Come o serás comido

Sábado 30 de noviembre de 1991

Henry tiene 28 años, y Clare 20

HENRY: Clare me ha invitado a cenar a su casa. Charisse, su compañera de piso, y Gómez, el novio de esta, también cenarán con nosotros. A las 18.59, horario del centro del país, me encuentro, con mi mejor ropa de domingo, ante el vestíbulo del edificio donde vive Clare; pulso el timbre con un dedo, mientras en el otro brazo sostengo unas fragantes fresias amarillas y un cabernet australiano. Tengo el corazón en un puño. Nunca he estado en casa de Clare, y tampoco conozco a ninguno de sus amigos. No tengo ni idea de lo que me espera.

El timbre produce un sonido horrible y abro la puerta.

—¡Todo recto, arriba! —chilla una voz grave de hombre.

Subo con paso cansino los cuatro tramos de escaleras. La persona a quien pertenece esa voz es alta y rubia, luce un tupé impoluto, sostiene un cigarrillo entre los labios y lleva una camiseta de Solidarnosc. Me resulta familiar, pero no logro situarlo. Para ser alguien que se llama Gómez, parece muy… polaco. Más tarde descubro que su nombre auténtico es Jan Gomolinski.

—¡Bienvenido, bibliotecario! —me espeta Gómez.

—¡Camarada! —le respondo, y le entrego las flores y el vino. Nos miramos de arriba abajo, logramos distendernos y con un saludo florido Gómez me insta a entrar en el piso. Se trata de uno de esos maravillosos e innumerables apartamentos de los años veinte que hay junto a las vías del tren; de esos que tienen un largo pasillo que comunica con diversas habitaciones pensadas casi sobre la marcha. La vivienda respira dos clases de estética: funky y victoriana. Lo cual se conjuga con el espectáculo que ofrecen unas butacas antiguas de petit point, con unas patas sólidas y talladas, combinadas con unas pinturas aterciopeladas que representan a Elvis. Oigo la melodía de Duke Ellington I Got It Bad and That Ain't Good al final del pasillo, mientras Gómez me guía en esa dirección.

Clare y Charisse están en la cocina.

—Gatitas mías, os he traído un nuevo juguete —canturrea Gómez—. Responde al nombre de Henry, pero podéis llamarlo Bibliotecario.

Mi mirada se cruza con la de Clare. Ella se encoge de hombros y me ofrece su rostro para que la bese; cumplo con un casto besito y me doy la vuelta para estrechar la mano de Charisse, cuyo aspecto rellenito y menudo resulta de lo más agradable, con esa abundancia de curvas y larga melena negra. Posee un rostro tan afable que siento el impulso de confiarle algo, cualquier cosa, simplemente para observar su reacción. Es una pequeña virgen de Filipino que, con una dulce voz que viene a significar «No me jodas», dice:

—¡Bah, Gómez!, haz el favor de callarte. Hola, Henry. Soy Charisse Bonavant. Por favor, no hagas caso de Gómez. Solo le permito entrar para que trajine con los objetos pesados.

—Y por el sexo. No te olvides del sexo —le recuerda Gómez—. ¿Una cerveza? —me pregunta mirándome.

—Sí, muy bien.

Rebusca en la nevera y me tiende una Blatz. Quito el tapón con el abridor y echo un largo trago. En la cocina parece que hubiera explotado una fábrica Pillsbury de masas preparadas y glaseados. Clare advierte mi mirada y, de repente, recuerdo que no sabe cocinar.

—Es una obra inacabada —dice Clare.

—Es un montaje artístico —sugiere Charisse.

—¿De verdad que vamos a comérnosla? —pregunta Gómez.

Recorro con la mirada a los tres, y los cuatro empezamos a reír a carcajadas.

—¿Alguno de vosotros sabe cocinar? —les pregunto.

—No.

—Gómez sabe preparar el arroz.

—Solo el Arroz A-Roni.

—Clare sabe encargar una pizza.

—Y comida tailandesa… También sé encargar comida tailandesa.

—Lo que sabe Charisse es comer.

—¡Cállate ya, Gómez! —exclaman Charisse y Clare al unísono.

—Ya, sí… En fin, ¿qué ibais a preparar? —pregunto, señalando el desastre que hay montado sobre el mármol de la cocina.

Clare me pasa un recorte de revista. Es una receta para preparar pollo y risotto con shiitake, acompañado de calabaza de invierno y aderezado con piñones. Lo ha sacado de la revista Gourmand, y consta de unos veinte ingredientes.

—¿Tienes todas estas cosas?

Clare asiente.

—El tema de la compra lo domino. Es la mezcla de ingredientes lo que me desborda.

Examino el caos con mayor detenimiento.

—Podría preparar algo con todas estas cosas.

—¿Sabes cocinar?

Asiento.

—¡El bibliotecario cocina! ¡Estamos salvados! ¡Vamos a cenar! ¡Toma otra cerveza, anda! —exclama Gómez.

Charisse se siente aliviada y me sonríe con cariño. Clare, que se había retirado casi atemorizada, se acerca y me susurra:

—¿Quieres decir que no estás loco?

La beso, con un beso algo más largo de lo que en realidad es correcto delante de terceros. Me enderezo, me quito la chaqueta y me arremango.

—Dame un delantal. A ver, Gómez… abre el vino. Clare, limpia toda esa masa desparramada, si no se convertirá en cemento. Charisse, ¿te importa poner la mesa?

Una hora y cuarenta y tres minutos después nos sentamos a la mesa del comedor para comer estofado de pollo y risotto aderezado con puré de calabaza. Todo lleva muchísima mantequilla. Estamos más borrachos que una cuba.

CLARE: Mientras Henry prepara la cena, Gómez se pasea por la cocina contando chistes, fumando y bebiendo cerveza, y cuando nadie mira, me hace muecas asquerosas. Al final, Charisse lo pilla, hace amago de cortarse el cuello y consigue que pare. Charlamos de cosas banales: el trabajo, la facultad, la ciudad donde crecimos, lo típico que la gente comenta cuando acaba de conocerse por primera vez. Gómez le cuenta a Henry cómo le va con su trabajo de abogado y defensor de niños maltratados y violados que viven bajo la tutela del Estado. Charisse nos obsequia con historias de sus hazañas en Lusus Naturae, una pequeña compañía de programas informáticos que intenta que los ordenadores comprendan a las personas que les hablan, y sobre su arte, que consiste en crear fotografías que puedes consultar en un ordenador. Henry nos relata anécdotas sobre la biblioteca Newberry y la gente tan extraña que va a consultar libros.

—¿Es cierto que la Newberry tiene un libro hecho con piel humana? —le pregunta Charisse.

—Claro que sí. Las crónicas de Nawat Wuzeer Huderabed. Se encontró en el palacio del rey de Delhi en 1857. Ven algún día y lo sacaré para que lo veas.

Charisse se estremece y hace una mueca de disgusto. Henry remueve el estofado. Cuando dice: «Hora de tomar el Chow», nos arremolinamos todos en torno a la mesa. Gómez y Henry han estado bebiendo cerveza, y Charisse y yo dando sorbitos de vino. El problema es que Gómez nos ha llenado sin cesar las copas hasta el borde, y no hemos comido casi nada. Sin embargo, no me doy cuenta de lo borrachos que estamos todos hasta que casi me caigo de la silla que Henry aparta para mí al sentarme, y Gómez casi se prende fuego al pelo al encender los candelabros.

Gómez levanta la copa.

—¡Por la revolución!

Charisse y yo levantamos nuestras copas, y Henry también.

—¡Por la revolución!

Empezamos a comer con entusiasmo. El risotto está untuoso y suave, la calabaza, dulce, y el pollo nada en mantequilla. Me entran ganas de llorar. Está buenísimo.

Henry toma un bocado, y luego señala a Gómez con el tenedor.

—¿Qué revolución?

—¿Cómo dices?

—¿Por qué revolución estamos brindando?

Charisse y yo nos miramos alarmadas, pero ya es demasiado tarde. Gómez sonríe y me temo lo peor.

—Por la próxima.

—¿Aquella en la que el proletariado se levanta en armas, se come a los ricos y el capitalismo es derrotado en favor de una sociedad sin clases?

—La misma.

Henry me guiña el ojo.

—Me parece muy duro para Clare. ¿Qué tienes pensado hacer con los intelectuales?

—Oh, seguramente también nos los comeremos; pero a ti te conservaremos, de cocinero. Esta manduca está de miedo.

Charisse le toca el brazo a Henry en tono confidencial.

—En realidad, no nos comeremos a nadie. Solo redistribuiremos sus aptitudes.

—Menudo alivio… —contesta Henry—. No me gustaría nada tener que cocinar a Clare.

—Pues es una pena —interviene Gómez—. Estoy seguro de que Clare sería muy sabrosa.

—Me pregunto cómo será la cocina Caníbal —digo yo—. ¿Existe algún libro de cocina para caníbales?

