Cumpleaños

Miércoles 5 de septiembre y jueves 6 de septiembre de 2001

Henry tiene 38 años, y Clare 30

HENRY: Clare ha estado yendo arriba y abajo de la casa todo el día como un tigre enjaulado. Las contracciones son cada veinte minutos más o menos.

—Intenta dormir un poco —le digo, y ella se echa en la cama unos minutos y luego vuelve a levantarse.

A las dos de la mañana se duerme finalmente. Me acuesto junto a ella, despierto; observo cómo respira, escucho los ruiditos quejosos que emite, jugueteo con su pelo. Estoy preocupado, a pesar de lo que sé, aunque he visto con mis propios ojos que todo irá bien, y Alba nacerá sin problemas. Clare se despierta a las tres y media de la madrugada.

—Quiero ir al hospital —me dice.

—Quizá deberíamos llamar a un taxi —le propongo—. Es una hora intempestiva.

—Gómez dijo que le llamáramos sin importarnos la hora que fuera.

—De acuerdo.

Marco el número de Gómez y Charisse. El teléfono suena dieciséis veces, y entonces Gómez descuelga y se pone al aparato; es como si una voz proviniera del fondo del mar.

—¿Meh?

—Eh, camarada. Ya ha llegado el momento.

Farfulla algo que suena como «huevos con mostaza» y Charisse se pone al teléfono para decirme que ya salen. Cuelgo, llamo a la doctora Montague y le dejo un mensaje en el contestador. Clare está arrodillada a cuatro patas, y se balancea adelante y atrás. Me tumbo en el suelo junto a ella.

—Clare, oye.

Levanta los ojos, sin dejar de balancearse.

—Henry… ¿por qué decidimos volver a intentarlo?

—Se supone que cuando todo ha terminado, te dan un bebé y dejan que te lo quedes.

—Ah, claro.

Quince minutos después subimos al Volvo de Gómez, quien bosteza mientras me ayuda a maniobrar para introducir a Clare en el asiento trasero.

—Ni se te ocurra empaparme el coche de líquido amniótico —le dice en un tono amigable a Clare.

Charisse se apresura y entra en casa para recoger unas bolsas de basura con las que cubrir los asientos. Saltamos dentro y nos ponemos en marcha. Clare se recuesta contra mí y me obliga a aferrar sus manos.

—No me dejes.

—Claro que no. —Capto la mirada de Gómez por el retrovisor.

—Duele. ¡Oh, Dios!, ¡cómo duele!

—Piensa en otra cosa, en algo agradable.

Vamos zumbando por la avenida del Oeste en dirección sur. Apenas hay tráfico.

—Dime en qué…

Intento encontrar algún recuerdo, y me viene a la memoria mi reciente visita a la infancia de Clare.

—¿Recuerdas el día que fuimos al lago, cuando tenías doce años? Fuimos a nadar, y me contaste que te había venido la regla.

Clare está asiendo mis manos con una fuerza capaz de destrozarme los huesos.

—¿Ah, sí?

—Sí, te sentías algo violenta, pero absolutamente orgullosa de ti misma… Llevabas un biquini rosa y verde, y unas gafas de sol amarillas con la montura de corazones.

—Ya me acuerdo… ¡Ayyy! Oh, Henry, duele, duele muchísimo…

Charisse se vuelve e interviene en la conversación.

—Vamos, Clare, solo es el bebé que se apoya en tu columna vertebral; tienes que volverte, ¿de acuerdo?

Clare intenta cambiar de posición.

—Ya hemos llegado —anuncia Gómez, girando hacia la zona de carga y descarga de las urgencias del Hospital de la Caridad.

—Tengo pérdidas —nos informa Clare.

Gómez detiene el coche, salta y me ayuda a sacar a Clare del automóvil con suavidad. Ella da dos pasos y rompe aguas.

—Justo a tiempo, gatita —exclama Gómez.

