Jueves 7 de junio de 1973
Henry tiene 27 y 9 años
HENRY: Me encuentro en la acera de enfrente del Instituto de Arte de Chicago, un soleado día de junio de 1973, en compañía de mi otro yo de nueve años de edad. Él ha viajado desde el miércoles pasado; yo, en cambio, vengo de 1990. Tenemos una larga tarde por delante, y parte de la noche, para aprovecharla como queramos. Por eso hemos ido a uno de los museos de arte más grandes del mundo, para aprender una lección sobre carterismo.
—¿No podemos limitarnos a contemplar las obras de arte? —suplica Henry. Está nervioso. Nunca se ha dedicado a esto.
—De ninguna manera. Necesitas aprender la técnica. ¿Cómo vas a sobrevivir si no sabes robar nada?
—Mendigando.
—Mendigar es una lata, y siempre te detiene la policía. Veamos, escúchame bien: cuando entremos ahí, quiero que te separes de mí y finjas que no me conoces. Ahora bien, quédate lo bastante cerca para observar lo que hago. Si te entrego alguna cosa, no la dejes caer, guárdala en el bolsillo lo más rápido que puedas. ¿De acuerdo?
—Supongo que sí. ¿Podemos ir a ver a san Jorge?
—Claro.
Atravesamos la avenida Michigan y caminamos entre estudiantes y amas de casa que toman el sol en la escalinata del museo. Henry da unos golpecitos a uno de los leones de bronce al pasar.
Me siento algo incómodo por todo este asunto. Por un lado, estoy proporcionándome a mí mismo unas técnicas de supervivencia a todas luces necesarias. Las lecciones de este curso incluyen: Hurto en las Tiendas, Moler a Palos, Forzar Cerraduras, Trepar a los Arboles, Conducir, Allanamiento de Morada, Buceo en Contenedores de Escombros y Cómo Emplear Objetos Descabellados como Persianas de Lamas y Tapas de Cubos de Basura como Armas. Por otro lado, estoy corrompiendo a mi pobre, joven e inocente yo. En fin, alguien tiene que hacerlo.
Hoy el museo es gratuito, y hay un enjambre de personas. Nos ponemos en la cola, atravesamos la entrada y subimos despacio por la grandiosa escalinata central. Entramos en las salas de arte europeo y retrocedemos desde el arte flamenco del siglo XVII hasta llegar a la España del siglo XV. San Jorge posa de pie, como siempre, preparado para traspasar al dragón con su delicada lanza, mientras la princesa rosa y verde espera con recato en el plano central. A mi yo y a mí nos tiene embelesados el dragón de vientre amarillento, y siempre nos alivia descubrir que su trágico final todavía no se ha producido.
Henry y yo nos quedamos de pie frente a la pintura de Bernat Martorell durante cinco minutos, y luego él se vuelve hacia mí. En ese momento tenemos la sala a nuestra disposición.
—No cuesta tanto —le digo—. Presta atención. Busca a alguien distraído. Imagina dónde puede tener la cartera. La mayoría de los hombres utilizan el bolsillo trasero o bien el interior de la chaqueta del traje. En cuanto a las mujeres, es mejor que lleven el bolso a la espalda. Si estás en la calle, puedes agarrarlo y tirar de él, pero entonces tienes que asegurarte de que correrás más que cualquiera que decida perseguirte. Es mucho más silencioso cogerlo sin que se enteren.
—Vi una película en la que practicaban con un traje que llevaba cosidas unas campanitas a la ropa, y si al coger la cartera el tipo movía el traje, las campanitas sonaban.
—Sí, recuerdo esa película. Puedes probar en casa. Ahora sigúeme.
Me llevo a Henry de la sala del siglo XV a la del XIX; aterrizamos en pleno impresionismo francés. El Instituto de Arte es famoso por su colección de impresionismo. Puedo elegir, pero estas salas están siempre abarrotadas de gente que se retuerce el pescuezo para echar una ojeada a La Grande Jatte o a algún pajar de Monet. Henry no alcanza a ver por encima de las cabezas de los adultos y se pierde las pinturas, pero de todos modos está demasiado nervioso para contemplarlas. Examino la sala. Hay una mujer inclinada sobre un bebé que se contorsiona y berrea. Debe de ser la hora de su siesta. Hago un gesto de asentimiento a Henry y me dirijo hacia ella. Su bolso posee un simple cierre a presión, y lo lleva colgado en bandolera. Está absolutamente concentrada en lograr que su hijo deje de chillar. Se encuentra frente a la obra En el Moulin Rouge, de Toulouse-Lautrec. Finjo que lo miro mientras camino, tropiezo con ella y le hago perder el equilibrio mientras la cojo por el brazo.
—Lo siento muchísimo, perdóneme. No estaba mirando. ¿Está bien? Hay tanta gente aquí…
Mi mano está en su bolso. Ella se ha sofocado, tiene los ojos oscuros, el pelo largo y unos pechos grandes. Todavía está intentando perder los kilos de más que ganó con el embarazo. Me cruzo con su mirada cuando encuentro el monedero, y sigo disculpándome. El monedero sube por la manga de mi chaqueta, la miro de arriba abajo y sonrío, retrocediendo, me vuelvo, camino, y la observo por encima del hombro. Ella ha cogido a su hijo en brazos y me mira fijamente, algo triste. Sonrío y me alejo caminando. Henry me sigue cuando bajo por las escaleras hacia el museo infantil. Nos encontramos cerca del lavabo de caballeros.
—Ha sido muy extraño —comenta Henry—. ¿Por qué te miraba de ese modo?
—Se siente sola —le digo en un tono eufemístico—. Quizá su marido no pasa demasiado tiempo con ella.
Nos metemos en un lavabo y abro el monedero. Se llama Denise Radke. Vive en Villa Park, en Illinois. Es miembro de los Amigos del Museo y ex alumna de la Universidad Roosevelt. Lleva veintidós dólares en efectivo y unas monedas. Se lo enseño todo a Henry, en silencio, dejo el monedero como estaba y se lo entrego. Salimos del lavabo y del servicio de caballeros y volvemos a la entrada del museo.
—Dáselo a la vigilante. Dile que te lo has encontrado en el suelo.
—¿Por qué?
—No lo necesitamos; solo estaba enseñándote.
Henry corre hacia la vigilante, una mujer negra y entrada en años que sonríe y le da al chico una especie de medio abrazo. Henry regresa despacio, caminamos separados, a unos tres metros de distancia, yo encabezo la marcha por el largo y oscuro pasillo que algún día albergará la sala de Artes Decorativas y que conduce a la todavía inconcebible ala Rice, que en la actualidad está llena de carteles. Ando buscando objetivos fáciles, y justo delante de mí me encuentro el ejemplo perfecto del sueño de todo carterista. Bajito, corpulento, bronceado y fuera de lugar, parece salido del estadio Wrigley Field, con su gorra de béisbol, pantalones de poliéster y camisa azul claro de manga corta, abotonada hasta arriba. Está instruyendo a su esmirriada novia sobre Vincent van Gogh.
—Y entonces se corta la oreja y se la regala a su chica… Eh, oye. ¿Qué te parecería como regalo? ¡Una oreja, nada menos! ¡Uau! Por eso lo metieron en un manicomio…
No siento el menor escrúpulo hacia ese individuo. Camina dando zancadas, cacareando, tranquilísimo, con la cartera en el bolsillo trasero izquierdo. Tiene un vientre enorme, pero casi no tiene culo, y su cartera está pidiendo que la cojan. Deambulo tras la pareja. Henry goza de una buena visión cuando inserto con destreza el pulgar y el índice en el bolsillo del objetivo y libero la cartera. Me echo hacia atrás y ellos siguen caminando, le paso la cartera a Henry y se la mete rapidísimo en los pantalones mientras yo me adelanto.
Le enseño otras técnicas: cómo coger una cartera del bolsillo interior de un traje, cómo ocultar la mano cuando la introducimos en el bolso de una mujer, seis modos distintos de distraer a una persona mientras le arrebatamos la cartera, cómo sacar una cartera de una mochila y el modo de conseguir que alguien, sin advertirlo, te muestre dónde lleva el dinero. Ahora está más relajado, incluso empieza a divertirse. Al final, le digo:
—Muy bien, ahora te toca a ti.
