Una primera vez para todos

Domingo 16 de junio de 1968

HENRY: La primera vez fue mágica. ¿Cómo podía saber lo que significaba? Era mi quinto cumpleaños, y fuimos al Museo de Historia Natural. No creo haber estado antes en ese museo. Mis padres llevaban toda la semana contándome las maravillas que podían verse en ese lugar: los elefantes disecados del inmenso vestíbulo, los esqueletos de dinosaurios o los dioramas de los hombres de las cavernas. Mi madre acababa de regresar de Sidney, y me había traído una gigantesca y sobrecogedora mariposa azul, una Papilio ulysses, que iba montada en un marco y protegida con algodón. Yo solía acercármela al rostro, y la sostenía tan cerca de mí que no podía ver nada que no fuera ese color azul. Me provocaba una sensación especial, esa sensación que más tarde intenté repetir con el alcohol y finalmente redescubrí con Clare; la sensación de unidad, olvido y abandono, en el buen sentido de la palabra. Mis padres me habían descrito las innumerables vitrinas de mariposas, colibríes y escarabajos. Yo estaba tan nervioso que me desperté antes del amanecer. Me calcé las zapatillas deportivas, cogí mi Papilio ulysses, salí al patio trasero y bajé los escalones que conducían al río en pijama. Me senté en el embarcadero y contemplé la salida del sol. Una familia de patos se acercó nadando, y un mapache apareció en el embarcadero de la otra orilla del río y me miró con curiosidad antes de lavar su desayuno y comérselo. Quizá me dormí. Oí que mi madre me llamaba y corrí hacia la escalera, que resbalaba por el rocío, procurando que la mariposa no se me cayera. Estaba enfadada conmigo porque había bajado al embarcadero solo, pero no le dio demasiada importancia porque era el día de mi cumpleaños.

Mis padres no trabajaban esa noche, así que se vistieron con calma para salir. Yo estaba listo mucho antes que ellos. Me senté en su cama y fingí leer una partitura. Eso sucedió en la época en que mis padres, aun siendo músicos, se percataron de que su único descendiente no estaba dotado para ese arte. No porque yo no me esforzara, sino porque no era capaz de oír lo que fuera que oían ellos en una composición musical. Me gustaba la música, pero difícilmente podía entonar una melodía; y a pesar de que sabía leer el periódico a los cuatro años, las partituras solo eran para mí unos hermosos garabatos negros. Ahora bien, mis padres seguían esperando que yo poseyera algún talento musical oculto, por eso cuando cogí la partitura, mi madre se sentó junto a mí e intentó ayudarme en la tarea. Enseguida se puso a cantar, mientras yo daba tremendos alaridos y chasqueba los dedos. Terminamos riendo, y mi madre se dedicó a hacerme cosquillas. Mi padre salió del baño con una toalla enrollada a la cintura y se unió a nosotros. Durante unos breves y gloriosos minutos mis padres se pusieron a cantar al unísono. Mi padre entonces me cogió en brazos, y, agarrándome entre ambos, empezaron a bailar por el dormitorio. En aquel momento sonó el teléfono, y la escena se desvaneció. Mi madre fue a contestar, mi padre me dejó sobre la cama y fue a vestirse.

Finalmente terminaron de arreglarse. Mi madre llevaba un vestido rojo sin mangas y unas sandalias; se había pintado las uñas de los pies y las manos a juego con el vestido. Mi padre estaba espléndido con sus pantalones azul oscuro y una camisa blanca de manga corta, en tranquilo contraste con la vistosidad de mamá. Nos apretujamos en el coche. Como siempre, tenía todo el asiento trasero para mí solo, así que me tumbé y contemplé los altos edificios del paseo de la Ribera que desfilaban por mi ventanilla como una exhalación.

—Siéntate, Henry —dijo mi madre—. Ya hemos llegado.

Me senté y vi el museo. Hasta entonces había pasado mi infancia dando tumbos entre las distintas capitales europeas, y aquel gran museo satisfizo la idea que me había hecho de los museos en general, aunque su fachada pétrea y abovedada no fuera nada excepcional. Dado que era domingo, nos costó un poco encontrar aparcamiento, pero al final lo logramos y nos fuimos caminando por la orilla del lago, junto a los botes, las estatuas y algunos chiquillos traviesos. Traspasamos las pesadas columnas y entramos en el museo.

En ese momento percibí un embrujo.