Charisse se adelanta y corre hacia el hospital con nuestros papeles, Gómez y yo la seguimos despacio, ayudando a Clare a entrar por urgencias y caminar por largos pasillos hasta llegar al ala de obstetricia. Clare se queda de pie, apoyada contra el mostrador de las enfermeras, mientras ellas le preparan la habitación con toda tranquilidad.

—No me dejes —me susurra Clare.

—No te preocupes —le repito.

Ojalá pudiera estar seguro de mis palabras. Tengo frío y algo de náuseas. Clare se vuelve y se apoya en mí. La rodeo con mis brazos. El bebé es una redondez dura colocada entre los dos. «Sal, sal de donde estés». Clare jadea. Una enfermera gorda y rubia viene y nos dice que la habitación ya está lista. Nos dirigimos al cuarto en tropel. Clare se agacha enseguida en el suelo y se pone a gatas. Charisse empieza a colocar las cosas: la ropa en el armario, los artículos de aseo en el baño. Gómez y yo seguimos de pie, observando a Clare con impotencia. Esta se queja. Gómez y yo nos miramos, y él se encoge de hombros.

—Oye, Clare, ¿no te apetecería un baño? Te encontrarás mejor sumergida en agua caliente.

Clare asiente. Charisse le dedica unos aspavientos a Gómez, echándolo de la habitación.

—Creo que iré a fumarme un cigarrillo —aventura este último, y se marcha.

—¿Quieres que me quede? —le pregunto a Clare.

—¡Sí! No te vayas… Quédate donde pueda verte.

—De acuerdo.

Entro en el baño para dejar correr el agua de la bañera. Los baños de los hospitales me ponen los pelos de punta. Siempre huelen a jabón barato y carne enferma. Abro el grifo y espero que el agua se caliente.

—¡Henry! ¿Estás ahí? —grita Clare.

Asomo la cabeza hacia el dormitorio.

—Estoy aquí.

—Entra —ordena Clare, y Charisse ocupa mi lugar en el baño.

Clare profiere un sonido que jamás le había oído a ningún ser humano, un gruñido profundo y desesperado de agonía. ¿Qué le he hecho? Pienso en esa Clare de doce años que ríe, rebozada de arena mojada sobre una toalla, con su primer biquini, en la playa. Oh, Clare, lo siento, lo siento mucho. Una enfermera mayor, de raza negra, entra y le comprueba el cuello del útero.

—Buena chica —le dice a Clare, mimándola—. Seis centímetros.

Clare asiente, sonríe y luego hace una mueca. Se agarra el vientre y se dobla en dos, quejándose con mayor intensidad. La enfermera y yo la sujetamos. Clare boquea para coger aire, y luego empieza a gritar. Amit Montague entra y corre hacia ella.

—Niña, niña, niña, tranquila…

La enfermera empieza a dar a la doctora Montague una gran cantidad de información que carece de significado para mí. Clare solloza. Me aclaro la garganta y me sale como un graznido:

—¿Y si le ponemos la epidural?

—¿Qué opinas, Clare?

Clare asiente. Varias personas se amontonan en la habitación con tubos, agujas y máquinas. Sigo cogiéndole la mano a Clare, y le observo el rostro. Está echada de costado, gimoteando, con la cara mojada por el sudor y las lágrimas, mientras el anestesista cuelga un suero e inserta una aguja en su espina dorsal. La doctora Montague la examina, y frunce el ceño ante el monitor fetal.

—¿Qué pasa? —le pregunta Clare—. Algo va mal.

—Los latidos del corazón son muy rápidos. Tu hijita está asustada. Tienes que calmarte, Clare, y así el bebé se calmará, ¿de acuerdo?

—Es que duele tanto…

—Eso es porque la niña es grande.

La voz de Amit Montague es queda, balsámica. El musculoso anestesista de bigote de morsa me mira, aburrido, desde el otro lado del cuerpo de Clare.

