Secreto

Jueves 10 de febrero de 2005

Clare tiene 33 años, y Henry 41

CLARE: Es jueves por la tarde y estoy en el estudio, elaborando un papel kozo amarillo pálido. Hace casi veinticuatro horas que Henry se ha marchado y, como siempre, me siento escindida entre la obsesión de pensar dónde estará él, y en qué época, y el cabreo de saber que no está aquí y tener que preocuparme por cuándo regresará. El tema me desconcentra y estropeo un montón de hojas; las extraigo del suketa y las vuelvo a poner en el tanque. Al final, me tomo un respiro y me sirvo una taza de café. Hace frío en el estudio, y el agua de la tanqueta tendría que ser fría, aunque la he calentado un poco para impedir que se me cuarteen las manos. Envuelvo la taza de cerámica con las palmas de mis manos. El vapor nubla mi cara cuando me acerco para inhalar la humedad y el aroma de café. En ese momento, a Dios gracias, oigo a Henry silbar mientras se acerca al estudio por el caminito del jardín. Se sacude la nieve de las botas y se desprende del abrigo con un brusco ademán. Tiene un aspecto fantástico, desborda alegría. Se me acelera el corazón y aventuro una conjetura:

—¿Era el 24 de mayo de 1989?

—¡Sí! ¡Desde luego que sí! —exclama Henry, aupándome al vuelo, con el delantal mojado y las botas de agua, y zarandeándome.

Me río a carcajadas, ambos reímos. Henry está encantado.

—¿Por qué no me lo dijiste? Todos estos años le he estado dando vueltas al asunto sin ninguna necesidad. ¡Zorra! ¡Descarada! —Henry me muerde el cuello y me hace cosquillas.

—Porque si tú no lo sabías… yo no podía decírtelo.

—Es cierto. ¡Eres increíble!

Nos sentamos en el viejo y destartalado sofá del estudio.

—¿No podemos subir la calefacción?

—Claro que sí.

Henry se levanta de un salto y conecta el termostato al máximo. La caldera produce un ruido metálico.

—¿Cuánto tiempo he estado fuera?

—Casi todo el día.

Henry suspira.

—¿Ha valido la pena? ¿Un día de angustia a cambio de unas horas realmente hermosas?

—Sí. Ha sido uno de los mejores días de mi vida.

Me quedo callada, recordando. A menudo invoco el recuerdo de la cara de Henry encima de mí, circundado de un cielo azul, y la sensación de notarme impregnada de él. Pienso en ello cuando se va, y entonces me cuesta dormirme.

—Cuéntame…

—¿El qué?

Nos hemos fundido en un abrazo, para darnos calor, para darnos consuelo.

—¿Qué sucedió después de que me fuera?

—Lo recogí todo, me arreglé hasta quedar bastante presentable y volví a la casa. Subí las escaleras sin tropezarme con nadie y me di un baño. Al cabo de un rato, Etta empezó a aporrear la puerta porque quería saber la razón por la que me había metido en la bañera en pleno día. Tuve que fingir que me encontraba mal. En cierto modo, no mentía… Pasé el verano vagando por la casa, durmiendo mucho. Leyendo. Me replegué en mí misma. Pasaba el rato en el claro, esperando de algún modo que aparecieras. Te escribí cartas, que luego quemé. Dejé de comer durante algún tiempo, y mi madre me arrastró a su terapeuta hasta que recobré el apetito. A finales de agosto mis padres me anunciaron que si no «me animaba», no iría a la facultad ese otoño, así que enseguida me animé, porque el único objetivo de mi vida era marcharme de casa e ir a Chicago. La facultad fue algo fantástico, y absolutamente nuevo para mí. Conseguí alquilar un apartamento, y me encantaba la ciudad. Tenía algo en lo que pensar, aparte del hecho de no tener ni idea de dónde estabas o cómo encontrarte. En la época en la que te encontré, las cosas me iban bastante bien; estaba metida de lleno en mi trabajo, tenía amigos, me pedían bastante para salir…

—¿Ah, sí?

—Claro.

—¿Salías? ¿Con tíos?

—Bueno, pues sí… Solo para acumular experiencias… y porque de vez en cuando me enfurecía pensar que ahí fuera, en alguna parte, tú salías alegremente con otras mujeres. De todos modos, era como representar una especie de comedia negra. Solía salir con chicos de la facultad de Bellas Artes, guapos y simpáticos, pero me pasaba toda la velada pensando en lo aburrido y absurdo que era todo aquello, y mirando el reloj. Después de salir con cinco tíos, dejé de hacerlo, porque me di cuenta de que en realidad esos chicos me importaban un bledo. Alguien de la facultad hizo correr el rumor de que yo era lesbiana, y entonces un montón de chicas me pidieron para salir.

—No estás nada mal como lesbiana.

—Ya, pues compórtate o me convertiré en una de ellas.

—Yo siempre he querido ser lesbiana —dice Henry con aspecto soñador y adormecido.

No es justo, ahora que me siento inclinada y dispuesta a saltar sobre él.