Se queda petrificado.
—No puedo.
—Claro que puedes. Observa a tu alrededor. Busca a alguien.
Nos encontramos en la sala de grabados japoneses. Hay un montón de ancianas.
—Aquí no.
—De acuerdo. Dime dónde.
Henry piensa unos segundos.
—¿En el restaurante?
Nos dirigimos lentamente hacia el restaurante. El recuerdo de ese instante es muy nítido. Yo estaba absolutamente aterrorizado. Echo un vistazo a mi álter ego y lo constato: ha empalidecido de miedo. Sonrío, porque sé lo que ocurrirá a continuación. Nos situamos al final de la cola para acceder al restaurante al aire libre. Henry observa a su alrededor, pensando.
Frente a nosotros hay un hombre maduro y muy alto que lleva un traje marrón ligero y de buen corte; es imposible adivinar dónde guarda la cartera. Henry se acerca a él; tiende la mano y le muestra una de las carteras que he robado antes.
—Señor, oiga… ¿Es suya la cartera? —pregunta Henry bajito—. Estaba en el suelo.
—¿Cómo?… Ah, mmm, no. —El hombre comprueba el bolsillo derecho de su pantalón, descubre su cartera sana y salva, se inclina hacia Henry para oírle mejor, coge la cartera que el muchacho le muestra y la abre—. Uff, vaya… Deberías llevársela a los vigilantes de seguridad. Sí, hay bastante dinero en efectivo.
El hombre lleva unas gafas gruesas y observa a Henry a través de los cristales mientras habla. Henry, por su parte, alarga el brazo bajo la chaqueta del hombre y le roba la cartera. Como el chico lleva una camiseta de manga corta, me pongo tras él y me pasa la cartera. El hombre alto y delgado del traje marrón señala hacia las escaleras y le explica a Henry el modo de devolver su hallazgo.
Mi otro yo se aleja titubeando en la dirección que el hombre le ha indicado y yo lo sigo, lo adelanto y lo conduzco a través del museo hasta la salida; pasamos delante de los vigilantes y nos metemos en la avenida Michigan, hacia el sur, hasta que terminamos, sonriendo como diablillos, en el Café de los Artistas, donde nos damos el capricho de pedir batidos y patatas fritas, que abonamos con parte de los beneficios que hemos conseguido con nuestras malas artes. Luego tiramos todas las carteras en un buzón, sin dinero, y pido una habitación en Casa Palmer.
—¿Y bien? —le pregunto, sentado en el borde de la bañera mientras contemplo a Henry lavándose los dientes.
—¿Qué? —me dice Henry con la boca llena de dentífrico.
—¿Qué te parece?
—¿El qué?
—El carterismo.
—Muy bien —me responde, mirándome a través del espejo. Luego se vuelve y me mira a los ojos—. ¡Lo he hecho! —exclama, sonriendo de oreja a oreja.
—¡Estuviste fantástico!
—¡Sí! —Se le borra la sonrisa—. Henry, no me gusta viajar por el tiempo solo. Es más divertido cuando estás tú. ¿No podrías venir siempre conmigo?
Está de pie, dándome la espalda, y nos miramos por el espejo. Mi pobre y joven yo: a esa edad mi espalda es delgada y mis escápulas sobresalen como alas incipientes. Se vuelve, esperando una respuesta, y yo sé lo que tengo que decirle… a él, a mí. Le pongo una mano sobre el hombro y le obligo a volverse con suavidad, para que se ponga a mi lado y quedemos frente al espejo, el uno junto al otro, con la cabeza al mismo nivel.
—Mira.
Estudiamos nuestros reflejos, entrelazados en el recargado esplendor del baño dorado de Casa Palmer. Nuestro pelo es del mismo tono castaño oscuro, los ojos son almendrados y negros, y presentan las mismas arrugas de cansancio; lucimos réplicas exactas de las orejas del otro. Yo soy más alto y musculoso, y me afeito. Él es más delgaducho y desgarbado, y se le marcan las rodillas y los codos. Me aparto el cabello de la cara y le enseño la cicatriz del accidente. De manera inconsciente, Henry imita mi gesto, y se toca la misma cicatriz de la frente.
—Es igual que la mía —me dice, sorprendido—. ¿Cómo te la hiciste?
—Igual que tú. Es la misma. Somos el mismo.
Es un momento translúcido. Yo no lo comprendía pero, de repente, lo comprendí todo, así. Vi cómo sucedía. Deseo ser los dos a la vez, sentir de nuevo la sensación de perder los límites de mí mismo, ver la suma de futuro y presente por primera vez. No obstante, estoy demasiado acostumbrado, me siento demasiado cómodo en el papel, y termino quedándome fuera, recordando lo maravilloso que es tener nueve años y de súbito ver, saber, que mi amigo, guía y hermano soy yo precisamente. Yo, y solo yo. Sentir la soledad de la experiencia.
—Tú eres yo.
—De mayor.
—Pero… ¿Y los otros?
—¿Te refieres a los otros viajeros del tiempo?
Henry asiente.
—No creo que haya más. Quiero decir que jamás me he cruzado con ninguno.
Una lágrima le asoma por el rabillo del ojo izquierdo. Cuando yo era pequeño, imaginaba toda una sociedad de viajeros del tiempo, de la cual Henry, mi maestro, era el emisario, enviado para instruirme sobre mi inclusión final en esa vasta camaradería.
Todavía me siento un ser marginal, el último miembro de una especie otrora numerosa. Era como si Robinson Crusoe descubriera una huella reveladora en la playa y entonces se diera cuenta de que se trataba de la propia. Mi yo, temblando como una hoja, transparente como el agua, empieza a llorar. Lo abrazo, me abrazo, durante mucho rato.
Más tarde pedimos chocolate deshecho al servicio de habitaciones y vemos a Johnny Carson. Henry se duerme con la luz encendida. Cuando termina el programa, echo un vistazo y me doy cuenta de que se ha marchado, se ha desvanecido y se encuentra ya en mi antiguo dormitorio del piso de mi padre, de pie y aturullado por el sueño, junto a mi antigua cama, sobre la que se desploma agradecido. Apago el televisor y la lámpara de la mesita de noche. Los ruidos del tráfico de 1973 se cuelan por la ventana abierta.
Deseo irme a casa. Estoy echado en esa cama dura de hotel, desamparado, solo. Sigo sin comprender nada.
Domingo 10 de diciembre de 1978;
Henry tiene 15 y 15 años
HENRY: Estoy en mi dormitorio con mi otro yo. Viene del próximo mes de marzo. Estamos haciendo lo que solemos hacer cuando tenemos un poco de intimidad, cuando fuera hace frío, en esa época en que los dos ya hemos pasado la pubertad y todavía no hemos empezado a salir con chicas. Creo que la mayoría haría eso, si tuviera la clase de oportunidades que yo tengo. Quiero decir que no es que sea gay, ni nada por el estilo.
Es domingo, bien entrada la mañana. Oigo cómo doblan las campanas de San José. Mi padre llegó a casa muy tarde ayer por la noche; creo que fue al Exchequer después del concierto, porque estaba tan borracho que se cayó por las escaleras y tuve que entrarlo a cuestas en casa y acostarlo. Tose y oigo que da vueltas por la cocina.
Mi otro yo parece distraído; no deja de mirar hacia la puerta.
—¿Qué? —le pregunto.
—Nada.
Me levanto y compruebo la cerradura.
—No —me dice. Parece estar haciendo un gran esfuerzo para poder hablar.
—Ven.
Oigo los pasos cansinos de mi padre al otro lado de la puerta.
—¿Henry?
El pomo de la puerta gira despacio y entonces me doy cuenta de que inadvertidamente he desbloqueado la cerradura. Henry se precipita hacia la puerta, pero ya es demasiado tarde: mi padre asoma la cabeza por el resquicio y nos ve a los dos en flagrante delito.
—¡Oh! —exclama con los ojos desorbitados y una expresión de profundo disgusto dibujada en el rostro—. ¡Por el amor de Dios, Henry!