—Bueno, ahora vamos a administrarte un pequeño cóctel, ¿eh? —informa la médica—. Un poco de narcótico, algo de analgésico, y no tardarás en relajarte, y la niña también se tranquilizará, ¿de acuerdo?

Clare asiente; y la doctora Montague sonríe.

—Y tú, Henry, ¿cómo estás?

—No demasiado relajado —apunto, intentando sonreír. Me vendría muy bien algo de lo que le están poniendo a Clare. Empiezo a acusar una ligera doble visión; respiro hondo y el efecto desaparece.

—Bueno, esto va mejorando, ¿lo notas? —dice la doctora Montague—. Es como un nubarrón que pasa, el dolor desaparece, nos lo llevamos y lo dejamos a un lado de la cuneta, entero, y tú y la pequeñita os quedáis aquí, ¿vale? Va a ser muy bonito, lo haremos paso a paso, no hay ninguna prisa…

La tensión abandona el rostro de Clare, que tiene los ojos fijos en la doctora. Las máquinas pitan. El cuarto está en penumbra. Fuera el sol se levanta. La doctora Montague está observando el monitor fetal.

—Dile que te encuentras bien, y ella se encontrará bien. Cántale una canción, ¿quieres?

—Alba, no pasa nada —dice Clare en voz baja. Entonces me mira—. Recita el poema de los amantes sobre la alfombra.

Me quedo en blanco, y luego recuerdo. Me siento algo cohibido por tener que recitar a Rilke delante de toda esa gente, pero empiezo:

—«Engel!: Es ware ein Platz, den wir nicht wissen…».

—Dilo en nuestra lengua —me interrumpe Clare.

—Lo siento.

Cambio de postura, me siento junto al vientre de Clare, dando la espalda a Charisse, la enfermera y la médica, y deslizo la mano bajo su camisa abotonada y tirante. Puedo notar el perfil de Alba a través de la piel caliente de su madre.

—¡Ángel! —le digo a Clare, como si estuviéramos en nuestro lecho, como si hubiéramos estado levantados toda la noche por culpa de alguna misión menos trascendental,

»Ángel: si hubiese una plaza que no conocemos, y allí, sobre una alfombra inefable mostraran los amantes lo que aquí nunca llegaron a poder: sus audaces y altas figuras de corazón impetuoso, sus atalayas de placer, sus escalas que hace ya mucho tan solo se apoyaban entre sí, temblando, donde nunca hubo suelo y pudiesen hacerlo, ante un corro de espectadores, de innumerables muertos sin sonido: ¿Arrojarían estos sus últimas monedas, las siempre ahorradas y ocultas, que no conocemos, las eternamente válidas de la felicidad, ante aquella pareja que por fin sonríe de verdad sobre la apaciguada alfombra?

—Ya está —dice la doctora Montague, apagando el monitor—. Ya nos hemos serenado.

Nos sonríe a todos, y cruza la puerta con sigilo, seguida de la enfermera. Sin querer, capto la mirada del anestesista, cuya expresión dice sin ambages: «¿Qué clase de conejito eres tú, a ver?».

CLARE: Está saliendo el sol y sigo echada y atontada sobre esta cama ajena, en este dormitorio rosa, y en algún lugar de ese país extranjero que es mi útero, Alba gatea hacia casa, o bien escapa de ella. El dolor ha menguado, pero sé que no se ha ido muy lejos, que acecha en algún lugar, en alguna esquina o bajo la cama, y que saltará encima de mí cuando menos lo espere. Las contracciones van y vienen, remotas, ahogadas como el tañer de las campanas entre la niebla. Henry está echado junto a mí. La gente entra y sale. Tengo ganas de vomitar, pero no lo hago. Charisse me ofrece un sorbete en un vaso de papel; me sabe a rancio. Observo los tubos y las luces rojas y parpadeantes y pienso en mi madre. Respiro. Henry me contempla. Parece muy tenso y desgraciado. Empiezo a preocuparme de nuevo por si se desvanece.

