Sábado 21 de octubre de 1984
Clare tiene 13 años, y Henry 43
CLARE: Me despierto de repente. He oído un ruido: alguien pronuncia mi nombre. Me ha parecido que era Henry. Me incorporo en la cama, escucho. Oigo el viento y el graznido de los cuervos. ¿Y si es Henry? Salto de la cama y, sin zapatos, bajo corriendo las escaleras, salgo por la puerta trasera y me dirijo al prado. Hace frío, el viento corta y traspasa mi camisón. ¿Dónde está? Me detengo y miro; al fondo, junto al huerto, veo a mi padre y a Mark, con su indumentaria de caza naranja claro, y a un hombre a su lado. Están de pie, mirando algo, pero entonces me oyen y se vuelven; y me doy cuenta de que ese hombre es Henry. ¿Qué hace él con mi padre y Mark? Corro hacia ellos, con los pies lacerados por la hierba seca, y mi padre viene a mi encuentro.
—Corazón, ¿qué haces fuera tan temprano?
—Me ha parecido que alguien me llamaba.
Me sonríe, con una sonrisa que significa: «¡Qué alocada es esta chica!». Miro a Henry, para que me explique todo aquello. «¿Por qué me has llamado, Henry?», pienso, pero él hace un gesto de negación y se lleva un dedo a los labios. «Chitón, Clare. No hables». Entra en el huerto, y quiero saber qué es lo que miran, pero ahí no hay nada, y mi padre dice:
—Vuelve a la cama, Clare. Solo ha sido un sueño.
Me rodea con sus brazos y empieza a caminar hacia la casa conmigo. Me doy la vuelta y miro a Henry, quien me saluda, sonriendo. «No pasa nada, Clare. Te lo explicaré luego» (aunque, conociendo a Henry, es probable que no me explique nada. Hará que yo lo adivine, o que los hechos hablen por sí solos uno de estos días). Le saludo, y compruebo si Mark lo ha visto, pero mi hermano está de espaldas, enfadado, y espera que me vaya para que él y mi padre puedan irse a cazar. Me pregunto qué hace ahí Henry, de qué están hablando. Me vuelvo otra vez para mirarlos, pero no veo a Henry, y mi padre dice:
—Venga, Clare. A la cama.
Me da un beso en la frente. Parece triste y echo a correr, corro hacia la casa, y luego subo las escaleras con sigilo, me siento en la cama, temblando; sigo sin comprender lo que ha ocurrido, pero sé que es algo malo, muy malo.
Lunes 2 de febrero de 1987
Clare tiene 15 años, y Henry 38
CLARE: Cuando regreso de la escuela a casa, Henry me está esperando en la sala de lectura. Le he arreglado una pequeña habitación junto al cuarto de la caldera, que está al otro lado del lugar en el que guardamos las bicicletas. He dicho a los de casa que me gusta leer en el sótano y, de hecho, paso mucho tiempo aquí; así que ya no les resulta extraño. Henry ha apoyado una silla bajo el pomo de la puerta. Llamo cuatro veces y me deja entrar. Se ha construido una especie de nido de almohadas, cojines y mantas, y ha estado leyendo viejas revistas bajo mi lámpara de escritorio. Lleva los tejanos viejos de mi padre y una camisa de franela a cuadros; se le ve cansado y va sin afeitar. Esta mañana le he dejado la puerta trasera abierta para que pudiera entrar, y aquí está.
Dejo en el suelo la bandeja de comida que le he traído.
—Podría bajarte unos libros.
—La verdad es que esto es fantástico.
Ha estado leyendo revistas Mad de los sesenta.
—Es indispensable para los viajeros del tiempo, que necesitan conocer toda clase de gacetillas, que te cuenten las noticias de un momento determinado —me dice con un ejemplar de World Almanac de 1968 en las manos.
Me siento a su lado sobre las mantas y lo miro para ver si me obligará a moverme. Me doy cuenta de que está considerándolo; por lo tanto, levanto las manos para que me las vea y me siento sobre ellas.
—Ponte cómoda —me dice Henry sonriendo.
—¿De dónde vienes?
—Del año 2001. Del mes de octubre.
—Pareces cansado. —Veo que se debate entre el impulso de contarme la causa de su cansancio y el de callar. Finalmente, vence lo segundo—. ¿En qué estamos metidos en 2001?
—Tenemos grandes proyectos. Tareas abrumadoras. —Henry empieza a comer el emparedado de rosbif que le he traído—. Oye, ¡qué bueno…!
—Lo ha preparado Nell.
Henry se ríe.
—Nunca entenderé cómo puedes crear unas esculturas enormes que soportan los embates de vientos huracanados, interpretar recetas para tintes, manufacturar kozo y hacer mil cosas más y, en cambio, no sepas arreglártelas en la cocina —me dice riendo—. Es sorprendente.
—Es un bloqueo mental. Una fobia.
—Es extrañísimo.
—Cuando entro en la cocina, oigo una vocecita qué me dice: «Márchate»; y eso es lo que hago.
—¿Comes bien? Se te ve delgada.
Yo, en cambio, me siento gorda.
—Sí que como. —Entonces me viene un pensamiento inquietante—. ¿Estoy muy gorda en 2001? A lo mejor por eso piensas que estoy demasiado delgada.
Henry sonríe por alguna broma que se me escapa.
—Bueno, estás un poco rellenita en la actualidad, en mi presente, pero ya pasará.
—Ecs.
—Estar rellenita es bueno. A ti te sienta muy bien.
—No, gracias.
Henry me mira, preocupado.
—No te preocupes, no soy anoréxica ni nada parecido. Quiero decir, que no hace falta que te preocupes.
—Bueno, como tu madre siempre daba la lata con el tema…
—¿Daba?
—Da.
—¿Por qué has dicho «daba»?
—Por nada en especial. Lucille se encuentra bien. No te preocupes.
Miente. Siento un espasmo en el estómago. Acurruco la cabeza entre las rodillas y cruzo los brazos.
HENRY: No puedo creer que haya cometido un desliz verbal de esa magnitud. Acaricio el pelo de Clare, y deseo fervientemente poder regresar al presente durante tan solo un minuto, el suficiente para consultar con Clare, para descubrir lo que debía decirle, a los quince años, sobre la muerte de su madre. Todo esto me pasa porque no consigo dormir. Con unas cuantas horas de sueño habría pensado con mayor rapidez o, al menos, habría disimulado mejor mi lapsus. No obstante, Clare, que es la persona más honesta que conozco, es hipersensible incluso a las mentiras más piadosas, y ahora las únicas opciones de que dispongo son negarme a decir nada más, lo cual la sacará de quicio, mentir, algo que ella no aceptará, o decirle la verdad, que la entristecerá y complicará la relación con su madre. Clare se me queda mirando.
—Dímelo —me exige.
CLARE: Henry tiene una expresión sombría.
—No puedo, Clare.
—¿Por qué no?
—No es bueno saber las cosas antes de tiempo. Te fastidia la vida.
