Sábado 26 de octubre de 1991
Henry tiene 28 años, y Clare 20
CLARE: Hace fresco en la biblioteca, y huele a limpiador de moquetas, a pesar de que observo que el suelo es de mármol. Firmo en el listado de visitantes: «Clare Abshire, 11.15, 26/10/91, Antologías especiales». Nunca había estado en la biblioteca Newberry, y ahora que he traspasado la oscura y sobrecogedora entrada, estoy nerviosa. La biblioteca me inspira la misma sensación que la de una mañana de Navidad, como si se tratara de una enorme caja llena de preciosos libros. El ascensor está poco iluminado, y resulta sorprendentemente silencioso. Me detengo en el tercer piso y relleno un formulario para solicitar el carnet de socia, luego subo al departamento de Antologías Especiales. Los tacones de mis botas repiquetean en el suelo de madera. La sala está en silencio y abarrotada de gente, repleta de sólidas y recias mesas con montones de libros encima y lectores en torno a ellas. La luz matutina y otoñal de Chicago brilla y se cuela por los altos ventanales. Me acerco al mostrador y cojo unos cuantos papelitos de solicitud. Estoy escribiendo un trabajo para la clase de Historia del Arte. Mi tema de investigación es el Chaucer de Kelmscott Press. Voy a buscar el libro y relleno un papelito para pedirlo; pero también quiero consultar textos sobre la confección del papel en Kelmscott. El catálogo es confuso. Regreso al escritorio para pedir ayuda. Mientras le explico a la mujer que me atiende lo que intento localizar, ella echa un vistazo por encima de mi hombro y advierte a alguien que pasa detrás de mí.
—Quizá el señor DeTamble pueda ayudarla —me dice.
Me doy la vuelta, dispuesta a repetir mi explicación, y me encuentro cara a cara con Henry.
Me quedo sin habla. Frente a mí tengo a Henry, tranquilo, vestido y más joven que nunca. Henry trabaja en la biblioteca Newberry, y está de pie, delante de mí, en ese momento. En el presente. Me siento más feliz que unas pascuas. Henry me mira con paciencia, con expresión desconcertada, pero conserva la compostura.
—¿Puedo ayudarla en algo?
—¡Henry! —Apenas puedo contener el impulso de lanzarle los brazos al cuello. Es obvio que no me ha visto en toda su vida.
—¿Nos conocemos? Lo siento, yo no… —Henry mira a su alrededor, le preocupa que los lectores y sus colegas se fijen en nosotros. Rebusca en su memoria y se percata de que una parte futura de sí mismo ha conocido a esta chica feliz y radiante que sigue en pie ante él. La última vez que lo vi fue en el prado, cuando estaba chupándome los dedos de los pies.
Intento explicarle la situación.
—Me llamo Clare Abshire. Te conocí cuando era una niña…
No sé cómo reaccionar, porque estoy enamorada de un hombre que está delante de mí y sin embargo él no guarda ningún recuerdo de mi persona. En lo que a él respecta, todo se emplaza en el futuro. Me entran ganas de reír por lo extraño de la situación. Todo lo que sé de Henry desde hace años me desborda, mientras él me mira perplejo y temeroso: Henry, con los pantalones viejos de pescar de mi padre preguntándome con paciencia las tablas de multiplicar, los verbos en francés y las capitales de los estados; Henry riendo por alguna comida extraña que a mis siete años consideré idónea para llevársela al prado; Henry con esmoquin, desabrochándose los gemelos de la camisa con manos temblorosas el día que cumplí dieciocho años. ¡Ese Henry está aquí mismo, en ese preciso momento!
—Ven a tomar un café conmigo, a cenar o… lo que quieras.
No le queda otra opción que responder que sí, ese Henry que me ama en el pasado, deberá amarme ahora y en el futuro por reverberación, como el chillido de un murciélago procedente de otros tiempos. Para mi inmenso alivio, responde afirmativamente, y quedamos en encontrarnos por la noche en un restaurante tailandés de las inmediaciones, todo bajo la mirada incrédula de la mujer que sigue tras el mostrador. Luego me marcho; he olvidado a Kelmscott y Chaucer. Bajo como si flotara por las escaleras de mármol que dan al vestíbulo para salir al sol de octubre de Chicago y me alejo corriendo por el parque, espantando perritos y ardillas, gritando de felicidad.