—No pasa nada —le digo.

Henry asiente y me acaricia el vientre. Estoy sudando. ¡Hace tanto calor aquí dentro! La enfermera entra y comprueba mi estado. Amit viene a examinarme. Sin embargo, en cierto modo estoy sola con Alba entre toda esa gente. «No pasa nada —le digo—. Lo estás haciendo muy bien, no me haces daño». Henry se levanta y empieza a caminar arriba y abajo hasta que le digo que se detenga. Siento como si todos mis órganos cobraran vida, y cada cual tuviera sus propios objetivos, y un tren que tomar. Alba va excavando un túnel en mi interior, de cabeza; una excavadora de carne y hueso que hiende mi carne y mi hueso, socavándome las entrañas. La imagino nadando en mi interior, la imagino cayendo en la quietud de un estanque matutino, y el agua abriéndose bajo el efecto de la velocidad. Imagino su rostro. Quiero verle la cara. Le digo al anestesista que quiero sentir algo. Progresivamente la somnolencia cede y el dolor regresa, pero ahora se trata de un dolor distinto. Es un dolor soportable. El tiempo transcurre.

El tiempo transcurre y el dolor empieza a desplegarse, como una mujer de pie, frente a una tabla de planchar, que pasara la plancha de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, sobre un mantel blanco. Amit entra en la habitación y dice que ya ha llegado el momento, la hora de ir a la sala de partos. Me han rasurado y lavado, me trasladan a una camilla y me llevan por los pasadizos. Observo cómo se deslizan los techos, y Alba y yo también avanzamos a nuestro mutuo encuentro acompañadas de Henry. En la sala de partos todo es verde y blanco. Huelo a detergente, y me acuerdo de Etta, y quiero que esté conmigo, pero ella se encuentra en Casa Alondra del Prado. Levanto los ojos hacia Henry, que lleva botines quirúrgicos, y me sorprendo de que estemos aquí en lugar de estar en casa, y entonces noto como si Alba surgiera de mí, precipitándose hacia el exterior, y empujo sin pensar, una y otra vez, como en un juego, como en una canción.

—¡Eh! ¿Adonde ha ido el padre?

Miro alrededor pero Henry ha desaparecido. No está en la sala de partos y pienso: «¡Maldita sea su estampa!», aunque no, no lo digo en serio. Alba ya viene, y en el momento que llega veo a Henry, que tropieza en mi campo visual, desorientado y desnudo, pero presente. ¡Ha venido!

Sacre Dieu! —exclama Amit—. Ah, ya asoma la cabecita.

Empujo, y la cabeza de Alba sobresale. Bajo la mano para tocarla, esa cabecita delicada y resbaladiza, de un terciopelo húmedo. Empujo sin parar, y Alba sale despedida hacia las manos de Henry, que la aguardan.

—¡Oh! —exclama alguien.

Estoy liberada, vacía ya, y oigo un ruido como el de un disco de vinilo cuando pones la aguja en el surco equivocado, y entonces Alba grita y de repente está aquí, alguien la coloca sobre mi vientre y yo contemplo su carita, la cara de Alba, tan sonrosada y arrugada, y el pelo tan negro, con esos ojos que buscan a ciegas y esas manos tendidas. Alba se vuelca hacia mi pecho y se queda inmóvil, agotada por el esfuerzo, por la cruda realidad de los hechos.

Henry se inclina sobre mí y toca su frente.

—Alba —le dice.

Más tarde

CLARE: Cae la tarde, la primera que Alba ha pasado sobre la faz de la Tierra. Estoy acostada en la cama del hospital rodeada de globos, ositos y flores, con Alba en los brazos. Henry está sentado con las piernas cruzadas a los pies de la cama, haciéndonos fotos. Alba ha terminado de tomar el pecho, eructa burbujas de calostro de sus pequeños labios y luego se queda dormida, un paquetito cálido y suave de piel y fluidos contra mi camisón. Henry termina el rollo de fotografía y lo saca de la cámara.

