Jueves 28 de diciembre de 2000
Henry tiene 33 y 37 años, y Clare 29
HENRY: Estoy de pie en nuestro dormitorio, en el futuro. Es de noche, pero la luz de la luna confiere a la estancia una nitidez monocromática, surreal. Noto como un timbre en los oídos, como suele ocurrirme en el futuro. Bajo la mirada y veo a Clare y me veo a mí, dormidos. Se percibe la muerte. Yo estoy durmiendo como una pelota encerrada en sí misma, con las rodillas en el pecho, retorcido bajo las mantas, con la boca ligeramente abierta. Quiero tocar a mi otro yo. Quiero sostenerlo en mis brazos, mirarle a los ojos. Sin embargo, eso no sucederá; sigo en pie durante mucho rato, contemplando fijamente a mi futuro yo dormido. Al final, camino con sigilo hacia el lado de Clare y me arrodillo. La escena tiene visos de una tremenda actualidad. Me fuerzo a olvidar el otro cuerpo que yace en la cama, a concentrarme en Clare.
Ella se mueve y abre los ojos. No está segura de dónde estamos. Yo tampoco.
Me embarga el deseo, el anhelo de sentirme unido del todo a Clare, de disfrutar del presente. La beso con dulzura, demorándome, sin pensar en nada. Está borracha de sueño, acerca su mano a mi rostro y se despierta un poco al sentir la solidez de mi persona. Ahora es ella quien regresa al presente; recorre mi brazo con su mano, una caricia. Aparto la sábana con cuidado, para no molestar a mi otro yo, de quien Clare todavía no es consciente. Me pregunto si este otro yo es inmune al despertar, pero decido no averiguarlo. Me echo sobre Clare, cubriéndola del todo con mi cuerpo. Me gustaría impedir que volviera la cabeza, pero lo hará en cualquier momento. Mientras penetro a Clare, ella me mira, y entonces pienso que no existo, y un segundo después vuelve la cabeza y me ve. Profiere un grito, ahogado, y vuelve a mirarme a mí, encima de ella, dentro de ella. Entonces recuerda, lo acepta, «todo esto es muy raro, pero no pasa nada», y en ese momento la amo más que a nada en mi vida.
Lunes 12 de febrero de 2001
Henry tiene 37 años, y Clare 29
HENRY: Clare está muy rara desde hace una semana. La noto distraída. Es como si algo que solo ella puede oír hubiera captado su atención, como si fuera la destinataria de ciertas revelaciones de Dios en sus entrañas o intentara descodificar mentalmente transmisiones vía satélite de criptología rusa. Cuando le pregunto qué le pasa, se limita a sonreír y encogerse de hombros. Es tan poco típico de Clare que me alarmo, y desisto de inmediato.
Una noche en que regreso a casa del trabajo siento solo con mirarla que algo horrible ha sucedido. Su expresión es de temor y súplica. Se acerca a mí y se detiene, sin decir nada. Pienso que alguien debe de haber muerto. ¿Quién ha fallecido? ¿Mi padre? ¿Kimy? ¿Philip?
—Di algo —le pido—. ¿Qué ha ocurrido?
—Estoy embarazada.
—¿Cómo es posible…? —En el mismo momento en que pronuncio estas palabras, sé exactamente cómo—. No importa, ya me acuerdo.
Para mí esa noche transcurrió hace años, pero para Clare tan solo hace unas semanas. Yo venía de 1996, cuando intentábamos concebir desesperadamente, y Clare apenas estaba despierta. Me culpo por haber actuado como un loco insensato. Clare está esperando mis palabras. Me obligo a sonreír.
—¡Sorpresa!
—Sí. —Parece algo lagrimosa. La cojo entre mis brazos y ella me abraza con fuerza.
—¿Asustada? —murmuro entre su pelo.
—Sí.
—Antes no tenías miedo.
—Antes estaba loca. Ahora ya sé…
—Lo que es.
—Lo que puede ocurrir.
Permanecemos en la misma posición, pensando en lo que podría suceder. Titubeo.
—Podríamos… —dejo caer.
—No. No puedo.
Es cierto. Clare no puede. Una nace y muere católica.
—Quizá todo vaya bien. Será un feliz accidente.
Clare sonríe, y me doy cuenta de que lo desea, que en realidad espera que el siete sea nuestro número de la suerte. Siento un nudo en la garganta, y tengo que volverme.
Martes 20 de febrero de 2001
Clare tiene 29 años, y Henry 37
CLARE: La radio despertador suena a las 7.46 y la Radio Pública Nacional me cuenta con tristeza que ha habido un accidente aéreo en algún lugar y que ochenta y seis personas han muerto. Estoy segurísima de que soy una de ellas. El espacio de Henry en la cama está vacío. Cierro los ojos y siento que estoy en una pequeña litera de un camarote, en un crucero, surcando mares embravecidos. Suspiro y salto alegremente de la cama y me dirijo al baño. Al cabo de diez minutos, cuando Henry asoma la cabeza por la puerta y me pregunta si me encuentro bien, todavía estoy vomitando.
