Martes 24, miércoles 25, jueves 26 de diciembre de 1991
Clare tiene 20 años, y Henry 28
CLARE: Son las 8.32 del 24 de diciembre, y Henry y yo vamos de camino a Casa Alondra del Prado a pasar las Navidades. Es un día despejado y precioso, y aquí en Chicago no nieva, pero en South Haven hay quince centímetros de nieve. Antes de marcharnos Henry pasa un buen rato repasando el equipaje del coche, comprobando los neumáticos y mirando bajo el capó. No creo que tenga la más remota idea de lo que está buscando. Mi coche es un Honda Civic monísimo de 1990, blanco, y a mí me encanta, pero Henry odia profundamente viajar en automóvil, sobre todo en coches pequeños. Es un copiloto terrible, se coge al brazo de la puerta y se pasa el rato frenando cuando circulamos. Seguramente no tendría tanto miedo si pudiera ser el conductor, pero por razones obvias Henry no tiene carnet de conducir. Finalmente nos metemos en la autopista de peaje que lleva a Indiana este hermosísimo día de invierno; estoy tranquila, y tengo muchas ganas de ver a mi familia, pero Henry me está tocando las narices. Por desgracia, y para empeorar la situación, no ha ido a correr esta mañana. Me he dado cuenta de que Henry necesita unas dosis increíbles de actividad física y continuada para ser feliz. Es como salir a pasear con un galgo. Resulta distinto vivir con Henry en tiempo real. Se pasó toda mi infancia yendo y viniendo, y nuestros encuentros eran concentrados, dramáticos y desconcertantes.
Henry sabía muchísimas cosas que no quería contarme, y la mayor parte del tiempo no me permitía que me acercara a él. Por lo tanto, a mí siempre me embargaba la sensación de estar profundamente insatisfecha. Cuando, al final, lo encontré en el presente, pensé que sería como antes; pero, de hecho, en cierto sentido ha sido muchísimo mejor. En primer lugar, y sobre todo, ya no se niega a tocarme, al contrario, Henry me acaricia, me besa y me hace el amor constantemente. Me siento como si me hubiera convertido en una persona diferente, en alguien que se sumerje en un cálido estanque de placer. Además, ¡me cuenta cosas! Todo lo que le pregunto sobre él, su vida y su familia… me lo cuenta, con nombres, lugares y fechas. Sucesos que me parecían del todo misteriosos de pequeña se me revelan como perfectamente lógicos. No obstante, lo mejor de todo es que lo veo durante largos períodos de tiempo: horas y días. Sé dónde encontrarlo. Va a trabajar y regresa a casa. A veces abro mi agenda solo para mirar la entrada donde dice: Henry DeTamble, Dearborn, 714, 11°, Chicago, Illinois-60610, 312-431-8313. Un apellido, una dirección, un número de teléfono. ¡Puedo llamarlo por teléfono! Es un milagro. Me siento como Dorothy el día que su casa aterrizó en Oz y el mundo pasó de ser en blanco y negro a convertirse en un mundo en color. Hemos dejado atrás Kansas.
De hecho, estamos a punto de atravesar Michigan cuando aparece una estación de servicio. Entro en el aparcamiento y salimos del coche a estirar las piernas. Entramos en el edificio, vemos mapas y folletos para los turistas y una inmensa hilera de máquinas expendedoras.
—Uauuu —exclama Henry, quien se acerca a las máquinas para inspeccionar toda la comida basura que venden; luego empieza a leer los folletos—. «¡Eh, vayamos a Frankenmuth! ¡La Navidad dura los trescientos sesenta y cinco días del año!». ¡Qué espanto! Me haría el haraquiri al cabo de una hora. ¿Tienes cambio?
Encuentro un puñado de monedas en el fondo del monedero y las gastamos con alegría en dos Coca-Colas, una caja de Good & Plenty y una barrita Hershey. Salimos de nuevo al aire frío y seco, cogidos del brazo. Ya en el coche, abrimos las Coca-Colas y consumimos azúcar. Henry me mira el reloj.
—Es patético. Solo son las 9.15.
—Bueno, dentro de un par de minutos serán ya las 10.15.
—Si tú lo dices… Michigan está a una hora de camino. Es de lo más surrealista.
—Todo es surrealista —le digo, con la mirada fija en él—. No puedo creer que vayas a conocer realmente a mi familia. He pasado tanto tiempo escondiéndote de ellos…
—He aceptado porque te amo con locura. Aquí donde me tienes, me he pasado la vida evitando viajar por carretera, conocer a las familias de mis novias y celebrar la Navidad. El hecho de que me enfrente a las tres cosas a la vez demuestra que te quiero.
—Henry… —Me vuelvo hacia él y nos besamos. El beso empieza a convertirse en algo más cuando, por el rabillo del ojo, veo a tres chicos adolescentes con un gran perro, plantados a unos metros de nosotros y observándonos con interés. Henry se vuelve para ver qué es lo que estoy mirando, y los muchachos sonríen y levantan el pulgar antes de encaminarse con tranquilidad hacia el remolque de sus padres…
—Por cierto… ¿Cómo han solucionado en tu casa el tema de las camas?
—Ufff, fatal. Etta me llamó ayer para hablarme de ello. Yo dormiré en mi habitación y tú en el dormitorio azul. Nos separa el pasillo entero; mis padres y Alicia duermen en las dos habitaciones del medio.
—¿Debemos respetar el acuerdo a pies juntillas?
Enciendo el motor del coche y volvemos a la autopista.
—No lo sé porque nunca lo he vivido antes. Mark se lleva a su novia al piso de abajo, a la sala de las visitas, se echan en el sofá y se oyen sus risotadas de madrugada, mientras todos fingimos no darnos cuenta. Si las cosas se complican, siempre podemos bajar a la sala de lectura; yo solía esconderte allí.
—Mmmm. Ya, bien. —Henry mira por la ventana durante un rato—. ¿Sabes? No es tan malo, después de todo.
—¿El qué?
—Ir por carretera. En automóvil. Por la autopista.
—¡Caray! Lo próximo que me dirás es que quieres ir en avión.
—Eso jamás.
—París, El Cairo, Londres, Kioto…
—De ninguna manera. Estoy convencido de que viajaría a través del tiempo y sabe Dios si sería capaz de regresar a un objeto que vuela a cinco mil seiscientos kilómetros por hora. Podría terminar precipitándome desde el firmamento, como Icaro.
—¿De verdad?
—No pienso averiguarlo, eso seguro.
—¿No podrías llegar viajando a través del tiempo?
—Bueno, tengo una teoría. Claro que solo se trata de la Teoría Especial sobre Viajes a Través del Tiempo según Henry DeTamble, y no puede considerarse una Teoría General sobre el Viaje a Través del Tiempo.
—Lo comprendo.
—En primer lugar, considero que es asunto que compete al cerebro. Creo que es un fenómeno muy parecido al de la epilepsia, porque tiende a ocurrir cuando me siento exhausto y se dan ciertas condiciones físicas, como, por ejemplo, la presencia de luces parpadeantes, que pueden desencadenarlo. Por otro lado, actividades como el correr, el sexo y la meditación me ayudan a mantenerme anclado en el presente. En segundo lugar, no ejerzo ninguna clase de control consciente sobre el lugar y el momento adonde voy, la duración de mi viaje o mi regreso. Por lo tanto, programar un viaje a través del tiempo para ir a la Riviera tendría pocas probabilidades de éxito. Dicho lo cual, debo añadir que mi subconsciente parece ejercer un control extraordinario, porque paso muchísimo tiempo en el pasado, presenciando acontecimientos que son interesantes o importantes para mí; y es evidente que pasaré todavía más tiempo, si cabe, visitándote a ti, algo que deseo con todo mi corazón. Por lo general, voy a lugares en los que ya he estado en tiempo real, a pesar de que es cierto que también voy a parar a otros tiempos y espacios más azarosos. Sin embargo, suelo ir al pasado en vez de al futuro.
—¿Has ido al futuro? No sabía que pudieras hacer eso.
Henry parece satisfecho de sí mismo.
—Por el momento mi cota es de cincuenta años en las dos direcciones. Ahora bien, es muy raro que me vaya al futuro, y la verdad es que no creo haber visto demasiadas cosas que me resulten útiles. Siempre es un viaje brevísimo; y puede que además sea incapaz de comprender lo que estoy viendo. Es el pasado lo que ejerce una profunda atracción sobre mí. En el pasado me siento mucho más seguro. Quizá porque el futuro en sí mismo es menos sustancial… No lo sé. Siempre noto como si respirara un aire enrarecido cuando estoy en el futuro. Es una de las razones por las cuales deduzco que me encuentro en el futuro: me noto distinto. Me cuesta mucho más correr. —Henry lanza el comentario con aire pensativo, y, de repente, siento un asomo de terror al imaginarme en un tiempo y un lugar extraños, sin ropa, sin amigos…
—Por esa razón, tus pies…
—Son como el cuero.
Las plantas de los pies de Henry poseen gruesas callosidades, como si pretendieran convertirse en zapatos.
—Soy un animal ungulado. Si alguna vez les ocurre algo a mis pies, más vale que me remates de un disparo.
Circulamos en silencio durante un rato. La carretera se eleva y desciende, campos marchitos de mazorcas salpican el paisaje. Unas granjas se yerguen encaladas bajo el sol del invierno, mostrando sus camionetas, remolques para caballos y coches americanos, aparcados en fila en los largos caminos de entrada. Suspiro. Volver a casa es una experiencia de lo más compleja. Me muero por ver a Alicia y Etta, me preocupa mi madre y no me apetece demasiado tener que tratar con mi padre y Mark. Ahora bien, siento curiosidad por ver cómo se las apañan con Henry, y él con ellos. Me enorgullece el hecho de haber mantenido a Henry en secreto durante tanto tiempo. Catorce años. Cuando eres una niña, catorce años equivalen a toda una vida.
Pasamos delante de un Wal-Mart, La Reina de los Lácteos y un McDonald's. Más campos de maíz. Un huerto. Un Sírvase Usted Mismo de fresas, y otro de arándanos. En verano esta carretera es un largo pasadizo en el que se concentra la fruta, el grano y el capitalismo. No obstante, ahora los campos están muertos y secos, y los coches aceleran por la soleada y fría autovía, haciendo caso omiso de los aparcamientos que les hacen señas.
No pensé en South Haven hasta que me mudé a Chicago. Nuestra casa siempre me pareció una isla, enclavada en una zona segregada del sur, rodeada por el prado, los huertos, los bosques y las granjas; y South Haven era sencillamente «la ciudad», como cuando decíamos: «bajemos a la ciudad a tomarnos un helado». La ciudad eran los colmados, las tiendas de informática, la panadería Mackenzie y las partituras y los discos del Emporio de la Música, la tienda preferida de Alicia. Solíamos quedarnos frente al Estudio de Fotografía Appleyard para inventarnos historias sobre las novias, los bebés y las familias que sonreían con esas horribles muecas desde el escaparate. No creíamos que la biblioteca tuviera un aspecto extraño bajo ese esplendor griego de oropel, y tampoco considerábamos que la cocina fuera limitada y sosa o que las películas que echaban en el Teatro Michigan fueran invariablemente historias intrascendentes. Fue más tarde cuando cambié de opinión, tras convertirme en una habitante de la ciudad, una expatriada ansiosa de distanciarse del estilo paleto de su juventud. De repente, me consume la nostalgia por esa niña que fui, que amaba los campos y creía en Dios, que pasaba muchos días de invierno enferma en casa, sin asistir a la escuela, leyendo a Nancy Drew y chupando pastillas de menta para la tos, que sabía, en fin, guardar un secreto. Echo un vistazo a Henry y veo que se ha quedado dormido.
South Haven, ochenta kilómetros; cuarenta y dos, diecinueve, cinco, uno; carretera de Phoenix, autovía Estrella Azul y, finalmente, avenida Meagram. Toco a Henry para despertarlo, pero descubro que ya está despierto. Sonríe nervioso y mira por la ventana el inacabable túnel de árboles invernales y desnudos, mientras circulamos a toda velocidad. Cuando la verja aparece ante nuestra vista, rebusco en la guantera para coger el mando, las verjas se abren y penetramos en la propiedad.
La casa aparece ante nosotros como el troquelado de un cuento. Henry deja escapar un silbido de admiración, y empieza a reír.
—¿Qué? —le digo a la defensiva.
—No me había dado cuenta de que fuera tan enorme. ¿Cuántos dormitorios tiene este monstruo?
—Veinticuatro.
Etta nos saluda desde la ventana del vestíbulo, mientras recorro el sendero curvo de la entrada principal y me detengo. Tiene el pelo más gris que la última vez que estuve en casa, pero la alegría arrebola sus mejillas. Mientras salimos del automóvil, Etta empieza a bajar con cautela los helados escalones centrales sin el abrigo puesto y luciendo su mejor vestido, el azul marino con el cuello en forma de lazo, intentando mantener el equilibrio de su rechoncha figura sobre unos zapatos muy formales. Me adelanto para cogerla del brazo, pero ella me despide con aspavientos hasta que llega abajo, y entonces me da un abrazo y un beso (respiro con inmenso placer el aroma a Noxzema y polvos que despide Etta) mientras Henry permanece junto a mí, esperando.
—¿Qué tenemos aquí? —pregunta Etta, como si Henry fuera un niño a quien hubiera traído conmigo sin avisar.
—Etta Milbauer, Henry DeTamble.
Veo un disimulado «¡ah!» en el rostro de Henry y me pregunto quién creía que era. Etta sonríe a Henry mientras subimos la escalinata y nos abre la puerta principal. Henry baja la voz y me pregunta:
—¿Y nuestras cosas?
—Peter se encargará de las maletas. Por cierto, ¿dónde está todo el mundo?
Etta nos dice que el almuerzo estará listo en quince minutos y que nos da tiempo a que nos quitemos los abrigos y nos arreglemos antes de comer. Nos deja en el vestíbulo y se retira a la cocina. Me vuelvo, me quito el abrigo y lo cuelgo en el armario del recibidor. Cuando me doy la vuelta de nuevo, veo que Henry está saludando a alguien con la mano. Me fijo bien y veo a Nell, que asoma su cara ancha y de nariz respingona por la puerta del comedor, sonriendo, y atravieso el vestíbulo corriendo para darle un besazo bien húmedo. Ella se ríe por el gesto y me dice:
—¡Qué hombre más guapo, payasita mía! —Y luego se escabulle hacia la otra sala, antes de que Henry pueda unirse a nosotras.
—¿Es Nell? —conjetura él.
—No es que sea tímida —le confirmo con un gesto de asentimiento—, sino que anda muy atareada.
Subimos las escaleras de atrás hasta el segundo piso.