—Sí, pero no puedes dejarme así.
—No hay nada que decir.
Empiezo a sentir pánico de verdad.
—Se suicidó —aventuro, embargada por la incertidumbre. Esa es una de las cosas que más temo.
—No, qué va. No, no. De ninguna manera.
Me quedo mirándolo fijamente.
Henry tiene una expresión compungida. No logro adivinar si me está diciendo la verdad. ¡Ojalá pudiera leerle el pensamiento! ¡La vida sería tan fácil! Mamá… ¡Oh, mamá!
HENRY: Es espantoso. No puedo dejar a Clare así.
—Cáncer de ovarios —le digo bajito.
—Gracias a Dios —comenta ella, y se pone a llorar.
Viernes 5 de junio de 1987
Clare tiene 16 años, y Henry 32
CLARE: Llevo todo el día esperando a Henry. Estoy nerviosísima. Ayer me saqué el carnet de conducir, y mi padre me dijo que podía llevarme el Fiat a la fiesta de Ruth esta noche. A mi madre no le gusta nada la idea, pero como mi padre ya me ha dicho que sí, no puede hacer nada para impedirlo. Los oigo discutir en la biblioteca después de cenar.
—Hubieras podido preguntármelo antes…
—Me ha parecido que no tenía importancia, Lucy…
Cojo mi libro y me marcho al prado. Me echo sobre la hierba. El sol empieza a ponerse. Hace frío aquí fuera, y la hierba está plagada de pequeñas polillas blancas. El cielo vira hacia un rosado naranja tras los árboles que dan hacia el oeste, y el azul intenso traza su arco sobre mí. Estoy a punto de regresar a la casa para coger un jersey cuando oigo que alguien camina por la hierba. No hay duda, tiene que ser Henry. Penetra en el claro y se sienta sobre la roca. Lo espío desde la vegetación. Parece bastante joven, quizá tenga treinta y pocos años. Lleva una camiseta negra y lisa, unos tejanos y unas zapatillas deportivas abotinadas. Está sentado en silencio, aguardando. Para mí, sin embargo, no cabe la espera, y aparezco ante él de un brinco, asustándolo.
—¡Por el amor de Dios, Clare! ¿Acaso quieres que a este vejete le dé un ataque al corazón?
—No eres un vejete.
Henry sonríe. Siempre dice estupideces sobre su edad.
—Dame un beso —le pido, y él me besa.
—¿A santo de qué?
—¡Me he sacado el carnet de conducir!
Henry parece alarmado.
—¡Oh, no! Quiero decir… Felicidades.
Le sonrío; nada de lo que pueda decirme borrará mi buen humor.
—Lo que pasa es que estás celoso.
—De hecho, sí. Me encanta conducir, pero nunca me pongo al volante.
—¿Y eso por qué?
—Es demasiado peligroso.
—¡Gallina!
—Para los demás, claro. Imagínate lo que sucedería si estuviera conduciendo y desapareciera. El coche seguiría moviéndose y ¡patapuummm! Dejaría un reguero de sangre y muertes a mi espalda. No es una visión muy agradable que digamos.
Me siento en la roca junto a Henry, y él se aleja de mí. Ignoro su gesto.
—Esta noche voy a una fiesta a casa de Ruth, ¿quieres venir?
Enarca una ceja. Por lo general eso significa que va a pronunciar una cita de un libro del cual jamás he oído hablar o que me instruirá sobre algún tema en concreto. Sin embargo se limita a decirme:
—Pero, Clare… Eso implicaría conocer a una buena parte de tus amigos.
—¿Y qué? Estoy cansada de tantos secretos.
—Veamos. Tú tienes dieciséis años y yo treinta y dos. Te doblo la edad. Estoy seguro de que nadie se daría cuenta, y que tus padres jamás se enterarían del asunto.
Suspiro.
—En fin, yo tengo que asistir a la fiesta. Ven y quédate en el coche. No estaré mucho tiempo dentro, y luego podemos ir a cualquier otra parte.
HENRY: Aparcamos a una manzana de distancia de casa de Ruth. Oigo la música desde aquí; suena Once In A Life time, de Talking Heads. En realidad me apetece ir con Clare, pero no sería prudente. Ella sale del coche de un salto, me dice: «¡Quédate aquí!», como si yo fuera un perrazo desobediente, y se aleja tambaleándose con sus tacones y su falda corta hacia el domicilio de Ruth. Me arrellano en el asiento y espero.
CLARE: Tan pronto entro por la puerta me doy cuenta de que esta fiesta es una equivocación. Los padres de Ruth estarán toda la semana en San Francisco; es decir, que al menos mi amiga gozará de cierto margen de tiempo para arreglarlo todo, limpiar la casa y dar las oportunas explicaciones, pero me alegro de que no se trate de mi casa. El hermano mayor de Ruth, Jake, también ha invitado a sus amigos, y en total hay aproximadamente unas cien personas, todas ellas borrachas. Hay más chicos que chicas, y desearía haber venido con pantalones y zapato plano, pero ya es demasiado tarde para remediarlo. Cuando entro en la cocina a por un refresco, alguien dice a mis espaldas:
—¡Cuidado con la señorita Mirad Pero No Toquéis! —exclama el sujeto, acompañando la frase de un sonido obsceno, como si se relamiera. Me vuelvo y veo al chico a quien llamamos Caralagarto (a causa de su acné) mirándome con lascivia—. Bonito vestido, Clare.
—Gracias, pero no es para que tú lo disfrutes, Caralagarto.
—Oye, jovencita, eso que me has llamado no es muy agradable que digamos —protesta, siguiéndome hasta la cocina—. A fin de cuentas, lo que he hecho es intentar expresar lo mucho que valoro tu atuendo extremadamente atractivo, y lo único que se te ocurre es insultarme…
No para de hablar. Finalmente escapo; agarro a Helen y la utilizo de escudo humano para salir de la cocina.
—Esto es una mierda —dice Helen—. ¿Dónde está Ruth?
Ruth se ha escondido con Laura arriba, en su dormitorio. Están fumando un porro a oscuras y observando por la ventana a un puñado de amigos de Jake que se están bañando en cueros en la piscina.
No tardamos en acomodarnos frente a la ventana para presenciar la escena con ojos desorbitados.
—Mmmm —exclama Helen—. Hay algunos que me gustan.
—¿Cuál de ellos? —le pregunta Ruth.
—El chico del trampolín.
—Ooooh…
—Fijaos en Ron —interviene Laura.
—¿Ese es Ron? —pregunta Ruth entre risitas.
—Uauu. Bueno, supongo que cualquiera estaría más favorecido sin la camiseta de Metallica y la repugnante cazadora de cuero —comenta Helen—. Oye, Clare. Estás calladísima.
—¿Eh? Sí…, supongo que sí —digo con un hilo de voz.
—Mírate. ¡Pero si te ciega la lujuria! Estoy avergonzada de ti. ¿Cómo has podido llegar a este estado? —me dice riendo—. Ahora en serio, Clare, ¿por qué no acabas con esta situación de una vez por todas?
