Haz posible que llegue a tiempo a la iglesia

Sábado 23 de octubre de 1993

Henry tiene 30 años, y Clare 22

6:00 horas

HENRY: Me despierto a las seis de la mañana y está lloviendo. Me encuentro en una habitación en tonos verdes, pequeña, cómoda y acogedora, situada bajo los aleros de un hotelito monísimo llamado Blake's, que está justo en la ribera meridional de South Haven. Los padres de Clare han elegido el lugar; mi padre duerme en una habitación rosa, igualmente acogedora, que hay en el piso de abajo, junto al precioso dormitorio amarillo de la señora Kim; los abuelos están en la monísima suite azul. Estoy acostado en una cama extrablanda, bajo unas sábanas de Laura Ashley, y oigo cómo el viento fustiga la casa. La lluvia cae a cántaros. Me pregunto si será posible correr bajo este monzón. Oigo cómo se apresura por los canalones y tamborilea en el techo, que está a algo más de medio metro de mi cara. Este dormitorio es como una buhardilla. Posee un minúsculo y delicado escritorio, por si necesito escribir alguna misiva de damisela el día de mi boda. Hay un aguamanil y una jofaina de porcelana sobre la cómoda; si quisiera utilizarlos, de todos modos, tendría probablemente que romper primero el hielo que debe de haberse formado en el agua, porque aquí arriba hace mucho frío. Me siento como un gusano sonrosado alojado en el corazón de esta habitación verde, como si me hubiera abierto paso a mordiscos y ahora me restara la tarea de convertirme en una mariposa o algo parecido. En estos momentos, en realidad, no estoy despierto. Oigo que alguien tose. Oigo el latido de mi corazón y el sonido agudo de mi sistema nervioso, aplicándose a la tarea. Por favor, Dios mío, concédeme la gracia de vivir un día normal. Permite que me sienta aturdido, y también nervioso, dentro de los límites de la normalidad; haz posible que llegue a tiempo a la iglesia, que sea puntual. No permitas que sorprenda a los demás, ni siquiera a mí mismo. Deja que viva el día de nuestra boda lo mejor que pueda, sin efectos especiales. Mas libra a Clare de escenas desagradables, amén.

7:00 horas

CLARE: Me despierto en la cama de mi infancia. Floto entre las brumas del despertar sin conseguir emplazarme en el tiempo; ¿estamos en Navidad?, ¿acaso es el día de Acción de Gracias?, ¿he vuelto a tercer curso?, ¿estoy enferma?, ¿por qué está lloviendo? En el exterior, tras las cortinas amarillas, el cielo tiene un aspecto mortecino y el viento arranca las hojas pardas del enorme olmo. He estado soñando toda la noche. Unos sueños que ahora se fusionan. En un momento dado me encontraba nadando en el mar, convertida en sirena. Sin embargo, al ser nueva en esa condición, una de mis compañeras intentó enseñarme y empezó a darme lecciones de sirena. A mí me daba reparo respirar bajo el agua. El líquido me entraba en los pulmones y yo no conseguía entender el funcionamiento de mi respiración. Era terrible, tenía que salir constantemente a la superficie para respirar, a pesar de que la otra sirena no cesaba de repetirme: «No, Clare, no. Tienes que hacerlo así…». Al final, me daba cuenta de que ella tenía branquias en el cuello, al igual que yo; y a partir de ese momento las cosas empezaban a mejorar. Nadar era como volar, todos los peces eran pájaros… De repente veíamos un barco en la superficie del océano, y todas las sirenas acudíamos nadando para contemplarlo. Tan solo se trataba de una barca de pesca en la que se encontraba mi madre, sola. Yo subía a la superficie y ella se sorprendía mucho al verme. «¡Pero Clare…! Pensaba que ibas a casarte hoy», me decía. De repente, como suele ocurrir en los sueños, me doy cuenta de que si soy una sirena no podré casarme con Henry, y me echo a llorar y me despierto en plena noche. Me quedo un rato echada en la oscuridad, y entonces imagino que me convierto en una mujer normal y corriente, como la Sirenita, salvo que a mí no me sucede nada tan absurdo como tener que sufrir un dolor atroz en los pies o que me corten la lengua. Hans Christian Andersen debió de ser una persona excéntrica y triste. Al final, he vuelto a dormirme, y ahora estoy en la cama y sé que hoy Henry y yo vamos a casarnos.