Cierra la puerta y oigo que regresa a su dormitorio. Furioso, lanzo una mirada de reproche a mi otro yo mientras me pongo unos tejanos y una camiseta. Enfilo el pasillo hacia la habitación de mi padre. Tiene la puerta cerrada. Llamo, pero no me contesta. Espero.
—¿Papá? —Silencio. Abro la puerta, y me quedo de pie en el umbral—. ¿Papá?
Está sentado de espaldas a mí, sobre la cama. No se mueve, y yo permanezco inmóvil durante un rato, sin lograr reunir fuerzas suficientes para entrar en su cuarto. Al final, cierro la puerta y regreso a mi dormitorio.
—Todo ha sido por tu culpa —le digo a mi yo con severidad. Lleva tejanos y está sentado en la silla, tiene la cabeza hundida entre las manos—. Lo sabías, sabías perfectamente lo que iba a suceder y no dijiste ni una palabra. ¿Dónde está tu instinto de conservación? ¿Qué demonios te pasa? ¿De qué te sirve conocer el futuro si ni siquiera puedes protegernos de escenitas humillantes…?
—Cállate —gruñe Henry—. Haz el favor de callarte.
—No pienso callarme —le digo a gritos—. Pero si lo único que tenías que hacer era decir…
—Escucha —me dice, levantando la mirada hacia mí con resignación—. Ha sido como… como ese día en la pista de patinaje sobre hielo.
—¡Oh, mierda!
Hace un par de años vi cómo una niña pequeña se daba un golpe en la cabeza con un disco de hockey en el parque Cabeza India. Fue horrible. Luego supe que murió en el hospital, y empecé a viajar a ese día sin cesar, porque quería avisar a su madre, y no podía. Era como estar entre el público que contempla una película. Era como ser un fantasma. Yo quería gritar: «No, llévesela a casa, no deje que se acerque al hielo, llévesela. Van a herirla, va a morir», pero me daba cuenta de que las palabras no salían de mi cabeza, y que todo sucedería igual que antes.
—Hablas de cambiar el futuro —dice Henry—, pero para mí esto es el pasado, y por lo que veo, poco puedo hacer para cambiarlo. Quiero decir que lo intenté, y por el hecho de intentarlo, sucedió. Si no hubiera dicho nada, no te habrías levantado…
—Entonces, ¿por qué has hablado?
—Porque sí. Tú también hablarás, si no al tiempo —responde encogiéndose de hombros—. Es como lo que le sucedió a mamá. El accidente. Immer wieder.
De nuevo siempre, siempre lo mismo.
—¿Libre albedrío?
Se levanta, se dirige hacia la ventana y se detiene, mirando hacia el patio trasero de los Tantinger.
—Estaba hablando precisamente de eso con un yo de 1992 que me comentó algo interesante: dijo que pensaba que solo existe el libre albedrío cuando te encuentras en tu época, en el presente. Dice que en el pasado solo podemos hacer lo que ya hicimos, y que solo podemos estar ahí si estuvimos antes en ese lugar.
—Pero esté donde esté, siempre será mi presente. ¿No debería ser yo quien decidiera…?
—No, parece ser que no.
—¿Qué te dijo sobre el futuro?
—Solo hay que deducirlo. Vas al futuro, haces algo en concreto y luego regresas al presente. Eso que hiciste formará parte de tu pasado. Por lo tanto, también debe de ser inevitable.
Siento una combinación rarísima de libertad y desesperación. Estoy sudando; Henry abre la ventana y el aire frío penetra en el dormitorio.
—Entonces resulta que no soy responsable de nada de lo que haga, siempre y cuando no me encuentre en el presente.
—Gracias a Dios —me dice sonriendo.
—Y todo ya ha sucedido en realidad.
—Parece que la cosa funciona así. —Henry se pasa la mano por la cara, y me doy cuenta de que ya podría utilizar una maquinilla de afeitar—. Sin embargo, dijo que tienes que comportarte como si tuvieras libre albedrío, como si fueras responsable de lo que haces.
—¿Por qué? ¿Qué importa eso?
—Parece ser que en caso contrario, todo saldrá mal. Es deprimente.
—¿Lo sabe por experiencia propia?
—Sí.
—Entonces, ¿qué ocurrirá ahora?
—Papá te ignorará durante tres semanas; y en cuanto a esto… —me dice señalando la cama—. Tenemos que dejar de vernos de este modo.
—De acuerdo. No hay problema —digo con un suspiro—. ¿Algo más?
—Vivian Teska.
Vivian es esa chica de geometría que despierta mis instintos lujuriosos. Jamás le he dirigido la palabra.
—Mañana, después de clase, acércate a ella y pídele para salir.
—Ni siquiera la conozco.
—Confía en mí. —Me dedica una mueca que me hace pensar por qué diablos tengo que confiar en él, pero quiero creer en lo que me dice.
—De acuerdo.
—Tendría que marcharme. Dame dinero, por favor.
Saco veinte dólares.
—Más.
—Es todo lo que tengo.
—Vale. —Se viste, con la ropa que coge de un montón apelotonado, y que no me importará perder de vista—. ¿No tendrás un abrigo?
Le doy un jersey grueso de lana peruana que siempre he odiado. Pone expresión de asco y se lo coloca encima. Luego nos dirigimos a la puerta trasera del piso. Las campanas de la iglesia tocan las doce del mediodía.
—Adiós —me dice mi yo.
—Buena suerte —le contesto, extrañamente conmovido ante la visión de mí mismo embarcándome hacia lo desconocido, hacia una fría mañana de domingo en Chicago a la que él no pertenece. Tropieza al bajar las escaleras de madera y yo regreso al silencioso piso.
Miércoles 17 de noviembre; martes 28 de septiembre de 1982
Henry tiene 19 años
HENRY: Estoy en el asiento trasero de un coche de policía de Zion, en Illinois. Llevo unas esposas y poca cosa más. El interior del coche patrulla huele a cigarrillos, cuero, sudor y otro olor que no consigo identificar y que parece endémico a los coches patrulla. El aroma de la otredad monstruosa, quizá. Tengo el ojo izquierdo cerrado por la hinchazón, y la parte delantera de mi cuerpo llena de morados, cortes y suciedad a causa de mi enfrentamiento con el mayor de los dos policías en un terreno yermo lleno de cristales rotos. Los policías están de pie fuera del vehículo y hablan con los vecinos, entre los cuales al menos hay uno que es evidente me ha visto cómo intentaba entrar en la casa victoriana de tonos amarillo y blanco, frente a la cual estamos aparcados. No sé en qué época me encuentro. Llevo casi una hora en este lugar, y la he cagado en todos los sentidos. Tengo muchísima hambre, y me siento muy cansado. Debería estar en el seminario sobre Shakespeare del doctor Quarrie, pero no cabe duda de que acabo de perdérmelo. Es una pena. Estudiamos El sueño de una noche de verano.
Lo que puedo ver desde el interior de este coche patrulla es que hace calor y no estoy en Chicago. La fuerza pública de esta ciudad me odia porque siempre desaparezco mientras estoy bajo custodia, y no pueden entenderlo. Por otro lado, me niego a hablar con ellos, así que siguen sin saber mi identidad ni mi dirección. El día que las descubran, estoy perdido, porque tengo varias órdenes de arresto pendientes: allanamiento de morada, hurto en comercios, resistencia a la autoridad, violación del arresto, invasión de propiedad privada, exhibicionismo, robo, und so weiter.
Con todo lo dicho, uno podría deducir que soy un delincuente muy inepto, pero, en realidad, el verdadero problema estriba en lo mucho que cuesta pasar desapercibido cuando vas desnudo. El sigilo y la velocidad son mis principales cualidades. Por eso, cuando intento violar domicilios ajenos a plena luz del día y completamente desnudo, a veces la cosa no funciona. Me han arrestado siete veces, y hasta el momento siempre me he esfumado antes de que puedan tomarme las huellas o sacarme una fotografía.
