Primera cita, dos

Viernes 23 de septiembre de 1977

Henry tiene 36 años, y Clare 6

HENRY: Estoy en el prado, esperando. Aguardo tranquilo al margen del calvero, desnudo, porque la ropa que Clare reserva para mí y deja en una caja bajo una piedra no está en el lugar acostumbrado; tampoco está la caja. Así que agradezco que la tarde sea suave, una tarde de principios de septiembre quizá, de algún año desconocido. Me agacho entre la alta hierba. Reflexiono. El hecho de que no haya caja alguna con ropa dentro significa que he llegado a una época anterior a la que nos conocimos Clare y yo. Quizá ella ni siquiera ha nacido todavía. No sería la primera vez que eso ocurre, y para mí fue una experiencia dolorosa. Echaba de menos a Clare, y me pasé todo el tiempo escondido en el prado, desnudo, sin atreverme a dar señales de vida por el vecindario de la familia de Clare. Pienso con añoranza en los manzanos que hay en el extremo occidental del prado. En esta época del año tendría que haber manzanas, pequeñas, ácidas y mordisqueadas por los alces, pero comestibles. Oigo el portazo de la puerta mosquitera y atisbo entre la hierba. Una niña corre en tropel, y a medida que se acerca por el sendero, entre la hierba ondulante, el corazón me da un brinco y Clare irrumpe en el claro.

Es muy joven. Se la ve despreocupada; está sola. Todavía lleva puesto el uniforme de la escuela, un pichi color caqui oscuro con una blusa blanca y calcetines hasta las rodillas con mocasines de vestir, y trae consigo una bolsa de Marhsall Field y una toalla de playa. Clare extiende la toalla en el suelo y vacía el contenido de la bolsa: todo tipo de utensilios inimaginables para escribir. Viejos bolígrafos, pequeñas puntas de lápices de la biblioteca, lápices de colores, olorosos Magic Markers y una pluma. También lleva un montón de material de papelería de la oficina de su padre. Dispone con cuidado los utensilios y arregla con una sabia sacudida el montón de papel; luego empieza a probar cada uno de los bolígrafos y lápices, haciendo líneas y garabatos con esmero y canturreando entre dientes. Después de escuchar con atención durante un rato, identifico la tonadilla como la canción de la serie El show de Dick van Dyke.

Dudo. Clare está alegre, absorta. Debe de tener unos seis años; si estamos en septiembre, es posible que acabe de empezar el primer curso. Es evidente que no me está esperando, que soy un extraño, y estoy seguro de que lo primero que aprendes en ese curso es a no tener trato alguno con desconocidos que aparecen desnudos en tu rincón secreto y favorito, que saben tu nombre y te dicen que no les cuentes nada a papá y a mamá. Me pregunto si hoy es el día en que tenemos que conocernos o si se trata de otro día cualquiera. Quizá debería guardar silencio y esperar a que Clare se marche para poder ir a morder esas manzanas y robar ropa limpia, o bien a cumplir con mi programación estipulada periódicamente.

Despierto de mis ensoñaciones con brusquedad y descubro que Clare me está mirando fijamente. Advierto, demasiado tarde, que he estado tarareando su misma canción.

—¿Quién anda ahí? —sisea Clare. Parece un pato francamente mareado, con ese cuello y esas piernas largas. Intento pensar con celeridad.

—Saludos, terrícola —entono con amabilidad.

—¡Mark! ¡Eres un nimrod! —Clare busca a su alrededor para encontrar algo que lanzarme y se decide por los zapatos, que tienen unos tacones toscos y pesados. Se los quita de una patada y me los tira encima. No creo que pueda verme muy bien, pero tiene suerte y uno de ellos me alcanza en la boca. El labio empieza a sangrarme.

—Por favor, no hagas eso —le digo. No tengo nada para detener la sangre y, por lo tanto, me presiono la boca con la mano y mi voz sale ahogada. Me duele la mandíbula.

—¿Quién es? —Ahora Clare está asustada, y yo también.

—Henry. Soy Henry, Clare. No quiero hacerte daño, y me gustaría que no me lanzaras nada más.

—Devuélveme mis zapatos. No te conozco de nada. ¿Por qué te escondes? —me pregunta Clare con rabia en la mirada.