Lo crudo y lo cocido —apunta Charisse.

—Eso no es exactamente un manual de instrucciones. No creo que Lévi-Strauss proponga receta alguna —objeta Henry.

—Podríamos adaptar una receta —propone Gómez, sirviéndose otra porción de pollo—. Ya me entiendes, Clare con níscalos y salsa napolitana con guarnición de lingüini; o bien pechuga de Clare a la naranja o…

—Oye, y ¿qué pasa si a mí no me apetece que me devoren?

—Lo siento, Clare —dice Gómez en tono de circunstancias—. Me temo que tendremos que comerte por el bien de todos.

Henry me echa una mirada cómplice y sonríe.

—No te preocupes, Clare; cuando llegue la revolución, te esconderé en la Newberry. Podrás vivir en las estanterías, y te alimentaré con Snickers y Doritos que robaré en la sala del personal. Jamás te encontrarán.

Niego con la cabeza.

—Y ¿dónde queda aquello de «primero hay que acabar con los abogados»?

—No. No puede hacerse nada sin abogados de por medio —aclara Gómez—. La revolución la cagaría a los diez minutos si los abogados no estuvieran ahí para mantenerla a raya.

—Pero mi padre es abogado —le digo—. Por lo tanto, es imposible que podáis comernos.

—Es un abogado de los malos. Se ocupa del patrimonio de los ricos. En cambio, yo represento a los niños pobres y oprimidos…

—¡Bah, cállate ya, Gómez! —le amonesta Charisse—. Estás hiriendo los sentimientos de Clare.

—¡No es verdad! Clare desea que nos la comamos a la salud de la revolución. ¿A que sí, Clare?

—No.

—Ah.

—¿Qué me dices del imperativo categórico? —le pregunta Henry.

—¿De qué me hablas?

—De eso, de la Ley de Oro: «No te comas a los demás, a menos que desees que los demás te coman a ti».

Gómez se está limpiando las uñas con los dientes del tenedor.

—¿No crees que lo que mueve al mundo es más bien la norma «Come o serás comido»?

—Básicamente, sí; pero ¿acaso no ofreces tú un buen ejemplo de altruismo?

—Claro, pero dicen por todas partes que soy un hueso duro de roer.

Gómez habla con fingida indiferencia, pero yo me doy cuenta de que Henry lo desconcierta.

—Clare, ¿y el postre?

—¡Madre mía! Casi me olvidaba… —digo; me levanto demasiado deprisa y debo agarrarme a la mesa para apoyarme en algo—. Iré a buscarlo.

—Te ayudo —dice Gómez, siguiéndome a la cocina. Llevo tacones altos y al entrar en la cocina, me cojo al marco de la puerta y me tambaleo hacia delante, pero Gómez me atrapa al vuelo. Durante unos segundos nos quedamos abrazados, y noto sus manos en mi cintura, pero luego me suelta.

—Estás borracha, Clare —me dice Gómez.

—Ya lo sé. Tú también.

Aprieto el botón de la cafetera y el café empieza a gotear en la jarra. Me apoyo sobre el mármol y saco con cuidado el celofán de la bandeja de galletas de chocolate. Gómez está justo detrás de mí, y me dice con voz queda, inclinándose hasta que su aliento me cosquillea en el oído:

—Es el mismo tipo.

—¿A qué te refieres?

—Es el tipo contra el cual te previne. Henry, él es el tipo que…

Charisse entra en la cocina y Gómez tiene el tiempo justo para apartarse de mí de un salto y abrir la nevera.

—Hola, ¿puedo ayudaros?

—Toma, coge las tazas de café…

Reunimos tazas, platitos, platos de postre y galletas, y conseguimos llegar sanos y salvos a la mesa. Henry nos espera como si estuviera en el dentista, con una mirada de paciente temor. Me río, es la misma mirada que ponía cuando le traía comida al prado… Solo que él no se acuerda porque aún no ha estado ahí.

—Cálmate —le digo—. Solo son galletas de chocolate. Incluso yo sé hacerlas.

Todos nos reímos y tomamos asiento. Las galletas están poco cocidas.

—Tarta de galletas de chocolate —dice Charisse.

—Relleno chocolateado de salmonela —apunta Gómez.

—A mí siempre me ha gustado la masa cruda —comenta Henry chupándose los dedos.

Gómez lía un cigarrillo, lo enciende y le da una profunda calada.

HENRY: Gómez enciende un cigarrillo y se recuesta en la silla. Hay algo en ese chico que me inquieta. Quizá sea su instinto natural de mostrarse posesivo con Clare, o puede que se trate de su curiosa forma de enfocar el marxismo. Estoy seguro de que no es la primera vez que lo veo. ¿En el pasado o en el futuro? Ahora lo descubriremos.

—Me suena mucho tu cara —le digo.

—¿Ah, sí? Sí…, creo que nos hemos visto antes.

Entonces caigo en la cuenta.

—¿En el concierto de Iggy Pop en el teatro Riviera?

—Sí… —Parece sorprendido—. Ibas con aquella rubia, Ingrid Carmichel, con la que siempre solía verte.

Gómez y yo miramos a Clare. Esta clava los ojos en Gómez, y él le sonríe. Clare desvía la mirada, pero rehuye la mía.

Charisse acude al rescate.

—¿Fuiste a ver a Iggy sin mí?

—Estabas fuera de la ciudad —responde Gómez.

—Me lo pierdo todo —se queja Charisse haciendo pucheros—. Me perdí a Patti Smith y ahora se ha retirado. Tampoco pude ver a los Talking Heads la última vez que vinieron de gira.

—Patti Smith volverá a dar otra gira —le digo.

—¿Ah, sí? ¿Cómo lo sabes? —pregunta Charisse. Clare y yo intercambiamos una mirada.

—Lo supongo —le confieso.

Empezamos a explorar los gustos musicales de los cuatro y descubrimos que a todos nos encanta el punk. Gómez nos cuenta que vio a las New York Dolls en Florida, justo antes de que Johnny Thunders abandonara el grupo. Por mi parte, describo el concierto de Lene Lovich, al que asistí durante uno de mis viajes a través del tiempo. Charisse y Clare están excitadas porque Violent Femmes actuarán en la sala de baile Aragón dentro de unas semanas, y Charisse ha conseguido entradas gratis. La velada discurre sin más preámbulos, y al marcharme, Clare me acompaña abajo. Nos quedamos de pie en la entrada, entre la puerta exterior y la interior.

—Lo siento —me dice.

—Bah, no te preocupes. Me he divertido mucho; además, a mí no me importa cocinar.

—No —me corta Clare, contemplándose los zapatos—. Me refiero a Gómez.

Hace frío en la entrada. Estrecho a Clare entre mis brazos y ella se recuesta en mí.

—¿Qué pasa con Gómez?

Sé que algo le preocupa, pero Clare se encoge de hombros.

—No pasa nada, en realidad —me contesta, y yo no insisto.

Nos besamos. Mientras abro la puerta exterior, Clare aguanta la interior. Me alejo por la acera y miro hacia atrás. Clare sigue en pie con la puerta entreabierta, contemplándome. Me detengo; deseo regresar sobre mis pasos y abrazarla, anhelo subir con ella al piso. Clare entonces se da la vuelta y empieza a subir las escaleras, y yo la observo hasta que desaparece de mi vista.

Sábado 14 de diciembre de 1991; Martes 9 de mayo de 2000

Henry tiene 36 años

HENRY: Estoy pateando la inmundicia viva de un tipejo borracho, grande y burgués que ha tenido la osadía de llamarme maricón y luego ha intentado propinarme una paliza para demostrar su teoría. Nos encontramos en el callejón que hay junto al teatro Vic. Oigo cómo se filtra por la salida lateral del teatro el bajo de Smoking Popes, mientras aplasto sistemáticamente la nariz de este idiota y lo remato golpeándole en las costillas. Tengo una mala noche, y este imbécil pagará por toda mi frustración.

—¡Eh, bibliotecario!

Desvío la atención de mi yuppie quejoso y homofóbico y descubro que Gómez está apoyado en un contenedor, con expresión preocupada.

—Camarada… —le digo, apartándome del tipo al que he estado machacando, el cual se desliza agradecido por la acera, doblado en dos—. ¿Cómo va todo?

Estoy aliviadísimo de ver a Gómez: de hecho, encantado; pero él no parece compartir mi satisfacción.

—Caray… En fin, no quisiera interrumpir lo que te traes entre manos, pero ese individuo al que estás desmembrando es amigo mío.

No es posible.

—Bueno, la verdad es que lo pedía a gritos. Ha aparecido de repente y me ha dicho: «Señor, necesito que me maceren con contundencia».

—Ah, ya… Buen trabajo, entonces. Jodidamente artístico, en realidad.

—Gracias.

—¿Te importa si recojo con una pala al viejo Nick y me lo llevo al hospital?