HENRY: Es un día de octubre como otro cualquiera, soleado y frío, tonificante. Estoy trabajando en la habitación sin ventanas, en una atmósfera sin humedad, que hay en el cuarto piso de Newberry, catalogando una colección de papeles marmolados que han donado recientemente. Los papeles son preciosos, pero la catalogación resulta muy pesada, me aburro y compadezco mi suerte. De hecho, me siento viejo, viejo como solo un tipo de veintiocho años puede sentirse después de haberse pasado despierto casi toda la noche bebiendo un vodka malo y caro e intentando, sin éxito alguno, congeniar como antes con Ingrid Carmichel. Nos hemos pasado toda la noche peleando, y ahora ni siquiera recuerdo el porqué. La cabeza me martillea. Necesito tomar un café. Dejo los papeles marmolados en un estado de caos controlado y paso por el despacho y junto al mostrador del bedel que hay en la sala de lectura. Me detengo, no obstante, al oír la voz de Isabelle que dice:
—Quizá el señor DeTamble pueda ayudarla. —Lo que significa: «Henry, rata asquerosa, ¿hacia dónde crees que te escurres?». Esa chica alta y delgada, con el pelo color ámbar y asombrosamente hermosa se vuelve y me mira como si yo fuera su redentor personal. Me da un vuelco el corazón. Es obvio que me conoce, a pesar de que yo no la conozco de nada. Solo Dios sabe lo que debo de haber dicho, hecho o prometido a esa luminosa criatura. Por lo tanto, me veo obligado a decir en mi mejor lengua del país de los bibliotecarios:
—¿Puedo ayudarla en algo?
La chica pronuncia mi nombre casi sin aliento, de ese modo tan evocador que me convence de que en algún momento hemos vivido una historia sorprendente. Lo cual no contribuye en absoluto a mitigar el hecho de que lo desconozca todo de ella, incluso su nombre.
—¿Nos conocemos? —me aventuro a preguntarle.
Isabelle me dedica una mirada que significa «¡Imbécil!», pero la chica me dice que se llama Clare Abshire, y que me conoció cuando era pequeña. Luego me invita a cenar. Yo acepto, conmocionado. Me sonríe de oreja a oreja, aunque voy sin afeitar, tengo resaca y no me encuentro en uno de mis mejores momentos. Hemos quedado para ir a cenar esa misma noche en el Beau Thai, y Clare, después de asegurarse de que acudiré a la cita, sale de la sala de lectura como una exhalación.
Mientras estoy en el ascensor, siento un ligero vértigo y me doy cuenta de que una buena parte de mi vida futura en clave de billete de lotería ganador me ha encontrado de algún modo aquí, en el presente, y empiezo a reír. Atravieso el vestíbulo, y mientras bajo corriendo las escaleras que conducen a la calle, veo a Clare que se apresura por Washington Square saltando y chillando, y yo estoy a punto de llorar y no sé por qué.
Esa misma noche, algo más tarde
HENRY: A las seis de la tarde salgo del trabajo y corro hacia casa para intentar parecer un poco más atractivo. Mi hogar en esa época es un minúsculo estudio cuyo alquiler es desorbitado, situado en North Dearborn, y en el que no ceso de golpearme contra paredes, superficies y muebles inoportunos. Paso número uno: abro las mil y una cerraduras de la puerta del apartamento, entro como una bala en la sala de estar, que hace las veces de dormitorio, y me quito la ropa. Paso número dos: ducha y afeitado. Paso número tres: contemplo sin esperanza alguna el fondo de mi armario, y me voy dando cuenta de que no tengo ni una sola prenda completamente limpia. Descubro sin embargo una camisa blanca que todavía guardo en la bolsa de la tintorería. Decido entonces ponerme el traje negro, los zapatos de puntera y la corbata azul pálido. Paso número cuatro: con el conjunto puesto, me percato de que parezco un agente del FBI. Paso número cinco: echo un vistazo a mi alrededor y advierto que el estudio es un caos. Decido que evitaré traer a Clare a mi apartamento esta noche, si tal cosa fuera posible. Paso número seis: me miro en el espejo de cuerpo entero del baño y contemplo a un individuo anguloso, con la mirada extraviada, de un metro y ochenta y cinco centímetros de estatura, con el aspecto de un Egon Schiele de diez años, con camisa limpia y traje de director de funeraria. Me pregunto con qué clase de indumentaria me habrá visto esta mujer, dado que es evidente que no vengo del futuro y aparezco en su pasado llevando ropa propia. ¿Dijo acaso que era una niña? Un sinfín de preguntas sin respuesta aflora en mi pensamiento. Me detengo y tomo aliento durante un minuto. Muy bien. Cojo la cartera y las llaves, y a la calle: cierro los centenares de cerraduras, bajo en el pequeño y estrafalario ascensor, le compro rosas a Clare en la tienda del vestíbulo y camino las dos manzanas que hay hasta el restaurante en un tiempo récord, aunque no consigo evitar llegar con cinco minutos de retraso. Clare ya está sentada en el reservado y parece aliviada cuando me ve. Me saluda con la mano, como si estuviera en un desfile.
—Hola —le digo.
Clare lleva un vestido de terciopelo color vino y unas perlas. Parece un Botticelli al estilo de John Graham: enormes ojos grises, nariz larga y boquita delicada de geisha. Tiene el pelo rojizo y largo, le baja por los hombros y le llega hasta media espalda. Clare es tan pálida que parece una figura de cera a la luz de las velas.
—Son para ti —le digo dándole las rosas.
—Gracias —responde Clare, complacida de un modo absurdo. Me mira y advierte que me siento confuso por su reacción—. Nunca me habías regalado flores.
