Pero no comprendo por qué no me lo contaste todo hace mucho tiempo.

—No me habrías creído —dice mi yo—. No me creías hasta ahora, hasta que lo has visto con tus propios ojos.

—Bueno, sí, es verdad… —empieza a decir Roberto, pero sus palabras se pierden en el extraño sonido vacío que en ocasiones acompaña mis idas y venidas.

Me vuelvo y veo un montón de ropa en el suelo de la jaula. Volveré luego, por la tarde, para pescarla con un colgador. Me vuelvo hacia Matt, Roberto y Catherine, que parecen perplejos.

—Caray —dice Catherine—. Es como trabajar con Clark Kent.

—Yo me siento como Jimmy Olsen —puntualiza Matt—. Ecs.

—Lo cual te convierte a ti en Lois Lane —interviene Roberto, bromeando con Catherine.

—No, no. Clare es Lois Lane —protesta ella.

—Pero Lois Lane ignoraba la conexión entre Clark Kent y Superman, mientras que Clare… —empieza a decir Matt.

—Sin Clare, me habría rendido hace ya mucho tiempo. Nunca entendí por qué Clark Kent se mostraba tan condenadamente empeñado en mantener a Lois Lane al margen de todo.

—Porque la historia funciona mejor así —observa Matt.

—¿Ah, sí? ¡Qué quieres que te diga!

Viernes 7 de julio de 2006

Henry tiene 43 años

HENRY: Estoy sentado en la consulta de Kendrick, escuchando la explicación que me da para justificar que no funcionará. Fuera el calor es sofocante, te abrasa hasta momificarte con su lana húmeda y caliente. No obstante, aquí dentro, el aire acondicionado es tan potente que tengo que encorvarme en la butaca para reprimir la sensación de carne de gallina. Estamos el uno frente al otro, en las mismas butacas en que siempre nos sentamos. Sobre la mesa hay un cenicero repleto de filtros de cigarrillo. Kendrick enciende un cigarrillo tras otro con la colilla del anterior. Estamos con la luz apagada, y el aire se ha condensado por el efecto del humo y el frío. Quiero beber algo. Quiero gritar. Quiero que Kendrick deje de hablar para hacerle una pregunta. Quiero levantarme y marcharme de aquí; pero permanezco sentado, escuchando.

Cuando Kendrick se calla, los ruidos de fondo del edificio se vuelven audibles de repente.

—Henry, ¿me estabas escuchando?

Me enderezo en el asiento y lo miro como un colegial, a quien lo han pillado perdido en sus ensoñaciones.

—Hummmm, no.

—Te estaba preguntando si lo habías comprendido. El porqué no va a funcionar.

—Ya, sí. —Hago un esfuerzo para recordar sus palabras—. No funcionará porque mi sistema inmunológico está jodido, porque soy viejo y porque hay demasiados genes involucrados.

—Exacto. —Kendrick suspira y apaga el cigarrillo en el montón de colillas. Unos hilillos de humo escapan y se extinguen—. Lo siento.

Se recuesta en su butaca y cruza con fuerza las manos suaves y sonrosadas sobre su regazo. Pienso en la primera vez que lo vi, en este mismo consultorio, hace ocho años. Ambos éramos más jóvenes y prepotentes; confiábamos en la prodigalidad de la genética molecular y estábamos dispuestos a servirnos de la ciencia para confundir a la naturaleza. Recuerdo haber sostenido el ratón viajero del tiempo de Kendrick en mis manos, el halo de esperanza que sentí entonces, al contemplar a mi diminuto representante blanco. Pienso en la mirada de Clare cuando le diga que no funcionará. Claro que ella nunca pensó que funcionaría.

—¿Qué ocurre con Alba? —le pregunto, carraspeando.

Kendrick cruza los tobillos y se remueve en su asiento.

—¿Qué le pasa a Alba?

—¿Funcionaría en su caso?

—Nunca lo sabremos, ¿no? A menos que Clare cambie de idea y me deje trabajar con el ADN de Alba. De todos modos, ambos sabemos perfectamente que a Clare le aterroriza la terapia genética. Me mira como si fuera Josef Mengele cada vez que intento hablar del tema con ella.

—Pero si tuvieras el ADN de Alba, podrías alterar algunos ratones y trabajar con ese material en su beneficio, y cuando cumpliera dieciocho años, si quisiera, podría probar.

—Sí.

—Es decir, que aunque yo esté bien jodido, al menos Alba podría obtener algún beneficio de todo esto algún día.

—Sí.

