Cumpleaños

Domingo 24 de mayo de 1992

Clare tiene 21 años, y Henry 28

CLARE: Hoy cumplo veintiún años. Es una maravillosa tarde de verano. Estoy en el apartamento de Henry, en su cama, leyendo La piedra lunar. Henry está en la diminuta cocina preparando la cena. Mientras me pongo su bata y me dirijo al baño, lo oigo proferir improperios contra la licuadora. Me lo tomo con calma, me lavo el pelo y cubro de vaho los espejos. Pienso que podría cortarme el pelo. Sería agradabilísimo lavarlo, pasarle un peine rápido y… ¡listos! Arreglada y dispuesta a correr en cualquier dirección. Suspiro. Henry ama mi pelo casi como si fuera un ente en sí mismo, como si tuviera un alma que pudiera reclamar como propia, como si mi melena también fuera capaz de corresponder a su amor. Sé que ama mi cabello porque forma parte de mi persona, y también sé que le entristecería mucho si me lo cortara. Además, yo también lo echaría de menos… Lo que ocurre es que requiere tanto esfuerzo que a veces querría quitármelo como si fuera una peluca y dejarlo a un lado para salir a jugar. Lo peino con cuidado, deshaciendo los enredos. Cuando está mojado mi cabello pesa y me tira del cráneo. Entreabro la puerta del baño para disipar el vapor. Henry está cantando alguna pieza de Carmina Burana que suena extraña y desafinada. Salgo del baño cuando empieza a poner la mesa.

—Fantástica cronometración; la cena está servida.

—Espera un minuto. Voy a vestirme.

—Estás perfecta así. De verdad. —Henry da la vuelta a la mesa, me abre la bata y roza mis pechos con sus manos.

—Mmmm. La cena se enfriará.

—La cena está fría, de hecho. En fin, se supone que es una cena fría.

—Ah… Bueno, comamos entonces. —De repente me siento agotada y de mal humor.

—De acuerdo —dice Henry, y me suelta sin hacer ninguna clase de comentario.

Sigue con lo que estaba haciendo y pone los cubiertos en la mesa. Lo observo durante un minuto, y luego recojo la ropa desperdigada por el suelo y me la pongo. Me siento a la mesa; Henry trae dos cuencos de sopa, una sopa pálida y espesa.

—Vichyssoise. Es la receta de mi abuela.

Tomo un sorbo. Es perfecta, mantecosa y fresca. El segundo plato es salmón con unos espárragos larguísimos aliñados con una marinada de aceite de oliva y romero. Abro la boca para comentar algo agradable de la comida, pero en vez de eso digo:

—Henry… ¿Los demás practican tanto el sexo como nosotros?

Henry reflexiona unos segundos.

—La mayoría, no… Supongo que no. Solo la gente que no hace demasiado tiempo que se conoce y todavía no puede creer la suerte que ha tenido, diría yo. ¿Lo hacemos demasiado?

—No lo sé. Quizá sí. —Hablo mirando al plato. No puedo creer que esté pronunciando esas palabras; me he pasado toda la adolescencia suplicando a Henry que me hiciera el amor, y ahora estoy diciéndole que es demasiado.

Henry está sentado, muy tieso y quieto.

—Clare, lo siento muchísimo. No me daba cuenta; me sale sin pensar.

Levanto los ojos; Henry parece afligido. Estallo en carcajadas. Henry sonríe, un poco culpable, pero los ojos le chispean.

—Es solo que… Mira, hay días en que no puedo sentarme.

—Bueno… Solo tienes que decírmelo. Tú me dices: «Esta noche, no, cariño, hoy ya lo hemos hecho veintitrés veces y preferiría leer Casa desolada».

—Y tú ¿desistirás y abandonarás con docilidad?

—Ya lo he hecho antes, ¿no? Fui muy dócil en el pasado.

—Sí, pero entonces yo me sentía culpable.

Henry ríe.

—Aquí sí que no esperarás que te ayude. Quizá esa sea mi única esperanza: día tras día, semana tras semana, languideceré anhelando el alimento de tus besos, marchitándome por desear una mamada, y al cabo de un rato, tú levantarás los ojos del libro y te darás cuenta de que en realidad voy a morir a tus pies si no follas conmigo inmediatamente, pero yo no diré ni una sola palabra. Tal vez emitiré algunos gemidos.

—Pero… No lo sé. Quiero decir que estoy agotada, y tú, en cambio, pareces… estar perfectamente bien. ¿Acaso soy anormal o algo parecido?

Henry se inclina hacia mí y me tiende las manos. Coloco la mía entre sus palmas.

—Clare.

—Dime.

