Miércoles 8 de marzo de 1995
Henry tiene 31 años
HENRY: Matt y yo estamos jugando al escondite entre las estanterías de Colecciones Selectas. Intenta atraparme porque tenemos que dar una ponencia sobre caligrafía a uno de los jefes de la Newberry y su Club Femenino de las Letras. Si me oculto es porque intento ponerme todas las prendas antes de que me encuentre.
—Venga ya, Henry; nos están esperando.
Matt alza la voz desde algún punto cercano a las Recopilaciones de la Literatura Antigua Norteamericana. Yo, en cambio, me estoy poniendo los pantalones en Livres d'Artistes Français del siglo XX.
—Un minuto; estoy buscando una cosa.
Tomo nota mentalmente de aprender ventrilocuismo para momentos como este. La voz de Matt se acerca.
—Te diré que la señora Connelly está como loca, así que olvídalo y salgamos ahí fuera. —Matt asoma la cabeza por la hilera donde me encuentro, mientras todavía estoy abrochándome la camisa—. ¿Qué estás haciendo?
—¿Cómo dices?
—Has vuelto a corretear desnudo por las estanterías, ¿verdad?
—Hummm, puede. —Intento que mi tono de voz suene despreocupado.
—Por el amor de Dios, Henry. Dame el carrito.
Matt agarra el carrito cargado de libros y empieza a empujarlo hacia la sala de lectura. La pesada puerta metálica se abre y se cierra. Me pongo los calcetines y los zapatos, me anudo la corbata, sacudo la chaqueta y me la pongo. Luego me dirijo a la sala de lectura y me sitúo frente a Matt, al otro lado de la larga mesa escolar, alrededor de la cual se han colocado unas señoras ricas y de mediana edad. Empiezo mi discurso sobre las diversas letras que aparecen en los libros del genio de las letras Rudolf Koch. Matt despliega los fieltros, abre carpetas y va intercalando comentarios inteligentes sobre Koch; cuando ya llevamos casi una hora, tengo la sensación de que por el momento no va a matarme. Las felices señoras se marchan a almorzar con sus andares titubeantes. Matt y yo nos desplazamos por la mesa, devolviendo los libros a sus cajas y poniéndolos en el carrito.
—Siento haber llegado tarde —le digo.
—Si no fueras brillante, te habríamos curtido y te usaríamos para encuadernar Das Manifest der Nacktkultur.
—Ese libro no existe.
—¿Qué te apuestas?
—Nada.
Regresamos con el carrito a las estanterías y devolvemos las carpetas y los libros a sus estantes. Invito a Matt a almorzar al Beau Thai y todo queda perdonado, aunque no olvidado.
Martes 11 de abril de 1995
Henry tiene 31 años
HENRY: Hay una escalera en la biblioteca Newberry que me da miedo. Se ubica en el extremo oriental del largo pasadizo que recorre cada una de las cuatro plantas y bisecciona las salas de lectura de las estanterías. No posee la magnificencia de la escalera principal, con los peldaños de mármol y las balaustradas esculpidas. Carece de ventanas. Hay fluorescentes, paredes de bloques de hormigón ligero y escaleras de cemento armado señalizadas con unas bandas de seguridad amarillas. Las puertas de cada planta son metálicas, y no tienen mirilla. Sin embargo, eso no es lo que me asusta. Lo que no me gusta de esta escalera es la jaula.
La jaula mide cuatro pisos de altura y ocupa el hueco de la escalera. A primera vista parece la caja de un ascensor, salvo que no hay ningún ascensor, ni nunca lo ha habido. Nadie en Newberry parece saber para qué sirve la jaula o por qué razón fue instalada. Me imagino que la colocaron para impedir que la gente se tirara desde lo alto de las escaleras y aterrizara en el suelo con una cadera rota. La jaula es de color beis y está construida con acero.
El día que me incorporé a la plantilla de la Newberry, Catherine me organizó una visita guiada por todos los recovecos de la institución. Me mostró con orgullo las estanterías, el cuarto de los artefactos, la habitación que no se utiliza en el nexo oriental, donde Matt practica el canto, el cuchitril sorprendentemente desordenado de McAllister, los cubículos de los colegas y la sala donde almuerza el personal. Cuando Catherine abrió la puerta que da a la escalera para subir al departamento de Conservación, sentí un arrebato de pánico. Eché un vistazo al alambre en diagonal de la jaula y rehusé continuar, como un caballo asustado.
—¿Qué es eso? —le pregunté a Catherine.
—Ah, eso es la jaula —me contestó ella con gran naturalidad.
—¿Es un ascensor?
—No, solo una jaula. No creo que sirva para nada.
—Ah. —Me acerqué y miré dentro—. ¿Hay alguna puerta ahí abajo?
—No. No se puede acceder al interior.
—Ya.
Subimos las escaleras y continuamos la visita guiada. A partir de ese momento he evitado utilizar esta escalera. Intento no pensar en la jaula. No quiero ponerme melodramático, pero si algún día terminara ahí dentro, la verdad es que no podría salir.
Viernes 9 de junio de 1995
Henry tiene 31 años
HENRY: Me materializo en el suelo del servicio de caballeros del personal que hay en la cuarta planta de la Newberry. Hace días que desaparecí. Estuve perdido por la Indiana rural de 1973, y estoy cansado, hambriento y voy sin afeitar; peor aún, tengo un ojo morado y no consigo encontrar mi ropa. Me levanto y me encierro en un váter, me siento y pienso. Mientras reflexiono entra alguien, se desabrocha la bragueta y se planta frente al urinario. Al terminar, vuelve a abrocharse la bragueta, se queda quieto durante unos segundos y justo entonces estornudo.