Todo en ese lugar había quedado atrapado, etiquetado y dispuesto según una lógica que parecía tan intemporal como si el mismo Dios la hubiera dispuesto; un dios que quizá había tramitado erróneamente el papeleo sobre la Creación, por lo que había pedido al personal especializado del museo que le ayudara a solucionarlo y a dejar constancia de ello. Para el niño de cinco años que era yo en aquel entonces, y que se entusiasmaba con una sencilla mariposa, caminar por el museo era como caminar por el Paraíso y presenciar todo lo que allí ocurría.

Vimos muchísimas cosas ese día: millares de vitrinas repletas de mariposas, procedentes de Brasil y Madagascar; incluso descubrimos a una hermana de mi mariposa azul del otro lado del globo. El museo era oscuro, frío y antiguo; eso acrecentaba la sensación de suspense, de que el tiempo y la muerte se habían detenido en el interior de sus paredes. Vimos cristales y pumas, ratas almizcladas y momias, e innumerables fósiles. A la hora de comer hicimos un picnic en el césped del museo, y luego volvimos a zambullirnos en el edificio en busca de pájaros, águilas y neandertales. Al final del día, estaba tan cansado que apenas me tenía en pie, pero no soportaba la idea de marcharme. Aparecieron los guardias y nos condujeron con amabilidad hacia las puertas; yo me esforzaba por no llorar, pero no pude controlarme y lloré de agotamiento y deseo. Mi padre me cogió en brazos y nos dirigimos al coche. Me dormí en el asiento trasero; cuando me desperté ya estábamos en casa y era la hora de cenar.

Cenamos en la planta baja, en el piso del señor y la señora Kim, nuestros caseros. El señor Kim era un hombre brusco y recio a quien yo parecía gustarle, pero nunca decía gran cosa; la señora Kim (Kimy, como yo la llamaba) era mi compañera de juegos, mi alocada canguro y jugadora de cartas coreana. Gran parte del tiempo que estaba despierto lo pasaba con Kimy. Mi madre nunca fue una gran cocinera, y Kimy sabía elaborar con mucho garbo cualquier plato, desde un soufflé a un bi bim bop. Esa noche, para celebrar mi cumpleaños, hizo pizza y pastel de chocolate.

Cenamos. Todos me cantaron el «Cumpleaños feliz», y yo soplé las velas. No recuerdo cuál fue mi deseo. Dejaron que me quedase levantado hasta mucho después de lo acostumbrado, porque seguía muy nervioso por todo lo que habíamos visto y porque había dormido hasta bien entrada la tarde. Me senté en el porche trasero en pijama, con mi madre, mi padre, y el señor y la señora Kim, bebimos limonada y contemplamos el azulado cielo nocturno, oyendo los grillos y los sonidos procedentes de los televisores de otros pisos. Al final, mi padre dijo:

—Hora de irse a la cama, Henry.

Me lavé los dientes, dije mis oraciones y me metí en la cama. Estaba agotado, pero tenía los ojos bien abiertos. Mi padre leyó para mí durante un rato y luego, al ver que seguía sin poder dormir, él y mi madre apagaron las luces, dejaron entreabierta la puerta de mi dormitorio y se fueron a la sala de estar. El trato era que tocarían para mí todo el rato que yo quisiera, pero a condición de que escuchara el concierto desde la cama. Así que mi madre se sentó al piano y mi padre sacó su violín; tocaron y cantaron durante muchísimo rato. Canciones de cuna, lieder, nocturnos: música para dormir con la cual tranquilizar al salvaje muchachito que se hallaba en el dormitorio. Al final, mi madre vino a ver si ya me había dormido. Echado en aquella camita debía de parecer menudito y receloso, como un animal nocturno en pijama.

—Oh, cariño. ¿Todavía estás despierto?

Asentí.

—Papá y yo nos vamos a la cama. ¿Estás bien?

Le dije que sí y me dio un abrazo.

—Hemos pasado un día muy excitante en el museo, ¿verdad?

—¿Podemos volver mañana?

—Mañana, no; pero volveremos muy pronto, ¿de acuerdo?

—Vale.

—Buenas noches —dijo mi madre. Dejó la puerta abierta y apagó la luz del pasillo—. Buenas noches, que descanses y que no te piquen las chinches.

Pude oír sonidos imperceptibles, el correr del agua, la cadena del váter. Luego todo quedó en silencio. Salí de la cama y me arrodillé frente a la ventana. Veía las luces de la casa de al lado, y más lejos vi pasar un coche con la radio altísima. Me quedé ahí un rato, intentando que me entrara el sueño, luego me levanté y todo cambió.