—En fin… —dice Henry bostezando—. Lo que sí te aseguro es que no será en esta vida. Demasiada cirugía.

En mi mente oigo la voz del padre Compton, tras la celosía del confesionario, que me pregunta en voz baja si deseo confesar alguna cosa. «No —le digo con firmeza—. Nada». Fue un error. Estaba borracha, y eso no cuenta. El buen padre suspira y corre la cortinilla. Fin de la confesión. Mi penitencia es mentir a Henry, por omisión, hasta que la muerte nos separe.

Lo miro, feliz después del banquete, saciado de los encantos de mi yo juvenil, y veo la imagen de Gómez durmiendo, el dormitorio de Gómez bajo la luz matutina relampaguea en mi teatro mental. «Fue un error, Henry», digo para mis adentros. Estaba esperando, y chocaron de refilón contra mí, solo una vez.

«Díselo», dice la voz del padre Compton o de alguna otra persona en mi cabeza. «No puedo —replico yo—. Me odiaría».

—¡Eh! ¿Adonde has ido? —me pregunta él con dulzura.

—Ah, estaba pensando.

—Pareces triste.

—¿Alguna vez te preocupa que lo mejor de nuestras vidas ya haya pasado?

—No, bueno, a veces sí, pero de un modo distinto al que sugieres. Todavía me muevo en la época que tanto rememoras tú, así que para mí no ha transcurrido realmente. Me preocupa que no prestemos la máxima atención al presente. Es decir, viajar a través del tiempo es una especie de alteración de mi condición, y me encuentro más… consciente, diría yo, cuando estoy fuera, lo cual de algún modo me parece importante, pero a veces pienso que si pudiera ser igual de consciente en el presente, todo sería perfecto. Ahora bien, últimamente han pasado cosas extraordinarias.

Henry sonríe, con esa sonrisa torcida tan hermosa y encantadora que rezuma inocencia, y dejo que la culpa se disipe y oculte en la cajita donde la conservo, apretujada como si de un paracaídas se tratara.

—Alba.

—Alba es perfecta y tú también lo eres. Me refiero a que por mucho que te quiera en el pasado, es la vida que compartimos, lo mucho que nos conocemos…

—A las duras y a las maduras…

—El hecho de que pasemos malos momentos lo convierte en algo más real; y es la realidad lo que yo deseo.

Díselo, díselo.

—De todos modos, incluso la realidad puede ser de lo más irreal… —Si alguna vez decido contárselo, tiene que ser ahora. Henry espera a que siga hablando. Estoy a punto, pero no puedo.

—Clare.

Lo miro con aire de tristeza, al igual que un niño al que han atrapado con una mentira enrevesada, y entonces se lo digo, de un modo casi inaudible:

—Me acosté con otro.

A Henry se le paraliza el rostro de incredulidad.

—¿Con quién? —pregunta sin mirarme.

—Con Gómez.

—¿Por qué? —Henry está inmóvil, aguardando el golpe.

—Estaba borracha. Fuimos a una fiesta, y Charisse había ido a Boston…

—Espera un momento. ¿Cuándo fue eso?

—En 1990.

—¡Por el amor de Dios! —exclama Henry, con una carcajada—. Clare, ¡mierda!, no me hagas eso. ¡Caray! Creía que me estabas contando algo que pasó, por decir algo, la semana pasada.

Sonrío con timidez.

—Claro que tampoco voy a ponerme a dar saltos de alegría por la noticia, pero precisamente acabo de decirte que salgas a experimentar, y en realidad no puedo… No sé…

Henry está cada vez más inquieto. Se levanta y empieza a caminar arriba y abajo del estudio. Soy pasto de la incredulidad. Durante quince años el terror me ha tenido paralizada, asustada por que Gómez pudiera decir algo, o bien actuar acorde con la enorme y torpe insensibilidad que le caracteriza, y resulta que a Henry no le importa. ¿O sí?

—¿Qué tal fue? —pregunta, como quien no quiere la cosa, de espaldas a mí, mientras se lía a desmontar la cafetera.

Elijo las palabras con cuidado.

—Distinto; y no es que quiera mostrarme crítica con Gómez…

—Bah, venga, continúa.

—Era como estar en una tienda de porcelana e intentar ligar con un toro.

—Abulta más que yo —afirma Henry, dándolo por hecho.

—Ahora no sabría decirte, pero entonces no tenía ninguna delicadeza. En realidad, incluso llegó a fumarse un cigarrillo mientras follaba conmigo.

A Henry se le escapa una mueca. Me levanto y me acerco a él.

—Lo siento. Fue un error.

Henry me atrae hacia sí, y le digo, bajito, contra el cuello de la camisa:

—Yo esperaba con mucha paciencia… —No puedo seguir hablando. Henry me acaricia el pelo.

—No pasa nada, Clare. No es tan grave como parece.

Me pregunto si estará comparando la Clare que acaba de ver, en 1989, con este yo, amigo de las duplicidades, que tiene entre sus brazos y, como si estuviera leyéndome el pensamiento, me pregunta:

—¿Alguna otra sorpresa que debas comunicarme?

—No, eso es todo.

