Más vale vivir bajo los efectos de la química

Domingo 5 de septiembre de 1993

Clare tiene 22 años, y Henry 30

CLARE: Henry está hojeando su manido ejemplar del Manual de consulta de la profesión médica. Mala señal.

—Nunca me había dado cuenta de que eres un fanático de las drogas.

—No soy un fanático, soy un alcohólico.

—No eres alcohólico.

—Claro que lo soy.

Estoy echada en su sofá y cruzo las piernas sobre su regazo. Henry pone el libro sobre mis muslos y sigue pasando páginas.

—No bebes tanto como dices.

—Antes sí. Aflojé un poco después de casi perder la vida. Además, el ejemplo de mi padre me sirve de triste lección.

—¿Qué buscas?

—Algo para tomarme el día de la boda. No quiero dejarte plantada en el altar delante de cuatrocientas personas.

—Sí, más vale. —Imagino la escena y me estremezco—. Fuguémonos.

—De acuerdo —responde Henry, sosteniendo mi mirada—. Yo voto a favor.

—Mis padres me desheredarían.

—Ni hablar.

—No acabas de entenderlo, por lo que veo. La boda es una producción carísima de Broadway. Nosotros solo somos una excusa para que mi padre entretenga con esplendidez a todos sus colegas de profesión y los impresione. Si nos largamos, mis padres tendrán que contratar a unos actores para que representen nuestros papeles.

—Vayamos al ayuntamiento y casémonos antes. De ese modo, si ocurre cualquier cosa, al menos ya estaremos casados.

—Oh, pero… A mí eso no me gusta. Sería como mentir… Me sentiría incómoda. ¿Por qué no lo hacemos luego, si la boda auténtica se complica?

—De acuerdo. Será el plan B.

Henry me tiende la mano y yo se la estrecho.

—Dime si has encontrado alguna sustancia.

—Bueno, lo ideal sería que tomara un neuroléptico llamado Risperdal, pero no saldrá al mercado hasta 1998. En segundo lugar, podría optar por Clozaril, o bien por Haldol.

—Tienen nombres de antitusígenos de última generación.

—Son antipsicóticos.

—¿De verdad?

—Sí.

—Pero tú no eres un psicótico.

Henry me mira y luego hace una horrible mueca y clava sus garras al aire, como si fuera un hombre lobo de película muda.

—Si me hacen un electroencefalograma, sale un cerebro de esquizofrénico. Son muchos los médicos que insisten en que esta ilusión de los viajes a través del tiempo se debe a la esquizofrenia. Por eso me recetan esos medicamentos, que bloquean los receptores de dopamina.

—¿Cuáles son los efectos secundarios?

—Bueno… distonía, akathisia, pseudopárkinson. Es decir, contracciones musculares involuntarias, inquietud, inestabilidad aguda, deambulación nerviosa, insomnio, inmovilidad y pérdida de expresión facial. Luego aparecen la dyskinesia tardía, el descontrol crónico de los músculos faciales y la agranulocitosis, la destrucción de la capacidad que posee el cuerpo de fabricar glóbulos blancos. Finalmente, se pierde la función sexual, por no hablar del tremendo efecto sedante que tienen todas esas medicinas que pueden conseguirse en la actualidad.

—Supongo que no estarás pensando en serio en tomar alguna de esas sustancias, ¿verdad?

—Bueno, en el pasado tomé Haldol y Thorazine.

—¿Y qué ocurrió?

—Fue francamente horrible. Iba por la vida como un zombi. Notaba como si tuviera pegamento blanco Elmer's Glue en el cerebro.

—¿No existe nada más?

—Valium, Librium y Xanax.

—Es lo que toma mi madre. Xanax y Valium.

—Sí, eso es más coherente. —Henry hace una mueca de desagrado y aparta el Manual de consulta de la profesión médica—. Muévete.

Encajamos nuestros cuerpos en el sofá hasta que quedamos echados de costado. Es muy íntimo.

—No tomes nada.

—¿Por qué no?

—Porque no estás enfermo.

—Son estos detalles los que hacen que te quiera tanto —dice Henry riendo—. Sobre todo, tu incapacidad de percibir mis defectos más monstruosos.