Los vecinos no paran de atisbar por las ventanillas del coche patrulla para mirarme. No me importa. No me importa en absoluto. Todo esto dura demasiado. Joder, odio estas situaciones. Me recuesto hacia atrás y cierro los ojos.
Se abre una portezuela del coche. Entra el aire fresco durante un segundo (en el que abro de golpe los ojos) y veo la rejilla metálica que separa la parte delantera del automóvil de la trasera, los asientos de vinilo cuarteados, las esposas en las manos, mis piernas con la carne de gallina, el cielo sereno a través del parabrisas, la gorra negra y con visera sobre el salpicadero, la tablilla de notas en la mano del oficial, su rostro rojizo, las cejas grisáceas y espesas y las mejillas caídas como cortinajes…
Todo brilla, iridiscente, en colores parecidos a las alas de una mariposa, y el policía dice:
—Eh, está teniendo una especie de ataque…
Me castañetean los dientes con violencia, y ante mis ojos el coche patrulla desaparece y me encuentro echado de espaldas en el patio trasero de mi casa.
Sí. ¡Sí! Me lleno los pulmones con el dulce aire de una noche de septiembre. Me enderezo y me froto las muñecas, que todavía conservan la marca de las esposas.
Río, río sin cesar. ¡He vuelto a escapar! ¡Houdini, Próspero, heme aquí! Inclinaos ante mí, porque yo también soy un mago.
Me invaden las náuseas y vomito bilis sobre los crisantemos de Kimy.
Sábado 14 de mayo de 1983
Clare tiene 11 años, casi 12
CLARE: Es el cumpleaños de Mary Christina Heppworth, y todas las niñas de quinto del colegio de San Basilio nos quedamos a dormir en su casa. Nos darán pizza, Coca-Cola y ensalada de fruta para cenar, y la señora Heppworth ha hecho un enorme pastel en forma de cabeza de unicornio con unas letras glaseadas en rojo, donde pone: ¡feliz cumpleaños, Mary Christina!; nosotras cantamos y Mary Christina sopla las doce velas de una sola vez. Creo que sé qué deseo ha formulado; no crecer más. Eso es lo que yo desearía en su lugar. Mary Christina es la más alta de la clase. Mide metro setenta y cinco. Su madre es un poco más baja que ella, pero su padre es francamente altísimo. Helen se lo preguntó una vez a Mary Christina, y ella le dijo que medía dos metros. Es la única niña de la familia; sus hermanos son mayores que ella, se afeitan y son altísimos también. Se han propuesto ignorarnos y comer mucho pastel; Patty y Ruth, en especial, se ríen mucho cuando se acercan donde estamos nosotras. Es muy violento. Mary Christina abre sus regalos. Yo le he comprado un jersey verde, igual que el mío azul que tanto le gustaba, el del cuello de ganchillo de Laura Ashley. Después de cenar vemos Tú a Boston y yo a California en vídeo; la familia Heppworth nos vigila por turnos hasta que todas nos hemos puesto el pijama en el baño del segundo piso y nos apelotonamos en el dormitorio de Mary Christina, que está decorado completamente en rosa, incluso la moqueta. Seguramente los padres de Mary Christina se pusieron muy contentos de que naciera finalmente una chica después de tantos hijos varones. Nos hemos traído los sacos de dormir, pero los amontonamos contra una pared y nos sentamos sobre la cama de Mary Christina y en el suelo. Nancy tiene una botella de licor de Peppermint y lo probamos. Sabe asqueroso, es como si me hubiera tragado Vicks VapoRub y me quemara el pecho. Jugamos al Juego de la Verdad o al Reto. Ruth reta a Wendy a que baje corriendo al vestíbulo sin la chaqueta del pijama. Wendy le pregunta a Francie qué talla de sujetador lleva Lexi, la hermana de diecisiete años de Francie. (Respuesta: una cien). Francie le pregunta a Gayle qué hacía el sábado anterior con Michael Plattner en La Reina de los Lácteos. (Respuesta: comer un helado. Sí, ya…). Al cabo de un rato ya nos hemos aburrido del Juego de la Verdad o el Reto, sobre todo porque es difícil que se nos ocurran buenos retos que cualquiera de nosotras pueda aceptar, y porque sabemos todo lo que hay que saber de las demás, dado que vamos juntas a la escuela desde el jardín de infancia.
Entonces Mary Christina dice:
—Juguemos a la Ouija.
A todas nos parece bien, en parte porque es su fiesta de cumpleaños y también porque el juego de la Ouija es buenísimo. Lo saca del armario. La caja está chafada, y al triangulito que señala las letras le falta la ventanita de plástico. Henry me contó una vez que fue a una sesión de espiritismo y a la médium le explotó el apéndice allí mismo, y tuvieron que llamar a una ambulancia. La verdad es que para jugar con el tablero solo hay espacio para dos personas a la vez; por lo tanto, Mary Christina y Helen juegan primero. La regla más importante es que tienes que preguntar en voz alta lo que deseas saber, si no la cosa no funciona. Las dos ponen el dedo sobre el triángulo de plástico. Helen mira a Mary Christina, que duda, y Nancy dice:
—Pregúntale sobre Bobby.
—¿Le gusto a Bobby Duxler? —pregunta entonces Mary Christina.
Todas nos reímos. La respuesta es «No», pero el tablero Ouija dice «Sí» con un ligero empujón de Helen. Mary Christina sonríe tan abiertamente que puedo verle los aparatos, el de arriba y el de abajo. Helen pregunta luego si le gusta a algún chico. La Ouija da vueltas en círculo durante un rato, y luego se detiene en D, A, V.
—¿David Hanley? —dice Patty, y todas reímos. Dave es el único chico negro de la clase. Es supertímido y pequeño, y muy bueno en matemáticas.
—A lo mejor te ayuda con las divisiones largas —dice Laura, que también es muy tímida.
—Venga, Clare —se ríe Helen, que es malísima en matemáticas—. Ahora inténtalo con Ruth.
Ocupamos los puestos de Helen y Mary Christina. Ruth me mira y se encoge de hombros.
—No sé qué preguntar —le digo.
Todas se burlan; ¿cuántas preguntas posibles deben de existir? Hay tantas cosas que quiero saber: «¿Se encontrará bien mamá? ¿Por qué papá grita a Etta esta mañana? ¿Acaso Henry es una persona real? ¿Dónde escondió Mark mis deberes de francés?».
—¿A qué chicos les gusta Clare? —pregunta Ruth. Le dedico una mirada atroz, pero ella se limita a sonreír—. ¿No quieres saberlo?
—No —respondo yo, pero pongo los dedos sobre el plástico blanco.
Ruth también coloca los suyos pero no se mueve nada. Apenas rozamos el objeto, intentamos hacerlo bien y no empujar.
Entonces empieza a moverse, despacio. Avanza en círculos, y luego se detiene en la H. En ese momento empieza a ir más deprisa: E, N, R, Y.
—Henry —dice Mary Christina—. ¿Quién es Henry? Yo no tengo ni idea, pero tú te estás poniendo roja, Clare. Dinos quién es Henry.
Niego con la cabeza, como si para mí también fuera un misterio.
—Ahora pregunta tú, Ruth.
Ruth formula su pregunta y pide (cómo no) a quién le gusta ella; el tablero Ouija deletrea la palabra R, I, C, K. Noto que está empujando. Rick es el señor Malone, nuestro profesor de ciencias, que está enamoriscado de la señorita Engle, la profesora de lengua. Todas reímos, a excepción de Patty, que también anda loquita por el señor Malone. Ruth y yo nos levantamos, y Laura y Nancy se sientan. Nancy está de espaldas a mí, y no puedo ver su cara cuando dice:
—¿Quién es Henry?
Todas me observan y se quedan en absoluto silencio. Yo contemplo el tablero. Nada. Pienso que me encuentro a salvo, pero la cosita de plástico empieza a moverse. E, dice primero. A lo mejor se ha equivocado al deletrear el nombre de Henry; a fin de cuentas, ni Nancy ni Laura saben nada de él. Ni siquiera yo sé gran cosa sobre Henry. El juego sigue: S, P, O, S, O. Todas me miran.
—Eh, que yo no estoy casada; ¡qué solo tengo once años!