—Puede que no sea muy delicado mencionar esto, pero si me perdonas te diré que tu impulso sexual sobrepasa en mucho al de casi todas las mujeres con quienes he salido. La mayoría habría pedido auxilio a su padre y conectado el contestador hace muchos meses. Ahora bien, debería de habérmelo imaginado… Como parecías siempre tan entregada… Pero si es demasiado, o no te apetece, tienes que decírmelo, porque si no, me pasaré el día acercándome a ti de puntillas, preguntándome si te agobio con mis monstruosas exigencias.

—Pero ¿cuándo sabemos que ya tenemos bastante sexo?

—¿En mi caso? ¡Buena pregunta! Mi idea de una vida perfecta sería quedarnos en la cama todo el tiempo. Haríamos el amor con una cierta continuidad, y solo nos levantaríamos para ir a buscar provisiones: agua fresca y fruta para prevenir el escorbuto; y también haría algún que otro viajecito al baño para afeitarme, antes de zambullirme de nuevo en la cama. De vez en cuando podríamos cambiar las sábanas; e ir al cine para evitar llagarnos, y correr. Tendría que seguir corriendo todas las mañanas.

Correr es una religión para Henry.

—¿Por qué habrías de correr? La verdad es que ya estarías haciendo muchísimo ejercicio.

De repente Henry se pone serio.

—Porque a menudo mi vida depende de ser capaz de correr más rápido que el que me persigue.

—Ah… —Ahora me toca a mí sentirme avergonzada, porque eso yo ya lo sabía—. Sin embargo… hay algo que no comprendo. El hecho es que no pareces ir a ningún lado. Es decir, desde que te conozco en el presente, apenas has viajado a través del tiempo, ¿o no?

—Bueno, en Navidad, ya lo viste; y cuando faltaban pocos días para el día de Acción de Gracias, también. Tú estabas en Michigan, y no lo mencioné porque fue deprimente.

—¿Estuviste contemplando el accidente?

Henry me mira fijamente.

—La verdad es que sí. ¿Cómo lo has sabido?

—Hace unos años apareciste una Nochebuena en Casa Alondra del Prado y me lo contaste. Estabas muy alterado.

—Sí. Recuerdo que me sentí muy desgraciado con tan solo ver la fecha en la lista, y pensé: «¡Mierda, otra Navidad más que tendré que soportar!». Además, esa Navidad fue malísima en su momento; terminé con una intoxicación etílica y tuvieron que hacerme un lavado de estómago. Espero no haber arruinado la tuya.

—No… Me puse muy contenta al verte; y me contaste algo muy importante, personal, a pesar de que pusiste un gran empeño en no dejar escapar ni nombres, ni lugares. De todos modos, se trataba de tu auténtica vida, y yo estaba desesperada por saber cualquier cosa de ti, que me ayudara a convencerme de que eras alguien real y no una especie de psicosis personal. Por eso siempre estaba tocándote —le confieso riéndome—. Nunca me di cuenta de que eso debió de complicarte mucho las cosas. Quiero decir que a pesar de desplegar todos mis encantos, tú estabas más frío que un témpano. Debías de sentirte morir.

—¡No me digas!

—¿Qué hay de postre?

Henry se levanta obediente y trae el postre. Es helado de mango con frambuesas; y una velita que sobresale de un ángulo. Henry canta Cumpleaños feliz, y me río con ganas porque desafina muchísimo. Formulo un deseo y soplo la vela. El helado está buenísimo; me siento muy animada, y rebusco en mi memoria en busca de algún episodio especialmente atroz de Henry mordiendo el anzuelo.

—Bien. Todavía recuerdo algo peor. Te estaba esperando una noche; yo tenía dieciséis años. Era muy tarde, casi las once, y había luna nueva, así que reinaba la oscuridad más absoluta en el calvero. Además, yo estaba molesta contigo porque no dejabas de tratarme como si… como si fuera una niña, un colega o algo parecido…, y yo andaba como loca por perder la virginidad. De repente, se me ocurrió esconder tu ropa…

—Oh, no.

—Sí. Trasladé la ropa a un lugar distinto… —Estoy algo avergonzada de esa historia, pero ya es demasiado tarde.

—¿Y qué pasó?

—Apareciste tú, y, resumiendo, estuve provocándote hasta que ya no pudiste soportarlo más.

—¿Y luego?

—Luego te abalanzaste sobre mí y me inmovilizaste, y durante unos treinta segundos ambos pensamos: «Ya está». Vamos, que no se trataba de una violación, porque yo te lo estaba pidiendo a gritos; pero pusiste aquella cara y me dijiste: «No», te levantaste y te marchaste. Fuiste directo a los árboles, atravesando todo el claro, y no volví a verte durante tres semanas.

—¡Qué te parece eso!… Ese hombre sí que vale la pena.

—Me sentí tan mortificada por aquel suceso que hice un esfuerzo enorme por comportarme durante los dos años siguientes.