—Fantástica. Mejor que nunca.
Se sienta en el borde de la bañera. De todos modos, preferiría no tener público en momentos como este.
—¿Hay motivo de alarma? Antes jamás vomitabas.
—Amit dice que es buena señal; se supone que tengo que vomitar.
La vomitona tiene que ver con el hecho de que mi cuerpo reconoce al bebé como parte de mí misma, en lugar de considerarlo un cuerpo extraño. Amit me ha recetado un medicamento que dan a los que acaban de sufrir un transplante de órganos.
—Quizá sería buena idea que hoy fuera al banco de sangre a hacer una donación para ti.
Henry y yo somos del tipo O. Asiento, y luego vomito. Somos ávidos donantes de sangre; él ha necesitado transfusiones dos veces, y yo tres, en una de ellas hizo falta bastante cantidad. Me siento durante un minuto y luego me levanto tambaleándome. Henry me ayuda a mantener el equilibrio. Me seco los labios y me lavo los dientes. Henry baja a preparar el desayuno. De repente me embarga un deseo irrefrenable de tomar avena.
—¡Avena! —grito desde arriba.
—¡De acuerdo!
Empiezo a cepillarme el pelo. El reflejo en el espejo me devuelve una imagen de mí misma sonrosada e hinchada. Yo creía que las embarazadas resplandecían; pero yo no resplandezco en absoluto. En fin, todavía sigo embarazada, y eso es lo que cuenta.
Jueves 19 de abril de 2001
Henry tiene 31 años, y Clare 29
HENRY: Nos encontramos en la consulta de Amit Montague para realizar una ecografía. Clare y yo estamos ansiosos, a la par que reticentes, por someternos a esta prueba. Nos hemos negado a realizar una amniocentesis, porque estamos seguros de que perderemos al bebé si lo pinchamos con una larga aguja. Clare está en la decimoctava semana de gestación. A mitad de camino; sí pudiéramos doblar el tiempo ahora mismo como en un test de Rorschach, estaríamos en la arruga del medio. Vivimos aguantando la respiración, temerosos de exhalar por miedo a expulsar el bebé demasiado pronto.
Nos sentamos en la sala de espera con otras parejas que esperan y madres con cochecitos y niños pequeños que corren por ahí, golpeándose contra los objetos. La consulta de la doctora Montague siempre me deprime, porque hemos pasado mucho tiempo en este lugar, angustiados y recibiendo malas noticias. Sin embargo hoy es distinto. Hoy todo saldrá bien.
Una enfermera pronuncia nuestros nombres. Entramos en una sala de consulta. Clare se desnuda y se sube a la camilla para que le extiendan una gelatina y le hagan una ecografía. El técnico mira el monitor. Amit Montague, que es alta, majestuosa y marroquí francófona, observa el monitor. Clare y yo nos damos la mano. También observamos el monitor. Poco a poco la imagen se va formando, a pedacitos.
Sobre la pantalla aparece un mapamundi del tiempo, o bien una galaxia, un torbellino de estrellas. Quizá sea un bebé.
—Bien joué, une fille —exclama la doctora Montague—. Se está chupando el pulgar. Es muy bonita y muy grande.
Clare y yo suspiramos. Sobre la pantalla una galaxia hermosísima se está chupando el pulgar. Mientras seguimos mirándola, ella se saca la mano de la boca.
—Está sonriendo —precisa la doctora Montague.
Nosotros también.
Lunes 20 de agosto de 2001
Clare tiene 30 años, y Henry 38
CLARE: El bebé tiene que llegar dentro de dos semanas y todavía no hemos decidido su nombre. De hecho, apenas lo hemos hablado; hemos evitado el tema por pura superstición, como si encontrar un nombre para el bebé pudiera llamar la atención de las Furias y provocar que vinieran a atormentarlo. Al final, Henry trae a casa un libro titulado Diccionario de nombres propios.
Estamos en la cama. Solo son las ocho y media y ya estoy para el arrastre. Me he echado de costado, porque mi vientre es una península, de cara a Henry, quien también yace en la misma posición, frente a mí, con la cabeza apoyada en el brazo y el libro sobre la cama, entre los dos. Nos miramos y sonreímos nerviosos.
—¿Alguna idea? —pregunta, hojeando el libro.
—Jane.
—¿Jane? —exclama, haciendo una mueca de disgusto.
—Siempre llamaba Jane a todas mis muñecas y animales de peluche. A todos ellos sin excepción.
—Significa «regalo de Dios» —aclara Henry levantando los ojos.
—Eso ya vale para mí.
—Pongámosle algo más original. ¿Qué te parece Irette? ¿Y Jodotha? —propone pasando página—. Este es bueno: Loololuluah. Significa «perla» en árabe.