—Pero ¿quién es Henry? —se pregunta Laura.
—No lo sé. Quizá es alguien a quien todavía no he conocido.
Asiente. Todas estamos impresionadísimas. Yo también me siento desbordada. ¿Esposo? ¿Un esposo, dice?
Jueves 12 de abril de 1984
Henry tiene 36 años, y Clare 12
HENRY: Clare y yo estamos jugando al ajedrez en un claro del bosque. Es un precioso día de primavera y la naturaleza rebosa de vida con el cortejo y la anidación de los pájaros. Seguimos ocultándonos de la familia de Clare, que esa tarde ha salido a dar una vuelta. Clare lleva un rato atascada en su jugada; le he pillado la reina hace tres movimientos, y ahora está condenada, pero resuelta a sucumbir luchando.
—Henry —dice, levantando la cabeza—, ¿quién es tu Beatle favorito?
—John, claro.
—¿Por qué «claro»?
—Bueno, Ringo está bien, pero es un tipo tristón, ¿sabes lo que quiero decir?, y George es demasiado New Age para mi gusto.
—¿Qué es New Age?
—Religiones extrañísimas. Música ñoña y aburrida. Patéticos intentos de convencerse de la superioridad de todo lo relacionado con lo hindú. La medicina no occidental.
—Pues a ti no te gusta la medicina convencional.
—Eso es porque los médicos siempre intentan convencerme de que estoy loco. Si me hubiera roto un brazo, sería un gran entusiasta de la medicina occidental.
—¿Qué me dices de Paul?
—Paul es para las chicas.
Clare sonríe, con una sonrisa tímida.
—A mí el que más me gusta es Paul.
—Claro, eres una chica.
—¿Por qué Paul es para las chicas?
«Ve con cuidado», me digo.
—Mmm… Vaya… Paul es algo así como… como el Beatle bueno, ¿sabes?
—Y eso ¿es malo?
—No, no. Claro que no. Ahora bien, a los chicos nos interesa más ser guay, y John es el Beatle guay.
—Ya, pero está muerto.
No puedo evitar reírme.
—Puedes seguir siendo guay después de muerto. De hecho, es mucho más fácil, porque no envejeces, no engordas ni se te cae el pelo.
Clare tararea el comienzo de When I'm 64. Mueve su torre hacia delante y avanza cinco casillas. Ahora puedo hacerle jaque mate, la aviso y se apresura a deshacer la jugada.
—Dime, ¿por qué te gusta Paul? —Levanto los ojos a tiempo de ver cómo se ruboriza.
—Porque es tan… tan guapo.
Hay algo en el modo de pronunciar esa frase que hace que me sienta incómodo. Estudio el tablero, y me doy cuenta de que Clare podría hacerme jaque mate si me comiera el alfil con el caballo. Me pregunto si debería decírselo. Si fuera más pequeña, lo haría. Con doce años, sin embargo, ya tiene edad suficiente para valerse por sí misma. Clare contempla el tablero con aire soñador. Me asalta la idea de que estoy celoso. ¡Será posible! No puedo creer que esté celoso de una vieja y multimillonaria estrella de rock lo bastante mayor para ser el padre de Clare.
—Mmmm… Ya.
Clare busca mis ojos con malicia.
—Y a ti, ¿quién te gusta?
«Me gustas tú», pienso, pero no lo digo.
—¿Te refieres a cuando tenía tu edad?
—Mmm, sí. ¿Cuándo tenías tú mi edad?
Sopeso el valor y el potencial de este cartucho antes de lanzarlo.
—Tenía tu edad en 1975. Soy ocho años mayor que tú.
—Entonces, ¿tienes veinte años?
—Bueno, no. Tengo treinta y seis. —Soy lo bastante mayor para ser su padre.
Clare frunce el ceño. Las matemáticas no son su fuerte.
—Pero si en 1975 tenías doce…
—Oh, lo siento. Tienes razón. Quiero decir que este yo que ves ahora tiene treinta y seis años, pero en algún lugar de ahí fuera tengo veinte —le digo señalando hacia el sur—. En tiempo real.
Clare se esfuerza por entenderlo.
—Es decir, que hay dos personas en realidad.
—No exactamente. Siempre hay un solo yo, pero cuando viajo a través del tiempo, a veces voy a algún lugar donde ya estoy, y entonces sí, entonces podríamos decir que hay dos personas. O más.
—¿Cómo es que yo nunca he visto a más de una?
—Ya las verás. Cuando tú y yo nos conozcamos en mi presente, eso sucederá con frecuencia. —Más a menudo de lo que yo querría, Clare.
—Dime, ¿quién te gustaba en 1975?
—Nadie, en realidad. A los doce tenía otras cosas en que pensar, pero cuando cumplí los trece me enamoré locamente de Patty Hearst.
—¿Una chica que conociste en la escuela? —me pregunta con aire ofendido.
—No —me río yo—. Era una estudiante californiana muy rica; la secuestraron unos malvados terroristas políticos de extrema izquierda y la obligaron a atracar bancos. Salió en los informativos todas las noches durante meses.
—¿Qué le ocurrió? ¿Por qué te gustaba?
—Al final la liberaron, se casó y tuvo hijos. Ahora es una señora riquísima que vive en California. ¿Por qué me gustaba, dices? Ah, pues no lo sé. Es algo irracional, ¿sabes? Supongo que creía saber cómo se sentía, por el hecho de estar secuestrada y de que la obligasen a actuar de un modo que ella no deseaba, aunque al mismo tiempo parecía que disfrutaba con todo aquello.
—¿Haces cosas que no desearías hacer?
—Sí, continuamente. —Se me ha dormido la pierna y me levanto para sacudirla hasta que empiezo a notar un cosquilleo—. No siempre acabo sano y salvo como contigo, Clare. Muchas veces aparezco en lugares donde solo consigo ropa y comida robando.
—¡Oh! —Se le entristece el rostro, pero entonces ve la jugada y la ejecuta mirándome con aires de triunfo—. ¡Jaque mate!
—¡Eh, bravo! —exclamo haciéndole una zalama—. Eres la reina del ajedrez du jour.
—Es cierto —corrobora Clare, roja de satisfacción. Empieza a colocar las fichas de nuevo en sus posiciones iniciales—. ¿Otra?
Finjo consultar mi inexistente reloj.
—Por supuesto —le digo, acomodándome otra vez—. ¿Tienes hambre?
Llevamos horas en ese lugar, y se nos han acabado las provisiones; lo único que nos queda son los restos de una bolsa de Doritos.
—Ajá.
Clare oculta los peones tras su espalda; le doy unos golpecitos en el codo derecho y me muestra el peón blanco. Abro siguiendo el movimiento habitual: peón cuatro reina. Ella reacciona como siempre a mi clásica jugada de apertura: peón cuatro reina. Ejecutamos las siguientes diez jugadas con bastante rapidez y un moderado derramamiento de sangre, y entonces Clare se queda quieta calculando las posibilidades. Siempre está experimentando, buscando el coup d'éclat.
—¿Quién te gusta ahora? —pregunta sin levantar la vista.
—¿Quieres decir a los veinte años o a los treinta y seis?
—Tanto a los veinte como a los treinta y seis.
Intento recordar cómo era cuando tenía veinte años. Veo imágenes borrosas de mujeres, pechos, piernas, piel, pelo. Todas sus historias se han entremezclado, y los rostros ya no se corresponden con sus nombres. Estaba muy ocupado a los veinte, pero me sentía muy desgraciado.
—A los veinte no había ninguna mujer relevante en mi vida. No recuerdo a nadie en especial.
—¿Y a los treinta y seis?
Escruto el rostro de Clare. ¿Será demasiado pronto decírselo a los doce años? Estoy seguro de que con esa edad es demasiado joven. Es mejor fantasear con el guapísimo, inalcanzable y seguro Paul McCartney que tener que lidiar con Henry el Viejete Viajero del Tiempo. De todos modos, ¿por qué lo preguntará?
—¿Henry?
—Dime.
—¿Estás casado?
—Sí —admito con reticencia.
—¿Con quién?