—Gracias a Dios. No puedo imaginarme desplegando semejante fuerza de voluntad tan a menudo…

—Claro que sí, eso es lo más sorprendente de todo. Durante mucho tiempo pensé que no te atraía. Claro que si vamos a pasarnos toda la vida metidos en la cama, supongo que podrás hacer gala de un cierto comedimiento en tus excursiones a mi pasado.

—Bueno, en realidad no bromeo cuando digo que me apetece muchísimo el sexo. Me doy cuenta de que no es práctico; pero quiero que sepas que me siento diferente. Es como si… como si me sintiera muy conectado contigo; y creo que eso me retiene en el presente. Al vivir físicamente conectados de ese modo, es como si mi cerebro se reprogramase. —Henry me acaricia la mano con las puntas de los dedos y levanta los ojos—. Tengo algo para ti. Ven y siéntate ahí.

Me levanto y voy tras él hacia la sala de estar. Ha convertido la cama en sofá, y es ahí donde tomo asiento. El sol se pone y una luz rosa y mandarina baña la habitación. Henry abre su escritorio, introduce la mano en un casillero y saca una bolsita de satén. Se sienta algo separado de mí, pero nuestras rodillas se tocan. «Debe de oír cómo me late el corazón —pienso—. Ya ha llegado el momento». Henry me coge ambas manos y me mira con seriedad. Llevo tanto tiempo esperando esto, que ahora que lo estoy viviendo, me siento asustada.

—Clare.

—¿Qué? —pregunto con una vocecita trémula.

—Sabes que te quiero. ¿Quieres casarte conmigo?

—Sí… Henry. —Me embarga una vívida sensación de déjà vu—. Pero ¿sabes?… Yo ya estoy casada contigo.

Domingo 31 de mayo de 1992

Clare tiene 21 años, y Henry 28

CLARE: Henry y yo estamos en el vestíbulo del edificio de apartamentos en el que creció. A pesar de que llegamos un poco tarde, no tenemos ninguna prisa y nos quedamos quietos, de pie; Henry se apoya contra los buzones y respira acompasadamente con los ojos cerrados.

—No te preocupes —le digo—. No puede ser peor que cuando conociste a mi madre.

—Tus padres fueron muy agradables conmigo.

—Pero mi madre es… impredecible.

—También lo es mi padre.

Henry introduce la llave en la cerradura de la puerta principal y subimos un tramo de escaleras. Henry llama a la puerta de uno de los pisos. Inmediatamente nos abre una anciana coreana y de cuerpo menudo: Kimy. Lleva un vestido de seda azul y un pintalabios rojo intenso, y se ha retocado las cejas, dándoles una forma algo pronunciada. Tiene el pelo de un color gris canoso; y lo lleva trenzado y recogido en dos moños a la altura de las orejas. Por alguna razón me recuerda a Ruth Gordon. Me llega al hombro, y para mirarme inclina la cabeza hacia atrás y exclama:

—Ohhhh, Henry… ¡es ple-ciooo-sa!

Noto que me pongo roja.

—Kimy, ¿dónde están tus modales?

—¡Hola, señorita Clare Abshire! —exclama ella riendo.

—Hola, señora Kim.

Nos sonreímos, y entonces ella me confiesa:

—Oh, tienes que llamarme Kimy. Todos me llaman Kimy.

Asiento y la sigo hacia la sala de estar, donde veo al padre de Henry, sentado en un sillón.

No pronuncia ni una sola palabra, tan solo me mira. El padre de Henry es delgado, alto, anguloso, y está cansado. No se parece demasiado a Henry. Tiene el pelo corto y gris, la nariz larga y una boca fina con las comisuras algo caídas. Se sienta encorvado en su sillón, y advierto que sus manos, largas y elegantes, reposan en su regazo como un gato que dormitara.

Henry tose.

—Papá, te presento a Clare Abshire. Clare, este es mi padre, Richard DeTamble.

El señor DeTamble alarga una mano lentamente, y yo doy un paso para estrechársela. Es fría como el hielo.

—Hola, señor DeTamble. Encantada de conocerle.

—¿De verdad? Entonces Henry no debe de haberte contado muchas cosas sobre mí. —Su voz es ronca y zumbona—. Tendré que sacar partido de tu optimismo. Ven y siéntate a mi lado. Kimy, ¿puedes ofrecernos algo de beber?

—Ahora mismo os lo iba a preguntar… Clare, ¿qué te apetece tomar? He hecho sangría, ¿te gusta? Henry, ¿quieres un poco de sangría? Muy bien; y tú, Richard, ¿te apetece una cerveza?

Todos parecen detenerse durante unos segundos. Entonces el señor DeTamble dice:

—No, Kimy, creo que tomaré té, si no te importa prepararlo.