—Muy bien. —Me levanto y me froto las manos, me desengancho la camisa de algodón del cuerpo, al que se había adherido por efecto de un sudor que ahora ya se ha enfriado—. Pues eso es lo que haremos.

Viernes 14 de julio de 2006

Clare tiene 35 años, y Henry 43

CLARE: Estoy en el estudio confeccionando papel de seda gampi. Es un papel tan fino y transparente que se puede mirar a través de él; sumerjo el suketa en el tanque y lo remuevo, mezclándolo con el delicado compuesto acuoso hasta que se distribuye por completo. Luego lo dejo a un lado de la tanqueta para que se escurra, y entonces oigo a Alba reír, correr por el jardín y gritar:

—¡Mamá! ¡Mira lo que me ha comprado papá! —La niña irrumpe en el estudio y viene hacia mí taconeando. Lleva unas zapatillas de color rubí—. ¡Son iguales que las de Dorothy! —dice Alba, representando unos pasos de claque sobre el suelo de madera.

Da tres toques con los talones juntos, pero no desaparece. Claro que ya está en casa. No puedo evitar reírme a carcajadas. Henry parece complacido.

—¿Fuiste a la oficina de correos? —le pregunto.

—¡Mierda! —exclama compungido—. No, me olvidé. Lo siento. Iré mañana a primera hora.

Alba empieza a girar sobre sí misma, pero Henry la detiene con un gesto del brazo.

—No hagas eso, Alba. Te marearás.

—Me gusta marearme.

—No es una buena idea.

Alba lleva una camiseta y unos pantalones cortos. Veo que se ha puesto una tirita en la cara interna del brazo.

—¿Qué te ha pasado en el brazo? —le pregunto, pero la niña en lugar de responder, mira a Henry, y yo también.

—No es nada —me dice él—. Se ha estado chupando la piel hasta hacerse un moretón.

—¿Qué es un moretón? —pregunta Alba.

Henry empieza a explicárselo, pero yo lo interrumpo.

—¿Por qué necesita una tirita si tiene un moretón?

—No lo sé —dice Henry—. Quería ponerse una.

Me asalta una premonición. Llamadle, si queréis, el sexto sentido de las madres.

—Veamos —digo, acercándome a Alba.

La niña repliega el brazo contra el cuerpo, aferrándolo con su mano libre.

—No me quites la tirita, que me dolerá.

—Iré con cuidado —le digo, agarrándole el brazo con fuerza.

Alba gimotea, pero estoy decidida. Despacito le extiendo el brazo y le arranco el vendaje con suavidad. Tiene un pinchazo pequeño y rojizo en el centro de un morado púrpura.

—Está muy tierno. ¡No! —dice Alba.

La dejo ir, y ella vuelve a pegarse la tirita, observándome, a la espera de mi reacción.

—Alba, ¿por qué no vas a llamar a Kimy y le preguntas si quiere venir a cenar?

Alba sonríe y se marcha corriendo del estudio. Al cabo de un minuto, la puerta trasera de la casa restalla. Henry se ha sentado frente a mi mesa de dibujo, balanceándose ligeramente adelante y atrás con mi silla. Me observa, esperando que yo empiece a hablar.

—No puedo creerlo —le digo al final—. ¿Cómo has podido?

—Tenía que hacerlo —me confiesa con voz queda—. Ella… No podía dejarla sin al menos… Quería darle ventaja. De este modo, Kendrick podrá trabajar en su caso, en beneficio de ella, por si lo necesita.

Me acerco a él, chirriando con los chanclos y el delantal de goma, y me apoyo en la mesa. Henry inclina la cabeza, la luz dibuja líneas en su rostro, y me fijo en las arrugas que le surcan la frente, las comisuras de los labios, los ojos. Ha perdido más peso, y los ojos le destacan enormes en la cara.

—Clare, no le dije de qué se trataba. Ya se lo dirás tú cuando… Cuando sea el momento.

Le contesto rotundamente que no con un gesto.

—Llama a Kendrick y dile que se detenga.

—No.

—Entonces lo haré yo.

—Clare, por favor, no…

—Tú puedes hacer lo que quieras con tu cuerpo, Henry, pero…

—¡Clare! —masculla Henry mi nombre.

—¿Qué pasa ahora?

—Se ha terminado, ¿lo entiendes? Estoy acabado. Kendrick dice que no puede hacer nada más.

—Pero… —Hago una pausa para asumir lo que acaba de decirme—. Pero, entonces, ¿qué va a ocurrir?

