El episodio del aparcamiento de la calle Monroe

Lunes 7 de enero de 2006

Clare tiene 34 años, y Henry 42

CLARE: Dormimos profundamente una madrugada de invierno cuando suena el teléfono. Me despierto de golpe, con el corazón en un puño, y me doy cuenta de que tengo a Henry a mi lado, quien pasa el brazo por encima de mi cabeza y responde al teléfono. Echo un vistazo al despertador; son las 4.32 horas.

—¿Qué hay? —dice Henry.

Durante un largo minuto permanece a la escucha. Por mi parte, estoy completamente despierta. Henry se muestra impertérrito.

—De acuerdo. Quédate ahí. Salimos ahora mismo. —Se inclina hacia delante y cuelga el auricular.

—¿Quién era?

—Yo. Era yo. Estoy en el aparcamiento de la calle Monroe, sin ropa, a nueve grados bajo cero. Caray, espero que el coche arranque.

Saltamos de la cama y nos vestimos de cualquier manera con la ropa del día anterior. Henry se ha puesto las botas y el abrigo antes de que yo me haya enfundado los tejanos, y se marcha corriendo a arrancar el coche. Meto una camisa, ropa interior de manga larga, unos tejanos, los calcetines y las botas de Henry, junto con un abrigo de más, unos guantes y una manta, en una bolsa de plástico, despierto a Alba, la envuelvo con su abrigo y le calzo unas botitas, me pongo el abrigo en un abrir y cerrar de ojos y salgo por la puerta. Muevo el coche del garaje antes de que se haya calentado del todo y se cala. Vuelvo a arrancar, esperamos un minuto y lo intento de nuevo. Ayer cayeron quince centímetros de nieve y Ainslie está surcado de hielo. Alba gimotea en su sillita del coche y Henry intenta calmarla. Cuando llegamos a Lawrence, acelero, y al cabo de diez minutos ya hemos llegado al paseo; no hay nadie en la calle a estas horas. La calefacción del Honda ronronea. El cielo empieza a despejarse sobre el lago. Todo adquiere un tinte azul y anaranjado, frágil bajo el frío extremo. Mientras recorremos el paseo de la Ribera del Lago, me invade la tremenda sensación de haber vivido antes esa situación: el frío, el lago en un silencio de ensueño, el resplandor sódico de las farolas; ya he estado aquí, he estado aquí antes. Estoy profundamente imbricada en el momento, y la sensación perdura, me distancio de lo extraño del caso y empiezo a tomar conciencia de la duplicidad del presente; a pesar de avanzar a toda velocidad por este invernal paisaje urbano, el tiempo permanece inmóvil. Pasamos por Irving, Belmont, Fullerton y LaSalle: salgo por Michigan. Volamos por el largo trecho desierto de tiendas de lujo, la calle del Roble, Chicago, Randolph y Monroe, y nos sumergimos en el mundo subterráneo de hormigón armado del aparcamiento. Recojo el billete que la fantasmagórica voz femenina de la máquina me ofrece.

—Dirígete al extremo noroeste —me dice Henry—. Al teléfono público que hay junto a la garita del vigilante.

Sigo sus instrucciones. La sensación de dejà vu desaparece. Siento como si el ángel de la guarda me hubiera abandonado. El aparcamiento está prácticamente vacío. Acelero para atravesar los metros de líneas amarillas que nos separan del teléfono público: el auricular cuelga del cordón. No hay ni rastro de Henry.

—A lo mejor has regresado al presente.

—Puede que no…

Henry está confuso, y yo también. Salimos del coche. Hace mucho frío. Mi aliento se condensa y desaparece. Tengo la sensación de que no deberíamos marcharnos, pero tampoco acierto a adivinar lo que debe de haber ocurrido. Camino hasta la garita del vigilante y atisbo por la ventana. El vigilante no está. Los monitores de vídeo muestran el hormigón vacío.

—Mierda. ¿Adonde me dirigiría yo? Demos una vuelta con el coche.

Regresamos al automóvil y circulamos despacio entre las vastas cámaras de pilares de los espacios libres, las señales que nos indican que aminoremos la marcha, que anuncian que existen más plazas disponibles y que recordemos el emplazamiento de nuestro vehículo. No hay señales de Henry por ningún lado. Nos miramos derrotados.

—¿De qué época venías?

—No me lo ha dicho.

Regresamos a casa en silencio. Alba está durmiendo. Henry mira por la ventana. El cielo está despejado, de un color rosado hacia el este, y hay más coches en la carretera, los primeros viajeros que acuden al trabajo. Mientras esperamos que cambie el semáforo de la calle Ohio, oigo graznar a las gaviotas. Las calles están sombrías por la sal y el agua. La ciudad se revela, blanda, blanca, oscurecida por la nieve. Es hermosísimo. Me distancio, como si me hallara en una película. Parece que hemos salido indemnes, pero tarde o temprano nos pasarán factura.