Miércoles 12 de agosto de 1998
Clare tiene 27 años
CLARE: Mi madre se ha dormido, finalmente. Duerme en su propia cama, en su dormitorio; al fin ha escapado del hospital, solo para descubrir que su habitación, su refugio, se ha transformado en otra habitación de hospital. Sin embargo, ahora ya ha perdido el conocimiento. Se ha pasado toda la noche hablando, llorando, riendo, chillando, gritando: «¡Philip!», «¡mamá!» y «No, no, no…». Toda la noche los grillos y las ranas de san Antonio de mi infancia han pulsado su cortina eléctrica de sonido, y la luz nocturna le ha tornado la piel como la cera de abejas, sus manos huesudas se agitaban a modo de súplica, agarraban el vaso de agua que yo le sostenía frente a sus labios encostrados. Ha llegado el alba. La ventana de mi madre da al este. Estoy sentada en la butaca blanca, junto a la ventana, de cara a la cama, pero sin mirar, sin mirar a mi madre, tan diminuta en su gran lecho, sin mirar los frascos de pastillas, las cucharas, los vasos, el palo del suero endovenoso con la bolsa que cuelga obesa de fluido, el dispositivo LED parpadeando en rojo, la cuña, el pequeño receptáculo en forma de riñon para vomitar, la caja de guantes de látex y el contenedor de basura con la etiqueta de advertencia biorriesgo, llena de jeringas ensangrentadas. Miro por la ventana, hacia el este. Unos pájaros cantan. Distingo el sonido de las palomas, que viven en las glicinas, al despertarse. El mundo es gris. Lentamente el color se va filtrando, no con dedos rosados, sino como una mancha de un naranja sangriento que se extiende despacio, alargándose un minuto en el horizonte y luego inundando el jardín, luz dorada, cielo azul, hasta que todos los colores vibran en sus lugares asignados, las enredaderas de campanitas, las rosas, la salvia blanca, las caléndulas, brillando todas ellas como el cristal bajo el rocío de la nueva mañana. Los abedules plateados de los márgenes del bosque se balancean como cuerdas blanquecinas suspendidas del cielo. Un cuervo vuela sobre el césped, su sombra vuela por debajo, y coinciden los dos cuando aterriza bajo la ventana y grajea, una sola vez. La luz encuentra la ventana y crea mis manos y mi cuerpo, robusto en la butaca blanca de mi madre. El sol se levanta.
Cierro los ojos. El aire acondicionado ronronea. Tengo frío, me levanto, voy a la otra ventana y lo apago. Ahora la habitación está en silencio. Me acerco a la cama. Mi madre está inmóvil. La esforzada respiración que me acechaba en sueños se ha detenido. Tiene la boca algo abierta y las cejas levantadas, como acusando sorpresa, aunque los ojos permanecen cerrados; podría estar cantando. Me arrodillo junto a la cama, retiro las mantas y apoyo la oreja sobre su corazón. Su piel conserva el calor. Nada. Ni un solo latido, ni la circulación de la sangre, ni el aliento siquiera infla las velas de sus pulmones. Silencio.
Levanto su cuerpo deshecho y maloliente entre mis brazos, y es perfecta, vuelve a ser mi propia madre, mi madre preciosa y perfecta, durante tan solo un momento, aun cuando sus huesos se clavan en mis pechos y la cabeza le pende, aun cuando su vientre infestado por el cáncer mimetiza la fecundidad, ella se yergue en mi recuerdo resplandeciente, riendo, aliviada: libre.
Se oyen pasos en el pasillo. La puerta se abre y oigo la voz de Etta.
—¿Clare? Oh…
Recuesto a mi madre sobre las almohadas, aliso su camisón, le atuso el pelo.
—Se ha ido.
Sábado 12 de septiembre de 1998
Henry tiene 35 años, y Clare 27
HENRY: Lucille era la única que amaba el jardín. Cuando veníamos de visita, Clare solía atravesar la puerta principal de Casa Alondra del Prado y dirigirse directamente a la puerta trasera en busca de Lucille, que casi siempre estaba en el jardín, lloviera o hiciera sol. Cuando se encontraba bien, la veíamos arrodillada en los parterres, sacando las malas hierbas, trasplantando o abonando las rosas. Al ponerse enferma, Etta y Philip la bajaban envuelta en mantas y la instalaban en su silla de mimbre, a veces junto a la fuente, en ocasiones bajo el peral, donde pudiera ver cómo Peter trabajaba, cavaba, podaba e injertaba. Cuando Lucille se encontraba bien, solía comentarnos los logros de su jardín: los pinzones de cabeza roja que finalmente habían descubierto el nuevo dispensador de alimento, las dalias, que habían dado mejor resultado del esperado junto al reloj de sol, la nueva rosa que resultó poseer una horrible tonalidad lavanda, pero que era tan vigorosa que mi suegra era reacia a desprenderse de ella. Un verano Lucille y Alicia realizaron un experimento: Alicia pasaba varias horas al día tocando el violonchelo en el jardín, para comprobar si las plantas reaccionaban ante la música. Lucille juró que sus tomates jamás habían estado tan hermosos, y nos mostró un calabacín del tamaño de mi muslo. Así que consideraron que el experimento había sido un éxito, aunque no volvió a repetirse porque fue el último verano que Lucille se encontró con fuerzas suficientes para ocuparse del jardín.