—Con una mujer preciosa, paciente, con muchísimo talento y muy lista.
Su rostro se ensombrece.
—Ah. —Coge uno de mis alfiles blancos, que capturó dos jugadas antes, y lo voltea como si fuera una peonza—. Me alegro mucho.
Parece algo decepcionada por la noticia.
—¿Qué pasa?
—Nada. —Clare mueve su reina de Q2 a KN5—. Jaque.
Yo muevo el caballo para proteger al rey.
—¿Estoy casada yo? —quiere saber Clare.
—Hoy estás forzando tu suerte —le digo, cruzándome con su mirada.
—¿Por qué no? De todos modos, jamás me cuentas nada. Venga, Henry, dime si voy a convertirme en una vieja solterona.
—Eres una monja —la engaño.
—Chico, espero que no —dice ella estremeciéndose. Se come uno de mis peones con la torre—. ¿Cómo conociste a tu mujer?
—Lo siento. Eso es información altamente confidencial. —Me como su torre con la reina. Clare hace una mueca.
—Auuu. ¿Estabas viajando a través del tiempo? Cuando la conociste, quiero decir.
—Me ocupaba de mis asuntos.
Clare suspira. Se hace con otro peón gracias a su otra torre. Empiezo a quedarme corto de peones. Muevo el alfil de la reina a KB4.
—No es justo que tú lo sepas todo de mí y, en cambio, no me cuentes nunca nada de ti.
—Es cierto. No es justo. —Intento fingir que lo siento y me muestro complaciente.
—Quiero decir que Ruth, Helen, Megan y Laura me lo cuentan todo, y yo se lo cuento todo a ellas.
—¿Todo?
—Sí… Bueno, todo no. No les digo nada de ti.
—¿Ah, no? Y eso, ¿por qué?
—Tú eres mi secreto. De todos modos, tampoco me creerían. —Conquista mi alfil con su caballo y esboza una sonrisa ladina. Contemplo el tablero, intentando encontrar el modo de matar su caballo o mover mi alfil. Las cosas se ponen feas para las blancas—. Henry, ¿eres una persona de verdad?
Me quedo un tanto traspuesto.
—Sí. ¿Qué quieres que sea si no?
—No lo sé. ¿Un espíritu, tal vez?
—Te prometo que soy una persona, Clare.
—Demuéstralo.
—¿Cómo?
—No lo sé.
—Oye, Clare… Tampoco creo que tú puedas demostrar que eres una persona.
—Claro que puedo.
—¿Cómo?
—Pues diciéndote que soy una persona.
—Bueno, pues yo también te digo que soy una persona.
Es curioso que Clare traiga a colación el tema; en 1999, de donde yo vengo, el doctor Kendrick y yo nos hemos enzarzado en una guerra de trincheras sobre ese mismo tema. Kendrick está convencido de que soy el precursor de una nueva especie de raza humana, tan diversa a los individuos de hoy en día como el hombre de Cromagnon lo fue respecto de sus vecinos neandertales. Yo sostengo que solo soy un ejemplo de código enrevesado, y nuestra incapacidad para tener hijos demuestra que no me convertiré en el eslabón perdido. Hemos citado a Kierkegaard y a Heidegger y nos hemos lanzado miradas furibundas. Ahora, sin embargo, Clare me mira con una sombra de duda.
—La gente no aparece y desaparece como tú. Eres como el gato de Cheshire.
—¿Estás diciendo que soy un personaje de ficción?
Finalmente veo la jugada: torre del rey a QR3. Ahora puede comerse mi alfil, pero perderá la reina. Clare tarda un rato en darse cuenta, y cuando eso ocurre me saca la lengua, que posee un preocupante tono naranja debido a todos los Doritos que se ha comido.
—Tu caso hace que me cuestione los cuentos de hadas. Es decir, si tú eres real, ¿por qué no habrían de ser reales los cuentos de hadas? —Clare se levanta, calculando todavía las posibilidades del tablero, y ejecuta una breve danza, saltando a mi alrededor como si se le hubiera calado fuego a los pantalones—. Creo que el suelo está cada vez más duro. Se me ha dormido el culo.
—Puede que sean reales; o bien que algo en ellos sea real y la gente les haya ido añadiendo cosas, ¿me explico?
—¿Cómo si Blancanieves hubiera entrado en coma?
—Y también la Bella Durmiente.
—Y Juan, el de las judías mágicas, fuera tan solo un jardinero portentoso.
—Y Noé un viejo extraordinario con un arca y un montón de gatos.
—Noé aparece en la Biblia —me dice Clare, sin apartar la vista de mi rostro—. No es un cuento de hadas.
—Ah, es verdad. Lo siento.
Tengo un hambre atroz. En cualquier momento Nell tocará la campana para ir a cenar y Clare tendrá que regresar a casa. Vuelve a sentarse frente a su lado del tablero. Adivino que ha perdido interés por el juego por el modo en que empieza a construir una pequeña pirámide con las fichas ganadas.
—Todavía no me has demostrado que seas real.
—Tú tampoco.
—¿Te preguntas alguna vez si soy real? —me pregunta ella, sorprendida.
—A lo mejor eres un sueño. Quizá tú estés soñando conmigo; puede que solo existamos en los sueños del otro y cada mañana, al despertarnos, nos olvidemos el uno del otro.
Clare frunce el ceño y me hace un gesto con la mano como para alejar de sí la idea.
—Pellízcame —me pide. Me inclino hacia delante y le pellizco ligeramente en el brazo—. ¡Más fuerte! —La vuelvo a pellizcar, lo bastante fuerte para dejarle una marca blanca y roja que perdura unos segundos y luego desaparece—. ¿No crees que me despertaría, si estuviera dormida? En cualquier caso, no tengo sueño.
—Bueno, pues yo no me siento como un fantasma, o un personaje de ficción.
—¿Cómo lo sabes? Es decir, si soy yo quien te está inventando, y no quisiera que tú supieras que eres un invento mío, no te lo diría, ¿verdad?
—Quizá es Dios quien nos ha inventado y no quiere decírnoslo —respondo, moviendo las cejas.
—No deberías hablar así —exclama Clare—. Además, tú ni siquiera crees en Dios, ¿verdad?
Me encojo de hombros y cambio de tema de conversación.
—Soy más real que Paul McCartney.
Clare tiene una expresión preocupada. Empieza a recoger las piezas y las introduce en la caja, separando con tino las blancas de las negras.
—Hay mucha gente que conoce a Paul McCartney… pero yo soy la única que te conoce a ti.
—Pero a mí me has conocido de verdad, y en cambio a él no lo has conocido nunca.
—Mi madre fue a un concierto de los Beatles —dice ella; cierra la tapa del juego de ajedrez y se echa luego sobre el suelo para quedarse contemplando el baldaquino de hojas tiernas—. Fue en el parque Comiskey, en Chicago, el 8 de agosto de 1965.
Le pincho el estómago con el dedo y ella se dobla como un erizo, riéndose. Al cabo de un rato de hacernos cosquillas y revolcarnos, nos quedamos sobre la hierba con las manos aferradas al estómago y Clare me pregunta:
—¿Tu esposa también es una viajera del tiempo?
—No, a Dios gracias.
—¿Por qué «a Dios gracias»? Creo que sería divertido. Podríais ir a los mismos lugares juntos.
—Con un viajero del tiempo por familia hay más que suficiente. Es peligroso, Clare.
—¿Le preocupas mucho?
—Sí —le respondo bajito—. Mucho, sí.
Me pregunto qué estará haciendo ahora Clare, en 1999. Quizá esté durmiendo todavía. Puede que no sepa que me he marchado.
—¿La amas?
—Muchísimo —susurro.
Estamos echados en silencio, el uno al lado del otro, contemplando los árboles que se mecen, los pájaros, el cielo. Oigo un sollozo ahogado y miro a Clare. Me sorprende ver que las lágrimas le surcan las mejillas hasta desaparecer bajo las orejas. Me incorporo y me inclino sobre ella.
—¿Qué te pasa, Clare?