—¿Quién anda ahí?
Permanezco sentado en silencio. En el espacio que media entre la puerta y el váter veo que Roberto se agacha lentamente hasta descubrir mis pies.
—¿Eres tú, Henry? Le diré a Matt que te traiga la ropa. Por favor, vístete y ven a mi despacho.
Entro con sigilo en el despacho de Roberto y me siento delante de él. Está al teléfono, y mientras tanto miro a hurtadillas el calendario. Es viernes. El reloj que hay sobre su escritorio marca las 14.17. He estado fuera poco más de veintidós horas. Roberto cuelga con suavidad el teléfono y se vuelve para mirarme.
—Cierra la puerta.
Por supuesto, es una mera formalidad, porque las paredes de los despachos en realidad no llegan al techo, pero hago lo que me dice.
Roberto Calle es un eminente erudito del Renacimiento italiano y el director de Colecciones Selectas. Por lo general, es un hombre muy sanguíneo, rubio, barbudo y animoso; ahora, sin embargo, me contempla con una mirada triste por encima de las bifocales.
—Esto no puede continuar así, supongo que ya lo sabes.
—Sí, lo sé.
—¿Puedo preguntarte cómo conseguiste ese impresionante ojo a la funerala? —dice Roberto en un tono adusto.
—Creo que me estampé contra un árbol.
—Claro. ¡Qué idiota no haberlo pensado antes!
Nos miramos a los ojos, sentados.
—Ayer advertí por casualidad que Matt entraba en tu despacho con un montón de ropa en los brazos. Como no es la primera vez que veo a Matt dando vueltas y trajinando ropa, le pregunté de dónde había sacado esas prendas, y él me contestó que las había encontrado en el servicio de caballeros. Le pregunté entonces por qué se sentía obligado a devolverlas a tu despacho, y él me dijo que le pareció que era lo que llevabas ese día, lo cual era cierto. Como nadie podía encontrarte, dejamos la ropa sobre tu escritorio.
Calla unos segundos, como si yo tuviera que intervenir, pero no se me ocurre nada apropiado para la ocasión.
—Esta mañana ha llamado Clare y le ha dicho a Isabelle que tenías la gripe y no vendrías a trabajar.
Reclino la cabeza en mi mano. El ojo me da punzadas.
—Haz el favor de darme una explicación —me exige Roberto.
Es tentador decirle: «Roberto, quedé atrapado en 1973 y no podía salir de allí. Pasé varios días en Muncie, en Indiana, viviendo en un establo; y me golpeó el propietario del establo porque pensaba que intentaba liarme con sus ovejas». Claro que darle una explicación como esa es del todo imposible; así que le digo:
—La verdad es que no lo recuerdo, Roberto. Lo siento.
—Ah. Bien, supongo que en ese caso Matt gana la apuesta.
—¿Qué apuesta?
Roberto sonríe, y entonces pienso que a lo mejor no me despedirá.
—Matt apostó a que ni siquiera te esforzarías en encontrar una explicación plausible. Amelia puso dinero a favor de que habías sido abducido por alienígenas. Isabelle apostó que estabas involucrado en un cártel de contrabando de droga y la Mafia te había secuestrado y asesinado.
—¿Y qué pensó Catherine?
—Oh, Catherine y yo estamos convencidos de que todo esto se debe a un inconfesable y extraño vicio de cariz sexual, que tiene que ver con la desnudez y los libros.
Respiro hondo.
—Es más bien como una epilepsia.
Roberto me mira con escepticismo.
—¿Epilepsia? Desapareciste ayer por la tarde. Tienes un ojo morado y la cara y las manos llenas de rasguños. Ayer ordené a seguridad que registraran el edificio de arriba abajo para localizarte; y me contaron que tienes la costumbre de quitarte la ropa entre las estanterías.
Me quedo mirándome fijamente las uñas. Cuando levanto la vista, Roberto contempla el paisaje a través de la ventana.
—No sé qué hacer contigo, Henry. Odiaría tener que prescindir de ti; cuando estás aquí y vas completamente vestido puedes ser muy… competente; pero esta no es manera de hacer las cosas.
Permanecemos sentados, mirándonos durante unos minutos. Al final Roberto dice:
—Dime que esto no volverá a suceder.
—No puedo. Ojalá pudiera hacerlo.
Roberto suspira y señala la puerta con un gesto.
—Márchate. Ve a catalogar la colección Quigley, eso te mantendrá alejado de los problemas durante un tiempo.
(La colección Quigley, que ha sido donada recientemente, es un conjunto de unas doscientas piezas de objetos Victorianos sin valor intrínseco, en su mayoría relacionados con el jabón). Asiento en señal de obediencia y me levanto. Al abrir la puerta, Roberto dice:
—Henry, ¿tan difícil te resulta contármelo?
Dudo.
—Sí.
Roberto se queda en silencio. Cierro la puerta tras de mí y me dirijo a mi despacho. Matt está sentado a mi escritorio, traspasando actividades de su calendario al mío. Levanta los ojos cuando entro.
—¿Te ha despedido?
—No.
—¿Por qué no?
—No lo sé.
—¡Qué raro! A propósito, di tu clase a los Encuadernadores Artesanos de Chicago.