Henry empieza a desabrocharme la blusa y yo retengo su mano. Me mira, expectante. Siento un ligero enojo.

—No comprendo por qué hablas de ese modo. Siempre dices cosas horribles de ti. Tú no eres así. Eres bueno.

Henry contempla mi mano y libera la suya para atraerme hacia él.

—No soy bueno —me dice bajito al oído—. Pero a lo mejor lo seré más adelante, ¿eh?

—Más vale que te lo propongas.

—Contigo me porto muy bien. —Totalmente cierto—. ¿Me oyes, Clare?

—¿Mmmmm?

—¿Te despiertas alguna vez pensando que soy una especie de broma que Dios te está gastando?

—No. Me despierto pensando que podrías desaparecer y no regresar nunca más. Sigo despierta, amargada, cavilando sobre algunas de las cosas que me has dicho a medias sobre el futuro; pero tengo una confianza absoluta en la idea de que vamos a estar juntos.

—Una confianza absoluta.

—¿Tú no?

Henry me besa.

—«Tiempo, lugar, fortuna o muerte no pueden doblegar / mis deseos más nimios ni un solo trecho».

—Te estás pasando otra vez.

—Me da igual.

—Fanfarrón.

—Ya, y ahora ¿quién es la guapa que dice cosas tan horribles de mí?

Lunes 6 de septiembre de 1993

Henry tiene 30 años

HENRY: Estoy sentado en lo alto de los escalones de entrada de una casa blanca y deprimente, con las fachadas laterales de aluminio, que se encuentra en Parque Humboldt. Es lunes por la mañana, son alrededor de las diez, y espero que Ben regrese de donde sea que esté. No me gusta demasiado el vecindario; me siento bastante expuesto sentado frente a la puerta de Ben, pero es un tipo tan extremadamente puntual que sigo aguardando confiado. Observo a dos hispanas empujando sendos cochecitos de bebé por la acera inclinada y rota. Mientras reflexiono sobre la desigualdad de los servicios urbanos, oigo un grito a lo lejos.

—¡Bibliotecario!

Vuelvo la cabeza para ver de dónde sale esa voz y no me cabe la menor duda: se trata de Gómez. Gruño para mis adentros; Gómez tiene un talento sorprendente para tropezarse conmigo cuando estoy a punto de cometer algún acto especialmente nefasto. Tendré que librarme de él antes de que Ben aparezca. Gómez camina ligero hacia mí, más contento que unas pascuas. Lleva su traje de abogado, y también su maletín. Suspiro.

Ça va, camarada.

Ça va. ¿Qué estás haciendo aquí?

Buena pregunta.

—Espero, a un amigo. ¿Qué hora es?

—Las diez y cuarto del 6 de septiembre de 1993 —añade con espíritu servicial.

—Ya lo sé, Gómez; pero gracias de todos modos. ¿Vas a visitar a un cliente?

—Sí. A una niña de diez años. El novio de su madre la obligó a beber Drano, que es un limpiador de cañerías. Te aseguro que la humanidad me tiene cada vez más asqueado.

—Sí. Hay demasiados lunáticos, y muy pocos miguelángeles.

—¿Has almorzado, o desayunado más bien?

—Sí. Lo que pasa es que necesito quedarme aquí para esperar a mi amigo.

—No sabía que tuvieras amigos que vivieran en las afueras, en este plan. Todas las personas del barrio que conozco tienen una necesidad urgente de consejo legal.

—Es un amigo de la facultad de biblioteconomía.

En ese momento aparece el aludido. Ben llega conduciendo su Mercedes plateado del sesenta y dos. El interior es un desastre, pero por fuera el coche tiene buen aspecto. Gómez silba bajito.

—Siento llegar tarde —dice Ben, apresurando el paso—. Una visita a domicilio.

Gómez me mira inquisitivamente, pero yo lo ignoro. Ben pasea la mirada entre Gómez y yo.

—Gómez, te presento a Ben. Ben, este es Gómez. Siento mucho que tengas que marcharte, camarada.

