Cuatro

Miércoles 21 de julio de 1999; 8 de septiembre de 1998

Henry tiene 36 años, y Clare 28

HENRY: Nos hemos acostado. Clare está hecha un ovillo, de espaldas a mí, y yo me he acurrucado contra ella. Son casi las dos de la mañana y acabamos de apagar la luz tras una larga y absurda discusión sobre nuestras desventuras reproductivas. Ahora me encuentro en la cama, apretado contra Clare, mi mano asiendo su pecho derecho, e intento discernir si estamos juntos en esto o de algún modo me ha dejado atrás.

—Clare —digo bajito contra su nuca.

—¿Hummm?

—Adoptemos.

Llevo pensando en ello desde hace semanas, meses; y me parece una vía de escape brillante: tendremos un bebé que gozará de buena salud. Clare gozará también de buena salud, y todos seremos felices. Es la mejor salida.

—Pero eso sería hacer trampa —objeta Clare—. Sería fingir.

Clare se incorpora y se vuelve hacia mí, y yo la imito.

—Sería un bebé de verdad, y nuestro además. ¿A eso lo llamas fingir?

—Estoy harta de esta hipocresía. Fingimos continuamente, y esto quiero hacerlo de verdad.

—No es cierto que finjamos todo el tiempo. ¿De qué estás hablando?

—¡Fingimos ser gente normal, que vive una vida normal! Yo finjo que no me importa el hecho de que siempre estés desapareciendo, Dios sabe dónde. Tú haces ver que todo va bien, incluso cuando estás a punto de morir y Kendrick no sabe qué demonios hacer. Yo finjo que no me importa que nuestros bebés mueran… —Está sollozando, doblada hacia delante, y el pelo le cubre el rostro, una cortina de seda que oculta su cara.

Estoy cansado de llorar. Cansado de ver a Clare llorar. Me siento indefenso ante sus lágrimas, no puedo hacer nada para cambiar las cosas.

—Clare… —Levanto el brazo para tocarla, para consolarla, para consolarme, y ella me rechaza. Me levanto de la cama, agarro la ropa y me visto en el baño. Cojo las llaves del bolso de Clare y me calzo los zapatos. Clare aparece en el recibidor.

—¿Adonde vas?

—No lo sé.

—Henry…

Salgo de casa dando un portazo. Es bueno estar fuera. No logro recordar dónde está el coche, pero entonces lo veo al otro lado de la calle. Me dirijo al automóvil y subo.

Mi primera idea es dormir en el coche, pero cuando ya me he sentado al volante, decido ir a alguna parte. La playa: iré hasta la playa. Sé que es una idea nefasta. Estoy cansado, triste, sería una locura conducir… pero me apetece muchísimo. Las calles están vacías. Arranco el coche, que ruge cobrando vida. Al cabo de un minuto, salgo de la plaza de aparcamiento. Veo el rostro de Clare en la ventana delantera. Que se preocupe. Por una vez no me importa.

Conduzco por Ainslie hasta Lincoln, corto por Western y me dirijo al norte. Hacía bastante tiempo que no salía solo en plena noche, y ni siquiera recuerdo la última vez que conduje un automóvil, a pesar de ser peligroso para mí. Es agradable. Acelero al llegar al cementerio Colina de las Rosas y paso junto al largo pasadizo de vendedores de automóviles. Enciendo la radio, golpeo las emisoras memorizadas hasta dar con la WLUW; ponen a Coltrane, así que subo a tope el volumen y bajo la ventanilla. El ruido, el viento, la suave repetición de semáforos y farolas me calman, me anestesian, y al cabo de un rato casi olvido por qué he salido de casa. Al llegar a los límites de Evanston, corto por Ridge y cojo Dempster para llegar al lago. Aparco cerca de la laguna, dejo las llaves en el contacto, salgo y camino. Hace frío, y todo está en silencio. Me dirijo hacia el muelle y me detengo al llegar al final para contemplar la línea costera de Chicago parpadeando bajo el cielo naranja y púrpura.

Estoy tan cansado… Cansado de pensar en la muerte, cansado del sexo como un medio para llegar a un fin; y me asusta pensar adonde nos conducirá todo eso. No sé cuánta presión resistirá Clare.