—Encantado. —Maldita sea. Pensaba apropiarme de la ropa de Nick, sobre todo de sus zapatos: unos Doc Martens nuevos de marca, color rojo intenso y poco usados—. Gómez.

—Dime. —Se inclina para levantar a su amigo, que escupe un diente en su propio regazo.

—¿Qué día es hoy?

—14 de diciembre.

—¿De qué año?

Me mira como si tuviese cosas mejores que hacer que entretener a lunáticos y levanta a Nick por un hombro en un gesto que debe de ser terriblemente doloroso. Este empieza a gimotear.

—1991. Debes de estar más borracho de lo que parece.

Se va por el callejón y desaparece en dirección a la entrada del teatro. Evalúo la situación con rapidez. Hoy no hace mucho que Clare y yo empezamos a salir, así que Gómez y yo apenas nos conocemos. No me extraña que me haya desafiado con esa mirada espeluznante.

—Le he dicho a Trent que se encargue de él —me dice al regresar, nada agobiado—. Nick es su hermano. No le ha sentado demasiado bien.

Empezamos a caminar por el callejón, hacia el este.

—Perdona que te lo pregunte, bibliotecario, pero ¿por qué diablos vas vestido así?

Llevo unos tejanos azules, un jersey azul bebé, con unos patitos amarillos estampados, y un chaleco rojo fluorescente con unas zapatillas de tenis de color de rosa. La verdad es que no me sorprende que alguien sintiera la necesidad de pegarme.

—Es lo único que he podido encontrar. —Espero que el tipo a quien le quité esa indumentaria estuviera cerca de su casa. Aquí fuera el termómetro debe de marcar unos seis grados bajo cero—. ¿Por qué confraternizas con tipos de las asociaciones estudiantiles?

—Ah, porque fuimos juntos a la facultad de derecho.

Pasamos frente a la puerta trasera del almacén, donde venden excedentes del ejército de tierra y de la marina, y siento el profundo deseo de llevar ropa normal. Decido arriesgarme a escandalizar a Gómez; sé que lo superará.

—Camarada —le digo, deteniéndome—. Solo me llevará un minuto, pero necesito ocuparme de un asunto. ¿Podrías esperarme al final del callejón?

—¿Qué vas a hacer?

—Nada. Allanamiento de morada. No hagas caso del hombre que verás tras las cortinas.

—¿Te importa si te acompaño?

—Sí.

Se le ve alicaído.

—De acuerdo. Si quieres, ven.

Me meto bajo la hornacina que protege la puerta trasera. Es la tercera vez que saqueo este lugar, aunque las dos ocasiones anteriores sucederán en el futuro. He hecho de ese arte toda una ciencia. Primero abro la insignificante combinación de la cerradura que protege la rejilla de seguridad, deslizo la rejilla, fuerzo la cerradura Yale con la mina de un viejo bolígrafo y un imperdible que he encontrado antes en la avenida Belmont, y uso un trozo de aluminio que introduzco entre la puerta de dos hojas para levantar el pestillo interior. Voilà. En total, la operación me lleva unos tres minutos. Gómez me observa con una devoción casi religiosa.

—¿Dónde diantres has aprendido a hacer eso?

—Es un don —contesto con modestia.

Entramos en el edificio. Hay un panel de parpadeantes luces rojas que pretende emular un sistema de alarma antirrobo, pero a mí no me engañan. Dentro está muy oscuro. Reviso mentalmente la forma de la habitación y el género.

—No toques nada, Gómez.

Quiero mostrarme afectuoso y pasar desapercibido. Camino con cautela entre los pasadizos hasta que mis ojos se acostumbran a la oscuridad. Empiezo con los pantalones: unos Levi's negros. Elijo una camisa de franela azul oscuro, un grueso abrigo de lana negro con un forro de resistencia industrial, unos calcetines de lana, unos calzoncillos, unos guantes de escalada muy gruesos y un sombrero con orejeras. En la zapatería encuentro, para gran satisfacción personal, unos Doc exactamente iguales a los que mi colega Nick llevaba puestos. Ya estoy listo para la acción.

Gómez, mientras tanto, saca la cabeza tras el mostrador.

—No vale la pena que lo intentes —le aconsejo—. En este lugar no dejan efectivo en la caja registradora por las noches. Vámonos.

Nos marchamos por el mismo lugar por donde hemos entrado. Cierro la puerta con suavidad y paso la rejilla. Llevo mi anterior indumentaria en una bolsa. Ya intentaré encontrar luego un colector del Ejército de Salvación. Gómez me mira con cara expectante, como un perrazo que aguarda para ver si me queda más carne que darle. Eso me recuerda algo.

—Tengo un hambre canina. Vayamos a Ann Sather's.

—¿A Ann Sather's? Esperaba que me propusieras atracar un banco o acuchillar a alguien, como mínimo. Estas en vena, tío. ¡No pares!

—Tengo que hacer un alto en mi camino para llenarme de combustible. Vamos.

Atravesamos el callejón en dirección al aparcamiento del restaurante sueco Ann Sather's. El encargado nos observa silencioso mientras atravesamos su reino. Cortamos por Belmont. Solo son las nueve en punto, y en la calle se apiña la consabida mezcla de prófugos, vagabundos demenciados, asiduos de clubes y habitantes de barrios altos ávidos de emociones. Ann Sather's destaca como una isla de normalidad entre los salones de tatuajes y las tiendas de condones. Entramos y esperamos cerca de la panadería a que nos den sitio. El estómago me ruge. La decoración sueca es acogedora, panelada en madera y con veteados rojos dispuestos como remolinos. Nos sientan en la sección de fumadores, justo delante de la chimenea. Esto se anima. Nos quitamos los abrigos, nos acomodamos a la mesa y leemos la carta, a pesar de que, como residentes en Chicago de toda la vida, seguramente podríamos cantarla de memoria y a dos tonos. Gómez deja toda su parafernalia de fumador junto a sus cubiertos.

—¿Te importa?

—Sí, pero adelante.

El precio de disfrutar de la compañía de Gómez es macerarse en el constante flujo del humo de cigarrillo que le sale de la nariz. Tiene los dedos de un color ocre intenso; y le revolotean delicados sobre el papel de fumar mientras enrolla tabaco Drum en un cilindro compacto, lame el papel, lo dobla, lo encaja entre los labios y lo enciende.

—Ahhh.

Para Gómez, media hora sin humo resulta impensable. Siempre me divierte observar a la gente satisfacer sus apetitos, aun cuando yo no los comparta.

—¿No fumas? ¿Nada de nada?

—Yo me dedico a correr.

—Ah, sí, claro. Joder, tú sí que estás en forma. Creía que estabas a punto de matar a Nick, y ni siquiera te ha faltado el aliento.

—Él estaba demasiado borracho para pelear. Era tan solo un enorme saco de boxeo empapado en alcochol.

—¿Por qué le has saltado al cuello de ese modo?

—Por pura estupidez.

Llega el camarero, nos dice que se llama Lance y que los platos del día son salmón y guisantes con crema de leche. Toma nota de las bebidas y se marcha apresurado. Jugueteo con el dispensador de nata líquida.

—Se fijó en cómo iba yo vestido, sacó la conclusión de que vencerme sería pan comido, se puso repelente y quiso darme una paliza. No se conformó con mi negativa y, a cambio, se llevó una buena sorpresa. Yo solo iba a lo mío, de verdad.

—¿Y eso qué significa exactamente? —pregunta Gómez con aire pensativo.

—¿Cómo dices?

—Henry, igual te parezco un gilipollas pero, de hecho, tu viejo tío Gómez no anda despistado del todo. Me he estado fijando en ti desde hace tiempo: antes de que nuestra querida Clare te invitara a casa, de hecho. Quiero decir que no sé si eres consciente de ello, pero eres bastante famoso en ciertos círculos. Conozco a mucha gente que te conoce. Gente… bueno, mujeres más bien. Mujeres que te conocen. —Gómez me mira entre guiños a través de la neblina del humo—. Mujeres que cuentan cosas muy extrañas de ti.

Lance llega con mi café y la leche de Gómez. Pedimos una hamburguesa de queso y patatas fritas para Gómez y sopa de guisantes cortada con nata, patatas dulces y ensalada de frutas para mí. Siento que me desplomaré en este mismo instante si no ingiero un montón de calorías a toda velocidad. Lance se apresura. Me cuesta tomarme en serio las pifias de mi anterior yo, y todavía más justificárselas a Gómez. A fin de cuentas, no es asunto suyo. Sin embargo, espera una respuesta. Vierto crema de leche en el café, y contemplo cómo la ligera espuma blanca de la superficie se diluye en un torbellino. Lanzo por la borda todo intento de cautela por mi parte. ¡Qué más da!

—¿Qué querrías saber, camarada?