7:16 horas

HENRY: La ceremonia es a las dos de la tarde, y me llevará una media hora vestirme y unos veinte minutos llegar en coche a la iglesia de San Basilio. Ahora son las 7.16, lo cual significa que me quedan cinco horas y cuarenta y cuatro minutos para matar el tiempo. Me pongo unos tejanos, una vieja camisa de franela cutrísima y unas zapatillas deportivas abotinadas, y desciendo las escaleras con el máximo sigilo en busca de café. Mi padre, sin embargo, se me ha adelantado; lo encuentro sentado en el comedor, sosteniendo una primorosa taza de un humeante café solo entre las manos. Me sirvo y luego me siento delante de él. A través de las cortinas de encaje, la débil luz que se cuela por la ventana le confiere un aspecto fantasmagórico; esta mañana mi padre es la versión coloreada de una película de sí mismo filmada en blanco y negro. Tiene el pelo tieso y alborotado sin orden ni concierto, y, sin pensarlo, me aliso el mío, como si él fuera un espejo. Él imita mi gesto, y los dos sonreímos.

8:17 horas

CLARE: Alicia se ha sentado en mi cama, y empieza a atacarme.

—Venga, Clare. Se ha hecho de día en las marismas, los pajarillos cantan —(lo cual no es cierto)— y las nubes se levantan. ¡Hora de levantarse!

Alicia me hace cosquillas. Levanta el edredón y forcejeamos. Justo cuando logro inmovilizarla, Etta asoma la cabeza por la puerta y grita furiosa:

—¡Niñas! ¿A qué se debe todo ese alboroto? Vuestro padre creerá que nos ha caído un árbol encima, pero no, ya veo que sois vosotras haciendo el tonto e intentando acabar la una con la otra. El desayuno está casi listo.

Tras pronunciar estas palabras, Etta se retira sin contemplaciones y la oímos bajar las escaleras con torpeza. Nos morimos de risa.

8:32 horas

HENRY: Sigue soplando un viento huracanado, pero decido marcharme a correr de todos modos. Estudio el mapa de South Haven que me ha dado Clare («¡Una joya deslumbrante en la costa poniente del lago Michigan!»). Ayer corrí a lo largo de la ribera, fue una experiencia muy agradable, pero no voy a repetirla esta mañana. Ya veo olas de casi dos metros que se abalanzan hacia la orilla. Mido un kilómetro y medio de calles y decido que correré en círculos; si el tiempo es francamente horrible, siempre puedo tomar un atajo y volver. Me desperezo. Me crujen cada una de las articulaciones. Casi puedo oír la tensión chasquear en mis nervios, como la corriente estática en una línea telefónica. Me visto y salgo al mundo exterior.

La lluvia me abofetea el rostro y no tardo en quedarme empapado. Avanzo a paso marcial y lento por la calle del Arce. Va a ser una dura travesía; a pesar de luchar contra el viento, no veo el modo de coger velocidad. Paso junto a una mujer plantada en la curva con un bulldog; me mira atónita. No se trata de un mero ejercicio, le digo en silencio. Es más bien por desesperación.

8:54 horas

CLARE: Nos hemos reunido alrededor de la mesa para desayunar. El frío se cuela por las ventanas y apenas puedo discernir el paisaje de fuera con tanta lluvia como cae. ¿Cómo va a correr Henry con la que está cayendo?

—Un tiempo perfecto para celebrar una boda —bromea Mark.

—No fui yo quien lo eligió —comento encogiéndome de hombros.

—¿Ah, no?

—Fue papá.

—Bueno, de todos modos soy yo quien pagará la boda —dice mi padre con petulancia.

—Cierto —replico masticando la tostada.

Mi madre observa mi plato con mirada crítica.

—Cariño, ¿por qué no tomas un poco de beicon y unos huevos?