¿Qué son esos fetos, esos embriones, esas multitudes apiñadas de células que seguimos creando y perdiendo? ¿Qué tienen de importante para que valga la pena arriesgar la vida de Clare, teñir de desesperación cada uno de nuestros días? La naturaleza nos está diciendo que abandonemos, la naturaleza me dice: «Henry, eres un organismo muy jodido y no queremos crear otros seres como tú». Por mi parte, estoy dispuesto a aceptarlo.

Jamás me he visto en el futuro con hijos. A pesar de haber pasado mucho tiempo con mi joven yo, a pesar de haberle dedicado mucho tiempo a Clare cuando era pequeña, no siento que mi vida sea incompleta por el hecho de que no exista alguien de mi misma sangre. Ningún yo futuro me ha animado a seguir insistiendo de ese modo. En realidad, hace unas semanas perdí los nervios y lo pregunté; fui corriendo a ver a mi yo, en las estanterías de la Newberry, un yo de 2004. «¿Tendremos alguna vez un bebé?», le pregunté. Mi yo sonrió y se encogió de hombros. «Tendrás que vivirlo, lo siento», me contestó él, petulante y compasivo. «Por el amor de Dios, dímelo», le imploré llorando, alzando la voz mientras él levantaba una mano y desaparecía. «Caraculo», dije en voz alta, e Isabelle asomó la cabeza por la puerta de seguridad y me preguntó por qué estaba gritando entre las estanterías; entonces me di cuenta de que podían oírme desde la sala de lectura.

No veo el modo de salir de esta situación. Clare está obsesionada. Amit Montague la anima a seguir, le cuenta historias de bebés milagrosos, le receta bebidas vitamínicas que me recuerdan a La semilla del diablo. Quizá podría declararme en huelga. ¡Claro, eso es!, una huelga de sexo. Me río solo, y el sonido de mi risa es engullido por las olas que suavemente lamen el espigón. Tengo todos los números. Dentro de unos días estaré arrastrándome de rodillas.

Me duele la cabeza. Intento ignorarlo; sé que la causa es el cansancio. Me pregunto si podría dormir en la playa sin que nadie me molestara. Hace una noche preciosa. Sin embargo, en ese preciso instante, me deja atónito un intenso rayo de luz que recorre el espigón y enfoca mi cara… Y, de repente, me encuentro en la cocina de Kimy, de espaldas contra el suelo, bajo la mesa, rodeado de patas de silla. Kimy está sentada en una de ellas y me observa desde arriba. Mi cadera izquierda aplasta sus zapatos.

—Hola, compañera —digo con voz débil. Siento que voy a desmayarme.

—Un día de estos, compañero, me provocarás un infarto —protesta Kimy, que me da pataditas con un pie—. Sal de ahí debajo y ponte algo de ropa.

Me desplomo y salgo de rodillas de debajo de la mesa. Luego me repliego sobre mí mismo en el linóleo y me quedo descansando durante unos instantes, intentando recuperarme y controlar las arcadas.

—Henry… ¿estás bien? —me pregunta Kimy, inclinándose sobre mí—. ¿Quieres comer algo? ¿Te apetece un poco de sopa? Tengo sopa minestrone… ¿O prefieres un café?

Le hago un gesto negativo con la cabeza.

—¿Quieres echarte en el sofá? ¿Estás mareado?

—No, Kimy, estoy bien; estaré mejor dentro de unos minutos.

Me las arreglo para ponerme de rodillas primero y levantarme a continuación. Entro en el dormitorio tambaleándome y abro el armario del señor Kim, que está prácticamente vacío, salvo por unos cuantos pares de tejanos muy bien planchados de distinto tamaño, que abarcan desde tallas infantiles hasta las de adulto, y diversas camisas blancas recién planchadas; mi montoncito de ropa, preparado y aguardándome. Una vez vestido, regreso a la cocina, me inclino sobre Kimy y le pellizco la mejilla.

—¿Qué fecha es hoy?

—8 de septiembre de 1998. ¿De dónde vienes?

—Del próximo julio.

Nos sentamos a la mesa. Kimy está haciendo el crucigrama del New York Times.

—¿Qué pasará el próximo julio?

—El verano está resultando muy fresco, y tu jardín tiene un aspecto magnífico. Todas las acciones tecnológicas van al alza. Deberías comprar Apple en enero.