—Gracias. ¿Te invito a comer mañana?
—Muy bien. —Matt consulta el calendario delante de mí—. Tenemos una ponencia con unos alumnos de Columbia de una clase de Historia de la Tipografía dentro de cuarenta y cinco minutos.
Asiento y empiezo a revolver en mi escritorio para consultar la lista de artículos que vamos a mostrarles.
—Oye, Henry.
—Dime.
—¿Dónde estabas?
—En Muncie, en Indiana, en 1973.
—Sí, ya… —Matt pone los ojos en blanco y me dedica una sonrisa sarcástica—. Déjalo, qué más da.
Domingo 17 de diciembre de 1995
Clare tiene 24 años, y Henry 8
CLARE: He ido a visitar a Kimy. Es un domingo por la tarde del mes de diciembre, y está nevando. He terminado de comprar los regalos de Navidad, y ahora estoy sentada en la cocina de Kimy, tomando una taza de chocolate deshecho y calentándome los pies en el radiador del zócalo; le cuento historias de ofertas y ornamentaciones. Kimy juega al solitario mientras hablamos; admiro su modo experto de barajar las cartas, el eficiente latigazo de la carta roja sobre la negra. Una cazuela de estofado hierve a fuego lento. De repente, se oye un ruido en el comedor y cae una silla al suelo. Kimy levanta la vista y se vuelve.
—Kimy —le susurro—. Hay un niño pequeño bajo la mesa del comedor.
Alguien se está riendo.
—¿Eres tú, Henry? —lo llama Kimy.
Nadie contesta. Ella se levanta y se detiene en la entrada.
—Oye, amigo, de eso nada. Haz el favor de ponerte la ropa, señorito.
Kimy desaparece en el comedor. Cuchicheos. Más risitas. Silencio. De repente, un niño pequeño y desnudo se me queda mirando fijamente desde la puerta, y del mismo modo repentino se desvanece. Kimy regresa y se sienta a la mesa para finalizar la partida.
—¡Caray! —exclamo.
Kimy sonríe.
—Eso no suele ocurrir con demasiada frecuencia últimamente. Ahora cuando aparece ya es adulto; aunque tampoco viene tanto como antes.
—Jamás lo había visto ir hacia delante de ese modo, viajar hacia el futuro.
—Bueno, todavía no tienes tanto futuro con él.
Me lleva un segundo comprender a lo que se refiere. Cuando me doy cuenta, me pregunto qué clase de futuro tendremos, y entonces pienso en un futuro que se expande y se abre progresivamente para que Henry venga a visitarme desde el pasado. Me tomo el chocolate y contemplo el patio helado de Kimy.
—¿Lo echas de menos? —le pregunto.
—Sí, lo echo de menos; pero ahora ya es un hombre hecho y derecho. Cuando viene de pequeñito, es como un fantasma, ¿sabes?
Asiento. Kimy termina la partida, recoge las cartas, me mira y sonríe.
—¿Cuándo vais a tener un bebé vosotros dos, eh?
—No lo sé, Kimy. Ni siquiera sé si podemos tener hijos.
Kimy se levanta, se acerca al fuego y remueve el estofado.
—Bueno, nunca se sabe.
—Cierto. —Nunca se sabe.
Unas horas más tarde estoy en la cama con Henry. No ha parado de nevar y los radiadores emiten débiles sonidos metálicos. Me vuelvo hacia él y Henry se me queda mirando.
—Hagamos un bebé —le digo.
Lunes 11 de marzo de 1996
Henry tiene 32 años
HENRY: He seguido la pista del doctor Kendrick, y he descubierto que trabaja en el Hospital de la Universidad de Chicago. Hace un día malísimo, húmedo y frío, y estamos en el mes de marzo. El mes de marzo en Chicago debería ser mejor que el mes de febrero, pero a veces eso no ocurre. Subo al Ferrocarril Central de Illinois y me siento de espaldas. Chicago se extiende tras de nosotros, y no tardamos en llegar a la calle Cincuenta y nueve. Desembarco y avanzo con dificultad entre una lluvia que cae en diagonal. Son las nueve de la mañana de un lunes. La gente se repliega sobre sí misma, resistiéndose a volver a la semana laboral. Me gusta Hyde Park. Me hace sentir como si me hubiera caído de Chicago y hubiera ido a parar a cualquier otra ciudad, Cambridge, quizá. Los grises edificios de piedra tienen un aspecto más oscuro a causa de la lluvia, y de los árboles caen heladas y gruesas gotas que van calando a los peatones. Siento la ciega serenidad que se experimenta ante un hecho consumado; podré convencer a Kendrick, a pesar de haber fracasado con muchísimos otros médicos, porque sé que lo convenzo. Él será mi médico porque en el futuro lo es.
Penetro en un pequeño edificio, imitación Mies, que se encuentra junto al hospital. Cojo el ascensor hasta la tercera planta, abro una puerta de cristal que ostenta una leyenda en dorado: Dr. C. P. Sloane y Dr. D. L. Kendrick, me anuncio a la recepcionista y me siento en una silla tapizada en un color lavanda intenso. La sala de espera es rosa y violeta, supongo que para tranquilizar a los pacientes. El doctor Kendrick es genetista y, cuestión nada irrelevante, también filósofo; esta última faceta, supongo, debe de serle de bastante utilidad para contrarrestar las duras realidades prácticas de la primera. Hoy soy el único paciente que espera en la salita. He llegado diez minutos antes. El papel pintado presenta unas bandas anchas del color exacto del Pepto-Bismol, que nada tiene que ver con la pintura de un molino de agua que hay frente a mí, en la que predominan los marrones y los verdes. El mobiliario es pseudocolonial, pero hay una estera bastante bonita, una especie de delicada alfombra persa, que me produce mucha lástima, embutida en este espacio que es la fantasmagórica salita de espera. La recepcionista es una mujer de mediana edad; tiene una mirada afable y el rostro surcado de arrugas muy profundas debido a los muchos años de exposición solar; ahora también luce un intenso bronceado, en marzo y en Chicago.