Clare mueve la cabeza hacia delante, en un estertor, y tiene los labios prietos. Le acaricio el pelo y la atraigo hacia mí hasta sentarla y rodearla con mis brazos. Es una niña, aunque no del todo.
—¿Qué sucede?
Lo dice tan bajito que tengo que pedirle que vuelva a repetirlo:
—Es que pensaba que a lo mejor estabas casado conmigo.
Miércoles 21 de junio de 1984
Clare tiene 13 años
CLARE: Estoy en el prado, a finales de junio, a última hora de la tarde; dentro de poco tendré que ir a lavarme para la cena. La temperatura ha descendido. Hace diez minutos el cielo era azul cobrizo, y un calor opresivo atenazaba el prado, todo parecía curvado, como si estuviéramos bajo una inmensa cúpula vitrea, los ruidos más próximos eran sofocados por el calor mientras un coro sobrecogedor de insectos zumbaba. Me he quedado sentada en la pequeña pasarela, contemplando las chinches de agua que patinan en el estanque diminuto y calmo, pensando en Henry. Hoy no me toca verlo; y para la próxima vez faltan veintidós días. Ahora hace más frío. Henry me desconcierta. Toda mi vida lo he aceptado como algo normal y corriente; es decir, creía que Henry era un secreto y por lo tanto alguien realmente fascinante, pero también una especie de milagro, y solo recientemente me he dado cuenta de que la mayoría de las chicas no tienen un Henry, y si cuentan con uno, se lo tienen muy callado. Se levanta el viento; la hierba alta se ondula, cierro los ojos y parece que oigo el sonido del mar (que nunca he visto, salvo por televisión). Cuando los abro, el cielo es amarillo y luego verde. Henry dice que viene del futuro. De pequeña, eso no me creaba ningún conflicto; claro que no tenía ni idea de lo que eso significaba. En cambio ahora me pregunto si la idea implica que el futuro es un lugar o algo parecido a un lugar al que podría ir; me refiero a ir de otra manera que no sea envejeciendo. Me pregunto si Henry podría llevarme al futuro con él. El bosque ennegrece y los árboles se doblegan, fustigados de lado a lado hasta quedar inclinados. El murmullo de los insectos ha desaparecido y el viento lo alisa todo, la hierba se aplana, y los árboles crujen y gimen. Tengo miedo del futuro; me da la impresión de que es como una caja enorme que me espera. Henry dice que me conoce del futuro. Unos nubarrones negros se desplazan y surgen tras los árboles, aparecen tan de repente que me río, son como marionetas, y todo gira a mi alrededor mientras se oye un prolongado y grave retumbar de truenos. De repente, adquiero conciencia de mí misma como alguien que está en un prado, delgada y erecta, en un lugar donde todo se ha allanado. Me echo al suelo, esperando que la tormenta, que se arremolina, no repare en mí, y me tiendo de espaldas, mirando hacia arriba, cuando el agua empieza a caer del cielo. Se me empapa la ropa en un instante, y en ese mismo momento noto que Henry está ahí, siento una increíble necesidad de que él esté ahí y ponga sus manos sobre mí, aun cuando me embarga la sensación de que Henry es la lluvia y yo estoy sola, deseándolo.
Domingo 23 de septiembre de 1984
Henry tiene 35 años, y Clare 13
HENRY: Estoy en el claro del prado. Es muy pronto, por la mañana, justo antes del amanecer. Estamos a finales de verano; las flores y la hierba me llegan al pecho. Hace frío. Estoy solo. Me abro paso entre las plantas y localizo la caja de la ropa, la abro y encuentro unos tejanos azules, una camisa oxford blanca y unas chanclas. Jamás había visto esas prendas y por lo tanto no se me ocurre en qué época debo de estar. Clare también me ha dejado un tentempié: un bocadillo de jalea y mantequilla de cacahuete, envuelto cuidadosamente en papel de aluminio, acompañado de una manzana y una bolsa de patatas fritas de Jay. A lo mejor este almuerzo es el que Clare se lleva a la escuela. Mis pesquisas se encaminan hacia finales de los setenta o principios de los ochenta. Me siento en la roca y como hasta sentirme mejor. Sale el sol. El prado se vuelve azul, luego naranja, y rosa, las sombras se alargan, y finalmente se hace de día. No hay señales de Clare. Gateo unos metros y me adentro en la vegetación, me acurruco en el suelo, a pesar de que está mojado por el rocío, y me duermo.
Cuando me levanto, el sol está más alto y Clare se encuentra sentada junto a mí. Está leyendo un libro. Me sonríe y dice:
—Amanece en los pantanos. Los pájaros cantan y las ranas croan. ¡Hora de despertarse!
Gruño y me froto los ojos.
—Hola, Clare. ¿Qué fecha es hoy?
—Domingo, 23 de septiembre de 1984.
Clare tiene trece años. Una edad difícil y extraña, pero no tan complicada como la que estamos pasando en mi presente. Me incorporo y bostezo.
—¿Puedo preguntarte si serías tan amable de ir a tu casa y escamotear una taza de café para mí?
—¿Café? —Clare pronuncia la palabra como si nunca hubiera oído hablar de ese brebaje. De adulta será tan adicta como yo. Sopesa la logística del tema.
—¿Me harías el favor?
—De acuerdo. Lo intentaré.
Se levanta, despacio. Este es el año en que Clare pegó de repente un estirón. El año pasado creció trece centímetros, y todavía no se ha acostumbrado a su nuevo cuerpo. Los pechos, las piernas y las caderas, todo recién acuñado. Intento no pensar en ello mientras la observo alejarse por el sendero que conduce a la casa. Echo un vistazo al libro que estaba leyendo. Es de Dorothy Sayers, uno que no he leído. Voy por la página treinta y tres cuando regresa. Ha traído un termo, tazas, una manta y unos donuts. El sol del verano ha coronado de pecas la nariz de Clare, y tengo que resistir el impulso de pasar mis manos por su pelo rubísimo, que le cae por los hombros cuando extiende la manta.
—Dios te bendiga.
Recibo el termo como si contuviera un sacramento. Nos instalamos sobre la manta. Me saco las chanclas de una patada, me sirvo una taza y tomo un sorbito. Está increíblemente fuerte y amargo.
—¡Uau! Esto es combustible para cohetes, Clare.
—¿Está demasiado fuerte?
Parece un tanto deprimida, y me apresuro a hacerle un cumplido.
—Bueno, no es que sea demasiado fuerte, pero algo sí. De todos modos me gusta. ¿Lo has preparado tú?
—Sí. Es la primera vez que hago cafe, y como ha entrado Mark y ha empezado a molestarme, a lo mejor por eso lo he hecho mal.
—No, no. Está muy bien.
Soplo el café y me lo bebo de un sorbo. Enseguida me siento mejor. Me sirvo otra taza. Clare me coge el termo, se sirve un dedito de café y lo prueba con cautela.
—¡Puaj! —exclama—. Es asqueroso. ¿Tiene que saber así?
—Bueno, por lo general no es tan brutal. A ti te gusta con muchísima crema de leche y con azúcar.
Clare echa el resto de su café al prado y coge un donut.
—Me estás convirtiendo en un fenómeno.
No se me ocurre una respuesta adecuada, porque esa idea jamás había cruzado por mi mente.
—Ah… No, no es verdad.
—Sí lo es.
—No. ¿Qué quieres decir con eso de que te estoy convirtiendo en un fenómeno? Yo no te estoy convirtiendo en nada.
—Cuando dices cosas como que me gusta el café con crema de leche y azúcar antes de haberlo probado siquiera. ¿Cómo voy a saber discernir si eso es lo que me gusta o si solo me gusta porque eres tú quien dice que me gusta?
—Pero Clare… Hablamos de gustos personales. Sabrás cómo te gusta el café al margen de lo que yo te diga. Por otro lado, eres tú quien siempre me azuza para que te cuente cosas del futuro.
—Conocer el futuro no tiene nada que ver con que te digan qué cosas te gustan.
—¿Por qué? Todo está relacionado con el libre albedrío.
Clare se quita los zapatos y los calcetines. Embute los calcetines en los zapatos y los coloca bien puestos junto al borde de la manta. Luego coge las chanclas que he abandonado y las alinea junto a su calzado, como si la manta fuera un tatami.