Kimy toma nota en un trocito de papel de bolsa marrón.

—De acuerdo. ¿Y tú? ¿Cómo te va? ¿Qué tal está Clare? ¿Todavía no tenéis ningún hijo?

—En realidad, lo que tengo es mucha hambre. ¿Qué me dices si me tomo la sopa que me ofrecías antes?

Kimy se levanta pesadamente de la silla y abre el frigorífico. Saca una cazuela y empieza a calentar la sopa.

—No has contestado a mi pregunta.

—No hay novedades, Kimy. No existe ningún bebé. Clare y yo discutimos por eso continuamente. Por favor, no me pinches.

Kimy me da la espalda. Remueve la sopa con fuerza. Advierto la tristeza en sus movimientos.

—No pretendo agobiarte. Solo preguntaba, ¿vale? Solo preguntaba. Mira que…

Nos quedamos en silencio durante unos minutos. El ruido de la cuchara rascando el fondo de la cazuela empieza a alterarme. Pienso en Clare, mirándome por la ventana mientras me alejo en coche.

—Eh, Kimy.

—Dime, Henry.

—¿Cómo es que tú y el señor Kim nunca tuvisteis hijos?

Se produce un largo silencio.

—Sí, tuvimos una hija.

—¿De verdad?

Kimy vierte la humeante sopa en uno de los cuencos de Mickey Mouse que tanto me gustaban cuando era pequeño. Se sienta y se pasa las manos por el pelo, arreglándose los mechones blancos que se le escapan del pequeño moño que lleva recogido en la nuca. Kimy me mira.

—Tómate la sopa. Ahora vuelvo.

Se levanta y sale de la cocina; oigo sus pasos ahogados sobre el protector de plástico de la moqueta del vestíbulo. Me tomo la sopa, y estoy terminándola cuando ella regresa.

—Mira. Esta es Min. Mi niñita.

La fotografía es en blanco y negro, y está borrosa. En ella aparece una niña pequeña, quizá de unos cinco o seis años, delante del edificio de la señora Kim, este mismo edificio, en el que yo crecí. Lleva un uniforme de la escuela católica, y está sonriendo, tiene un paraguas en la mano.

—Es su primer día de escuela. Es tan feliz, y está tan asustada…

Examino la fotografía. Me da reparo hacerle preguntas. Levanto los ojos. Kimy está mirando por la ventana, hacia el río.

—¿Qué pasó?

—Ah, murió. Antes de que tú nacieras. Tenía leucemia, y murió.

De repente, me acuerdo.

—¿Solía sentarse en una roca del jardincillo trasero? ¿Con un vestidito rojo?

La señora Kim me mira fijamente, sorprendida.

—¿La has visto?

—Sí, creo que sí. Hace mucho tiempo. Cuando yo tenía unos siete años. Me encontraba junto a los peldaños que dan al río, en cueros, y ella me dijo que más me valía no entrar en su jardín. Yo protesté, y le expliqué que aquel jardín era el de mi casa, pero ella no me creyó. Yo no conseguía entenderlo —le cuento, riéndome—. Me dijo que su madre me daría una paliza si no me marchaba.

Kimy ríe temblorosa.

—Bueno, tenía razón, ¿no?

—Sí, solo que ella se marchó unos años antes.

Kimy sonríe.

—Sí, Min era una polvorita. Su padre la llamaba señorita Bocazas. La amaba muchísimo.

Kimy vuelve la cabeza, y se lleva discretamente la mano a los ojos. Recuerdo al señor Kim como un hombre taciturno, que se pasaba la mayor parte del tiempo sentado en su butaca, viendo deportes por televisión.

—¿Cuándo nació Min?

—En 1949. Murió en 1956. Es curioso, ahora sería una señora madurita con hijos propios. Tendría cuarenta y nueve años. A lo mejor sus hijos irían al instituto, o quizá serían un poco mayores. —Kimy me mira, y yo le sostengo la mirada.

—Lo estamos intentando, Kimy. Estamos intentando todo lo que se nos ocurre.

—No he dicho nada.

—Ya.

Kimy parpadea como si fuese Louise Brooks.

