Marzo de 1994
Clare tiene 22 años, y Henry 30
CLARE: Finalmente sí, estamos casados. Durante los primeros tiempos vivimos en un piso de dos dormitorios, pensado para dos personas. Es luminoso, con los suelos de madera noble, color mantequilla, y una cocina llena de armarios antiguos y viejos electrodomésticos. Nos dedicamos a comprar, pasamos las tardes de los domingos en Crate & Barrel cambiando los regalos de boda; encargamos un sofá que no pasa por las puertas del piso y debemos devolverlo. El piso es un laboratorio en el que realizamos experimentos, llevamos a cabo investigaciones sobre el cónyuge. Descubrimos que Henry odia que me golpee con la cuchara en los dientes cuando estoy leyendo distraída el periódico durante el desayuno. Coincidimos en que si yo puedo escuchar a Joni Mitchell, él puede hacer lo mismo con The Shags, siempre y cuando la otra persona no se encuentre presente. Establecemos que Henry se encargará de cocinar y yo de lavar la ropa, pero ninguno de los dos está dispuesto a pasar la aspiradora; así que contratamos un servicio de limpieza.
Caemos en la rutina. Henry trabaja de martes a sábado en la biblioteca Newberry. Se levanta a las 7.30 y prepara el café, luego se pone la ropa de deporte y sale a correr. Cuando regresa, se ducha y se viste; yo me levanto tambaleante de la cama y charlo con él mientras me prepara el desayuno. Después de comer, se lava los dientes y sale pitando por la puerta para coger el metro, y yo vuelvo a la cama una horita más.
Cuando me levanto de nuevo, el apartamento se encuentra sumido en el silencio. Me doy un baño, me peino y me pongo la ropa de trabajo. Me sirvo otra taza de café, me voy a la habitación de atrás, que es mi estudio, y cierro la puerta.
Durante los primeros tiempos de mi vida de casada lo pasé muy mal en este estudio diminuto que he dispuesto en la habitación de atrás. Ese espacio al que puedo denominar mío, que no está impregnado de la presencia de Henry, es tan pequeño que mis ideas también se han vuelto insignificantes. Soy como un gusano de seda en una crisálida de papel; rodeada de montones de esbozos para realizar esculturas, dibujitos que parecen polillas revoloteando contra las ventanas, batiendo las alas para escapar de ese espacio minúsculo. Diseño maquetas, esculturas reducidas que son como pruebas que servirán para crear unas esculturas inmensas. A medida que pasan los días las ideas me asaltan con mayor reticencia, como si supieran que les haré pasar hambre y les atrofiaré el crecimiento. De noche sueño con colores y que sumerjo los brazos en cubas de fibra de papel. Sueño con jardines en miniatura que no puedo hollar porque soy una giganta.
Lo más seductor del proceso artístico (o de cualquier otro proceso, supongo) es el momento en que la idea vaporosa e insustancial se convierte en una presencia sólida, en un objeto, en una sustancia inmersa en un mundo de sustancias. Circe, Nimbue, Artemisa, Atenea… las viejas hechiceras debieron de conocer esa sensación cuando transformaban hombres ordinarios en criaturas fabulosas, robaban los secretos de los magos o disponían a los ejércitos: ah, fijaos, ahí está, la nueva entidad; sea un cochino, una guerra o un laurel, pero es arte. La magia que yo puedo crear ahora, sin embargo, es magia de andar por casa, magia en diferido. Trabajo cada día, pero nada se materializa. Me siento como Penélope, tejiendo y destejiendo.
¿Qué podría decir de Henry, mi Odiseo? Henry es un artista que pertenece a otra categoría, un artista de la desaparición. Las breves ausencias de Henry amenazan nuestra vida en común en este apartamento demasiado pequeño. A veces él desaparece discretamente; a lo mejor he salido de la cocina, me dirijo al vestíbulo y descubro un montón de ropa en el suelo, o bien me levanto de la cama por la mañana y veo que sale agua de la ducha a pesar de que no hay nadie en ella. En ocasiones es aterrador. Una tarde en que estaba trabajando en el estudio oí a alguien gemir al otro lado de la puerta; la abrí y me encontré a Henry de rodillas y con las manos en el suelo, desnudo en el pasillo, sangrando abundantemente en la cabeza. Abrió entonces los ojos, me vio y desapareció. A veces me despierto por la noche y Henry no está a mi lado. Por la mañana sé que me contará adonde ha ido, del mismo modo que los demás maridos les cuentan a sus esposas los sueños que han tenido: «Estaba en la biblioteca Selzer a oscuras, en 1989». O bien: «Me perseguía un pastor alemán por el patio de una casa y tuve que subirme a un árbol». O bien: «Me he quedado bajo la lluvia, cerca del piso de mis padres, escuchando cantar a mi madre». Espero que Henry me cuente algún día que me ha visto de niña, pero hasta el momento aún no ha ocurrido. Cuando era pequeña, siempre deseaba ver a Henry. Cada una de sus visitas suponía todo un acontecimiento. Ahora, sin embargo, sus ausencias representan el vacío, una resta, una historia que tendré que oír cuando mi aventurero se materialice a mis pies, sangrando o silbando, sonriendo o temblando. Ahora tengo miedo cuando se marcha.