—Todo. Quiero saber por qué un supuesto bibliotecario de andares dóciles pega una paliza a un individuo hasta dejarlo en coma por algo tan insignificante como ir vestido con ropa de profesor de parvulario. Quiero saber por qué Ingrid Carmichel intentó suicidarse hace ocho días. Quiero saber por qué en este instante pareces diez años mayor que la última vez que te vi. Tienes el pelo canoso. Quiero saber por qué sabes forzar una cerradura Yale. Quiero saber por qué Clare guarda una fotografía tuya de antes de conocerte.

¿Clare tiene una fotografía mía anterior a 1991? No lo sabía. Buufff.

—¿Qué aspecto tengo yo en la foto?

—Más parecido al de ahora —contesta Gómez, sosteniendo mi mirada—. Distinto al que tenías hace un par de semanas, cuando viniste a cenar.

¿Eso fue hace dos semanas? Esta sí que es buena… Tan solo es la segunda vez que Gómez y yo coincidimos.

—Está tomada al aire libre. Se te ve sonriendo. La fecha del reverso es junio de 1988.

Llega la comida, y dejamos de hablar para disponerlo todo sobre nuestra mesita. Empiezo a comer como si el mañana no existiera.

Gómez se sienta y me mira comer, sin tocar su plato. He visto a Gómez ensayar esa actitud ante testigos hostiles, la misma que ahora emplea conmigo. Simplemente les deja que metan la pata. Por mi parte, no me importa contárselo todo, solo quiero comer primero. De hecho, necesito que Gómez sepa la verdad, porque en los años venideros será él quien me salve el culo en diversas ocasiones.

Estoy a mitad del plato de salmón y él todavía no ha comenzado.

—Come, come —le digo, imitando a la perfección a la señora Kim. Él moja una patata frita en el ketchup y la mastica—. No te preocupes. Lo confesaré todo. Tan solo te pido que me dejes tomar mi última cena en paz.

Gómez capitula y empieza a comerse la hamburguesa. No media palabra entre los dos hasta que termino de comer la fruta. Lance me trae más café. Lo adultero y lo remuevo. Gómez me mira como si quisiera sacudirme. Decido divertirme a su costa.

—Muy bien. Todo se resume en una única cuestión: el viaje a través del tiempo.

Gómez pone los ojos en blanco y me dedica una mueca, pero no dice nada.

—Soy un viajero del tiempo. En la actualidad tengo treinta y seis años. Esta tarde era el 9 de mayo del año 2000. Era martes. Yo estaba trabajando; acababa de terminar una ponencia para un grupo de miembros del Club Caxton y había vuelto a las estanterías para guardar los libros mostrados cuando, de repente, me encuentro en la calle de la Facultad en 1991. Con el consabido problema de que debo encontrar algo que ponerme encima. Me oculto bajo el porche de una casa durante un rato. Hace frío, y no viene nadie; pero finalmente aparece ese joven vestido… bueno, ya sabes cómo iba yo vestido. Lo atraco, le quito el efectivo y todo lo que lleva puesto, salvo la ropa interior. Le doy un susto de muerte. Creo que pensaba que iba a violarlo o algo parecido. En fin, consigo la ropa. Perfecto; pero en este barrio no puedes vestir así sin provocar ciertos malentendidos. Paso toda la tarde escuchando guarradas de varias personas, y tu amigo resulta ser la última gota que colma el vaso. Siento haberle dejado tan malherido. Tenía muchísimas ganas de conseguir su ropa, sobre todo los zapatos.

Gómez echa un vistazo bajo la mesa para mirarme los pies.

—Me encuentro continuamente en situaciones como esta. No pretendo hacer juegos de palabras. Algo me pasa, y me deslocalizo en el tiempo, sin razón aparente. No puedo controlarlo, y nunca sé cuándo va a suceder, dónde ni cuándo terminaré el viaje. Por lo tanto, para salir del paso fuerzo cerraduras, desvalijo tiendas, robo carteras, atraco a la gente, pido limosna, me dedico al allanamiento de morada, robo coches, miento, doblo, punzo y rompo. Cualquier cosa que se te ocurra, seguro que ya la he hecho.

—Asesinato.

—Hombre… No que yo sepa. Tampoco he violado jamás a nadie.

Lo miro mientras hablo. Pone cara de póquer.

—En cuanto a Ingrid… ¿Conoces a Ingrid de verdad?

—Conozco a Celia Attley

—¡Dios! La verdad es que tienes amistades muy extrañas… ¿Cómo intentó matarse Ingrid?

—Con una sobredosis de Valium.

—¿En 1991? Ya… Sí. Ese debe de ser el cuarto intento de suicidio de Ingrid.

—¿Qué?

—Ah, pero… ¿No lo sabías? Celia selecciona muchísimo la información. Ingrid se suicidó con éxito el 2 de enero de 1994. Se disparó en el pecho.

—Henry…

—Bueno, eso sucedió hace seis años, y todavía no se lo he perdonado. ¡Qué desperdicio! Claro que tenía una depresión severa, llevaba mucho tiempo así; y lo único que ocurrió fue que se hundió. No pude hacer nada por ella. Esa era una de las razones por las que solíamos discutir.

—Me parece una broma de muy mal gusto, bibliotecario.

—Quieres pruebas, claro.

Gómez sonríe.

—¿Qué me dices de la fotografía, la que dices que tiene Clare?

—De acuerdo —responde mientras se le borra la sonrisa del rostro—. Admito que todo esto me aturde un poco.

—Conocí a Clare por primera vez en 1991 y, sin embargo, ella me conoció a mí en septiembre de 1977. Clare tenía seis años, y yo tendré treinta y ocho cuando eso suceda. Me conoce desde siempre. En 1991, sin embargo, yo estoy empezando a conocerla. A propósito, deberías preguntarle a Clare por todo este embrollo. Te lo contará.

—Ya lo hice, y me lo contó.

—Entonces, ¿qué diantre…? ¡Gómez! Me estás haciendo perder un tiempo valiosísimo obligándome a que te cuente lo mismo una y otra vez. ¿Acaso no la has creído?

—No. ¿La creerías tú?

—Claro. Clare es muy sincera. Y eso se debe a la educación católica que ha recibido.

Lance viene a nuestra mesa con más café. Ya llevo una buena dosis de cafeína, pero un poco más no me hará ningún daño.

—Veamos, ¿qué clase de prueba andas buscando?

—Clare me dijo que desaparecías.

—Sí, es uno de mis trucos de salón más teatrales. Tú pégate a mí como la cola y tarde o temprano me desvaneceré. Quizá me lleve unos minutos, unas horas o unos días, pero en eso sí que no fallo.

—¿Nos conocemos en el año 2000?

—Sí —le preciso con una sonrisa de oreja a oreja—. Somos buenos amigos.

—Háblame de mi futuro.

Ni hablar. Eso sí que es una mala idea.

—No.

—¿Por qué no?

—Gómez. Las cosas ocurren. Saberlas de antemano las convierte en… algo extraño. En cualquier caso, no se puede cambiar nada.

—¿Por qué?

—La causalidad solo funciona hacia delante. Las cosas solo ocurren una vez, nada más. Si sabes lo que va a suceder… La mayoría de las veces yo me siento atrapado. Si estás en tu presente, sin saber nada…, eres libre. Confía en mí.

Parece frustrado.

—Serás el padrino de nuestra boda; y yo el de la tuya. Tienes una vida fantástica por delante, Gómez. Ahora bien, te advierto que no voy a entrar en detalles.

—¿Algún pronóstico bursátil?

Sí, ¿por qué no? En el año 2000 el mercado bursátil está loco, pero pueden hacerse fortunas increíbles, y Gómez será uno de los afortunados.

—¿Has oído hablar alguna vez de internet?

—No.

—Es una historia de ordenadores. Una red inmensa de alcance mundial con gente que siempre está conectándose, comunicándose vía telefónica con distintos ordenadores. Vale la pena que compres acciones en tecnología: Netscape, America Online, Sun Microsystems, Yahoo!, Microsoft, Amazon.com.

Gómez toma notas.

—¿Puntocom?

—No te preocupes. Tú cómpralas en el mercado de Oferta Pública de Acciones —le aconsejo sonriendo—. Ya puedes batir de palmas si crees en las hadas.

—Creía que esta noche te dedicabas a noquear a cualquiera que osara hacer insinuaciones sobre hadas.

—Eso es de Peter Pan, so analfabeto. —De repente, me entran náuseas. No quiero montar una escena en este lugar ni en este momento. Así que me levanto de un salto—. Sigúeme —le conmino, corriendo hacia el servicio de caballeros con Gómez pegado a los talones.

Entro como una tromba en el váter, milagrosamente vacío. El sudor me gotea por el rostro. Vomito en el lavabo.