—No puedo —le digo, sintiéndome muy desgraciada.
—Claro que puedes. Solo tienes que bajar y gritar: «¡Quiero follar!», y cincuenta tíos saldrán diciendo: «¡Conmigo, conmigo!».
—No lo entiendes. No quiero… No se trata de eso…
—Ella quiere que sea alguien especial —dice Ruth sin apartar los ojos de la piscina.
—¿Quién? —pregunta Helen.
Me encojo de hombros.
—Vamos, Clare. Escúpelo ya.
—Dejadla tranquila —tercia Laura—. Si Clare no quiere, no tiene ninguna obligación de decírnoslo.
Estoy sentada junto a Laura, y apoyo la cabeza en su hombro.
Helen se levanta como sacudida por un resorte.
—Ahora vuelvo.
—¿Adonde vas?
—He traído champán y zumo de pera para preparar unos Bellini, pero me lo he dejado todo en el coche.
Sale disparada como una flecha. Un chico alto con el pelo por los hombros salta del trampolín y da una voltereta hacia atrás.
—Oh, la, la —dicen Ruth y Laura al unísono.
HENRY: Ha pasado un buen rato, puede que una hora más o menos. Me tomo la mitad de la bolsa de patatas fritas y la Coca-Cola caliente que Clare me ha traído. Echo un sueñecito. Hace tanto rato que se ha ido que me apetece salir a dar un paseo. Además, necesito mear.
Oigo unos tacones que se dirigen hacia mí. Miro por la ventanilla, pero no es Clare; es una rubia explosiva que lleva un vestido estrecho y rojo. Parpadeo, y me doy cuenta de que se trata de la amiga de Clare, Helen Powell. Ay, ay, ay.
Se acerca dando taconazos por mi lado del coche, se inclina hacia delante y atisba hacia el interior. Por su escote se ve París. Me siento algo mareado.
—Hola, novio de Clare. Me llamo Helen.
—Te equivocas, Helen; pero encantado de conocerte.
Su aliento apesta a alcohol.
—¿No vas a salir del coche para presentarte como es debido?
—Oh, estoy muy cómodo instalado aquí, gracias.
—Bueno, pues vengo a hacerte compañía. —Se mueve insegura cuando pasa por delante del coche, abre la portezuela y se deja caer en el asiento del conductor—. Hace muchísimo tiempo que deseaba conocerte —me confía Helen.
—¿Ah, sí? ¿Por qué? —Deseo desesperadamente que regrese Clare y me rescate, pero eso daría al traste con el juego, ¿verdad?
Helen se inclina hacia mí y me dice por lo bajo:
—Deduje tu existencia. Mis vastas dotes de observación me han llevado a la conclusión de que lo que queda, una vez has descartado lo imposible, es la verdad, por muy increíble que parezca. Por lo tanto… —Helen se calla para eructar—. Qué poco femenino… Disculpa. Por lo tanto, he concluido que Clare debía de tener un novio, porque si no, no se negaría a follar con todos esos chicos fantásticos, que están muy decepcionados con el tema. Y finalmente te encuentro aquí. ¡Tachan!
Siempre me ha gustado Helen, y me entristece tener que engañarla. De todos modos, eso sí que explica lo que ella me dijo en nuestra boda. Me encanta cuando las pequeñas piezas del rompecabezas encajan así.
—Es un razonamiento muy cautivador, Helen; pero yo no soy el novio de Clare.
—Entonces, ¿por qué estás sentado en su coche?
Se me cruzan los cables. Clare me matará por esto.
—Soy amigo de los padres de Clare. La verdad es que estaban preocupados porque ella cogiera el coche para asistir a una fiesta en la que tal vez correría el alcohol, y me han pedido que la acompañe y le haga de chófer, por si acaba demasiado borracha para conducir.
—Eso queda absolutamente fuera de lugar —dice Helen, haciendo un mohín—. Con lo que bebe nuestra pequeña Clare no podría llenar ni un dedal pequeñito, pequeñito…
—Yo no he dicho que beba. Solo que sus padres se han puesto paranoicos.
Se oye el resonar de unos tacones por la acera. En esta ocasión se trata de Clare, que se detiene espantada cuando ve que tengo compañía. Helen salta del coche y grita:
—¡Clare! Este hombre tan antipático dice que no es tu novio.
Clare y yo intercambiamos una mirada.
—No, no lo es —dice Clare secamente.
—Ya. ¿Te marchas?
—Es casi medianoche, y estoy a punto de convertirme en una calabaza. —Clare da la vuelta al coche y abre la portezuela del conductor—. Venga, Henry, vamonos.
Enciende el motor y conecta las luces. Helen está clavada ante los faros. Luego se sitúa a mi lado del coche.
—Conque no eres su novio, ¿eh, Henry? Casi me lo he creído durante unos instantes, sí, señor. Adiós, Clare —dice Helen riendo.
Clare sale del aparcamiento con dificultad y se aleja. Ruth vive en Conger. Cuando torcemos hacia Broadway, veo que todas las farolas están apagadas. Broadway es una autopista de dos carriles. La diseñaron con tiralíneas, pero sin la luz de las farolas es como conducir en un pozo negro.
—Vale más que enciendas las largas, Clare.
Clare apaga los faros del automóvil.
—¡Clare…!
—¡No me digas lo que tengo que hacer!
Me callo. Lo único que puedo ver son los números iluminados del radiorreloj. Son las 23.36. Oigo el aire pasando veloz por la ventanilla, el motor del coche; noto las ruedas comiéndose el asfalto, pero por alguna extraña razón parecemos inmóviles, a pesar de que el mundo se mueve a nuestro alrededor a ochenta kilómetros por hora. Cierro los ojos. No noto la diferencia. Los abro. El corazón me late con fuerza.
Unos faros aparecen en la lejanía. Clare enciende las luces y seguimos circulando deprisa, perfectamente alineados con las rayas amarillas del centro de la calzada y el arcén de la autopista. Son las 23.38.
El rostro de Clare no delata expresión alguna bajo las luces que se reflejan en el salpicadero.
—¿Por qué has hecho eso? —le pregunto con la voz ronca.
—¿Por qué no? —La voz de Clare es tranquila como una laguna en verano.
—¿Porque habríamos podido morir en un brutal accidente?
Clare aminora la marcha y gira por la autopista Estrella Azul.
—Pero eso no es lo que ocurre. Crezco, te conozco, nos casamos, y ya está.
—En lo que a ti respecta, un poco más: y nos estrellamos con el coche y pasamos un año yendo a rehabilitación.
—No, porque me habrías avisado para que no lo hiciera.
—Lo intenté, pero me gritaste…
—Me refiero que tu yo mayor le habría dicho a mi yo más joven que no me estrellara con el coche.
—Entonces es que eso ya habría ocurrido.
Llegamos a la avenida Meagram y Clare tuerce hasta enfilar el sendero. Es el camino particular que conduce a su casa.