HENRY: Cuando vives con una mujer, aprendes algo cada día. Hasta ahora he aprendido que el cabello largo atasca el desagüe de la ducha antes de que puedas pronunciar «Sidol»; que no es aconsejable recortar algo del periódico antes de que tu esposa lo haya leído, aunque el periódico en cuestión sea de hace una semana; que soy la única persona en nuestro hogar para dos que puede comer lo mismo para cenar tres noches seguidas sin que le entren náuseas; y que los cascos para escuchar música se inventaron para proteger a los cónyuges de los excesos musicales del otro. (¿Cómo es posible que Clare escuche a Cheap Trick? ¿Por qué le gustan The Eagles? Nunca sabré la razón, porque se pone a la defensiva cuando se lo pregunto. ¿Cómo puede ser que la mujer a quien amo no quiera escuchar a los Musique du Garrot et de la Farraille?). Sin embargo la lección más dura es la soledad de Clare. A veces regreso a casa y ella parece irritada; es evidente que he interrumpido el hilo de sus pensamientos, he truncado el silencio soñador de su jornada. A veces vislumbro una expresión en su rostro que es como una puerta cerrada. Clare se ha retirado entonces a ese cuarto donde habita su mente, y se queda ahí sentada, haciendo punto o cualquier otra actividad. He descubierto que a Clare le gusta estar sola. Ahora bien, cuando vuelvo de uno de mis viajes por el tiempo, siempre le alivia volver a verme.
Cuando la mujer con quien convives es una artista, cada día te depara una sorpresa. Clare ha convertido el segundo dormitorio en un armario de sorpresas, y lo ha llenado de esculturas diminutas y de dibujos que ha colgado a lo largo de la pared, sin dejar ni un resquicio libre. Hay bobinas de alambre y rollos de papel embutidos en estanterías y cajones. Las esculturas me recuerdan a las cometas, o bien a maquetas de aeroplanos. Una noche se lo comento, de pie, en el umbral de su estudio, vestido con traje y corbata, recién llegado del trabajo y antes de ponerme a preparar la cena, y entonces ella me lanza una de sus creaciones. Sorprendentemente vuela muy bien y, de repente, nos colocamos en ambos extremos del pasillo y empezamos a lanzarnos diminutas esculturas para comprobar su aerodinámica. Al día siguiente, cuando llego a casa, descubro que Clare ha creado una bandada de pájaros de papel y alambre que cuelgan del techo de la sala de estar. Una semana después las ventanas de nuestro dormitorio desaparecen tras unas formas abstractas, azules y translúcidas, que el sol catapulta contra las paredes del cuarto, que hace las veces de firmamento para las siluetas de las aves que Clare ha pintado en esa superficie. Es precioso.
La noche siguiente contemplo a Clare desde el umbral de su estudio, observo cómo termina de dibujar un puñado de líneas negras alrededor de un pajarillo rojo cuando, de súbito, la veo, en su cuartito, cercada por todas sus cosas, y me doy cuenta de que intenta decirme algo. Entonces sé lo que debo hacer.
Miércoles 13 de abril de 1994
Clare tiene 22 años, y Henry 30
CLARE: Oigo la llave de Henry en la puerta principal y salgo del estudio para recibirlo. Para mi sorpresa, lleva un televisor. En casa no vemos la televisión porque Henry no puede y a mí no me interesa perder el tiempo viéndola sola. El televisor es un aparato viejo, pequeño y polvoriento, que sintoniza las cadenas en blanco y negro y tiene la antena rota.
—Hola, cariño. Ya he llegado a casa —dice Henry, dejando el televisor en la mesita de la sala de estar.
—Ecs, está asqueroso. ¿Lo has encontrado en el callejón?
Henry parece ofendido.
—Lo he comprado en el Unique. Diez dólares.
—¿Por qué?
—Hoy dan un programa que creo que deberíamos ver.
—Pero… —No logro imaginar qué clase de espectáculo le compensaría el riesgo de tener que viajar a través del tiempo.
—No pasa nada, yo no me sentaré a mirarlo, pero quiero que tú lo veas.
—Ah, ¿el qué? —Estoy tan desconectada de todo lo que ponen por la tele…
—Es una sorpresa. Lo dan a las ocho.
El televisor se queda en el suelo de la sala de estar mientras cenamos. Henry se niega a contestar cualquier pregunta sobre el tema y se empeña en tomarme el pelo preguntándome qué haría si pudiera disponer de un estudio inmenso.
—¿Y qué más da? Ya tengo mi armarito. A lo mejor me dedico al origami.
—Venga ya, te lo digo en serio.
—No lo sé. —Enrollo lingüini con el tenedor—. Haría las maquetas cien veces mayores. Dibujaría sobre piezas de papel de pulpa de algodón de tres metros por tres. Llevaría patines para ir de un extremo a otro del estudio. Instalaría unas cubas enormes, un sistema de secado japonés, una batidora Reina de cinco kilos… —Me cautiva la imagen mental que acabo de formarme de ese estudio imaginario, pero entonces recuerdo mi estudio actual y me encojo de hombros—. En fin, dejémoslo. A lo mejor algún día…
Salimos adelante con el sueldo de Henry y los intereses que nos da mi fondo de inversión, pero para costearnos un estudio de verdad tendría que buscar un empleo, y entonces me faltaría tiempo para trabajar en el estudio. Es La Trampa 22. Todos mis amigos artistas se mueren por conseguir dinero, tiempo o ambas cosas a la vez. Charisse se dedica a diseñar programas informáticos durante el día y a crear su arte por la noche. Ella y Gómez se casarán el mes que viene.