Sábado 2 de enero de 1988, 4.03 horas; domingo 16 de junio de 1968, 10.46 horas

Henry tiene 24 y 5 años

HENRY: Son las 4.03 de una mañana de enero extremadamente fría y estoy llegando a casa. He salido a bailar y no estoy demasiado bebido, pero sí profundamente cansado. Mientras me debato para encontrar la llave en la entrada iluminada, caigo de rodillas, mareado y con náuseas, hasta que me quedo a oscuras, vomitando sobre el suelo de baldosas. Levanto la cabeza y veo un letrero luminoso de color rojo que dice salida, y mientras enfoco la mirada, veo tigres, hombres de las cavernas con largas lanzas, mujeres primitivas con modestas pieles colocadas estratégicamente y perros lobo. El corazón me late con velocidad y durante un largo momento de confusión alcohólica pienso: «¡Joder! He llegado a la Edad de Piedra», hasta que me doy cuenta de que el letrero de salida es propio del siglo XX. Me levanto, temblando, y me aventuro hacia la puerta; noto las baldosas heladas bajo mis pies descalzos, tengo la carne de gallina y el pelo tieso. Todo está absolutamente silencioso. La atmósfera es pegajosa debido al aire acondicionado. Llego a la entrada y miro en la siguiente sala. Está llena de vitrinas de cristal; las luces blancas de los faroles resplandecen a través de los ventanales y me descubren millares de escarabajos. Me encuentro en el Museo de Historia Natural, a Dios gracias. Me quedó inmóvil y respiro hondo, intentando aclarar mis ideas. Algo en esa situación le trae vagos recuerdos a mi cerebro encadenado e intento desenterrarlos. Creo que tengo que hacer algo. Sí. Es mi quinto aniversario… Había alguien ahí, y voy a ser ese alguien…, pero necesito ropa. Sí. Evidentemente.

Echo una carrera a través de la escarabajomanía y paso por el largo pasillo que divide en dos la segunda planta, desciendo por la escalera del ala oeste y llego al primer piso, agradecido por hallarme en la era anterior a los sensores de movimiento. Los enormes elefantes se ciernen sobre mí con aire amenazador bajo la luz de la luna, y yo los saludo de camino a la tiendecita de regalos que hay a la derecha de la puerta principal. Rodeo las vajillas y descubro unos cuantos artículos prometedores: un abrecartas de adorno, un punto de libro metálico con la insignia del museo y dos camisetas con un dibujo de un dinosaurio. Las cerraduras de las vitrinas son de chiste; las hago saltar con una horquilla que encuentro junto a la caja registradora y me sirvo. Perfecto. Regreso a las escaleras y subo a la tercera planta. Es la «buhardilla» del museo, donde se encuentran los laboratorios; el personal tiene los despachos aquí arriba. Analizo los nombres que hay en las puertas pero ninguno me sugiere nada; al final, elijo una al azar y deslizo el punto de libro por la cerradura hasta que el pestillo cede y me permite entrar.

El ocupante de ese despacho es un tal V. M. Williamson, y es un tipo muy desordenado. La habitación está a rebosar de papeles, tazas de cafe y cigarrillos que desbordan los ceniceros; hay un esqueleto de serpiente parcialmente articulado sobre su escritorio. Reconozco el terreno con rapidez en busca de ropa y no encuentro ni una sola prenda. La siguiente oficina pertenece a una mujer, J. E. Bettley. En la tercera tengo suerte. D. W. Finch tiene un traje completo colgado del perchero, y me va bastante bien, aunque un poco corto de mangas y piernas, y ancho de solapas. Llevo una de esas camisetas de dinosaurios bajo la chaqueta. Voy sin zapatos, pero estoy decente. D. W. también tiene un paquete sin abrir de galletas Oreo en el escritorio, alabado sea. Me apropio de ellas y me marcho, cerrando la puerta con cuidado.

«¿Dónde estaba, cuándo me vi?». Cierro los ojos y la fatiga se apodera de mi cuerpo acariciándome con sus dedos adormecidos. Casi no me tengo en pie, pero me controlo, y entonces me viene a la mente: el perfil de un hombre acercándose a mí, iluminado de espaldas por las luces procedentes de las puertas principales del museo. Necesito regresar al vestíbulo de la entrada.