Kimy sonríe y desaparece en la cocina, y el señor DeTamble se vuelve hacia mí y me comenta:

—Estoy un poco acatarrado. He tomado esa medicina para los resfriados, pero me temo que lo único que me provoca es modorra.

Henry está sentado en el sofá, observándonos. Los muebles son blancos y parece que los hubieran adquirido en una tienda JCPenney hacia 1945. La tapicería está recubierta con un plástico transparente, y hay unos caminos de vinilo sobre la moqueta blanca. La chimenea tiene el aspecto de no haberse utilizado jamás; y en el antepecho hay una preciosa tinta de unos bambúes mecidos por el viento.

—Ese cuadro es maravilloso —comento, porque veo que nadie abre la boca.

El señor DeTamble parece satisfecho.

—¿Te gusta? Anette y yo lo trajimos de Japón en 1962. Lo compramos en Kioto, pero el original procede de China. Pensamos que a Kimy y a Dong les gustaría. Es una copia de una pintura mucho más antigua, del siglo XVII.

—Cuéntale a Clare lo del poema —interviene Henry.

—Sí; el poema dice algo así: «Bambú sin pensamiento, surcas sin embargo las nubes con tus ideas. Erguido en la solitaria montaña, silencioso, digno, ejemplificas la voluntad del caballero. Pintado y escrito con el corazón alegre, Wu Chen».

—Es precioso.

Kimy entra con las bebidas dispuestas en una bandeja, y Henry y yo cogemos sendos vasos de sangría, mientras el señor DeTamble agarra con cuidado su té con ambas manos; la taza tamborilea contra el platito cuando la deja en la mesita que tiene al lado. Kimy se sienta en una butaca junto a la chimenea y da unos sorbitos a su sangría. Yo pruebo la mía, y me doy cuenta de que es muy fuerte. Henry echa un vistazo en mi dirección y arquea las cejas.

—¿Te gustan los jardines, Clare? —me pregunta Kimy.

—Mmmm, sí. Mi madre es jardinera.

—Antes de cenar tienes que salir a ver el patio trasero. Todas mis peonías están floreciendo, y tenemos que enseñarte el río.

—Me parece perfecto.

Nos dirigimos en grupo al patio. Admiro el río Chicago, que discurre plácidamente a los pies de una escalera precaria; admiro asimismo las peonías.

—¿Qué clase de jardín tiene tu madre? —me pregunta Kimy—. ¿Cultiva rosas?

Kimy posee una pequeña rosaleda, pero bien ordenada, que consta de rosas de té híbridas, por lo que puedo ver.

—Sí, tiene una rosaleda. Pero la verdadera pasión de mi madre son los iris.

—Oh, yo tengo iris; están por ahí. —Kimy señala hacia un grupito de flores—. Tendré que dividirlos; ¿crees que a tu madre le gustaría que le regalara algunos?

—No lo sé. Se lo preguntaré. —Mi madre tiene más de doscientas variedades de iris. Capto la sonrisa de Henry a espaldas de Kimy y frunzo el ceño—. Podría preguntarle si puede mandarle algunas de sus variedades; ella cultiva unas cuantas, que luego le gusta regalar a sus amistades.

—¿Tu madre cultiva iris? —pregunta el señor DeTamble.

—Sí, también tulipanes, pero los iris son sus flores preferidas.

—¿Es jardinera profesional?

—No, solo aficionada. Tiene un jardinero que hace casi todo el trabajo, y un montón de gente que viene a segar, quitar las malas hierbas y cuidar las plantas.

—Debe de ser un patio enorme —comenta Kimy.

Nuestra anfitriona nos hace entrar de nuevo en el piso; en ese momento un avisador se dispara en la cocina.

—Muy bien. Hora de cenar.

Le pregunto si quiere que la ayude, pero Kimy me hace un gesto con la mano indicándome que vaya a sentarme. Me acomodo delante de Henry. Su padre está a mi derecha y la silla vacía de Kimy a mi izquierda. Me doy cuenta de que el señor DeTamble lleva jersey, a pesar de que el ambiente está caldeado. Kimy tiene una porcelana maravillosa, con unos colibríes dibujados. Frente a cada uno de nosotros hay un vaso empañado y lleno de agua fría. Kimy nos sirve vino blanco. Titubea al llegar a la copa del padre de Henry, pero se salta el turno cuando él niega con la cabeza. Tras poner las ensaladas en la mesa, se sienta con nosotros. El señor DeTamble levanta el vaso de agua.

—Por la feliz pareja.

—Por la feliz pareja —repite Kimy, y todos brindamos y bebemos—. Dime, Clare. Henry me ha contado que eres artista. ¿Qué clase de artista?

—Elaboro papel. Hago esculturas de papel.

—Ahhh. Tendrás que enseñármelo algún día, porque yo no sé nada de todo eso. ¿Es como el origami?

—No, no.