—¿Qué podríamos comprarles a los Gómez como regalo de boda? —le pregunto a Henry.
—¿Eh? Pues no sé… ¿No podríamos darles todas esas cafeteras exprés que nos regalaron?
—Las cambiamos por el microondas y la máquina de hacer pan.
—Ah, sí. Oye, son casi las ocho. Coge el café y vamos a sentarnos en la sala de estar.
Henry retira su silla y levanta el televisor, y yo cojo las dos tazas de café y las llevo a la salita. Él coloca el aparato sobre la mesita de en medio y después de desenredar un cable larguísimo y manipular unos botones, nos sentamos en el sofá y vemos un anuncio sobre una cama de agua que ponen en el Canal 9. Parece como si estuviera nevando en el plató, donde han instalado la cama.
—Maldita sea —dice Henry, atisbando hacia la pantalla—. En el Unique funcionaba mejor. —El logo de la lotería de Illinois parpadea en la pantalla. Henry rebusca en el bolsillo de sus pantalones y me entrega un papelito blanco—. Aguanta esto.
Veo que es un billete de lotería.
—¡Por Dios! No habrás…
—Chitón. Tú mira.
Con gran ceremonia los encargados de la lotería, unos hombres muy serios vestidos con traje y corbata, anuncian los números que aparecen en unas pelotas de ping-pong, escogidas al azar, y que van saliendo una a una y se colocan en posición en la pantalla. 43, 2, 26, 51, 10, 11. Por supuesto, concuerdan con los números del billete que tengo entre las manos. Los encargados de la lotería nos felicitan. Acabamos de ganar ocho millones de dólares.
Henry apaga el televisor y me sonríe.
—Buena jugada, ¿eh?
—No sé qué decir.
Henry se da cuenta de que no doy saltos de alegría.
—Di: «Gracias, cariño, por conseguir los dólares que necesitamos para comprar una casa». Con eso ya me bastaría.
—Pero… Henry… No es real.
—Claro que lo es. Este billete de lotería es auténtico. Si te lo llevas a la Charcutería Katz, Minnie te dará un abrazo muy efusivo y el estado de Illinois te extenderá un cheque auténtico.
—Pero tú ya lo sabías.
—Claro. Por supuesto. Ha sido cuestión de mirarlo en el periódico de mañana.
—No podemos… Sería hacer trampa.
Henry se palmea la frente con sentido teatral.
—¡Tonto de mí! Me olvidé por completo de que se debe comprar el billete sin conocer de antemano los números. Bueno, podemos arreglarlo.
Desaparece por el pasillo y se dirige a la cocina, de la que regresa con una caja de cerillas. Enciende un fósforo y lo sostiene frente al billete.
—¡No!
Henry apaga la cerilla.
—No importa, Clare. Podríamos ganar la lotería cada semana durante todo un año si quisiéramos. Por lo tanto, si eso te causa conflictos, no hay trato. —El billete está algo chamuscado en una esquina. Henry se sienta en el sofá, a mi lado—. Te diré lo que vamos a hacer. ¿Por qué no te lo quedas? Si te apetece cobrarlo, lo cobramos, y si decides regalárselo al primer vagabundo que te encuentres, se lo das sin ningún problema.
—No sería justo.
—¿El qué no sería justo?
—No puedes dejarme toda la responsabilidad a mí.
—Bueno, a mí tanto me da; pero si tú crees que estamos estafando al estado de Illinois el dinero que ha obtenido engañando con chanchullos a los imbéciles que se desloman trabajando, olvidémoslo. Estoy seguro de que ya se nos ocurrirá otro modo de adquirir un estudio mayor para ti.
Oh. Un estudio mayor. De repente caigo en la cuenta, estúpida de mí, de que a Henry podría tocarle la lotería cuando quisiera; que si jamás se ha molestado en apostar es porque no lo consideraba normal; que ha decidido dejar a un lado su fanática consagración a vivir sumido en la normalidad para que yo pueda disfrutar de un estudio tan grande que pueda atravesarlo de punta a punta patinando; que me estoy comportando como una ingrata, en definitiva.
—¿Clare? Control: base de la Tierra llamando a Clare…
—Gracias —digo en un tono repentinamente brusco.
Henry arquea las cejas.
—¿Acaso significa eso que vamos a cobrar ese billete?
—No lo sé. Significa: «Gracias».
—De nada. —Hay un silencio incómodo—. Oye, me pregunto qué deben de poner en la tele.
—Mucha nieve.
Henry ríe, se levanta y tira de mí.
—Venga, vamos a gastar nuestras ganancias conseguidas con tan malas artes.
—¿Adonde vamos?