—Para, Clare, ¿quieres? Por favor.
Clare se coloca sobre la hierba del arcén, detiene el coche, para el motor y apaga las luces. Volvemos a estar completamente a oscuras, y puedo oír un millón de grillos cantando. Atraigo a Clare hacia mí y la rodeo con mis brazos. Está tensa y se muestra inflexible.
—Prométeme una cosa…
—¿El qué?
—Prométeme que no volverás a intentar nada parecido. No me refiero solo al coche, sino a todo lo que revista peligro. Nunca se sabe… El futuro es extraño, y no puedes ir por ahí comportándote como si fueras invencible.
—Pero si me has visto en el futuro…
—Confía en mí. Tú confía en mí.
Clare se ríe.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—No lo sé. Quizá porque te quiero.
Clare vuelve la cabeza tan deprisa que me golpea en la mandíbula.
—Auuu.
—Lo siento.
Apenas veo el trazado de su perfil.
—¿Me amas?
—Sí.
—¿En este instante?
—Sí.
—Pero no eres mi novio.
Bueno, ahora entiendo que es eso lo que le molesta.
—Verás, técnicamente hablando soy tu marido. Supongo que, como todavía no te has casado, deberíamos decir que eres mi novia.
Clare coloca su mano en un lugar en el que posiblemente no debería estar.
—Preferiría ser tu amante.
—Tienes dieciséis años, Clare. —Aparto su mano con suavidad y le acaricio la cara.
—Soy lo bastante mayor. Ecs, tienes las manos húmedas. —Clare enciende la luz piloto y me sobresalto cuando veo que su cara y sus manos están manchadas de sangre. Me miro las palmas y las noto pegajosas y rojizas—. ¡Henry! ¿Qué ha pasado?
—No lo sé. —Me lamo la palma derecha y aparecen cuatro profundos cortes alineados en forma de luna creciente. Me río—. Son las uñas. Me lo he hecho cuando conducías sin faros.
Clare apaga la luz piloto de un manotazo y, de nuevo, nos quedamos en la oscuridad. Los grillos cantan a todo trapo.
—No quería asustarte.
—Pues lo has conseguido. Por lo general, voy tranquilo cuando conduces tú. Es solo que…
—¿Qué?
—Sufrí un accidente de coche cuando era pequeño, y no me gusta subir a los automóviles.
—Oh…, lo siento.
—No pasa nada. Oye, ¿qué hora es?
—¡Madre mía! —Clare enciende la luz. El reloj marca las 00.12—. Llego tarde. ¿Cómo voy a entrar con estas manchas de sangre?
Se la ve tan desconcertada que me entran ganas de reír.
—Ven —le digo, frotando mi palma izquierda sobre su labio superior y bajo la nariz—. Has tenido una hemorragia.
—De acuerdo. —Clare arranca el coche, enciende los faros y vuelve a la calzada—. Etta se llevará un susto de muerte cuando me vea.
—¿Etta? Y tus padres, ¿qué?
—Mi madre probablemente estará dormida a estas horas, y es la noche de póquer de mi padre.
Clare abre la verja y entramos en la propiedad.
—Si mi hija saliera en coche el día después de sacarse el carnet, yo estaría sentado tras la puerta principal con un cronómetro en la mano.
Clare detiene el coche antes de entrar en el campo visual de la casa.
—¿Tenemos hijos?
—Lo siento. Eso es información confidencial.
—Apelaré a la ley de Libertad de Información.
—Adelante. —La beso con cautela, para no alterar la falsa hemorragia—. Ya me dirás lo que has descubierto. —Abro la portezuela del coche—. Buena suerte con Etta.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
Salgo del coche y cierro la puerta lo más silenciosamente que puedo. El coche se desliza por el camino, toma una curva y desaparece en la noche. Camino en la misma dirección y me dirijo a una cama que he improvisado en el prado, bajo las estrellas.
Domingo 27 de septiembre de 1987
Henry tiene 32 años, y Clare 16
HENRY: Me materializo en el prado, a más de cuatro metros del calvero. Me siento fatal, mareado y con náuseas; decido sentarme un rato para recuperarme. Hace frío y el día es gris; me hallo sumergido entre las hierbas altas y pardas, que me cortan la piel. Al cabo de unos instantes, me siento un poco mejor, y percibo que todo está en silencio. Me levanto y camino hacia el claro.
Clare está sentada en el suelo, recostada junto a la roca. No dice nada, solo me mira con lo que parece una expresión de rabia. «¡Vaya! —pienso—. ¿Qué he hecho ahora?». Está en su etapa Grace Kelly; lleva un abrigo de lana azul y una falda roja. Estoy temblando, y rebusco hasta encontrar la caja con la ropa. Me pongo unos tejanos negros, un jersey negro, unos calcetines de lana negros, un abrigo negro, unas botas negras y unos guantes de piel negros. Parezco el protagonista de una película de Wim Wenders. Me siento junto a Clare.
—Hola, Clare. ¿Estás bien?
—Hola, Henry. Toma. —Me alarga un termo y dos bocadillos.
—Gracias. No me siento muy bien. Esperaré un poco. —Dejo la comida sobre la roca. El termo contiene café, que inhalo profundamente. Solo con percibir el aroma parece que me siento mejor—. ¿Te encuentras bien?
Clare no me mira. Escruto su rostro y me doy cuenta de que ha llorado.
—Henry, ¿darías una paliza a alguien por mí?
—¿Qué?
—Quiero hacerle daño a una persona, y no soy lo bastante fuerte ni sé cómo luchar. ¿Lo harías tú por mí?
—¡Uauuu! ¿De qué me estás hablando? ¿A quién? ¿Por qué?
Clare no levanta la vista de su falda.
—No quiero hablar de ello. ¿No podrías aceptar mi palabra si te digo que se lo tiene bien merecido?
Creo que sé lo que ocurre: me parece que ya he oído antes esa historia. Suspiro, y me acerco a Clare hasta rodearla con mis brazos. Ella apoya la cabeza en mi hombro.
—Se trata de un muchacho con quien saliste un día, ¿verdad?
—Sí.
—Se portó como un gilipollas, y ahora quieres que lo pulverice, ¿no?
—Sí.
—Clare, hay muchísimos tíos que son gilipollas. Yo mismo fui un gilipollas cuando…
Clare se ríe con sorna.
—Dudo que fueras un gilipollas de campeonato como Jason Everleigh.
—Es jugador de fútbol o algo por el estilo, ¿verdad?
—Sí.
—Clare, ¿qué te hace pensar que puedo abordar a un atleta que es como un armario y al que le doblo la edad? ¿Cómo se te ha ocurrido salir con alguien así?
Clare se encoge de hombros.