Le lanzo los zapatos al calvero. Ella los recoge y los sostiene como si fueran pistolas.

—Me escondo porque he perdido la ropa y me siento un poco avergonzado. Vengo de muy lejos y tengo hambre. No conozco a nadie y encima estoy sangrando.

—¿De dónde vienes? ¿Por qué sabes mi nombre?

La verdad y nada más que la verdad.

—Vengo del futuro. Soy un viajero del tiempo. En el futuro somos amigos.

—La gente solo viaja a través del tiempo en las películas.

—Eso es lo que queremos que creáis.

—¿Por qué?

—Si todos viajaran por el tiempo, habría atascos. Como cuando fuiste a ver a la abuela Abshire las Navidades pasadas y tuvisteis que atravesar el aeropuerto O'Hare, que estaba lleno hasta los topes. Los viajeros del tiempo no queremos que se nos compliquen las cosas, así que guardamos silencio.

Clare rumia mis palabras durante un minuto.

—Sal de ahí.

—Préstame tu toalla de playa.

Clare la levanta y todos los bolígrafos, lápices y papeles salen despedidos. Me la lanza por encima de su cabeza, yo la agarro y me vuelvo de espaldas para ponerme en pie y atármela alrededor de la cintura. Es de un color rosa luminoso y naranja; tiene un dibujo geométrico muy marcado. Justo la clase de prenda que uno desearía llevar el día que va a conocer a su futura esposa. Me doy la vuelta y camino hacia el calvero; me siento en la roca haciendo acopio de toda mi dignidad. Clare se queda en pie, lo más lejos que puede de mí, y sigue en el claro. Todavía se aferra a los zapatos.

—Estás sangrando.

—Pues sí. Me has tirado un zapato.

—Ah.

Silencio. Intento parecer inofensivo y simpático. Simpático es el término que domina la infancia de Clare, dada la gran cantidad de personas que no lo son.

—Te estás burlando de mí.

—Jamás me burlaría de ti. ¿Por qué crees que me burlo de ti?

—Porque nadie viaja a través del tiempo. —Si algún adjetivo define a Clare es el de tozuda—. Estás mintiendo.

—Papá Noel viaja a través del tiempo.

—¿Qué?

—Claro. ¿Cómo crees que consigue entregar todos esos regalos en una sola noche? Se dedica a retrasar el reloj unas cuantas horas hasta que mete todos y cada uno de los regalos por las chimeneas.

—Papá Noel es mágico. Tú no eres Papá Noel.

—¿Quieres decir que yo no soy mágico? Vaya, María, no se te escapa ni una.

—No me llamo María.

—Ya lo sé. Te llamas Clare. Clare Anne Abshire, y naciste el 24 de mayo de 1971. Tus padres son Philip y Lucille Abshire, y vives con ellos, con tu abuela y tu hermano, Mark, y también con tu hermana, Alicia, en aquella casa enorme que hay ahí detrás.

—Solo porque sepas cosas no significa que vengas del futuro.

—Quédate por aquí un rato y me verás desaparecer. —Creo que puedo fiarme de mis palabras porque en una ocasión Clare me contó que eso fue lo que le resultó más impresionante de nuestro primer encuentro.

Silencio. Clare se revuelve incómoda y aparta un mosquito.

—¿Conoces a Papá Noel?

—¿Personalmente? Pues…, pues no. —He dejado de sangrar, pero debo de tener un aspecto horrible—. Oye, Clare, ¿no tendrás por casualidad una tirita, o bien algo de comida? Viajar por el tiempo me provoca un hambre atroz.

Piensa durante un rato, luego introduce la mano en el bolsillo del pichi, saca una barrita Hershey a la que le falta un mordisco y me la lanza.

—Gracias, estas me encantan.

Me la como con pulcritud, pero muy deprisa. Mi curva de glucemia está muy baja. Dejo el envoltorio dentro de la bolsa. Clare está encantada.

—Comes como un perro.

—¡Eso no es verdad! —protesto, profundamente ofendido—. Tengo pulgares opuestos, muchísimas gracias.

—¿Qué son pulgares puestos?

—Haz esto. —Le hago el signo de OK, y Clare me imita—. Pulgares opuestos significa que puedes hacer esto. Significa que puedes abrir tarros, atarte los cordones de los zapatos y hacer otras cosas que los animales no pueden hacer.