—Ni idea. —Henry abre el armario del pasillo y me pasa la chaqueta—. Ya sé, vamos a comprarles un coche a Gómez y Charisse como regalo de boda.
—Creo que ellos nos regalaron las copas de vino.
Bajamos a trompicones por las escaleras y salimos fuera, donde luce una perfecta noche primaveral. Nos quedamos en la acera, frente al edificio donde vivimos, y Henry me coge de la mano. Lo miro, levanto nuestras manos unidas y Henry me hace dar una pirueta. Bailamos por la avenida Belle Plaine, sin música, salvo por el sonido zumbante de los coches al pasar y nuestra propia risa, entre el aroma de las flores de cerezo que caen como la nieve sobre la acera y acompañan nuestros pasos de baile bajo los árboles.
Miércoles 18 de mayo de 1994
Clare tiene 22 años, y Henry 30
CLARE: Queremos comprar una casa. Ir a visitar casas en venta es algo increíble. Personas que jamás te invitarían a su hogar, bajo ninguna circunstancia, te abren las puertas de par en par, dejan que atisbes en sus armarios, emitas juicios de valor sobre el papel pintado y les plantees preguntas comprometidas sobre las cañerías.
Henry y yo tenemos modos muy distintos de mirar una casa. Yo camino despacio, valoro la ebanistería, los electrodomésticos, pregunto por el estado de la caldera, compruebo si hay escapes de agua en el sótano. Henry, en cambio, se limita a ir directamente a la parte posterior de la casa, mira por la ventana trasera y me hace una señal negativa. Nuestra agente inmobiliaria, Carol, cree que es un lunático. Para mitigar su impresión le comento que en el fondo es un fanático de la jardinería. Un día, tras varias escenitas de este tipo, salimos del despacho de Carol, cogemos el coche para volver a casa y decido averiguar si la locura de Henry obedece a algún plan preconcebido. Haciendo alarde de mi exquisita educación, le pregunto:
—¿Qué coño estás haciendo?
Henry parece un corderito.
—Bueno, no estaba muy seguro de si querrías saberlo, pero la verdad es que ya he estado en nuestra futura casa. No sé cuándo, pero estuve… Estaré allí un hermoso día de otoño, al caer la tarde. Yo estaba de pie, frente a una ventana que había en la parte trasera de la casa, junto a esa mesita de sobre de mármol que heredaste de tu abuela, y miraba al patio, hacia la ventana de un edificio de obra vista que me pareció que era tu estudio. Estabas manipulando hojas de papel. Eran azules. Llevabas un pañuelo amarillo que te sujetaba el pelo hacia atrás, un jersey verde y el delantal de goma que te pones siempre. Hay una pérgola cubierta de parra en el patio. Estuve ahí durante un par de minutos; por eso intento rememorar la visión, y cuando lo consiga, me imagino que esa será nuestra casa.
—¡Caray! ¿Por qué no me lo dijiste? Ahora me siento como una tonta.
—No, no. Pensé que te gustaría seguir el procedimiento habitual. Quiero decir que pareces tan entregada, leyendo todos esos libros acerca de los pasos que hay que seguir, que pensé que querrías, pues eso… ir a ver casas, y no planteártelo como algo inevitable.
—Hombre, alguno de los dos tiene que preguntar si hay termitas, revestimientos de amianto, putrefacción de la madera por hongos y bombas en la fosa séptica…
—Exactamente. Por lo tanto, sigamos como hasta ahora, y ten por seguro que, por separado, llegaremos a la misma conclusión.
Es algo que al final termina por suceder, a pesar de que se dan un par de momentos previos de gran tensión. Me refiero a cuando caigo embelesada por el elefante blanco que descubro en East Roger's Park, un vecindario espantoso, situado en el perímetro septentrional de la ciudad. Se trata de una mansión, un monstruo Victoriano de proporciones aptas para una familia de doce miembros, más el servicio. Sé, incluso antes de preguntarlo, que esa no es nuestra casa; Henry, por su parte, queda profundamente impresionado por la vivienda, mucho antes de entrar por la puerta principal. El patio es un aparcamiento digno de figurar al lado de un centro comercial. El interior posee la estructura de una casa francamente preciosa; techos altos, chimeneas con la repisa de mármol, ebanistería repujada…
—Por favor… —gimoteo—. ¡Es tan increíble!
—Sí, increíble es la palabra. Nos violarán y nos atracarán una vez por semana si vivimos aquí dentro. Además, necesita una rehabilitación completa, cableado, cañerías, una caldera nueva, probablemente un nuevo tejado… De ningún modo. —Su voz es concluyente, la voz de alguien que ha visto el futuro y no tiene intención de alterarlo.
Tras la escena paso un par de días algo deprimida, y Henry decide invitarme a cenar sushi.
—Tchotchka, amorta, reina de mi corazón, habla conmigo.
—No pienso hablarte.
—Ya lo sé, pero estás deprimida; y a mí me gustaría no ser la causa de tu tristeza, sobre todo por decir las cosas tal como son, con sentido común.