—Tú dormirás aquí —le digo, abriendo la puerta del dormitorio azul. Henry echa un vistazo al interior y me sigue por el pasillo—. Esta es mi habitación —le digo con aprensión, y Henry se desliza a mi lado y se sitúa en medio de la alfombra para observar, y cuando se vuelve hacia mí, veo que no reconoce nada: ningún objeto de mi dormitorio significa nada para él, y el cuchillo de la certidumbre se clava hasta el fondo: todos los pequeños obsequios y recuerdos de este museo de nuestro pasado son como cartas de amor para un analfabeto. Henry elige el nido de un chochín (que resulta ser el primero de los numerosos nidos de pájaro que me regaló a lo largo de todos esos años) y dice:
—Es bonito.
Asiento, y ya abro la boca para decírselo cuando, dejando el nido en la estantería, me pregunta:
—¿Esa puerta cierra?
Cierro con llave y llegamos tarde a comer.
HENRY: Me siento bastante tranquilo cuando bajo las escaleras tras Clare, atravieso el oscuro y frío vestíbulo y entro en el comedor. Están todos comiendo. La habitación es de techo bajo y muy cómoda, de un estilo a lo William Morrisy; la atmósfera resulta cálida por el fuego que crepita en la pequeña chimenea, y los ventanales están tan congelados que no se ve nada a través de ellos. Clare se acerca a una mujer delgada, con el pelo de un tono rojizo claro, que debe de ser su madre. Inclina la cabeza para recibir el beso de Clare y apenas se levanta para estrechar mi mano. Clare me la presenta como «mi madre», y yo la llamo «señora Abshire», a lo cual ella responde de inmediato: «No, no, debes llamarme Lucille, como todo el mundo». Sonríe agotada, aunque con calidez, como si fuera un brillante sol de alguna remota galaxia. Nos sentamos a la mesa, el uno frente al otro. Clare se sienta entre Mark y una señora mayor, que resulta ser la tía abuela Dulcie; yo lo hago entre Alicia y una preciosa rubia rellenita que nos presentan como Sharon, y que parece haber venido con Mark. El padre de Clare se sienta a la cabecera de la mesa, y mi primera impresión es que le he causado una profunda inquietud. El guapísimo y retorcido Mark parece también descompuesto. No es la primera vez que me ven. Me pregunto qué debí de hacer para que advirtieran mi presencia, me recuerden y den un ligero respingo de aversión cuando Clare me los presenta. Sin embargo, Philip Abshire, como buen abogado, domina sus expresiones faciales, y enseguida se muestra afable y sonriente, el anfitrión, el padre de mi novia, un hombre de mediana edad que se está quedando calvo, con gafas de aviador y un cuerpo atlético que ha perdido tono y empieza a volverse fondón, pero que todavía conserva unas manos fuertes, manos de jugador de tenis, y unos ojos grises que siguen mirándome con recelo, a pesar de su expresión de confianza. A Mark le cuesta bastante más disimular su desazón, y cada vez que cruzo la mirada con él, desvía los ojos hacia el plato. Alicia no es como me la imaginaba; es directa y agradable, pero un poco rara, está como ausente. Tiene el pelo oscuro de Philip, al igual que Mark, y los rasgos de Lucille, más o menos; se diría por su aspecto que Alicia es una combinación desafortunada entre Clare y Mark, como si alguien, al ver el resultado final, hubiera echado mano de una especie de Eleanor Roosevelt para rellenar los huecos. Philip hace un comentario y Alicia ríe, y en ese preciso instante se revela encantadora, y me vuelvo hacia ella sorprendido, mientras se levanta de la mesa.
—He de marcharme a San Basilio —me informa—. Tengo ensayo. ¿Vendrás a la iglesia?
Aventuro una mirada hacia Clare, que asiente débilmente, y le confirmo mi asistencia a Alicia. Todos suspiran con algo parecido al alivio, quizá. Recuerdo entonces que las Navidades, después de todo, son unas fiestas cristianas, además de ser mi día de expiación personal. Alicia se marcha. Me imagino a mi madre riéndose de mí, enarcando sus bien depiladas cejas ante la visión de su hijo medio judío abandonado en plena Navidad en tierra de gentiles, y mentalmente levanto el dedo para amonestarla. «Mira quién fue a hablar —le digo—. Tú te casaste con un episcopaliano». Me fijo en mi plato y me doy cuenta de que es jamón con guisantes y una ensaladita decadente. No como tocino, y además odio los guisantes.
—Clare nos ha contado que eres bibliotecario —dice Philip, iniciando un conato de conversación.
Le confirmo que es cierto, y charlamos alegremente sobre la Newberry y los miembros del patronato, que también son clientes del bufete de Philip, el cual parece ser que tiene su sede en Chicago, por lo que no me queda muy claro por qué la familia de Clare vive tan lejos, en Michigan.
—Residencias veraniegas —me dice, y recuerdo que Clare me explicó que su padre estaba especializado en sucesiones y fondos de inversiones. Me imagino a ricos maduritos echados en sus playas privadas, untándose con protector solar, mientras deciden que van a desheredar a su hijo mayor y cogen el móvil para llamar a Philip. Recuerdo que Avi, que es primer violín junto con mi padre, que es segundo de la Orquesta Sinfónica de Chicago, tiene una casa por los alrededores. Cuando menciono el tema, todos me prestan atención.
—¿Lo conoces? —pregunta Lucille.
—Claro. Él y mi padre se sientan juntos.
—¿Se sientan juntos?
—Pues, sí… Como primer y segundo violín.
—¿Tu padre es violinista?
—Sí. —Miro a Clare, que no deja de acribillar a su madre con una expresión de «no me pongas en ridículo» dibujada en el rostro.
—¿Toca para la Orquesta Sinfónica de Chicago?
—Sí.
El rostro de Lucille se tiñe de rosa; ahora ya sé de dónde proviene el rubor de Clare.
—¿Crees que querría oír cómo toca Alicia? ¿Podemos entregarle una cinta?
Espero con denuedo que Alicia sea buena, que sea buenísima. La gente no para de enviarle cintas a mi padre. Sin embargo, se me ocurre una idea mejor.
—Alicia es violonchelista, ¿no?
—Sí.
—¿Está buscando profesor?
—Estudia con Frank Wainwright en Kalamazoo —interviene Philip.
—Lo digo porque podría darle la cinta a Yoshi Akawa. Uno de sus alumnos acaba de marcharse porque le han ofrecido un empleo en París.
Yoshi es un tipo fantástico y primer chelo de la orquesta. Sé que al menos él sí escuchará la cinta; mi padre, en cambio, que no da clases, se limitará a echarla al cubo de la basura. Lucille se muestra efusiva; incluso Philip parece complacido. A Clare se la ve aliviada. Mark come. La tía abuela Dulcie, diminuta con su pelo rosa, hace caso omiso al intercambio de palabras que se produce ante ella. A lo mejor es sorda. Echo un vistazo a Sharon, que sigue sentada a mi izquierda y no ha dicho ni una sola palabra. Se la ve desgraciada. Philip y Lucille están discutiendo qué cinta deberían darme o si quizá Alicia tendría que grabar una nueva. Le pregunto a Sharon si es la primera vez que viene, y la muchacha asiente. Cuando empiezo a hablar con ella, Philip me pregunta a qué se dedica mi madre, y parpadeo de incredulidad; lanzo una mirada a Clare que significa: «Pero ¿no les has contado nada?».
—Mi madre era cantante, pero murió hace tiempo.
—La madre de Henry era Annette Lyn Robinson —dice Clare con voz queda.
Es como si les hubiera dicho que era la Virgen María; el rostro de Philip se ilumina. Lucille no puede evitar hacer aspavientos con las manos.
—Increíble… ¡Es fantástico! Tenemos todos sus discos… —Und so wiete.
—La conocí cuando yo era jovencita —dice entonces Lucille—. Mi padre me llevó a ver su Madame Butterfly, y como él conocía a alguien de dentro, nos hicieron pasar entre bambalinas. Fuimos a su camerino, y ahí estaba ella, ¡rodeada de tantísimas flores! Estaba con su hijo pequeño… ¡Claro, eras tú!
Asiento, intentando recuperar la voz.
—¿Qué aspecto tenía ella? —pregunta Clare.
—¿Vamos a esquiar esta tarde? —pregunta Mark, a lo cual Philip asiente.
Lucille sonríe, perdida en sus ensoñaciones.
—Era tan bonita… Todavía llevaba puesta la peluca, esa larguísima melena negra, y jugueteaba con el niño, haciéndole cosquillas con el pelo, mientras la criatura bailaba por el camerino. Tenía unas manos preciosas, y era de mi misma estatura, muy esbelta. Era judía, claro, pero pensé que parecía más bien italiana… —Lucille se exclama y se lleva una mano a los labios. Sus ojos se abalanzan sobre mi plato, que está limpio, salvo por la presencia de unos cuantos guisantes.
—¿Eres judío? —pregunta Mark con afabilidad.
—Supongo que podría serlo, si quisiera, pero nadie se lo propuso en realidad. Mi madre murió cuando yo tenía seis años, y mi padre es un episcopaliano renegado.
—Te pareces muchísimo a ella —opina Lucille, y le agradezco el comentario.
Etta se lleva nuestros platos y nos pregunta a Sharon y a mí si tomamos café. Ambos decimos que sí a la vez, con tanta vehemencia que toda la familia de Clare se pone a reír. Etta nos dedica una sonrisa maternal y unos minutos después coloca unas humeantes tazas de café delante de nosotros. Pienso que no ha sido una experiencia tan negativa, después de todo. Hablan de irse a esquiar, y del tiempo. Nos levantamos y Philip y Mark salen al vestíbulo; yo le pregunto a Clare si se marcha a esquiar con ellos, ella se encoge de hombros y me pregunta si me apetece ir. Le digo que no sé esquiar, y que tampoco tengo ningún interés en aprender. Sin embargo, Clare decide ir de todos modos cuando Lucille comenta que necesitará que alguien la ayude con las fijaciones. Al subir por las escaleras, oigo que Mark dice: «… un parecido increíble…», y sonrío para mis adentros.
Más tarde, cuando ya se han marchado todos y la casa está en silencio, me aventuro a bajar de mi helado dormitorio en busca de calor y más café. Atravieso el comedor, entro en la cocina y veo ante mis ojos una sorprendente exposición de cristalería, cubertería, pasteles, verduras cortadas y sartenes al fuego, que hacen que la cocina se asemeje a los fogones de un restaurante de tres tenedores. En medio del escenario veo a Nell, de espaldas a mí, cantando Rudolph, el reno de la nariz roja, cimbreando sus enormes caderas y jugueteando con el rociador de jugos ante una niñita negra que me señala en silencio. Nell se gira en redondo y me dedica una desdentada y sincera sonrisa.
—¿Qué estás haciendo en mi cocina, señor novio?
—Quería preguntarle si ha sobrado café.
—¿Si ha sobrado? ¿Acaso crees que dejo reposar el café todo el día para que se eche a perder? Venga, venga, chico, sal de mi cocina y ve a sentarte en la sala de estar. Tira de la campanilla, que yo te prepararé café recién hecho. ¿No te dijo tu madre que el café nunca debe guardarse?
—La verdad es que mi madre no era muy buena cocinera —le digo, aventurándome hacia el centro del vórtice. Un aroma delicioso impregna la cocina—. ¿Qué está preparando?
—Lo que estás oliendo es un pavo Thompson —dice Nell, abriendo el horno para mostrarme un pavo monstruoso que parece una víctima del gran incendio de Chicago. Está completamente negro—. No lo mires con tanta desconfianza, chico. Bajo esa costra está el mejor pavo que puedas comer en el planeta tierra.
La creo a pies juntillas, porque el olor es increíble.
—¿Qué es un pavo Thompson?
Nell me da una conferencia sobre las propiedades milagrosas del pavo Thompson, inventado por Morton Thompson, un vendedor de periódicos, en los años treinta. Parece ser que es necesario rellenar, rociar con su jugo y voltear muchísimas veces esta criatura maravillosa para conseguir un resultado espectacular. Nell me permite que me quede en su cocina mientras me prepara el café, pelea con el pavo para sacarlo del horno, forcejea con él para ponerlo de espaldas y finalmente, con mucho arte, vierte salsa de sidra por todo el animal antes de embutirlo de nuevo en su receptáculo. Doce langostas se arrastran por un enorme contenedor de plástico lleno de agua que hay cerca del fregadero.
—¿Son las mascotas? —le digo bromeando.
—Esa es tu cena de Navidad, muchacho; ¿quieres escoger una? Supongo que no serás vegetariano, ¿verdad?
Le aseguro que no, que soy un chico bueno que siempre se come todo lo que le ponen en el plato.
—¡Quién lo diría! Estás tan delgado… Ya me encargaré yo de alimentarte bien.
—Por eso me ha traído Clare a su casa.
—Mmmm… ya veo —comenta Nell, encantada—. Muy bien, pues. Y ahora, largo, que tengo que seguir trabajando.
Cojo una gran taza de un oloroso café y me encamino a la sala de estar, hacia el cobijo que me proporcionará el inmenso árbol de Navidad y el fuego de la chimenea. Parece un anuncio de la tienda Pottery Barn. Me instalo en un orejero naranja que hay junto al fuego y empiezo a hojear un montón de periódicos, cuando alguien dice:
—¿Dónde has conseguido el café?
Levanto los ojos y veo que Sharon se sienta delante de mí, en un sillón azul que hace juego con su jersey, que es del mismo tono.
—Hola, lo siento…
—No pasa nada.
—Yo he ido a buscarlo a la cocina, pero al parecer hay que tirar de una campanilla que no sé dónde está.
Examinamos la habitación y no falla: encontramos la campanilla en una esquina.
—Es tan extraño todo esto… —me comenta Sharon—. Llegamos ayer, y me he pasado el día moviéndome con sigilo por todos lados, ¿sabes?, temiendo usar el cubierto equivocado o algo parecido.
—¿De dónde eres?
—De Florida —dice riendo—. Nunca supe lo que eran unas Navidades blancas hasta que entré en Harvard. Mi padre es el propietario de una gasolinera de Jacksonville. Pensé que cuando acabara la facultad regresaría allí, porque no me gusta el frío, pero ahora supongo que no me queda más remedio que quedarme.
—Y eso, ¿por qué?
—¿No te lo han dicho? —exclama Sharon con una mirada de sorpresa—. Mark y yo vamos a casarnos.
Me pregunto si Clare lo sabe; de hecho, creo que si lo supiera, me lo habría comentado. Advierto entonces el diamante que lleva Sharon en el dedo.
—Felicidades.
—Supongo que sí. Quiero decir, gracias.
—¡Vaya! ¿No estás segura? De casarte, quiero decir.
En realidad, se diría que Sharon ha estado llorando, porque tiene los ojos hinchados.
—Bueno, es que estoy embarazada. Así que…
—Eso no quiere decir necesariamente que…
—Eso es precisamente lo que implica, si eres católica.