A las 9.35 oigo voces en el pasillo y una mujer rubia entra en la sala de espera con un niño que va en una silla de ruedas. El muchacho parece tener parálisis cerebral o algo parecido. La mujer me sonríe, y yo le devuelvo la sonrisa. Cuando se vuelve, veo que está embarazada.
—Puede entrar, señor DeTamble —dice la recepcionista.
Sonrío al chiquillo al pasar por su lado. Sus enormes ojos me captan, pero no me devuelve la sonrisa. Entro en el despacho del doctor Kendrick y veo que anota algo en un fichero. Me siento y él sigue escribiendo. Es más joven de lo que yo creía; debe de tener unos cuarenta años. Siempre espero que los médicos sean viejos. No puedo evitarlo, es un legado de la infancia, transcurrida entre inacabables especialistas en medicina. Kendrick es pelirrojo, de rostro alargado, lleva barba y unas gafas de montura metálica y gruesa. Se parece un poco a D. H. Lawrence. Viste un bonito traje gris antracita y una estrecha corbata verde oscuro, con un pasador que representa una trucha arco iris. Junto a su codo hay un cenicero rebosante de colillas, y en la habitación se condensa el humo de cigarrillo, a pesar de que en estos instantes no está fumando. Todo es muy moderno: acero tubular, sarga beis, madera clara. Kendrick levanta la vista hacia mí y me sonríe.
—Buenos días, señor DeTamble. ¿En qué puedo ayudarlo? —Consulta su agenda—. Creo que no tengo sus datos, ¿verdad que no? ¿Cuál es su problema?
—Dasein.
Kendrick se queda atónito.
—Dasein? ¿El ser? Y eso, ¿por qué?
—Sufro de una dolencia que me han dicho que se llamará cronoafección. Me cuesta mucho permanecer en el presente.
—¿Cómo dice?
—Viajo a través del tiempo. De forma involuntaria.
Kendrick se ha puesto nervioso, pero controla su desconcierto. Me gusta. Intenta tratarme como corresponde a una persona cuerda, aunque estoy seguro de que está valorando a cuál de sus amigos psiquiatras me enviará.
—¿Por qué necesita a un genetista? ¿O es que ha venido a consultarme su problema por mi condición de filósofo?
—Es una enfermedad genética. A pesar de que para mí será un placer tener a alguien con quien charlar sobre las implicaciones más profundas del problema.
—Señor DeTamble, sin duda alguna usted es un hombre inteligente… Créame si le digo que jamás he oído hablar de esa enfermedad. No puedo hacer nada por usted.
—No me cree.
—Exacto, no le creo.
Ahora sonrío, con arrepentimiento. Me siento fatal, pero tengo que hacerlo.
—Bueno, he ido a un buen número de médicos a lo largo de mi vida, pero esta es la primera vez que tengo algo que ofrecer a modo de prueba. Aun así, le garantizo que nadie me cree. ¿Verdad que usted y su esposa están esperando un hijo para el mes que viene?
Se muestra cauteloso.
—Sí, ¿cómo lo sabe?
—Dentro de unos años veré el certificado de nacimiento de su hijo. Luego viajo al pasado de mi esposa, escribo la información dentro de este sobre y ella me lo entrega cuando nos conocemos en el presente. Ahora soy yo quien se lo da a usted. Ábralo cuando su hijo haya nacido.
—Vamos a tener una niña.
—No, la verdad es que no —le digo con amabilidad—, pero no discutamos por minucias. Guárdeselo y ábralo cuando el niño haya nacido. No lo tire. Después de haberlo leído, llámeme, si quiere.
Me levanto para marcharme.
—Buena suerte —le digo, aunque en la actualidad no creo en la suerte. Lo siento muchísimo por él, pero no hay otro modo de hacerlo.
—Adiós, señor DeTamble —dice el señor Kendrick con frialdad.
Me marcho. Al entrar en el ascensor, deduzco que debe de estar abriendo el sobre en este preciso instante. Dentro hay una hoja mecanografiada que dice:
Colin Joseph Kendrick
6 de abril de 1996; 1.18 horas.
2 kg, 951 g.
Varón caucásico.
Síndrome de Down.
Sábado 6 de abril de 1996; 5.32 horas
Henry tiene 32 años, y Clare 24
HENRY: Estamos durmiendo entrelazados; nos hemos pasado la noche despertándonos cada dos por tres, moviéndonos de un lado a otro, levantándonos y acostándonos de nuevo. El bebé de los Kendrick ha nacido hoy de madrugada. El teléfono no tardará en sonar; y, efectivamente, suena. Lo tenemos instalado en el lado de Clare, así que es ella quien lo descuelga y se pone al aparato.
—¿Diga? —pregunta en voz queda, y luego me pasa el auricular.
—¿Cómo lo sabía usted? ¿Cómo diablos lo sabía? —Kendrick habla casi en susurros.
