Nochebuena, uno (siempre estrellándome con el mismo coche).

Sábado 24 de diciembre de 1988

Henry tiene 40 años, y Clare 17

HENRY: Es una oscura tarde de invierno. Estoy en el sótano de Casa Alondra del Prado, en la sala de lectura. Clare me ha dejado comida: rosbif y queso con pan integral y mostaza, una manzana, un litro de leche y un tubo entero de plástico con galletas de Navidad, un postre a base de helado, perlas de canela y nueces, y galletitas de cacahuete con Hershey's Kisses incrustados. Llevo mis tejanos favoritos y una camiseta de los Sex Pistols. Tendría que sentirme como un campista feliz, pero nada más alejado de la realidad. Clare también me ha dejado el South Haven Daily de hoy; lleva fecha del 24 de diciembre de 1988. Nochebuena. Esta noche, en la sala Colocón, de Chicago, mi yo de veinticinco años beberá hasta deslizarse en silencio del taburete del bar y caer, para terminar luego con un lavado de estómago en el hospital de la Caridad. Es el decimonoveno aniversario de la muerte de mi madre.

Me siento en silencio y pienso en ella. Es curioso cómo se deteriora la memoria. Si dispusiera únicamente de recuerdos infantiles, lo que sabría de mi madre se reduciría a detalles vagos y difusos, en los que destacarían algunos momentos lacerantes. A los cinco años la oí cantar Lula en la Ópera Lírica. Recuerdo a mi padre, sentado junto a mí, sonriendo a mamá al final del primer acto con un profundo júbilo. Recuerdo asimismo estar sentado junto a ella en el Palacio de Conciertos, contemplando cómo mi padre tocaba Beethoven bajo la dirección de Boulez. Recuerdo que me permitieron quedarme en la sala de estar durante una fiesta que daban mis padres para recitar «Tigre, tigre que brillante ardes» a los invitados, con una completa puesta en escena a base de gruñidos; tenía cuatro años, y cuando terminé, mi madre me cogió en volandas y me besó, y todos aplaudieron. Llevaba un pintalabios oscuro, y yo me empeñé en irme a la cama con la marca de sus labios en la mejilla. La recuerdo sentada en un banco del parque Warren mientras mi padre me empujaba en el columpio y ella oscilaba: se acercaba y se alejaba sin parar.

Una de las cosas más extraordinarias, aunque también más dolorosas, de viajar a través del tiempo ha sido tener la oportunidad de ver a mi madre viva. Incluso he hablado con ella alguna vez; hemos intercambiado algún comentario del tipo «Qué tiempo más horrible, ¿verdad?». Le cedo mi asiento en el metro, la sigo al supermercado, la observo cantar. Deambulo por las inmediaciones del apartamento en el cual todavía vive mi padre, y los contemplo a los dos, a veces conmigo de pequeñito, mientras pasean, comen en restaurantes o entran en el cine. Estamos en los sesenta, y ambos forman una pareja de músicos elegantes, jóvenes y brillantes, con el mundo a sus pies. Se les ve muy felices, y despiden esa luz que brindan la suerte y la alegría. Cuando nos cruzamos en la calle, me saludan; creen que soy alguien que vive en el vecindario, alguien que da muchos paseos, que lleva el pelo cortado de un modo extraño y parece oscilar misteriosamente de edad. En una ocasión oí que mi padre se preguntaba si yo no estaría enfermo de cáncer. Todavía me resulta increíble que mi padre nunca se haya percatado de que ese hombre que los acecha durante los primeros años de su matrimonio sea su hijo.

Veo a mi madre junto a mí. Ahora está embarazada, luego mis padres salen del hospital y me llevan a casa; más tarde ella me saca al parque en mi cochecito y se sienta a memorizar partituras, canta bajito y hace breves señas con las manos, muecas con la cara y me enseña juguetitos. Más adelante caminamos de la mano y admiramos las ardillas, los coches, las palomas, cualquier cosa que se mueva. Ella lleva abrigos de paño y mocasines con pantalones pirata. Tiene el pelo oscuro y un rostro teatral, la boca grande, los ojos almendrados, el pelo corto; parece italiana, pero en realidad es judía. Mi madre se pone pintalabios, perfilador de ojos, máscara para las pestañas, colorete y lápiz de cejas para ir a la tintorería. Mi padre es muy parecido a como es ahora: alto, enjuto, austero en su indumentaria y amigo de llevar sombrero. La diferencia está en su semblante. En esa época se siente profundamente satisfecho. Los dos se tocan a menudo, se dan la mano, caminan al unísono. En la playa los tres llevamos gafas de sol a juego, y a mí me han puesto un ridículo sombrero azul. Tomamos el sol untados con aceite de bebé. Bebemos ron con Coca-Cola y un ponche hawaiano.