Clare no acaba de estar convencida.

—La hermana carmelita dice que los animales no tienen alma.

—Claro que los animales tienen alma. ¿De dónde ha sacado esa idea?

—Dijo que eso es lo que dice el Papa.

—El Papa es un viejo chocho. Los animales tienen un alma mucho mejor que la nuestra. Nunca cuentan mentiras, ni se dan palizas.

—Pero se comen los unos a los otros.

—Bueno, no les queda otra opción; no pueden ir a La Reina de los Lácteos y comprarse un cucurucho grande de vainilla con virutas, ¿a que no? —Es la comida que Clare prefiere por encima de cualquier otra (de pequeña. Ya de adulta, su alimento preferido es el sushi, sobre todo el sushi de Katsu, de la avenida Peterson).

—Podrían comer hierba.

—Nosotros también, y tampoco lo hacemos. Comemos hamburguesas.

Clare se sienta en el margen del claro.

—Etta dice que no debería hablar con desconocidos.

—Es un buen consejo.

Silencio.

—¿Cuándo desaparecerás?

—Cuando me encuentre bien y esté listo. ¿Te aburro?

Clare pone los ojos en blanco.

—¿Qué estabas haciendo antes?

—Amigos por correspondencia.

—¿Puedo verlo?

Clare se levanta con cuidado y coge parte del material de papelería mientras clava en mí una de sus miradas torvas. Me inclino hacia delante despacio y tiendo la mano como si ella fuera un Rottweiler, y Clare me entrega los papeles con ímpetu, rápida, y luego retrocede. Los contemplo con intensidad, como si acabara de entregarme un pliego de dibujos originales de Bruce Rogers para Centaur, The Book of Kells o alguna otra obra parecida. Ha dibujado, una y mil veces, en grandes caracteres que van aumentando de tamaño, las palabras: «Clare Anne Abshire». Todas las líneas ascendentes y descendentes poseen florituras arremolinadas, y los contrapunzones van ilustrados con caritas sonrientes. Es muy bonito.

—Es precioso.

Clare se siente satisfecha, como siempre que le alaban su trabajo.

—Puedo hacer uno para ti.

—Me gustaría mucho, pero no se me permite llevarme nada cuando viajo a través del tiempo. Quizá podrías guardármelo tú, y así lo disfrutaría cuando venga.

—¿Por qué no puedes llevarte nada?

—Bueno, es fácil imaginar la razón. Si los viajeros del tiempo empezáramos a trasladar cosas por el tiempo, el mundo no tardaría en convertirse en un enorme caos. Digamos, por ejemplo, que me llevara dinero al pasado. Podría comprobar los números de lotería y los equipos de fútbol ganadores y amasar una gran fortuna. No sería muy justo que digamos. O bien, puestos a actuar con total deshonestidad, podría robar cosas y llevármelas al futuro, donde nadie podría encontrarme.

—¡Podrías ser un pirata! —Clare parece tan complacida con la idea de que yo sea un pirata que olvida que me llamo Desconocido Peligro—. Podrías enterrar el dinero, dibujar un mapa del tesoro y descubrirlo en el futuro.

Así, de hecho, es más o menos como nos subvencionamos Clare y yo nuestro roquero estilo de vida. De adulta, Clare encuentra este procedimiento bastante inmoral, a pesar de que, sin duda alguna, nos otorga una cierta ventaja en el mercado bursátil.

—Es una idea fantástica, pero lo que necesito de verdad no es dinero, sino ropa.

Clare me mira titubeando.

—¿Tu papá tiene ropa que no necesite? Me iría muy bien, aunque solo fueran unos pantalones. Quiero decir, y no me interpretes mal, que esta toalla me gusta pero allí de donde yo vengo, por lo general, llevo pantalones.

Philip Abshire es un poco más bajo que yo, y pesa unos quince kilos más. Sus pantalones me quedan un tanto cómicos, pero son muy cómodos.

—No sé…

—No pasa nada, no tienes que traérmelos ahora; pero si la próxima vez me traes unos, lo consideraré todo un detalle.

—¿La próxima vez?

Encuentro un trozo de papel en blanco y un lápiz y escribo en letras mayúsculas: jueves 29 de septiembre de 1977, después de cenar. Le entrego a Clare la nota, y ella la acepta con cautela. Se me borra la visión. Oigo a Etta llamando a Clare.