—Sus esculturas son como las del artista alemán que vimos en el Instituto de Arte, ¿sabes? Aquel que se llamaba Anselm Kiefer —interviene Henry—. Son unas esculturas de papel enormes, oscuras y terroríficas.

Kimy parece sorprendida.

—¿Por qué una chica tan bonita como tú hace cosas tan horribles como esas?

—Eso es arte, Kimy —responde Henry, riendo—. Por otra parte, son preciosas.

—Utilizo muchas flores —le digo a Kimy—. Si me regala sus rosas marchitas, las colocaré en una obra en la que estoy trabajando ahora.

—Muy bien. ¿De qué se trata?

—Es un cuervo gigante hecho de rosas, pelo y fibra de hostas.

—Ufff. ¿Y cómo se te ocurrió representar un cuervo? Los cuervos traen mala suerte.

—¿Ah, sí? Pues a mí me encantan.

El señor DeTamble enarca una ceja y durante un segundo sí que se parece a Henry.

—Tienes unas ideas muy peculiares sobre la belleza.

Kimy se levanta y limpia los platos de ensalada. Luego trae un cuenco de judías verdes y una bandeja humeante de «Pato asado con salsa de frambuesa y granos de pimienta rosa». Es celestial. Entonces me doy cuenta de quién aprendió a cocinar Henry.

—¿Qué os parece? —pregunta Kimy, exigiendo una respuesta.

—Es delicioso, Kimy —dice el señor DeTamble, y yo me uno a sus halagos.

—Quizá deberías haberle puesto menos azúcar. —Opina Henry.

—Sí, a mí también me lo parece.

—De todos modos, está realmente tierno.

Kimy sonríe. Cojo la copa de vino y el señor DeTamble me hace una seña.

—El anillo de Anette te queda muy bien.

—Es muy bonito. Gracias por dejar que lo lleve.

—Ese anillo tiene muchísima historia, y también la alianza que lo acompaña. Lo hicieron en París en 1823 para la madre de mi tatarabuela, que se llamaba Jeanne. Llegó a Estados Unidos en 1920 con mi abuela, Yvette, y ha estado en un cajón desde 1969, el año en que murió Anette. Me gusta mucho volver a verlo a la luz del día.

Miro el anillo y pienso: «La madre de Henry lo llevaba el día que murió». Echo un vistazo a Henry, que parece estar pensando lo mismo que yo, y al señor DeTamble, que sigue comiendo su pato.

—Cuénteme cosas de Anette.

El señor DeTamble deja el tenedor sobre la mesa y apoya los codos, descansando la frente entre las manos. Me observa a través de los dedos.

—Bueno, estoy seguro de que Henry ya debe de haberte contado algo.

—Sí, un poco sí. Yo crecí escuchando sus discos; mis padres son grandes admiradores suyos.

El señor DeTamble sonríe.

—Ah, entonces ya sabrás que Anette tenía la voz más maravillosa… rica y pura, una voz con una gama tan variada de registros que podía expresar lo que sentía su alma, y yo siempre que la escuchaba pensaba que mi vida tenía un sentido más profundo que el que le otorgaba la mera biología… Ella sabía oír de verdad, comprendía la estructura y podía analizar exactamente el contenido de una pieza musical al presentarla en su forma genuina… Annette era una persona muy emotiva; sabía transmitir esa sensación a los demás. Después de su muerte, ya no volví a sentir nada más.

Calla durante unos segundos. No me atrevo a mirar al señor DeTamble y desvío la mirada hacia Henry, quien contempla a su padre con una expresión de enorme tristeza; bajo los ojos y me concentro en mi plato.

—De todos modos, me has preguntado por Anette —dice el señor DeTamble, rompiendo el silencio—, y no por mí. Era muy agradable, y eso a pesar de ser una gran artista; ambas cualidades no suelen ir parejas. Anette hacía feliz a la gente; ella era feliz. Disfrutaba de la vida. Solo la vi llorar en dos ocasiones: una, cuando le regalé ese anillo, y la otra, cuando tuvo a Henry.

Tras una nueva pausa, intervengo de nuevo:

—Fue usted muy afortunado.

Sonríe, sin dejar de cubrirse el rostro con las manos.

—Bueno, durante un tiempo sí. Un día teníamos todo lo que habíamos soñado y al siguiente ella estaba destrozada en una autovía.

A Henry se le escapa una mueca.

—Pero ¿acaso no cree que es mejor ser extremadamente feliz durante un tiempo, aunque sea breve, aunque termine por perderlo todo, que llevar una vida mediocre? —insisto yo.

El señor DeTamble me observa. Aparta las manos de su cara y me contempla detenidamente.

—Pues me lo he preguntado muchas veces. ¿Eso es lo que tú crees?