—En la escuela no paran de fastidiarme porque nunca salgo con nadie. Ruth, Meg y Nancy… Bueno, circulan rumores que dicen que soy lesbiana. Incluso mi madre me pregunta por qué no salgo con chicos. Cuando me piden para salir, digo siempre que no; además, Beatrice Dilford, que sí es tortillera, me ha preguntado si yo también lo soy. Le he dicho que no, y ella me ha contestado que no le sorprende, pero que eso es lo que comenta todo el mundo. Así que pensé que sería mejor salir con algunos chicos. El primero que me lo pidió fue Jason. Es, cómo te diría, una especie de atleta, y muy atractivo, la verdad. Pensé que si salía con él, todos lo sabrían y quizá dejarían de hacer comentarios sobre mí.
—Es decir, que fue tu primera cita.
—Sí. Fuimos a un restaurante italiano y nos encontramos con Laura y Mike, y con un montón de gente de la clase de teatro. Le ofrecí pagar a escote, pero él se negó, me contó que era algo que jamás aceptaba; y lo pasamos bien, quiero decir que hablamos de la escuela y de nuestras cosas, de fútbol… Luego fuimos a ver Viernes 13, VII parte. Una película francamente estúpida, por si piensas ir a verla.
—Ya la he visto.
—¿Ah, sí? ¿Y eso? No parece ser de las películas que te gustan.
—Por el mismo motivo que tú; la chica con quien salía quería ir a verla.
—¿Quién era esa chica?
—Una mujer que se llama Alex.
—¿Cómo es?
—Era cajera en un banco, tenía unas tetas enormes y le gustaba que le palmearan el trasero.
En el preciso instante en que esas palabras escapan de mi boca, me doy cuenta de que estoy hablando con Clare, la adolescente, y no con Clare, mi esposa, y me atizo mentalmente un golpe en la cabeza.
—¿Qué le palmearan el trasero? —pregunta Clare mirándome y sonriendo, con las cejas tan arqueadas que casi le alcanzan el nacimiento del pelo.
—No importa. Es decir, que fuiste a ver una película, y luego… ¿qué pasó?
—Oh, bueno… Luego quiso ir a Traver.
—¿Qué es Traver?
—Es una granja que está hacia el norte. —A Clare se le quiebra la voz, y apenas la oigo—. Es donde la gente va a… a pegarse el lote. —Permanezco en silencio—. Le dije que estaba cansada y que quería regresar a casa, pero él se puso como loco. —Clare se calla; durante unos segundos nos quedamos sentados, escuchando los pájaros, los aviones, el viento. De repente, Clare dice—: Se comportaba como un loco de atar.
—¿Qué sucedió?
—No quería llevarme a casa. Yo no estaba segura de dónde nos encontrábamos; en algún lugar al que se llega por la carretera doce; él seguía conduciendo por diversos caminos de la zona, yo qué sé… Luego cogió una carretera asquerosa, y llegamos a una cabaña. Había un lago cerca, podía oír el sonido del agua; y él tenía la llave de la casita.
Me estoy poniendo nervioso. Clare jamás me contó esta historia, solo me dijo que en una ocasión pasó una velada terrorífica con alguien llamado Jason, que era jugador de fútbol. Clare vuelve a guardar silencio.
—Clare, dime si te violó.
—No. Dijo que no era lo bastante buena… Me dijo que… No, no me violó. Solo me hirió. Me hizo…
Clare no puede hablar. Espero. Se desabrocha el abrigo y se lo quita. Luego le sigue la blusa, y veo que tiene la espalda cubierta de morados. Unos moretones oscuros y púrpura que contrastan con su blanca piel. Clare se vuelve y le veo una quemadura de cigarrillo en el pecho derecho, infectada y que tiene un aspecto atroz. En una ocasión le pregunté cómo se había hecho esa cicatriz, pero ella no quiso decírmelo. Voy a matar a ese tío. Voy a desmembrarlo. Clare está sentada frente a mí, aguardando con los hombros caídos y la carne de gallina. Le paso la camisa y se la pone.
—De acuerdo —le digo en un tono tranquilo—. ¿Dónde puedo encontrar a ese tipejo?
—Te llevaré en coche.
Clare me recoge con el Fiat al final del caminito de entrada, fuera ya del campo visual de la casa. Lleva gafas de sol, a pesar de que la luz de la tarde es tenue, pintalabios y el pelo recogido en la nuca. Parece mucho mayor de los dieciséis años que tiene. Es como si acabara de salir de La ventana indiscreta, a pesar de que el parecido sería más perfecto si fuera rubia. Corremos veloces entre los árboles otoñales, aunque no creo que ninguno de los dos aprecie la variedad de tonalidades. El trozo de la cinta que registra lo que le sucedió a Clare en esa cabaña no deja de sonar incesantemente en mi cabeza.
—¿Es muy alto?
Clare reflexiona unos segundos.
—Unos cinco centímetros más que tú, y pesa más. Puede que unos veintitrés kilos más.
—Jesús.
—He traído esto. —Clare rebusca en el bolso y saca una pistola.
—¡Clare!
—Es la de mi padre.
Intento pensar deprisa.
—Clare, no es una buena idea. Quiero decir que estoy lo bastante loco para utilizarla de verdad, y eso sería una estupidez. Ah, espera… —Le cojo el arma, abro el tambor, saco las balas y las meto en su bolso—. Vale. Así está mejor. Es una idea brillante, Clare.
Me mira con aire interrogativo. Embuto la pistola en el bolsillo del abrigo.
—¿Quieres que lo haga de un modo anónimo o prefieres que sepa que voy de tu parte?
—Quiero estar presente.
—Ah…
Se introduce por un camino particular y detiene el automóvil.
—Quiero llevármelo a algún lugar y que tú le hagas muchísimo daño mientras yo miro. Quiero que se cague de miedo.
Suspiro.
—Clare, no suelo hacer esta clase de cosas. Por lo general, peleo en defensa propia.
—Por favor —profiere Clare con un hilillo de voz.
—Claro que sí.
Enfilamos el camino y nos detenemos frente a una enorme casa de falso estilo colonial. No hay coches a la vista. Van Halen se filtra desde una ventana del segundo piso. Nos dirigimos a la puerta principal y yo me pongo a un lado mientras Clare llama al timbre. Al cabo de un momento, la música se para en seco y se oyen fuertes pisadas que proceden del piso de arriba. Se abre la puerta y, tras una pausa, oigo una voz que dice:
—¡Vaya! ¿Vuelves porque no has tenido suficiente?
No necesito oír nada más. Saco el arma y me sitúo al lado de Clare. Apunto el arma al pecho del chico.
—Hola, Jason —dice Clare—. He pensado que quizá te gustaría venir con nosotros.
Jason actúa igual que lo habría hecho yo en su lugar, se deja caer y rueda fuera de nuestro alcance, pero no lo bastante deprisa. Como estoy situado en la puerta, aterrizo de un salto sobre su pecho y lo golpeo hasta dejarlo sin respiración. Me levanto, pongo mi bota sobre su pecho y le apunto a la cabeza con la pistola. C'est magnifique mais ce n'est pas la guerre. Es un estilo Tom Cruise, muy guapo, muy americano.
—¿En qué posición juega? —le pregunto a Clare.