Me deslizo en el reservado, y me siento frente a ella. Estoy fascinado. Esta mujer me conoce, a mí; y no en calidad de conocida ocasional de mis futuras hégiras. La camarera aparece y nos entrega las cartas.
—Cuéntame —le exigo.
—¿El qué?
—Todo. Quiero decir, ¿comprendes por qué no te conozco? Siento muchísimo lo de antes…
—Oh, no. No deberías lamentarlo. Me refiero a que sé… Ya conozco las razones. —Clare baja el tono de voz—. Es porque para ti nada de esto ha sucedido todavía, pero para mí, bueno…, yo hace mucho tiempo que te conozco.
—¿Cuánto?
—Unos catorce años. La primera vez que te vi yo tenía seis años.
—¡Caray! ¿Me ves muy a menudo o solo de vez en cuando?
—La última vez me dijiste que trajera esto a la cena, en nuestra próxima cita. —Clare me muestra un diario infantil de color azul claro—. Tómalo, puedes quedártelo.
Lo abro por la página marcada con un trozo de papel de periódico. Esa página, en la que aparecen dos cachorros de cocker spaniel acechando desde el extremo superior derecho, es una lista de fechas. Empieza el 23 de septiembre de 1977 y termina unas dieciséis páginas después, pequeñas, azules y con ilustraciones de cachorros, el 24 de mayo de 1989. Las cuento. Hay ciento cincuenta y dos fechas, escritas con gran esmero en el largo y abierto método Palmer y con un bolígrafo de tinta azul propios de una niña de seis años.
—¿Escribiste tú la lista? ¿Son exactas las fechas?
—En realidad fuiste tú quien me las dictó. Me dijiste hace unos años que habías memorizado las fechas a partir de esta lista. Por consiguiente, no adivino la razón precisa de su existencia; quiero decir que parece una especie de cinta de Möbius. Ahora bien, son precisas. Yo las utilizaba para saber cuándo bajar al prado para encontrarme contigo. En aquel momento regresa la camarera y pedimos Tom Kha Kai para mí y Gang Mussaman para Clare. Un camarero nos trae té y yo lo sirvo en las tazas.
—¿Qué es el prado? —Casi doy saltos de la excitación. Nunca había conocido a nadie que formara parte de mi futuro, y mucho menos un Botticelli que se ha reunido conmigo ciento cincuenta y dos veces.
—El prado forma parte de la propiedad que mis padres tienen en Michigan. En uno de sus extremos hay un bosque, y la casa se encuentra en el lado opuesto. En el centro, más o menos, hay un calvero de unos tres metros de diámetro con una gran roca, y si estás en ese claro, nadie puede verte desde la casa porque el terreno se eleva para hundirse luego. Yo solía ir allí porque me gustaba jugar sola, y pensaba que todos ignoraban dónde me encontraba. Un día, cuando estaba en primero, llegué de la escuela y fui al claro. Ahí es donde te conocí.
—Desnudo como Dios me trajo al mundo, y seguramente vomitando.
—De hecho, parecías controlar muy bien la situación. Recuerdo que sabías mi nombre, y que te desvaneciste de un modo muy espectacular. Sin embargo, si lo consideramos de forma retrospectiva era evidente que ya habías estado allí antes. Creo que la primera vez que apareciste en el prado fue en 1981. Yo tenía diez años, y tú no parabas de decir: «¡Oh, Dios mío!», sin dejar de mirarme fijamente. Además, se te veía aterrorizado por tu desnudez, claro que por aquel entonces yo daba prácticamente por descontado que ese hombre mayor y desnudo aparecería como por arte de magia procedente del futuro y me pediría ropa. —Clare sonríe—. Y también comida.
—¿Qué es lo que te divierte tanto?
—Durante todos esos años te preparé unas comidas rarísimas. Bocadillos de mantequilla de cacahuete y anchoas. Crackers Ritz con paté y remolacha. Creo que en parte pretendía comprobar si eras capaz de comer algo de lo que yo te traía, pero también intentaba impresionarte con mi sabiduría culinaria.
—¿Qué edad tenía yo?
—Creo que te habré visto con cuarenta y pico. Como mínimo… No estoy tan segura; ¿unos treinta quizá? ¿Cuántos años tienes ahora?
—Veintiocho.
—Pareces muy joven. Durante los últimos años has tenido poco más de cuarenta, y parecía que tu vida era bastante dura… Es difícil decirlo. Cuando eres pequeña, todos los adultos te parecen grandes, y viejos.
—Dime, ¿qué hacíamos en el prado? Es muchísimo tiempo para pasarlo en un solo lugar.
Clare sonríe.
—Hacíamos muchas cosas. Variaban en función de mi edad, y del clima también. Pasabas mucho rato ayudándome con los deberes. Jugábamos; pero sobre todo hablábamos de cosas. Cuando era muy pequeña, creía que eras un ángel y te hacía muchas preguntas sobre Dios. Ya de adolescente, intenté que me hicieras el amor, y tú nunca quisiste, lo cual por supuesto me volvió muy resolutiva respecto al tema. Creo que, de algún modo, pensabas que ibas a envilecerme sexualmente. En cierto sentido eras muy paternal.