—Desde luego es cierto que sabes guardar un secreto.

Miro a Henry, y él sostiene mi mirada. Juraría que en cierto modo he cambiado ante sus ojos.

—Eso me hizo comprender mejor… Me hizo valorar…

—¿Intentas decirme que salgo victorioso de la comparación?

—Sí. —Le beso, titubeando, y tras un momento de duda, Henry me devuelve el beso.

Al cabo de un rato, todo se arregla, mejora, de hecho. Se lo he contado, y no ha pasado nada: todavía me ama. Me he sacado un peso de encima, y suspiro con la beatitud de la confesión, finalmente, y por el hecho de no tener siquiera que cumplir una penitencia: ni un solo Ave María, ni un Padre Nuestro. Siento como si hubiera salido ilesa de un coche que hubiera quedado totalmente destrozado.

Ahí fuera, en algún lugar, Henry y yo estamos haciendo el amor sobre una manta verde, en un prado, y Gómez me mira somnoliento y me toca con sus manazas, y todo, absolutamente todo, sucede ahora, aunque es demasiado tarde, como siempre, para cambiar nada, y Henry y yo nos desvestimos mutuamente sobre el sofá del estudio, como si desenvolviéramos una caja de bombones nuevecita, todavía por abrir; y no es demasiado tarde, todavía no, al menos.

Sábado 14 de abril de 1990; 6.43 horas

Clare tiene 18 años

CLARE: Abro los ojos y no sé dónde estoy. Humo de cigarrillo. La sombra de una persiana de lamas atravesada en la pared amarilla y desconchada. Vuelvo la cabeza y, junto a mí, durmiendo, en su cama, está Gómez. De repente, me acuerdo y sucumbo al pánico.

¡Henry! Henry me matará. Charisse me odiará. Me incorporo. El dormitorio de Gómez es un naufragio de ceniceros rebosantes de colillas, ropa, manuales de derecho, periódicos y platos sucios. Mi ropa aparece en un montoncito delator en el suelo, a mi lado.

Gómez duerme profundamente. Su aspecto transmite serenidad, y en nada se asemeja al tipo que acaba de engañar a su novia con la mejor amiga de ella. Lleva el pelo rubio revuelto, no en su estado acostumbrado de perfecto control. Parece un niño crecido, agotado de tantos juegos infantiles.

Me martillea la cabeza. Es como si me hubieran golpeado en las entrañas. Me levanto, temblorosa, y atravieso el pasillo para ir al lavabo, que es muy cutre, lleno de verdín y repleto de una gran parafernalia de artículos para el afeitado y toallas mojadas. Cuando entro en el baño, ya no sé qué venía a buscar; hago un pis y me lavo la cara con un trozo de jabón muy duro, me miro en el espejo para comprobar si mi aspecto es distinto, para ver si Henry será capaz de adivinarlo solo con mirarme… Mi imagen es la de alguien que siente náuseas pero, por lo demás, mi aspecto es el que suelo tener a las siete de la mañana.

La casa está en silencio. Un reloj anuncia con su tictac su presencia cercana. Gómez comparte esta casa con otros dos tipos, que también van a la Facultad de Derecho Northwestern. No quiero tropezarme con ninguno de ellos, así que regreso al dormitorio de Gómez y me siento en la cama.

—Buenos días —me dice Gómez, sonriéndome y acercándose a mí. Retrocedo y me echo a llorar.

—¡Uauuu, Gatita! Clare, cariño, eh, cariño… —Se incorpora como puede y me encuentro llorando, abrazada a él.

Pienso en todas las veces que he llorado en el hombro de Henry. «¿Dónde estás? —me pregunto con desesperación—. Te necesito, ahora mismo». Gómez no para de repetir mi nombre. ¿Qué hago aquí, sin ropa, llorando y abrazada a un Gómez también desnudo? Me tiende una caja de pañuelos de celulosa, me sueno la nariz, me seco los ojos y al final le dedico una mirada de desesperación absoluta, que él no sabe cómo interpretar.

—¿Ya estás mejor?

No, ¿cómo voy a estar mejor?

—Sí.

—¿Qué ocurre?

Me encojo de hombros. Gómez adopta la actitud del que analiza detenidamente a un testigo frágil.

—Clare, ¿te habías acostado antes con alguien?

Asiento.

—¿Es por Charisse? ¿Te sientes mal a causa de Charisse?

Asiento de nuevo.

—¿He hecho algo mal?

Niego con la cabeza.

—Clare, ¿quién es Henry?

Lo miro boquiabierta, sin poder reprimir mi incredulidad.

—¿Cómo te has enterado? —Ya la he liado. Hijo de puta.