El solo pensamiento de comer algo fuerte me revuelve el estómago.

—No puedo, de verdad. Por favor, no insistas.

—Bueno, al menos ponte un poco de mantequilla de cacahuete en la tostada. Necesitarás proteínas.

Cruzo una mirada de inteligencia con Etta, la mujer se marcha a la cocina y vuelve al cabo de un minuto con un platito de cristal lleno de mantequilla de cacahuete. Le doy las gracias y unto con ella la tostada.

—¿Tengo tiempo de hacer una cosa antes de que aparezca Janice?

Janice está citada en casa para hacer algo monstruoso con mi cara y mi pelo.

—Llegará a las once. ¿Por qué?

—Necesito ir corriendo a la ciudad a hacer un recado.

—Ya iré yo a buscarte lo que quieras, cielo. —Mi madre parece aliviada ante la idea de salir de casa.

—Me gustaría ir yo.

—Podemos ir las dos.

—Sola.

Litigo en silencio con ella, y capto su sorpresa mayúscula, pero finalmente accede a mis ruegos.

—Bueno, vale. ¡Por el amor de Dios!

—Fantástico. Volveré enseguida. —Me levanto para marcharme, pero mi padre carraspea.

—¿Me dispensáis? —les pregunto entonces.

—Por supuesto.

—Gracias.

Pies para qué os quiero.

9:35 horas

HENRY: Estoy de pie dentro de mi inmensa bañera vacía, luchando por desembarazarme de las prendas frías y empapadas. Mis zapatillas deportivas recién estrenadas han adoptado una forma absolutamente distinta que recuerda a la de algún animal marino. He ido dejando un reguero de agua desde la puerta de entrada hasta la bañera, pero espero que la señora Blake no le dé demasiada importancia a ese pequeño detalle.

En ese momento alguien llama a la puerta.

—¡Un momento, por favor! —grito.

Me acerco a la puerta caminando sobre mojado y la dejo entornada. Para mi sorpresa se trata de Clare.

—¿Cuál es la contraseña? —le digo bajito.

—Fóllame —contesta Clare.

Abro la puerta del todo. Clare entra en mi dormitorio, se sienta en la cama y empieza a quitarse los zapatos.

—¿Estás de broma?

—Oh, venga, casi marido mío. Tengo que regresar a las once. —Clare me mira de arriba abajo—. ¡No me digas que has ido a correr! Pensaba que no lo intentarías con esta lluvia.

—En épocas de desesperación es necesario tomar medidas desesperadas —le digo quitándome la camiseta y lanzándola a la bañera. La ropa aterriza con un ruido acuoso—. ¿No se supone que trae mala suerte que el novio vea a la novia antes de la boda?

—Pues entonces cierra los ojos.

Clare se va al baño con paso decidido y coge una toalla. Me inclino hacia delante y ella me seca el pelo. Es una maravilla. Podría pasarme la vida entera así. Desde luego.

—Aquí arriba hace muchísimo frío —dice Clare.

—Ven al lecho, casi esposa mía. Es el único lugar cálido de la estancia.

Nos metemos en la cama.

—Todo lo hacemos a destiempo, ¿verdad?

—¿Te resulta problemático?

—No. Me gusta.

—Perfecto. Te encuentras ante el hombre perfecto para solucionar todas tus necesidades extracronológicas.

11:15 horas

CLARE: Entro por la puerta trasera y dejo el paraguas en el trastero. Al cruzar el vestíbulo, casi tropiezo con Alicia.

—¿Dónde estabas? Janice ya ha llegado.

—¿Qué hora es?

—Las once y cuarto. Oye, llevas la camiseta del revés.

—Creo que eso da buena suerte, ¿no?

—A lo mejor sí, pero será mejor que te cambies antes de subir a tu dormitorio.

Entro a hurtadillas en el trastero y vuelvo del derecho la camiseta, antes de correr hacia el piso de arriba. Mi madre y Janice ya están en el pasillo, delante de la puerta de mi dormitorio. La esteticista lleva una bolsa enorme de cosméticos y otros utensilios de tortura.