—Ah, ya. Es posible que eso fuera lo más indicado pero, en cualquier caso, en estos momentos no quiero que pienses en mí de un modo paternal.
Nuestros ojos se encuentran. Ambos sonreímos y sellamos nuestra complicidad.
—¿Qué me dices del invierno? Los inviernos en Michigan son muy duros.
—Solía esconderte en el sótano; la casa posee uno enorme con varias habitaciones, una de las cuales hace las funciones de trastero, y la caldera está al otro lado de la pared. La llamamos la sala de lectura, porque ahí guardamos todas las revistas y los libros viejos que ya no sirven. En una ocasión en que te encontrabas abajo, se desencadenó una gran tormenta de nieve y nadie fue a la escuela ni al trabajo; pensé que me volvería loca intentando llevarte comida, porque no había demasiados víveres en casa. Etta debía ir al colmado el día que cayó la tormenta. Por lo tanto, te quedaste encerrado leyendo viejos ejemplares del Reader's Digest durante tres días y comiendo sardinas y fideos.
—Una dieta algo salada, que seguro que la disfruté enormemente. —En ese momento llega nuestra comida—. ¿Aprendiste a cocinar?
—No, no creo que pueda presumir de saber cocinar. Nell y Etta enloquecían cuando me metía en la cocina para hacer algo que no fuera coger una Coca-Cola, y desde que me trasladé a Chicago no tengo a nadie que cocine para mí; vamos, que me ha faltado el estímulo para ponerme a ello. La verdad es que estoy muy ocupada con la facultad, así que me quedo a comer allí. —Clare prueba su curry—. Está buenísimo.
—¿Quiénes son Nell y Etta?
—Nell es nuestra cocinera —explica Clare sonriendo—. Nell es como el cordon bleu de Detroit; es como Aretha Franklin si se convirtiera en Julia Child. Etta es nuestra gobernanta y la que cuida de todos los detalles de la casa. En realidad, es una especie de madre; quiero decir que la mía es…, bueno…, Etta siempre está ahí cuando la necesitas, es alemana y muy estricta, pero muy cálida, y mi madre es como si siempre tuviera la cabeza en las nubes, ¿entiendes?
Asiento con la boca llena de sopa.
—¡Ah!, también está Peter —añade Clare—. Es el jardinero.
—¡Vaya! Tu familia dispone de servicio, algo a lo que yo no estoy precisamente acostumbrado. En cuanto a mí… ¿he conocido a alguien de tu familia?
—Conociste a la abuela Meagram antes de que muriera. Fue la única persona a quien le hablé de ti. Por aquel entonces ya estaba bastante ciega. Comprendió que nos casaríamos y quiso conocerte.
Dejo de comer y miro a Clare. Ella sostiene la mirada, serena, angélica, cómoda consigo misma.
—¿Nos casaremos?
—Supongo que sí. Hace años que me cuentas que en la época de la que vienes estás casado conmigo.
Es demasiado. Esto es demasiado. Cierro los ojos y me obligo a no pensar en nada; lo último que deseo es desaparecer en este momento.
—¿Henry? Henry, ¿estás bien? —Noto que Clare se desliza en el asiento de al lado. Abro los ojos y veo que coge mi mano con fuerza entre las suyas. Se las miro y advierto que son las manos de una trabajadora, duras y agrietadas—. Henry, lo siento. Es que no logro acostumbrarme. Es tan diferente… Quiero decir que durante toda mi vida tú has sido el único que lo sabía todo, y yo, de algún modo, he olvidado que esta noche quizá debería haber ido más despacio. —Clare sonríe—. En realidad, lo último que me dijiste antes de marcharte fue: «Ten piedad, Clare». Lo dijiste como si pronunciaras una cita, y ahora que pienso en ello creo adivinar que me citabas a mí.
Mis manos siguen entre las suyas, y me mira con deseo, con amor. Me siento profundamente humilde.
—Clare.
—Dime.
—¿Podríamos retroceder? ¿Podríamos fingir que estamos viviendo nuestra primera cita como si fuéramos dos personas normales?
—De acuerdo. —Clare se levanta y vuelve a ocupar su lugar en la mesa. Se sienta recta e intenta no sonreír.
—Humm, muy bien. Veamos… Sí… Ah… Clare, cuéntame algo de ti. ¿Tienes aficiones?, ¿animales domésticos?, ¿tendencias sexuales poco corrientes?
—Descúbrelo tú mismo.
—Bien. Veamos… ¿A qué facultad vas? ¿Qué estás estudiando?
—Estudio en la facultad de Bellas Artes; he estudiado escultura y ahora empiezo con la elaboración de papel.
—Fantástico. ¿Cómo es tu trabajo?
Por primera vez Clare parece incómoda.
—Es un poco… Cómo te diría…, grande; y tiene que ver con los pájaros… —Desvía la mirada hacia la mesa y toma un sorbo de té.
—¿Con los pájaros?
—Bueno, en realidad yo diría que más bien se trata de la añoranza.
Sigue sin mirarme, así que cambio de tema.