Llega la camarera y consultamos las cartas a toda prisa. No quiero discutir en Katsu, mi restaurante preferido de sushi, un lugar al que vamos a menudo a comer. Pienso que es un detalle que Henry debe de haber tenido en cuenta, además de la felicidad intrínseca que me procura el sushi, a la hora de organizar una salida para calmarme. Pedimos goma-ae, híjiki, futomaki, kappamaki y una selección impresionante de montaditos crudos sobre rectángulos de arroz. Kiko, la camarera, desaparece con nuestro encargo.
—No estoy enfadada contigo —le digo, aunque solo es verdad a medias.
Henry enarca una ceja.
—De acuerdo. Muy bien. ¿Qué ocurre entonces?
—¿Estás absolutamente seguro de que ese lugar en el que estuviste es nuestra casa? ¿Qué ocurriría si te hubieras equivocado y desechamos algo magnífico solo porque carece de la vista apropiada que debe tener el patio?
—Había tantos objetos nuestros que dudo mucho que no sea nuestra casa. Lo que sí te garantizo es que a lo mejor no es nuestra primera casa… No me acerqué lo bastante para comprobar tu edad, pero pensé que eras bastante joven. Claro que a lo mejor es que te conservabas muy bien. Te juro, sin embargo, que es francamente bonita. ¿No te parecería maravilloso tener un estudio en la parte trasera de la casa?
—Sí —respondo con un suspiro—. Lo será. ¡Madre mía! Ojalá pudieras grabar en vídeo alguna de tus excursiones. Me encantaría ver ese lugar. ¿No podías haberte fijado en la dirección mientras estabas de visita?
—Lo siento, no estuve allí el tiempo suficiente.
A veces daría cualquier cosa por abrirle el cerebro a Henry y mirar en su memoria, como quien mira una película. Recuerdo la primera vez que aprendí a utilizar un ordenador; tenía catorce años y Mark intentaba enseñarme a dibujar con su Macintosh. Al cabo de unos diez minutos, quería estrellar las manos dentro de la pantalla hasta dar con algo real que pudiera tocar, sin importarme lo que fuera. Me gusta hacer las cosas directamente, tocar las texturas, ver los colores. Ir a ver casas con Henry es una actividad que me está volviendo loca. Es como conducir uno de esos horribles coches de juguete que funcionan a control remoto. Yo siempre los estrello contra las paredes. A propósito.
—Henry, ¿te importaría si fuera yo sola a ver las casas?
—No, claro que no —me responde un poco herido—. Si eso es lo que quieres…
—Bueno, supongo que acabaremos en ese lugar de todos modos, ¿no? Quiero decir, que no cambiará nada.
—Es verdad. Sí, no te preocupes por mí; pero intenta no ir a parar en más antros de mala muerte, ¿vale?
Al final encuentro la casa, al cabo de un mes y unas veinte casas más o menos. Está en Ainslie, en Lincoln Square, y es un bungalow rojo de obra vista, construido en 1926. Carol abre la cajita de las llaves y forcejea con la cerradura, y al ceder la puerta, tengo la sobrecogedora sensación de que todo encaja… Me dirijo directamente a la ventana trasera, miro hacia el patio y ante mí aparece mi futuro estudio y la pérgola de parra. Giro sobre mis talones. Carol no ha dejado de mirarme inquisitivamente.
—Nos la quedamos —le digo. No cabe en sí de la sorpresa.
—¿No quieres ver antes el resto de la casa? ¿Y tu marido?, ¿qué pensará?
—Oh, él ya la ha visto; pero sí, claro, veamos la casa.
Sábado 9 de julio de 1994
Henry tiene 31 años, y Clare 23
HENRY: Hoy era la jornada dedicada a la mudanza. Ha hecho calor todo el día; los encargados del traslado ya llevaban la camisa pegada al cuerpo mientras subían las escaleras de nuestro apartamento por la mañana, sonriendo porque se imaginaban que un pisito de dos dormitorios no sería nada del otro mundo y habrían terminado antes de la hora del almuerzo. La sonrisa, sin embargo, se les ha helado cuando se han plantado en la sala de estar y han visto el pesado mobiliario Victoriano de Clare y mis setenta y dos cajas de libros. Ahora ya es de noche, y Clare y yo vagamos por la casa, tocando las paredes, recorriendo los alféizares de madera de cerezo con las manos. Nuestros pies descalzos resuenan contra el suelo de madera. Dejamos correr el agua en la bañera, cuyas patas tienen forma de garra, encendemos los quemadores de la pesada cocina universal y luego los apagamos. Las ventanas están desnudas; estamos a oscuras y la luz procedente de la calle entra a raudales a través del polvoriento cristal y cae sobre la chimenea vacía. Clare se desplaza de habitación en habitación, acariciando su casa, nuestra casa. Yo la sigo, observando mientras abre armarios, ventanas, vitrinas. Se pone de puntillas en el comedor, y toca con un dedo el aplique de luz ribeteado con cristal. Luego se quita la blusa. Humedezco sus pechos con mi lengua. La casa nos envuelve, nos observa, nos contempla mientras hacemos el amor por primera vez, la primera de las muchas veces, y después, cuando yacemos agotados sobre el suelo desnudo, rodeados de cajas, siento que finalmente hemos encontrado nuestra casa.