—¡Por fin! Ya me estaba preocupando. —Mi madre me hace entrar en la habitación y Janice cierra la marcha—. Tengo que hablar con los del catering. —Casi se retuerce las manos al marcharse.

Me vuelvo hacia Janice, que me está examinando con aire crítico.

—Llevas el pelo todo mojado y enredado. ¿Por qué no te lo peinas mientras yo me instalo? —me sugiere; empieza a coger un millón de tubos y botellas de la bolsa y los coloca sobre el tocador.

—Janice —le digo, entregándole una postal de los Uffizi—, ¿puedes hacerme esto?

Siempre me ha encantado aquella princesita Medici con un pelo no muy distinto al mío; aunque ella lo lleva peinado con infinidad de trencitas recogidas con perlas, que le descienden en una hermosísima cascada de cabellos ámbar. Al artista anónimo también debía de encantarle la modelo. Si no, no me lo explico.

Janice considera mi petición.

—Eso no es lo que tu madre cree que vamos a hacer.

—Ya lo sé, pero se trata de mi boda y de mi pelo. Además, te daré una propina muy generosa si haces lo que te digo.

—No tendré tiempo de ocuparme de la cara si complicamos tanto el peinado; me llevará demasiado tiempo hacer todas esas trenzas.

Aleluya.

—No pasa nada. Ya me maquillaré yo.

—Bueno, de acuerdo. De todos modos, tendrás que peinarte antes de empezar.

Empiezo a separar los mechones. Ya estoy disfrutando. Mientras me someto a las maniobras de las manos morenas y estilizadas de Janice, me pregunto qué estará haciendo Henry.

11:36 horas

HENRY: El esmoquin y todas las miserias que me aguardan están esparcidos sobre la cama. Mi mal nutrido trasero se está helando en esta habitación tan fría. Saco la ropa mojada y gélida de la bañera y la dejo en el lavabo. Sorprendentemente el baño es igual de grande que el dormitorio. Está enmoquetado, y es de un estilo pseudovictoriano hasta la reiteración. La bañera es una cosa descomunal con patas en forma de garra, dispuesta entre diversos helechos y estantes de toallas, una cómoda y una reproducción enmarcada y de considerables dimensiones de El despertar de la conciencia, de Hunt. El alféizar de la ventana está a quince centímetros del suelo, y las cortinas son de una muselina blanca y transparente, así que puedo ver la calle del Arce, esplendorosa con su manto de hojas muertas. Un Lincoln beis modelo Continental sigue su parsimonioso rumbo calle arriba. Dejo correr el agua caliente en la bañera, pero es tan grande que me canso de esperar a que se llene y me meto dentro. Me divierto jugando con el teléfono de la ducha de estilo europeo, quitando los tapones de la docena aproximada de champús, geles de ducha y acondicionadores de que dispongo y oliéndolos uno por uno; al llegar al quinto ya tengo dolor de cabeza. Canto El submarino amarillo. Todo lo que se encuentra en un radio de aproximadamente un metro queda empapado.

12:35 horas

CLARE: Cuando quedo liberada de Janice, mi madre y Etta se nos unen.

—¡Oh, Clare, estás preciosa! —exclama Etta.

—Ese no es el peinado que convenimos, Clare —puntualiza mi madre.

Le echa una buena bronca a Janice, pero al final le paga. En cuanto a mí, espero que mi madre no esté mirando para entregarle la propina prometida. Más tarde, como tengo que vestirme en la iglesia, me meten en el coche y me llevan a la parroquia de San Basilio.

12:55 horas

Henry tiene 38 años

HENRY: Camino por la autopista A-12, a unos tres kilómetros al sur de South Haven. Hace un día realmente horrible, lo cual coincide con el pronóstico del tiempo. Estamos en otoño, y la lluvia racheada cae a mares. A pesar del frío y del intenso viento, voy vestido con tan solo unos tejanos. Estoy descalzo y empapado hasta los huesos. No tengo ni idea de la época en que me encuentro. Me dirijo a Casa Alondra del Prado; espero poder secarme en la sala de lectura y quizá comer alguna cosa. No tengo dinero, pero cuando veo el fluorescente rosa que anuncia el letrero gasolina a tarifas reducidas, me encamino hacia allí. Entro en la gasolinera y me quedo de pie unos segundos, dejando escapar un reguero de agua sobre el linóleo y recuperando el aliento.