—En realidad, dispongo de un par de horas…

Ben, sin embargo, se hace con el control de la situación.

—Gómez, mira, estoy encantado de conocerte, pero nos veremos otro día, ¿de acuerdo?

Ben es bastante corto de vista y escruta a Gómez con aire simpático, a través de unas gafas de cristales gruesos que engrandecen sus ojos el doble de lo normal. Tintinea las llaves entre los dedos, y me está poniendo nervioso. Los dos nos quedamos en pie y en silencio, esperando que Gómez se marche.

—De acuerdo. Sí, muy bien. Adiós —dice Gómez.

—Te llamaré esta tarde —le digo.

Gómez se vuelve sin mirarme y se marcha por donde ha venido. Me asaltan los remordimientos, pero hay cosas que no quiero que Gómez sepa, y esta es una de ellas. Ben y yo nos dirigimos una mirada cómplice, simple constatación de que ambos conocemos historias problemáticas del otro. Ben abre la puerta principal. Siempre me entran unas ganas tremendas de entrar por la fuerza en casa de Ben, porque dispone de una gran cantidad y variedad de cerraduras y dispositivos de seguridad. Penetramos en el pasillo largo y oscuro. En esta casa siempre huele a col, aunque sé a ciencia cierta que Ben jamás se dedica a cocinar, y menos col. Nos encaminamos a la escalera trasera, que nos conduce a otro pasillo, y atravesamos un dormitorio para llegar a otro cuarto, en el que Ben ha instalado su laboratorio. Deja su bolsa en el suelo y cuelga la chaqueta. Casi espero que se calce unas zapatillas deportivas, al estilo del señor Rogers, pero, en cambio, se pone a trajinar con la cafetera arriba y abajo. Me siento en una silla plegable y espero a que termine.

De todas las personas que conozco, Ben es la más parecida a un bibliotecario; y es cierto que lo conocí en Rosary, aunque él abandonó los estudios antes de terminar el máster en biblioteconomía. Ha adelgazado desde la última vez que lo vi, y ha perdido más cabello. Ben tiene sida, y cada vez que nos encontramos me fijo en él, porque nunca se sabe cómo evolucionará la enfermedad en su caso.

—Tienes buen aspecto —le digo.

—Tomo dosis masivas de acidotimidina y vitaminas. Además practico el yoga y la visualización. Por cierto, ¿qué puedo hacer por ti?

—Voy a casarme.

Ben se sorprende, y luego se muestra encantado.

—Felicidades. ¿Con quién?

—Con Clare. Ya la conoces. Es esa chica pelirroja de pelo largo.

—Ah… sí, sí. —Ben adopta una expresión seria—. ¿Ya lo sabe?

—Sí.

—Fantástico, entonces. —Me mira como diciendo que todo eso está muy bien, pero que sigue sin entender.

—Resulta que sus padres han planeado una boda por todo lo alto, en Michigan. Iglesia, damas de honor y arroz en los nueve terrenos colindantes. Más una espléndida recepción en el Club Náutico al terminar. De etiqueta, por supuesto.

Ben sirve el café y me pasa una taza con la imagen de Winnie the Pooh. Echo leche en polvo y remuevo. Hace frío aquí arriba, y el café huele amargo, aunque su aroma es aceptable.

—Necesito estar ahí. Necesito superar unas ocho horas de un agobio inconmensurable y alucinante sin desaparecer.

—Ya. —Ben tiene un modo de comprender los problemas que consiste en aceptarlos, lo cual encuentro muy reconfortante.

—Necesito algo que noquee todos los receptores de dopamina que tengo en el cuerpo.

—Navane, Haldol, Thorazine, Serentil, Mellaril, Stelazine… —enumera Ben limpiándose las gafas con el jersey. Sin las gafas puestas parece un enorme ratón que careciera de pelaje.

—Esperaba que pudieras prepararme esto. —Rebusco en los tejanos y cuando encuentro el papel, se lo entrego. Ben bizquea al leerlo.

—3-[2-[4-96-fluoro-l,2-benizisoxazol-3-yl)… dióxido de silicio coloidal, metilcelulosa de hidroxipropilo… glicol de propileno… —Levanta los ojos y me mira, atónito—. ¿Qué es todo esto?