—Lo siento. Lo siento muchísimo.
Durante un minuto los dos permanecemos en silencio. Creo que Kendrick está llorando.
—Venga a mi despacho.
—¿Cuándo?
—Mañana —dice él, y luego cuelga el teléfono.
Domingo 7 de abril de 1996
Henry tiene 32 y 8 años, y Clare 24
HENRY: Clare y yo nos dirigimos a Hyde Park en coche. Llevamos casi todo el camino en silencio. Llueve, y los limpiaparabrisas aportan la nota rítmica del agua que se desparrama al estrellarse contra el coche y el viento.
Como si retomáramos una conversación que no estábamos precisamente manteniendo, Clare dice:
—No me parece justo.
—¿El qué? ¿Lo de Kendrick?
—Sí.
—La naturaleza no es justa.
—Ah… no. Quiero decir que sí, que es triste lo del bebé, pero en realidad me refería a nosotros. No me parece justo que saquemos partido de esta situación.
—¿Te refieres a que es poco deportivo?
—Exacto.
Suspiro. Aparece el letrero que anuncia la calle Cincuenta y siete, Clare cambia de carril y se detiene en el arcén.
—Estoy de acuerdo contigo, pero ya es demasiado tarde. Yo intentaba…
—En fin, de todos modos ya es demasiado tarde.
—Precisamente.
Volvemos a sumirnos en el silencio. Guío a Clare entre un amasijo de calles de dirección única y apenas tardamos unos minutos en detenernos frente al edificio de oficinas de Kendrick.
—Buena suerte.
—Gracias. —Estoy nervioso.
—Muéstrate agradable —me dice Clare, y me besa.
Nos miramos, todas nuestras esperanzas se tiñen del sentimiento de culpabilidad que experimentamos ante Kendrick. Clare sonríe, y desvía la mirada. Salgo del coche y observo cómo se aleja con el coche por la calle Cincuenta y nueve y cruza el Midway. Tiene que hacer un recado en la galería Smart.
La puerta principal no está cerrada con llave y subo en el ascensor hasta la tercera planta. No hay nadie en la sala de espera de Kendrick, la atravieso y recorro el pasillo. La puerta de su despacho está abierta, las luces, apagadas. Kendrick está de pie, tras su escritorio; me da la espalda, desde la ventana contempla la lluviosa calle a sus pies. Me detengo en el umbral y permanezco callado durante un buen rato. Al final, entro en el despacho.
Kendrick se vuelve, y el cambio que advierto en su rostro me deja estupefacto. El incidente no ha hecho estragos en él, más bien es como si lo hubiera vaciado, lo hubiera desposeído de algo con lo que antes contaba: la seguridad, la confianza, la decisión. La verdad es que estoy tan acostumbrado a vivir en un trapecio metafísico que olvido que otras personas tienden a disfrutar de un terreno más sólido.
—Henry DeTamble —dice Kendrick.
—Hola.
—¿Por qué acudió a mí?
—Porque ya había acudido a usted. No podía elegir.
—¿Me está hablando del destino?
—Llámelo como quiera. Las cosas se vuelven muy circulares cuando se trata de todo lo que concierne a mi persona. La causa y el efecto se confunden.
Kendrick se sienta al escritorio y la butaca cruje. El único sonido que se percibe es el de la lluvia. Rebusca en el bolsillo, encuentra los cigarrillos y me mira. Me encojo de hombros. Kendrick enciende uno, y fuma durante un rato mientras yo lo observo.
—¿Cómo lo supo?
—Ya se lo dije antes. Vi el certificado de nacimiento.
—¿Cuándo?
—En 1999.
—Imposible.
—Pues entonces, explíquemelo usted.
Kendrick niega con la cabeza.
—No puedo. He intentado encontrar una explicación, y no puedo. Todo era… correcto. La hora, el día, el peso, la… anormalidad. —Me mira con desesperación—. ¿Y si hubiéramos decidido llamarlo de otra manera… Alex, Fred, Sam…?
Imito su mismo gesto de negación, pero me detengo al darme cuenta de ello.
—Pero no lo hicieron. No me arriesgaré tanto como para afirmar que no pudieron hacerlo, pero la verdad es que no lo hicieron. Lo único que hice fue informarle. No soy vidente.
—¿Tiene hijos?
—No. —No quiero discutir el tema, aunque al final tendré que hacerlo—. Siento mucho lo de Colin, pero la verdad es que es un muchacho formidable.
Kendrick no aparta la mirada de mí.
—He descubierto dónde estaba el error. El resultado de nuestros análisis se traspapeló con el de otra pareja llamada Kenwick.
—¿Qué habrían hecho ustedes si lo hubieran sabido?
—No lo sé —me dice, apartando la mirada—. Mi esposa y yo somos católicos, por lo tanto imagino que el resultado final habría sido el mismo. Es irónico, no obstante…
—Sí.
Kendrick apaga el cigarrillo y enciende otro. Me resigno a sufrir uno de esos dolores de cabeza inducidos por el humo.
—¿Cómo funciona?
—¿El qué?
—Esta supuesta historia de viajar a través del tiempo que se supone le ocurre a usted —dice en un tono irritado—. ¿Pronuncia palabras mágicas? ¿Se sube a una máquina?
Intento que mi explicación suene plausible.
—No. No hago nada. Tan solo sucede. No puedo controlarlo, yo… Todo es normal y, de repente, me encuentro en otro lugar, en otra época. Como si hubiera cambiado de canal. De pronto descubro que me encuentro en otro tiempo y lugar.