Sharon suspira, y se arrellana en el sillón. La verdad es que conozco a varias chicas católicas que se han sometido a abortos y no las ha partido ningún rayo divino, pero por lo que veo Sharon es partidaria de una fe menos acomodaticia.
—En fin, felicidades. Por cierto, ¿cuándo…?
—El 11 de enero. —Al ver mi sorpresa, no obstante, rectifica—. Ah, ¿te refieres al bebé? En abril —precisa, haciendo una mueca—. Espero que sea después de las vacaciones de primavera, de otro modo no sé cómo me las arreglaré para… Claro que eso ahora no es que importe demasiado…
—¿En qué vas a especializarte?
—En medicina. Mis padres están furiosos. Me presionan para que dé a la criatura en adopción.
—¿No les gusta Mark?
—Ni siquiera conocen a Mark. No se trata de eso; tienen miedo de que no vaya a la facultad de medicina y sus sacrificios hayan sido en vano.
La puerta principal se abre y por ella aparecen los esquiadores que vienen de regreso. Una corriente de aire frío se abre paso por la sala de estar y sopla sobre nosotros. Es agradable; me doy cuenta de que sentado tan cerca del fuego me estoy rustiendo como el pavo de Nell.
—¿A qué hora es la cena? —le pregunto a Sharon.
—A las siete, pero anoche tomamos primero un aperitivo en la sala. Mark acababa de contárselo a sus padres, y la verdad, no me recibieron precisamente con los brazos abiertos. Lo cierto es que fueron muy correctos; pero es curioso constatar cómo las personas pueden ser agradables y mezquinas al mismo tiempo. Es como si me hubiera quedado embarazada por mi cuenta y riesgo y Mark no tuviera nada que ver con el tema…
Me siento aliviado cuando regresa Clare. Lleva una extraña gorra verde y picuda con una enorme borla colgando y un horrible jersey de esquiar amarillo sobre unos tejanos azules. Está ruborizada por el frío y entra sonriendo. Tiene el pelo mojado. Cuando la veo caminar pletórica por la enorme alfombra persa en calcetines y acercarse a mí comprendo que pertenece a este lugar, que no es una aberración, sino que sencillamente ha elegido otra clase de vida, y eso me alegra. Me levanto y ella me abraza; y entonces se vuelve rápidamente hacia Sharon y exclama:
—¡Acabo de enterarme! ¡Felicidades!
Clare besa a Sharon, quien me mira por encima de su hombro, sorprendida pero sonriente. Más tarde Sharon me dice:
—Creo que tú te llevas a la única que vale la pena.
Niego con la cabeza, pero ya sé a lo que se refiere.
CLARE: Falta una hora para cenar y nadie se dará cuenta si nos marchamos.
—Ven —le digo a Henry—. Salgamos fuera.
—¿Es necesario? —se queja Henry.
—Quiero enseñarte una cosa.
Nos ponemos los abrigos, las botas, los sombreros y los guantes y atravesamos a pisotones la casa hasta salir por la puerta trasera. El cielo es de un azul ultramarino y está despejado. La nieve del prado le devuelve un reflejo más pálido, y los dos tonos de azul se funden en la oscura línea de árboles que marca el inicio del bosque. Es demasiado pronto para ver las estrellas, pero un avión parpadea en su ruta por el espacio. Imagino que la casa debe de verse como un diminuto punto de luz desde el aire, como si fuera una estrella.
—Por aquí.
El sendero que conduce al claro está cubierto por quince centímetros de nieve. Pienso en todas las veces que he hollado la nieve sobre huellas de pies desnudos para que nadie pudiera ver el rastro que partía desde el sendero y moría en la casa. Ahora hay pisadas de alces, y las marcas que ha dejado un perro enorme.
Los rastrojos de las plantas muertas bajo la nieve, el viento, el sonido de nuestras botas. El calvero es un suave cáliz de nieve azulada; la roca es una isla coronada por un montículo en forma de seta.
—Es esto.
Henry se detiene, con las manos en los bolsillos del abrigo. Gira sobre sus talones para observar el enclave.
—Así que es esto —repite Henry.
Le escruto el rostro a la búsqueda de alguna señal de reconocimiento. Nada.
—¿No tienes una sensación de déjà vu?
Henry suspira.
—Mi vida entera es un larguísimo déjà vu.
Nos volvemos y regresamos a la casa caminando sobre nuestras propias huellas.
Más tarde
He advertido a Henry de que en Nochebuena nos arreglamos para cenar, y cuando me lo encuentro en el pasillo está resplandeciente: con el traje negro, la camisa blanca y la corbata marrón, pinzada con una aguja de madreperla.
—¡Madre mía! ¡Pero si les has sacado brillo a los zapatos!
—Cierto. Patético, ¿verdad?
—Estás guapísimo; tienes todo el aspecto de un joven apuesto y elegante.
—Cuando, de hecho, soy el Bibliotecario Punk Deluxe. Padres: alerta roja.
—Te adorarán.
—Soy yo quien te adora. Ven aquí.
Henry y yo nos quedamos de pie ante el espejo de cuerpo entero que hay en lo alto de las escaleras, admirando nuestras figuras. Yo llevo un vestido sin tirantes de seda color verde pálido que perteneció a mi abuela. Tengo una fotografía en la que aparece ella vistiendo ese vestido durante la Nochebuena de 1941. Está riendo. Sus labios son oscuros por el carmín, y sostiene un cigarrillo en la mano. El hombre que aparece en la fotografía es su hermano Teddy, al que mataron en Francia. También se ríe. Henry me pasa la mano por la cintura y se muestra sorprendido por las ballenas y el corsé que palpa bajo la seda. Le hablo de la abuela.
—Ella era más menuda que yo. Solo me duele cuando me siento; los extremos de las varillas de acero se me clavan en las caderas.
Henry me besa el cuello y entonces alguien tose y nos separamos de un salto. Mark y Sharon están de pie en la puerta del dormitorio de Mark, puesto que mis padres han coincidido a su pesar en que no tiene ningún sentido que no lo compartan.
—Ya basta, muchachos —dice Mark con voz de maestrilla ofendida—. ¿Acaso no habéis aprendido nada del penoso ejemplo de vuestros mayores?
—Sí —contesta Henry—. Ve preparado.
Esgrimiendo una sonrisa, se da unos golpecillos en el bolsillo de los pantalones (que, en realidad, está vacío) y bajamos corriendo por las escaleras mientras Sharon estalla en risitas nerviosas.
Todos llevan ya unas cuantas copas cuando llegamos a la sala de estar. Alicia me hace nuestra señal particular con la mano que significa: «Vigila a mamá. Está fatal». Mi madre está sentada en el sofá y parece inofensiva, con el pelo recogido en un moño alto, sus perlas y el vestido de terciopelo melocotón con las mangas de lacitos. Parece complacida de que Mark se le acerque y se siente junto a ella, se ríe cuando le dedica un chiste y, por un instante, me pregunto si Alicia no se habrá equivocado. Entonces veo el modo en que mi padre la está mirando, y me doy cuenta de que debe de haber dicho algo horrible justo antes de entrar nosotros. Mi padre está de pie junto al carrito de las bebidas y se vuelve hacia mí, aliviado, para servirme una Coca-Cola y darle a Mark una cerveza y un vaso. Pregunta a Sharon y a Henry qué van a tomar. Sharon pide La Croix y Henry, tras pensárselo unos segundos, pide un whisky con agua. Mi padre mezcla las bebidas con mano diestra, y no puede evitar sorprenderse cuando Henry se echa el escocés cuello abajo sin aparente esfuerzo.
—¿Otro?
—No, gracias.
A estas alturas ya sé que a Henry le gustaría coger la botella y un vaso y enroscarse en la cama con un libro, y que se niega a beber otro whisky porque entonces no tendría ningún reparo en pedir un tercero y un cuarto. Sharon se mueve alrededor de Henry, y yo los abandono y cruzo la sala para ir a sentarme junto a la tía Dulcie, bajo la ventana.
—Niña mía, ¡qué guapa estás!… No había visto este vestido desde que Elizabeth lo llevó en la fiesta que los Licht dieron en el Planetario.
Alicia se une a nosotras; lleva un jersey azul marino de cuello alto, con un diminuto agujero en el punto donde la manga se une al cuerpo, y una vieja falda escocesa deshilachada, con unas medias de lana que le hacen bolsas en los tobillos, como las de una anciana. Sé que lo hace para molestar a mi padre, pero aun así…
—¿Qué le sucede a mamá? —le pregunto.
Alicia se encoge de hombros.
—Está cabreada con Sharon.
—¿Qué pasa con Sharon? —pregunta Dulcie, leyendo nuestros labios—. Me parece una chica muy agradable. Más agradable que Mark, si queréis saber mi opinión.
—Está embarazada —le digo a Dulcie—. Van a casarse. Mamá piensa que es escoria blanca porque es la primera persona de su familia que pisa una universidad.
Dulcie me lanza una mirada áspera; ella sabe que yo también lo sé.
—Lucille, más que nadie en el mundo, debería ser un poco comprensiva con esa chica.
Alicia está a punto de preguntarle a Dulcie a qué se refiere cuando suena la campanilla que anuncia la cena y nos levantamos, pavlovianas, para dirigirnos en fila hacia el comedor. Me da tiempo a susurrarle a Alicia:
—¿Está borracha?
—Creo que ha estado bebiendo en su dormitorio antes de bajar a cenar —me contesta bajito Alicia.
Le aprieto la mano y Henry se acerca a nosotras. Entramos en el comedor y ocupamos nuestros lugares: mis padres sentados a cada uno de los extremos de la mesa; Dulcie, Sharon y Mark a un lado, con Mark junto a mi madre; Alicia, Henry y yo en el otro, con Alicia al lado de mi padre. La sala está llena de velas y florecillas que flotan en cuencos de cristal tallado. Etta ha vestido la mesa con el mantel bordado de la abuela que cosieron las monjas de Provenza y ha puesto el servicio de plata y porcelana. En definitiva, estamos en Nochebuena, y esta Nochebuena es exacta a todas las que recuerdo, salvo por el hecho de que Henry se encuentra junto a mí, inclinando obediente la cabeza mientras mi padre bendice la mesa.
—Padre Nuestro, que estás en los cielos: en esta noche sagrada te damos las gracias por tu misericordia y tu generosidad, por que nos procures otro año de salud y felicidad, por el consuelo de la familia y por los nuevos amigos. Te agradecemos que enviaras a tu Hijo para que nos guiara y redimiera bajo la forma de un niño indefenso, y te damos las gracias también por el bebé que Mark y Sharon traerán a la familia. Te rogamos que nos ilumines para que amemos más a los demás y seamos más pacientes con ellos. Amén.
«Oh, no —pienso—. Ahora sí que la ha hecho buena». Echo un vistazo a mi madre y veo que le hierve la sangre. Es imposible adivinarlo, si no se la conoce: está muy quieta y contempla fijamente su plato. En ese momento se abre la puerta de la cocina, entra Etta con la sopa y coloca un pequeño cuenco delante de cada uno de nosotros. Mi mirada se cruza con la de Mark; él inclina ligeramente la cabeza en dirección a nuestra madre enarcando las cejas, y yo asiento casi de modo imperceptible. Mark le pregunta algo sobre la cosecha de manzanas de ese año y ella le responde. Alicia y yo nos relajamos un poco. Sharon me está mirando y yo le guiño un ojo. La sopa es de castañas y nabos, lo cual parece un disparate hasta que pruebas la de Nell.
—Uauuu —exclama Henry, y todos reímos y nos terminamos la sopa.
Etta se lleva luego los cuencos y Nell trae el pavo. Es dorado, humeante, enorme, y todos aplaudimos con entusiasmo, como hacemos cada año. Nell sonríe de oreja a oreja y dice, como cada año:
—Muy bien, pues.
—Oh, Nell. Es absolutamente perfecto —interviene mi madre con lágrimas en los ojos.
Nell le dirige una mirada áspera y luego mira a mi padre.
—Gracias, señorita Lucille.
Etta nos sirve el relleno: zanahorias glaseadas, puré de patatas y crema de limón; le pasamos los platos a mi padre, que los inunda con una montaña de pavo. Observo a Henry mientras da el primer mordisco al pavo de Nell: acusa la sorpresa que se transforma en adoración.
—Acabo de tener una visión de mi futuro —anuncia, y yo no puedo evitar ponerme rígida—. Voy a abandonar mi oficio de bibliotecario y vendré a vivir a vuestra cocina para rendir pleitesía a Nell; o igual me caso con ella.
—Has llegado demasiado tarde —dice Mark—. Nell ya está casada.
—Bueno, pues entonces tendré que decantarme por rendirle pleitesía. ¿Cómo es que no pesáis todos ciento treinta kilos?
—Yo estoy en ello —interviene mi padre, dándose golpecitos en la panza.
—Yo pesaré ciento treinta kilos cuando sea vieja y no tenga que arrastrar mi chelo a todas partes —le dice Alicia a Henry—. Viviré en París y no comeré nada que no sea chocolate; además fumaré puros, me inyectaré heroína y solo escucharé a Jimi Hendrix y The Doors. ¿Verdad que sí, mamá?
—Yo iré contigo —dice su madre con grandilocuencia—; pero preferiría escuchar a Johnny Mathis.
—Si te inyectas heroína, no tendrás demasiado apetito —informa Henry a Alicia, quien lo contempla con una expresión especulativa—. Vale más que pruebes con la marihuana.
Mi padre frunce el ceño. Mark cambia de tema.
—He oído en la radio que van a caer veinte centímetros de nieve esta noche.
—¡Veinte! —exclamamos todos a coro.
—I'm dreaming of a white Christmas… —se aventura a cantar Sharon sin convicción.
—Espero que no nos caiga encima mientras estamos en la iglesia —dice Alicia de mal humor—. Tengo tanto sueño después de misa…
Charlamos sobre los temporales de nieve que hemos vivido. Dulcie nos cuenta que quedó atrapada en la gran nevada de 1967, en Chicago.
—Tuve que abandonar el coche en el paseo de la Ribera del Lago y hacer todo el camino a pie desde Adams hasta Belmont.
—Yo también quedé atrapado en esa tempestad —dice Henry—. Casi me congelo; pero terminé en la rectoría de la Cuarta Iglesia Presbiteriana que hay en la avenida Michigan.
—¿Cuántos años tenías? —pregunta mi padre.
Henry titubea y responde:
—Tres. —Me mira y me doy cuenta de que se refiere a una experiencia que tuvo viajando a través del tiempo; y entonces añade—: Iba con mi padre.
Resulta tan evidente que está mintiendo…, pero nadie parece darse cuenta. Etta entra, retira los platos y pone el servicio de postre. Tras un ligero retraso, Nell regresa con un pudin de ciruela flambeándose.
—¡Caray! —exclama Henry.