—Es un nuevo antipsicótico llamado risperidona, que en el mercado se comercializa como Risperdal. Podrá adquirirse en 1998, pero me gustaría probarlo ahora. Pertenece a una nueva clase de medicamentos derivados de las benzisoxazolas.

—¿De dónde lo has sacado?

—Del Manual de consulta de la profesión médica. De la edición del año 2000.

—¿Quién la ha preparado?

—Janssen.

—Henry, sabes perfectamente que no presentas una buena tolerancia a los antipsicóticos. A menos, claro está, que esto funcione de un modo radicalmente distinto.

—No saben muy bien cómo funciona. «Antagonista monoaminérgico selectivo con una gran afinidad por la serotonina tipo 2, la dopamina tipo 2, bla, bla, bla».

—Ya, la misma historia de siempre. ¿Qué te hace pensar que esta sustancia es mejor que la del Haldol?

—Porque es una suposición basada en el conocimiento —respondo, sonriendo con paciencia—. En realidad, no lo sé a ciencia cierta. ¿Puedes preparármela?

Ben titubea.

—Bueno, poder, sí que puedo.

—¿Cuándo la tendrás lista? Necesitaré un cierto tiempo para que se acumule en mi organismo.

—Ya te llamaré. ¿Cuándo es la boda?

—El 23 de octubre.

—Mmmm. ¿Cuál es la dosis?

—Empieza preparando un miligramo y ve subiendo.

Ben se levanta y se despereza. Bajo la luz tenue de esta fría estancia parece viejo, ictérico, con la piel de pergamino. Una parte de Ben disfruta con el desafío y se dice: «Eh, vamos a duplicar esta droga vanguardista que nadie ha inventado todavía», pero a la otra no le gusta nada el riesgo.

—Henry, ni siquiera estás seguro de que la dopamina sea tu problema.

—Ya has visto los electroencefalogramas.

—Sí, sí; pero ¿por qué no te limitas a asumirlo? El remedio podría ser peor que la enfermedad.

—Ben, ¿qué me dirías si en el tiempo que tardo en chasquear los dedos —y me levanto, me inclino sobre él y chasqueo los dedos— te encontraras de repente plantado en el dormitorio de Allen en 1986?

—Mataría al jodido cabrón…

—Pero no puedes, porque no fue eso lo que hiciste.

Ben cierra los ojos y niega con la cabeza.

—Además, tampoco puedes cambiar nada: él seguirá enfermo, tú seguirás enfermo, und so wiete. ¿Qué te parecería tener que verlo morir una y otra vez?

Ben se sienta en la silla plegable. No me mira.

—Esto es lo que ocurre, Ben. Por supuesto que a veces es divertido; pero sobre todo consiste en perderse, robar e intentar tan solo…

—Salir adelante —termina Ben la frase, suspirando—. Caray, no sé cómo te aguanto.

—¿Por la novedad?, ¿por mi aspecto atractivo y aniñado?

—Tú sigue soñando. Oye, ¿me invitarás a la boda?

Su pregunta me sorprende. Jamás se me había ocurrido que Ben quisiera asistir.

—¡Claro! ¿De verdad te apetece? ¿Vendrías?

—Es un buen modo de anticiparme a los funerales.

—¡Fantástico! Mis bancos de la iglesia se están llenando a toda velocidad. Serás mi octavo invitado.

Ben ríe.

—Invita a todas tus ex novias. Será un modo como otro de llenar las hileras.

—Jamás sobreviviría al evento. La mayoría querría cortarme la cabeza y colgarla de un palo.

—Mmmm.

Ben se levanta y revuelve el interior de uno de los cajones de su escritorio. Saca un frasco de pildoras vacío y coloca tres pastillas dentro. Luego lanza al aire el recipiente para que yo lo coja.

—¿Qué es? —le pregunto, abriendo la botellita y poniéndome una píldora en la palma de la mano.

—Es un estabilizante de las endorfinas mezclado con un antidepresivo. Es… ¡oye, no!