Domingo 28 de agosto de 1994
Clare tiene 23 años, y Henry 31
CLARE: Es una húmeda tarde de verano, y el calor es pegajoso. Henry, Gómez y yo deambulamos por Evanston. Hemos pasado la mañana en la playa del Faro, jugando en el lago Michigan y asándonos de calor. Gómez quería que lo enterráramos en la arena, y Henry y yo hemos cumplido su deseo. Después de comer algo, hemos dormido una siestecita, y ahora vamos caminando por la acera en sombra de la calle de la Iglesia, lamiendo polos de naranja y aturdidos por el sol.
—Clare, tienes el pelo lleno de arena —me dice Henry.
Me detengo, me inclino hacia delante y me sacudo el pelo como si se tratara de una alfombra. Me cae arena como para llenar una playa entera.
—Tengo las orejas infestadas de arena, y los inmencionables —dice Gómez.
—Me encantará atizarte en la cabeza, pero tú tendrás que encargarte del resto —le digo.
De repente, se levanta una suave brisa y tensamos el cuerpo para recibirla. Me recojo el pelo en un moño alto y la sensación de alivio es inmediata.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunta Gómez.
Henry y yo intercambiamos una mirada.
—A El Callejón del Librero —entonamos al unísono.
—Oh, por favor, una librería no —gruñe Gómez—. Dios mío, Virgen santa, tened piedad de vuestro humilde servidor…
—Entonces que no se diga: vayamos a El Callejón del Librero —dice Henry en tono risueño.
—Pero prometedme que no estaremos más de, digamos, a ver… unas tres horas.
—Creo que cierran a las cinco —le digo—, y ya son las dos y media.
—Podrías ir a tomar una cerveza —sugiere Henry.
—Creía que en Evanston habían prohibido el alcohol.
—No, creo que eso ha cambiado. Si puedes demostrar que no eres miembro de alguna asociación juvenil religiosa, podrás tomar tu cerveza.
—Mejor voy con vosotros. Uno para todos y todos para uno.
Giramos por Sherman, caminamos frente a lo que antaño fue Marshall Field's y ahora es una tienda de restos de serie de zapatillas deportivas, y pasamos por el antiguo teatro Varsity, que ahora es una tienda Gap. Giramos por el callejón que transcurre entre la floristería y el remendón, y hete aquí que nos encontramos ante El Callejón del Librero. Empujo la puerta y avanzamos en tropel hacia el interior penumbroso y fresco de la tienda, como si nos precipitáramos rodando hacia el pasado.
Roger está sentado tras su pequeño y desordenado mostrador y charla con un caballero de pelo cano y ademanes toscos sobre algún tema relacionado con la música de cámara. Sonríe cuando nos ve.
—Clare, tengo algo que te gustará.
Henry se va derechito al fondo de la tienda, donde guardan los grabados y los libros de bibliófilo. Gómez deambula y contempla los extraños y menudos objetos que están embutidos en las distintas secciones: una silla de montar en el apartado de novelas del oeste, una gorra de cazador en las estanterías consagradas a las novelas de misterio. Coge un caramelo de goma del inmenso cuenco que hay en la sección infantil, sin darse cuenta de que esas chuches llevan años ahí y la intoxicación por ingerirlas es harto probable. El libro que Roger tiene para mí es un catálogo holandés de papeles pintados, con muestras auténticas en el interior. Veo enseguida que se trata de un verdadero hallazgo, así que lo dejo sobre la mesa, junto al escritorio, y comienzo a buscar los libros que necesito. Examino las estanterías con aire soñador, inhalando el intenso aroma a polvo del papel, la cola, las viejas alfombras y la madera. Veo a Henry sentado en el suelo de la sección de arte con algo abierto sobre el regazo. Se ha quemado con el sol, y lleva los mechones de pelo alborotados. Me alegra que se cortara el cabello. Ahora, con el pelo corto, me parece más él mismo. Mientras lo observo, levanta la mano y retuerce uno de los mechones en su dedo, advierte que lo lleva demasiado corto y entonces se rasca la oreja. Quiero tocarlo, recorrer con mis dedos su extraño pelo enderezado, pero en lugar de eso me doy la vuelta y busco refugio en la sección de viajes.
HENRY: Clare está en la sala principal junto a un montón de novedades. De hecho, a Roger le desagrada que la gente ande toqueteando el género que todavía no está marcado, pero me he dado cuenta de que a Clare le permite hacer casi todo lo que desee en su tienda. Ella tiene la cabeza inclinada sobre un pequeño libro rojo. El pelo se le escapa del moño, le ha caído un tirante del vestido veraniego y se le ve parte del bañador. El efecto es tan penetrante, tan intenso, que me asalta la necesidad de acercarme a ella, tocarla; y si es posible, si nadie mira, morderla, pero al mismo tiempo no deseo que ese momento termine. De repente, veo a Gómez plantado en la sección de novelas de misterio; está mirando a Clare con una expresión que refleja con tanta exactitud mis propios sentimientos que me veo obligado a comprender…
En ese momento Clare levanta los ojos y me dice:
—Henry, mira, es Pompeya.
Sostiene un librito de postales que representan cuadros y algo en su voz me está diciendo: «¿Lo ves? Te he elegido a ti».