—Oye —le digo, acordándome de repente—. ¿Adonde fuiste? Me refiero a cuando estábamos en la sala de partos.

—Vaya, esperaba que no te hubieras dado cuenta —responde Henry riendo—. Creí que a lo mejor estarías tan preocupada que…

—¿Dónde estabas?

—Dando vueltas por mi escuela de primaria en plena noche.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Ufff. Durante horas. Empezaba a hacerse de día cuando me marché. Era invierno, y la calefacción estaba apagada. ¿Cuánto tiempo estuve fuera?

—No estoy segura. Puede que cinco minutos.

—Estaba desesperado —dice Henry, sacudiendo la cabeza—. Acababa de abandonarte y ahí estaba yo, paseándome arriba y abajo como un inútil por los pasillos de Francis Parker… Fue tan… Me sentí… En fin —concluye Henry, sonriendo—, al final todo salió bien, ¿verdad?

—Bien está lo que bien acaba —replico yo, soltando una carcajada.

—Hablas con más tino de lo que adviertes.

Alguien llama quedamente a la puerta.

—¡Entre! —dice Henry.

Richard entra en el dormitorio y se detiene, vacilando. Henry se vuelve.

—Papá… —Calla, salta de la cama y le dice—: Entra y siéntate.

Richard me ha traído flores y un osito, que Henry añade al montón que hemos colocado en el antepecho de la ventana.

—Clare… Yo… Felicidades. —Richard se hunde lentamente en la butaca que hay junto a la cama.

—Humm, ¿te gustaría cogerla? —pregunta Henry con suavidad.

Richard asiente; me mira buscando mi aprobación. Tiene el aspecto de no haber dormido desde hace días. A su camisa le conviene un planchado, y apesta a sudor y al olor de yodo de la cerveza pasada. Le sonrío, aunque dudo que sea una buena idea. Entrego a Alba a Henry, quien la deposita con cuidado en los brazos de un Richard estupefacto. Alba vuelve su carita sonrosada hacia el rostro alargado y sin afeitar de su abuelo, se vuelve hacia su pecho y busca el pezón. Al cabo de un momento, desiste y bosteza, y se queda dormida. Richard sonríe. Había olvidado cómo le cambia el rostro a Richard cuando sonríe.

—Es preciosa —me dice—. Se parece a tu madre —le dice a Henry.

Henry asiente.

—Ahí tienes a tu violinista, papá —dice Henry sonriendo—. Viene con una generación de retraso.

—¿Una violinista? —pregunta Richard, contemplando al bebé durmiente, el pelo negro, las manos diminutas, profundamente dormido. No hay nadie que posea un aspecto menos parecido al de un concertista de violín que Alba en estos momentos—. Una violinista, nada menos; pero ¿cómo lo has…? No, déjalo. Bueno, así que eres violinista, ¿eh, pequeña?

Alba saca la punta de la lengua y nos reímos todos.

—Necesitará un profesor, cuando tenga edad suficiente —sugiero.

—¿Un profesor? Sí… Supongo que no la pondréis en manos de esos imbéciles de Suzuki, ¿verdad? —pregunta Richard en un tono vehemente.

—Ah, bueno… —interviene Henry, tosiendo—. En realidad esperábamos que si no tenías nada mejor que hacer…

Richard entiende la indirecta. Es un placer ver que ha comprendido, que se da cuenta de que alguien lo necesita, que solo él puede dar a su nieta la formación que la niña necesitará.

—Para mí será un placer.

El futuro de Alba se despliega ante ella como una alfombra roja que alcanzara hasta donde la vista se pierde.