La estrella de mi madre empieza a resplandecer. Estudia con Jehan Meck y con Mary Delacroix, quienes la guían con tino por los senderos de la fama; canta interpretando una serie de papeles cortos aunque de gran preciosismo, y atrae la atención de Louis Behaire, de la Ópera Lírica. Se aprende el papel de suplente de la Aida de Linea Waverleigh; y luego la eligen para cantar Carmen. Otras compañías se fijan en ella, y al cabo de poco tiempo viajamos por todo el mundo. Graba Schubert para Decca, Verdi y Weill para EMI, y vamos a Londres, París, Berlín y Nueva York. Recuerdo tan solo una inacabable serie de habitaciones de hotel y aviones. La representación que da en el Lincoln Center es retransmitida por televisión; veo el programa con los abuelitos en Muncie. Tengo seis años y me cuesta creer que esa mujer en blanco y negro que aparece en la pequeña pantalla sea mi madre. Canta Madame Butterfly.

Hacen planes para mudarse a Viena a finales de la temporada 1969-1970 de la Ópera Lírica. Mi padre da audiciones en la Filarmónica. Siempre que suena el teléfono se trata del tío Ish, el representante de mi madre, o bien de alguien perteneciente a algún sello discográfico.

Oigo abrirse y cerrarse de golpe la puerta que hay en lo alto de las escaleras, y unos pasos que descienden despacio. Clare llama quedamente cuatro veces, y quito la silla de respaldo recto de debajo del pomo. Todavía quedan restos de nieve en su pelo, y sus mejillas están arreboladas. Tiene diecisiete años. Clare se lanza hacia mí con los brazos abiertos y me abraza nerviosa.

—¡Feliz Navidad, Henry! ¡Me encanta que hayas venido!

La beso en la mejilla; su alegría y el bullicio que ha creado disipan mis pensamientos, pero la sensación de tristeza y pérdida perduran. Le paso las manos por el pelo y me llevo un pequeño puñado de nieve que se funde enseguida.

—¿Qué pasa? —Clare se fija en la comida que no he probado y en mi expresión lúgubre—. ¿Estás deprimido porque no hay mayonesa?

—No, no. Chitón. —Me siento en la vieja butaca rota de la tienda La-Z-Boy y Clare se apretuja a mi lado. Le paso el brazo por los hombros, y ella mete su mano en la parte interna de mi muslo. Se la aparto sin soltársela. Tiene la mano fría—. ¿Te he contado alguna vez la historia de mi madre?

—No.

Clare es toda oídos; siempre se muestra ansiosa por atrapar cualquier fragmento de autobiografía que dejo caer. A medida que las fechas del listado disminuyen y que se acerca el momento en que dejaré de verla durante dos larguísimos años, Clare está secretamente convencida de que puede encontrarme en el tiempo real si yo le proporciono unos cuantos datos. Por supuesto, no lo conseguirá, porque yo no le diré nada, y ella no me encontrará.

Nos comemos una galleta.

—Muy bien. Veamos; había una vez una madre que tenía un hijo, y el hijo también tenía un padre. La madre y el padre estaban enamoradísimos, y me tuvieron a mí. Eramos muy felices. Mis padres eran increíblemente buenos en su trabajo, y mi madre, sobre todo, era extraordinaria en su profesión. Solíamos viajar por todas partes, viviendo en habitaciones de hotel de todo el mundo. Una vez, cuando casi era Navidad…

—¿De que año?

—Cuando yo tenía seis años. Era el día de Nochebuena por la mañana, y mi padre se encontraba en Viena porque pronto íbamos a mudarnos allí y había que buscar un piso. Ese día mi padre llegaba en avión y mi madre y yo íbamos a buscarlo en coche para dirigirnos luego a casa de la abuela, donde pasaríamos las vacaciones.