Me acerco a ella, le rodeo los hombros con mi brazo y le ajusto el tirante caído. Cuando levanto la vista un segundo después, Gómez ya nos da la espalda y está examinando con atención los libros de Agatha Christie.
Domingo 15 de enero de 1995
Clare tiene 23 años y Henry 31
CLARE: Estoy lavando los platos y Henry está cortando pimientos verdes. El sol, con unas tonalidades profundamente rosáceas sobre la nieve de enero, se pone en el patio de atrás en esta temprana noche dominical. Estamos preparando chiles y cantando El submarino amarillo: «In the town where I was born, lived a man who sailed to sea…».
Las cebollas sisean en la sartén que está al fuego. Sin embargo, mientras cantamos And our friends are all on board, de repente oigo que mi voz flota sola, me vuelvo y veo la ropa de Henry amontonada en el suelo, junto al cuchillo de la cocina. Medio pimiento se balancea ligeramente sobre la tabla.
Apago el fuego y tapo las cebollas. Me siento junto al montón de ropa, que todavía conserva la temperatura del cuerpo de Henry, la recojo con un movimiento rápido y me siento sin soltarla, hasta que el calor que desprende proviene de mi propio cuerpo. Luego me levanto y voy al dormitorio, doblo la ropa con cuidado y la dejo sobre la cama. A continuación me esmero en seguir preparando la cena y como sola, aguardando, sin dejar de preguntarme dónde está él.
Viernes 3 de febrero de 1995
Clare tiene 23 años, y Henry 31 y 39
CLARE: Gómez, Charisse, Henry y yo estamos sentados alrededor de la mesa de nuestro comedor, jugando a la Jodienda Mental del Capitalismo Moderno. Es un juego que Gómez y Charisse se han inventado. Se juega con el tablero del Monopoly y consiste en contestar preguntas, conseguir puntos, acumular dinero y explotar a los demás jugadores. Le toca el turno a Gómez. Mueve los dados, saca un seis, aterriza en la Caja Comunitaria y coge una tarjeta.
—Muy bien, atentos todos. ¿Qué invento tecnológico contemporáneo enterraríais bajo dos metros de tierra por el bien de la sociedad?
—La televisión —digo yo.
—El suavizante —dice Charisse.
—Los detectores de movimiento —dice Henry con vehemencia.
—Pues yo digo la pólvora.
—Eso no es precisamente moderno —intervengo yo.
—De acuerdo. La cadena de montaje.
—No vale dar dos respuestas —dice Henry.
—Claro que vale. Además, ¿qué gilipollez es esa de contestar «los detectores de movimiento»?
—Los detectores de movimiento de las estanterías de Newberry no paran de vibrar cuando me perciben. Esta semana he terminado dos veces en las estanterías cuando ya habían cerrado, y tan pronto me materializo, el guarda sube para comprobar que todo esté en orden. Me estoy volviendo loco.
—No creo que al proletariado le afecte demasiado la desinvención de los sensores de movimiento. Clare y yo ganamos diez puntos cada uno por dar una respuesta acertada, Charisse consigue cinco en concepto de creatividad, y Henry retrocede tres casillas por valorar las necesidades del individuo por encima del bien común.
—Eso me sitúa en la Salida. Dame doscientos dólares, banquera.
Charisse entrega a Henry su dinero.
—Uauuu —exclama Gómez.
Le sonrío. Ahora me toca a mí. Saco un cuatro.
—Park Place. Compro. —Para poder comprar, sin embargo, tengo que responder correctamente a una pregunta.
Henry saca una tarjeta del montón de la Suerte.
—¿Con quién preferirías cenar y por qué: Adam Smith, Karl Marx, Rosa Luxemburgo o Alan Greenspan?
—Con Rosa.
—¿Por qué?
—Su muerte fue la más interesante de todas.
Henry, Charisse y Gómez consultan y luego coinciden en que puedo comprar Park Place. Le entrego a Charisse el dinero y ella me da la escritura. Henry hace sonar los dados y va a parar a Impuestos sobre la Renta, cajita que consta de unas tarjetas especiales. La aprensión hace que nos pongamos en guardia, y finalmente Henry lee la tarjeta.
—Un gran salto hacia delante.
—Maldita sea.
Todos le entregamos a Charisse nuestras propiedades inmobiliarias, y ella las guarda en la cartera del banco, junto con las suyas.
—Bueno, se acabó lo de Park Place.
—Lo siento. —Henry avanza la mitad del tablero, y se sitúa en Saint James—. Compro.
—Mi pobre Saint James —se lamenta Charisse.
Saco una tarjeta del montón del Aparcamiento Gratis.
—¿A cuánto está al cambio el yen japonés respecto al dólar en el día de hoy?
—No tengo ni idea. ¿A quién le debemos esa pregunta?
—A mí —responde Charisse sonriendo.
—¿Cuál es la respuesta?
—Un dólar son noventa y nueve con ocho yenes.
—De acuerdo. Me quedo sin Saint James. Tu turno. —Henry tiende los dados a Charisse, quien saca un cuatro y cae en la Cárcel. Elige una tarjeta que le dice cuál ha sido su delito: abuso de información privilegiada.
Todos reímos a carcajadas.