Cuando llego, todo está quieto y en silencio. Camino por el centro de la estancia, intentando repetir la imagen de las puertas, y luego me siento cerca del guardarropía para entrar en escena por la izquierda. Noto que la sangre me sube de golpe a la cabeza, el ronroneo del sistema de climatización, los coches zumbando por el paseo de la Ribera. Como diez Oreo, despacio; las saco una a una con suavidad, rasco el relleno con los dientes y mordisqueo las mitades de chocolate para hacerlas durar. No tengo ni idea de qué hora es, ni de cuánto tiempo tendré que esperar. Estoy casi sobrio del todo, y me mantengo razonablemente alerta. Transcurre el tiempo y no ocurre nada. Al final, sin embargo, oigo un impacto amortiguado y un grito ahogado. Silencio. Espero. Me levanto sin hacer ruido, y me deslizo hacia el vestíbulo, caminando despacio a través de la luz que cuartea el suelo de mármol. Me detengo en medio de las puertas y digo en voz alta, sin gritar:

—Henry.

Nada. Buen chico, precavido y silencioso. Vuelvo a intentarlo.

—No pasa nada, Henry. Soy tu guía. He venido para enseñarte el museo. Es una visita especial. No temas nada, Henry.

Oigo una débil exclamación, como de asombro.

—Te he traído una camiseta, Henry, para que no te resfríes mientras miras la exposición. —Consigo vislumbrarlo; está de pie, medio confundido entre las sombras—. Toma, cógela.

Se la lanzo, y la camiseta desaparece. Luego el muchacho sale a la luz. La camiseta le llega a las rodillas. Soy yo con cinco años, con el pelo oscuro y en punta, el cutis pálido como la luna, y unos ojos marrones casi eslavos, enjuto y nervudo, como un potrillo. A mis cinco años soy un niño feliz, arropado por la normalidad y el cariño de mis padres. Todo cambió luego, a partir de ese momento. Camino hacia él lentamente, me inclino y le hablo con suavidad.

—Hola. Me alegro de verte, Henry. Gracias por venir esta noche.

—¿Dónde estoy? ¿Quién eres? —Su voz es aguda y floja, y resuena un poco contra la fría piedra.

—Estás en el Museo de Historia Natural. Me han enviado para que te enseñe cosas que no pueden verse durante el día. Yo también me llamo Henry. Qué casualidad, ¿eh?

Asiente.

—¿Te apetecen unas galletas? Siempre me gusta comer galletas cuando visito los museos. Lo convierte en algo más multisensorial. —Le ofrezco el paquete de galletas Oreo. Duda, teme que no sea lo correcto, ya que está hambriento pero no sabe cuántas puede coger sin parecer grosero—. Come las que quieras. Yo ya he comido diez, así que te costará atraparme.

Coge tres.

—¿Qué preferirías ver primero?

Henry se encoge de hombros.

—Mira, te diré lo que vamos a hacer. Subamos al tercer piso; es donde guardan todos los cachivaches que no están a la vista, ¿vale?

—Vale.

Caminamos a oscuras y subimos las escaleras. No avanza muy rápido, así que subo despacio junto a él.

—¿Dónde está mamá?

—En casa, durmiendo. Esta es una visita especial, con guía, solo para ti, porque es tu cumpleaños. Por otro lado, los adultos no hacen esta clase de cosas.

—¿Tú no eres un adulto?

—Yo soy un adulto de lo más raro. Mi trabajo consiste en vivir aventuras. Por eso, cuando oí que deseabas regresar al museo, mi impulso natural fue lanzarme a enseñártelo todo.

—No entiendo cómo he llegado hasta aquí —dice deteniéndose en lo alto de las escaleras y mirándome presa de la confusión.

—Bueno, es un secreto. Si te lo digo, tendrás que prometerme que no se lo repetirás a nadie.

—¿Por qué?

—Porque no te creerían. Puedes decírselo a mamá, o a Kimy, si quieres, pero a nadie más. ¿De acuerdo?

—De acuerdo…

Me arrodillo frente a él, a mi yo inocente, y lo miro a los ojos.

—¿Lo juras por tu sangre?

—Sí.

—Muy bien. Lo que ha ocurrido es lo siguiente: has viajado a través del tiempo. Estabas en tu dormitorio y, de repente, ¡puf! has llegado aquí, y dado que ahora empieza la noche, tenemos muchísimo tiempo para verlo todo antes de que debas regresar a casa.