—Menudo día para salir a la calle —dice el caballero delgado y anciano que hay tras el mostrador.

—Pues sí.

—¿Una avería?

—¿Eh? No, no.

Me está dando un buen repaso, y advierte mis pies descalzos y la ropa que no es de temporada. Callo unos segundos y entonces finjo sentirme violento.

—Mi novia me ha echado de casa.

El señor hace algún comentario, pero se me escapa porque estoy mirando el South Haven Daily. Hoy es sábado 23 de octubre de 1993. El día de nuestra boda. El reloj que hay sobre la estantería de los cigarrillos marca las 13.10 horas.

—Tengo que marcharme volando —le digo al anciano, y dicho y hecho

13:42 horas

CLARE: Estoy en mi clase de cuarto curso con el vestido de novia puesto. Es de una seda marfileña que hace aguas, con muchísimo encaje y perlitas. El vestido va muy ajustado por la parte del corpiño y las mangas, pero la falda es inmensa, larga hasta los pies, con cola, confeccionada con casi veinte metros de tela. Podría esconder a diez enanos debajo. Me siento como una carroza de desfile, pero mi madre me ensalza entusiasmada; no para de parlotear, hacerme fotos e intentar convencerme para que me ponga más maquillaje. Alicia, Charisse, Helen y Ruth revolotean a mi lado con sus trajes de dama de honor de terciopelo verde salvia. Dado que Charisse y Ruth son bajitas, y Alicia y Helen, altas, se asemejan a un extraño grupo de chicas exploradoras elegido a boleo. Sin embargo, acordamos entre todas que nos portaremos bien cuando mi madre ande cerca. Están comparando el teñido del calzado y discutiendo sobre quién debería coger el ramo.

—Charisse, tú ya estás prometida. Ni siquiera deberías intentar cogerlo —dice Helen.

Charisse se encoge de hombros.

—Es una garantía más. Con Gómez, nunca se sabe.

13:48 horas

HENRY: Estoy sentado sobre un radiador en un cuarto que huele a moho y contiene cajas de devocionarios. Gómez pasea arriba y abajo, fumando. Tiene un aspecto fantástico con el esmoquin puesto. Yo, en cambio, me siento como el concursante de un programa de televisión. Gómez da unos pasos y lanza la ceniza en el interior de una taza de té. Me está poniendo más nervioso de lo que ya estoy.

—¿Tienes el anillo? —le pregunto por millonésima vez.

—Sí. Tengo el anillo. —Se detiene durante un instante y me mira—. ¿Quieres beber?

—Sí.

Gómez saca una petaca y me la pasa. Le quito el tapón y echo un trago. Es un escocés muy suave. Doy otro sorbo y se la devuelvo. Oigo a la gente reír y hablar en el vestíbulo. Estoy sudando, y me duele la cabeza. En el cuarto hace mucho calor. Me levanto y abro la ventana, asomo la cabeza y respiro. Sigue lloviendo.

De repente, oigo un ruido entre los arbustos. Abro más la ventana, miro abajo y ahí estoy yo, sentado en el fango, bajo la ventana, empapado hasta el tuétano, jadeante. Mi otro yo me sonríe y levanta los pulgares en señal de triunfo.

13:55 horas

CLARE: Nos encontramos todos en el vestíbulo de la iglesia.

—Bueno, que empiece el espectáculo —dice mi padre, y llama a la puerta del cuarto en el que Henry se está vistiendo.

Gómez asoma la cabeza y dice:

—Denos un minuto. —Me dedica una mirada que me provoca un vacío en el estómago, se retira y cierra la puerta tras él.