Lucille crecía y menguaba con las estaciones, como una planta. En verano, cuando aparecíamos todos, Lucille se recuperaba y la casa tronaba con los felices gritos y golpes de los hijos de Mark y Sharon, quienes se revolcaban como marionetas dentro de la fuente y retozaban pegajosos y llenos de vida sobre el césped. Lucille a menudo iba sucia, pero siempre elegante. Se levantaba para saludarnos, con el pelo blanco y cobrizo recogido en un grueso moño, salvo por unos mechones grasientos que le caían de cualquier modo sobre la cara, los guantes de jardinero de cabritilla y unas herramientas de Smith & Hawken que lanzaba al suelo para recibir nuestros abrazos. Lucille y yo siempre nos besábamos con mucha formalidad, en ambas mejillas, como si fuéramos unas condesas francesas muy ancianas que llevaran tiempo sin verse. Fue exquisita en su trato conmigo, aunque era capaz de devastar a su hija con una sola mirada. La echo de menos. En cuanto a Clare… bueno, decir que Clare «la echa de menos» sería una expresión inadecuada. Clare se siente privada de su presencia. Entra en la sala y olvida qué había ido a buscar. Clare se sienta con un libro y lo mira fijamente sin volver la página durante una hora; pero no llora. Clare sonríe si le cuento un chiste. Clare come lo que le pongo delante. Cuando le hago el amor, intenta seguirme con todo su empeño… y yo no tardo en dejarla tranquila, temeroso del rostro dócil y carente de lágrimas que parece hallarse a kilómetros de distancia. Echo de menos a Lucille, pero es de la presencia de Clare de quien me siento privado; Clare, que se ha marchado lejos y me ha dejado con esa extraña que solo guarda un gran parecido con ella.
Miércoles 26 de noviembre de 1998
Clare tiene 27 años, y Henry 35
CLARE: El dormitorio de mi madre es blanco y tiene muy pocos muebles. Toda la parafernalia médica ha desaparecido. La cama desnuda deja a la vista el colchón, que está manchado y presenta un aspecto asqueroso en medio de esta habitación tan limpia. Estoy de pie delante del escritorio de mi madre, un mueble de formica blanco, moderno y extraño, en un cuarto por otro lado femenino y delicado, lleno de muebles franceses antiguos. Su escritorio se encuentra situado en un pequeño saliente, las ventanas lo abrazan, la luz matutina limpia su superficie vacía. Está cerrado con llave. He pasado una hora buscando, sin suerte alguna, la llave que le corresponde. Apoyo los codos en el respaldo de la silla giratoria de mi madre y me quedo contemplando el mueble. Al final, me voy abajo. La sala de estar y el comedor están vacíos. Oigo risas en la cocina, y empujo la puerta para entrar. Henry y Nell se apiñan sobre un montón de cuencos, una porción de masa extendida y un rodillo.
—¡Tranquilo, muchacho, tranquilo! Vas a endurecerlos si les das de ese modo. Tienes que tocarlos con más suavidad, Henry, o tendrán la textura del chicle.
—Lo siento, lo siento, de verdad que lo siento. Seré cuidadoso, pero no me atosigues. —Henry se vuelve sonriendo y veo que está cubierto de harina.
—¿Qué estás haciendo?
—Cruasanes. He jurado dominar el arte de modelar la masa pastelera o perecer en el intento.
—Descansa en paz, hijo —remeda Nell con una mueca de alegría.
—¿Qué pasa? —pregunta Henry mientras Nell enrolla con eficiencia una pelota de masa, la dobla, la corta y la envuelve en papel de cera.
—Necesito que me prestes a Henry un par de minutos, Nell.
Nell asiente y le dice a Henry, señalándolo con el rodillo de amasar:
—Regresa dentro de quince minutos y empezaremos la maceración.
—Sí, señora.
Henry sube las escaleras detrás de mí y entra en el dormitorio de mi madre, donde está el escritorio.
—Quiero abrirlo y no consigo encontrar las llaves.
—Ah. —Me lanza una mirada tan rápida que no logro interpretarla—. Bueno, eso es sencillo.
Henry se marcha del cuarto y regresa al cabo de unos minutos. Se sienta en el suelo delante del escritorio y endereza dos clips grandes. Empieza a hurgar en el cajón inferior izquierdo, explorando con cuidado y dando la vuelta a uno de los clips, y a continuación clava el otro.