—¡Joder, tío! —exclama Gómez—. Maldita sea, bibliotecario…

No oigo el resto de la frase que iba a pronunciar, porque estoy echado en el suelo, de costado, desnudo, sobre un frío suelo de linóleo, sumido en una oscuridad absoluta. Estoy mareado; me quedo inmóvil durante un rato. Luego alargo el brazo y toco los lomos de los libros. Me hallo junto a las estanterías de la biblioteca Newberry. Me levanto, camino dando tumbos hasta el extremo del pasillo y enciendo el interruptor; la luz inunda la hilera en la que me encuentro, cegándome. Mi ropa y el carro de libros que estaba clasificando se encuentran en el siguiente pasillo. Me visto, guardo los libros y abro alegremente la puerta de seguridad que comunica con las estanterías. No sé qué hora es; las alarmas podrían estar conectadas. Sin embargo tengo suerte. Todo está igual que antes. Isabelle está explicándole a un nuevo miembro del patronato cómo funciona el servicio de la sala de lectura; Matt pasa junto a mí y me saluda con la mano. El sol entra a raudales por las ventanas, y las manecillas del reloj de la sala de lectura señalan las 16.15. He estado fuera menos de quince minutos. Amelia me ve y señala hacia la puerta.

—Me voy al Starbucks. ¿Te apetece un java?

—Eh… No, me parece que no. Gracias de todos modos.

Tengo un dolor de cabeza espantoso. Saco la cabeza por el despacho de Roberto y le digo que no me encuentro bien. Asiente, haciéndose cargo, y señala el teléfono, que le escupe al oído un italiano más veloz que el rayo. Cojo mis cosas y me marcho.

Una rutinaria jornada laboral más para el joven bibliotecario.

Domingo 15 de diciembre de 1991

Clare tiene 20 años

CLARE: Es una preciosa mañana soleada de domingo. He salido del piso de Henry y me marcho hacia casa. Las calles están heladas, y hay unos cinco centímetros de nieve reciente. Todo refulge de blancura y limpieza. Canto con Aretha Franklin «R-E-S-P-E-C-T!» mientras giro por Addison, me meto en Hoyne y, mira tú por dónde, encuentro una plaza de aparcamiento justo enfrente. Es mi día de suerte. Aparco, intento mantener el equilibrio sobre la resbaladiza acera y consigo entrar en el vestíbulo, todavía tarareando. Noto una sensación somnolienta y gomosa en la columna vertebral que asocio con el sexo, con despertarme en la cama de Henry y llegar a casa a cualquier hora de la mañana. Subo las escaleras flotando. Charisse habrá ido a misa. Estoy deseando darme un buen baño y leer el New York Times. Tan pronto como abro la puerta, sé que no me encuentro sola. Gómez está sentado en la sala de estar, envuelto en una nube de humo y con las contraventanas cerradas. En ese contexto, con el rojo y aterciopelado papel pintado, el mobiliario de terciopelo rojizo y todo ese humo, Gómez parece un Satán polaco y rubio a lo Elvis. Gómez sigue sentado y sin moverse, y yo me dirijo hacia mi dormitorio sin decirle una palabra. Todavía estoy furiosa con él.

—Clare.

—¿Qué? —le espeto volviéndome.

—Lo siento. Me había equivocado.

Jamás había oído a Gómez admitir nada que no fuera la infalibilidad papal. Su voz, en cambio, suena como un profundo lamento.

Entro en la sala de estar y abro las contraventanas. La luz del sol no consigue penetrar en el interior dada la resistencia del humo, y me decido a entreabrir una ventana.

—No entiendo cómo puedes fumar tanto sin que se dispare el detector de humos.

Gómez me muestra una pila de nueve voltios.

—Volveré a colocarla antes de marcharme.

Me siento en el Chesterfield, y espero que Gómez me cuente por qué ha cambiado de idea. Está liando otro cigarrillo. Al final lo enciende, y entonces me mira.

—Anoche estuve con tu amigo Henry.

—Yo también.

—Ya. ¿Qué hicisteis vosotros?

—Fuimos a Facets, vimos una película de Peter Greenaway, comimos en un marroquí y luego nos marchamos a su casa.

—Y ahora acabas de llegar.

—Exacto.

—Bien. Mi velada fue menos cultural, pero más accidentada. Me encontré con tu radiante novio en el callejón que hay al lado del Vic, haciendo picadillo a Nick. Trent me ha dicho esta mañana que su hermano tiene la nariz y tres costillas rotas, cinco huesos de la mano fracturados, daños en los tejidos blandos… y que le han tenido que dar cuarenta y seis puntos. Además, va a necesitar un nuevo diente.

Su relato no me conmueve. Nick es un acosador de tomo y lomo.

—Deberías haberlo visto, Clare. Tu novio se enfrentó a Nick como si fuera un objeto inanimado. Como si Nick fuera una escultura que él estuviera tallando. Una paliza como muy científica. Incluso calibraba dónde darle para conseguir el máximo efecto, plaf. Habría contado con mi admiración más rendida si no hubiera sido porque se trataba de Nick.

—¿Por qué le estaba pegando?

Gómez parece incómodo.

—Me parece que fue más bien culpa de Nick. Le encanta meterse con… con los gays, y Henry iba vestido como la Pitufina.

Lo comprendo. Pobre Henry.

—¿Qué ocurrió luego?

—Luego asaltamos el almacén de excedentes que tienen el ejército y la marina.

Hasta aquí, todo normal.

—¿Y qué más?

—Después fuimos a Ann Sather's a cenar.

Estallo en carcajadas. Gómez sonríe.

—Y me contó la misma historia absurda que me contaste tú.

—Pero a él le creíste.

—Bueno, porque se lo toma todo con una tranquilidad pasmosa. Juraría que me conoce muy bien, a fondo. Me tenía muy calado, pero le daba igual. Luego él… se desvaneció, y yo me quedé ahí de pie y… no tuve más remedio que creerle.

Asiento; comprendo su estado de ánimo.

—La desaparición impresiona mucho. Recuerdo muy bien la primera vez que lo presencié, de pequeña. Me estaba estrechando la mano y, de repente, puf, se había ido. Oye, ¿de qué época venía?

—Del año 2000. Parecía mucho mayor.

—Lo está pasando muy mal.

Es agradable estar sentada hablando de Henry con alguien que lo sabe todo. Me invade una oleada de gratitud hacia Gómez, que se evapora cuando se inclina hacia delante y me dice, en un tono muy serio:

—No te cases con él, Clare.

—Todavía no me lo ha pedido.

—Ya sabes lo que quiero decir.

Me quedo inmóvil, contemplando mis manos asidas calladamente sobre mi regazo. Tengo frío y estoy furiosa. Levanto la vista. Gómez me mira con angustia.

—Lo amo. Lo es todo para mí. Llevo toda la vida esperándolo, y ahora está aquí. —No sé cómo explicárselo—. Con Henry puedo verlo todo ante mí, extendido como un mapa, el pasado y el futuro, todo de una vez, como si fuera un ángel. —Muevo la cabeza en un gesto de impotencia. Me cuesta expresarlo con palabras—. Cuando lo toco, estoy tocando el tiempo… Él me ama. Estamos casados porque… porque formamos parte el uno del otro. —Noto que balbuceo—. Es algo que ya ha sucedido, de repente. —Echo un vistazo a Gómez para comprobar si me he explicado con claridad.

—Clare. A mí me gusta mucho Henry, de verdad. Es una persona fascinante, pero también peligrosa. Todas las mujeres con quienes ha estado han terminado mal. No quiero que vueles alegremente a los brazos de ese sociópata encantador.

—¿No comprendes que ya es demasiado tarde? Estás hablando de alguien que conocí a los seis años. Lo conozco muchísimo. Tú, en cambio, has estado un par de veces con él y te permites decirme que salte del tren en marcha. Bueno, pues no puedo. He visto mi futuro; y no puedo cambiarlo. Si pudiera, tampoco lo cambiaría.

Gómez parece pensativo.

—No ha querido contarme nada de mi futuro.

—Porque a Henry le importas mucho; jamás te haría algo así.

—A ti te lo hizo.

—No pudo evitarlo; nuestras vidas están unidas. Toda mi infancia fue diferente a causa de su presencia, y él no pudo hacer nada por impedirlo; y se esforzó al máximo.

Oigo la llave de Charisse dar la vuelta a la cerradura.

—Clare, no seas loca… Solo intento ayudarte.

—Puedes ayudarnos a los dos —le digo sonriendo—. Ya lo verás.

Charisse entra tosiendo.

—¡Hola, cariño! ¿Llevas mucho rato esperando?

—He estado charlando con Clare, sobre Henry.

—Seguro que le has contado lo mucho que lo adoras —dice Charisse con una nota de advertencia en la voz.

—Le he dicho que huya lo más rápido que pueda en dirección contraria.

—¡Oh, Gómez! Clare, no le hagas caso. Tiene un gusto espantoso en lo relativo a los hombres.

Charisse se sienta con remilgo a un par de palmos de Gómez, pero él la atrae hacia sí y la sienta sobre su regazo. Charisse lo mira contrariada.