Gómez se inclina, agarra los cigarrillos de la mesita de noche y enciende uno. Sacude el fósforo para apagarlo y da una profunda calada. Con un cigarrillo en la mano Gómez parece más… vestido, de algún modo, a pesar de no estarlo. Me ofrece uno en silencio, y acepto, a pesar de que no fumo, pero me parece lo más adecuado en este momento. Además eso me da la oportunidad de pensar sobre lo que voy a decir. Gómez me lo enciende, se levanta, revuelve en su armario, encuentra un albornoz azul que no se ve muy limpio y me lo ofrece. Me lo pongo; es enorme. Me siento en la cama, fumando y observando a Gómez mientras se viste con unos tejanos. Aún sumida en mi desgracia, advierto que Gómez es bello, alto, ancho de espaldas y… grande, una clase de belleza absolutamente distinta de la agilidad felina y salvaje de Henry. De inmediato me siento fatal por haberlos comparado. Gómez me acerca un cenicero y se sienta en la cama. Me mira.

—Hablabas en sueños con alguien llamado Henry.

Maldita sea, maldita sea.

—¿Qué decía?

—Sobre todo «Henry», una y otra vez, como si estuvieras llamando a alguien para que viniera a buscarte. También: «Lo siento». En una ocasión has dicho: «Bueno, ¿y qué? Tú no estabas aquí», como si estuvieras enfadadísima. ¿Quién es Henry?

—Henry es mi amante.

—Clare, tú no tienes amante. Charisse y yo quedamos contigo casi a diario desde hace seis meses, y nunca te has citado con nadie. Además, nunca te llaman por teléfono.

—Henry es mi amante. Hace tiempo que se marchó, pero volverá en otoño de 1991.

—¿Dónde está?

Por aquí cerca.

—No lo sé.

Gómez cree que me lo estoy inventando; y, sin razón aparente, decido obligarle a que me crea. Agarro el bolso, abro la cartera y le muestro la foto de Henry. La examina con atención.

—Yo he visto a este individuo, bueno, no, a alguien parecido a él. Este tipo es demasiado mayor para ser el mismo. Ahora bien, su nombre era Henry.

El corazón me late alocado. Intento parecer natural cuando le pregunto:

—¿Dónde le has visto?

—Lo veo en clubes. Sobre todo en Exit, y en el bar Smart. De todos modos, no puedo imaginarme que sea tu novio; es un maníaco. El caos preside su vida. Es un alcohólico, y es… No sé cómo decírtelo, muy duro con las mujeres. Al menos, eso es lo que me han contado.

—¿Es violento?

No logro imaginarme a Henry pegando a una mujer.

—No. No lo sé.

—¿Cuál es su apellido?

—Ni idea. Escucha, gatita, este tío te masticaría entera y luego te escupiría… No te conviene en absoluto.

Sonrío. Él es exactamente lo que necesito, pero sé que es absurdo ir de caza al País de los Clubes para encontrarlo.

—¿Qué es lo que necesito yo?

—A mí. Salvo que tú no pareces creerlo.

—Tú tienes a Charisse. ¿Para qué vas a quererme a mí?

—Pues te quiero. No sé por qué.

—¿Eres mormón o algo parecido?

Gómez se pone muy serio.

—Clare… Yo… Mira, Clare…

—No hables.

—De verdad que yo…

—No. No quiero saberlo.

Me levanto, apago el cigarrillo y empiezo a ponerme la ropa. Gómez se queda sentado, completamente inmóvil, y me mira mientras me visto. Me siento viciada, sucia y repulsiva poniéndome el vestido de la fiesta de anoche delante de Gómez, pero intento que no se me note. No puedo abrocharme la larga cremallera que llevo en la parte de atrás del vestido, y Gómez me ayuda con semblante serio.

—Clare, no estés furiosa.

—No estoy furiosa contigo, sino conmigo.

—Ese tipo debe de ser algo increíble si piensa que puede dejar a una chica como tú y esperar que luego ella vaya a buscarlo al cabo de dos años.

—Es maravilloso —le digo a Gómez sonriéndole. Me doy cuenta de que he herido sus sentimientos—. Lo siento, Gómez. Si yo no tuviera a nadie y tú no estuvieras comprometido…

Gómez hace un gesto de negación, y, antes de que me dé cuenta, me está besando. Le devuelvo el beso, y solo por un instante me pregunto…

—Tengo que marcharme, Gómez.

Él asiente, y luego me voy.