Nell deja el pudin delante de mi madre y las llamas vuelven su pálido pelo de una tonalidad rojo cobrizo, como el mío, durante unos instantes, antes de extinguirse. Mi padre descorcha el champán (con un trapo, para que el tapón no saque un ojo a nadie). Le pasamos las copas para que él las llene y las vamos devolviendo a su dueño. Mi madre corta finas rodajas de pudin de ciruela y Etta nos sirve a todos. Hay dos copas extra: una para Etta y la otra para Nell, y todos nos levantamos para el brindis.
Mi padre empieza:
—Por la familia.
—Por Nell y Etta, que son como de la familia, trabajan muchísimo para sacar adelante nuestro hogar y tienen un enorme talento —dice mi madre, sin aliento y con voz queda.
—Por la paz y la justicia —dice Dulcie.
—Por la familia —interviene Etta.
—Por los comienzos —dice Mark, brindando con Sharon.
—Por que tengamos suerte —responde ella.
Me toca a mí. Miro a Henry.
—Por la felicidad. Por el momento presente.
Henry responde con gravedad.
—Por un mundo suficiente, y el tiempo.
Mi corazón da un brinco, y me pregunto cómo lo ha sabido, pero entonces me doy cuenta de que Marvell es uno de sus poetas preferidos y que tan solo se está refiriendo al futuro.
—Por la nieve, por Jesús, por mamá, por papá, por la tripa, el azúcar y mis nuevas zapatillas Converse rojas de caña alta —dice Alicia, y todos reímos.
—Por el amor —interviene Nell, mirándome fijamente y sonriendo con su enorme sonrisa—, y por Morton Thompson, inventor del mejor pavo que pueda comerse sobre la faz de la Tierra.
HENRY: Durante toda la cena Lucille ha estado escorando peligrosamente de la tristeza a la desesperación, pasando por la euforia. Toda su familia ha estado navegando a favor de su estado de ánimo, con cautela, conduciéndola a territorio neutral una y otra vez, haciendo de barrera, protegiéndola. Sin embargo, cuando nos sentamos y empezamos a comer el postre, irrumpe en sollozos silenciosos; le tiemblan los hombros y aparta la cabeza como si fuera a esconderla bajo el ala, como un pájaro somnoliento. Al principio, soy el único en darse cuenta, y me quedo sentado, horrorizado, sin saber qué hacer. Luego Philip se fija en ella, y acto seguido la mesa queda en silencio. Se levanta y se acerca a su esposa.
—Lucy… —murmura—. ¿Qué sucede, Lucy?
Clare se apresura hacia ella, diciéndole:
—Venga, mamá. No pasa nada, mamá…
Lucille niega con la cabeza.
—No, no, no… —exclama, frotándose las manos.
Philip se retira. Clare la consuela para que se calle; Lucille no deja de hablar en un tono apremiante, pero confuso. Oigo un compendio de palabras ininteligibles.
—Es una gran equivocación… Echará a perder su vida… Nadie me considera en esta familia… Hipócrita… —dice Lucille mientras solloza.
Para mi sorpresa es la tía abuela Dulcie quien rompe la quietud, producto de la conmoción.
—Hija mía, si alguien es hipócrita en esta casa, esa persona eres tú. Tú hiciste exactamente lo mismo, y no veo que eso arruinara la vida de Philip en lo más mínimo. Al contrario, la mejoró, si quieres saber mi opinión.
Lucille deja de llorar y mira a su tía, aturdida y silenciosa. Mark dirige una mirada a su padre, quien asiente una sola vez, y luego a Sharon, que está sonriendo como si le hubiera tocado un bingo. Miro a Clare, que no parece especialmente sorprendida, y me pregunto cómo lo sabía ella si Mark lo ignoraba, y entonces me asalta la idea de que Clare lo sabe todo: nuestro futuro, nuestro pasado, todo, y tiemblo en la cálida estancia. Etta trae el café. No nos alargamos demasiado.
CLARE: Etta y yo acostamos a mi madre, quien no cesa de disculparse, como es habitual en ella, y de intentar convencernos de que se encuentra lo bastante bien para ir a misa, pero al final conseguimos que se eche en la cama y, enseguida se duerme. Etta dice que se quedará en casa por si mi madre se despierta, y yo le digo que no sea tonta, que me quedaré yo, pero Etta es obstinada, así que la dejo sentada junto a la cama, leyendo a san Mateo. Atravieso el pasillo y atisbo en el dormitorio de Henry, pero está oscuro. Cuando abro mi puerta encuentro a Henry decúbito supino en mi cama, leyendo Una arruga en el tiempo. Cierro la puerta con llave y me acuesto a su lado.
—¿Qué le pasa a tu madre? —pregunta mientras me sitúo junto a él con cuidado, intentando no morir apuñalada por el vestido.
—Es maníaco-depresiva.
—¿Lo ha sido siempre?
—Estaba mejor cuando yo era pequeña. Tuvo un bebé que murió, cuando yo tenía siete años, y no pudo soportarlo. Intentó suicidarse. Yo fui quien la encontró.
Recuerdo la sangre, por todas partes, la bañera llena de agua sanguinolenta, las toallas empapadas de sangre. Yo chillaba pidiendo ayuda, pero no había nadie en casa. Henry no dice nada, recuesto la cabeza contra él y veo que está mirando el techo.
—Clare…
—¿Qué?
—¿Por qué no me lo habías dicho? Hay muchas cosas de tu familia que hubiera preferido saber.
—Pero si tú ya lo sabías… —Me callo de repente. No lo sabía. ¿Cómo iba a saberlo?—. Lo siento. Es que… Te lo conté cuando sucedió, pero me olvido de que el presente es anterior a todo aquello, y pienso que tú ya lo sabes todo…
Henry se queda callado unos instantes.
—Bueno, yo te he contado todo lo relacionado con mi familia; he abierto todos los armarios para mostrarte los esqueletos y que tú pudieras examinarlos, y me sorprende mucho… En fin, no sé.
—Sin embargo, tú todavía no me lo has presentado.
Estoy deseando conocer al padre de Henry, pero hasta hoy me daba reparo sacar el tema.
—No. No te lo he presentado.
—¿Lo harás?
—Algún día te lo presentaré.
—¿Cuándo?
Supongo que ahora Henry me dirá que estoy tentando a la suerte, como siempre solía hacerlo cuando le planteaba demasiadas preguntas, pero en lugar de eso se incorpora y se queda sentado junto a la cama, balanceando las piernas. Su camisa está arrugadísima por la espalda.
—No lo sé, Clare. Cuando pueda soportarlo, supongo.
Oigo pisadas al otro lado de la puerta y alguien que se detiene. El pomo oscila arriba y abajo.
—¿Clare? —Es la voz de mi padre—. ¿Por qué has cerrado la puerta?
Me levanto y abro. Mi padre va a decir algo, pero entonces ve a Henry y me hace una seña para que salga al pasillo.
—Clare, sabes que tu madre y yo no aprobamos que lleves a tu amigo al dormitorio —dice con voz tranquila—. Hay muchísimas habitaciones en esta casa para…
—Solo estábamos hablando.
—Podéis hablar en la sala de estar.
—Le estaba contando lo de mamá y no quería hacerlo en la sala de estar, ¿vale?
—Cariño, no veo la necesidad de tener que contarle cosas de tu madre que…
—Después del numerito que acaba de montar, ¿qué se supone que debo hacer? Henry se da perfecta cuenta de que está chalada, no es tan estúpido… —Levanto la voz y Alicia abre la puerta de su dormitorio y se lleva un dedo a los labios.
—Tu madre no es una «chalada» —dice mi padre con voz severa.
—Sí que lo es —afirma Alicia, entrando en la refriega.
—Tú no te metas donde no te llaman.
—Y una mierda.
—¡Alicia! —exclama mi padre con la cara roja, los ojos salidos y elevando el tono de voz hasta gritar.
Etta abre la puerta del dormitorio de mi madre y nos mira a los tres con expresión furibunda.
—Haced el favor de ir abajo si queréis gritar —susurra, y luego cierra la puerta.
Nos miramos, avergonzados.
—Después —le digo a mi padre—. Si quieres hacerme sufrir, hazlo después.
Henry ha permanecido sentado en mi cama todo ese rato, fingiendo que no se hallaba presente.
—Vamos, Henry. Vayamos a sentarnos en cualquier otra parte.
Henry, dócil como un chiquillo rechazado, se levanta y me sigue escaleras abajo. Alicia nos sigue con la gracia de un elefante. Al llegar al pie de las escaleras miro hacia arriba y veo a mi padre que nos observa con aire desconsolado. Gira entonces sobre sus talones y llama con los nudillos a la puerta de mi madre.
—Eh, ¿por qué no vemos ¡Qué bello es vivir!? —pregunta Alicia consultando su reloj—. La ponen en el canal sesenta dentro de cinco minutos.
—¿Otra vez? ¿Acaso no la has visto, digamos, unas doscientas veces?
Alicia siente debilidad por Jimmy Stewart.
—Yo no la he visto nunca —interviene Henry.
—¿Nunca? —exclama Alicia mostrándose muy sorprendida—. ¿Cómo es posible?
—No tengo televisor.
Ahora Alicia está francamente sorprendida.
—¿Se averió?
—No —responde Henry con una carcajada—. Lo que ocurre es que los odio. Me producen dolor de cabeza.
En realidad son uno de los desencadenantes de sus viajes a través del tiempo. La causa está en la calidad parpadeante de la imagen.
—¿Y no quieres verla? —aventura Alicia, decepcionada.
Henry me mira de reojo; a mí no me importa.
—Muy bien —digo—. La vemos un ratito, pero no podremos terminarla. Tenemos que arreglarnos para ir a misa.
Nos dirigimos en tropel hacia el cuarto de la televisión, que no está en la sala de estar. Alicia enciende el aparato. Un coro está cantando It Came Upon the Midnight Clear.
—Puaj —exclama burlona—. Mirad esos trajes amarillos de plástico malo. Parecen ponchos para la lluvia.
Se deja caer en el suelo y Henry se sienta en el sofá. Yo me acomodo junto a él. Desde que llegamos me preocupa cómo debo comportarme con Henry delante de los distintos miembros de mi familia. ¿Hasta qué punto puedo sentarme cerca de él? Si Alicia no estuviera presente, me echaría sobre el sofá y apoyaría la cabeza sobre el regazo de Henry. Sin embargo, es él quien reacciona enseguida, se acerca a mí y me pasa el brazo por la espalda. Es un abrazo en cierto modo premeditado: jamás nos sentaríamos de este modo en ningún otro contexto. Claro que nunca vemos la televisión los dos juntos. Quizá así es como nos sentaríamos si la viéramos alguna vez. El coro desaparece y empieza una tanda de anuncios. McDonald's, un concesionario local de Buick, Pillsbury, Langosta Roja: todos nos desean Feliz Navidad. Miro a Henry, que tiene una expresión de sorpresa absoluta dibujada en el rostro.
—¿Qué pasa? —le pregunto bajito.
—Es la velocidad. Saltan de un plano a otro cada par de segundos; voy a ponerme enfermo. —Henry se frota los ojos con los dedos—. Creo que iré a leer un rato.
Se levanta y se marcha de la sala. Al cabo de un minuto, oigo sus pasos en las escaleras. Yo elevo al cielo una rápida plegaría: «Por favor, Señor, haz que Henry no viaje a través del tiempo, sobre todo ahora, que estamos a punto de ir a la iglesia y no sabré qué excusa dar». Alicia se tiende sobre el sofá cuando los créditos iniciales aparecen en la pantalla.
—No ha aguantado demasiado —observa.
—Le dan unas cefaleas terribles, de esas que tienes que acostarte a oscuras y no moverte; y si alguien te causa un sobresalto, es como si el cráneo te explotase.
—Ah.
James Stewart agita un montón de folletos de viaje, pero el compromiso de tener que asistir a un baile le impide partir.
—La verdad es que es monísimo.
—¿Te refieres a Jimmy Stewart?
—Él también. Me refería a tu novio, a Henry.
Sonrío. Estoy tan orgullosa…, como si yo lo hubiera creado.
—Sí —respondo.
Donna Reed sonríe radiante a Jimmy Stewart desde el otro lado de una sala abarrotada. Se ponen a bailar, y el rival de Jimmy Stewart da la vuelta al interruptor que abre la pista de baile y revela que hay una piscina debajo.
—A mamá le gusta muchísimo.
—Aleluya.
Donna y Jimmy bailan hacia atrás y caen a la piscina; los demás invitados, vestidos con trajes de noche, no tardan en zambullirse tras ellos mientras la banda sigue tocando.
—Nell y Etta también lo aprueban.
—Fantástico. Ahora solo nos queda pasar las siguientes treinta y seis horas sin cargarnos esa primera buena impresión.
—No te costará demasiado… A menos que… No, no serías tan tonta… —Alicia me mira con aire de sospecha—. ¿Acaso estás…?
—Claro que no.
—Claro que no —repite ella como un eco—. Dios santo, no puedo creer lo de Mark. Será estúpido el cabrón…
Jimmy y Donna cantan Chicas de Buffalo, ¿por qué no salís esta noche?, mientras caminan por las calles de Bedford Falls resplandecientes, él vestido con un uniforme de fútbol y ella con un albornoz.
—Tendrías que haber estado aquí ayer. Creí que a papá le iba a dar un infarto justo delante del árbol de Navidad. Imaginé que se precipitaría contra el árbol, que este le caería encima y que los camilleros tendrían que sacar primero todos los adornos y los regalos que lo habrían sepultado antes de poder practicarle los primeros auxilios.
Jimmy, mientras tanto, le ofrece la luna a Donna, y ella acepta.
—Creí que habías aprendido a administrar los primeros auxilios en la escuela.
—Habría estado demasiado ocupada intentando hacer volver en sí a mamá. Fue una escena espantosa, Clare. Todo el mundo gritaba.
—¿Sharon estaba presente?
—¡No lo dirás en serio! —exclama Alicia con sorna—. Sharon y yo estábamos aquí dentro intentando mantener una conversación educada, claro, mientras Mark y nuestros progenitores se habían reunido en la sala de estar y no paraban de gritarse unos a otros. No tardamos mucho en quedarnos sentadas en silencio, escuchando.
Alicia y yo intercambiamos una mirada que significa: «Nada nuevo bajo el sol». Nos hemos pasado la vida escuchando los gritos de nuestros padres, peleándose entre ellos, peleándose con nosotros. A veces pienso que si veo llorar a mi madre una sola vez más, me marcharé para siempre y nunca regresaré. Ahora mismo tengo ganas de agarrar a Henry, coger el coche y no parar hasta llegar a Chicago, donde nadie grita, nadie finge que todo funciona perfectamente y que nada ha cambiado. Un hombre iracundo y barrigón, que va vestido con una camiseta, le grita a James Stewart que deje de matar de aburrimiento a Donna Reed y la bese de una vez. No puedo estar más de acuerdo con él, pero Jimmy no es de la misma opinión. Al contrario, le pisa el albornoz, y como ella sigue caminando, lo pierde sin querer. Entonces se oculta desnuda en el interior de un enorme arbusto de hortensias.