—Medio campo.
—Ya. Nunca lo habría dicho. Levántate, con las manos arriba, donde pueda verlas —le digo en tono jovial.
El tipo obedece y le hago salir por la puerta. Los tres nos quedamos en el caminito de entrada, y entonces se me ocurre una idea. Le digo a Clare que vaya a la casa y traiga una cuerda, y ella sale al cabo de unos minutos con unas tijeras y un rollo de cinta aislante.
—¿Dónde quieres hacerlo?
—En el bosque.
Jason jadea mientras se ve obligado a caminar al paso hacia el bosque. Andamos durante unos cinco minutos, y entonces veo un pequeño claro con un olmo joven y muy práctico que se yergue en los límites.
—¿Qué te parece aquí, Clare?
—Sí, muy bien.
La miro. Se muestra absolutamente impasible, fría como una asesina de Raymond Chandler.
—Tú dirás, Clare.
—Átalo al árbol.
Le entrego el arma, tiro de las manos de Jason para ponerlas en posición alrededor del tronco y se las uno con cinta aislante. Hay casi un rollo entero, y pretendo usarlo todo. Jason respira con gran esfuerzo, y resuella. Doy unos pasos a su alrededor y miro a Clare. Ella contempla a Jason como si el tipo fuera una mala pieza de arte conceptual.
—¿Eres asmático?
Jason asiente. Las pupilas se le han contraído en diminutos puntos negros.
—Iré a buscar su inhalador —se ofrece Clare.
Me devuelve el arma y atraviesa el bosque para desandar el mismo sendero que hemos tomado. Jason procura respirar despacio y con cuidado. Intenta hablar.
—¿Quién… eres tú? —pregunta con voz ronca.
—Soy el novio de Clare. He venido a enseñarte modales, puesto que ya has demostrado que no sabes lo que es eso.
Abandono el tono zumbón y me acerco a él para decirle en voz baja:
—¿Cómo has podido hacerle eso? Es muy joven. No sabe nada, y tú has venido a joderlo todo…
—Es… una calienta… braguetas.
—Ella no tiene ni la más remota idea. Es como torturar a un gatito porque te ha mordido.
Jason no responde. Su respiración se ha convertido en un resuello prolongado y tembloroso. Cuando ya empiezo a preocuparme, llega Clare con el inhalador en la mano y me mira.
—Cariño, ¿sabes cómo se utiliza esta cosa?
—Creo que tienes que agitarla, ponérsela luego en la boca y presionar desde arriba.
Clare sigue mis instrucciones y le pregunta si quiere más. Jason asiente. Tras cuatro inhalaciones, nos quedamos observando hasta percibir que, lentamente, el chico va recuperando la respiración normal.
—¿Lista? —pregunto a Clare.
Ella levanta las tijeras y hace unos cortes al aire. Jason se sobresalta. Clare se acerca a él, se arrodilla, y empieza a cortarle la ropa.
—¡Eh! —grita Jason.
—Haz el favor de callarte —le digo—. Nadie te ha hecho daño, al menos de momento.
Clare termina de cortarle los tejanos y empieza con la camiseta. A mí me toca atarlo con la cinta aislante al árbol. Comienzo por los tobillos, y voy dando vueltas a la cinta con gran esmero, subiendo por sus pantorrillas y sus muslos.
—Detente ahí —me pide Clare, que me indica un punto justo debajo de la entrepierna de Jason. Le corta la ropa interior, y yo empiezo a atarlo por la cintura.
Jason tiene la piel pegajosa y está muy bronceado por todo el cuerpo, salvo por debajo del tierno perfil de un bañador. Suda a mares. Lo ato con la cinta aislante hasta los hombros y me detengo, no quiero impedir que respire. Clare y yo nos retiramos unos pasos y contemplamos nuestra obra. Jason se ha convertido en una momia de cinta aislante con una larga erección. Clare empieza a reír, y su risa suena fantasmagórica, al propagarse su eco por el bosque. La miro con dureza. Hay algo sabedor y cruel en la risa de Clare, y a mi entender este momento marca un límite, una especie de tierra de nadie entre la infancia de Clare y su vida de adulta.
—Y ahora, ¿qué? —le pregunto. Una parte de mí desea convertir a Jason en picadillo, pero la otra no quiere moler a palos a alguien atado a un árbol con cinta adhesiva.
Jason está rojo como un tomate, y el tono de su tez contrasta vivamente con la cinta adhesiva de color gris.
—Ah, bueno… Creo que ya es suficiente —dice Clare.
Siento un profundo alivio, y por eso digo:
—¿Estás segura? Quiero decir que podría hacer muchísimas cosas. Romperle los tímpanos, la nariz… Ah, no. Eso no. Ya se la ha roto; pero podríamos cortarle los tendones de Aquiles. Nunca más podría jugar a fútbol.
—¡No! —exclama Jason, retorciéndose bajo la cinta.
—Entonces, discúlpate —le pido.
Jason titubea.
—Lo siento.
—Todo esto resulta patético.
—Ya lo sé —dice Clare.
Rebusca en el bolso y encuentra un rotulador fluorescente. Se acerca a Jason como si este fuera un animal peligroso encerrado en un zoológico y empieza a escribir en la cinta que le cubre el pecho. Cuando termina, se echa atrás y tapa el rotulador. Lo que ha escrito es un resumen de la cita de ambos. Se mete el rotulador en el bolso y dice:
—Marchémonos.
—Mujer, no podemos dejarlo aquí. Puede tener otro ataque de asma.
—Mmmm. Vale, sí, lo entiendo. Haré unas cuantas llamadas.
—Espera un momento —dice Jason.
—¿Qué?
—¿A quién vas a llamar? Llama a Rob.
—Vaya, vaya… —dice Clare riendo—. No, guapo. Voy a llamar a todas las chicas que conozco.
Me acerco a Jason y le coloco la boca de la pistola bajo el mentón.
—Si mencionas mi existencia, aunque sea a una sola persona, y lo descubro, volveré y te destrozaré. No podrás caminar, ni hablar, ni comer, ni siquiera follar, cuando haya acabado contigo. En cuanto a Clare, lo único que sabes de ella es que se trata de una chica encantadora que, por alguna inexplicable razón, no sale con nadie. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —replica Jason mirándome con odio.
—Hemos sido muy benévolos contigo en esta ocasión. Ahora bien, si vuelves a someter a Clare a algún tipo de acoso, lo lamentarás.
—Bien.
—Perfecto —digo, metiéndome la pistola en el bolsillo—. Ha sido divertido.
—Escucha, caraculo…
¡Qué diablos! Cojo impulso hacia atrás y le doy una patada en el costado, justo en los riñones. Jason grita. Me vuelvo y miro a Clare, que está lívida bajo el maquillaje. A Jason se le saltan las lágrimas. Me pregunto si se desmayará.
—Vámonos —le digo a Clare, y ella asiente.
