Uno

Lunes 3 de junio de 1996

Clare tiene 25 años

CLARE: La primera vez que ocurre Henry no está en casa. Es la octava semana de embarazo. El bebé tiene el tamaño de una ciruela, carita, manos y un corazón que palpita. Cae la tarde, avanza el verano, y mientras lavo los platos veo unas nubes de color magenta y naranja en el oeste. Henry ha desaparecido hace dos horas. Salió a regar el césped y al cabo de media hora, cuando me he dado cuenta de que el aspersor todavía no funcionaba, me he acercado a la puerta trasera y he visto un montón de ropa junto a la pérgola de parra que delataba su ausencia. He salido al jardín para recoger los tejanos, la ropa interior y la raída camiseta de Henry con el lema mata tu televisor, los he doblado y los he dejado sobre la cama. Tras considerar si debía conectar el aspersor, he decidido no hacerlo, pensando que a Henry no le gustaría aparecer en el patio trasero y quedarse empapado.

He preparado unos macarrones con queso y un poco de ensalada, que luego me he comido. También me he tragado las vitaminas y un vaso enorme de leche descremada. Canturreo mientras lavo los platos, imagino que el pequeño ser que llevo en mi interior oye mi cantinela, archiva mis cantos para referencia futura en algún nivel celular, sutil, y mientras sigo en pie, lavando a conciencia mi cuenco de ensalada, noto un ligero retortijón en mis entrañas, en algún lugar alojado cerca de la pelvis. Diez minutos después me siento en la sala de estar a mis anchas para leer a Louis DeBernières y vuelvo a notarlo, una breve punzada en mi sistema interno. Hago caso omiso del dolor. No pasa nada. Ya hace más de dos horas que Henry se ha marchado. Me preocupo durante un par de segundos, pero luego decido ignorar eso también. No empiezo a inquietarme de verdad hasta que transcurre otra media hora aproximadamente, porque entonces las sensaciones extrañas ya se parecen a los espasmos menstruales, e incluso noto la sensación pegajosa de la sangre entre las piernas. Me levanto y me dirijo al baño, me bajo las braguitas y veo un montón de sangre; oh, Dios mío.

Llamo a Charisse. Gómez contesta al teléfono. Intento que mi voz parezca normal y pregunto por ella, que se pone al aparato y me dice de inmediato:

—¿Qué ocurre?

—Estoy sangrando.

—¿Dónde está Henry?

—No lo sé.

—¿Cómo son las pérdidas?

—Como las de la regla. —El dolor se intensifica y me siento en el suelo—. ¿Puedes llevarme al Masónico de Illinois?

—Ahora mismo voy, Clare.

Charisse cuelga y yo dejo el auricular con suavidad, como si pudiera herir sus sentimientos por el hecho de devolverlo a su sitio con excesiva brusquedad. Me pongo en pie con cuidado, busco el bolso. Quiero dejar una nota a Henry, pero no sé qué escribir. Al final, anoto: «He ido al Masónico de Illinois (espasmos). Charisse me ha llevado en coche. 19.20 horas. C». Abro la puerta trasera para Henry. Dejo la nota junto al teléfono. Unos minutos después Charisse llega a la puerta principal. Subimos al coche, que conduce Gómez. Intercambiamos pocas palabras. Me siento delante y miro por la ventanilla. De Western a Wellington, pasando por Belmont y Sheffield. Todo me resulta inopinadamente distinto y real, como si necesitara recordar, como si tuviera que pasar un examen. Gómez entra en la zona de carga y descarga para dirigirse a urgencias. Charisse y yo bajamos del coche. Vuelvo la cabeza y miro a Gómez, que me sonríe brevemente y se aleja con un rugido del motor para aparcar. Atravesamos puertas que se abren de manera automática cuando nuestros pies presionan el suelo, como en un cuento de hadas, como si nos esperaran. El dolor se había retirado como una marea baja, pero ahora vuelve a desplazarse hacia la orilla, renovado y fiero. Hay unas cuantas personas sentadas, miserables y diminutas, en la sala intensamente iluminada, esperando su turno, conteniendo su dolor con la cabeza inclinada y los brazos cruzados, y me acomodo hundida entre ellas. Charisse se dirije al hombre que está tras el mostrador de urgencias. No logro oír lo que dice, pero cuando él le pregunta: «¿Un aborto?», me doy cuenta de que eso es precisamente lo que me está ocurriendo, así es como se llama, y la palabra se extiende por mi cerebro hasta que llena todas las grietas de mi mente, hasta que puebla todos y cada uno de mis pensamientos. Empiezo a llorar.

Los médicos han hecho todo lo posible, pero sucede de todos modos. Más tarde descubro que Henry llegó justo antes del final, pero no le dejaron entrar. He estado durmiendo, y cuando me despierto, es tarde, de noche, y Henry se encuentra a mi lado. Está pálido y ojeroso, en silencio.

—Oh —farfullo—, ¿dónde estabas?