—Eso iría más bien por vosotros, tíos —dice Gómez.
Henry y yo sonreímos con humildad. Últimamente estamos devastando el mercado de valores. Para salir de la Cárcel Charisse tiene que responder a tres preguntas.
—Primera pregunta —dice Gómez, eligiendo una tarjeta del montón de la Suerte—. Nombra dos artistas famosos a los que Trotsky conoció en México.
—Diego Rivera y Frida Kahlo.
—Bien. Segunda pregunta: ¿cuánto paga Nike al día a los obreros vietnamitas para fabricar esas zapatillas deportivas tan ridiculamente caras?
—¡Vaya! Pues no lo sé… ¿Tres dólares? ¿Diez centavos?
—¿Qué respondes?
En ese momento se oye un estruendo colosal en la cocina. Todos nos levantamos de un salto, y Henry dice «¡Sentaos!» con tanta vehemencia que todos le hacemos caso. Corre hacia la cocina. Charisse y Gómez me miran atónitos. Por mi parte, hago un gesto de negación con la cabeza.
—No tengo ni idea. —De hecho, sí que la tengo.
Se oye un murmullo apagado de voces y un quejido. Charisse y Gómez se han quedado helados, y escuchan. Me levanto y sigo a Henry con timidez.
Está arrodillado en el suelo, presionando un trapo de cocina contra la cabeza del hombre desnudo que yace en el linóleo, quien, por supuesto, es Henry. El armarito de madera que aguanta los platos está tumbado; el cristal se ha roto y todos los platos se han desparramado y estrellado contra el suelo. Henry yace en medio de todo ese barullo, sangrando y recubierto de cristales. Los dos Henry me miran, uno con tristeza y el otro con apremio. Me arrodillo al lado de uno, sobre el otro Henry.
—¿De dónde sale tanta sangre? —susurro.
—Creo que del cuero cabelludo —me contesta Henry bajito.
—Llamemos a una ambulancia —propongo, y empiezo a sacarle los cristales del pecho a Henry.
—No —dice él, cerrando los ojos.
Me quedo inmóvil.
—Por todos los demonios… —Gómez está en la puerta.
Veo a Charisse, de pie tras él y de puntillas, intentando atisbar por encima de su hombro.
—Uauuu —exclama, empujando a Gómez y acercándose a nosotros.
Henry lanza otro trapo sobre los genitales duplicados de su decúbito prono.
—Oh, Henry. No te preocupes, he dibujado un trillón de modelos que…
—Intento preservar un poco mi intimidad —le suelta Henry.
Charisse retrocede como si le hubiera propinado una bofetada.
—Escucha, Henry… —retumba la voz de Gómez.
No puedo pensar con todo lo que está sucediendo.
—Por favor, callaos todos —exijo, irritada. Para mi sorpresa, me hacen caso—. ¿Qué pasa? —le pregunto entonces a Henry, que sigue echado en el suelo, haciendo muecas de dolor e intentando no moverse.
Henry abre los ojos y me mira fijamente durante un momento antes de responder.
—Me marcharé dentro de unos minutos —dice al final, con la voz queda; entonces se dirige a Henry—. Quiero una copa.
Henry se incorpora de un salto y regresa con un vaso de zumo lleno de Jack Daniels. Le aguanto la cabeza a Henry y él consigue tragar un tercio del vaso.
—¿Eso es prudente? —pregunta Gómez.
—Ni lo sé, ni me importa —le asegura Henry desde el suelo—. Esto duele a parir. ¡Atrás! —exclama, con un grito ahogado—. Cerrad los ojos…
—¿Por qué…? —empieza a decir Gómez.
Henry empieza a tener convulsiones, como si le descargaran corriente eléctrica. Sacude la cabeza con violencia y grita:
—¡Clare!
Cierro los ojos. Oigo un ruido como el de una sábana rasgada, pero mucho más fuerte, y en ese preciso instante se genera una cascada de cristal y porcelana que sale despedida en todas direcciones. Henry ha desaparecido.
—¡Dios mío! —exclama Charisse.
Henry y yo nos miramos. «Eso ha sido distinto, Henry ha sido violento y asqueroso. ¿Qué te está sucediendo?». Su pálido rostro me indica que él tampoco lo sabe. Inspecciona el whisky, por si hay algún fragmento de cristal, y luego se lo bebe de golpe.
—¿Qué ha pasado con todo ese cristal? —exige saber Gómez, sacudiéndoselo de encima con rapidez.
Henry se levanta y me ofrece su mano. Está cubierto de una fina vaporización de sangre y de trocitos de loza y cristal. Yo también me levanto y miro a Charisse. Tiene un corte profundo en la cara; la sangre le baja por la mejilla como si fuera una lágrima.
—Todo lo que no forma parte de mi cuerpo lo dejo atrás —explica Henry. Les muestra asimismo el hueco donde le extrajeron una muela porque no paraba de perder el empaste—. Digamos que al menos, en el lugar adonde he regresado, toda traza de cristal ha desaparecido, y no tendrán que sacármelo con pinzas.
—No, eso ya lo haremos nosotros —dice Gómez, quitándole cristalitos con cuidado a Charisse del pelo. No le falta razón.