Viernes 27 de abril de 1990

Henry tiene 26 años

HENRY: Ingrid y yo estamos en el teatro Riviera, bailando y quemándonos las neuronas al ritmo de los dulces sones de Iggy Pop. Ingrid y yo siempre somos felices cuando bailamos juntos, follamos o nos dedicamos a cualquier actividad que tenga que ver más con la parte física que con la intelectual. Ahora mismo estamos en el cielo. Nos dirigimos a primera línea, mientras el señor Pop nos fustiga a todos hasta convertirnos en una bola compacta de energía maníaca. Una vez le dije a Ing que bailaba como una alemana, y eso no le gustó, pero es cierto: baila en serio, como si nuestras vidas pendieran de un hilo, como si el bailar con precisión pudiera salvar a los niños hambrientos de la India. Es fenomenal. El Iggster canta la balada «Calling Sister Midnight»: «well, I'm an idiot for you…», y sé exactamente cómo se siente. Es en momentos como estos cuando veo qué sentido tiene una relación como la mía con Ingrid. Nos fustigamos y quemamos con «Lust for Life», «China Doll» o «Funtime». Ingrid y yo hemos tomado bastante speed para despegar en una misión a Plutón, y me embarga una sensación extraña y aguda y la profunda convicción de que podría dedicarme a esto, seguir aquí durante el resto de mi vida y sentirme plenamente satisfecho. Ingrid está sudando. Su camiseta blanca se le ha pegado al cuerpo de un modo interesante y delicioso desde un punto de vista estético, y me propongo arrancársela; pero me contengo, porque no lleva sujetador y me lo recordaría hasta la saciedad. Bailamos, Iggy Pop canta y, por desgracia, de modo inevitable y después de tres bises, el concierto termina al fin. Me siento fantásticamente bien. Mientras desfilamos hacia la calle con nuestros mentalizados y encantados compañeros de concierto, me pregunto qué podríamos hacer a continuación. Ingrid se desmarca y se incorpora a la larguísima cola del servicio de señoras, y yo la espero fuera, en Broadway. Estoy contemplando a un yuppie en su BMW, que discute con el muchacho aparcacoches sobre un espacio prohibido, cuando un tío enorme y rubio me sale al encuentro.

—¿Henry?

Me pregunto si me enseñará una citación judicial o algo parecido.

—¿Qué quieres?

—Clare me ha dicho que te salude.

¿Quién diablos es Clare?

—Lo siento, te equivocas.

Ingrid se acerca; ha recobrado ya su aspecto acostumbrado de chica Bond. Mira de arriba abajo al tipo, que es un espécimen bastante atractivo, y le paso el brazo por los hombros.

El tipo sonríe.

—Lo siento. Debes de tener un doble por ahí.

El corazón se me contrae; algo se cuece que no acabo de comprender, una parte de mi futuro se imbrica en el ahora, pero no es el momento de hacer averiguaciones. El chico parece complacido, y se disculpa antes de alejarse.

—¿De qué iba todo eso? —pregunta Ingrid.

—Creo que me ha tomado por otro —le digo, encogiéndome de hombros.

Ingrid parece preocupada; pero como todo lo que concierne a mi persona parece preocuparle, decido ignorarlo.

—Oye, Ing, ¿qué te apetece hacer ahora? —Siento que podría atravesar un edificio de un salto.

—¿Vamos a mi casa?

—Brillante idea.

Nos detenemos en Margie's Candies para tomar un helado y al cabo de un rato, estamos en el coche entonando: «Helado, helado, me he quedado helado de gritar: ¡un helado!», y riendo como niños perturbados. Más tarde, y ya en la cama de Ingrid, me pregunto quién será Clare, pero me imagino que probablemente es una pregunta sin respuesta, así que me olvido del tema.

Viernes 18 de febrero de 2005

Henry tiene 41 años, y Clare 33

HENRY: Hoy llevo a Charisse a la ópera. Representan Tristán e Isolda. La razón de que haya venido con Charisse, y no con Clare, guarda su correlato con la extrema aversión que esta última siente por Wagner. Yo tampoco es que sea un wagneriano empedernido, pero tenemos entradas para la temporada y prefiero asistir a perdérmelo. Esta misma tarde lo discutíamos en casa de Charisse y Gómez, cuando ella ha comentado con nostalgia que jamás había ido a la ópera. Como resultado de la conversación, Charisse y yo estamos saliendo del taxi que nos ha dejado frente al Teatro de Ópera Lírica, y Clare se ha quedado en casa cuidando de Alba y jugando a Scrabble con Alicia, que ha venido a pasar la semana con nosotros.

La verdad es que no me apetece nada. Al parar en casa de nuestros amigos para recoger a Charisse, Gómez me ha guiñado un ojo diciéndome: «No regreséis a casa demasiado tarde, hijo», en su mejor tono de padre incompetente. No consigo recordar cuándo fue la última vez que Charisse y yo salimos juntos. Me gusta Charisse, mucho, pero no sé muy bien qué decirle.

La guío entre la multitud. Ella camina despacio, disfrutando con el espléndido vestíbulo, el mármol y las teatrales y elevadas galerías llenas de ricachones de elegante sobriedad y estudiantes con pieles falsas y narices agujereadas. Charisse sonríe a los vendedores de libretos, dos caballeros vestidos con esmoquin, que cantan en armonía situados frente a la entrada al vestíbulo: «¡Libreto! ¡Libreto! ¡Compren un libreto!». No ha venido nadie que conozca. Los wagnerianos son los Boinas Verdes de los fans de la ópera; están hechos de un tejido más recio, y se conocen entre ellos. Hay mucho besuqueo mientras Charisse y yo subimos por la escalinata hasta la platea alta.

Clare y yo tenemos un palco particular; es uno de los lujos que podemos permitirnos. Retiro la cortina, Charisse entra y exclama:

—¡Oh!