—Cuéntame más cosas de tu familia.
—De acuerdo. —Clare se relaja y sonríe—. Bien. Mi familia vive en Michigan, cerca de un pueblecito que se llama South Haven y que está junto a un lago. Nuestra casa se encuentra en una zona que no está integrada en el pueblo. En su origen perteneció a los padres de mi madre, los abuelos Meagram. Mi abuelo murió antes de que yo naciera, y mi abuela vivió con nosotros hasta su muerte. Yo tenía diecisiete años. Mi abuelo era abogado y mi padre también lo es; conoció a mi madre cuando empezó a trabajar para el abuelo.
—Es decir, que se casó con la hija del jefe.
—Sí; aunque a veces me pregunto si en el fondo no se casaría con la casa del jefe. Mi madre es hija única, y la casa es increíble; aparece en un montón de libros sobre el movimiento Arts and Crafts.
—¿Tiene algún nombre? ¿Quién la construyó?
—Se llama Casa Alondra del Prado, y la construyó Peter Wyns en 1896.
—¡Caray! He visto fotografías de la casa. La hizo construir un miembro de la familia Henderson, ¿verdad?
—Sí. Fue un regalo de boda que les hicieron a Mary Henderson y Dieter Bascombe. Se divorciaron dos años después de haberse instalado; entonces vendieron la casa.
—Una casa de pijos.
—Mi familia es pija y también muy excéntrica.
—¿Tienes hermanos?
—Mark tiene veintidós años y está terminando derecho en Harvard. Alicia tiene diecisiete y acaba el instituto este año. Toca el violonchelo. —Percibo un tono de afecto cuando habla de su hermana, y una cierta monotonía en su voz cuando, en cambio, se refiere al hermano.
—¿No te llevas bien con tu hermano?
—Mark es igual a papá. A los dos les gusta ganar, decir la última palabra.
—¿Sabes? Yo siempre envidio a la gente que tiene hermanos, aunque no se lleven demasiado bien.
—¿Eres hijo único?
—Sí; pero ¿no eras tú quien lo sabía todo de mí?
—A decir verdad, lo sé todo, y no sé nada. Sé cuál es tu aspecto sin ropa, pero hasta esta tarde desconocía tu nombre completo. Sabía que vivías en Chicago, pero no sé nada de tu familia, salvo que tu madre murió en un accidente de coche cuando tenías seis años. Sé que posees muchos conocimientos de arte y que hablas francés y alemán con soltura, pero no tenía ni idea de que fueras bibliotecario. Hiciste lo imposible para que yo no te encontrara en el presente; dijiste que sucedería en el momeno indicado, y ahora estamos aquí.
—Aquí estamos, sí. En fin, mi familia no es pija; son músicos. Mi padre es Richard DeTamble y mi madre era Annette Lyn Robinson.
—¡Ah, la cantante!
—Exacto. Él es violinista; toca en la Orquesta Sinfónica de Chicago, pero no consiguió llegar tan alto como ella. Es una pena, porque mi padre es un violinista maravilloso. Después de que mi madre muriera, no le llegaba la camisa al cuerpo.
Nos traen la nota. Ninguno de los dos ha comido gran cosa, pero al menos a mí no me interesa la comida en ese preciso instante. Clare coge el monedero, y yo se lo impido con un gesto de negación. Pago; nos marchamos del restaurante y nos detenemos en Clark Street, bajo la preciosa noche otoñal. Clare lleva una especie de chaqueta de punto azul, muy elaborada, y una bufanda de piel; yo he olvidado el sobretodo, y estoy tiritando.
—¿Dónde vives? —me pregunta Clare.
Vaya, problema a la vista.
—Vivo a dos manzanas de aquí, pero mi estudio es diminuto y lo he dejado hecho una leonera. ¿Y tú?
—En Roscoe Village, en Hoyne; pero tengo una compañera de piso.
—Si vienes a mi casa, tendrás que cerrar los ojos y contar hasta mil. A lo mejor tu compañera de piso es sorda y nada inquisitiva.
—No tengo esa suerte. Nunca llevo a nadie a casa; Charisse saltaría sobre ti y te clavaría astillas de bambú bajo las uñas hasta hacerte cantar.
—Sería fantástico que me torturara alguien llamado Charisse, pero ya veo que no compartes mis gustos. Sube a mis aposentos.
Caminamos en dirección norte siguiendo la calle. Al llegar a la bodega de la calle Clark, cambio de rumbo para entrar a comprar una botella de vino. Cuando regreso, Clare está sorprendida.
—Creía que te habían prohibido beber.
—¿Ah, sí?
—El doctor Kendrick era muy estricto en el tema.
—¿Quién es?
Caminamos despacio, porque Clare lleva unos zapatos que no son nada prácticos.
—Es tu médico; un gran experto en cronoafecciones.
—Si no te explicas mejor…
—No sé gran cosa del tema. El doctor David Kendrick es un genetista molecular que descubrió… que descubrirá por qué las personas sufren cronoafecciones. Es algo genético, que él revelará en el año 2006 —dice Clare, suspirando—. Supongo que todavía es demasiado pronto. En una ocasión me contaste que habrá muchas más personas cronoafectadas dentro de diez años.