—Yo creía que el libre albedrío tenía que ver con el pecado.
—No —le digo, tras reflexionar unos segundos—. ¿Por qué debería limitarse el libre albedrío al bien o al mal? Quiero decir, acabas de decidir, haciendo gala de tu libre albedrío, quitarte los zapatos. No importa, a nadie le preocupa que lleves zapatos o no, no es algo pecaminoso o virtuoso, y no influye en el futuro, pero tú has hecho uso de tu libertad de albedrío.
Clare se encoge de hombros.
—Pero a veces tú me dices cosas, y siento como si viera el futuro ante mí, ¿sabes? Como si mi futuro hubiera sucedido en el pasado y no pudiera hacer nada al respecto.
—A eso se le llama determinismo. Me acecha en sueños.
Clare está intrigada.
—¿Por qué?
—Bueno, si precisamente tú te sientes constreñida por la idea de que tu futuro es inalterable, imagínate cómo me siento yo. No dejo de darme de narices contra el hecho de que no puedo cambiar nada, a pesar de hallarme aquí, contemplándolo.
—Pero, Henry, ¡tú cambias las cosas! Es decir, fuiste tú quien escribió aquella historia que se supone tengo que entregarte en 1991 sobre el bebé con síndrome de Down. En cuanto a la lista, si yo no la tuviese, no podría saber cuándo reunirme aquí contigo. Puedes cambiar las cosas sin cesar.
—Solo puedo hacer aquello que no entra en contradicción con lo que ya ha sucedido —le explico sonriendo—. No puedo, por ejemplo, evitar lo que acabas de hacer: quitarte los zapatos.
—¿Y a ti qué puede importarte si me los quito o no? —replica ella riéndose.
—Nada, pero aunque me importara, ahora es una parte inalterable de la historia del universo y yo no puedo hacer nada para evitarlo.
Cojo un donut. Es un Bismarck, mi favorito. El glaseado se ha derretido un poco al sol y se me pega a los dedos. Clare termina el suyo, se arremanga los bajos de su tejano y se sienta con las piernas cruzadas. Se rasca el cuello y me mira molesta.
—Ahora haces que me entren complejos. Es como si cada vez que me sonara la nariz fuera un acontecimiento histórico.
—Pues lo es.
Clare pone los ojos en blanco.
—¿Qué es lo contrario al determinismo?
—El caos.
—Ah. No creo que me guste. ¿Te gusta a ti?
Doy un buen mordisco al Bismarck y reflexiono sobre el caos.
—Bueno… Digamos que sí y que no. El caos implica mayor libertad; de hecho, es la libertad total, pero sin significado alguno. Yo, en cambio, deseo ser libre para actuar y que mis acciones signifiquen algo.
—Pero, Henry, te olvidas de Dios… ¿Por qué no puede existir un Dios que dé un sentido a todo eso?
Clare frunce el ceño, convencida, y dirige su mirada al prado mientras habla. En cuanto a mí, me meto el último trozo del Bismarck en la boca y lo mastico despacio para ganar tiempo. Cada vez que Clare menciona a Dios me sudan las palmas de las manos y siento la necesidad de esconderme, correr o desaparecer.
—No lo sé, Clare. Quiero decir que todo me parece demasiado azaroso y absurdo para pensar que existe un Dios.
Clare se sujeta las rodillas con los brazos.
—Acabas de decir que parece que todo está planificado de antemano.
—Sí. —Agarro a Clare por los tobillos y le pongo los pies sobre mi regazo sin soltarlos. Clare ríe y se apoya sobre los codos. Noto el frío de sus pies en mis manos; son sonrosados, y están limpísimos—. Veamos. Las alternativas que estamos considerando son un universo en bloque, en el que el pasado, el presente y el futuro coexisten simultáneamente y todo ha sucedido ya; el caos, donde puede suceder cualquier cosa y no podemos predecir nada porque no conocemos todas las variables; y un universo cristiano en el que Dios lo ha creado todo y las cosas existen con un propósito determinado, pero en cualquier caso nosotros tenemos libertad de albedrío, ¿correcto?
—Supongo que sí —responde Clare, moviendo los dedos de los pies ante mi cara.
—Y tú, ¿por qué opción votas?
Clare se queda en silencio. A los trece años su pragmatismo y sus sentimientos románticos sobre Jesús y María tienen la misma importancia. Hace un año, sin embargo, habría elegido a Dios sin dudarlo. Dentro de una década votará por el determinismo, y diez años después Clare creerá que el universo es arbitrario, que si Dios existe, no oye nuestras plegarias, que la causa y el efecto son ineludibles y brutales, pero sin sentido alguno. Después, ya no lo sé. Sin embargo, ahora Clare está entrando en el umbral de la adolescencia con la confianza en una mano y su creciente escepticismo en la otra, y lo único que puede hacer es practicar malabarismos con ambas cosas, o exprimirlas hasta que se fundan en una sola.
—No lo sé —dice negando con la cabeza—. Quiero a Dios. ¿Es eso válido?
Me siento como un cabrón.
—Claro que es válido. Es lo que tú crees.
—Pero yo no deseo creerlo; necesito que sea verdad.
Le paso los pulgares por el arco del pie y ella cierra los ojos.
—Tú y santo Tomás de Aquino.
—He oído hablar de él —dice Clare, como si hablase de ese tío preferido con el que hace tiempo perdió el contacto o del protagonista de un programa de televisión que solía ver cuando era pequeña.
—Buscaba el orden y la razón, y a Dios también. Vivió en el siglo XIII y dio clases en la Universidad de París. Aquino creía en Aristóteles y en los ángeles.
—Me encantan los ángeles. Son preciosos. ¡Ojalá pudiera tener alas para volar y sentarme en las nubes!
—Ein jeder Engel ist schrecklich.
Clare suspira, un breve y suave suspiro que significa: «No sé alemán, ¿lo recuerdas?».
—¿Eh?
—«Todo ángel es terrible». Forma parte de una antología de poesías, Las elegías de Duino, de un poeta llamado Rilke. Es uno de nuestros poetas preferidos.
—¡Ya has vuelto a hacerlo! —exclama Clare risueña.
—¿El qué?
—Decirme lo que me gusta.
Clare entierra los pies en mi regazo. Sin pensarlo, los coloco sobre mis hombros, pero entonces me doy cuenta de que en cierto modo esa postura es demasiado sexual, y me apresuro de nuevo a cogerle los pies y a sostenerlos con una mano en el aire mientras ella yace de espaldas, inocente y angélica, con el pelo extendido como un nimbo sobre la manta. Le hago cosquillas en los pies. Clare ríe nerviosa y se retuerce en mis manos como un pez, se pone en pie de un salto y hace la carretilla por el calvero, sonriéndome y retándome para que la atrape. Me limito a sonreír, y ella regresa a la manta y se sienta junto a mí.
—Henry.
—Dime.
—Me estás cambiando.
—Ya lo sé.
Me vuelvo para mirar a Clare y por un instante olvido que es joven, y que esto ha sucedido hace mucho tiempo; veo a Clare, a mi esposa, superpuesta en el rostro de esta jovencita, y no sé qué decirle a esta Clare que es mayor y joven, y distinta a las demás chicas, que sabe que esa diferencia puede resultar problemática. Sin embargo, Clare no parece esperar una respuesta. Se recuesta en mi brazo y yo la atraigo hacia mí.
—¡Clare!
En el silencio del prado se oye la voz del padre que la llama a gritos. Clare se levanta de un salto y agarra los zapatos y los calcetines.
—Es hora de ir a la iglesia —me dice, nerviosa de repente.
—De acuerdo. Humm… Adiós.
Me despido con un gesto de la mano, ella sonríe y me dice adiós en silencio. Luego corre por el sendero y desaparece. Me quedo echado tomando el sol durante un rato, cuestionándome la existencia de Dios y leyendo a Dorothy Sayers. Al cabo de una hora aproximadamente, yo también me marcho, y tan solo quedan una manta, un libro, unas tazas de café y unas prendas de ropa que testimonian nuestra presencia.