Cuando decido intervenir, Gómez vuelve a abrirla y aparece Henry, abrochándose los gemelos. Está mojado, sucio y va sin afeitar. Parece tener unos cuarenta años; pero está aquí, y me brinda una sonrisa de triunfo mientras cruza el portal de la iglesia y avanza por el pasillo central.

Domingo 13 de junio de 1976

Henry tiene 30 años

HENRY: Me descubro echado en el suelo de mi antiguo dormitorio. Me encuentro solo en una perfecta noche estival de un año desconocido. Estoy acostado; maldigo y me siento como un idiota durante un buen rato. Luego me levanto y entro en la cocina para beberme varias cervezas de las que guarda mi padre.

Sábado 23 de octubre de 1993

Henry tiene 38 y 30 años, y Clare 22

14:37 horas

CLARE: Estamos frente al altar. Henry se vuelve hacia mí y dice:

—Yo, Henry, te tomo a ti, Clare, como esposa. Prometo amarte en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, honrarte y quererte toda la vida.

«Recuerda estas palabras», pienso para mis adentros. Repito luego mis votos. El padre Compton nos sonríe y pronuncia:

—Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.

«Ese no es exactamente el problema», pienso.

Henry desliza el fino anillo de plata por mi dedo y lo coloca sobre el anillo de compromiso. Cuando me llega el turno, le coloco su alianza de oro, la única vez que la llevará puesta. La misa sigue su curso. No puedo evitar pensar que esto es lo único importante; que tanto él como yo estemos aquí. No importa lo que pase, siempre y cuando él esté conmigo.

El padre Compton nos da su bendición y dice:

—La misa ha terminado. Podéis ir en paz.

Recorremos el pasillo central juntos, cogidos del brazo.

18:26 de la tarde

HENRY: La recepción va a dar comienzo. Los encargados del catering se apresuran arriba y abajo empujando carritos de aluminio y transportando bandejas tapadas. La gente empieza a llegar y deja los abrigos en guardarropía. Finalmente ha parado de llover. El Club Náutico de South Haven está en la ribera septentrional, y es un edificio de la década de 1920 panelado en madera y cuero, enmoquetado en rojo y decorado con pinturas de buques. Fuera ha oscurecido, pero el faro parpadea a lo lejos en el espigón. Estoy frente a un ventanal, bebiendo Glenlivet y esperando a Clare; su madre se la ha llevado a toda prisa por alguna razón que desconozco. Percibo los reflejos de Gómez y Ben que se dirigen hacia mí, y me vuelvo.

—¿Cómo estás? —Ben parece preocupado.

—Muy bien. ¿Podéis hacerme un favor los dos?

Gómez y Ben asienten.

—Gómez, vuelve a la iglesia. Me encontrarás allí, esperando en el vestíbulo. Recógeme y tráeme al club. Méteme de tapadillo en el lavabo de hombres de la planta baja y asegúrate de que no me muevo de ahí. Ben, tú no me pierdas de vista —le digo, señalándome el pecho—, y cuando te lo diga, agarra mi esmoquin y tráemelo al servicio de caballeros. ¿De acuerdo?

—¿De cuánto tiempo disponemos? —pregunta Ben.

—De muy poco.

Asiente, y luego se aleja. Charisse se acerca a nosotros, Gómez la besa en la frente y sigue caminando. Me vuelvo hacia Ben, que parece cansado.

—¿Cómo estás? —le pregunto.

—Algo fatigado —responde Ben suspirando—. Oye, Henry.

—¿Sí?

—¿De qué época vienes?

—Del año 2002.

—¿Puedes…? Mira, ya sé que esto no te gusta, pero…

—¿El qué? No pasa nada, Ben. Como quieras. Hoy es una ocasión especial.

—Dime, ¿todavía estoy vivo? —Ben no me mira; sino que contempla fijamente la orquesta, que afina los instrumentos en el salón de baile.

—Sí. Te encuentras bien. Te he visto hace unos días; fuimos a jugar a billar.

Ben deja escapar un resuello.

—Gracias.

—No te preocupes.

A Ben se le humedecen los ojos. Le ofrezco mi pañuelo, que él acepta, pero luego me lo devuelve sin haberlo utilizado y se marcha en busca del lavabo de caballeros.