Le cojo el abrigo y lo coloco con cuidado sobre una silla. Luego también dejo el mío. Nos acomodamos. Charisse cruza los tobillos y dobla sus pequeñas manos sobre el regazo. El pelo negro le brilla bajo la tenue y suave luz, y con su pintalabios oscuro y sus teatrales ojos, Charisse es como una niña exquisita y malévola, vestida de veintiún botones, a quien han dejado quedarse levantada en compañía de los mayores. Se sienta y se empapa de la belleza del teatro lírico, los dorados labrados y el telón verde que protege el escenario, las ondas del enyesado que bajan en cascada y bordean cada arco y cada bóveda, el excitado murmullo del gentío. Las luces se apagan y Charisse me dedica una sonrisa. El telón se alza, y nos vemos trasladados a un barco. Isolda canta. Me reclino en la butaca y me pierdo en el torrente de su voz.

Tras cuatro horas, una poción amorosa y una ovación en pie al final, me vuelvo hacia Charisse.

—Dime, ¿qué te ha parecido?

—Pues un poco tontorrona, ¿no? —me responde riendo—. Claro que el canto le restaba cualquier asomo de tontería.

Le sostengo el abrigo y ella avanza el brazo a tientas, buscando la manga; la encuentra y se encoge dentro de la prenda.

—¿Tontorrona? Supongo que sí. Claro que yo estoy dispuesto a creerme que Jane Egland es joven y bonita, en lugar de una voluminosa de ciento treinta y seis kilos, porque tiene la voz de Euterpe.

—¿De Euterpe?

—La musa de la música.

Nos unimos al reguero de espectadores satisfechos que abandonan el teatro. Al llegar abajo, salimos a la fría noche. Remontamos un poco Wacker Drive y logramos escabullimos en un taxi al cabo de escasos minutos. Estoy a punto de darle al conductor la dirección de Charisse cuando ella me dice:

—Henry, vayamos a tomar un café. Todavía no quiero regresar a casa.

Le digo al taxista que nos lleve al Club del Café de Don, que está en Jarvis, en el extremo norte de la ciudad. Charisse charla sobre el canto, que ha sido sublime; sobre los decorados, también, y ambos coincidimos en que no eran nada acertados; sobre las dificultades morales de disfrutar de Wagner, cuando sabes que fue un cabrón antisemita, cuyo admirador principal fue Hitler. Cuando llegamos al local de Don, vemos que está concurridísimo; Don recibe a la corte con una camisa hawaiana de color naranja, y lo saludo con la mano. Encontramos una mesita en la parte de atrás. Charisse pide pastel de cerezas al gusto del chef y café, y yo pido mi habitual bocadillo de mantequilla de cacahuete y jalea, y un café también. Perry Como canta en el estéreo y una neblina de humo de cigarrillo se expande por los juegos de comedor de a diario y las pinturas compradas en los encantes. Charisse apoya la cabeza entre las manos y suspira.

—Es tan increíble… Creo que a veces olvido lo que es sentirse adulto.

—No salís mucho, ¿verdad?

Charisse chafa el helado con el tenedor y se ríe.

—Joe hace esto. Dice que sabe mejor si se ablanda. Dios mío, soy yo quien imita sus malos modales en lugar de que sean ellos quienes aprendan los míos. —Charisse toma un bocado de tarta—. Si quieres que conteste a tu pregunta, sí que salimos, pero casi siempre es para asistir a actos políticos. Gómez está pensando en presentarse a regidor.

Me atraganto con el café y empiezo a toser. Cuando recupero el habla, le digo:

—¡No bromees! ¿No es eso aventurarse en el lado tenebroso? Gómez siempre está cargando contra la administración del ayuntamiento.

Charisse me mira con ironía.

—Ha decidido cambiar el sistema desde dentro. Está quemado de tantos casos espantosos de abuso de menores. Creo que se ha convencido de que, en el fondo, podría mejorar las cosas si tuviera algo de influencia.

—A lo mejor tiene razón.

Charisse niega con gesto rotundo.

—Me gustaba más cuando éramos jóvenes anarquistas revolucionarios. Prefiero volar objetos que besar culos.

—Jamás me había dado cuenta de que eres más radical que Gómez —le digo sonriendo.

—Oh, sí. Lo que pasa es que no tengo tanta paciencia como él. Quiero acción.

—¿Gómez tiene paciencia?

—Desde luego que sí. Si no, mira todo el asunto de Clare… —Charisse se calla de pronto, y me mira.

—¿Qué asunto? —Me doy cuenta de que estoy planteando la pregunta que nos ha traído a este lugar, que Charisse ha esperado todo este tiempo para sacar el tema. Me pregunto qué sabrá ella que desconozca yo. Me pregunto si quiero saber lo que ella sabe. Creo que prefiero ignorarlo.

Charisse aparta la mirada, y luego fija sus ojos en mí. Contempla su café y coloca las manos alrededor de la taza.

—Bueno, creía que tú ya lo sabías, pero es que… Gómez está enamorado de Clare.

—Sí. —No la ayudo con esta afirmación.

Charisse recorre con el dedo el grano del enchapado de la mesa.

—Como te decía… Clare le ha dicho que se vaya a freír espárragos, pero él piensa que si aguanta lo bastante, algo pasará, y él terminará con ella.

—¿Algo pasará…?

