Viernes 22 de octubre de 1993
Henry tiene 30 años
HENRY: Paseo por la calle Linden, en South Haven, desde hace por lo menos una hora, mientras Clare y su madre están en la floristería haciendo alguna gestión. La boda es mañana, pero mi papel de novio no parece detentar demasiadas responsabilidades. Tan solo estar presente; ese es el punto principal en mi lista de quehaceres. A Clare se la llevan continuamente para hacer pruebas, atender consultas y participar en fiestas de soltera. Los únicos momentos en que la veo siempre me parece apesadumbrada.
Es un día frío y despejado, y camino para distraerme. Ojalá South Haven poseyera una librería decente; pero es que hasta los fondos de la biblioteca consisten principalmente en libros de Barbara Cartland y John Grisham. Llevo conmigo la edición que Penguin ha sacado de Kleist, pero no estoy de humor para leerla. Paso frente a una tienda de antigüedades, una panadería, un banco y otra tienda de antigüedades. Al llegar a la barbería, echo un vistazo al interior; un barbero calvo, menudo y atildado está afeitando a un anciano, y de pronto se me ocurre lo que voy a hacer.
Suena un tintineo de campanitas cuando abro la puerta de la barbería. Huele a jabón, vapor, loción capilar y piel anciana. Todo es de color verde pálido. La butaca es vieja y lleva adornos cromados, y unas botellas muy trabajadas se alinean en estantes de madera oscura. Hay asimismo unas bandejas que contienen tijeras, peines y navajas, que por su aspecto parecen instrumental médico; es un estilo que recuerda al pintor Norman Rockwell. El barbero levanta los ojos.
—¿Podría cortarme el pelo? —le pregunto.
El barbero asiente y me hace una seña para que me acomode en la hilera de sillas vacías de respaldo recto que, en uno de los extremos, corona un revistero repleto de un montón de ejemplares perfectamente amontonados. En la radio suena Sinatra. Me siento y hojeo un Reader's Digest. El barbero seca los restos de espuma de la barbilla del viejo y le aplica loción para después del afeitado. Terminada la labor, el anciano se endereza alegre de la butaca y paga el servicio. El barbero le ayuda a ponerse el abrigo y finalmente le entrega el bastón.
—Hasta pronto, George —dice el anciano, mientras sale de la barbería con paso cansino.
—Adiós, Ed —le contesta el barbero.
Ha llegado el momento de prestarme atención.
—¿Qué será?
Me encaramo a la butaca de un salto, el barbero aprieta el pedal para elevarme unos centímetros y me da la vuelta para situarme de cara al espejo. Contemplo sin prisas y por última vez mi pelo; y levanto entonces el pulgar y el índice a un centímetro escaso del cráneo.
—Córtelo todo.
El barbero asiente, aprobando mi elección, y me pone una capa de plástico alrededor del cuello. Sus tijeras se convierten enseguida en unos fugaces reflejos metálicos bailando alrededor de mi cráneo, al son de un ruido también metálico, mientras mi pelo cae al suelo. Cuando el barbero termina, me pasa un cepillo por los hombros, me quita la capa y voilá: me he convertido en mi futuro yo.