Pienso en mi infancia, en las esperas, las dudas y la alegría de ver a Henry caminando por el prado, después de una ausencia de semanas o meses, y recuerdo también lo que experimenté al no verlo durante dos años y, de repente, encontrarlo en la sala de lectura de la biblioteca Newberry: la alegría de poder tocarlo, el lujo de saber dónde estaba, y tener la certeza de que me amaba.

—Sí, eso es lo que creo. —Miro a Henry y él me sonríe.

El señor DeTamble asiente.

—Henry ha elegido bien.

Kimy se levanta para traernos el café y mientras está en la cocina el señor DeTamble sigue hablando.

—Henry no está preparado para hacer de la vida de los demás un remanso de paz. De hecho, en muchos sentidos es absolutamente distinto a su madre: poco de fiar, voluble y no especialmente interesado en nadie que no sea su propia persona. Dime, Clare: ¿por qué diantre una chica tan encantadora como tú querría casarse con Henry?

La sala entera parece aguantar la respiración. Henry se pone tenso, pero no dice nada. Me inclino hacia delante y sonrío al señor DeTamble. Como si me hubiera preguntado qué clase de helado me gusta más, le digo con entusiasmo:

—Porque es muy, pero que muy bueno en la cama.

En la cocina se oye el estruendo de una carcajada. El señor DeTamble echa un vistazo a Henry, quien arquea las cejas y sonríe; y al final incluso el señor DeTamble termina sonriendo.

Touché, querida.

Más tarde, después de tomar el café y probar la exquisita tarta de almendras de Kimy, después de que esta me haya enseñado fotografías de Henry de bebé, de niño, al graduarse del bachillerato (para su vergüenza), después de me haya sacado más información acerca de mi familia («¿Cuántos dormitorios? ¿Tantos? Eh, compañero, ¿por qué no me habías dicho que aparte de bonita es rica?»), nos dirigimos a la puerta de entrada, agradezco a Kimy la cena con que nos ha obsequiado y me despido del señor DeTamble.

—Ha sido un gran placer, Clare, pero tienes que llamarme Richard.

—Gracias…, Richard.

Retiene mi mano durante unos segundos, y en ese momento lo veo como debió de verlo Annette hace muchos años; pero luego esa sensación desaparece y Richard dirige un saludo forzado a Henry con un gesto de la cabeza. Henry, por su parte, besa a Kimy y bajamos las escaleras que nos conducen hacia la noche estival. Parece como si hubieran transcurrido años desde que entramos.

—Buuufff —exclama Henry—. Ha sido una muerte lenta lo que he vivido ahí dentro.

—¿He estado bien?

—¿Qué si has estado bien? ¡Has estado brillante! ¡Le has encantado!

Bajamos a pie por la calle, con las manos cogidas. Hay un parque infantil al final de la manzana, corro hacia él y me subo a un columpio. Henry se instala en el de al lado, de cara a mí, y nos balanceamos muy alto, cruzándonos en el aire, a veces sincronizados y a veces surcando el cielo con tanta velocidad que parece que vayamos a chocar. Reímos, no paramos de reír; no existe la tristeza, nadie desaparecerá, ni morirá, ni se alejará: vivimos el momento presente. Nada puede alterar nuestra felicidad, ni robarnos la alegría de ese instante perfecto.

Miércoles 10 de junio de 1992

Clare tiene 21 años

CLARE: Me he sentado sola a una mesa que hay frente al cristal del Café Peregolisi, un venerable y reducido nido de ratas donde sirven un café excelente. Tendría que estar haciendo un trabajo sobre Alicia en el País de las Maravillas para la clase de Historia de lo Grotesco que voy a cursar este verano, pero en lugar de eso me abandono a mis ensoñaciones y contemplo ociosa a los habitantes del lugar, que se apresuran por la calle Halsted al caer la tarde. No suelo acercarme a la Ciudad de los Muchachos, pero me imagino que avanzaré más en el artículo si voy a un lugar donde a mis conocidos jamás se les ocurriría buscarme. Henry ha desaparecido. No está en casa y hoy no ha ido al trabajo. Intento no preocuparme. Procuro adoptar una actitud desenfadada y despreocupada. Henry sabe cuidar de sí mismo. Solo porque yo ignore dónde está en estos momentos no significa que vaya a tener problemas. ¿Quién sabe? A lo mejor está conmigo.

Al otro lado de la calle alguien me saluda con la mano. Entrecierro los ojos, centro la vista y me doy cuenta de que se trata de la mujer negra y bajita que estaba con Ingrid aquella noche en el Aragón: Celia. Le devuelvo el saludo, y ella cruza la calle. De repente se planta delante de mí. Es tan menuda que nuestras caras coinciden en altura a pesar de que yo estoy sentada y ella de pie.

—Hola, Clare —me dice con voz de mermelada, una voz en la que querría fundirme y luego dormir.