—Será nuestro secreto, Clare. ¿De acuerdo?

—¿Por qué?

—No puedo decírtelo. Ahora tengo que irme. Ha sido un placer conocerte. No permitas que te tomen el pelo. —Le tiendo la mano y Clare acerca la suya, con valentía. Mientras nos estrechamos las manos, desaparezco.

Miércoles 9 de febrero de 2000

Clare tiene 28 años, y Henry 36

CLARE: Es pronto. Las seis de la mañana, y estoy en esa fase del sueño superficial y perezoso, característico de las seis de la mañana, cuando Henry me despierta de repente y me doy cuenta de que se había marchado a otro tiempo. Se materializa prácticamente encima de mí, y yo grito. Nos damos un susto de muerte, y entonces él empieza a reír y rueda por la cama; y yo también ruedo, lo miro y me doy cuenta de que la boca le sangra a borbotones. Me levanto de un salto para coger una toalla y Henry sigue sonriendo cuando regreso. Empiezo a secarle el labio.

—¿Qué te ha pasado?

—Me lanzaste un zapato. —No recuerdo haberle lanzado jamás ningún objeto a Henry.

—No es verdad.

—¡Tú dirás si es verdad! Nos acabábamos de conocer, y tan pronto pusiste los ojos en mí, te dijiste: «Ese es el hombre con quien me voy a casar», y me dejaste hecho polvo. Siempre he dicho que eras buenísima juzgando la personalidad de los demás.

Jueves 29 de septiembre de 1977

Clare tiene 6 años, y Henry 35

CLARE: En el calendario que esta mañana había sobre el escritorio de papá ponía lo mismo que había escrito aquel hombre en el papel. Nell estaba haciendo un huevo pasado por agua para Alicia, y Etta le reprochaba a Mark el que no hiciera sus deberes en vez de jugar a Frisbee con Steve.

—Etta, ¿puedo coger ropa de los baúles? —le he preguntado. Me refería a los baúles que guardamos en la buhardilla, donde jugamos a disfrazarnos.

—¿Para qué? —quiere saber Etta.

—Quiero jugar a los disfraces con Megan.

—Ahora tienes que ir a la escuela —me ordena, furiosa—. Ya te preocuparás de los juegos cuando regreses a casa.

Así que me he marchado a la escuela, donde hemos practicado las sumas, estudiado los gusanos de la harina y dado clase de lenguaje; y después de comer, les ha llegado el turno a las asignaturas de música y religión. Me he pasado todo el día preocupada por los pantalones de ese hombre, porque parecía desearlos de verdad. Por lo tanto, al llegar a casa, he ido a preguntárselo otra vez a Etta, pero estaba en el pueblo, así que Nell me ha dejado lamer las dos varillas batidoras de la masa pastelera, algo que Etta no nos permite hacer, porque dice que puedes coger la salmonela. Mamá estaba escribiendo, y ya iba a marcharme sin decirle nada cuando ella me ha preguntado:

—¿Qué pasa, cariño?

Se lo cuento, y mamá me da permiso para ir a mirar las bolsas de la ropa para dar y coger de allí lo que yo quiera. Me voy al cuarto de la plancha, rebusco entre las bolsas de la ropa para dar y descubro tres pares de pantalones de papá, pero uno tiene un enorme agujero de cigarrillo, así que solo cojo dos. Luego encuentro una camisa blanca como la que papá lleva para trabajar, una corbata con pececitos y un jersey rojo; y la bata amarilla que papá tenía cuando yo era pequeña y que todavía conserva su olor. Coloco la ropa en una bolsa y la dejo en el armario de la ropa sucia. Sin embargo, cuando salgo de la habitación, Mark me ve:

—¿Qué estás haciendo, tonta del culo?

—Nada, tonto del culo.

Me tira del pelo, y yo le piso el pie con todas mis fuerzas; y entonces empieza a llorar y va a chivarse. Yo subo a mi habitación para jugar a la televisión con el señor Oso y Jane. Es un juego en el que Jane es una estrella de cine y el señor Oso le pregunta por qué se ha hecho actriz, y ella contesta que en realidad quiere trabajar de veterinaria, pero es tan increíblemente hermosa que tiene que ser estrella de cine, y el señor Oso le dice que a lo mejor será veterinaria cuando se haga mayor. En ese momento Etta llama a la puerta.