—Siempre está así cuando sale de misa.

—Quiero desayunar.

—Claro que sí, palomita mía.

Se levantan y se marchan correteando por el pasillo hacia la cocina. Charisse no tarda en emitir risitas agudas mientras Gómez intenta zurrarla en el trasero con el Times Magazine. Suspiro y me voy a mi dormitorio. Todavía luce el sol. Me meto en el baño, dejo correr el agua caliente en la enorme y vieja bañera y me quito la ropa de anoche. Al entrar, me veo de refilón en el espejo. Podría decirse que estoy rellenita. La idea me divierte profundamente, y me hundo en el agua sintiéndome una odalisca de Ingres. «Henry me ama. Henry está aquí, al fin, aquí y ahora, finalmente. Y yo lo amo». Me acaricio los pechos y una fina capa de saliva se acuifica en el agua y se dispersa. «¿Por qué tiene que ser todo tan complicado? ¿Acaso ya hemos vivido lo más complicado?». Sumerjo mi pelo, y observo cómo flota a mi alrededor, oscuro y entretejido en una red. «Yo jamás elegí a Henry, y él nunca me eligió a mí. ¿Cómo podía tratarse de un error?». Vuelvo a enfrentarme al hecho de que no hay modo de saberlo. Me quedo echada en la bañera, contemplando las baldosas que hay en lo alto, hasta que el agua casi se enfría. Charisse llama a la puerta, me pregunta si me he muerto y si no me importa que entre a cepillarse los dientes. Me envuelvo el pelo en una toalla y veo mi reflejo borroso en el espejo a causa del vaho. El tiempo parece replegarse en sí mismo, y me veo como un conglomerado en el que se funden mis días y mis años pasados, y todo el tiempo que vendrá y, de repente, siento como si me hubiera vuelto invisible. Luego, sin embargo, la sensación desaparece tan rápidamente como ha venido. Me quedo inmóvil durante un minuto y luego me pongo el albornoz, abro la puerta y salgo.

Sábado 22 de diciembre de 1991

Henry tiene 28 y 33 años

HENRY: A las 5.25 suena el timbre de la puerta, lo cual siempre es un mal presagio. Me dirijo tambaleando al interfono y aprieto el botón.

—¿Sí?

—Eh, déjame entrar.

Vuelvo a apretar el botón y el horrible zumbido que significa «Bienvenido a mi hogar, dulce hogar» recorre la línea. Cuarenta y cinco segundos después el ascensor produce un estruendo metálico y empieza a ascender renqueando. Me pongo la bata, salgo fuera y me quedo en el vestíbulo, contemplando los cables del ascensor moverse a través del ventanuco de seguridad. La caja planea ante mis ojos y se detiene. No me cabe la menor duda: soy yo.

Henry abre la puerta del ascensor y sale al pasillo, desnudo, sin afeitar, y luciendo un pelo francamente corto. Atravesamos rápidamente el vestíbulo vacío y nos metemos en el apartamento. Cierro la puerta y nos quedamos unos instantes contemplándonos mutuamente.

—Bueno… —digo, por decir algo—. ¿Qué tal va todo?

—De aquella manera. ¿Qué fecha es hoy?

—22 de diciembre de 1991. Sábado.

—Ah… ¿Hoy actúan Violent Femmes en el Aragón?

—Sí.

—¡Joder! —exclama riendo—. ¡Aquella sí que fue una noche abismal!

Se va hacia la cama (mi cama), se mete entre las sábanas y se tapa con el cubrecama hasta la cabeza. Me dejo caer a su lado.

—Oye.

No me contesta.

—¿De qué época vienes?

—Del 13 de noviembre de 1996. Estaba a punto de acostarme. Por lo tanto, más vale que me dejes dormir o lo lamentarás muchísimo dentro de cinco años.

Me parece muy razonable. Me quito la bata y regreso a la cama. Ahora estoy acostado en el otro extremo, en el lado de Clare (así lo considero últimamente), porque mi doppelgänger me ha quitado el sitio.

Todo se ve vagamente distinto desde este lado de la cama. Es como cuando cierras un ojo y miras algo detenidamente durante un rato, y luego lo contemplas con el otro ojo. Me quedo echado, practicando el ejercicio, mirando la butaca con mi ropa esparcida encima, un hueso de melocotón en el fondo de una copa de vino que hay en el alféizar de la ventana y el anverso de mi mano derecha. No me vendría nada mal cortarme las uñas, y el piso seguramente podría optar a una subvención del Fondo Federal de Ayudas a las Zonas Catastróficas. Quizá mi otro yo se mostraría dispuesto a arrimar el hombro, a ayudarme a arreglar un poco la casa, a ganarse el sustento. Repaso mentalmente el contenido de la nevera y la despensa y concluyo que estamos bien provistos. Tengo pensado traer a Clare a casa esta noche, y no estoy seguro de lo que debo hacer con mi cuerpo superfluo. Se me ocurre que Clare quizá preferiría estar con esta edición posterior de mi persona, ya que, a fin de cuentas, ellos dos se conocen bastante mejor. Por alguna extraña razón, la idea me deja muerto de miedo. Intento recordar que lo que se resta al presente, se añade al futuro, pero todavía siento temor y desearía que alguno de los dos se marchara.

Estudio a mi doble. Está acurrucado, como un erizo, de espaldas a mí, dormido. Lo envidio. Él es yo, pero yo aún no soy él. Ha vivido cinco años de una vida que sigue siendo un misterio para mí, una existencia todavía replegada y tensa, esperando saltar como un muelle y dispuesta a morder. Por supuesto, todos los placeres que sentiré, él ya los ha vivido; aunque para mí aguarden como una caja de bombones sin abrir.

Intento juzgarlo con los ojos de Clare. ¿Por qué lleva el pelo corto? Yo siempre he estado orgulloso de mi pelo negro, ondulado y largo hasta los hombros; lo llevo así desde el instituto. Sin embargo, tarde o temprano, me raparé. Pienso que quizá el pelo es una de tantas cosas que deben de recordar a Clare el hecho de que yo no soy exactamente ese hombre que conoce desde su tierna infancia. Soy una ajustada aproximación al original, que ella guía subrepticiamente hacia un yo que existe en su memoria visual. ¿Qué sería de mí sin ella?

No sería, desde luego, el hombre que respira despacio, de manera profunda, desde el otro lado de la cama. Las vértebras y las costillas le ondulan el cuello y la espalda. Tiene la piel suave, sin apenas vello, clavada firmemente a los músculos y los huesos. Está agotado y, sin embargo, duerme como si en cualquier momento fuera a levantarse de un salto y salir corriendo. ¿Irradio yo tanta tensión? Supongo que sí. Clare se queja de que no me relajo si no estoy muerto de cansancio, pero en realidad suelo sentirme tranquilo cuando estoy con ella. Este yo mayor parece más flaco y cansado, más sólido y seguro. Claro que conmigo puede permitirse el lujo de presumir: me tiene tan calado que solo puedo consentírselo todo, por mi propio bien.

Son las 7.14, y es obvio que no volveré a dormirme. Salgo de la cama y me lanzo hacia el café. Me pongo ropa interior y unos pantalones de deporte y me desperezo. Últimamente me duelen las rodillas, así que decido ponerme protecciones. Me pongo unos calcetines y me ato los cordones de esas zapatillas de atletismo que han batido todos los récords, y que seguramente son la causa de que tenga unas rodillas tan originales, y prometo que iré a comprarme unas nuevas zapatillas mañana. Debía haberle preguntado a mi invitado si hacía mal tiempo. En fin, ya se sabe: en diciembre en Chicago hace un tiempo espantoso. Me pongo mi anticuada camiseta del Festival de Cine de Chicago, una sudadera negra y otra naranja, más gruesa y con capucha, que tiene unas equis enormes delante y cinta reflectante cosida a la espalda. Cojo los guantes y las llaves y salgo fuera, a que me dé la luz de la mañana.

No hace mal día, teniendo en cuenta que estamos a principios de invierno. Hay muy poca nieve en el suelo, y el viento juguetea con ella, empujándola en todas direcciones. La caravana de coches se extiende hasta Dearborn provocando un concierto de motores; el cielo es gris.