Henry se queda en silencio, con una expresión interrogativa pintada en el rostro.

—¿Tiene algún sentido esto para ti? —le pregunto.

—Pero… ¿por qué?

—Bueno, eso es algo que todavía no he descubierto. Te lo diré cuando lo sepa. Mientras tanto, deberíamos ponernos manos a la obra. ¿Otra galleta?

Coge una y caminamos despacio por el pasillo. Decido hacer un experimento.

—Probemos esto.

Deslizo el punto de libro por una puerta en la que figura el número 306 y la abro. Cuando enciendo las luces, vemos unas rocas del tamaño de calabazas diseminadas por todo el suelo, las hay enteras y partidas por la mitad, con muchas aristas por fuera y venas de metal marcadas en el interior.

—Oooh, mira, Henry. Meteoritos.

—¿Qué son los meteoritos?

—Rocas que caen del espacio exterior.

Me mira como si fuera yo quien ha aterrizado del espacio exterior.

—¿Probamos otra puerta?

Asiente. Cierro la sala de los meteoritos y pruebo a forzar la puerta del otro lado del pasillo. Esa sala está llena de aves. Aves que simulan el vuelo, aves que reposan eternamente sobre ramas, cabezas de ave, pelajes de ave. Abro uno de los cientos de cajones que hay en el lugar; contiene una docena de probetas, cada una con un pajarito dorado y negro que lleva el nombre envuelto en una pata. Los ojos de Henry son como dos platos.

—¿Quieres tocar uno?

—Sssí…

Saco el tapón de algodón de la boca de uno de los tubos y lo agito hasta que un pinzón dorado cae sobre mi mano. Conserva la forma del tubo.

—¿Está durmiendo? —pregunta Henry, acariciando su cabecita con ternura.

—Más o menos.

Me mira con aire de pocos amigos, desconfiado ante mi error. Devuelvo con suavidad el pinzón al tubo, coloco de nuevo el algodón, dejo el tubo en su lugar y cierro el cajón. Estoy muy cansado. Incluso la palabra «sueño» es un ardid, una seducción. Lo guío hacia el vestíbulo y, de repente, recuerdo lo que más me gustó de esa noche cuando era pequeño.

—Oye, Henry. Vayamos a la biblioteca.

Se encoge de hombros. Camino, ahora ya deprisa, y él corre para seguirme el paso. La biblioteca está en el tercer piso, en el extremo oriental del edificio. Cuando llegamos, me quedo inmóvil durante un minuto, contemplando las cerraduras. Henry me mira, como diciendo: «Bueno, ¿y ahora, qué?». Palpo en los bolsillos y encuentro el abrecartas. Sacudo la manecilla de madera y hete aquí que veo un utensilio de metal alargado y fino que meto en el interior. Clavo la mitad del instrumento en la cerradura y pruebo hacia ambos lados. Oigo saltar las clavijas, y cuando vuelvo al punto inicial del recorrido, clavo la otra mitad, utilizo el punto de libro en la otra cerradura y, ¡sorpresa!, ¡ábrete, sésamo!

Al menos, mi compañero se ha quedado convenientemente impresionado.

—¿Cómo has hecho eso?

—No cuesta tanto. Te lo enseñaré en otra ocasión. Entrez!

Sostengo la puerta para que él entre. Enciendo las luces y la sala de lectura cobra vida: sólidas mesas y sillas de madera, moqueta marrón y un enorme mostrador donde se solicitan libros de referencia. La biblioteca del Museo de Historia Natural no está diseñada para cautivar a los niños de cinco años. Es una biblioteca con estanterías cerradas que utilizan los científicos y los estudiosos. Hay librerías dispuestas en hileras a lo largo de la sala, pero en su mayoría contienen publicaciones periódicas encuadernadas en piel de la época victoriana. El libro que busco preside una enorme vitrina de cristal y roble que hay en el centro de la estancia. Hago saltar la cerradura con mi horquilla y abro la portezuela de cristal. A decir verdad, el museo debería plantearse en serio el tema de la seguridad. No es que tenga muchos remordimientos por actuar de ese modo; a fin de cuentas, soy un bibliotecario con referencias, y a menudo me encargo de traer libros y hablar de ellos en la biblioteca Newberry. Me pongo tras el mostrador de referencias y descubro un trozo de fieltro y unos soportes de tela, que coloco sobre la mesa más próxima. Luego cierro y levanto el libro con cuidado para extraerlo de su vitrina y depositarlo sobre el fieltro. Acerco una silla.