»Nevaba, y la mañana era gris —sigo contando—. Las calles estaban cubiertas de placas de hielo, a las que aún no habían echado sal. Mi madre era una conductora muy nerviosa. Odiaba las autovías, odiaba ir en coche al aeropuerto, y solo accedió a ello por una cuestión de sentido común. Nos levantamos temprano y ella cargó las maletas en el coche. Yo llevaba un abrigo de invierno, un gorro de punto, unas botas, unos tejanos, un jersey de cuello de pico, ropa interior, unos calcetines de lana muy apretados y unos guantes. Ella iba vestida toda de negro, que entonces era bastante menos habitual que ahora.

Clare bebe la leche directamente del envase de cartón. Deja una marca de pintalabios color canela.

—¿Qué marca de coche teníais?

—Era un Ford Fairlane blanco, del sesenta y dos.

—¿Cómo era?

—Míralo en la revista. Lo construyeron como si fuera un tanque. Tenía alerones. A mis padres les encantaba… Les traía muchísimos recuerdos.

»Entramos en el coche —le digo a Clare, reanudando mi relato—. Yo iba sentado en el asiento del copiloto, y los dos llevábamos atado el cinturón. Arrancamos. Hacía un tiempo espantoso. La visibilidad era muy mala, y el sistema anticongelante de ese coche dejaba mucho que desear. Atravesamos un montón de calles de barrios residenciales, y finalmente entramos en la autovía. Ya no era hora punta, pero la circulación era complicadísima a causa del tiempo y las vacaciones. Por lo tanto, avanzábamos a veinte o treinta por hora. Mi madre no se movía del carril de la derecha, probablemente porque no quería cambiar sin tener buena visibilidad, y también porque pronto dejaríamos la autovía para tomar la salida del aeropuerto.

»Íbamos detrás de una camioneta, muy atrás, guardando muchísima distancia —le explico a Clare—. Al pasar por uno de los accesos de la autovía un coche pequeño, un Corvette rojo, se nos pegó detrás. El Corvette, conducido por un dentista que ya iba algo ebrio a las 10.30 de la mañana, avanzaba a una velocidad demasiado rápida y no pudo reducir la marcha a tiempo a causa del hielo de la carretera, así que chocó con nuestro coche. En condiciones atmosféricas normales el Corvette habría quedado destrozado, al indestructible Ford Fairlane se le habría abollado el guardabarros, y aquí paz y después gloria.

»Sin embargo, hacía muy mal tiempo —le cuento—. Las carreteras estaban resbaladizas, y el impacto del Corvette nos propulsó hacia delante, acelerando nuestra marcha en un momento en que el tráfico enlentecía. La camioneta de delante apenas, se movía. Mi madre pisó el freno sin resultado alguno.

»Chocamos con la camioneta prácticamente a cámara lenta o, al menos, eso me pareció a mí —le confieso—. En realidad, íbamos a sesenta por hora. La caja de la camioneta iba cargada de chatarra. Con el impacto, una plancha muy larga de metal voló desde la parte trasera de la camioneta, atravesó nuestro parabrisas y decapitó a mi madre.

—¡No! —exclama Clare cerrando los ojos.

—Es cierto.

—Pero tú estabas ahí… ¡Eras demasiado bajito, claro!

—No fue por eso, porque el acero se incrustó en mi asiento justo donde debía estar mi frente. Tengo una cicatriz en el punto donde empezó a cortarme —le digo a Clare mientras se la enseño—. Llevaba puesto el gorrito. La policía no podía explicárselo. Toda mi ropa estaba en el coche, sobre el asiento y en el suelo, y a mí me encontraron completamente desnudo a un lado de la carretera.

—Viajaste a través del tiempo.

—Sí. Viajé a través del tiempo. —Nos quedamos en silencio durante unos instantes—. Era la segunda vez que me ocurría, así que no tenía ni idea de lo que había sucedido. Primero vi cómo nos estrellábamos contra esa camioneta, y acto seguido me encontré en el hospital. De hecho, estaba completamente ileso, solo conmocionado.

—¿Cómo… por qué crees que sucedió así?

—Por ansiedad… Puro miedo. Creo que mi cuerpo utilizó el único truco que conocía.

Clare vuelve su rostro hacia mí, triste y excitada.