Aparece un anuncio de Pizza Hut y Alicia quita el sonido.
—Oye, Clare…
—Dime.
—¿Henry ha estado alguna vez en casa?
Problemas a la vista.
—No, no lo creo. ¿Por qué?
Alicia se revuelve incómoda y aparta la mirada durante unos segundos.
—Vas a creer que me he vuelto loca.
—¿Qué?
—Verás, me ocurrió una cosa extrañísima. Hace mucho tiempo… Yo debía de tener unos diez años y estaba ensayando cuando me acordé de que no tenía ninguna camisa limpia para la audición o el concierto de turno, y Etta y todo el mundo se habían marchado. Mark, que debía hacer de canguro, en realidad estaba en su cuarto haciendo bongs o lo que sea… En fin, la cuestión es que bajé al sótano, al cuarto de la plancha, para ir a buscar mi camisa, y entonces oí un ruido, ¿sabes?, como si se abriera la puerta del fondo del sótano, la que lleva al cuarto de las bicicletas; una especie de ruido como de alguien que pasa a toda velocidad. Pensé que se trataría de Peter. Me quedé en la puerta del cuarto de la plancha, escuchando, y entonces se abrió la puerta del cuarto de las bicicletas y, Clare, sé que no te lo vas a creer, pero vi a un tipo completamente desnudo que era igualito a Henry.
Mi risa suena falsa.
—Oh, vamos, Alicia.
—¿Lo ves? —dice Alicia sonriendo con tristeza—. Sabía que pensarías que estoy loca; pero, te lo juro, sucedió tal como te lo digo. Ese individuo parecía un tanto sorprendido, me refiero al verme plantada frente a él, con la boca abierta y preguntándome si ese tío desnudo iba a… no sé… a violarme, a matarme… Entonces me miró y me dijo: «Ah, hola, Alicia», luego se marchó a la sala de lectura y cerró la puerta tras él.
—¡Vaya!
—Subí corriendo las escaleras y me puse a aporrear la puerta de Mark, quien me dijo que me perdiera, pero al final conseguí que abriera. Se quedó tan de piedra que le llevó un buen rato comprender lo que le había contado. No me creyó, claro, pero al final logré que bajara conmigo y me acompañara a la sala de lectura. Estábamos muy asustados cuando llamamos a la puerta; fue como en un libro de Nancy Drew, cuando piensas que esas chicas son bobas y lo que deberían hacer es llamar a la policía. Sin embargo nadie contestó. Mark abrió la puerta y en la sala no había nadie. Se puso histérico, y empezó a decir que me lo había inventado todo, pero entonces se nos ocurrió que a lo mejor el hombre había subido al piso de arriba, y fuimos a refugiarnos a la cocina, junto al teléfono, con el enorme cuchillo de trinchar de Nell sobre la mesa.
—¿Por qué no me lo contaste?
—Bueno, cuando llegasteis todos a casa, me sentía bastante estúpida, y sabía que sobre todo papá pensaría que era una artimaña de las mías para quedarme con vosotros, y que nada de todo aquello había sucedido… La verdad, sin embargo, es que no fue nada divertido, y no tuve ganas de insistir en el tema. —Alicia se ríe de sus comentarios—. En una ocasión le pregunté a la abuela si había fantasmas en la casa, pero ella me contestó que a su entender, no.
—Y ese individuo, o fantasma, ¿se parecía a Henry?
—¡Sí! Te lo juro, Clare. Casi me muero cuando entrasteis en casa y lo vi. A él, a ese tipo. Incluso su voz sonaba igual. Bueno, el que vi en el sótano tenía el pelo más corto, y era mayor, puede que tuviera unos cuarenta años…
—Pero si ese tipo tenía cuarenta años y dices que eso sucedió hace cinco años… Henry solo tiene veintiocho; por lo tanto, en esa época debía de tener veintitrés, Alicia.
—Ah, sí; pero es tan extraño, Clare… ¿Tiene algún hermano?
—No; y su padre no se parece demasiado a él.
—A lo mejor fue alguna especie de proyección astral o algo parecido.
—Viaje a través del tiempo —apunto yo, sonriendo.
—Sí, ya… En fin, no deja de ser rarísimo.
La pantalla del televisor se queda a oscuras durante un instante, y luego volvemos a ver a Donna en el arbusto de hortensias y a Jimmy Stewart que da vueltas con el albornoz de ella envuelto en un brazo. Él le toma el pelo, y le dice que venderá entradas a quien quiera verla. «Será canalla», pienso, y me sonrojo al recordar todas las cosas desagradables que he hecho o dicho a Henry a propósito de su problema con la desnudez. En ese momento, sin embargo, aparece un coche en escena y Jimmy Stewart le lanza a Donna su albornoz.
—¡Tu padre ha sufrido un ataque! —le dice el conductor del coche, y él se marcha sin apenas echar un vistazo a su espalda, mientras Donna Reed se queda desamparada entre el follaje. Se me humedecen los ojos.
—¡Caray, Clare! No pasa nada. Volverá —me recuerda Alicia.
Sonrío, y nos disponemos a ver al señor Potter hostigando al pobre Jimmy Stewart para que abandone la facultad y se ponga a dirigir una casa de empréstitos condenada al fracaso.
—Cabrón —dice Alicia.
—Cabrón —coincido yo.
HENRY: Nos refugiamos en la calidez y la luz de la iglesia del gélido aire nocturno y se me revuelven las tripas. Nunca he asistido a una misa católica. La última vez que presencié un servicio religioso fue en el funeral de mi madre. Me he asido al brazo de Clare como si fuera un ciego, y es ella quien me conduce por el pasillo central hasta llegar a un banco vacío, en el que nos acomodamos en fila. Clare y su familia se arrodillan sobre los almohadones del reclinatorio, y yo me siento como Clare me ha explicado que debo hacer. Hemos llegado temprano. Alicia ha desaparecido, y Nell está sentada detrás de nosotros con su esposo y su hijo, a quien la Marina le ha concedido un permiso. Dulcie se sienta con una coetánea. Clare, Mark, Sharon y Philip se arrodillan en fila, guardando actitudes distintas: Clare se muestra cohibida; Mark, superficial; Sharon, tranquila y absorta, y Philip, agotado. La iglesia está llena de poinsettias. Huele a cera y a abrigos mojados. Un elaborado pesebre con María, José y su circunstancia preside el extremo derecho del altar. La gente va entrando en fila; eligen asiento y se saludan entre sí. Clare se desliza y se sienta junto a mí, Mark y Philip imitan su ejemplo; Sharon sigue de rodillas durante unos minutos más, y luego terminamos todos sentados en silencio y en fila, esperando. Un hombre vestido con traje sube al escenario (altar o como se llame) y comprueba que los micrófonos funcionan; están conectados a unos pequeños atriles. Finalmente desaparece por la parte de atrás. Ha llegado muchísima gente, la iglesia está abarrotada. Alicia, otras dos mujeres y un hombre aparecen por la izquierda del escenario, con sus instrumentos a cuestas. La rubia es violinista y la del pelo castaño, con un aspecto insignificante, toca la viola; en cuanto al hombre, que es tan anciano que anda encorvado y arrastra los pies, también es violinista. Todos visten de negro. Se sientan en sillas de tijera, encienden las luces de los atriles, remueven sus partituras, tensan diversas cuerdas y se miran los unos a los otros para ponerse de acuerdo. De repente, la gente calla, y en el silencio se pergeña una nota larga y lentísima que inunda el espacio, que no remite a ninguna pieza musical conocida, sino que se limita a existir, a permanecer. Alicia se inclina tanto como le resulta posible a un ser humano, y el sonido que arranca a su instrumento parece surgir de la nada, parece originarse en mis oídos, resonar en mi cráneo, como si unos dedos me acariciaran el cerebro. Luego se detiene. El silencio que sigue es breve, pero absoluto. En ese momento los cuatro músicos entran en acción. Tras la simplicidad de esa única nota su música es disonante, moderna y discordante, y pienso si no se tratará de una pieza de Bartok. Pero entonces identifico lo que estoy oyendo; tocan «Noche de paz». No puedo entender por qué suena de un modo tan extraño hasta que veo que la violinista rubia le pega una patada a la silla de Alicia y, tras cambiar el ritmo, la pieza se centra. Clare me mira y sonríe. Todos en la iglesia se relajan. «Noche de paz» cede el paso a un himno que desconozco. Todos se levantan. Se vuelven hacia la parte posterior de la iglesia y el sacerdote entra por el pasillo central con un largo séquito formado por niños y algunos hombres vestidos con traje. Desfilan con solemnidad hacia la parte delantera de la iglesia y se colocan en sus lugares. La música se detiene en seco. «Oh, no —pienso—, ¿y ahora, qué?». Clare me coge la mano y nos levantamos juntos, entre la multitud, y si existe un Dios, le pido, entonces, «Dios, permíteme quedarme aquí mismo, callado y sin llamar la atención, en este momento presente, aquí y ahora».
CLARE: Henry tiene todo el aspecto de estar a punto de desmayarse. Padre nuestro, por favor, no dejes que desaparezca ahora. El padre Compton nos da la bienvenida con su voz de anuncio de la radio. Meto la mano en el bolsillo del abrigo de Henry, introduzco los dedos por el agujero que hay al fondo, encuentro su sexo y lo aprieto. Henry salta como si le hubiera administrado una descarga eléctrica.
—Que el Señor os ilumine —dice el padre Compton.
—Amén —respondemos nosotros con voz serena.
Lo mismo, siempre es lo mismo. Sin embargo, aquí estamos los dos, al fin, para que cualquiera pueda vernos. Noto los ojos de Helen en mi espalda, aburriéndose. Ruth se sienta cinco hileras por detrás de la nuestra, con su hermano y sus padres. Nancy, Laura, Mary Christina, Patty, Dave y Chris, e incluso Jason Everleigh; parece que todos aquellos con quienes fui a la escuela se encuentran presentes esta noche. Echo un vistazo en dirección a Henry, que ignora todo eso. Está sudando. Me mira entonces, y enarca una ceja. La misa sigue su curso. Las lecturas, el Kirieleisón, «La paz sea con vosotros: y con tu espíritu». Nos ponemos en pie para oír la lectura del Evangelio según san Lucas, capítulo segundo. Todos los habitantes del imperio romano viajaban a sus lugares de origen para empadronarse, José y María, «su esposa, que estaba encinta», el nacimiento, milagroso, humilde. Los pañales, el establo. La lógica de la situación siempre se me ha escapado, pero la maravilla del evento es innegable. Los pastores morando en los campos. El ángel: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría». Henry sacude la pierna de un modo que me desconcentra. Tiene los ojos cerrados y se muerde los labios. Una legión de ángeles. El padre Compton entona:
—María, por su parte, guardaba todas esas cosas, y las meditaba en su corazón.
—Amén —decimos los feligreses, y nos sentamos a escuchar el sermón.
Henry se inclina hacia delante y me susurra:
—¿Dónde están los servicios?
—Tras esa puerta —le digo, señalándole la puerta por la que han entrado antes Alicia, Frank y las demás concertistas.
—¿Cómo se llega hasta ahí?
—Ve hacia el fondo de la iglesia y luego baja por la nave lateral.
—Si no regreso…
—Tienes que regresar.
Cuando el padre Compton dice: «En esta noche gloriosa entre todas las noches…», Henry se levanta y se marcha deprisa. Mi padre lo sigue con la mirada por los pasillos, hasta que Henry se detiene frente a la puerta. Observo entonces cómo desaparece tras ella y la puerta se cierra a causa del impacto.
HENRY: Me encuentro en lo que parece ser el pasillo de una escuela de primaria. «No te desesperes —me digo—. Nadie puede verte. Escóndete en alguna parte». Miro a mi alrededor, angustiado, y veo una puerta donde dice: chicos. La abro y entro en un servicio de caballeros en miniatura, con las baldosas marrones, los sanitarios de porcelana diminutos y pegados al suelo y un radiador que quema, intensificando el olor a jabón de institución pública. Abro la ventana unos centímetros y pego la cara a la rendija. Hay árboles de hoja perenne que obstaculizan la vista, si es que hay alguna, y por eso el aire frío que inhalo sabe a pino. Al cabo de unos minutos me siento menos leve. Me tumbo sobre las baldosas y me enrosco hasta que las rodillas me tocan la barbilla. Aquí estoy. Sólido. Ahora. Sobre este suelo de baldosas marrones. Parece una minucia pedir algo así: continuidad. Por descontado, si existe un Dios, querrá que seamos buenos, y sería muy poco razonable esperar que alguien sea bondadoso sin darle ninguna clase de incentivos, y Clare es muy, muy buena, e incluso cree en Dios. ¿Por qué iba a decidir Él dejarla mal delante de toda esa gente…?
Abro los ojos. Los sanitarios de porcelana están circundados por auras iridiscentes, azul celeste, verde y púrpura, y me resigno a marcharme, no puedo detenerme ahora, y tiemblo cuando grito: «¡No!», pero ya me he desvanecido.
CLARE: El cura termina el sermón, que trata de la paz mundial, y mi padre se inclina sobre Sharon y Mark y susurra:
—¿Se encuentra mal tu amigo?
—Sí —le respondo bajito—. Tiene dolor de cabeza y a veces le entran náuseas.
—¿Crees que debería ir a ayudarlo?
—¡No! Ya se le pasará.
Mi padre no parece convencido, pero se queda sentado. El cura bendice la hostia. Intento controlar el impulso de salir corriendo para ir a buscar a Henry. Los primeros bancos aguardan turno para recibir la comunión. Alicia toca la suite número dos para chelo de Bach. Es triste y preciosa. Vuelve, Henry. Vuelve.
HENRY: Estoy en mi apartamento, en Chicago. Está oscuro, y me encuentro de rodillas en la sala de estar. Me levanto dando traspiés, y golpeo la librería con el codo.
—¡Joder!
No me lo puedo creer. Ni siquiera he pasado un día entero con la familia de Clare y ya he sido succionado y escupido en mi jodido apartamento como un maldito flipper…
—Eh.
Me vuelvo y me veo a mí mismo, incorporado y somnoliento sobre el sofá cama.
—¿Qué fecha es hoy? —le pregunto nervioso.
—28 de diciembre de 1991.
Cuatro días después.
—No puedo soportarlo más —comento sentándome en la cama.
—Relájate. Regresarás dentro de unos minutos. Nadie se dará cuenta, y todo irá bien durante el resto de la visita.
—¿Ah, sí?
—Sí, deja de gimotear —dice mi yo, imitando a mi padre a la perfección. Quiero golpearlo, pero no serviría de nada. Oigo música de fondo, lejana.
—¿Eso es de Bach?
—¿Cómo? Ah, sí. Está en tu cabeza. Es Alicia.
—Qué raro… ¡Oh!
Corro hacia el lavabo, y casi consigo llegar.