—Ven, súbete ahí, lo verás mejor.

Henry sube a la silla y yo abro el libro. Se trata de Aves de América, de Audubon, el maravilloso infolio de lujo del tamaño de dos elefantes que es casi tan alto como mi joven yo. Este ejemplar es el más delicado que existe, y he pasado muchas tardes lluviosas admirándolo. Lo abro por la primera lámina, y Henry sonríe y me mira.

—Somorgujo común —lee—. Parece un pato.

—Sí. Apuesto a que puedo adivinar cuál es tu ave favorita.

Niega con la cabeza y sonríe.

—¿Qué te apuestas?

Se mira vestido con la camiseta del dinosaurio y se encoge de hombros. Conozco esa sensación.

—¿Qué te parece esto? Si lo adivino, te comes una galleta, y si no lo adivino, te comes una galleta.

Reflexiona unos instantes y decide que es una apuesta segura. Abro el libro por la página donde pone «Flamenco». Henry ríe.

—¿He acertado?

—¡Sí!

Es fácil ser omnisciente cuando ya lo has vivido todo antes.

—Muy bien, aquí tienes tu galleta; y yo cojo otra por haber acertado. Ahora bien, vamos a tener que guardarlas hasta que hayamos terminado de mirar el libro, porque no nos gustaría llenar de migas las ilustraciones de los azulejos, ¿verdad?

—¡Verdad! —Henry deja la Oreo en el brazo de la butaca y volvemos a empezar por el principio. Pasamos las páginas despacio y disfrutamos con las ilustraciones de las aves, mucho más vivas que aquel otro ser real de la probeta que guardan al fondo del pasillo.

—Aquí hay una gran garza azul. Es francamente grande, mayor que un flamenco. ¿Has visto alguna vez un colibrí?

—¡Hoy he visto uno!

—¿Aquí en el museo?

—Sí.

—Espera a ver uno fuera… Son como helicópteros diminutos, y baten sus alas con tanta rapidez que apenas ves unas sombras…

Volver las páginas es como hacerse la cama, una enorme extensión de papel se eleva despacio y cae. Henry sigue de pie, atento, esperando que se le revele una nueva maravilla en cada ocasión, y emitiendo ruiditos de placer ante la grulla gris, la focha americana, la gran alca y el carpintero crestado. Cuando llegamos a la última lámina, la titulada «Tomaguín», se inclina y toca la página, acariciando con delicadeza el grabado. Lo observo, miro el libro, recuerdo, ese libro, ese momento, el primer libro que amé, recuerdo haber deseado acurrucarme en su interior y dormirme.

—¿Estás cansado?

—Sí…

—¿No crees que deberíamos marcharnos?

—Vale.

Cierro Aves de América y lo devuelvo a su vitrina original, lo abro por la página del «Flamenco», cierro la vitrina y echo la cerradura. Henry salta de la silla y se come la Oreo. Devuelvo el fieltro al mostrador y empujo la silla detrás. Henry apaga la luz, y nos vamos de la biblioteca.

Deambulamos por el museo, conversando amigablemente sobre las criaturas que vuelan y las que reptan, mientras comemos las Oreo. Henry me cuenta cosas de mi madre, mi padre y la señora Kim, que le está enseñando a cocinar la lasaña, y de Brenda también, a quien había olvidado, mi mejor amiga cuando yo era pequeño, hasta que su familia se mudó a Tampa, en Florida, unos tres meses después del momento que estamos viviendo. Estamos frente al Morador de los Bosques, el legendario gorila espalda plateada cuya disecada magnificencia nos contempla con furia desde su pequeña peana de mármol, ubicada en un pasillo de la primera planta, cuando Henry empieza a gritar y se tambalea hacia delante, me tiende los brazos con premura, y yo, a pesar de agarrarlo, no puedo impedir su marcha. La camiseta es tan solo un trozo de ropa caliente y vacía entre mis manos. Suspiro, y me dirijo al piso de arriba para analizar las momias durante un rato en soledad. Mi otro yo, el niño, estará ahora en casa, metiéndose en la cama. Me acuerdo bien, me acuerdo. Me desperté por la mañana y todo resultó haber sido un sueño maravilloso. Mi madre se rió, y me dijo que viajar a través del tiempo parecía divertido, que ella también quería intentarlo.

Esa fue la primera vez.