—Nunca había oído que alguien, aparte de mí, padeciera esa… afección.
—Supongo que aunque te encontrases con el doctor Kendrick en este mismo instante, no podría ayudarte. Además, si él hubiera sido capaz de prestarte su ayuda, nosotros nunca nos habríamos conocido.
—No pensemos en ello.
Hemos llegado al vestíbulo de mi casa. Clare entra primera en el diminuto ascensor. Cierro la puerta y presiono el número once. Ella huele a ropa vieja, jabón, sudor y pieles. Respiro profundamente. El ascensor se detiene con un chasquido metálico en mi planta, nos liberamos de él y caminamos por el estrecho pasillo. Empuño el manojo de llaves, abro hasta la enésima cerradura y la puerta cruje levemente al entreabrirse.
—Las cosas han empeorado desde la hora de cenar. Tendré que vendarte los ojos. —Clare estalla en risitas mientras dejo el vino y me quito la corbata. Se la paso por los ojos y la ato con fuerza, haciéndole un nudo a la altura de su nuca. Abro la puerta, la guío hacia el interior del apartamento y la siento en una butaca—. Muy bien, ahora empieza a contar.
Clare cuenta. Yo me apresuro a recoger la ropa interior y los calcetines del suelo, a llevarme las cucharas y las tazas de café que hay en las diversas repisas horizontales a la cocina, a tirarlo todo al fregadero. Cuando dice «novecientos sesenta y siete», le retiro la venda de los ojos. Ya he convertido el sofá cama, que ahora se muestra en su forma diurna, en un sofá propiamente dicho, y me siento encima.
—¿Vino, música, velas?
—Sí, por favor.
Me levanto y enciendo las velas. Cuando termino, apago la luz del techo y en la habitación danzan lucecitas. Todo tiene mejor aspecto. Pongo las rosas en un jarrón con agua, localizo el sacacorchos, abro la botella y sirvo dos copas de vino. Al cabo de un instante, pongo el CD de EMI que grabó mi madre y en el que canta Heder de Schubert y bajo el volumen.
Mi apartamento consta básicamente de un sofá, una butaca y unos cuatrocientos libros.
—Es precioso —dice Clare.
Se levanta y vuelve a sentarse en el sofá. Yo me acomodo junto a ella. Es un momento tranquilo; nos limitamos a estar sentados y a contemplarnos mutuamente. La luz de las velas parpadea en el pelo de Clare. Ella acerca una mano a mi mejilla.
—Me encanta verte. Empezaba a sentirme sola.
La atraigo hacia mí. Nos besamos. Es un beso muy… compatible, un beso producto de una larga asociación, y me pregunto qué cosas debemos de haber hecho en ese prado de la casa de Clare, pero aparto la idea de mi pensamiento. Nuestros labios se separan; en general, y al llegar a ese punto, estaría considerando el modo de abrirme camino entre las distintas fortalezas de la indumentaria; sin embargo, me inclino hacia atrás y me estiro en el sofá, agarro a Clare por debajo de los brazos y tiro de ella, hasta obligarla a echarse a mi lado. El vestido de terciopelo la vuelve escurridiza, y ella repta en el espacio que media entre mi cuerpo y el respaldo del sofá, como una anguila de terciopelo. Me mira de frente, y el brazo del sofá sostiene mi peso. Puedo notar la longitud de su cuerpo presionado contra el mío a través de la delgada tela. Una parte de mí se muere por saltarle encima, lamerla y sumergirse en ella, pero me siento agotado y sobrecogido.
—Pobre Henry.
—¿Por qué «pobre Henry»? La alegría me desborda —le digo sinceramente.
—Bueno… Te he lanzado un montón de sorpresas encima, como si fueran rocas enormes.
Clare balancea una pierna sobre mí hasta que se queda sentada exactamente sobre mi sexo, que concentra del todo mi atención.
—No te muevas —le digo.
—De acuerdo. Creo que esta noche está resultando de lo más divertida. Me refiero a que es cierto aquello de «saber es poder». Por otro lado, siempre he sentido curiosidad por descubrir dónde vivías, por la ropa que llevabas y por saber a qué te dedicabas para ganarte la vida.
—Voilà —exclamo. Deslizo mis manos bajo su vestido y recorro sus muslos. Lleva medias y liguero. Mi chica perfecta—. ¿Clare?
—Oui.
—Creo que es una pena apurarlo todo de un solo golpe. Quiero decir que esperar un poco no le hará daño a nadie.
Clare se siente avergonzada.
—Lo siento, de verdad; pero es que en mi caso he estado esperando durante años. Además, no es como un pastel… que te lo comes y se acabó.
—Coge el pastel y cómetelo.
—Ese es mi lema. —Sonríe, con una sonrisa ladina, apenas esbozada, y lanza sus caderas hacia delante y hacia atrás un par de veces.
Sé que mi erección es sin duda lo bastante potente para cabalgar en alguna de las cabalgatas más terroríficas de la Magnífica América sin padres a la vista.
