Viernes 7 de mayo de 2004
Henry tiene 40 años, y Clare 32
HENRY: Clare inaugura hoy su exposición en el Centro Cultural de Chicago. Lleva un año trabajando sin parar, construyendo enormes y etéreos esqueletos de aves con alambre y envolviéndolos con tiras de papel translúcido, aplicándoles laca hasta volverlos permeables a la luz. Ahora las esculturas cuelgan del alto techo, y se acuclillan sobre el suelo. Algunas son cinéticas, motorizadas: unas cuantas baten las alas, y dos esqueletos de gallos se destruyen mutuamente y sin prisas en una esquina. Una paloma de casi dos metros y medio de altura domina la entrada. Clare está agotada, y en éxtasis. Lleva un sencillo vestido negro de seda, y se ha recogido el pelo en un moño alto. La gente le ha traído flores, y por eso sostiene un ramo de rosas blancas en los brazos. Junto al libro de agradecimientos hay un montón de ramos envueltos en plástico. Hay muchísima gente, que avanza en círculos, profiere exclamaciones ante cada pieza y echa la cabeza hacia atrás para contemplar las aves voladoras. Todos felicitan a Clare. Esta mañana el Tribune ha publicado una reseña gloriosa. Todos nuestros amigos se han dado cita en la sala de exposiciones, e incluso la familia de Clare ha venido en coche desde Michigan: Philip, Alicia, Mark y Sharon con sus hijos, Nell y Etta, toda la familia está junto a ella. Charisse les hace unas fotos, y los Abshire posan con la sonrisa dibujada en el rostro. Dentro de unas semanas, cuando ella nos entregue las copias de las fotos, me quedaré anonadado por los sombríos círculos que aparecen bajo los ojos de Clare, y por lo delgada que se la ve.
Tengo junto a mí a Alba, cogida de la mano. Estamos de pie, en la pared del fondo, alejados de la multitud. Alba no ve nada, porque todos son mucho más altos que ella; por eso la subo a mis hombros. La niña da un saltito.
La familia de Clare se ha dispersado y ahora Leah Jacobs, su marchante, le está presentando a una pareja mayor, muy bien vestida.
—Quiero ir con mamá —dice Alba.
—Mamá está ocupada ahora, Alba. —Siento náuseas. Me agacho y dejo a Alba en el suelo.
—¡No! ¡Quiero ir con mamá! —grita, levantando los bracitos.
Me siento en el suelo y apoyo la cabeza entre las rodillas. Necesito encontrar un lugar donde nadie pueda verme. Alba me tira de la oreja.
—No hagas eso, Alba. —Levanto los ojos. Mi padre se dirige hacia nosotros, abriéndose paso entre el gentío—. Ve —le digo a Alba, dándole un empujoncito—. Ve a ver al abuelo.
—No veo al abuelo —replica Alba gimoteando—. Quiero ir con mamá.
Gateo hacia mi padre, pero tropiezo contra las piernas de alguien. Oigo que Alba grita:
—¡Mamá!
Y desaparezco.
CLARE: Hay un montón de gente, y todos se apretujan para llegar hasta mí, sonrientes. Yo les devuelvo la sonrisa. La exposición es magnífica, y está terminada, ¡ya ha acabado todo! Estoy tan contenta, y tan cansada también… Me duele la cara de tanto sonreír. Todos mis conocidos han acudido a la cita. Estoy hablando con Celia cuando oigo un alboroto al fondo de la galería y la voz de Alba que grita mi nombre. ¿Dónde está Henry? Intento atravesar la multitud para llegar hasta donde se encuentra Alba; y entonces la veo: Richard la ha levantado en brazos. La gente se aparta para dejarme pasar. Richard me entrega a Alba, quien cruza las piernas en torno de mi cintura, entierra el rostro en mi hombro y me pasa las manos por el cuello.
—¿Dónde está papá? —le pregunto con dulzura.
—Se ha ido —contesta Alba.