CLARE: Los últimos feligreses están recibiendo la comunión cuando Henry aparece por la puerta, un poco pálido, pero andando por su propio pie. Retrocede y sube por el pasillo lateral hasta apretujarse a mi lado.
—Damos por concluida la misa. Hermanos, marchaos en paz —dice el padre Compton.
—Amén.
Los monaguillos se juntan alrededor del padre como un banco de peces y empiezan a desfilar con garbo por el pasillo. El resto de la congregación los seguimos en fila. Oigo que Sharon le pregunta a Henry si se encuentra bien, pero no alcanzo a oír su respuesta porque Helen y Ruth nos interceptan y me veo obligada a presentarles a Henry.
Helen sonríe como una boba.
—¡Pero si ya nos conocemos!
Henry me mira, alarmado. Niego categóricamente con la cabeza y Helen fuerza una nueva sonrisa.
—Bueno, puede que no. Encantada de conocerte, Henry.
Ruth tiende una mano tímida a Henry y, para mi sorpresa, es él quien se la sostiene durante un minuto y luego le dice:
—Hola, Ruth.
Todavía no se la he presentado pero, por lo que veo, ella no lo ha reconocido. Laura se une a nosotros en el instante preciso en que Alicia aparece golpeando la funda de su chelo entre el gentío.
—Venid mañana a casa —nos invita Laura—. Mis padres se marchan a las Bahamas a las cuatro.
Accedemos entusiasmados; cada año los padres de Laura se marchan a algún país tropical tras haber abierto todos los regalos, y cada año nosotros volamos en bandada hacia su casa tan pronto el coche desaparece por el caminito de entrada. Nos despedimos recitando a coro: «¡Feliz Navidad!», y salimos por la puerta lateral de la iglesia que da al aparcamiento.
—Bah… ¡Lo sabía! —exclama Alicia.
La nieve es abundante y reciente, y lo cubre todo, como si el mundo hubiera sido creado de nuevo en blanco. Me quedo quieta contemplando los árboles y los coches del otro lado de la calle, hacia el lago, que se estrella, invisible, contra la playa que yace distante, a los pies de la iglesia que se yergue sobre el risco. Henry se queda junto a mí, aguardando. Mark dice:
—Vamos, Clare. —Y yo le hago caso.
HENRY: Es casi la 1.30 de la madrugada cuando entramos por la puerta de Casa Alondra del Prado. Philip se ha pasado todo el camino de vuelta a casa reprendiendo a Alicia por su «equivocación» al interpretar «Noche de paz», y ella ha aguantado el chaparrón en silencio, mirando por la ventana hacia las casas y los árboles sumidos en la oscuridad. Ahora, sin embargo, todos suben las escaleras y se marchan a sus dormitorios tras desearse «Feliz Navidad» unas cincuenta veces más, salvo Alicia y Clare, que desaparecen por una puerta que hay al final del vestíbulo del primer piso. No sé muy bien qué hacer y, siguiendo un impulso repentino, las sigo.
—… un gilipollas rematado —está diciendo Alicia cuando saco la cabeza por la puerta. El cuarto está presidido por una enorme mesa de billar, bañada por el brillante resplandor de una lámpara suspendida en lo alto. Clare pone las bolas en el triángulo mientras Alicia pasea arriba y abajo entre las sombras, al borde del charco de luz.
—Bueno, si intentas machacarlo deliberadamente y él se deja hacer, no comprendo por qué te molesta tanto —dice Clare.
—Es tan petulante… —replica Alicia, golpeando el aire con los puños.
Toso. Las dos se vuelven de un salto y Clare dice:
—Oh, Henry, menos mal. Pensé que sería mi padre.
—¿Quieres jugar? —me pregunta Alicia.
—No, pero os miraré.
Hay un taburete alto junto a la mesa y me siento en él. Clare le pasa un taco a Alicia. Esta le da tiza y luego sale, con fuerza. Dos de las bolas rayadas caen en las troneras de las esquinas. Alicia mete dos más antes de fallar, por los pelos, un golpe a varias bandas.
—Caray, voy a tener problemas —dice Clare.
Esta, por su parte, mete una bola fácil, la número dos, que estaba colocada al borde de una tronera de la esquina. En la siguiente jugada manda la bola blanca al agujero después de la tres, y Alicia repesca ambas bolas y pone en fila su jugada. Sin más preámbulos le da a las bolas rayadas.
—Bola ocho, tronera lateral —canta Alicia, y dicho y hecho.
—Ayyy —suspira Clare—. ¿Seguro que no quieres jugar? —me pregunta, ofreciéndome el taco.
—Venga, Henry —dice Alicia—. Eh, ¿a alguno de los dos os apetece tomar algo?
—No —responde Clare.
—¿Qué me ofreces? —le pregunto yo.
Alicia enciende un interruptor de la luz y aparece un antiguo y precioso mueble bar al otro extremo de la sala. Alicia y yo nos apiñamos detrás, y ante nuestra vista aparece todo lo que uno pueda imaginarse en el apartado de bebidas alcohólicas. Alicia se prepara un ron con Coca-Cola. Yo dudo ante tanta profusión de riqueza, pero al final me sirvo un whisky solo. Clare cambia de idea y decide tomar algo, y mientras rompe la bandeja en miniatura de cubitos de hielo para meterlos en un vaso y servirse su licor de café Kahlua, la puerta se abre y todos nos quedamos helados.
Es Mark.
—¿Dónde está Sharon? —le pregunta Clare.
—Cierra —le ordena Alicia.
Mark da la vuelta a la llave de la cerradura y se acerca al bar.
—Sharon está durmiendo —dice, sacando una Heineken del pequeño frigorífico. Le quita la chapa y se aproxima a la mesa—. ¿Quién juega?
—Alicia y Henry —le informa Clare.
—Mmmm. ¿Ya lo has avisado?
—Cállate, Mark —le corta Alicia.
—Es Jackie Gleason disfrazada —me asegura Mark.
Me vuelvo hacia Alicia.
—Empecemos a jugar.
Clare vuelve a colocar las bolas en el triángulo. Alicia se gana el derecho a salir. El whisky ha macerado todas mis sinapsis y lo veo todo distinto y claro. Las bolas explosionan como fuegos artificiales y florecen en una nueva forma. La trece se tambalea al borde de una tronera de la esquina y luego cae.
—Rayadas otra vez —anuncia Alicia.
Mete la quince, la doce y la nueve antes de que una mala salida la obligue a intentar un golpe a dos bandas imposible de ejecutar.
Clare está de pie justo en el límite que proyecta la luz y, por lo tanto, su rostro permanece en la sombra, mientras que su cuerpo surge de la oscuridad como si flotara, con los brazos cruzados a la altura del pecho. Centro mi atención en la mesa. Han pasado unos segundos. Meto la dos, la tres y la seis con facilidad, y entonces busco alguna otra posible jugada. La uno está justo delante de la tronera de la esquina, situada en el otro extremo de la mesa, y envío la bola blanca contra la siete, la cual se encarga de meter la uno. Mando la cuatro a la tronera lateral con un golpe a la banda y consigo introducir la cinco en la tronera del fondo con una afortunada carambola. Es una mala jugada, pero Alicia silba de todos modos. La siete baja sin más contratiempos.
—Ocho a la esquina —indico con la bola blanca, y se mete directa. Arranco un suspiro de admiración en la mesa.
—Oh, qué bonito… —dice Alicia—. Vuelve a hacerlo.
Clare sonríe en la oscuridad.
—No estás a la altura —le dice Mark a Alicia.
—Estoy demasiado cansada para concentrarme; y demasiado cabreada también.
—¿Por culpa de papá?
—Sí.
—Bueno, si le buscas las cosquillas, él también te las buscará a ti.
—Todos podemos equivocarnos de buena fe —puntualiza Alicia haciendo pucheros.
—Durante unos instantes creí que se trataba de algo de Terry Riley —le digo a Alicia.
—Es que en realidad era Terry Riley —responde Alicia sonriendo—. Era de Salomé baila por la paz.
Clare se ríe.
—¿Cómo se te ocurrió meter a Salomé en «Noche de paz»?
—Muy fácil; por Juan Bautista. Pensé que entroncaban los dos temas, y si traspones esa primera parte de violín y la bajas una octava, suena muy bien, ¿sabéis? La la la, la…
—No puedes culparle de que haya perdido los nervios —interviene Mark—. Quiero decir que él sabe que tú nunca cometerías un fallo de ese tipo.
Me sirvo otra copa.
—¿Qué ha dicho Frank? —pregunta Clare.
—Ah, lo ha entendido. Intentaba imaginarse cómo inventar otra pieza a partir de todo ese material; como si Stravinsky se pusiera a revisar Noche de paz. Frank tiene ochenta y siete años, y le importa un comino si me dedico a fastidiar al personal, con tal de que le procure diversión. Ahora bien, Arabella y Ashley estaban cabreadísimas.
—Hombre, no es demasiado profesional por tu parte —sentencia Mark.
—¿Y qué más da? ¡Estamos hablando de la iglesia de San Basilio, por favor! ¿A ti que te parece? —me pregunta Alicia.
Titubeo.
—La verdad es que me da igual —digo al final—, pero si mi padre te oyera hacer eso, se enfadaría muchísimo.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—Él es partidario de que cualquier composición musical debe tratarse con respeto, aunque sea una pieza que no le guste demasiado. Por ejemplo, a él no le gustan Tchaikovsky ni Strauss, pero cuando los toca, se los toma muy en serio. Por eso es tan bueno: toca cualquier obra como si estuviera enamorado de ella.
—Oh —exclama Alicia, pensativa; se aleja hacia el bar y se prepara otra bebida—. Eres muy afortunado por tener un padre a quien no le interesa solo el dinero.
Estoy de pie detrás de Clare, recorriendo su columna vertebral con los dedos, amparado por la oscuridad. Ella se lleva la mano a la espalda y yo se la aferró.
—No creo que dijeras lo mismo si conocieras a mi familia. Además, tu padre parece preocuparse mucho por ti.
—No —niega Alicia categóricamente—. Solo quiere que sea perfecta para lucirme ante sus amistades. No le importo en absoluto. —Pone las bolas en el triángulo y las gira hasta dejarlas en posición—. ¿Quién quiere jugar?
—Yo —se ofrece Mark—. ¿Te apetece, Henry?
—Por supuesto.
Mark y yo damos tiza a los tacos y nos ponemos frente a frente delante de la mesa.
Salgo yo. La cuatro y la quince van dentro.
—A bolas de color —anuncio.
Veo la dos cerca de la esquina. La meto, y entonces fallo la tres en el mismo golpe. Me estoy cansando, y mi coordinación ya no es la misma con los whiskies. Mark juega decidido, pero sin estilo, y mete la diez y la once. Seguimos en la brecha, y no tardo en meter todas las bolas de color. Mark tiene la trece aparcada en el borde de una tronera de la esquina.
—Bola ocho —digo, señalándola.
—Supongo que ya sabes que no puedes meter la bola de Mark, si no quieres perder —interviene Alicia.
—No pasa nada —le digo.
Lanzo la bola blanca con suavidad a través del tapete, la cual besa la bola ocho con cariño y la envía gentilmente y sin prisas hacia la trece. Cuando parece que casi está a punto de dar un rodeo frente a la trece, como si fuera a pasar a la banda, se zambulle decorosamente en el agujero y Clare ríe, pero entonces la trece se mueve y cae también.
—En fin, qué le vamos a hacer… —digo yo—. Caprichos de la fortuna.
—Buena partida —dice Mark.
—Cielos, ¿dónde has aprendido a jugar así? —pregunta Alicia.
—Fue una de las cosas que me enseñaron en la universidad —le contesto—, además de la bebida, la poesía inglesa y alemana y las drogas.
Guardamos los tacos y recogemos los vasos y las botellas.
—¿En qué te especializaste? —pregunta Mark, abriendo la puerta cerrada con llave. Atravesamos el vestíbulo y nos dirigimos a la cocina.
—En literatura inglesa.
—¿Y cómo no elegiste música? —Alicia mantiene en equilibrio su vaso y el de Clare en una mano para abrir la puerta del comedor de un empujón.
—Si te dijera que no tengo oído musical, no me creerías —le digo riendo—. Mis padres estaban convencidos de que les dieron la criatura equivocada cuando se marcharon del hospital.
—Debe de haber sido una lata —apunta Mark, y entonces le dice a Alicia—: Al menos a ti papá no te presiona para que seas abogada.
Entramos en la cocina y Clare enciende el interruptor de la luz.
—Tampoco te presiona a ti —replica Alicia—. Y te encanta el derecho.
—Pues a eso me refiero. Él no nos obliga a dedicarnos a algo que no nos guste.
—¿Era una lata? —me pregunta Alicia—. A mí me habría encantado.
—Bueno, antes de que mi madre muriera, todo era fantástico. Luego las cosas fueron terribles. Si yo hubiera sido un prodigio del violín, quizá… No lo sé. —Miro a Clare y me encojo de hombros—. En fin, la cuestión es que mi padre y yo no nos llevamos nada bien.
—¿Y eso por qué?
—Hora de acostarse —anuncia Clare, queriendo decir que por hoy ya basta. Alicia, sin embargo, espera una respuesta.
—¿Has visto alguna vez un retrato de mi madre? —le pregunto a Alicia, mirándola a los ojos. Ella asiente—. Yo me parezco a ella.
—¿Y qué?
Alicia limpia los vasos en el fregadero. Clare se encarga de secarlos.
—Pues que no puede soportar el hecho de mirarme. Bueno, esa es una de las múltiples razones.
—Pero…
—Alicia… —Clare intenta que su hermana desista, pero esta no se detiene ante nadie.
—¡Pero si se trata de tu padre!
Sonrío.
—Lo que haces a tu padre para sacarlo de sus casillas es insignificante comparado con las cosas que mi padre y yo nos hemos hecho el uno al otro.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, las innumerables veces que me ha echado de nuestro apartamento y ha cerrado la puerta con llave, hiciera el tiempo que hiciese. O, por ejemplo, la vez que tiré sus llaves al río. Esa clase de cosas.
—¿Por qué hiciste algo así?
—No quería que se estrellara con el coche, y estaba borracho.
Alicia, Mark y Clare me miran y asienten. Lo comprenden perfectamente.
—Hora de acostarse —dice Alicia, y salimos todos de la cocina y subimos a nuestros dormitorios sin pronunciar palabra, salvo para desearnos las buenas noches.
CLARE: Son las 3.14 de la mañana según mi despertador, y empiezo a sentirme calentita dentro de la cama cuando la puerta se abre y entra Henry con mucho sigilo. Retiro las mantas y él se mete dentro de un salto. La cama cruje mientras nos acomodamos.
—Hola —susurro.
—Hola —me susurra a su vez Henry.
—No ha sido una buena idea.
—Hacía mucho frío en mi dormitorio.
—¡Ay!