Para entonces ya me he metido la pildora en la boca, y me la trago.

—Es un derivado de la morfina —suspira Ben—. Muestras una actitud de lo más arrogante con las drogas.

—Me gustan los opiáceos.

—Ya lo veo; pero no creas que dejaré que te tomes una tonelada de esas. Dime si te parece una buena solución para la boda. Por si esa otra fórmula no resulta. El efecto dura unas cuatro horas, por lo tanto necesitarás dos pastillas. —Ben señala las dos que me quedan—. No te engullas las otras solo para divertirte, ¿de acuerdo?

—Te doy mi palabra de boy scout.

Ben me dedica una carcajada burlona. Le pago las pastillas y me marcho. Mientras voy bajando noto el subidón, y me paro al pie de las escaleras para darme el lujo de disfrutarlo. Dura un rato. Sea lo que sea lo que Ben ha mezclado, tengo que confesar que es fantástico. Es como un orgasmo multiplicado por diez y sumado al efecto de la cocaína; además parece que la cosa va a más. Al salir por la puerta principal, casi tropiezo con Gómez; me estaba esperando.

—¿Te importa si te llevo en coche?

—Claro que no.

Estoy francamente conmovido por sus atenciones, su curiosidad o lo que sea. Nos dirigimos a su coche, un Chevy Nova con dos faros abollados. Subo al asiento del copiloto. Gómez entra y cierra la portezuela con fuerza. Convence al cochecito de que se ponga en marcha y arrancamos.

La ciudad es gris y lúgubre; está empezando a llover. Unos goterones golpean el parabrisas, mientras casas desvencijadas y aparcamientos vacíos desfilan a nuestro paso. Gómez sintoniza la cadena NPR. Están poniendo a Charles Mingus, que es demasiado lento para mi gusto, pero ¡qué más da!, vivimos en un país libre. La avenida Ashland está llena de baches que repercuten en mi cerebro, pero por lo demás todo va perfecto, fantástico, en realidad; mi cabeza es fluida y móvil, como el mercurio líquido que se ha escapado de un termómetro roto, y hago todo lo posible por no ponerme a gemir de placer mientras la droga lame todas mis terminaciones nerviosas con sus diminutas lenguas químicas. Pasamos frente a Cartomancia y Videncia de Percepciones Extrasensoriales, Neumáticos de Ocasión Pedro, Burger King, Pizza Hut… y I am a Passenger se instala en mi cerebro, hilvanándose con la melodía de Mingus. Gómez dice algo que no entiendo y vuelve a repetírmelo.

—¡Henry!

—¿Qué?

—¿En qué andas metido?

—La verdad, no lo tengo muy claro. Supongo que en una especie de experimento científico.

—¿Por qué?

—Por una cuestión estelar. Luego te contaré más cosas.

Dejamos de hablar hasta que el coche se detiene delante del apartamento de Clare y Charisse. Miro a Gómez confuso.

—Necesitas estar con gente —me dice suavemente.

No pienso llevarle la contraria. Gómez me acompaña hasta la puerta pricipal y subimos al piso de arriba. Clare abre la puerta y cuando me ve, parece triste, aliviada y divertida, todo a la vez.

CLARE: Tras decirle a Henry que se meta en mi cama, Gómez y yo nos vamos a la sala de estar a tomar té y bocadillos de jalea de kiwi y mantequilla de cacahuete.

—Aprende a cocinar, mujer —dice Gómez en una cantinela. Parece Charlton Heston cuando entrega los Diez Mandamientos.

—Un día de estos. —Remuevo el azúcar de mi té—. Gracias por ir a buscarlo y traerlo a casa.

—Por ti haría cualquier cosa, gatita. —Gómez empieza a liar un cigarrillo. Es la única persona que conozco que fuma durante la comida. Me abstengo de hacer comentarios. Él enciende su cigarrillo y me mira mientras rodeo mi cuerpo con mis brazos—. Dime, ¿de qué va todo ese numerito, eh? La mayoría de los que acuden a la farmacopea de la compasión son víctimas del sida o pacientes de cáncer.