—Ya, y ¿qué quiere que haga yo?
—Quiero que descubra el porqué, y que acabe con mi problema —le digo, inclinándome hacia delante para dar mayor énfasis a mis palabras.
Kendrick sonríe, pero su sonrisa no es amigable.
—¿Por qué iba usted a querer hacer algo así? A mí me parece que puede serle muy útil saber tantas cosas que los demás no sabemos.
—Es peligroso. Tarde o temprano me matará.
—Lamento decirle que eso no me importa lo más mínimo.
No tiene ningún sentido continuar. Me levanto y me dirijo hacia la puerta.
—Adiós, doctor Kendrick.
Desando el pasillo despacio, dándole la oportunidad de llamarme, pero eso no sucede. Mientras estoy en el ascensor pienso con tristeza que si las cosas no han salido bien es porque así tenía que ser, y que tarde o temprano se enderezarán. Cuando abro la puerta, veo a Clare esperándome en el coche, aparcado al otro lado de la calle. Vuelve la cabeza y advierto una expresión tan esperanzada en su rostro que me embarga la tristeza, temo contárselo, y cuando me decido a cruzar la calle para reunirme con ella, los oídos empiezan a zumbarme, pierdo el equilibrio y caigo, pero en lugar de golpearme contra la acera, me desplomo sobre una moqueta, y me quedo echado, hasta que oigo una voz familiar de niño que me pregunta:
—Henry, ¿estás bien?
Levanto la vista y me veo, con ocho años de edad, incorporado en la cama y observándome.
—Estoy perfectamente, Henry. —No parece convencido—. De verdad, estoy bien.
—¿Te apetece una taza de Ovaltine?
—Claro.
Henry salta de la cama, cruza la habitación tambaleándose y sale al pasillo. Es medianoche. Revuelve en la cocina durante un rato y, al final, regresa con dos tazas de chocolate deshecho, que bebemos despacio, en silencio. Cuando terminamos, Henry se lleva las tazas a la cocina y las lava. Resulta más prudente no dejar pistas. Una vez todo ordenado, el chiquillo vuelve al dormitorio.
—¿Qué ocurre? —le pregunto.
—Nada importante. Hoy hemos ido a ver a otro médico.
—Vaya, yo también. ¿A cuál?
—He olvidado su nombre. Un viejo con las orejas muy peludas.
—¿Qué tal ha ido?
Henry se encoge de hombros.
—No me ha creído.
—Ya; sería mejor que lo dejarais correr. Ninguno de esos médicos te creerá jamás. Bueno, el que me ha visitado hoy me ha creído, supongo, pero no ha querido ayudarme.
—¿Y eso por qué?
—Imagino que no le gusto demasiado.
—Ah. Oye, ¿quieres unas mantas?
—Hummm, bueno, quizá solo una.
Estiro la colcha de la cama de Henry y me acurruco en el suelo.
—Buenas noches, que duermas bien.
Veo el destello de los blancos dientes de mi pequeño yo en la penumbra azulada del dormitorio, antes de que mi álter ego se vuelva y se haga un ovillo como los niños dormidos, mientras yo me quedo mirando fijamente el techo de mi antiguo cuarto, deseando regresar junto a Clare.
CLARE: Henry sale del edificio con la mirada triste, de repente grita y se desvanece. Salto del coche y corro hacia el lugar donde estaba Henry hace tan solo un instante, aunque por supuesto ahora únicamente hay un montón de ropa. Recojo todas sus prendas y me detengo unos segundos en medio de la calle para que los latidos de mi corazón retornen a la normalidad. Es entonces cuando veo el rostro de un hombre mirándome desde una ventana del tercer piso. Luego desaparece. Regreso al automóvil, entro y me quedo sentada, con la mirada perdida en la camisa azul claro y los pantalones negros de Henry, preguntándome si tiene algún sentido quedarme ahí. Llevo Retorno a Brideshead en el bolso, así que decido que me quedaré un ratito por si Henry no tarda en reaparecer. Cuando me vuelvo para buscar el libro, veo a un hombre pelirrojo que corre hacia el coche. Se detiene frente a la portezuela del copiloto y atisba hacia el interior. Debe de ser Kendrick. Abro el seguro y entra en el automóvil, pero no sabe muy bien qué decirme.
—Hola —le saludo yo para romper el hielo—. Usted debe de ser David Kendrick. Me llamo Clare DeTamble.
—Sí… —Se le ve absolutamente acalorado—. Sí, sí. Su marido…
—Acaba de desaparecer a plena luz del día.
—¡Exacto!
—Parece sorprendido.
—Hombre…
—¿Acaso no se lo ha contado? Es algo que suele ocurrirle a menudo. —Hasta ahora no me impresiona demasiado este tipo, pero persevero—. Siento mucho lo de su bebé, pero Henry dice que es un muchacho encantador, que dibuja francamente bien y posee muchísima imaginación. Además, su hija tiene un gran talento, y todo saldrá bien. Ya lo verá.
Se le escapa un grito ahogado.
—No tenemos una hija. Solo a… Colin.
—Pero la tendrán. Se llama Nadia.
—Ha sido una conmoción terrible. Mi esposa está muy afectada…
—Todo se arreglará. De verdad.
Para mi sorpresa este extraño personaje empieza a llorar, sacudiendo los hombros y ocultando la cabeza entre las manos. Al cabo de unos minutos, más tranquilo, se incorpora. Le ofrezco un pañuelo de papel, y él se suena la nariz.