Martes 11 de septiembre de 2001

Clare tiene 30 años, y Henry 38

CLARE: Me despierto a las 6.43 y Henry no está en la cama. Alba tampoco está en su cuna. Me duelen los pechos. Me duelen los genitales. Me duele todo. Salgo de la cama con mucho cuidado y voy al baño. Luego camino por el pasillo, y paso frente al comedor, despacio. En la sala de estar veo a Henry sentado en el sofá con Alba en brazos; no mira la pequeña televisión en blanco y negro que transmite sin volumen. Alba está dormida. Me siento junto a Henry y él me pasa el brazo por el hombro.

—¿Cómo es que estás levantado? —le pregunto—. Creí que habías dicho que todavía faltaban un par de horas.

El hombre del tiempo sonríe por televisión y señala una fotografía vía satélite del Medio Oeste.

—No podía dormir. Quería escuchar las cosas que suceden normalmente en el mundo durante un ratito más.

—Ah.

Apoyo la cabeza en el hombro de Henry y cierro los ojos. Cuando vuelvo a abrirlos, termina un anuncio de una empresa de teléfonos móviles y empieza otro de agua embotellada. Henry me da a Alba y se levanta. Al cabo de un minuto, lo oigo preparar el desayuno. Alba se despierta, me desabrocho el camisón y la amamanto. Me duelen los pezones. Miro la televisión. Un presentador rubio me cuenta algo, sonriente. Su compañera, una asiática, suelta una carcajada y me sonríe. En el ayuntamiento el alcalde Daley responde a unas preguntas. Cabeceo. Alba va succionando mis pechos. Henry trae una bandeja de huevos, tostadas y zumo de naranja. Quiero café. Él se ha bebido el suyo en la cocina, haciendo gala de un gran tacto, pero puedo olerlo en su aliento. Deja la bandeja sobre la mesita de centro y me pone el plato sobre el regazo. Me tomo los huevos mientras Alba mama. Henry rebaña la tostada en la yema del huevo. En la televisión un grupo de muchachos resbalan en la hierba con la intención de demostrar la eficacia de un detergente para la ropa. Terminamos de comer; Alba también. La ayudo a eructar y Henry se lleva los platos a la cocina. Cuando regresa, le paso a la niña y me voy al baño. Me ducho. El agua está tan caliente que casi no puedo soportarlo, pero le sienta divinamente a mi cuerpo macilento. Respiro el vapor del aire, me seco la piel con fruición, me aplico crema en los labios, los pechos y el estómago. El espejo está empañado, mejor; no tendré que verme. Me peino la melena. Me visto con unos pantalones de chándal y un jersey. Me siento deformada, desinflada. Henry sigue sentado en la sala de estar con los ojos cerrados, y Alba le chupa el pulgar. Cuando me siento de nuevo, Alba abre los ojos y emite un maullido. Le resbala el pulgar de la boca y parece confusa. Un Jeep circula por un paisaje desértico. Henry ha apagado el sonido y se masajea los ojos con los dedos. Vuelvo a quedarme dormida.

—Despierta, Clare.

Abro los ojos. La imagen de la televisión se mueve en un barrido. Una calle urbana. El cielo. Un rascacielos blanco incendiado. Un avión, como de juguete, vuela lento hacia la segunda torre blanca. Llamas silenciosas se elevan al firmamento. Henry sube el volumen.

—¡Oh, Dios mío! —dice una voz por televisión—. ¡Oh, Dios mío!

Martes 11 de junio de 2002

Clare tiene 31 años

CLARE: Estoy haciendo un dibujo de Alba. En la actualidad mi hija tiene nueve meses y cinco días. Duerme de espaldas, sobre una mantita de franela azul muy ligera, que he dejado encima de la alfombra china magenta y amarillo ocre de la sala de estar. Acaba de mamar. Tengo los pechos livianos, casi vacíos. Alba está tan dormida que me parece correcto salir por la puerta trasera, cruzar el patio y entrar en el estudio.