—Hola, Celia. Siéntate.

Se sienta delante de mí, y advierto que la razón de su corta estatura reside en sus piernas; sentada tiene un aspecto mucho más normal.

—He oído decir que te has prometido.

Levanto la mano izquierda y le muestro el anillo. El camarero se encorva y Celia pide un café turco. Me mira y me dedica una sonrisa ladina. Tiene los dientes blancos, largos y curvos, los ojos grandes y los párpados a medio cerrar, inmóviles, como si se estuviera quedando dormida. Se ha recogido los rizos rastafari en un moño alto, que ha adornado con unos palillos rosa a juego con su brillante vestido, también rosa.

—O eres muy valiente o estás loca.

—Es lo que me dice la gente.

—Bueno, a estas alturas ya deberías saberlo.

Sonrío, me encojo de hombros y doy un sorbito al café, que está tibio y demasiado dulce.

—¿Sabes dónde está Henry ahora mismo? —me pregunta Celia.

—No. ¿Sabes tú dónde está Ingrid ahora mismo?

—Sí. Está sentada en un taburete del bar Berlín, esperándome; y además llego tarde —añade consultando su reloj de pulsera.

La luz procedente de la calle dota a su piel sombría y quemada de unos reflejos azules que devienen púrpura. Parece una marciana glamurosa.

—Henry va corriendo por Broadway, tal como Dios lo trajo al mundo, con un montón de skinheads pisándole los talones —me informa sonriendo.

Oh, no.

El camarero trae el café de Celia y yo le señalo mi taza; vuelve a llenarla. Mido con precisión una cucharadita de azúcar, la echo en la taza y remuevo. Celia mete una cucharada de postre en la tacita de su café turco. Es negro y denso como la melaza. «Érase una vez tres hermanitas… que vivían en el fondo de un pozo… Os preguntaréis por qué vivían en el fondo de un pozo… Pues veréis, porque aquel pozo era un pozo de melaza».

Celia está esperando a que yo diga algo. «Haz una reverencia mientras piensas lo que dirás. Te servirá para ganar tiempo».

—¿De verdad? —digo. Una salida muy, pero que muy brillante, Clare.

—No pareces demasiado preocupada. Si mi hombre estuviera corriendo en pelotas y de ese modo, yo me inquietaría un poco.

—Ya, bueno… Henry no es exactamente un hombre normal y corriente.

—¡Y que lo digas, tía! —exclama Celia, riendo.

Me pregunto cuánto sabrá. ¿Acaso Ingrid sabe algo? Celia se acerca a mí, da un sorbito al café, abre mucho los ojos, arquea las cejas y frunce los labios.

—¿De verdad vas a casarte con él?

—Si no te lo crees, ven a comprobarlo. Te invito a la boda —digo en un arrebato.

Celia niega con la cabeza.

—¿Quién, yo? Pero si sabes que no le gusto nada a Henry, ni lo más mínimo.

—Bueno, tú tampoco sientes gran devoción por él.

—Ahora sí la siento —responde Celia sonriendo—. Plantó a la señorita Ingrid Carmichel en plan bestia, y yo me he dedicado a recoger los pedazos. —Vuelve a consultar su reloj—. Dicho lo cual, llego tarde a mi cita. ¿Por qué no vienes conmigo? —me propone levantándose.

—No, no, gracias.

—Venga, chica. Ingrid y tú deberíais conoceros. Tenéis muchísimo en común. Venga, celebraremos una fiestecita de solteras.

—¿En Berlín?

—No me refiero a la ciudad —responde Celia riendo—, sino al bar.

Sus carcajadas son de caramelo; parecen emanar del cuerpo de alguien mucho más alto. No quiero que se marche, pero…

—No, no creo que sea una buena idea —le digo a Celia, mirándola fijamente—. Me parece mezquino.

Celia sostiene mi mirada, y me evoca una imagen de serpientes y gatos. «¿Los gatos comen sapos?… ¿Los sapos comen gatos?».

—Además, tengo que terminar esto.

Celia aventura una mirada a mi cuaderno.

—Vaya, así que tenemos deberes… ¡Oh, será una velada escolar! Ahora haz el favor de escuchar a Celia, tu hermana mayor, que sabe lo que les conviene a las estudiantes… Oye, ¿ya tienes edad suficiente para beber alcohol?

—Sí —le digo con orgullo—. Desde hace tres semanas.

Celia se acerca a mi oído. Huele a canela.

—Venga, anímate, Clare. Tienes que vivir un poco antes de sentar la cabeza con el señor bibliotecario. Vengaaaa…, Clare. Si no, no te darás cuenta y estarás hasta las orejas de bebés bibliotecarios, que cagarán el sistema de clasificación decimal Dewey en sus pañales desechables.

—De verdad que no creo que…

—Pues no digas nada, tú tan solo ven.

