Toni Ware estaba usando el teléfono público que había al borde del aparcamiento. En lugar de dentro de una cabina, el teléfono estaba simplemente en un poste. Ella se apoyó un poco en el parachoques delantero de su coche, que relucía. Por encima del asiento de atrás apareció la cara de uno de los perros; cuando ella se lo quedó mirando un momento, el animal volvió a desaparecer de la vista. En el asiento del pasajero de delante había una docena de ladrillos estándar de tres kilos, cada uno con una tarjeta de franqueo pagado de una marca distinta. Era una mujer de tamaño estándar, de un rubio más bien claro, vestida con pantalones de tela y una chaquetilla ligera de color beige que se agitaba y se inflaba al viento. El hombre del otro lado de la línea telefónica estaba repitiéndole su pedido, que era complejo e incluía un par de metros de tubo de cobre del n.º 6 cortado en ángulo oblicuo y en secciones de diez centímetros; el ángulo de los cortes tenía que ser de sesenta grados. Aquella mujer tenía veinte voces distintas; todas salvo dos eran cálidas y agradables. No estaba protegiendo el auricular del teléfono con la mano, sino que dejaba que el viento rugiera en la línea. Todo el mundo incurre en manierismos inconscientes cuando habla por teléfono; el de ella era mirarse las cutículas de la mano que no sostenía el teléfono y usar el pulgar de aquella mano para ir palpándose una cutícula detrás de otra. Había cuatro mujeres en el aparcamiento del supermercado y a través del hueco que quedaba entre los letreros de cerveza al por mayor de la ventana del local se veía un busto de la cajera. Dos de las mujeres estaban en los surtidores de gasolina; otra estaba dentro de un Gremlin de color habano, esperando a que se vaciara un surtidor. Todas llevaban envoltorios de plástico por encima del pelo para protegerse del viento. Hubo un momento largo durante el cual Toni tuvo que esperar a que el dueño de la ferretería al por mayor verificara la tarjeta de crédito de ella, lo cual quería decir que el establecimiento funcionaba con un margen estrecho y no se podía permitir ni siquiera un flujo de cuatro horas en el pedido, lo cual quería decir que podían verse afectados. Todo el mundo lleva a cabo un rápido examen inconsciente de todo objeto cargado de sentido social con el que se encuentra. Algunos exámenes se interesan por el miedo y el potencial de amenaza de cada nuevo dato; otros tienen por objeto el potencial sexual, el potencial de ingresos, la calidad estética, los indicadores de estatus, de poder y/o de susceptibilidad a la dominación. Los exámenes de Toni Ware, que eran detallados y minuciosos, se interesaban exclusivamente por el hecho de si el objeto podía o no verse afectado. El pelo se le veía de un color rubio grisáceo, o bien de esa clase de rubio seco que bajo ciertas clases de luz parece casi gris. El viento golpeó con fuerza la puerta mientras salía gente; ella vio cómo el ímpetu del aire les afectaba a las caras y a los pequeños gestos inconscientes reconcentrados que hacían mientras intentaban encorvarse hacia delante y caminar deprisa al mismo tiempo. No es que hiciera mucho frío, pero el viento daba la sensación de que sí lo hacía. El color de los ojos de ella dependía de qué lentes llevara. El número de la tarjeta de crédito que le acababa de dar al hombre era el de ella, pero ni el nombre ni el número de identidad federal que le había dado le pertenecían a ella en un sentido estricto. Los dos perros se llamaban igual, pero los dos sabían siempre a cuál de ellos estaba llamando ella cuando los llamaba. Su amor por los perros trascendía toda experiencia y daba forma a su vida entera. La voz que estaba usando con el empleado de la ferretería Butts era más joven que la de ella, llamaba la atención por su candidez y provocaba sentimientos paternales — de superioridad y de ternura al mismo tiempo— en los comerciantes cuyos gustos emocionales eran más refinados que la simple explotación. Cuando el hombre confirmó su pedido, ella dijo: «Genial. Genial de verdad. Yupi», afirmando la palabra «yupi» en vez de gritarla. Era una voz que hacía que el que la escuchaba se imaginara a una mujer con pelo largo y rubio y pantalones acampanados, que ladeaba la cabeza y le daba una ligera entonación interrogativa incluso a las frases afirmativas. Ella caminaba todo el tiempo por aquella cuerda floja: dando falsas impresiones que sin embargo eran concretas y estaban controladas con firmeza. Daba la sensación de que era un arte. No se trataba de destruir sin más. Igual que es aburrido el orden total, también lo es el caos: no hay nada constructivo en el simple destrozo. La cajera le dedicaba a cada cliente una sonrisa fría y entablaba con él una breve conversación. Era la segunda vez en tres años que Toni Ware formaba parte de una investigación de aquella tienda, que se llamaba QWIK ’N’EZ —el icono de su letrero se parecía sospechosamente al Big Boy de Bob’s— y era una de las primeras gasolineras de la interestatal que habían eliminado a los empleados que te servían la gasolina y habían adjuntado un pequeño supermercado con cigarrillos y refrescos y comida basura para comprar en las paradas de la carretera. Ganaban una porrada de dinero en metálico y todos los años el sistema informático de Función de Inventario Discriminante los marcaba como empresa de riesgo. Sin embargo, estaban limpios como una patena, hacerles auditorías sobre el terreno se consideraba un desperdicio del salario, sus recibos cuadraban a la perfección y sus libros de contabilidad estaban lo bastante embrollados como para no estar amañados, y el propietario era un cristiano pentecostal que ya había empezado a construir otro de aquellos establecimientos que Bondurant denominaba Tumores de Carretera en la segunda salida de la 74 y estaba en la puja para hacerse con otros dos.