—Acostumbras a salirte con la tuya, ¿verdad?
—Siempre. Soy terrible. Salvo que tú te has mostrado casi siempre inmune a mis artimañas. He sufrido atrozmente bajo tu régimen de verbos franceses y juegos de damas.
—Supongo que debería consolarme el hecho de que mi yo futuro poseerá al menos ciertas armas para subyugarte. ¿Haces esto con todos los chicos?
Clare está ofendida; y puedo asegurar que de manera genuina.
—Ni se me ocurriría hacer este tipo de cosas con «chicos». ¡Qué ideas más desagradables se te ocurren! —Me desabrocha la camisa—. ¡Dios mío! Eres tan joven…
Me pellizca los pezones con fuerza. A la mierda la virtud. Ya he descubierto el mecanismo de su vestido.
A la mañana siguiente
CLARE: Me despierto y no sé dónde estoy. Veo un techo desconocido. Oigo el tráfico distante. Hay una librería. Una butaca azul con mi vestido de terciopelo atravesado y la corbata de un hombre encima del vestido. Entonces me acuerdo. Vuelvo la cabeza y veo a Henry. Es tan sencillo, como si lo hubiera hecho toda mi vida. Duerme descuidado, en una torsión imposible, como si hubiera sido transportado a una playa, con un brazo sobre los ojos para protegerse de la claridad de la mañana, y su largo pelo negro desparramado sobre la almohada. Es tan sencillo. Estamos aquí. En el momento presente, ahora, al fin.
Salgo de la cama, que también hace las veces de sofá, con cuidado. Los muelles crujen cuando me pongo en pie. No queda mucho espacio entre la cama y la librería, y tengo que pasar de lado hasta que consigo llegar al recibidor. El baño es minúsculo. Me siento como Alicia en el País de las Maravillas, que ha crecido hasta alcanzar un tamaño enorme y se ve obligada a sacar el brazo por la ventana para poder darse la vuelta. El pequeño radiador labrado deja escapar unos ruidos metálicos causados por el calor. Hago un pis, y me lavo las manos y la cara; entonces me doy cuenta de que hay dos cepillos de dientes en el soporte de porcelana blanco.
Abro el botiquín. Cuchillas y crema de afeitar, Listerine, Tylenol, loción para después del afeitado, una canica azul, un palillo y desodorante en el estante superior. Crema para las manos, tampones, un estuche de diafragma, desodorante, pintalabios, un frasco de multivitaminas y un tubo de espermicida en el estante inferior. El pintalabios es de un rojo muy intenso.
Me quedo de pie, con el pintalabios en la mano. Me siento algo mareada. Me pregunto qué aspecto tendrá ella, cómo se llamará. No sé cuánto tiempo llevan saliendo. Supongo que el suficiente. Devuelvo el pintalabios a su sitio y cierro el botiquín. Me contemplo en el espejo, el rostro lívido, el pelo alborotado. «Bien, seas quien seas, ahora soy yo quien está aquí. Quizá formes parte del pasado de Henry, pero yo soy su futuro». Sonrío ante mi imagen, y mi reflejo me devuelve una mueca. Tomo prestado el albornoz de toalla blanco de Henry que cuelga de la puerta del baño. Tiro de la prenda y en el mismo colgador aparece una bata de seda azul claro. Sin saber exactamente por qué, llevar su albornoz hace que me sienta mejor.
Regreso a la sala y Henry sigue durmiendo. Alcanzo el reloj, que está sobre la repisa de la ventana, y veo que solo son las seis y media. Sin embargo estoy demasiado inquieta para volver a la cama. Me dirijo hacia la diminuta cocina en busca de café. Todas las superficies y los quemadores están cubiertos de montones de platos, revistas y material diverso de lectura. Incluso hay un calcetín en el fregadero. Me doy cuenta de que Henry debió de embutirlo todo dentro de la cocina ayer por la noche, sin orden ni concierto. Siempre supuse que Henry era muy ordenado; pero ahora me queda claro que es de esas personas que pueden ser pesadas en lo que concierne a su aspecto personal y, sin embargo, son secretamente descuidadas en todo lo demás. Encuentro café en la nevera, descubro dónde guarda la cafetera y la pongo en marcha. Mientras espero que el café salga, examino la librería de Henry.
Este es el Henry que yo conozco. Elegías, canciones y sonetos, de Donne. Doctor Faustus, de Christopher Marlowe. Almuerzo al desnudo. Anne Bradstreet e Immanuel Kant. Barthes, Foucault, Derrida. Cantos de inocencia y Cantos de experiencia, de Blake. Winnie the Pooh. Alicia anotada. Heidegger. Rilke. Tristram Shandy. Wisconsin Death Trip. Aristóteles. El obispo Berkeley. Andrew Marvell. Hipotermia, congelaciones y otras heridas provocadas por el frío.
La cama cruje y doy un salto. Henry se incorpora, bizqueando bajo la luz matutina. Es tan joven, tan… anterior a todo. Todavía no me conoce. Me asalta el temor repentino de que haya olvidado quién soy.