—Oye, compañero, estoy atascada con este crucigrama. Nueve vertical, empieza con K…

CLARE: Observo a los submarinistas de la policía lanzándose al lago Michigan. La mañana es nublada, aunque el calor ya aprieta. Estoy de pie, en el espigón de la calle Dempster. He contado cuatro coches de bomberos, tres ambulancias y siete coches patrulla aparcados en la carretera Sheridan con las luces parpadeando y destellando. Hay diecisiete bomberos y seis miembros del personal sanitario. Más catorce policías y una mujer policía, blanca, gorda y bajita, a quien parece que la gorra le haya partido el cráneo, y que no deja de dedicarme estúpidas perogrulladas en un intento de consolarme, hasta que me entran ganas de empujarla espigón abajo. He cogido la ropa de Henry. Son las cinco de la madrugada. Hay veintiún reporteros, algunos de los cuales son de la televisión y van con camionetas, micrófonos y cámaras de vídeo, aunque también los hay de la prensa escrita, acompañados de sendos fotógrafos. Una pareja de ancianos merodea por los límites de la acción, discretos pero curiosos. Intento no pensar en la descripción que ha hecho un policía de Henry lanzándose desde el final de la escollera, captado por el haz de la luz de búsqueda del coche patrulla. Intento no pensar.

Dos policías distintos se acercan desde el espigón. Entran en conciliábulo con algunos de los oficiales que ya estaban presentes y entonces uno de ellos, el mayor, se separa del grupo y se acerca a mí. Lleva un bigote estilo Dalí, esa clase de bigote pasado de moda que termina en punta. Se presenta como el capitán Michels, y me pregunta si se me ocurre algún motivo por el cual mi marido hubiera querido quitarse la vida.

—Bueno, la verdad es que no creo que lo hiciera, capitán. Quiero decir que es muy buen nadador, y que probablemente se habrá ido nadando a… digamos, Wilmette o cualquier otro lugar. —Señalo con la mano vagamente en dirección norte—. Seguro que vuelve en cualquier momento.

El capitán parece titubear.

—¿Tiene la costumbre de nadar en plena noche?

—Sufre de insomnio.

—¿Han estado discutiendo? ¿Estaba afectado?

—No —miento yo—. Claro que no. —Miro hacia el agua. Estoy segura de que no resulto muy convincente—. Yo estaba durmiendo. Seguro que decidió ir a nadar y no quiso despertarme.

—¿Ha dejado alguna nota?

—No. —Mientras me estrujo el cerebro en busca de una explicación más realista, oigo un chapoteo cerca de la orilla. Aleluya. Justo a tiempo—. ¡Ahí está!

Henry intenta incorporarse en el agua, me oye gritar, se hunde de nuevo y nada hacia la escollera.

—Clare, ¿qué sucede?

Me arrodillo. Henry parece cansado, y aterido de frío. Le hablo con tranquilidad:

—Creían que te habías ahogado. Uno de ellos vio cómo te lanzabas desde el espigón. Llevan dos horas buscando tu cuerpo.

Henry parece preocupado, pero también divertido. Cualquier cosa con tal de molestar a la policía. Todos los agentes se apiñan a mi alrededor y contemplan a Henry en silencio.

—¿Es usted Henry DeTamble? —pregunta el capitán.

—Sí. ¿Les importa si salgo del agua?

La comitiva sigue a Henry hasta la orilla; este va nadando y nosotros caminando junto a él por el espigón. Sale del agua y empieza a gotear en la playa como una rata mojada. Le tiendo la camisa, que utiliza para secarse. Luego se viste con el resto de las prendas y aguarda tranquilo, hasta que la policía decida qué quiere hacer con él. Tengo ganas de besarlo, y luego matarlo; o viceversa. Henry me pasa un brazo por los hombros. Le noto pegajoso y húmedo. Me apoyo contra él, sin embargo, para empaparme de su frescor, y él se inclina sobre mí en busca de calor. La policía le hace preguntas, a las que él responde con mucha educación. Los agentes pertenecen al cuerpo de policía de Evanston, salvo unos cuantos que vienen de Morton Grove y Skokie, y se han acercado al lugar de los hechos por curiosidad. Si fueran de la policía de Chicago, reconocerían a Henry y, en consecuencia, lo arrestarían.

—¿Por qué no reaccionó cuando el agente le pidió que saliera del agua?