—Es decir que…

—Sí. Es decir que mi madre murió y yo no. La parte delantera del Ford se aplastó, el eje del volante atravesó el pecho de mi madre, la cabeza le salió disparada por el parabrisas ya inexistente y fue a parar tras la camioneta. Había una cantidad de sangre increíble. El tipo del Corvette salió indemne. El conductor de la camioneta abandonó su vehículo para averiguar qué le había golpeado, vio a mi madre, se desmayó en la calzada y lo atropello un conductor de un autocar infantil, que no lo vio porque estaba asombrado contemplando el accidente. El conductor de la camioneta se fracturó las dos piernas. Mientras tanto yo estuve ausente de la escena durante diez minutos y cuarenta y siete segundos. No recuerdo adonde fui; quizá aquello solo representara un par de segundos para mí. La circulación se detuvo. Las ambulancias intentaban llegar desde tres direcciones distintas y no consiguieron acercarse hasta media hora después. Los camilleros vinieron corriendo. Yo aparecí en el arcén. La única persona que vio cómo me materializaba fue una niña pequeña, que iba en el asiento trasero de una ranchera Chevrolet de color verde. Se quedó con la boca abierta, y no podía apartar su mirada de mí.

—Pero… Henry, si tú eras… Dijiste que no te acordabas. ¿Cómo es posible que conozcas tantos detalles? ¡Diez minutos y cuarenta y siete segundos! ¿Exactamente?

Permanezco en silencio durante unos instantes; intento encontrar la explicación idónea.

—Ya sabes cómo funciona la gravedad, ¿no? Cuanto más grande es un objeto, más masa posee y mayor fuerza gravitacional ejerce. Con esa fuerza atrae las cosas más pequeñas, que entran en su órbita y no cesan de dar vueltas a su alrededor.

—Sí…

—La muerte de mi madre… es el eje… el hecho alrededor del cual gira todo… Sueño con ese momento, y además… viajo a través del tiempo. Acudo a esa escena una y otra vez. Si pudieras estar ahí, y fueras capaz de mantenerte inmóvil en el aire para presenciar el accidente, y consiguieras apreciar todos y cada uno de los detalles: las personas, los coches, los árboles, los ventisqueros…, si en el fondo dispusieras del tiempo suficiente para contemplarlo todo de verdad, entonces me verías. Estoy en el interior de los automóviles, tras los arbustos, en el puente, dentro de un árbol. Lo he visto desde todos los ángulos, incluso intervengo en los momentos posteriores a la catástrofe: llamé al aeropuerto desde una gasolinera cercana para que avisaran por megafonía a mi padre y le dieran el mensaje de que acudiera de inmediato al hospital. Estuve en la sala de espera del hospital y observé a mi padre caminando por los pasillos hasta encontrarme. Tenía el rostro ceniciento y descompuesto. Anduve por el arcén de la carretera, esperando que apareciera mi joven yo para echarle una manta sobre sus delgados hombros infantiles. Miré mi carita que nada comprendía, y pensé…, pensé…

Estoy llorando. Clare me envuelve con sus brazos y yo lloro en silencio contra su pecho de lana de moer.

—¿Qué? ¿Qué pensaste, Henry?

—Pensé: «Yo también hubiera debido morir».

Nos abrazamos. Poco a poco recupero el control. He dejado el jersey de Clare hecho una porquería. Ella se marcha al cuarto de la plancha y regresa con una de las camisetas blancas de poliéster que Alicia lleva para tocar música de cámara. Alicia solo tiene catorce años, pero ya es más alta y fuerte que Clare. Me la quedo mirando, de pie, ante mí, y lamento encontrarme en ese lugar, lamento estropearle las Navidades.

—Lo siento, Clare. No pretendía hablar de algo tan triste. Es que las Navidades me resultan… muy difíciles.

—¡Oh, Henry! Estoy tan contenta de que hayas venido… Por otro lado, prefiero saber… Quiero decir que te pasas la vida saliendo de la nada y desapareciendo, y si sé cosas sobre ti, sobre tu vida, me pareces más… real. Aunque sea terrible lo que me expliques… Necesito saber todo lo que puedas contarme.

Alicia llama a Clare desde lo alto de las escaleras. Ha llegado el momento de reunirse con la familia para celebrar la Navidad. Me levanto y nos besamos con prudencia; Clare dice:

—¡Ya voy!

Me dedica una sonrisa y luego se marcha corriendo escaleras arriba. Vuelvo a atrancar la silla contra la puerta y me instalo para pasar una larga noche.