—No lo sé —responde Henry, acompañando su negativa con un gesto—. Probablemente lo que pensábamos que ocurriría… ocurrirá; pero si es así como han de ir las cosas… Yo no puedo dejar a Alba sin intentar ayudarla… Oh, Clare, ¡deja que lo haga por ella! Quizá no funcione, puede que ella jamás llegue a usarlo… A lo mejor le encanta viajar a través del tiempo, y no se perderá jamás, ni pasará hambre, no la arrestarán, hostigarán, violarán o apalearán, pero ¿qué sucederá si a ella no le gusta? ¿Qué pasará si solo quiere ser una chica normal? Dime, Clare… Oh, Clare, no llores…

No logro reprimir el llanto, de pie, con mi delantal de goma amarillo. Henry se levanta y me rodea con sus brazos.

—La verdad es que nosotros tampoco pudimos evitarlo, Clare —me dice bajito—. Solo intento tejer para ella una red de seguridad.

Noto sus costillas a través de la camiseta que lleva puesta.

—¿Me permitirás al menos dejarle eso?

Asiento, y Henry me besa en la frente.

—Gracias —me dice, y empiezo a llorar de nuevo.

Sábado 27 de octubre de 1984

Henry tiene 43 años, y Clare 13

HENRY: Ahora ya conozco el final. Estaré sentado en el prado, a primera hora de la mañana, en otoño. El cielo estará encapotado, y hará frío. Iré vestido con un abrigo de lana negro, unas botas y unos guantes. Será una fecha que no aparece en la lista. Clare estará dormida, en una de sus cálidas camas gemelas. Tendrá trece años.

A lo lejos, un disparo rasgará el aire frío y seco. Es temporada de caza mayor. En algún punto distante unos hombres con indumentaria naranja intenso se acomodarán para esperar, esperar el instante del disparo. Más tarde beberán cerveza, y comerán los bocadillos que sus esposas les han preparado.

Se levantará viento, avanzará en oleaje por el huerto, arrancando las hojas muertas de los manzanos. La puerta trasera de Casa Alondra del Prado restallará, y dos figuras diminutas vestidas de naranja fluorescente emergerán por ella, portando sendos rifles como cerillas. Caminarán hacia mí, por el prado: Philip y Mark. No me verán, porque estaré agazapado entre la hierba alta, una mancha oscura e inmóvil en un campo de beis y verde mustio. A unos dieciocho metros de mí Philip y Mark abandonarán el sendero y se adentrarán en los bosques.

Se detendrán a escuchar. Lo oirán antes que yo: un roce, un arrastrarse, algo que se mueve entre la hierba, algo grande y torpe, un fogonazo blanco, ¿una cola, quizá? Y todo se cernerá sobre mí, sobre el claro, y Mark levantará su fusil, apuntará con cuidado y apretará el gatillo.

Sonará un disparo, y luego se oirá un grito, un grito humano, seguido de una pausa, y entonces:

—¡Clare!, ¡Clare! —Y luego nada.

Me quedaré sentado durante unos segundos, sin pensar, sin respirar apenas. Philip vendrá corriendo, yo también me pondré a correr, al igual que Mark, y convergeremos los tres en el mismo lugar.

Pero no habrá nada. Sangre sobre la tierra, reluciente y pegajosa. Hierba doblada y mustia. Nos quedaremos mirando fijamente sin reconocernos, sobre la vacua suciedad.

En la cama, Clare oirá el grito. Oirá que alguien la llama por el nombre, y se incorporará, con el corazón en un puño. Correrá hacia abajo, saldrá por la puerta y se adentrará en el claro con el camisón. Cuando nos vea a los tres, se detendrá, confusa. A espaldas de su padre y su hermano, me llevaré un dedo a los labios. Mientras Philip camine hacia ella, yo me volveré, me quedaré en pie al abrigo del huerto y observaré cómo tiembla, abrazada a su padre, mientras Mark permanece inmóvil, impaciente y perplejo, con la incipiente barba de quince años adornándole el mentón, mirándome, como si intentara recordar algo.

Clare me mirará, y yo la saludaré con la mano, y ella volverá a casa con su padre, y me devolverá el saludo, delgadita, con el camisón hinchado como si fuera el ropaje de un ángel, y se irá haciendo cada vez más pequeña, se irá perdiendo en la distancia hasta desaparecer en el interior de la casa; y yo me quedaré en pie, junto a un pequeño trozo de terreno pisoteado y lleno de sangre, y lo sabré: en algún lugar cercano estoy muriendo.