Viernes 31 de diciembre de 1999; 23.55 horas
Henry tiene 36 años, y Clare 28
HENRY: Clare y yo nos encontramos en un terrado de Wicker Park con una multitud de recias almas como nosotros, esperando el cambio del llamado fin de milenio. La noche es clara, y no hace tanto frío como cabría esperar; veo mi aliento, y tengo las orejas y la nariz algo insensibles. Clare va embutida en su enorme bufanda negra, y su rostro es sorprendentemente blanco bajo la luz de la luna y las farolas. El terrado pertenece a una pareja de artistas, amigos de Clare. Gómez y Charisse andan cerca, bailando un lento con sus parkas y guantes de lana, siguiendo una música que solo ellos son capaces de oír. La gente que nos rodea bromea, ebria, sobre los víveres enlatados que han amontonado y las medidas heroicas que han tomado para impedir que sus ordenadores se fundan. Sonrío para mis adentros, a sabiendas de que todas estas tonterías sobre el milenio se olvidarán por completo cuando los árboles de Navidad hayan desaparecido de los bordillos de las calles por obra y gracia de la recogida del Departamento de Medio Ambiente.
Estamos esperando que den comienzo los fuegos artificiales. Clare y yo nos apoyamos contra la falsa fachada principal del edificio, que nos llega a la cintura, y vigilamos la ciudad de Chicago. Miramos hacia el este, en dirección al lago Michigan.
—Hola a todos —dice Clare, saludando con su guante al lago, en dirección a South Haven, en Michigan—. Es curioso. Casi ha llegado el Año Nuevo y estoy segura de que todos están en la cama.
Nos encontramos a seis pisos de altura, y me sorprende constatar cuántas cosas puedo ver desde aquí. Nuestra casa, en la plaza Lincoln, se encuentra en algún punto situado hacia el noroeste; nuestro vecindario está oscuro y en silencio. El centro, en cambio, hacia el sudeste, está resplandeciente. Han decorado algunos de los edificios más grandes con motivos navideños, y han engalanado las ventanas con luces verdes y rojas. Sears y Hancock se contemplan mutuamente como robots gigantes por encima de las cabezas de los rascacielos más pequeños. Casi puedo ver el edificio donde yo vivía cuando conocí a Clare, en North Dearborn, aunque permanezca oculto tras aquel otro edificio más alto y espantoso que le colocaron al lado hace unos años. Chicago posee una arquitectura tan hermosa, que de vez en cuando se sienten obligados a destruir algunos de sus mejores exponentes arquitectónicos y erigir edificios terroríficos tan solo para que sepamos apreciar cuáles son los buenos. No hay demasiado tráfico; la gente quiere estar en algún lugar concreto a medianoche, y no en la carretera. Oigo explosiones aisladas de petardos, amenizadas en ocasiones por disparos de esos tarados que parecen olvidar que las pistolas pueden causar algo más que un gran ruido.
—Me estoy congelando —dice Clare, consultando el reloj—. Faltan dos minutos.
Manifestaciones de alegría en el barrio indican que los relojes de algunos van adelantados.
Pienso en Chicago durante este próximo siglo. Habrá más gente, mucha más. Un tráfico ridículo, pero menos antros. Tendremos un edificio horrendo que parece una lata de Coca-Cola explotando en el parque Grant; el oeste de la ciudad irá saliendo de la pobreza lentamente, pero el sur seguirá inmerso en la decadencia. Al final, echarán abajo el estadio Wrigley y construirán un megaestadio feísimo, pero por ahora sigue en pie, ardiendo de luz al noroeste.
Gómez empieza la cuenta atrás.
—Diez, nueve, ocho…
Todos nos apuntamos.
—Siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno. ¡Feliz año nuevo!
Los tapones de champán salen disparados, los fuegos artificiales entran en ignición y surcan el firmamento, y Clare y yo nos fundimos en un abrazo. El tiempo permanece inmóvil, y espero que el futuro nos depare lo mejor.