Henry me toca la mejilla, y tengo que ahogar un grito. Tiene los dedos helados. Se los froto entre las palmas de la mano. Henry se acurruca bajo la manta y yo me aprieto contra él, intentando entrar de nuevo en calor.
—¿Llevas calcetines? —me pregunta en voz queda.
—Sí.
Mete la cabeza bajo las mantas y me los quita. Al cabo de unos minutos, muchos chirridos y múltiples chitones, acabamos los dos desnudos.
—¿Adonde fuiste cuando te marchaste de la iglesia?
—A mi apartamento. Estuve ahí unos cinco minutos, y era cuatro días más tarde.
—¿Por qué?
—Estaba cansado, tenso, supongo.
—No, me refiero a por qué fuiste precisamente ahí.
—No lo sé. Por una especie de mecanismo defectuoso. Quizá los controladores aéreos de los viajes a través del tiempo pensaron que me sentaría bien ir ahí. —Henry entierra su mano en mi pelo.
Fuera se está haciendo de día.
—Feliz Navidad —le digo en un suspiro.
Henry no responde, y yo sigo acurrucada y despierta entre sus brazos, pensando en legiones de ángeles, escuchando su respiración controlada y atesorándolo todo en mi corazón.
HENRY: A primera hora de la mañana me levanto para ir a mear y mientras estoy orinando en el baño de Clare, somnoliento a la luz de la lamparita de orientación nocturna Tinkerbell, oigo la voz de una chica que dice: «¿Clare?». Antes de averiguar de dónde proviene esa voz, la puerta de lo que yo había confundido con un armario se abre, y me encuentro completamente desnudo delante de Alicia.
—¡Oh! —exclama ella en un susurro, mientras yo tardo en reaccionar y agarro una toalla para taparme.
—¡Ah, hola, Alicia! —digo bajito, y los dos sonreímos. Alicia desaparece tras la puerta de su dormitorio con la misma celeridad con que ha aparecido.
CLARE: Estoy adormilada, y oigo los ruidos de la casa al despertarse. Nell está en la cocina; canta y hace sonar las cacerolas. Alguien camina por el pasillo y pasa por delante de mi puerta. Abro los ojos y veo que Henry sigue profundamente dormido; y, de repente, me doy cuenta de que tengo que sacarlo de mi cuarto sin que nadie nos vea.
Me zafo de los brazos de Henry y de las mantas y salgo de la cama con cautela. Recojo el camisón del suelo y todavía no he acabado de ponérmelo cuando Etta dice:
—¡Clare, vamos, arriba y a espabilarse! ¡Es Navidad!
Etta se asoma a la puerta. Oigo que Alicia llama a Etta y mientras saco la cabeza del camisón, Etta se vuelve para responder a Alicia. Me vuelvo hacia la cama y veo que Henry ya no está. El pantalón de su pijama se encuentra sobre la alfombra, y lo meto bajo la cama de una patada. Etta entra en mi dormitorio vestida con la bata amarilla y con las trenzas colgándole sobre los hombros.
—¡Feliz Navidad! —le digo, y ella me cuenta algo sobre mi madre; pero a mí me cuesta seguir su discurso porque me imagino a Henry materializándose delante de Etta.
—¿Me oyes, Clare? —pregunta Etta, mirándome con aire preocupado.
—¿Eh? Ay, lo siento. Todavía estoy algo dormida, creo.
—Abajo el café está listo. —Etta empieza a hacerme la cama. Se la ve sorprendida.
—Yo la haré, Etta. Tú ve abajo.
Etta pasa al otro lado de la cama en el momento preciso en que mi madre saca la cabeza por la puerta. Está preciosa, serena tras la tormenta de anoche.
—Feliz Navidad, cariño.
Me acerco a ella y le doy un leve beso en la mejilla.
—Feliz Navidad, mamá. —Cuesta muchísimo enfadarse con ella cuando se comporta como mi encantadora y tierna madre.
—Etta, ¿bajas conmigo? —pregunta mi madre.
Etta palmea las almohadas y las huellas gemelas de nuestras cabezas se desvanecen. Me mira y enarca las cejas, pero no hace ningún comentario.
—¿Etta?
—Voy… —Etta se afana tras mi madre.
Cierro la puerta cuando se marchan y me apoyo contra ella, justo a tiempo de ver a Henry retorcerse para salir de debajo de la cama. Mientras Henry se levanta y empieza a ponerse el pijama, yo cierro la puerta con llave.
—¿Dónde estabas? —le pregunto en un susurro.
—Bajo la cama —responde Henry bajito, como si fuera algo tan obvio.
—¿Todo el rato?
—Sí.
Por alguna razón, la escena me resulta divertida, y empiezo a reír. Henry me tapa la boca con la mano, y al cabo de unos segundos los dos temblamos de risa, en silencio.
HENRY: El día de Navidad se presenta extrañamente tranquilo tras la tormenta del día anterior. Nos reunimos alrededor del árbol, tímidos en bata y zapatillas, abrimos los regalos y soltamos exclamaciones de admiración. Tras darnos todos las gracias efusivamente, desayunamos. Al desayuno sigue un período de calma, y después celebramos la cena de Navidad, alabando por todo lo alto a Nell y sus langostas. Todos sonreímos, mostramos nuestras mejores maneras y estamos guapísimos. Somos el modelo de la familia feliz, el anuncio destinado a la burguesía. Somos todo aquello que yo siempre deseé ser cuando por Navidad nos sentábamos a la mesa del restaurante El Wok de la Fortuna con mi padre y el señor y la señora Kim, y yo fingía que me lo estaba pasando en grande, mientras los adultos me observaban con angustia. Sin embargo, se advierte una tensión palpable mientras holgazaneamos, con el apetito saciado, en la sala de estar después de la cena, para ver el partido de fútbol que dan en televisión, leer los libros que nos hemos regalado o poner en marcha los regalos que van con pilas o que deben montarse. Es como si en algún lugar, en una de las habitaciones más alejadas de la casa, se hubiera firmado un alto el fuego, y ahora las partes implicadas se propusieran acatarlo con todas sus consecuencias, al menos hasta mañana, al menos hasta que llegue una nueva partida de municiones. Todos estamos actuando, fingimos sentirnos relajados, encarnamos a la madre, al padre, las hermanas, el hermano, el novio y la prometida ideales. Es un alivio, por consiguiente, cuando Clare consulta el reloj, se levanta del sofá y dice:
—Vamos. Es hora de ir a casa de Laura.
CLARE: La fiesta de Laura está muy animada cuando llegamos. Henry está tenso y pálido, y se va de cabeza a los licores tan pronto nos quitamos los abrigos. Todavía me siento adormecida por el vino de la cena, así que le hago un gesto de negación cuando me pregunta qué quiero tomar; me trae una Coca-Cola. Él se agarra a su cerveza como si fuera un contrapeso.
—Bajo ninguna circunstancia, y oye lo que te digo: bajo ninguna circunstancia me abandones y permitas que me las apañe solo —me exige Henry, mirando por encima de mi hombro; y antes de que vuelva la cabeza, ya tenemos a Helen a nuestro lado. Se hace un silencio momentáneo, violento.
—Bueno, Henry —dice Helen—. Nos han dicho que eres bibliotecario, pero la verdad es que no pareces en absoluto un bibliotecario.
—En realidad soy modelo de ropa interior de Calvin Klein. Lo de bibliotecario es solo una tapadera.
Nunca había visto a Helen tan desarmada. Ojalá hubiera traído una cámara. No obstante, enseguida recupera la compostura, contempla a Henry de arriba abajo y sonríe.
—Muy bien, Clare, puedes quedártelo.
—Menudo alivio —le digo yo—. Había perdido la receta.
Laura, Ruth y Nancy se presentan ante nosotros, con mirada decidida, y nos interrogan: cómo nos conocimos, cómo se gana la vida Henry, en qué universidad estudió, bla, bla, bla. Nunca imaginé que cuando Henry y yo nos dejáramos ver juntos en público finalmente la situación sería tan crispante, a la vez que aburrida. Vuelvo a captar la onda cuando Nancy dice:
—Es curioso que te llames Henry.
—¿Ah, sí? —se sorprende Henry—. Y eso, ¿por qué?
Nancy le cuenta la fiesta nocturna que celebramos en casa de Mary Christina, aquella en la que el tablero Ouija dijo que yo me casaría con alguien llamado Henry. Este parece impresionado.
—¿Eso es verdad? —me pregunta.
—Mmmm, sí. —De repente me entran unas ganas tremendas de hacer pis—. Perdonad —les digo, separándome del grupo e ignorando la expresión de súplica de Henry.
Helen me pisa los talones mientras me dirijo al piso de arriba; me veo obligada a cerrarle la puerta del baño en las narices para impedir que entre detrás de mí.
—Abre, Clare —dice sacudiendo el pomo de la puerta.
Me lo tomo con calma: hago pis, me lavo las manos y me retoco el pintalabios.
—Clare —ruge Helen—, iré abajo a contarle a tu novio todas y cada una de las cosas horribles que has hecho en tu vida si no abres esta puerta inmediat… —Abro la puerta de golpe y Helen casi se precipita contra el suelo del cuarto de baño—. Muy bien, Clare Abshire. —Dice Helen con aire amenazador mientras cierra la puerta.
Me siento en el borde de la bañera y ella se apoya contra el lavabo, irguiéndose ante mí con sus zapatos de salón.
—Confiesa ya y dime qué sucede en realidad entre tú y ese tipo que se llama Henry. Ya sé que todo lo que has dicho antes es una sarta de mentiras. Tú no conociste a ese tío hace tres meses, hace años que lo conoces. Cuéntame el secreto.
La verdad es que no sé cómo empezar. ¿Debería contarle a Helen la verdad? No. ¿Por qué no? Por lo que yo sé, Helen solo ha visto a Henry en una ocasión, y su aspecto no era tan diferente del que tiene ahora. Quiero mucho a Helen. Es fuerte, alocada, dura de roer; pero sé que no me creería si le dijera: «Es por culpa de los viajes a través del tiempo, Helen. Ver para creer».
—De acuerdo —le digo, ordenando mis ideas—. Sí, hace mucho tiempo que lo conozco.
—¿Cuánto?
—Desde que tenía seis años.
Helen abre unos ojos como limones. Parece un personaje de dibujos animados. No puedo evitar reírme.
—¿Por qué… cómo es que… en fin, cuánto tiempo llevas saliendo con él?
—No lo sé. Quiero decir que hubo un período de tiempo en el que las cosas estaban bastante al límite, pero en realidad no sucedió nada; es decir, Henry se mostró absolutamente inflexible a la hora de liarse con una niña pequeña, y yo, por supuesto, estaba loquita por él, sin esperanza alguna…
—Pero ¿cómo es que nunca supimos nada de él? No entiendo por qué tuvisteis que mantenerlo todo tan en secreto. Hubieras podido decírmelo.
—Bueno, tú más o menos lo sabías. —Es una excusa muy pobre, y soy consciente de ello.
Helen se lo toma mal.
—Eso no tiene nada que ver con el hecho de que no me lo dijeras.
—Lo sé. Lo siento, Helen.
—Ya. ¿Y cuál era el inconveniente?
—Bueno, él tiene ocho años más que yo.
—¿Y qué?
—Pues que cuando yo tenía doce y él veinte, eso representaba un problema. —Por no hablar de cuando yo tenía seis y él cuarenta.
—Sigo sin comprenderlo. Me refiero a que entiendo que no quisieras que tus padres, sin ir más lejos, se enteraran de que interpretabas el papel de Lolita con este Humbert Humbert, pero no veo por qué no podías decírnoslo a nosotras; te habríamos dado todo el apoyo del mundo. Quiero decir que estuvimos tanto tiempo compadeciéndote, preocupándonos por ti y preguntándonos por qué te comportabas como una monja rematada… —Helen mueve la cabeza en un gesto de incredulidad—; y resulta que tú te pasabas el tiempo montándotelo con Mario el bibliotecario…
No puedo evitar ruborizarme.
—Yo no me pasaba el tiempo montándomelo con él, por si te interesa saberlo.
—¡Venga ya!
—¡De verdad! Esperamos a que yo cumpliera dieciocho años. Lo hicimos el día de mi cumpleaños.
—Aun así, Clare… —empieza a decir Helen.
De repente, oímos que alguien golpea con fuerza la puerta del baño y una voz grave y masculina pregunta:
—¡Eh, chicas! ¿Os habéis muerto ahí dentro o qué?
—Continuará… —me susurra Helen, y salimos del baño para recibir los aplausos de los cinco chicos que guardan fila en el pasillo.
Encuentro a Henry en la cocina, escuchando con paciencia los parloteos futbolísticos de uno de los inexplicables amigos atletas de Laura. Capto la mirada de su novia, una chica rubia, de naricita chata, quien se lo lleva a rastras para que le vaya a buscar otra copa.
—Mira, Clare… —dice Henry—. ¡Criaturitas punk!
Miro hacia donde me señala y veo que se trata de Jodie, la hermana de Laura, que tiene catorce años, y su novio, Bobby Hardgrove. Él lleva una cresta verde y una camiseta completamente rota con imperdibles, y Jodie intenta parecerse a Lydia Lunch, aunque la verdad es que más bien semeja un mapache al que ese día el pelo le ha quedado mal. En realidad, da la impresión de que se hayan ataviado para asistir a una fiesta de Halloween y no de Navidad. Se les ve al margen de la reunión y a la defensiva; pero Henry está entusiasmado.
—Uauuu. ¿Cuántos años tienen? ¿Doce?
—Catorce.
—Veamos, catorce en el noventa y uno, eso hace… ¡Diablos! Nacieron en 1977. Me siento viejo. Necesito otra copa.
Laura atraviesa la cocina en ese momento sosteniendo una bandeja de chupitos de Jell-O. Henry coge dos y se los traga uno tras otro, luego hace una mueca.
—Ecs. Esto es asqueroso.
No puedo evitar reírme.
—¿Qué tipo de música crees que escuchan? —me pregunta.
—Ni idea. ¿Por qué no se lo preguntas?
Henry parece alarmado.
—Oh, no podría. Los asustaría.
—Creo que más bien son ellos los que te asustan a ti.
—Bueno, puede que tengas razón. Parecen tan tiernos y jóvenes, tan verdes, como capullitos en flor.
—¿Te has vestido así alguna vez?
Henry ríe con socarronería.
—¿Por quién me has tomado? ¡Claro que no! Esos crios están imitando a los punk británicos, y yo soy un punk americano. No, yo solía ir vestido más bien como Richard Hell.
—¿Por qué no te acercas a ellos y entablas conversación? Parecen sentirse solos.
—Si tú vienes a presentarnos y me coges de la mano.
Nos aventuramos por la cocina con suma prudencia, como Lévi-Strauss acercándose a un par de caníbales. Jodie y Bobby poseen esa mirada en la que se mezcla la voluntad de luchar y el miedo que se aprecia en los alces del Canal Naturaleza.