—Lo siento muchísimo —empieza a decirme.
—No importa. ¿Qué ocurrió ahí dentro entre usted y Henry? No fue bien, ¿verdad?
—¿Cómo lo sabe?
—Estaba sometido a una gran presión, y por eso perdió pie en el presente.
—¿Dónde está? —Kendrick mira a su alrededor, como si yo hubiera escondido a Henry en el asiento trasero.
—No lo sé. Aquí no, desde luego. Esperábamos que usted pudiera ayudarnos, pero supongo que eso no será posible.
—Bueno, no sé cómo podría yo…
En ese preciso instante Henry aparece exactamente en el mismo sitio donde se ha volatilizado. Tiene un coche a unos seis metros de distancia, el conductor pisa el freno y Henry se lanza contra el capó de nuestro coche. El hombre baja el cristal de la ventanilla y Henry se incorpora y le dedica una leve reverencia, lo cual desata los gritos del automovilista, que por fin se calma y se aleja por la carretera. La sangre me ha subido a la cabeza. Miro a Kendrick, que está sin habla. Salgo del coche en un arrebato y Henry baja del capó.
—Hola, Clare. Ha ido de un pelo, ¿eh?
Lo rodeo con mis brazos; está temblando.
—¿Tienes mi ropa?
—Sí, te la he guardado. Ah… Por cierto, Kendrick está aquí.
—¿Qué? ¿Dónde?
—En el coche.
—¿Por qué?
—Te vio desaparecer y creo que eso le ha trastocado el juicio.
Henry mete la cabeza en la portezuela del copiloto.
—Hola.
Agarra su ropa y empieza a vestirse. Kendrick sale del automóvil y empieza a pasear alrededor de nosotros.
—¿Dónde estaba?
—En 1971. Tomaba Ovaltine conmigo mismo a los ocho años, en mi antiguo dormitorio, a la una de la mañana. Estuve ahí durante una hora aproximadamente. ¿Por qué lo pregunta? —Henry mira a Kendrick con frialdad mientras se anuda la corbata.
—Increíble.
—Puede seguir diciendo lo mismo las veces que quiera, pero por desgracia es cierto.
—¿Quiere decir que se convirtió en usted mismo a los ocho años?
—No. Quiero decir que me encontraba en mi antiguo dormitorio del piso de mi padre en 1971, con mi aspecto de ahora, a los treinta y dos años, junto a mí mismo a los ocho, bebiendo Ovaltine. Estuvimos charlando sobre la incredulidad de la profesión médica. —Henry da la vuelta al coche y abre la portezuela—. Clare, larguémonos. Esto es absurdo.
—Adiós, doctor Kendrick —digo mientras me dirijo al asiento del conductor—. Buena suerte con Colin.
—Esperen… —Kendrick calla, intenta controlarse—. ¿Es una enfermedad genética?
—Sí —contesta Henry—. Es una enfermedad genética, y estamos intentando tener un hijo.
Kendrick sonríe con tristeza.
—Es algo francamente arriesgado.
—Estamos acostumbrados a correr riesgos —le respondo con una sonrisa—. Adiós.
Henry y yo subimos al coche, arranco y nos alejamos. Me detengo más tarde en el arcén del paseo de la Ribera del Lago y miro a hurtadillas a Henry, quien, para mi sorpresa, está sonriendo de oreja a oreja.
—¿Qué es lo que te satisface tanto?
—Kendrick. Ha mordido el anzuelo.
—¿Tú crees?
—Desde luego.
—Bien, fantástico; pero me ha parecido un tanto duro de entendederas.
—No lo creas.
—Muy bien.
Reiniciamos la marcha en silencio, en un silencio de una naturaleza absolutamente distinta al de la ida. Kendrick llama a Henry esa misma noche, y conciertan una entrevista para iniciar la tarea de descubrir el modo de mantener a Henry en el presente.
Viernes 12 de abril de 1996
Henry tiene 32 años
HENRY: Kendrick se sienta con la cabeza inclinada. Mueve los pulgares alrededor del perímetro de sus palmas, como si quisieran escaparle de las manos. Al caer la tarde, el despacho se ha iluminado con una luz dorada. Kendrick ha permanecido todo el rato sentado, inmóvil, salvo por esos pulgares giratorios, escuchándome hablar. La alfombra roja hindú, las patas de acero de las butacas de sarga beis llamean con la luz; los cigarrillos de Kendrick, un paquete de Camel, están intactos desde que empecé a hablar. La luz del sol ha elegido posarse sobre la montura dorada de sus gafas redondas; el perfil de la oreja derecha del doctor fulgura en rojo, el cabello que recuerda al pelaje de un zorro y la piel rosada están tan bruñidos por la luz, como los crisantemos amarillos que hay en el cuenco de latón situado sobre la mesa que nos separa. Kendrick se ha pasado toda la tarde sentado en su butaca, escuchándome.
Por mi parte, he decidido contárselo todo. El principio, el aprendizaje, el afán de sobrevivir y el placer de saber las cosas de antemano, el terror de conocer lo que no podemos impedir, la angustia por la pérdida. Seguimos sentados en silencio, y finalmente Kendrick levanta la cabeza y me mira. En sus ojos claros advierto una tristeza que deseo mitigar; después de habérselo expuesto todo, quiero llevarme mis historias conmigo y marcharme, evitarle que tenga que reflexionar sobre todas esas cosas. Kendrick, no obstante, coge el paquete de cigarrillos, selecciona uno, lo enciende, inhala y luego exhala una nube azulada, que se vuelve blanca cuando atraviesa el reguero de luz y penetra de nuevo en las sombras.