—¿Conoces a Ben? —No sé por qué me sorprendo. Gómez conoce a todo el mundo.

—Sé cosas sobre Ben. Mi madre solía ir a visitarlo cuando le administraban quimioterapia.

—Ah. —Valoro la situación bajo un nuevo enfoque, buscando cosas que decirle que no me comprometan demasiado.

—Fuera lo que fuese lo que Ben le ha dado, te aseguro que se lo ha llevado a la Dimensión Desconocida.

—Intentamos encontrar alguna sustancia para Henry que le permita quedarse en el presente.

—Pues a juzgar por el resultado, yo no le aconsejaría que se lo tomara a diario. Parece más muerto que vivo.

—Sí. Quizá debería reducir la dosis.

—¿Por qué lo haces?

—¿Por qué hago el qué?

—Ayudar y secundar al señor Caos, y encima casarte con él.

Henry me llama. Me levanto. Gómez se acerca a mí y me coge de la mano.

—Clare, por favor…

—Gómez, suéltame. —Lo miro fijamente para que aparte su vista de mí. Tras un doloroso y prolongado momento, baja los ojos y me suelta. Corro por el pasillo, entro en mi dormitorio y cierro la puerta.

Henry se ha estirado como un gato sobre la cama, sobre la barriga y cruzado en diagonal. Me quito los zapatos y me echo junto a él.

—¿Qué tal va? —le pregunto.

Henry se da la vuelta y me sonríe.

—Estoy en el cielo. —Acaricia mi rostro—. ¿Te importa quedarte conmigo?

—No.

Henry suspira.

—Eres tan buena… No debería corromperte.

—No es que sea buena, es que estoy asustada.

Permanecemos echados en silencio durante mucho rato. El sol brilla e ilumina el interior de mi dormitorio con la primera luz de la tarde: la curva del cabezal de nogal, la alfombra oriental dorada y violeta, el cepillo del pelo, el pintalabios y el tarro de crema de manos que hay sobre la cómoda. Un ejemplar de Art in America con León Golub en las tapas descansa sobre el asiento de mi viejo sillón de los encantes, parcialmente oculto por À Rebours. Henry lleva calcetines negros. Los pies huesudos y largos le cuelgan por el borde de la cama. Da la impresión de estar muy delgado. Tiene los ojos cerrados; quizá note que lo estoy mirando, porque los abre y me sonríe. Le aparto el pelo de la cara. Me coge la mano y besa la palma. Le desabrocho los tejanos y deslizo los dedos por su sexo, pero Henry detiene mi gesto, sin soltarme.

—Lo siento, Clare —me dice en voz baja—. Hay algo en esta droga que me ha fundido los circuitos de todo el equipo. Luego, quizá.

—Pues qué divertida va a ser nuestra noche de bodas.

—No puedo tomar esto para la boda —dice con vehemencia—. Es demasiado divertido. Me refiero a que Ben es un genio, pero está acostumbrado a trabajar con enfermos terminales. No sé lo que ha metido en las pildoras, pero te aseguro que induce a experiencias rayanas a la muerte. —Suspira y deja el frasco de pildoras en mi mesilla de noche—. Debería mandárselas a Ingrid. Es la droga perfecta para ella.

Oigo abrirse la puerta principal, que luego se cierra de un portazo; es Gómez, que se marcha.

—¿Quieres comer algo? —le pregunto.

—No, gracias.

—¿Ben te preparará esa otra droga?

—Lo intentará.

—¿Y qué pasa si no funciona?

—¿Quieres decir si Ben la caga?

—Sí.

—Pase lo que pase, ambos sabemos que viviré al menos hasta los cuarenta y tres años. Por lo tanto, no te preocupes por nada.

¿Cuarenta y tres?

—¿Qué pasa después de los cuarenta y tres?

—No lo sé, Clare. A lo mejor descubro el modo de quedarme en el presente.

Me estrecha entre sus brazos y nos quedamos callados. Cuando me despierto al cabo de un rato, ya es oscuro y Henry está dormido, a mi lado. El frasquito de pildoras brilla rojizo bajo la luz de la alarma del despertador. ¿Cuarenta y tres?