19:04 horas

CLARE: Todos empiezan a sentarse para cenar y nadie consigue encontrar a Henry. Le pregunto a Gómez si lo ha visto, y él me dedica una de sus miradas y me dice que está seguro de que Henry llegará en cualquier momento. Kimy se acerca a nosotros, con un aspecto de marcada fragilidad y la preocupación dibujada en el rostro; lleva su vestido de seda rosa.

—¿Dónde está Henry? —me pregunta.

—No lo sé, Kimy.

Kimy me atrae hacia sí y me susurra al oído:

—Acabo de ver a su joven amigo Ben con un montón de ropa en los brazos saliendo del salón.

Oh, no. Si Henry se ha volatilizado hacia su presente, me va a costar muchísimo encontrar una explicación. Quizá podría decir que ha habido una emergencia. ¿Una emergencia en la biblioteca que requería la inmediata presencia de Henry? No, porque sus colegas de trabajo se encuentran aquí. Claro que quizá podría decir que Henry sufre de amnesia, y que debe de haberse perdido…

—Ahí viene —dice Kimy estrechándome la mano.

Henry está de pie en la entrada, atisbando entre la multitud, y entonces nos ve y se acerca a nosotras corriendo. Le doy un beso.

—Encantada de conocerte, extranjero.

Ha regresado al presente, mi joven Henry, el que pertenece a este momento. Me coge del brazo, y también coge a Kimy, y entra con nosotras al comedor. Kimy se ríe y le dice algo a Henry que no logro entender.

—¿Qué te ha dicho? —le pregunto cuando nos sentamos.

—Me ha preguntado si hemos considerado la posibilidad de hacer un ménage à trois en la noche de bodas.

Me pongo más roja que una langosta. Kimy me guiña un ojo.

19:16 horas

HENRY: Paseo por la biblioteca del club comiendo canapés y leyendo una primera edición suntuosamente encuadernada y que probablemente jamás ha sido abierta de El corazón de las tinieblas. Con el rabillo del ojo veo al director del club, que se apresura hacia mí. Cierro el libro y vuelvo a dejarlo en la estantería.

—Lo siento, señor. Me temo que tendré que pedirle que se marche.

Sin camisa y sin zapatos, no hay quien te atienda.

—De acuerdo.

Me levanto y, mientras el director se vuelve de espaldas, la sangre se me agolpa en el cerebro y desaparezco. Llego a la cocina un 2 de marzo de 2002; estoy en el suelo, riéndome. Siempre, siempre había deseado hacer algo así.

19:21 horas

CLARE: Gómez va a hacer un discurso.

—Querida Clare, y Henry, familia y amigos, miembros del jurado… Esperen, borren eso. Queridos y apreciados amigos todos, nos hemos reunido aquí esta noche, a orillas de la Tierra de la Soltería, para agitar nuestros pañuelos y despedir a Clare y a Henry mientras embarcan juntos en la travesía del Buen Buque del Matrimonio. A pesar de que nos entristece verlos despedirse de las alegrías de la vida de soltero, confiamos en que su tan cacareado estado de Bendición Nupcial será su nuevo rumbo, por lo demás inmejorable. Incluso puede que algunos de nosotros nos unamos a ellos en breve, a menos que logremos encontrar la manera de evitarlo. Por eso permitidme que os proponga un brindis: para Clare Abshire DeTamble, una preciosa y joven artista que merece toda la felicidad que pueda reportarle su nuevo mundo; y para Henry DeTamble, maldito y exquisito compañero, afortunado hijo de perra: que el Mar de la Vida se tienda a vuestros pies, límpido como el cristal, y que los vientos os sean siempre favorables. ¡Por la feliz pareja!

Gómez se inclina sobre mí y me besa en la boca, y durante unos instantes capto su mirada, pero luego el momento pasa.