—Algo te pasará a ti —afirma Charisse; su mirada se cruza con la mía.

Me siento mareado.

—Perdona —le digo.

Me levanto y me dirijo al minúsculo baño plastificado con imágenes de Marilyn Monroe. Me echo agua fría en la cara y me apoyo contra la pared con los ojos cerrados. Cuando compruebo que no voy a marcharme a ninguna parte, regreso a la cafetería y me siento.

—Perdona. ¿Qué estabas diciendo?

Charisse parece asustada y retraída.

—Henry —me dice en voz queda—, dímelo.

—¿Qué te diga el qué, Charisse?

—Dime que no te irás a ninguna parte. Dime que Clare no quiere a Gómez. Dime que todo se solucionará; o bien dime que todo es una mierda, no lo sé… ¡Pero haz el favor de decirme lo que está pasando! —exclama con voz trémula. Me pone la mano en el brazo y hago un esfuerzo para no retirarlo.

—Vivirás feliz, Charisse. Todo irá bien.

Me mira fijamente, sin creerme, pero deseando que mis palabras sean ciertas. Inclino la silla hacia atrás.

—Él no te dejará.

Charisse suspira.

—¿Y en cuanto a ti?

No respondo. Charisse sigue mirándome, pero luego se queda cabizbaja.

—Vamos a casa —dice finalmente, y salimos del local.

Domingo 12 de junio de 2005

Clare tiene 34 años, y Henry 41

CLARE: Una preciosa tarde de domingo entro en la cocina y veo a Henry de pie junto a la ventana, contemplando el patio trasero. Me hace una señal para que me acerque. Cuando miro hacia fuera, veo que Alba está jugando en el jardincillo con una niña mayor que ella, de unos siete años. Tiene el pelo oscuro y va descalza. Lleva una camiseta sucia con la insignia de los Cubs. Las dos niñas están sentadas en el suelo, la una frente a la otra. La mayor nos da la espalda. Alba le sonríe y hace un gesto con las manos, como si estuviera volando. La otra niña mueve la cabeza en señal de negación y ríe.

—¿Quién es? —le pregunto a Henry.

—Es Alba.

—Ya, pero quién está con ella.

Henry sonríe, pero frunce el entrecejo hasta que la sonrisa adquiere un cariz de preocupación.

—Clare, es Alba cuando sea mayor. Está viajando a través del tiempo.

—¡Santo Cielo! —Me quedo contemplando a la niña, que se gira en redondo y señala hacia la casa. Veo su breve perfil y entonces se da la vuelta de nuevo—. ¿No tendríamos que salir?

—No, ella está bien. Si quieren entrar, ya lo harán.

—Me encantaría conocerla…

—Vale más que no… —empieza a decir Henry, pero en ese preciso instante las dos Alba se levantan de un salto y se dirigen a la carrera hacia la puerta trasera, de la mano. Entran como una exhalación en la cocina, riendo a carcajadas.

—Mamá, mamá —dice mi Alba, la Alba de tres años, señalando—. ¡Mira! ¡Una Alba mayor que yo!

La otra Alba sonríe y me saluda, y yo le devuelvo el saludo. Sin embargo, cuando se vuelve y ve a Henry, grita:

—¡Papá!

La niña se abalanza hacia él, lo envuelve entre sus brazos y se echa a llorar. Henry me mira de refilón, se inclina sobre Alba, la mece y le susurra algo al oído.

HENRY: Clare está lívida; nos observa, de pie, cogiéndole la manita a Alba, la pequeñita Alba, que permanece inmóvil contemplando boquiabierta cómo su otro yo se aferra a mí, llorando. Me inclino sobre Alba, y le susurro al oído:

—No le digas a mamá que he muerto, ¿de acuerdo?

La niña levanta los ojos, con lágrimas pendiendo de sus largas pestañas, los labios trémulos, y asiente. Clare le tiende un pañuelo de celulosa, le dice que se suene la nariz y le da un abrazo. Alba permite que Clare se la lleve para lavarle la cara. La pequeña Alba, esta Alba del presente, se encarama a mi pierna.

—¿Por qué, papá? ¿Por qué está triste?

Por suerte no tengo que responder porque Clare y Alba ya regresan; esta lleva una de las camisetas de Clare y un par de pantalones cortados que son míos.

—Escuchadme todos, ¿os apetece ir a tomar un helado? —propone Clare.

Las dos Alba sonríen; la pequeña danza a nuestro alrededor chillando:

—Helado, helado, me he quedado helado…

Nos apretujamos en el coche, Clare conduce, la Alba de tres años va en el asiento delantero y la Alba de siete, en el trasero, conmigo. La niña se apoya en mí, y yo le paso el brazo por el hombro. Nadie pronuncia ni una sola palabra, salvo la pequeña Alba, que va diciendo: «¡Mira, Alba, un perrito! ¡Mira, Alba, mira, Alba…!», hasta que su otro yo le responde:

—Sí, Alba, ya lo veo.