Henry se inclina sobre mí y me abraza con cuidado. Noto su barba incipiente contra mi mejilla, que me raspa, y no hablo de la piel, sino de mi interior. Se abre una herida, noto el rostro de Henry humedecido, pero ¿acaso son suyas las lágrimas?

Jueves 13 de junio y viernes 14 de junio de 1996

Henry tiene 32 años

HENRY: Llego a la unidad del sueño agotado, como me ha pedido el doctor Kendrick. Es la quinta noche que paso en este lugar, y a estas alturas ya conozco los preliminares. Me siento sobre la cama de un dormitorio extraño y falso, que imita al de una casa, con el pantalón del pijama puesto, mientras la técnica de laboratorio del doctor Larson, Karen, me aplica crema en la cabeza y el pecho y engancha los cables en el lugar que les corresponde. Karen es joven y rubia, vietnamita. Lleva unas uñas postizas muy largas y exclama: «Uyyy, lo siento» cuando me rasca la mejilla con alguna. Las luces son tenues, la habitación es fría. No hay ventanas, salvo por un cristal de un solo sentido, que funciona a modo de espejo y tras el cual se ha acomodado el doctor Larson, o quienquiera que se encargue de controlar las máquinas esta noche. Karen termina con los cables, me desea buenas noches y sale del dormitorio. Por mi parte, me instalo en la cama con cuidado, cierro los ojos, e imagino unos trazos de pata de araña sobre largos rollos de papel cuadriculado grabando graciosamente mis movimientos oculares, la respiración y las ondas cerebrales desde el otro lado del cristal. Me duermo en cuestión de minutos.

Sueño que estoy corriendo. Corro entre bosques de matorrales densos y de árboles, pero al mismo tiempo los atravieso como si fuera un fantasma. Salgo a un claro, hay una fogata…

Sueño que practico el sexo con Ingrid. Sé que es ella, a pesar de que no puedo verle la cara, pero es su cuerpo, las largas y suaves piernas de Ingrid. Estamos follando en casa de sus padres, en la sala de estar, sobre el sofá, con la tele encendida y sintonizando un documental sobre naturaleza, en el que una manada de antílopes se precipita a la carrera, y luego se ve un desfile. Clare está sentada en una carroza pequeñita que también desfila, con la mirada triste y rodeada de gente muy alegre. De repente, Ing se levanta de un salto, saca un arco y unas flechas de detrás del sofá y dispara contra Clare. La flecha penetra en el televisor y Clare se lleva las manos al pecho, como Wendy en una versión muda de Peter Pan. Yo me pongo en pie y ahogo a Ingrid asiendo su garganta con mis manos, chillándole…

Me despierto. Tengo frío, estoy sudado y mi corazón late desbocado. Me encuentro en la Unidad del Sueño. Durante unos instantes me pregunto si me ocultan algo, si, de algún modo, pueden ver mis sueños, entender mis pensamientos. Me vuelvo de lado y cierro los ojos.

Sueño que Clare y yo caminamos por un museo, que es un palacio antiguo, en el que todas las pinturas están enmarcadas con marcos dorados y rococó y los visitantes llevan pelucas empolvadas y de considerables dimensiones y visten ropajes colosales, hábitos y pantalones hasta las rodillas. No se inmutan cuando pasamos junto a ellos. Clare y yo contemplamos los cuadros, pero en realidad no son pinturas, sino poemas, unos poemas a los que, en cierto sentido, se les ha otorgado presencia física.

—Fíjate —le digo a Clare—, ese es de Emily Dickinson.

«El corazón pide placer primero; y luego que lo excusen del dolor…». Ella se queda en pie frente al resplandeciente poema amarillo y parece calentarse junto a él.

Vemos poesía de Dante, Donne, Blake, Neruda, Bishop; nos entretenemos en una sala llena de Rilke, pasamos rápido entre los Beats y nos detenemos en Verlaine y Baudelaire. En ese preciso instante me doy cuenta de que he perdido a Clare, y camino, corro, regreso a las galerías. De repente, la encuentro: en pie ante un poema, un diminuto poema blanco metido en una esquina. Está llorando. Cuando me acerco a ella por detrás, veo el poema: «Ahora me acuesto para dormir, ruego al Señor que mi alma guarde por mí, y si tengo que morir antes de despertar, ruego al Señor que de mi alma se pueda encargar».

Me revuelco en la hierba, hace frío, y el viento sopla con fiereza sobre mí, estoy desnudo y aterido en la oscuridad, hay nieve en la tierra, me hinco de rodillas, sobre la nieve, la sangre gotea en la nieve, alargo el brazo…

—Santo cielo, está sangrando…

—¿Cómo diantres ha ocurrido?

—Mierda, se ha arrancado todos los electrodos, ayúdame a acostarlo sobre la cama…

Abro los ojos. Kendrick y el doctor Larson están agachados sobre mí. El doctor Larson parece triste y preocupado, pero Kendrick esgrime una radiante sonrisa en el rostro.

—¿Ya lo tiene? —pregunto.

—Ha sido perfecto —responde él.

—Fantástico —digo yo, y entonces me desmayo.