Me ato los cordones de las zapatillas y decido correr por el borde del lago. Corro despacio hacia el este por Delaware hasta llegar a la avenida Michigan, cruzo el paso elevado y empiezo a hacer footing por el carril bici, mientras me dirijo al norte por la playa de la calle del Roble. Hoy solo han salido los corredores y los ciclistas más curtidos. El lago Michigan es de color pizarra intenso; una banda de arena marrón oscuro revela que hay marea baja. Las gaviotas giran por encima de mi cabeza y sobre las aguas. Me muevo con rigidez; el frío es ingrato con las articulaciones, y empiezo a darme cuenta de que hace muchísimo frío junto al lago, de que debemos de rondar los seis grados bajo cero. Así que corro un poco más despacio de lo habitual, para calentarme; recuerdo a mis pobres rodillas y tobillos que la tarea más importante de su vida es llevarme lejos y a toda velocidad si yo se lo exijo. Noto el aire frío que penetra en mis pulmones, el corazón late sereno, y cuando llego a la avenida Norte, ya me encuentro mejor y empiezo a acelerar la marcha. Correr representa muchas cosas para mí: la supervivencia, la calma, la euforia, la soledad. Es la prueba de mi existencia corporal, de mi capacidad para controlar el propio movimiento a través del espacio, ya que no del tiempo, y la supeditación, aunque temporal, de mi cuerpo a mi voluntad. Mientras corro desplazo el aire, los objetos vienen a mi encuentro y pasan junto a mí, y el sendero se mueve como una película bajo mis pies. Recuerdo que de niño, mucho antes de que existieran los juegos de vídeo y las web, enroscaba películas en un proyector de mala muerte de la biblioteca de la escuela y las miraba, girando el pivote que avanzaba el fotograma al sonido de un bip. Ya no recuerdo cómo eran, ni de qué trataban, pero sí recuerdo el olor de la biblioteca, y el modo en que el bip me hacía saltar invariablemente. Ahora vuelo, siento esa sensación áurea, como si pudiera correr y lanzarme al aire, y soy invencible, nada puede detenerme, no hay nada que pueda detenerme, nada, nada, nada en absoluto…

Por la noche, el mismo día

Henry tiene 28 y 33 años, y Clare 20

CLARE: Nos dirijimos al concierto de Violent Femmes que dan en la sala de baile Aragón. Tras una cierta reticencia por parte de Henry, que no comprendo porque a él le encanta ese grupo, atravesamos los barrios burgueses a la búsqueda de un aparcamiento. Doy vueltas y más vueltas, paso por el Molino Verde, los bares, los edificios de apartamentos poco iluminados y las lavanderías, que parecen decorados teatrales. Finalmente aparco en Argyle y caminamos temblando por las aceras cristalinas y fragmentadas. Henry camina rápido, siempre me quedo sin aliento cuando andamos juntos. Sin embargo, me doy cuenta de que en ese momento se esfuerza por acomodarse a mi paso. Me quito un guante y meto la mano en el bolsillo de su abrigo, y él pasa su brazo sobre mi hombro. Estoy nerviosa porque Henry y yo nunca hemos ido a bailar; a mí me encanta la sala Aragón, con todo su falso y decadente esplendor español. La abuela Meagram solía contarme que iba a bailar allí al son de las grandes orquestas en los años treinta, cuando todo estaba recién estrenado y era precioso, no había gente trepando a los palcos ni lagos de pipí en el servicio de caballeros. Pero c'est la vie, los tiempos cambian, y ahora nos toca vivirlos a nosotros.

Guardamos cola durante unos minutos. Henry parece tenso, en guardia. Me coge de la mano, pero mira por encima de la multitud. Aprovecho para observarlo. Es guapísimo. Lleva el pelo a la altura de los hombros, peinado hacia atrás, y su cabello es negro y fino. Es felino, delgado, exuda inquietud y presencia física. Parece que vaya a morder. Lleva un abrigo negro y una camisa de algodón blanca, con los puños abiertos y sin abrochar colgando bajo las mangas del abrigo, una corbata de seda verde ácido maravillosa, que se ha aflojado lo suficiente para que pueda verle los músculos del cuello, unos tejanos negros y unas zapatillas negras de caña alta. Henry me coge el pelo con la mano y se lo enrolla en la muñeca. Durante unos segundos soy su prisionera, pero entonces la cola avanza y me deja ir.

Nos piden la entrada y penetramos en el edificio siguiendo a la marea humana. La sala Aragón posee muchísimos pasillos largos, reservados y palcos dispuestos alrededor de la pista principal, que son ideales para perderse y esconderse. Henry y yo subimos a un palco que hay cerca del escenario y nos sentamos a una mesa diminuta. Nos quitamos los abrigos. Henry me mira fijamente.

—Estás preciosa. Este vestido es magnífico; pero me cuesta creer que puedas bailar con él.

Mi vestido es ajustadísimo, de seda azul lilosa, pero lo bastante flexible para moverme a mis anchas. Me lo he probado esta tarde delante del espejo y me quedaba muy bien. Lo que me preocupa es el pelo; a causa del aire seco del invierno parece que tenga el doble de volumen de lo acostumbrado. Empiezo a recogérmelo en una trenza, pero Henry me detiene.

—No, por favor… Quiero poder mirarte con el pelo suelto.

El primer acto empieza con una serie de canciones. Escuchamos tranquilos. La gente no para de dar vueltas, de charlar y fumar. No quedan asientos en la pista principal. Hay un ruido fenomenal.

Henry se inclina hacia delante y me grita al oído.

—¿Quieres tomar algo?

—Una Coca-Cola.

Se marcha al bar. Coloco los brazos sobre la barandilla del palco y observo el gentío: chicas con vestidos vintage, con vestimenta propia del ejército, chicos con cresta, con camisas de franela. Personas de ambos sexos con camisetas y tejanos. Crios de instituto y de veintipico, y algún que otro tipo mayor.

Hace ya mucho rato que se ha ido Henry. El grupo termina de calentar motores, levantando algún que otro aplauso, y los del montaje empiezan a llevarse el equipo musical para traer otro nuevo, con unos instrumentos más o menos idénticos. Al final, me canso de esperar y abandono la mesa y los abrigos, me abro paso entre la marabunta que invade el proscenio, bajo las escaleras y me adentro en el largo y penumbroso vestíbulo, donde está el bar. No veo a Henry. Camino despacio por las salas y los reservados; miro e intento que no parezca que estoy observando.

Lo distingo al final del pasillo. Está de pie, y tan cerca de una mujer que al principio pienso que se están besando: ella se encuentra de espaldas a la pared, Henry se inclina hacia delante y apoya su mano contra la pared, por encima del hombro de la mujer. La intimidad de la postura me deja sin aliento. Es rubia y bonita al estilo alemán, alta y teatral.

A medida que me acerco, me doy cuenta de que no se están besando; discuten. Henry utiliza su mano libre para recalcar a gritos unas palabras que no entiendo. De repente, el rostro impasible de ella se crispa de rabia: está a punto de llorar. Le grita algo. Henry da un paso atrás y levánta las manos en un arranque de impotencia. Oigo sus últimas palabras cuando ya se aleja:

—No puedo, Ingrid. ¡No puedo, de verdad! Lo siento muchísimo…

—¡Henry! —exclama ella corriendo tras él; entonces me ven los dos, quieta e inmóvil en medio del pasillo.

Henry tiene una expresión adusta cuando me coge del brazo y nos apresuramos hacia la escalera. Subo tres escalones, me vuelvo y la veo de pie, observándonos, con los brazos inermes, indefensa y reconcentrada. Henry echa un vistazo hacia atrás, nos volvemos y seguimos subiendo las escaleras.

Llegamos a nuestra mesa, que milagrosamente sigue libre y todavía nos guarda los abrigos. Las luces bajan y Henry levanta la voz para hacerse oír entre el griterío.

—Lo siento. No he conseguido llegar al bar porque antes me encontré con Ingrid…

«¿Quién es Ingrid?», pienso para mis adentros recordando la escena en el baño de Henry, con el pintalabios en la mano; necesito saber más, pero todo se queda a oscuras y los Violent Femmes suben al escenario.

Gordon Cano está ante el micrófono vociferando al público y pulsando acordes amenazadores; se inclina hacia delante, entona las primeras notas de Blister in the Sun y empieza la marcha. Henry y yo seguimos sentados, escuchando, y entonces él se acerca y me grita:

—¿Quieres que nos vayamos?

La pista de baile es una masa excitada de humanidad que se agita sin cesar.

—¡Quiero bailar!

Henry parece aliviado.

—¡Fantástico! ¡Sí, vamos!

Se quita la corbata y la mete en el bolsillo del abrigo. Bajamos y entramos en la pista principal. Veo a Charisse y a Gómez bailando más o menos juntos. Charisse prescinde del entorno y baila con frenesí; Gómez, en cambio, apenas se mueve, y sostiene un cigarrillo perfectamente equilibrado entre los labios. Me ve y me saluda con la mano. Moverse entre el gentío es como vadear el lago Michigan; nos engulle y avanzamos por la superficie, flotando hacia el escenario. La multitud ruge: «¡Dale caña! ¡Dale caña!», y los Violent Femmes reaccionan atacando sus instrumentos con un vigor demencial.

Henry se mueve al son de las vibraciones de los bajos. Nos encontramos justo frente al borde del foso de la orquesta; a un lado los que bailan chocan entre sí a gran velocidad, y al otro el público mueve las caderas, agita los brazos y sigue con los pies el ritmo de la música.