—¿Por qué has dado un pisotón a Mark?

—Porque Mark me ha tirado del pelo sin motivo.

—¡Estos niños me sacan de quicio!

Dicho lo cual, Etta se marcha. No ha salido tan mal, después de todo. Cenamos solo con Etta, porque papá y mamá se han marchado a una fiesta. Había pollo frito con guisantitos y pastel de chocolate, y Mark ha cogido el trozo más grande, pero yo no he protestado porque ya había lamido las varillas batidoras. Después de cenar le pido permiso a Etta para salir, y ella me pregunta si tengo deberes.

—Ortografía y recoger unas hojas para la clase de arte.

—De acuerdo, siempre y cuando vuelvas antes de que oscurezca.

Voy a coger el jersey azul de cebras y la bolsa. Salgo al jardín y me encamino hacia el claro. Pero no veo a aquel hombre. Me siento en la roca durante un rato, y entonces caigo en la cuenta de que sería mejor recoger unas hojas. Regreso al jardín y encuentro unas hojas que han caído del arbolito de mamá, quien después me contó que eran de ginkgo, y otras de arce y roble. Luego regreso al calvero, pero el hombre seguía sin aparecer. «Bueno, supongo que debió de inventarse eso de que vendría y que, en el fondo, no debe de necesitar tanto los pantalones».

Quizá Ruth tenía razón, porque yo le conté lo del individuo, y ella me dijo que me lo inventaba, que la gente no desaparece en la vida real, sino solo en la televisión. Quizá se tratara de un sueño, como el día en que Buster murió y yo soñé que el animalito estaba bien y se encontraba en su jaula, pero cuando desperté, no estaba, y mamá me dijo:

—Los sueños no se parecen a la realidad, pero también son importantes.

Empiezo a sentir frío; se me ocurre que quizá podría dejar la bolsa, y si el hombre viene, encontrará sus pantalones. Cuando empiezo a enfilar el sendero de vuelta a casa, oigo un ruido extraño y a un hombre que exclama:

—¡Ayyy! ¡Caray, cómo duele!

Menudo susto.

HENRY: Aparezco incrustado contra la roca y con unos arañazos en las rodillas. Estoy en el claro, y hay una puesta de sol preciosa tras los árboles, de un difuminado naranja y rojo espectacular, a lo J. M. W. Turner. El calvero está vacío, salvo por una bolsa llena de ropa, y deduzco rápidamente que Clare me la ha dejado y que es probable que estemos en un día situado cierto tiempo después de nuestro primer encuentro. A Clare no se la ve por ninguna parte, y la llamo sin levantar demasiado la voz. Nadie contesta. Rebusco en la bolsa de la ropa. Hay unos chinos y unos pantalones preciosos de lana marrón, una corbata horrenda con truchas por todas partes, un jersey de Harvard, una camisa blanca propia de la indumentaria de Oxford, con la cenefa en el cuello, y manchada de sudor en las axilas, y aquella exquisita bata de seda con el monograma de Philip que tiene un gran rasgón bajo el bolsillo. Esas prendas son viejas amigas mías, salvo la corbata, y me alegro de verlas. Me pongo los chinos y el jersey, y bendigo a Clare por su supuesto buen gusto y mejor tino hereditarios.

Me siento muy bien; al margen del hecho de que no tengo zapatos, voy bien equipado en mi situación espaciotemporal presente.

—Gracias, Clare. Lo has hecho de maravilla —digo en voz alta, con cautela.

Me sorprende su aparición en la entrada del calvero. Está oscureciendo rápidamente, y Clare parece diminuta y asustada en esa penumbra.

—Hola.

—Hola, Clare. Gracias por la ropa. Es perfecta, y esta noche me permitirá estar presentable y mantenerme caliente.

—Tengo que volver.

—No pasa nada; es casi de noche. ¿Estamos en un día entre semana?

—Sí…

—¿Qué fecha es hoy?

—Jueves 29 de septiembre de 1977.

—Me has servido de gran ayuda. Gracias.

—¿Cómo es que no lo sabes?

—Bueno, acabo de llegar. Hace unos minutos estábamos a lunes 27 de marzo de 2000. La mañana era lluviosa, y estaba preparando unas tostadas.