20:48 horas

HENRY: Tras cortar y comer el pastel de boda, Clare lanza su ramo (que Charisse atrapa) y yo lanzo la liga de Clare (Ben, precisamente, entre todos los invitados, es quien la consigue). La orquesta toca Take the A Train, y la gente empieza a bailar. He bailado con Clare, Kimy, Alicia y Charisse; y ahora bailo con Helen, que está como un tren. Clare baila con Gómez. En el momento en que, como quien no quiere la cosa, le hago hacer una pirueta a Helen, veo que Celia Attley le roba el baile a Gómez, quien a su vez me lo roba a mí. Mientras Gómez se lleva en volandas a Helen, me uno al gentío que se arremolina en torno al bar y contemplo a Clare bailando con Celia. Ben viene a mi encuentro. Está bebiendo soda. Yo pido una tónica con vodka. Ben lleva la liga de Clare alrededor del brazo, como si estuviera en un funeral.

—¿Quién es esa? —me pregunta.

—Celia Attley, la novia de Ingrid.

—Es extraño.

—Sí.

—¿Qué pasa con ese tal Gómez?

—¿A qué te refieres?

Ben me mira fijamente y luego vuelve la cabeza.

—No importa.

22:23 horas

CLARE: Se ha terminado. Tras repartir besos y abrazos salimos del club y nos marchamos en nuestro coche, recubierto de espuma de afeitar y con latas enganchadas. Aparco frente al hostal La Gota del Rocío, un motel pequeñito y vulgar, situado sobre el Lago de Plata. Henry está dormido. Salgo del coche, me registro en recepción y convenzo al recepcionista para que me ayude a transportar a Henry; entre los dos conseguimos dejarlo caer sobre la cama de nuestro dormitorio. El muchacho nos trae el equipaje, mira de arriba abajo mi vestido de novia y el estado inerte en el que se encuentra Henry y me dedica una mueca. Le doy una propina y luego se marcha. Le quito los zapatos a Henry y le aflojo el nudo de la corbata. A continuación me desvisto y dejo el traje de novia sobre la butaca.

Estoy de pie en el baño, temblando con las braguitas puestas y cepillándome los dientes. El espejo me trae la imagen de Henry acostado en la cama. Está roncando. Escupo el dentífrico y me aclaro la boca. De repente, me inunda una sensación de felicidad que se suma a la certeza de saber que estamos casados. Bueno, en cualquier caso soy yo quien está casada.

Cuando apago la luz, le doy un beso de buenas noches a Henry. Huele a sudor mezclado con alcohol y al perfume de Helen. Buenas noches, que descanses, y que no te piquen las chinches. Finalmente me duermo, con un sueño pesado y feliz.

Lunes 25 de octubre de 1993

Henry tiene 30 años, y Clare 22

HENRY: Es el lunes siguiente a nuestra boda, y Clare y yo estamos en el ayuntamiento de Chicago casándonos ante el juez. Gómez y Charisse son nuestros testigos. Luego nos vamos todos a cenar a Charlie Trotter's, un restaurante tan caro que la decoración se asemeja a los compartimientos de primera clase de un avión o a una escultura minimalista. Por fortuna, y a pesar de su aspecto extremadamente artístico, la comida está buenísima. Charisse hace fotografías de cada plato a medida que nos los van poniendo delante.

—¿Qué tal os sienta la vida de casados? —pregunta Charisse.

—Yo me siento casadísima —dice Clare.

—Podríais seguir casándoos —interviene Gómez—. Podríais probar distintas ceremonias: budista, nudista…

—Me pregunto si seré bígama.

Clare está comiendo un entrante color pistacho que lleva varias gambas grandes dispuestas como si fueran ancianos miopes leyendo el periódico.

—Creo que uno puede casarse con la misma persona las veces que quiera —sentencia Charisse.

—Y tú, ¿eres la misma persona? —me pregunta Gómez.

Lo que estoy comiendo va recubierto de finas láminas de atún crudo que se funden en mi lengua. Me tomo unos segundos para saborearlas antes de responder:

—Sí, pero mucho más.

Gómez se muestra contrariado y musita algo sobre los koan zen, pero Clare me sonríe y levanta su copa. Brindo con ella, y una delicada nota de cristal suena y se desvanece en el murmullo del restaurante.

Finalmente sí, estamos casados.