Bailamos. La música me penetra, oleadas de sonidos que me agarran por la columna, mueven mis pies y caderas, y los hombros también, sin consultar con mi cerebro. (Beautiful girl, love your dress, high school smile, oh yes, where she is now, I can only guess). Abro los ojos y veo que Henry me observa mientras baila. Cuando levanto los brazos, me coge con fuerza por la cintura y yo salto. Me obsequia con una vista panorámica de la pista de baile durante una poderosa eternidad. Alguien me hace señas con la mano, pero antes de poder ver de quién se trata Henry me deja en el suelo. Bailamos tocándonos, bailamos separados. (How can I explain personal pain?). El sudor me baja a chorros. Henry sacude la cabeza, su pelo se agita en negra distorsión y me salpica con su sudor. La música es incitadora, burlesca (I ain't had much to live for, I ain't had much to live for, I ain't had much to live for). Nos embarcamos en ella. Noto mi cuerpo elástico, las piernas adormecidas, y una sensación de calor al rojo vivo asciende por mi cuerpo desde la entrepierna a la coronilla. Mi pelo se ha convertido en húmedas cuerdas que se adhieren a los brazos, el cuello, la cara y la espalda. La música se estrella contra una pared y se detiene. El corazón me late a toda prisa. Coloco la mano sobre el pecho de Henry y me sorprende comprobar que el suyo apenas se ha acelerado.

Poco después entro en el servicio de señoras y veo a Ingrid sentada, llorando. Una mujer negra y bajita, con preciosas y largas rastas, está de pie frente a ella, hablándole con dulzura y acariciándole el pelo. El sonido de los sollozos de Ingrid reverbera como un eco en las mugrientas baldosas amarillas. Hago el gesto de retroceder pero mi movimiento atrae la atención de las mujeres. Se quedan mirándome. Ingrid está hecha un asco. Toda su frialdad teutónica ha desaparecido, tiene la cara roja e hinchada, y el maquillaje corrido. Me mira fijamente, alicaída y agotada. La mujer de color viene hacia mí. Es exquisita y delicada, oscura y triste. Se pega a mí y habla con voz queda.

—Oye, tía, ¿cómo te llamas?

Vacilo.

—Clare —respondo finalmente.

La mujer se vuelve para mirar a Ingrid.

—Clare. Una palabra a tener en cuenta. Te estás metiendo donde no te llaman. Henry es un pájaro de mal agüero, pero es el pájaro de Ingrid, y eres una loca si te lías con él. ¿Oyes lo que te estoy diciendo?

No quiero saber nada, pero no puedo controlarme.

—¿De qué estás hablando?

—Iban a casarse, pero entonces Henry rompió el compromiso, le dijo a Ingrid que lo sentía, que no importaba nada, que lo olvidara todo. Yo le he dicho que está mucho mejor sin él, pero ella no me escucha. La trata mal, bebe como si ya no fueran a destilar más alcohol, desaparece durante días, luego viene por sorpresa como si nada hubiera sucedido y duerme con cualquier cosa que se esté lo bastante quieta. Sí, señora. Ese es Henry. Cuando te haga llorar a pleno pulmón, no digas que nadie te advirtió. —La mujer se gira en redondo y vuelve hacia donde está Ingrid, que sigue mirándome con una desesperación incondicional.

Debo de estar contemplándolas boquiabierta.

—Lo siento —les digo, y escapo.

Deambulo entre las salas y finalmente encuentro un reservado que está vacío, salvo por la presencia de una jovencita gótica, desvanecida sobre un sofá de vinilo y con un cigarrillo encendido entre los dedos. Lo cojo y lo apago en una baldosa sucia. Me siento en el brazo del sofá y la música vibra y penetra por mi rabadilla hasta alcanzar la espina dorsal. La noto en los dientes. Todavía tengo que hacer pis, y me duele la cabeza. Quiero llorar. No comprendo lo que acaba de ocurrir. Es decir, sí lo comprendo, pero no sé qué debería hacer al respecto. No sé si debería olvidarlo, simplemente, o enfadarme con Henry y exigirle una explicación… ¿Esperaba algo distinto quizá? ¡Ojalá pudiera enviar una postal al pasado, a ese bellaco de Henry a quien no conozco: «No hagas nada. Espérame. Ojalá estuvieras aquí»!

Henry saca la cabeza por la esquina.

—Al fin te encuentro. Creía que te había perdido.

Tiene el pelo corto. O bien Henry se ha cortado el pelo durante la última media hora, o bien estoy mirando a mi persona favorita y cronodesplazada. Me levanto de un salto y me lanzo en sus brazos.

—Ufff… Eh, yo también estoy contento de verte.

—Te he echado tanto de menos… —le digo llorando.

—Llevas varias semanas conmigo de forma casi ininterrumpida.

—Ya lo sé pero… Tú todavía no eres tú… Quiero decir que eres diferente. Maldita sea.

Me apoyo contra la pared y Henry se aprieta contra mí. Nos besamos, y entonces empieza a lamerme la cara como mamá gata. Intento ronronear y me pongo a reír.

—Serás cabrón… Estás intentando despistarme para que no te pregunte por tu comportamiento canalla.

—¿Qué comportamiento? Yo no sabía que existías, y salía con Ingrid a mi pesar. Rompí con ella cuando ni siquiera hacía veinticuatro horas que te conocía. Vaya, supongo que la infidelidad no es retroactiva, ¿verdad?

—Ella me ha dicho que…

—¿Quién?

—La mujer negra. —Imito con un gesto su pelo largo—. Bajita, con ojos grandes y trenzas a lo rasta…

—¡Acabáramos! Es Celia Attley. Me desprecia. Está enamorada de Ingrid.

—Me ha dicho que ibas a casarte con Ingrid, que bebes sin parar, que follas por todas partes y básicamente que eres una mala persona. Me ha aconsejado que salga corriendo. Eso es lo que me ha dicho.

Henry se encuentra dividido entre la mofa y la incredulidad.

—Bueno, hay algo de cierto en todo eso. Es verdad que follo donde puedo, y mucho; y sin duda tengo fama de beber cantidades inconmensurables de alcohol. Ahora bien, no estábamos comprometidos. Nunca he estado tan loco como para casarme con Ingrid. Nuestra convivencia era más desgraciada que la de la realeza.

—Entonces no entiendo por qué…

—Clare, hay muy pocas personas que encuentren a su media naranja a los seis años. Por lo tanto, hay que pasar el rato de alguna manera. Ingrid era muy… paciente, extremadamente paciente; y con voluntad suficiente para soportar mi conducta extraña, con la esperanza de que algún día yo me retractaría y me casaría con su martirizado culo. Cuando alguien tiene tanta paciencia contigo, hay que mostrarse agradecido, pero la verdad es que entonces te entran ganas de herirlo. ¿Tiene esto algún sentido para ti?

—Supongo que sí. Bueno, en realidad, no, para mí no; yo no pienso así.

Henry suspira.

—Es un detalle por tu parte manifestar tu ignorancia ante la retorcida lógica de la mayoría de las relaciones. Confía en mí. Cuando nos conocimos, yo estaba destrozado, hecho polvo y condenado; y ahora empiezo a recuperarme porque veo que eres un ser humano y sé que a mí también me gustaría serlo. Intento hacerlo sin que te des cuenta, porque todavía no he entendido que es inútil fingir ante el otro. Sin embargo, dista un largo camino entre el yo con el que te relacionas en 1991 y el mío, el que te habla ahora mismo y que procede de 1996. Tienes que esforzarte en ayudarme; yo solo no podré conseguirlo.

—Sí, pero cuesta mucho. No estoy acostumbrada a ser la maestra.

—Bueno, siempre que te sientas desanimada piensa en todas las horas que pasé, que estoy pasando, con tu yo infantil. Matemática moderna y botánica, ortografía e historia de América. Es decir, si sabes insultarme en francés es porque me senté contigo y te enseñé.

—No te lo negaré: Il a les défauts de ses qualités. Sin embargo, apuesto lo que sea a que es más fácil enseñar todo eso que enseñar cómo ser… feliz.

—Piensa que tú me haces feliz. Tratar de vivir siendo feliz es lo más difícil del asunto. —Henry juguetea con mi pelo, retorciéndolo como si formara pequeños nudos—. Escucha, Clare. Voy a devolverte a ese pobre imbécil con el que has venido. Estoy sentado arriba, me siento deprimido y no dejo de preguntarme dónde te has metido.

Me doy cuenta de que he olvidado a mi Henry actual por la alegría de volver a ver a mi Henry pasado y futuro, y me avergüenzo por ello. Siento un deseo casi maternal de ir a consolar a ese chico extraño que se está convirtiendo en el hombre que tengo ante mí, el que me besa y me deja, no sin aconsejarme antes que me porte bien. Cuando subo por las escaleras, veo al Henry de mi futuro lanzarse hacia la turba de bailarines, y me desplazo como en un sueño para encontrarme con el Henry que es el hombre de mi momento presente.