—¿Tiene dificultad en conciliar el sueño? —me pregunta, con la voz ronca por su prolongado silencio.
—Sí.
—¿Hay algún momento del día en especial en el que usted tienda a… desaparecer?
—No… Bueno, quizá a primera hora de la mañana es más frecuente que en otros momentos.
—¿Tiene cefaleas?
—Sí.
—¿Migrañas?
—No. Dolores de cabeza por la presión. Con distorsión de la visión y percepción de auras.
—Hummm.
Kendrick se levanta y las rodillas le crujen. Camina arriba y abajo del despacho, fumando, siguiendo el borde de la alfombra. Cuando sus idas y venidas ya empiezan a ponerme nervioso, se detiene y vuelve a sentarse.
—Escuche —me dice con el ceño fruncido—, existe algo llamado genes reloj, que rigen los ritmos circadianos, nos mantienen en sincronía con el sol y toda esa clase de historias. Los hemos descubierto en diversas variedades de células que tenemos por todo el cuerpo, pero fundamentalmente van ligados a la visión, y usted parece experimentar muchos de los síntomas a través de la vista. El núcleo supraquiasmático del hipotálamo, que está ubicado en la parte superior derecha de su quiasma óptico, funciona de botón de reinicio, como si dijéramos, de su noción del tiempo… Por lo tanto, ahí es donde quiero comenzar.
—Ah, muy bien —le contesto, porque me está mirando como si esperara una respuesta por mi parte.
Kendrick vuelve a levantarse y, de unas cuantas zancadas, llega a una puerta que yo no había advertido antes, la abre y desaparece tras ella durante un minuto. Cuando vuelve, lleva puestos unos guantes de látex y sostiene una jeringa en la mano.
—Súbase la manga —me exige.
—¿Qué va a hacer? —le pregunto mientras me subo la manga hasta el codo. No me responde, saca la jeringa del envoltorio, pasa un algodón por mi brazo, me ata una goma y me pincha con destreza. Aparto los ojos. El sol se ha retirado y ha dejado la oficina en penumbra.
—¿Tiene algún seguro médico? —me pregunta, sacando la aguja y desatándome el brazo. Me pone un algodón y una tirita sobre el pinchazo.
—No. Me haré cargo de las facturas —respondo mientras aprieto los dedos contra la herida y doblo el codo.
—No, no —me interrumpe Kendrick sonriendo—. Usted se convertirá en mi experimento científico, y se subirá al carro de mi beca del Instituto Nacional de la Salud.
—¿Con qué fin?
—No perderemos el tiempo haciendo pruebas y más pruebas. —Kendrick se detiene unos segundos, con los guantes usados en la mano y el pequeño vial de sangre que acaba de extraerme—. Vamos a obtener la secuencia de su ADN.
—Creía que se tardaban años en conseguirlo.
—Es cierto, si se quiere obtener el genoma entero. Sin embargo, nosotros empezaremos observando los enclaves más probables; el cromosoma diecisiete, por ejemplo.
Kendrick tira el látex y la aguja en un contenedor etiquetado con la palabra biorriesgo, y escribe algo en el pequeño vial rojo que contiene mi sangre. Al cabo de unos segundos, vuelve a sentarse delante de mí y coloca el vial encima de la mesa, al lado de los Camel.
—Pero no se descubrirá la secuencia del genoma humano hasta el año 2000. ¿Con qué va a compararlo?
—¿En 2000? ¿Tan pronto? ¿Está seguro? Sí, supongo que sí. No obstante, y para responder a su pregunta, puedo decirle que una enfermedad que es tan… perjudicial como la suya a menudo aparece reflejada como una especie de tartamudeo, un fragmento repetido del código que, en esencia dice: «Ojo, aquí hay problemas». La enfermedad de Huntington, por ejemplo, tan solo es un puñado extra de tripletes CAG en el cromosoma cuatro.
Me levanto y estiro las extremidades. No me iría nada mal un café.
—¿Eso es todo entonces? ¿Puedo salir a jugar ya?
—Bueno, quiero hacerle un escáner cerebral, pero hoy no. Le concertaré hora en el hospital. Haremos una resonancia magnética, un TAC y unas radiografías. También le enviaré a un amigo mío, Alan Larson; tiene una unidad del sueño aquí mismo, en el campus.
—¡Qué divertido! —exclamo levantándome despacio para que la sangre no me suba de golpe al cerebro.
Kendrick ladea la cabeza para observarme. No le veo los ojos, sus gafas son unos discos opacos y relucientes vistos desde este ángulo.
—Más que divertido, resulta extraño. Es un magnífico rompecabezas, y finalmente tenemos las herramientas para descubrir…
—¿Para descubrir el qué?
—Lo que sea. Lo que sea que es usted.
Kendrick sonríe y me doy cuenta de que sus dientes son irregulares y amarillentos. Se pone en pie y me tiende la mano, que yo le estrecho en señal de agradecimiento; se sucede una pausa incómoda: volvemos a comportarnos como extraños tras haber intimado esa tarde. Salgo de su consulta, bajo las escaleras y salgo a la calle, donde el sol me ha estado esperando. Lo que sea que soy yo; y ¿qué soy? ¿Qué soy yo, en realidad?