—Voilà —dice, tirando del cajón, que rebosa de papeles.
Henry abre sin esfuerzo los cuatro cajones que faltan, y en pocos minutos están todos con la boca abierta y el contenido al descubierto: cuadernos, papeles sueltos, catálogos de jardinería, bolsitas de semillas, bolígrafos y lápices cortos, un talonario de cheques, una barrita de caramelo Hershey’s y numerosos objetos diminutos que ahora parecen abandonados y tímidos a la luz del día. Henry no ha tocado nada de los cajones. Me mira; desvío los ojos hacia la puerta casi de un modo involuntario y él capta la indirecta. Luego me sitúo frente al escritorio de mi madre.
Los papeles no siguen ningún orden preestablecido. Me siento en el suelo y amontono el contenido de un cajón delante de mí. Aliso y apilo todo lo que lleva su letra manuscrita a mi izquierda. Hay listas, y notas dirigidas a ella misma: «No le preguntes a P sobre S»; o bien: «Recuerda a Etta cena de B viernes». Hay páginas y más páginas de garabatos, espirales y rayotes, círculos negros, marcas como huellas de pajaritos. Algunas contienen una frase o un grupo de palabras. «Trazarle la raya con un cuchillo. No he podido hacerlo. Si me quedo en silencio, pasará de lado». Algunas hojas son poemas tan marcados y tachados que queda bien poco de ellos, como los fragmentos de Safo:
Como carne anciana, relajada y tierna
sin aire XXXXXXX ella dijo que sí
dijo ella XXXXXXXXXXXXXXX
O bien:
Su mano XXXXXXXXXXXXX
XXXXXXX de poseer,
XXXXXXXXXXXXXXX
en extremo XXXXXXXXXX
Había escrito algunos poemas a máquina:
En el presente
toda esperanza es débil
y parca.
La música y la belleza
son la sal de mi pesar;
un vacío blanco rasga y penetra en mi hielo.
¿Quién pudo haber dicho
que el ángel del sexo
era tan triste?
O que el deseo conocido
fundiría esta vasta
noche invernal en
un caudal de oscuridad.
23/01/79
El jardín en primavera:
un barco de verano
nadando entre
mi visión invernal.
06/04/79
1979 fue el año en que mi madre perdió el bebé e intentó suicidarse. Me duele el estómago y tengo la vista borrosa. Ahora sé lo que le sucedió entonces. Recojo todos esos papeles y los aparto sin leer ni una sola línea más. En otro cajón encuentro poemas más recientes; y entonces descubro uno dedicado a mí:
EL JARDÍN BAJO LA NIEVE
Para Clare
Ahora el jardín está sepultado por la nieve
una página en blanco en la que escriben nuestras huellas
Clare, que jamás fue mía
sino que siempre se perteneció a sí misma
Bella Durmiente
un manto cristalino
ella espera
Esta es su primavera
este es su sueño/despertar
ella espera
todo está esperando
un beso
las formas improbables de las tuberosas raíces
Nunca creí
mi niña
su casi rostro
un jardín, aguardando.
HENRY: Es casi la hora de cenar y empiezo a estorbar a Nell, así que cuando me insinúa: «¿No deberías ir a ver lo que está haciendo tu mujer?», me parece una buena idea ir a averiguarlo.
Clare está sentada en el suelo, delante del escritorio de su madre, rodeada de papeles blancos y amarillos. La lámpara de la mesita despide un estanque de luz alrededor de su persona, pero su rostro está oculto por las sombras; su pelo es un aura cobriza que llamea. Levanta los ojos, me tiende un papel y me dice:
—Fíjate, Henry, me escribió un poema.
Me siento al lado de Clare y lo leo, y entonces perdono a Lucille, un poco, por su colosal egoísmo y su monstruosa muerte, y miró a Clare a los ojos.
—Es precioso —le digo, y ella asiente, satisfecha, durante unos instantes, porque su madre la amaba en realidad.
Pienso en mi madre cantando lieder después de comer una tarde de verano, sonriendo ante nuestro reflejo en un escaparate, girando con su vestido azul y trazando pasos de baile por el vestidor. Me amaba. Jamás cuestioné su amor. Lucille, en cambio, era mudable como el viento. El poema que Clare sostiene es una prueba, inmutable, innegable, la instantánea de una emoción. Echo un vistazo al lago de papeles que hay en el suelo y me siento aliviado de que, en medio de todo ese caos, algo haya salido a la superficie para convertirse en el bote salvavidas de Clare.
—Me escribió un poema —repite Clare, maravillada.
Las lágrimas le surcan las mejillas. La rodeo con mis brazos, y constato finalmente que mi esposa ha vuelto, sana y salva, a la orilla tras el naufragio, llorando como una niña pequeña, cuya madre la saluda desde la cubierta del barco que se va a pique.