—Pero tú mismo me escribiste el día —dice Clare, sacando un trozo de papel de carta con el membrete del despacho de abogados de su padre y tendiéndomelo.

Me acerco a ella y lo cojo. Me interesa ver la fecha escrita con mis cuidadosas mayúsculas. Permanezco en silencio y doy palos de ciego tratando de hallar un modo de explicar los caprichos del viaje temporal a la niña pequeña que ahora es Clare.

—Veamos; es algo parecido a esto. ¿Sabes cómo funciona un casete?

—Sí.

—Muy bien. Pones una cinta y la pasas de principio a fin, ¿no?

—Sí…

—Así es tu vida. Te levantas por la mañana, tomas el desayuno, te cepillas los dientes y te vas a la escuela, ¿verdad? No te levantas y, de repente, te encuentras en la escuela almorzando con Helen y Ruth para después, de un modo inesperado, estar en casa vistiéndote, ¿a que no?

—No —dice Clare entre risas.

—Bien, pues para mí es distinto. Como soy un viajero del tiempo, salto mucho de una época a otra. Es como si pusieras la cinta para que sonara un rato y luego dijeras: «Mira, ahora quiero volver a escuchar esa canción». Vuelves a poner la canción y regresas al punto donde lo dejaste, pero adelantas tanto la cinta que vuelves a rebobinarla de nuevo. Lo malo es que todavía estás demasiado adelante. ¿Lo comprendes?

—Más o menos.

—Bueno, no es la mejor de las analogías, la verdad. A grandes rasgos, ocurre que a veces me pierdo en el tiempo y no sé en qué momento me encuentro.

—¿Qué es analogía?

—Es cuando intentas explicar algo diciendo que es como otra cosa. Por ejemplo, ahora estoy en la gloria con este jersey fantástico, y tú estás de postal, y Etta se va a poner como una furia si no regresas enseguida.

—¿Vas a dormir aquí? Podrías venir a casa. Tenemos un dormitorio para los invitados.

—Caray, ¡qué amable! Por desgracia, no se me permite conocer a tu familia hasta 1991.

Clare está absolutamente perpleja. Creo que parte del problema reside en el hecho de que no puede imaginar ninguna fecha que supere los setenta. Recuerdo que cuando tenía su edad me ocurría lo mismo con los sesenta.

—¿Por qué no?

—Forma parte de las normas. Las personas que viajamos por el tiempo no debemos ir por ahí hablando con la gente normal mientras visitan su época, porque podríamos liarlo todo. —En realidad, no lo creo; las cosas suceden como sucedieron, una única vez. No estoy a favor de ir truncando universos.

—Pero estás hablando conmigo.

—Porque tú eres especial. Eres valiente, lista y muy buena guardando secretos.

—Se lo conté a Ruth —confiesa Clare avergonzada—. No me creyó.

—Bueno, no te preocupes. Tampoco hay muchas personas que me hayan creído a mí, sobre todo los médicos. Los médicos no creen nada que no les puedas demostrar.

—Yo te creo.

Clare está a un metro y medio de distancia. Su pálida carita capta los últimos rayos de luz naranja del oeste. Lleva el pelo peinado hacia atrás, bien sujeto en una cola de caballo, y unos tejanos azules y un jersey oscuro con unas cebras que le atraviesan el pecho. Tiene las manos crispadas y su aspecto es fiero y decidido. «Nuestra hija se habría parecido a ella», pienso con tristeza.

—Gracias, Clare.

—Tengo que regresar a casa.

—Buena idea.

—¿Volverás?

Consulto la lista de memoria.

—Volveré el 16 de octubre. Es viernes. Ven al claro justo después de la escuela. Trae ese pequeño diario azul que Megan te regaló el día de tu cumpleaños y un bolígrafo de tinta azul.

Repito la fecha mirando a Clare para asegurarme de que se acordará.

Au revoir, Clare.

Au revoir

—Henry.

Au revoir, Henri.

Su acento ya es mejor que el mío. Clare se vuelve y corre por el sendero para refugiarse en los brazos de su casa iluminada y acogedora, y yo me confundo entre las sombras y empiezo a caminar por el prado. Más tarde, tiro la corbata en el contenedor que hay detrás de Dina’s Fish’n Fry.