Lunes 21 de septiembre de 1993

Clare tiene 22 años, y Henry 30

CLARE: Entro en el apartamento de Henry y enciendo las luces. Esta noche vamos a la ópera; representan Los fantasmas de Versalles. En la Ópera Lírica no te permiten entrar si ha empezado la representación. Por eso estoy nerviosa y no me doy cuenta al principio de que si no hay luz, significa que Henry no está en casa. Cuando luego caigo en la cuenta me enfado, porque por su culpa llegaremos tarde. Me pregunto si se habrá marchado. En ese momento oigo una respiración.

Me quedo inmóvil. El resuello viene de la cocina. Corro a encender la luz y veo a Henry tendido en el suelo, completamente vestido, en una actitud extraña y rígida, mirando al frente. Mientras sigo inmóvil, deja escapar un sonido grave, como si no fuera humano, un gruñido que repiquetea en su garganta, que escapa rasgando su apretada dentadura.

—¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!

Llamo al 061. La operadora me asegura que llegarán en cuestión de minutos. Mientras me quedo sentada en el suelo de la cocina contemplando a Henry, una oleada de rabia me domina. Descubro entonces el fichero rotativo Rolodex de Henry en su escritorio y marco el número.

—¿Diga? —pregunta una voz floja y distante.

—¿Hablo con Ben Matteson?

—Sí. ¿Quién es?

—Clare Abshire. Escucha, Ben, Henry está tendido en el suelo completamente rígido y no puede hablar. ¿De qué cojones va todo esto?

—¿Qué? ¡Mierda! ¡Llama al 061!

—Ya lo he hecho.

—La droga mimetiza los síntomas del párkinson. ¡Henry necesita dopamina! Diles… Mierda, llámame desde el hospital…

—Ya están aquí.

—¡Muy bien! Llámame…

Cuelgo y atiendo a los de urgencias.

Más tarde, después de que la ambulancia haya llegado al Hospital de la Caridad y hayan ingresado a Henry, después de haberlo inyectado, intubado y acostado en una cama de hospital, sin olvidar conectarlo a un monitor, ya relajado y dormido, levanto los ojos y veo a un hombre alto y demacrado que aguarda en el umbral de la habitación. Recuerdo entonces que he olvidado llamar a Ben. Este entra y se sitúa frente a mí, al otro lado de la cama. La habitación está a oscuras, y su perfil se recorta contra la luz del pasillo cuando se inclina y dice:

—Lo siento mucho. Lo siento muchísimo.

Acerco mi mano a la suya y se la cojo.

—No te preocupes. Se recuperará. De verdad.

Ben niega con la cabeza.

—Todo es por mi culpa. Nunca hubiera debido preparar esa fórmula para él.

—¿Qué ocurrió?

Ben suspira y se sienta en la silla. Yo me siento en la cama.

—Puede haber ocurrido varias cosas. Quizá se trate de un efecto secundario, que podría haberle pasado a cualquiera. Pero también podría ser que Henry no hubiera entendido bien la fórmula. Quiero decir que es muy larga para memorizarla; y yo no tenía manera de comprobar si era correcta.

Ambos guardamos silencio. El gotero de Henry va goteando un fluido que penetra en su brazo. Un camillero pasa por delante de la puerta empujando una camilla.

—Ben.

—Dime, Clare.

—¿Podrías hacerme un favor?

—Lo que quieras.

—No le suministres nada más. Basta de drogas, porque no funcionarán.

Ben me sonríe, aliviado.

—«Di no a las drogas».

—Exacto.

Los dos reímos. Ben me hace compañía durante un rato. Cuando se levanta para marcharse, me coge la mano y me dice:

—Gracias por ser tan considerada con todo lo que ha pasado. Henry hubiera podido morir.

—Pero no ha muerto.

—No, no ha muerto.

—Te veré en la boda.

—Sí.

Estamos de pie en el pasillo. Bajo la luz descarnada del fluorescente Ben parece cansado y enfermo. Inclina la cabeza, se vuelve y empieza a caminar por el pasillo, mientras yo regreso a la habitación en penumbra, donde Henry sigue durmiendo.