—Y Perla, ¿qué tal? —Me imagino al bebé como una bolita blanca, suave e iridiscente.
Henry recorre con el dedo las columnas.
—Veamos: «(latín). Una probable variante de perula, en referencia a la forma más valiosa de este producto de una enfermedad».
—Puajjj… ¿Qué pretenden con este libro? —Se lo arrebato y, para divertirme, busco «Henry»: «(teutónico). Gobernante del hogar: jefe de la morada».
Henry se ríe.
—Busquemos «Clare».
—Es otra forma de «Clara: (latín). Ilustre, brillante».
—Eso está bien.
Paso las páginas del libro al azar.
—¿Filomele?
—Me gusta, pero ¿qué me dices de los horripilantes diminutivos que se desprenden? ¿Filo? ¿Mel?
—«Pyrene: (griego). Pelirroja».
—¿Y si no lo es? —Henry coge el libro, empuña mi pelo y se mete las puntas en la boca. Estiro para quedar libre de él y me aparto el pelo hacia atrás.
—Creía que ya sabíamos todo lo que hay que saber de esta criatura. Supongo que Kendrick hizo la prueba de si era pelirroja.
Henry me coge el libro de nuevo.
—¿Isolda? ¿Zoe? Me gusta Zoe. Zoe tiene posibilidades.
—¿Qué significa?
—Vida.
—Sí, está muy bien. Anótalo.
—Eliza —propone Henry.
—Elizabeth.
Henry me mira y vacila.
—Annette.
—Lucy.
—No —responde Henry con firmeza.
—Tienes razón, no.
—Lo que necesitamos es comenzar de cero. Hacer borrón y cuenta nueva. Llamémosla Tabula Rasa.
—Llamémosla Blanco Titanio.
—Blanche, Blanca, Bianca…
—Alba —sugiero yo.
—¿Cómo la duquesa de…?
—Alba DeTamble —pronuncio regodeándome.
—Suena bien, con todos esos yambos encadenados… —Henry va pasando las hojas del libro—. «Alba: (latin) Blanco; (provenzal) Alborada del día». Hummm.
Baja de la cama con esfuerzo. Lo oigo revolver en la sala de estar; regresa al cabo de unos minutos con el primer volumen del Diccionario de Inglés de Oxford, el Gran Diccionario Random House y mi vieja y decrépita Enciclopedia Americana, vol. I, A —Anuarios.
—«Canción de la alborada de los poetas provenzales… en honor a sus amantes. Réveillés, á l'aurore, par le cri du guetteur, deux amants qui viennent de passer la nuit ensemble se séparent en maudissant le jour qui vient trop tôt; tel est le théme, non moins invariable que celui de la pastourelle, d'un gente dont le nom est emprunté au mot alba, qui figure parfois au debut de la piéce. Et réguliérement a la fin de chaqué couplet, oü il forme refrain». ¡Qué triste! Probemos con Random House. Parece que mejora la cosa. «Una ciudad blanca situada en una colina. Fortaleza». —Tira fuera de la cama el diccionario y abre la enciclopedia—. Alarcón, alarife, Alaska… vale, sí, aquí viene Alba. —Lee en diagonal la entrada—. «Grupo de ciudades desaparecidas de la antigua Italia / Duque de Alba».
Suspiro y me vuelvo de espaldas. El bebé se mueve. Debía de estar dormido. Henry sigue con el tema y ahora hojea el Diccionario de Inglés de Oxford.
—Albaire. Albana. Aquitano. Arambel. Jesús, la de cosas que publican estos días en los manuales de consulta.
Henry desliza la mano bajo mi camisón y acaricia despacio mi estómago tensado. El bebé da patadas, con fuerza, justo donde nota la mano, y él se sorprende y me mira, asombrado. Sus manos avanzan errantes, buscando su camino en terrenos conocidos e ignotos.
—¿Cuántos DeTambles te caben ahí dentro?
—Oh, siempre hay espacio para uno más.
—Alba —dice él bajito.
—Una ciudad blanca. Una fortaleza inexpugnable sobre una colina blanca.
—Le gustará.
Henry me baja las braguitas y me las quita por los tobillos. Luego las lanza fuera de la cama y me mira.
—Con cuidado… —le digo.
—Con muchísimo cuidado —accede él, mientras se quita la ropa.
Me siento inmensa, como un continente en un mar de almohadas y mantas. Henry se dobla sobre mí desde atrás, se mueve encima de mi cuerpo, como un explorador que dibujara el mapa de mi piel con la lengua.
—Despacio, despacio… —Tengo miedo.
—Una canción que entonan los trobadores de madrugada… —susurra Henry a mi oído mientras me penetra.
—… a sus amantes —le contesto yo. Tengo los ojos cerrados y oigo a Henry como si estuviera en la habitación contigua.
—Así… Sí. ¡Sí!