Durante un minuto me quedo en el umbral, inhalando el aroma algo viciado del estudio abandonado. Luego revuelvo en el archivador plano, encuentro unos papeles teñidos de caqui que parecen cuero, cojo unos pasteles y otros utensilios, un tablero de dibujo y salgo por la puerta (con tan solo una débil comezón de nostalgia) para meterme de nuevo en casa.

Todo está muy tranquilo. Henry ha ido a trabajar (eso espero, al menos), y oigo la lavadora dando vueltas en el sótano. El aire acondicionado gime. Se oye el ruido sordo y débil del tráfico en la avenida Lincoln. Me siento en la alfombra, junto a Alba. El reflejo trapezoidal del sol está a unos centímetros de sus piececitos rechonchos. Dentro de media hora, la iluminará por completo.

Engancho el papel al tablero y dispongo los pasteles a mi lado, sobre la alfombra. Lápiz en mano, observo a mi hija.

Alba está profundamente dormida. Su costillar se eleva y desciende despacio, y es perceptible el débil gruñido que hace a cada exhalación. Me pregunto si se estará resfriando. Aquí dentro hace calor, esta tarde de finales de verano, y Alba lleva puesto tan solo el pañal, nada más. Está algo sofocada. Tensiona y relaja la mano izquierda rítmicamente. A lo mejor está soñando con la música.

Empiezo a realizar un boceto de la cabeza de la niña, que está vuelta hacia mí. No tengo ninguna idea determinada, en realidad. Mi mano se mueve por el papel como la aguja de un sismógrafo, registrando la forma de Alba mientras la absorbo con los ojos. Advierto el modo en que su cuello desaparece bajo las gordezuelas arrugas de bebé que la niña tiene bajo el mentón, cómo se alteran apenas las suaves entradas que posee sobre las rodillas cuando da una patada, una sola vez, y vuelve a quedarse inmóvil. Mi lápiz describe la convexidad del vientre rellenito de Alba, que se sumerge en la parte superior de su pañal, una línea abrupta y angulosa que corta sus redondeces. Estudio el papel, ajusto el ángulo de las piernas de Alba y vuelvo a dibujar la arruga que une su brazo derecho al torso.

Empiezo a aplicar el pastel. Comienzo esbozando a grandes trazos en blanco bajo su naricita, el perfil izquierdo de su cuerpo, los nudillos, el pañal, el borde del pie izquierdo. Luego dibujo groseramente las sombras, en verde oscuro y ultramar. Una sombra pronunciada se cierne sobre el flanco derecho de Alba, allí donde su cuerpo limita con la manta. Es como un charco de agua, y lo resigo con solidez. En ese momento la Alba del dibujo se vuelve tridimensional, de repente, y salta de la página.

Empleo dos tonalidades de rosa pastel: una más clara, del tono del interior de una concha, y una más oscura que me recuerda al atún crudo. Con rápidos trazos le dibujo la piel. Es como si la piel de Alba hubiera estado oculta en el papel y ahora me dedicara a quitar la sustancia invisible que la escondía. Sobre esta piel pastel uso un violeta frío para trazar las orejas, la nariz y la boca de Alba (su boca está ligeramente abierta en una O diminuta). El pelo negro y abundante se convierte en una mezcla de azul oscuro, negro y rojo sobre el papel. Esbozo con infinito cuidado sus cejas, que se parecen muchísimo a unas orugas peluditas que hubieran anidado en su rostro.

La luz del sol le da de lleno ahora. La niña se mueve, se lleva la manita a los ojos y suspira. Escribo su nombre y el mío, y la fecha al pie del papel.

El dibujo está terminado. Servirá de testimonio: yo te quise, te hice y elaboré esto para ti; mucho después de que me haya ido, y Henry se haya ido, e incluso Alba se haya ido. Dirá: «nosotros te hicimos, y ahora estás aquí, en el presente».

Alba abre los ojos y sonríe.