Clare nos lleva a Zephyr; nos instalamos en un reservado de vinilo azul resplandeciente y pedimos dos banana splits, una malta chocolateada y un cucurucho de vainilla de textura suave con virutas. Las niñas succionan el banana split como dos aspiradoras; Clare y yo jugueteamos con nuestro helado, sin mirarnos.

—Alba —dice Clare—, ¿qué está pasando en tu presente?

Alba me dirige una mirada de inteligencia.

—No gran cosa. El abuelo me está enseñando el Concierto para Violín, número 2, de Saint-Saëns.

—Participas en una obra de teatro en la escuela —la interrumpo.

—¿Ah, sí? Todavía no, supongo.

—Ay, lo siento. Creo que eso no sucede hasta el año siguiente.

La conversación sigue por esos derroteros. Mantenemos una charla atropellada, dando rodeos para no mencionar lo que sabemos, porque tenemos que impedir que Clare y la pequeña Alba se enteren de la verdad. Al cabo de un rato, la Alba ya crecida recuesta la cabeza entre sus brazos, sobre la mesa.

—¿Cansada? —le pregunta Clare.

La niña asiente.

—Será mejor que nos marchemos —le digo a Clare.

Pagamos y cojo en brazos a Alba; está exánime, casi dormida en mis brazos. Clare aupa a Alba, que está hiperglucémica de tanto azúcar. Instalados ya en el coche, y mientras cruzamos por la avenida Lincoln, Alba se desvanece.

—Ya ha vuelto —le digo a Clare.

Ella me sostiene la mirada desde el retrovisor durante unos breves instantes.

—¿Ha vuelto dónde, papá? —pregunta Alba—. ¿Dónde ha vuelto?

Más tarde

CLARE: Al final, he conseguido que Alba duerma la siesta. Henry está sentado en nuestra cama, bebiendo un whisky escocés y mirando por la ventana cómo se persiguen unas ardillas por el emparrado de la pérgola. Me siento a su lado.

—Hola —le digo.

Henry me mira, me pasa el brazo por el hombro y me atrae hacia sí.

—Hola.

—¿Vas a contarme de qué iba todo eso?

Henry deja el vaso y empieza a desabrocharme los botones de la blusa.

—¿Puedo pasar sin decírtelo?

—No. —Le desabrocho el cinturón y luego el botón de los tejanos.

—¿Estás segura? —me pregunta, besándome el cuello.

—Sí. —Le bajo la cremallera y, metiéndole la mano por debajo de la camisa, le acaricio el estómago.

—La verdad es que no querrás saberlo.

Henry deja escapar su aliento en mi oído y me lame la oreja. Tiemblo. Me quita la blusa y me desabrocha el cierre del sujetador. Los pechos ceden y me tumbo de espaldas, contemplando a Henry mientras se quita los tejanos, los calzoncillos y la camisa. Cuando se mete en la cama, le digo:

—Los calcetines.

—Ah, sí. —Se quita los calcetines y nos quedamos mirando.

—Estás intentando una maniobra de distracción —le digo.

—Soy yo el que intenta distraerse —me dice Henry, acariciándome el estómago—. Si además consigo distraerte a ti, mejor que mejor.

—Tienes que contármelo.

—No, de ningún modo. —Me cubre los pechos con sus manos y recorre mis pezones con los pulgares.

—Me imaginaré lo peor.

—Tú misma.

Levanto las caderas y Henry tira de mis tejanos y mis braguitas. Se sienta a horcajadas sobre mí, se inclina y me besa. «¿De qué se trata, Dios mío? —me pregunto—. ¿Qué puede ser tan malo?». Cierro los ojos. Me asalta un recuerdo: el prado, un frío día de invierno de mi infancia, corriendo sobre la hierba muerta, oigo un ruido, es él, que me llama…

—¿Clare? —Henry me muerde los labios, con suavidad—. ¿Dónde estás?

—En 1984.

Henry se detiene y me pregunta:

—¿Por qué?

—Creo que ahí es donde sucede todo.

—¿Dónde sucede el qué?

—Lo que tienes tanto miedo de contarme.

Henry se deja caer a un lado y nos quedamos echados, de costado.

—Cuéntamelo.

—Era temprano. Un día de otoño. Mi padre y Mark salieron a cazar ciervos. Me desperté; creí oír que me llamabas, y salí corriendo hacia el prado. Ahí estabas tú, junto con mi padre y Mark, mirando algo, pero mi padre me hizo regresar a casa, y nunca pude ver qué era lo que estabais mirando.

—¿Ah, no?

—Ese mismo día, más tarde, fui al calvero; y encontré un lugar en la hierba completamente empapado de sangre.

Henry no dice nada, pero frunce los labios. Lo rodeo con mis brazos, y lo aprieto con fuerza.

—Lo peor…

—Calla, Clare.

—Pero…

—Chitón.

La tarde sigue luciendo, dorada. En casa, sin embargo, tenemos frío, y nos fundimos en un abrazo para darnos calor. Alba, en su camita, duerme, y sueña con helados, sueña los minúsculos sueños satisfechos de los tres años, mientras que otra Alba, en algún punto del futuro, sueña en poder abrazar a su padre, pero se despierta y descubre… ¿el qué?