—Hola, Jodie. ¿Qué tal, Bobby?
—¿Qué hay, Clare? —me contesta Jodie.
Conozco a Jodie de toda la vida pero, de repente, se muestra tímida, y concluyo que la parafernalia neopunk debe de ser idea de Bobby.
—Se os ve un tanto… digamos, un tanto aburridos, y os he traído a Henry para que lo conozcáis. Le gusta vuestro… vuestra indumentaria.
—Hola —interviene Henry, profundamente avergonzado—. Tenía curiosidad… Es decir, me preguntaba qué os gusta escuchar.
—¿Qué qué nos gusta escuchar? —repite Bobby.
—Sí… En el campo de la música. ¿Qué clase de música os gusta?
Bobby se anima.
—Bueno, los Sex Pistols —dice, y luego hace una pausa.
—Claro —dice Henry, asintiendo—. ¿Y los Clash?
—Sí; y… también Nirvana.
—Los Nirvana son buenos —dice Henry.
—¿Blondie? —interviene Jodie, temerosa de equivocarse en la respuesta.
—Me gusta Blondie —digo yo—, y a Henry le gusta Deborah Harry.
—¿Ramones? —pregunta Henry.
Jodie y Bobby asienten al unísono.
—¿Y Patti Smith?
Jodie y Bobby ponen cara de no saber quién es.
—¿Iggy Pop?
Bob niega con la cabeza.
—Pearl Jam más bien.
En ese momento intervengo en la conversación.
—La verdad es que en el pueblo no contamos con una emisora de radio demasiado importante —le explico a Henry—; y resulta casi imposible conocer a todos esos grupos.
—Ah, ya. —Henry calla unos segundos—. Veamos, ¿queréis que os escriba unos cuantos nombres? Para tener más información musical.
Jodie se encoge de hombros, pero Bobby asiente con una mirada grave y excitada. Revuelvo el bolso en busca de lápiz y papel. Henry se sienta a la mesa de la cocina y Bobby se instala frente a él.
—Muy bien —dice Henry—. Tenéis que retroceder hasta los sesenta, ¿vale? Empezáis por el Velvet Underground, de Nueva York; y luego, pasáis a Detroit, donde tenéis MC5, Iggy Pop y los Stooges. A continuación podéis volver a Nueva York, y escuchar a The New York Dolls y The Heartbreakers…
—¿A Tom Petty también? —apunta Jodie—. Hemos oído hablar de él.
—Mmmm, no… Ese grupo era muy distinto. Casi todos murieron en los ochenta.
—¿En un accidente aéreo? —pregunta Bobby.
—Por culpa de la heroína —le corrige Henry—. En fin, tenemos a Television, Richard Hell y los Voidoids, y Patti Smith.
—También a los Talking Heads —añado yo.
—Sí… No sé… ¿Los consideras auténticos punk?
—Hombre, estuvieron en la movida.
—De acuerdo. —Henry los añade a la lista—. Los Talking Heads. Digamos que entonces nos trasladamos a Inglaterra…
—Yo creía que el punk había empezado en Londres —puntualiza Bobby.
—No, claro que no —precisa Henry, retirando su silla—. Algunos, entre los que yo me cuento, creemos que el punk es la manifestación más novedosa de una especie de espíritu, un sentimiento, cómo te diría…, la sensación de que las cosas no marchan bien y de que, de hecho, todo funciona tan mal que lo único que podemos hacer es decir: «Jódete», una y otra vez, sin parar, gritándolo a pleno pulmón, hasta que alguien nos detenga.
—Exacto —dice Bobby en voz queda, con el rostro iluminado por un fervor casi religioso bajo el pelo pincho—. Exacto.
—Estás corrompiendo a un menor —le digo a Henry.
—Bah, él llegaría a la misma conclusión sin mi ayuda. ¿A que sí?
—Eso intento, pero aquí no es demasiado fácil.
—Ya lo veo.
Henry sigue añadiendo nombres de grupos a la lista. Miro por encima de su hombro y veo lo que ha escrito: Sex Pistols, The Clash, Gang of Four, Buzzcocks, Dead Kennedys, X, The Mekons, The Raincoats, The Dead Boys, New Order, The Smiths, Lora Logic, The Au Pairs, Big Black, PiL, The Pixies, The Breeders, Sonic Youth…
—Henry, no podrán conseguir nada de todo esto en el pueblo.
Henry asiente, y apunta el número de teléfono y la dirección de Vintage Vinyl al pie de la hoja.
—Supongo que tendréis un tocadiscos, ¿no?
—Mis padres tienen uno —dice Bobby.
Henry hace una mueca.
—¿Qué es lo que te gusta a ti en realidad? —le pregunto yo a Jodie. Noto como si se hubiera apartado de la conversación durante el ritual de hermanamiento masculino que Henry y Bobby llevan a cabo.
—Prince —admite ella.
Henry y yo dejamos escapar un grito y yo empiezo a cantar 1999 a pleno pulmón, mientras Henry se pone a mi lado de un salto y empezamos a chocar y dar vueltas por la cocina. Laura nos oye y corre a poner el disco; y de ese modo tan simple la fiesta se convierte en baile.
HENRY: Salimos de la fiesta de Laura y regresamos a casa de Clare en coche.
—Estás terriblemente callado —dice Clare.
—Pensaba en esos muchachos. Las criaturas punk.
—Ah, sí. ¿Qué les pasa?
—Intentaba imaginar las causas por las que ese chico…
—Bobby.
—… Bobby, retrocede hacia el pasado y disfruta con la música que sonaba el año en que él nació.
—Bueno, yo era una fan incondicional de los Beatles, y rompieron un año antes de que yo naciera.
—Pues por eso mismo lo digo. ¿De qué va todo esto? Lo que quiero decir es que tú deberías entusiasmarte con Depeche Mode, Sting o algún otro grupo de la época. Bobby y su novia tendrían que estar escuchando a The Cure si quieren disfrazarse, y, en cambio, han ido a tropezar con esa cosa, el punk, de la que no saben nada en absoluto…
—Estoy segura de que lo hacen sobre todo para molestar a sus padres. Laura me ha contado que su padre no permite que Jodie salga de casa vestida de ese modo. ¿Qué hace ella? Mete toda su ropa en la mochila y se cambia en los lavabos de chicas de la escuela.
—Pero eso era lo que hacían todos en aquellos tiempos. Quiero decir que se trata de afirmar tu individualidad, eso lo comprendo, pero ¿por qué defienden el individualismo de 1977? Tendrían que vestir con franela de cuadros.
—¿Y a ti qué más te da?
—Me deprime. Es un recordatorio que me dice que la época a la que pertenezco ha muerto, y no solo muerto, sino que ya está olvidada. Estas historias jamás las pasan por la radio, y no consigo imaginar la razón. Es como si nunca hubieran sucedido. Por eso me entusiasmo cuando veo a niños que fingen ser punk, porque no quiero que todo eso desaparezca.
—Bueno, siempre puedes volver. La mayoría de personas están unidas al presente; tú, en cambio, puedes regresar una y otra vez.
—Es triste, Clare —le digo tras reflexionar unos segundos—. Incluso cuando consigo hacer algo que me divierte, como por ejemplo, ir a un concierto que me perdí la primera vez, con un grupo que quizá ya se ha roto o en el que algún componente ha muerto, me resulta triste verlo porque sé lo que va a ocurrir.
—No veo por qué eso ha de ser distinto de todo lo que ocurre en tu vida.
—No lo es.
Llegamos al camino privado que conduce a la casa de Clare, y ella gira para coger la desviación.
—Henry.
—Dime.
—Si ahora pudieras detenerlo todo… Si pudieras evitar seguir viajando a través del tiempo, sin que eso te reportara mayores consecuencias, ¿lo harías?
—¿Si pudiera detenerme ahora y ya te conociera?
—Ya me conoces.
—Sí. Me detendría. —Echo un vistazo a Clare, cuyo rostro apenas percibo en la oscuridad del interior del automóvil.
—Sería extraño. Me quedarían todos esos recuerdos que tú jamás tendrías. Sería como si…, bueno, es como si viviera con alguien que sufre de amnesia. Es la sensación que tengo desde que llegamos a casa.
—Digamos entonces que en el futuro podrás verme merodear por todos esos recuerdos hasta que consiga reunir la serie completa, que podrás coleccionar —le digo riendo.
—Supongo que sí. —Clare me sonríe y entra en el caminito circular que hay delante de la casa—. Hogar, dulce hogar.
Más tarde, tras haber subido a nuestros dormitorios separados y haberme puesto el pijama y cepillado los dientes, me escabullo hacia la habitación de Clare y recuerdo cerrar la puerta con llave. Nos metemos en su estrecha cama, calentitos, y ella susurra:
—No querría que te lo perdieras.
—¿El qué?
—Todo lo que sucedió. Cuando era una niña. Es decir, hasta ahora solo ha ocurrido a medias, porque todavía no estás ahí; por consiguiente, cuando eso te suceda a ti, se convertirá en real.
—A eso voy —le digo, pasándole la mano por el vientre y bajando hasta su entrepierna.
Clare chilla.
—Chitón.
—Tienes la mano heladísima.
—Lo siento.
Hacemos el amor con cuidado y en silencio. Cuando al final me corro, lo hago con tanta intensidad que me viene un dolor de cabeza insoportable, y durante un minuto temo que voy a desaparecer, pero eso no ocurre. Al contrario, sigo tumbado entre los brazos de Clare, transido de dolor. Clare ronca, con unos ronquidos silenciosos y animales que parecen unos bulldozers que me perforaran el cráneo. Quiero estar en mi cama, en mi apartamento. Hogar, dulce hogar. En ningún lugar se está como en casa. Llevadme a casa, caminos del mundo. Nuestro hogar es donde tenemos el corazón, pero mi corazón se encuentra aquí; así que debo de estar en casa. Clare suspira, vuelve la cabeza y se queda en silencio. Hola, amor mío, estoy en casa. En casa, sí, estoy en casa.
CLARE: Es una mañana fría y despejada. Ya hemos desayunado. Las maletas están en el coche. Mark y Sharon ya se han marchado con mi padre al aeropuerto de Kalamazoo. Henry está en el vestíbulo despidiéndose de Alicia; y yo corro escaleras arriba, hacia el dormitorio de mi madre.
—Oh, ¿tan tarde es? —me pregunta ella cuando me ve con el abrigo y las botas puestas—. Creía que os quedaríais a almorzar.
Mi madre se sienta al escritorio, que siempre está cubierto de papeles manuscritos con su extravagante escritura.
—¿En qué trabajas?
Sea lo que sea, las páginas están llenas de palabras tachadas y garabatos. Mi madre vuelve los papeles del revés. Guarda muy en secreto sus escritos.
—En nada. Es un poema sobre el jardín oculto bajo la nieve. No me está saliendo nada bien. —Se levanta y se dirige a la ventana—. Es curioso cómo los poemas jamás alcanzan la belleza del jardín mismo. Al menos, los míos.
No puedo dedicarle ningún comentario al respecto porque nunca me ha dejado leer ni uno solo de sus poemas, por lo tanto le digo:
—Bueno, la verdad es que el jardín está precioso.
Mi madre, no obstante, desprecia mi cumplido con un imperceptible movimiento de las manos. Los halagos no significan nada para ella, no cree en ellos. Solo las críticas arrancan un rubor a sus mejillas y atraen su atención. Si yo le dijera algo despectivo, ella siempre lo recordaría. Se produce un silencio incómodo. Me doy cuenta de que está esperando que me marche para poder seguir escribiendo.
—Adiós, mamá —le digo. Beso su frío rostro y escapo.
HENRY: Llevamos casi una hora conduciendo. La autopista está flanqueada por pinos desde hace kilómetros; ahora, sin embargo, avanzamos por un terreno llano y sembrado de alambradas de espino. Hace rato que no hablamos. Tan pronto me doy cuenta de ello, me resulta extraño ese silencio, y por eso empiezo a hablar.
—No ha ido tan mal, después de todo —digo con una voz demasiado alegre, en un tono demasiado alto para estar viajando en un coche de tan reducidas dimensiones.
Clare no responde, y la miro. Está llorando; le bajan las lágrimas por las mejillas mientras conduce, pero finge que no llora. Nunca había visto llorar antes a Clare, y hay algo en sus lágrimas estoicas y silenciosas que me irrita.
—Clare, Clare… Quizá sea mejor… ¿Podrías aparcar en la cuneta un minuto?
Sin mirarme disminuye la velocidad y entra en el arcén, donde se detiene. Nos encontramos en algún lugar de Indiana. Se ven muchísimos cuervos recortados contra el azul del cielo en el campo que bordea la carretera. Clare apoya la frente contra el volante e inspira profundamente, pero su respiración es entrecortada.
—Clare —le digo, hablándole en la nuca—. Clare, lo siento. ¿Acaso he… la he jodido de algún modo? ¿Qué sucede? Yo no…
—No se trata de ti —me contesta bajo la cortina de su pelo. Seguimos sentados durante unos minutos.
—Entonces, dime qué pasa.
Clare niega con la cabeza y yo me quedo contemplándola. Al final, reúno el coraje suficiente para tocarla. Le acaricio el pelo; noto los huesos de su cuello y su columna entre las espesas y brillantes olas. Ella se vuelve, y yo la abrazo, intentando salvar la distancia que media entre los dos asientos separados. Ahora Clare solloza y tiembla.
Al final, se calma, y entonces dice:
—Maldita seas, mamá.
Un rato después nos encontramos en un embotellamiento en la autovía Dan Ryan, escuchando a Irma Thomas.
—Oye, Henry. ¿Te ha resultado… te ha importado mucho?
—¿Importarme el qué? —pregunto, recordando los sollozos de Clare.
—Mi familia —dice ella—. ¿Son…, te han parecido…?
—Son fantásticos, Clare. Me han gustado mucho, de verdad. Sobre todo Alicia.
—A veces querría empujarlos a todos al lago Michigan y contemplar cómo se hunden en él.
—Mmmm, conozco esa sensación. Oye, creo que tu padre y tu hermano me habían visto antes; y Alicia me ha dicho algo francamente extraño cuando nos marchábamos.
—Te vi con mi padre y Mark en una ocasión; y no hay duda de que Alicia te vio en el sótano cuando tenía doce años.
—¿Y eso nos causará problemas?
—No, porque la explicación es demasiado fantasiosa para creerla.
Los dos reímos, y la tensión que nos ha atenazado durante todo el viaje hasta llegar a Chicago se esfuma. El tráfico empieza a acelerarse. Al cabo de poco tiempo, Clare se detiene frente al edificio donde vivo. Cojo la bolsa del maletero y observo alejarse a Clare, deslizándose por Dearborn, con el corazón en un puño. Unas horas más tarde identifico lo que siento como una sensación de soledad, y la Navidad vuelve a clausurarse oficialmente otro año más.