Nos dirigimos al coche, cabizbajos. Oigo a Jason gritándonos. Subimos al automóvil, Clare enciende el contacto, da la vuelta y sale disparada por el caminito hasta enlazar con la calle.
La observo mientras conduce. Está empezando a llover. Una sonrisa de satisfacción le asoma por las comisuras de los labios.
—¿Es eso lo que querías? —le pregunto.
—Sí. Ha sido perfecto. Gracias.
—Ha sido un placer. —Me estoy mareando—. Creo que me voy.
Clare se mete en una callejuela lateral. La lluvia tamborilea sobre el coche. Es como circular por un túnel de lavado.
—Bésame —me exige.
La beso, y luego desaparezco.
Lunes 28 de septiembre de 1987
Clare tiene 16 años
CLARE: El lunes en la escuela todos me miran, pero nadie me dirige la palabra. Me siento como Harriet, la Espía, después de que sus compañeras de clase descubrieran su libreta de anotaciones secretas. Caminar por el vestíbulo es como si se apartaran las aguas del mar Rojo. Cuando entro en la clase de lengua a primera hora, todos se callan. Me siento junto a Ruth, la cual sonríe con expresión preocupada. Yo tampoco hablo, pero bajo la mesa noto su mano sobre la mía, caliente y menuda. Ruth sostiene mi mano durante unos instantes y luego, cuando el señor Partaki entra, me la suelta. El señor Partaki se da cuenta de que todos estamos inusualmente callados.
—¿Habéis pasado un buen fin de semana? —pregunta gentilmente.
—Sí, ¡ya lo creo! —responde Sue Wong, y se oye un estertor de risas nerviosas por el aula.
Partaki está desconcertado, y se produce una pausa incomodísima.
—Bien, fantástico —dice finalmente—. Vamos a embarcarnos en Billy Budd. En 1851 Hermán Melville publicó Moby Dick o la ballena blanca, que fue acogida con manifiesta indiferencia por el público de Estados Unidos…
Me evado sin esfuerzo. A pesar de la camiseta de algodón que llevo debajo, el jersey me provoca una quemazón, y me duelen las costillas. Mis compañeros de clase se las arreglan como pueden, no sin grandes esfuerzos, para debatir el tema de Billy Budd. Al final, el timbre suena, y todos huyen. Yo también los sigo, despacio, y Ruth camina junto a mí.
—¿Estás bien? —me pregunta.
—Más o menos.
—Hice lo que me dijiste.
—¿A qué hora?
—Sobre las seis. Temía que sus padres regresaran a casa y lo descubrieran. Costó mucho liberarlo. La cinta le arrancó todo el vello del pecho.
—Perfecto. ¿Lo vio mucha gente?
—Sí, todo el mundo. Bueno, todas las chicas. Los chicos no, por lo que me han dicho.
Los pasillos están prácticamente vacíos. Me encuentro delante del aula de francés.
—Clare, comprendo por qué lo hiciste, pero lo que no entiendo es cómo lo hiciste.
—Me ayudaron.
La campana suena y Ruth da un salto.
—¡Mierda! ¡Es la quinta vez consecutiva que llego tarde al gimnasio! —Se aleja como repelida por un enorme campo magnético—. Cuéntamelo a la hora del almuerzo —me grita cuando ya me vuelvo para entrar en la clase de madame Simone.
—Ah, Mademoiselle Abshire, asseyez-vous, s'il vous plait.
Me siento entre Laura y Helen. Esta me escribe una nota: «Te felicito». La clase está traduciendo a Montaigne. Trabajamos en silencio, y madame Simone camina por el aula, corrigiendo. Me cuesta mucho concentrarme. La mirada de Henry después de dar una patada a Jason era de absoluta indiferencia, como si acabara de estrechar una mano, como si ningún pensamiento ocupara su mente, y luego se le veía preocupado porque no sabía cómo reaccionaría yo; y me doy cuenta de que Henry disfrutó golpeando a Jason. ¿Acaso no es lo mismo que sintió este mientras se divertía hiriéndome a mí? No, de ningún modo, porque Henry es bueno. ¿Es eso lo que hace aceptable su actitud? ¿Hice lo correcto cuando le pedí que me ayudara?
—Clare, attendez —dice madame Simone cogiéndome por el codo.
Después de sonar la campana de nuevo todos salen corriendo. Camino junto a Helen. Laura me abraza a modo de disculpa y se apresura hacia la clase de música, que se imparte en el otro extremo del edificio. Helen y yo coincidimos en gimnasia durante la tercera clase.
—Vaya follón, reina. No podía creérmelo. ¿Cómo conseguiste atarlo a ese árbol?
Al final acabaré cansándome de oír esa pregunta.
—Tengo un amigo que hace este tipo de cosas. Fue él quien me ayudó.
—¿Quién es?
—Un cliente de mi padre —miento.
—Mientes fatal —me contesta Helen, negando con la cabeza.
Yo sonrío, y no digo nada.
—Se trata de Henry, ¿verdad?
Niego en silencio y me llevo un dedo a los labios. Hemos llegado al gimnasio de chicas. Entramos en el vestuario y… ¡abracadabra! Todas las chicas dejan de hablar. Luego se oye un suave murmullo de charlas que vence al silencio. Helen y yo tenemos las taquillas en la misma zona. Abro la mía y saco el equipo de gimnasia y las zapatillas de deporte. Ya he pensado en lo que voy a hacer. Me quito los zapatos y las medias, y me desnudo hasta quedarme en camiseta y braguitas. No llevo sujetador porque me duele demasiado.
—Mira, Helen —digo. Me quito la camiseta y Helen se da la vuelta.
—¡Por el amor de Dios, Clare!
Los morados tienen peor aspecto que ayer. Algunos se están poniendo verduscos. Tengo verdugones en los muslos por culpa del cinturón de Jason.
—¡Oh, Clare! —Helen se acerca a mí y me abraza con cuidado.
Los vestuarios se han quedado en silencio. Miro por encima del hombro de Helen y veo que todas las chicas se han congregado a nuestro alrededor, y que todas nos miran. Helen se endereza, se vuelve hacia ellas y les dice:
—¿Qué os parece?
Alguien del fondo empieza a aplaudir, y luego todas aplauden, y ríen, charlan y bromean. Me siento ligera, ligera como una pluma.
Miércoles 12 de julio de 1995
Clare tiene 24 años, y Henry 32
CLARE: Estoy echada en la cama, casi dormida, cuando noto la mano de Henry rozándome el estómago y me doy cuenta de que ya ha regresado. Abro los ojos, él se inclina hacia mí y me besa la pequeña cicatriz de la quemadura de cigarrillo. Bajo la penumbrosa luz de la noche le toco el rostro.
—Gracias —le digo.
—Fue todo un placer —me contesta él, y esas son todas las palabras que llegamos a cruzar sobre el tema.