—Llevaba tapones en los oídos, capitán.

—¿Tapones en los oídos?

—Para impedir que me entre el agua. —Henry hace amago de rebuscar en los bolsillos—. No sé dónde habrán ido a parar. Siempre llevo tapones en los oídos cuando nado.

—¿Por qué estaba nadando a las tres de la mañana?

—No podía dormir.

Etcétera, etcétera. Henry miente a la perfección; aporta hechos para demostrar su tesis. Al final, con reticencia, la policía le extiende una citación por nadar cuando la playa está oficialmente cerrada. Es una multa de quinientos dólares. Cuando la policía nos deja marchar, los reporteros, los fotógrafos y los cámaras de televisión se nos echan encima antes de que lleguemos al coche. Sin comentarios. Había salido a nadar. Por favor, preferiríamos, si no les importa, que nos hicieran fotografías. Clic. Al final, conseguimos meternos en el coche, que es el único aparcado en la carretera Sheridan y con las llaves puestas. Lo pongo en marcha y bajo la ventanilla. La policía, los reporteros y la pareja de ancianos se han quedado sobre la hierba, contemplándonos. Henry y yo no nos miramos.

—Clare.

—Henry.

—Lo siento.

—Yo también.

Henry me mira y toca mi mano, que está al volante. Conducimos a casa en silencio.

Viernes 14 de enero de 2000

Clare tiene 28 años, y Henry 36

CLARE: Kendrick nos guía a través de un laberinto de pasillos enmoquetados, paredes de mampostería sin mortero y placas de insonorización hasta una sala de reuniones. En la estancia no hay ventanas, solo moqueta azul y una mesa larga, negra y encerada, rodeada de sillas tapizadas y giratorias. Veo una pizarra con sus correspondientes rotuladores, un reloj sobre la puerta y una máquina de café con tazas, crema de leche y azúcar dispuesta al lado. Kendrick y yo nos sentamos a la mesa, pero Henry empieza a dar vueltas por la habitación. Kendrick se quita las gafas y se masajea la cara interna de los ojos. La puerta se abre y un joven hispano con botines quirúrgicos entra en la sala un carrito sobre el que hay una jaula cubierta con un paño.

—¿Dónde lo quiere? —pregunta el joven.

—Deje el carrito, si no le importa.

El hombre se encoge de hombros y se marcha. Kendrick se dirige hacia la puerta, da la vuelta a un interruptor y las luces menguan hasta dejar la estancia en penumbra. Apenas veo a Henry, que está de pie junto a la jaula. Kendrick se acerca a él y desliza el paño en silencio.

Un olor a cedro se desprende de la jaula. Me levanto y miro en su interior. No veo nada, salvo el cartón de un rollo de papel higiénico, unos cuencos de comida, una botella de agua, una rueda de ejercicio y unas virutas de cedro que parecen pelusa. Kendrick abre la parte superior de la jaula, mete la mano dentro y recoge algo pequeño y blanco. Henry y yo nos apelotonamos junto a él y nos quedamos contemplando un ratoncillo, que se queda quieto en la palma de la mano de Kendrick, guiñando los ojitos. Kendrick se saca del bolsillo una pequeña linterna en forma de bolígrafo, la enciende y lanza rápidos destellos en dirección al animal, el cual entra en tensión y desaparece.

—Vaya… —digo yo.

Kendrick vuelve a colocar el paño sobre la jaula y enciende las luces.

—Lo publicarán la semana que viene en el próximo número de Nature —dice sonriente—. Será el artículo de fondo.

—Felicidades —interviene Henry, mirando el reloj—. ¿Cuánto tiempo suelen estar fuera? ¿Adonde van, por cierto?

Kendrick señala con un gesto la máquina del café y ambos asentimos.

—Suelen estar fuera unos diez minutos más o menos —dice; sirve tres tazas de café mientras habla y nos ofrece una a cada uno—. Van al laboratorio de animales que hay en el sótano, donde nacieron. No parecen ser capaces de viajar más de unos pocos minutos en ambos sentidos.

Henry asiente.

—Tardarán más a medida que crezcan.

—Sí, hasta ahora eso se ha cumplido.

—¿Cómo lo has hecho? —le pregunto a Kendrick. Todavía me cuesta creer que lo haya conseguido realmente.