Celia amontona mis libros y se las arregla para volcar la jarrita de leche. Empiezo a secar el estropicio, pero entonces Celia sale del café dando zancadas, con mis libros bajo el brazo. Solo se me ocurre salir corriendo tras ella.

—Celia, haz el favor… Necesito esos…

Para ser alguien que tiene las piernas cortas y calza unos tacones de trece centímetros, Celia se mueve muy rápido.

—Ni hablar. No te los devolveré hasta que me prometas que vendrás conmigo.

—A Ingrid no le va a gustar.

Ajustamos el paso y nos dirigimos al sur por Halstead hacia Belmont. No tengo ganas de ver a Ingrid. La primera y última vez que la vi fue en el concierto de los Violent Femmes, y en lo que respecta a mí, con una vez es suficiente.

—Claro que le gustará. Ingrid siente mucha curiosidad por ti.

Giramos por Belmont y pasamos frente a diversos salones de tatuajes, restaurantes hindúes, tiendas de artículos de piel e iglesias congregadas en establecimientos comerciales. Cruzamos por debajo de los raíles elevados del metro y llegamos al Berlín. El local por fuera no parece muy atractivo. Las ventanas están pintadas de negro y oigo la música disco vibrando desde la oscuridad que se adivina tras un tipo delgaducho y pecoso, quien extiende un carnet solo para mí, sin reparar en Celia, nos marca las manos con un tampón y nos permite introducirnos en el abismo.

Cuando mi visión se adapta a la oscuridad, me doy cuenta de que el local está lleno de mujeres. Mujeres apelotonadas bajo un diminuto escenario que observan a una bailarina de striptease contonearse, con un tanga y unas pezoneras de lentejuelas rojo. Mujeres riendo y coqueteando en el bar. Es la Noche de las Damas. Celia tira de mí para que vaya hacia una mesa, donde Ingrid está sentada sola, con un vaso largo lleno de un líquido azul cielo delante. Levanta los ojos; juraría que no está demasiado contenta de verme. Celia besa a Ingrid y me hace una seña para que me siente con ellas. Sin embargo yo permanezco de pie.

—Hola, guapísima —le dice Celia a Ingrid.

—¿Qué es esto, una broma? ¿Para qué la has traído?

Ambas me ignoran. Celia sigue sosteniendo mis libros bajo el brazo.

—No pasa nada, Ingrid. La chica vale la pena. He pensado que os gustaría conoceros mejor, eso es todo. —Celia habla en tono de disculpa, pero incluso yo me doy cuenta de que disfruta viendo a Ingrid tan incómoda.

—¿Por qué estás aquí? —me pregunta Ingrid, fulminándome con la mirada—. ¿Has venido a fanfarronear?

Se recuesta en la silla y levanta la barbilla desafiante.

Ingrid parece un vampiro rubio, con su chaqueta de terciopelo negro y el pintalabios rojo sangre. Está deslumbrante. Yo, en cambio, me siento como una colegiala de provincias. Tiendo las manos hacia Celia y ella me devuelve los libros.

—He venido obligada, pero me marcho ahora mismo.

Cuando hago el gesto de volverme, Ingrid alarga la mano y me coge por el brazo.

—Espera un minuto…

Ingrid me dobla la mano izquierda y la acerca hacia sí, yo tropiezo y mis libros salen disparados. Cuando logro desasirme de ella, me dice:

—¿Estáis prometidos?

Me doy cuenta de que está mirando el anillo de Henry. Evito responderle. Ingrid se dirige a Celia.

—Tú lo sabías, ¿verdad?

Celia baja los ojos y no los despega de la mesa; no abre la boca.

—La has traído para restregármelo a la cara, bruja, más que bruja —dice con voz tranquila. Apenas puedo oírla con el ruido de la música.

—No, Ing, yo solo…

—Que te jodan, Celia.

Ingrid se levanta y su rostro queda cerca del mío. Durante unos segundos imagino a Henry besando esos labios rojos. Ingrid me mira fijamente.

—Dile a Henry que se vaya al infierno —me dice—, y dile también que nos veremos allí.

Se marcha muy ofendida. Celia se queda sentada con el rostro hundido entre las manos. Yo empiezo a recoger los libros, y cuando me vuelvo para marcharme, Celia me dice:

—Espera.

Me detengo.

—Lo siento, Clare.

Me encojo de hombros. Voy hacia la puerta, y cuando me vuelvo, veo que Celia sigue sentada sola a la mesa, sorbiendo la bebida azul de Ingrid y reclinando el rostro en su mano, sin mirarme.

Ya en la calle camino cada vez más deprisa para llegar al coche; luego arranco, me voy a casa y me meto en el dormitorio. Me acuesto y marco el número de Henry, pero él no está en casa. Apago la luz, pero no consigo dormir.