Domingo 11 de septiembre de 1988
Henry tiene 36 años, y Clare 17
HENRY: Clare y yo estamos en el huerto una cálida tarde de septiembre. Los insectos zumban en el prado bajo un sol dorado. Todo está en calma. Dejo vagar la mirada entre la hierba seca, y noto el aire, vibrante por el calor. Nos hemos cobijado bajo un manzano. Clare se apoya en el tronco, con un cojín debajo para suavizar la presión de las raíces del árbol. Yo estoy echado, con la cabeza sobre su regazo. Hemos comido, y los restos del almuerzo están desperdigados a nuestro alrededor, intercalados entre las manzanas caídas. Me siento somnoliento y satisfecho. Es enero en mi presente, y Clare y yo estamos peleados. Este interludio veraniego es idílico.
—Me gustaría dibujarte tal como estás ahora —me dice Clare.
—¿Cabeza abajo y dormido?
—Relajado. Se te ve tan tranquilo…
¿Por qué no?
—Adelante.
Nos hallamos aquí fuera porque Clare tenía que dibujar árboles para la clase de arte. Coge su cuaderno de dibujo, que mantiene en equilibrio sobre una rodilla, y elige un carboncillo.
—¿Quieres que me mueva? —le pregunto.
—No, cambiaría muchísimo la composición. Tal como estabas, por favor.
Recobro la postura anterior y miro ocioso los dibujos que las ramas trazan contra el cielo.
La inmovilidad es una disciplina. Puedo estar muy quieto durante largos períodos de tiempo cuando leo, pero posar para Clare siempre es sorprendentemente difícil. Incluso una postura que en un principio resulta de lo más cómoda acaba convirtiéndose en una tortura al cabo de unos quince minutos. Sin mover nada, salvo los ojos, miro a Clare. Está absorta en su dibujo. Cuando Clare dibuja, mira como si el mundo hubiera desaparecido, y los únicos vestigios de civilización fueran ella y el objeto de su estudio. Por esa razón me encanta que Clare me dibuje: cuando me mira con esa atención, siento que lo soy todo para ella. Es la misma mirada que me brinda cuando hacemos el amor. En este momento me mira a los ojos y sonríe.
—He olvidado preguntarte de qué época vienes.
—De enero de 2000.
—¿De verdad? —exclama con expresión sombría—. Pensaba que era más adelante.
—¿Por qué? ¿Tan mayor te parezco?
Clare me acaricia la nariz. Sus dedos recorren mi puente hasta llegar a las cejas.
—No, claro que no; pero se te ve feliz y tranquilo. Por lo general, cuando vienes de 1998, 1999 o de 2000, estás triste, o bien asustado, y no quieres decirme por qué. Luego, en 2001, vuelves a estar bien.
—Pareces una echadora de cartas —le digo riendo—. Nunca he sido consciente de que captaras mis cambios de humor con tanta precisión.
—¿Acaso tengo más datos en los que basarme?
—Recuerda que es el agobio lo que suele enviarme hacia ti. Es decir, que no deberías interpretar que todos esos años son horribles y que soy infeliz. En esa época también hay muchísimas cosas agradables.
Clare vuelve a su dibujo. Ha dejado de hacerme preguntas sobre nuestro futuro.
—Henry, ¿de qué tienes miedo? —me pregunta, en cambio.
Me sorprende la pregunta, y tengo que pensarla.
—Del frío. Tengo miedo del frío. Tengo miedo de la policía. Tengo miedo de viajar a un lugar y a un tiempo equivocados, y que me atropellen o me den una paliza. O bien de quedarme atrapado en el tiempo y no ser capaz de regresar. Tengo miedo de perderte.
Clare sonríe.
—¿Cómo podrías perderme? Yo no iré a ninguna parte.
—Me preocupa que no soportes el hecho de que yo no sea digno de confianza y me abandones.
Clare deja a un lado su cuaderno de dibujo, y yo me levanto.
—No te abandonaré jamás —me dice—. Aunque tú siempre estés abandonándome.
—Olvidas que yo nunca quiero marcharme.
Clare me muestra su dibujo. Ya lo he visto antes; está colgado junto a la mesa de dibujo de Clare en el estudio que tiene en casa. Es cierto que tengo un aspecto tranquilo en la composición. Clare la firma y empieza a escribir la fecha.
—No. No está fechado.
—¿Ah, no?
—Ya lo he visto antes, y no lleva ninguna fecha.
—De acuerdo —dice Clare mientras borra la fecha y escribe «Casa Alondra del Prado» en su lugar—. Ya está. —Me mira sorprendida—. ¿Te ha pasado alguna vez regresar al presente y encontrar algo cambiado? Quiero decir, ¿qué ocurriría si escribiera la fecha en este dibujo ahora mismo? ¿Qué pasaría?
—No lo sé. Inténtalo —le digo con curiosidad.
Clare borra «Casa Alondra del Prado» y escribe: «11 de septiembre de 1988».
—Ya está. Ya ves qué fácil. —Nos miramos, desconcertados. Clare ríe—. Si hemos violado el continuo espacio-temporal, de momento no se nota demasiado.
—Ya te diré si has provocado la tercera guerra mundial. —Empiezo a notar temblores—. Creo que me voy, Clare.
Ella me besa, y desaparezco.
Jueves 13 de enero de 2000
Henry tiene 36 años, y Clare 28
HENRY: Después de cenar sigo pensando en el dibujo de Clare, así que me voy a su estudio para echarle un vistazo. Clare está creando una enorme escultura con diminutas virutas de papel púrpura; parece un cruce entre un teleñeco y el nido de un pájaro. Rodeo la obra de arte con cuidado y me sitúo frente a su mesa. El dibujo no está en su lugar.
Clare entra con una brazada de fibra de abacá.
—¡Eh! —exclama, lanzando la carga al suelo y acercándose a mí—. ¿Qué pasa?
—¿Dónde ha ido a parar el dibujo que tenías colgado aquí mismo? Me refiero a aquel que me hiciste.
—¿Cómo? Ah, sí… No lo sé. A lo mejor se ha caído al suelo. —Clare se mete bajo la mesa y dice—: No lo veo. Ah, sí. Espera, ya lo tengo. —Sale de su escondite agarrando el dibujo con dos dedos—. Ecs, está lleno de telarañas.
Le pasa un trapo y me lo entrega. Lo examino. Sigue sin haber ninguna fecha en el dibujo.
—¿Qué le ha sucedido a la fecha?
—¿Qué fecha?
—La que escribiste al pie, aquí, bajo tu nombre. Parece como si la hubieran rascado.
—De acuerdo —dice Clare riendo—. Lo confieso. La he rascado.
—¿Por qué?
—Me asusté mucho con tu comentario sobre la tercera guerra mundial. Empecé a pensar que a lo mejor no nos conoceríamos en el futuro por culpa de mi insistencia en probar este experimento.
—Me alegro de que lo hicieras.
—¿Por qué?
—No lo sé. Es lo que siento.
Nos miramos y luego Clare sonríe, y yo me encojo de hombros. Ahí termina todo. ¿Por qué me parece, sin embargo, que algo imposible ha estado a punto de suceder? ¿Por qué me siento tan aliviado?