—Cogerás frío —me dice—. Vuelve a la cama, Clare.
—He hecho café.
—Mmmm, ya lo huelo; pero primero ven y dame los buenos días.
Trepo a la cama con su albornoz todavía puesto. Cuando desliza su mano por debajo de la ropa, se detiene apenas un instante: comprendo que ya ha establecido la asociación y que mentalmente está pasando revista al baño mientras me tiene a mí enfrente.
—¿Te molesta?
Dudo al responder.
—Sí que te molesta. Te molesta muchísimo. Es normal. —Henry se sienta, y yo también. Vuelve la cabeza hacia mí y me mira—. De todos modos, ya casi había terminado.
—¿Casi?
—Iba a romper con ella. Solo que el momento ha sido inoportuno; o quizá no. No lo sé. —Intenta leer en mi rostro en busca del perdón, quizá. No es culpa de él. ¿Cómo iba a saberlo?—. Llevamos bastante tiempo torturándonos mutuamente. —Habla cada vez más rápido, y luego se calla—. ¿Quieres que te lo explique?
—No.
—Gracias. —Henry se pasa la mano por la cara—. Lo siento. No sabía que vendrías, si no habría limpiado y ordenado un poco más. Mi vida, quiero decir, no solo el apartamento. —Veo una mancha de pintalabios bajo la oreja de Henry, acerco mi mano a su rostro y se la froto. Él sostiene mi mano entre las suyas—. ¿Soy muy distinto? ¿Más de lo que esperabas? —pregunta con aprensión.
—Sí… Eres más… —«egoísta», pienso, pero digo—: …joven.
—¿Eso es bueno o malo? —pregunta, valorando la cuestión.
—Es distinto. —Recorro con las manos los hombros de Henry, y también la espalda, masajeando sus músculos en busca de incisiones—. ¿Te has visto a los cuarenta años?
—Sí, parece que me hayan clavado en un pinchapapeles y me hayan mutilado.
—Sí, pero eres menos… Quiero decir que eres una especie de…, eres más. Me refiero a que como ya me conoces, pues…
—Vamos, me estás diciendo que me falta un cierto aplomo.
Niego con la cabeza, a pesar de que eso es exactamente lo que quiero decir.
—Es solo que yo he vivido todas esas experiencias, y en cambio tú… No estoy acostumbrada a estar contigo cuando no recuerdas nada del pasado.
—Lo siento —dice Henry con aire sombrío—; pero la persona que conoces todavía no existe. Quédate junto a mí, y tarde o temprano aparecerá. Me temo que es lo único que puedo hacer.
—Me parece justo. Sin embargo, mientras tanto…
—Mientras tanto, ¿qué? —me pregunta, volviéndose para sostener mi mirada.
—Deseo…
—¿Qué es lo que deseas?
Me ruborizo. Henry sonríe, y me empuja con suavidad hacia atrás, sobre las almohadas.
—Ya lo sabes.
—No sé mucho, la verdad; pero puedo adivinar alguna que otra cosa.
Más tarde nos adormecemos calentitos, recubiertos por el pálido sol de octubre que luce a mediodía, piel contra piel, y Henry me dice algo en la nuca que yo no entiendo.
—¿Qué?
—Pensaba que noto una gran paz a tu lado. Es muy agradable estar echados en la cama y saber que el futuro, de algún modo, ya está dispuesto.
—Henry.
—¿Mmmrn?
—¿Cómo es que nunca te contaste nada sobre mí?
—Ah, porque eso es algo que no hago nunca.
—¿El qué?
—No suelo contarme historias del futuro a menos que se trate de algo monstruoso, que implique peligro para mi vida, ¿sabes? Intento vivir como una persona normal. Ni siquiera me gusta tenerme a mí mismo merodeando por aquí, así que intento no tropezar conmigo, a menos que no tenga otra elección.
Sopeso su respuesta durante unos segundos.
—Yo me lo contaría todo.
—No. Te traería muchos problemas.
—Siempre procuraba que me contaras cosas —le explico poniéndome de espaldas. Henry apoya la cabeza en la mano y me mira desde arriba. Nuestras caras se encuentran a un palmo de distancia. Resulta extraño estar hablando como solíamos hacerlo en el pasado, a pesar de que la proximidad física me impide concentrarme como es debido.
—¿Te contaba cosas? —me pregunta Henry.
—A veces. Cuando te apetecía, o cuando tenías que hacerlo.
—¿Qué clase de cosas?
—¿Lo ves? Sí que quieres saberlas, pero no voy a contártelas.
Henry se ríe.
—Me está bien empleado. Oye, tengo hambre. Vayamos a preparar el desayuno.
Fuera hace mucho frío. Los coches y los ciclistas cruzan por Dearborn mientras algunas parejas pasean por la acera. No tardamos en imitarlas, bajo la luz del sol de la mañana, cogidos de la mano, juntos al fin para que nos vean todos. Siento una ligera comezón de nostalgia, como si hubiera perdido un secreto, y luego una oleada de exaltación: es el momento en que todo empieza.