Kendrick sopla su café, toma un sorbito y hace una mueca. El café es amargo, y yo añado azúcar al mío.

—Bueno, contribuyó mucho el que Celera hallase la secuencia completa del genoma del ratón. Eso nos indicó dónde teníamos que buscar los cuatro genes que eran nuestro objetivo. Sin embargo, hubiéramos podido arreglarnos sin eso. Empezamos a clonar tus genes —sigue explicando el médico—, y luego empleamos enzimas para cortar las porciones dañadas del ADN. Entonces cogimos esos fragmentos y los colamos en embriones de ratón a nivel de la cuarta división celular. Eso fue lo más fácil.

—Claro, resulta evidente —dice Henry, arqueando las cejas—. Clare y yo lo hacemos continuamente en la cocina de casa. Dinos entonces dónde radica la complicación. —Se sienta sobre la mesa y deja el café a un lado.

En la jaula oigo el chirrido de la rueda de ejercicios. Kendrick me mira de refilón.

—Lo difícil fue conseguir que las madres de los ratones cumplieran con los plazos de gestación de los ratones modificados. No paraban de morirse, sufrían unas hemorragias internas que las llevaban a la muerte.

—¿Las madres morían? —Henry parece muy alarmado.

—Las madres morían, sí, y las crías también. No podíamos entenderlo, así que empezamos a observarlos las veinticuatro horas del día, y entonces vimos lo que ocurría. Los embriones viajaban fuera del útero de las madres, y luego volvían a él. Las madres sangraban por dentro hasta fallecer; o bien simplemente abortaban el feto a los diez días de gestación. Fue muy frustrante.

Henry y yo intercambiamos una breve mirada de complicidad.

—Estamos familiarizados con el tema —le digo a Kendrick.

—Sí… pero nosotros hemos hallado la solución del problema.

—¿Cómo? —pregunta Henry.

—Decidimos que podría tratarse de una reacción inmune. Existe un cuerpo extraño en los ratones fetales y el sistema inmunológico de la madre intentaba combatirlo, como si se tratara de un virus o algo parecido. Por lo tanto, anulamos ese sistema inmunológico de la madre y todo empezó a funcionar como por arte de magia.

Mis oídos captan los latidos de mi corazón. Como por arte de magia…

De repente, Kendrick se agacha y agarra algo que corre por el suelo.

—¡Ya te tengo! —exclama, mostrando el ratón entre sus manos.

—¡Bravo! —corea Henry—. Y ahora, ¿qué?

—Terapia de genes —explica Kendrick—. Medicamentos —añade, encogiéndose de hombros—. A pesar de que podemos provocarlo, todavía desconocemos el porqué y el cómo sucede. Por eso intentamos comprenderlo.

Kendrick le ofrece el ratón a Henry, quien pone las manos en forma de cuenco para que Kendrick meta el animalito dentro. Henry lo inspecciona con curiosidad.

—Lleva un tatuaje —precisa.

—Es el único modo de seguirles la pista —aclara Kendrick—. Vuelven locos a los técnicos del laboratorio de animales, porque no paran de escaparse.

Henry se ríe.

—Esa es la ventaja darwiniana de que disfrutamos: la vía de escape.

Acaricia el ratón, que defeca en su palma.

—Tolerancia al estrés, cero —informa Kendrick devolviendo el ratoncillo a su jaula, el cual huye hacia el interior del rollo de papel higiénico.

Lo primero que hago al llegar a casa es llamar por teléfono a la doctora Montague y empezar a farfullar sobre inmunosupresores y hemorragias internas. La médica me escucha con atención y me dice que vaya a verla la próxima semana, porque en el ínterin realizará algunas investigaciones. Cuelgo el auricular y Henry me observa nervioso por encima de la sección de negocios del Times.

—Vale la pena intentarlo —le digo.

—Recuerda la cantidad de madres roedoras muertas que hubo antes de que solventaran el problema.

—¡Pero funcionó! ¡Kendrick logró que funcionara!

—Sí —se limita a decir Henry, y luego reanuda su lectura.

Abro la boca, pero luego cambio de idea y salgo de casa para meterme en el estudio, estoy demasiado excitada para discutir. Funcionó como por arte de magia. ¡Como por arte de magia!