Ella tenía dos líneas de teléfono fijo, un voluminoso teléfono móvil y dos códigos bidimensionales de oficina, pero para los negocios personales usaba los teléfonos públicos. No era ni atractiva ni fea. Salvo por cierta intensidad anémica en la cara, no había nada en ella que resultara atractivo ni repelente ni llamara más la atención que el millar de mujeres de Peoria que habían sido descritas como «monas» en su juventud y ahora eran invisibles. A ella le gustaba pasar por debajo del radar de la gente. La única persona que podría fijarse en que estaba allí al teléfono sería alguien que también quisiera usarlo. Había dos mujeres y un hombre rubicundo con camisa de franela llenando sus depósitos. Dentro de uno de los coches había un niño llorando con la cara agarrotada. Las ventanillas de los coches convertían su llanto en una pantomima. Su madre tenía la cara hundida y estaba mirando con expresión estólida junto al depósito, atusándose el pelo alisado mientras la manguera introducía la gasolina en el automóvil. Las poleas y viguetas de la soga del poste de la bandera de la gasolinera emitían un tintineo sordo bajo el viento. El ligero ronroneo del ralentí de su coche detrás de ella, los dos perros agachados en posturas idénticas. Ella aminoró el paso lo justo para encontrar la mirada del niño mientras pasaba junto a la ventanilla derecha de atrás y a su cara roja y agarrotada, y la cara de ella permaneció vacía de toda intención mientras un estallido momentáneo de intensidad recorría el aparcamiento entero y la calle, y un tono carente de connotaciones resonaba en su cabeza como el tañido de una campana. Es interesante cómo hay gente que se limita a quedarse plantada junto al tanque y dejar que se llene, y otra gente, como la mujer regordeta de delante, que simplemente no pueden y tienen que ocuparse con pequeñas tareas como secar el parabrisas con la escobilla de goma o usar toallas azules para limpiar las luces de freno, incapaces de quedarse quietos esperando. El hombre se administró la gasolina manualmente, redondeando hasta una cifra exacta. La mitad de la cara del niño quedaba cortada por el reflejo en la ventanilla del cielo y de la bandera que crepitaba muy por encima de la cabeza de ella. Y a ella le gustaba el ruido de sus propias pisadas, aquel ruido sólido y aquella sensación de impacto en los dientes. El tubo del n.º 6 era lo bastante duro como para entrar del todo y lo bastante blando como para apenas hacer ruido al encajarlo; tres en la base bastaban para cargarse cualquier árbol.
El interior del Tumor tenía esa luz descolorida de las tiendas de alimentación y estaba organizado con las neveras para refrescos con puertas de cristal en el fondo, dos pasillos de café al detalle de ese que se usa en las empresas y comida para mascotas y aperitivos dispuestos de este a oeste, con el tabaco y los diversos artículos detrás del mostrador de color naranja donde la joven con camisa vaquera de trabajo y pañuelo rojo en la cabeza atado al estilo esclavo, con diminutas orejas de conejo en la parte de atrás, te preguntaba por la gasolina y sumaba la cerveza y el tabaco de mascar y echaba el cambio por un tubo anodizado que daba a un receptáculo de acero. Al otro lado de la puerta que había al fondo del segundo pasillo estaban el almacén y el despacho del encargado. Los establecimientos que pertenecían a cadenas grandes habían introducido cámaras de vídeo, pero aquellos Tumores de Carretera eran ciegos. Había otros cinco ciudadanos americanos en la tienda, a los cuales se les sumó un sexto cuando entró a pagar la mujer sin el niño, y mientras Toni elegía artículos suficientes para llenar una bolsa se dedicó a observar cómo aquellas personas interactuaban o no, y volvió a notar esa familiaridad que ella siempre daba por sentado que disfrutaban todos los desconocidos de los locales donde ella entraba, ese convencimiento de que todos los presentes se conocían bien y sentían la conexión y la identidad que compartían en virtud de lo que tenían en común, que era el hecho de no ser ella. Ninguno de ellos se veía afectado por ella de ninguna manera. Una lata de Ternera Gourmet para Perros valía 69 céntimos, lo cual teniendo en cuenta los precios al por mayor y los gastos indirectos seguía implicando un margen de ganancia pura del 20 por ciento. La mujer del mostrador, que tenía treinta y pocos años y había incorporado su peso a una imagen de madre rural que incluía las mejillas rojas y una risa que parecía un bramido y una sexualidad mundana y jovial, le preguntó si se había puesto gasolina.
—Lo he llenado —dijo Toni—. ¡He parado para usar la cabina y para escaparme un momento del puñetero viento!
—Sigue soplando ahí fuera, por lo que veo.
La mujer del mostrador sonrió, sumando el importe de la comida para perro que Toni tiraría después con una máquina registradora NCR 1280 de oferta que sumaba todos los recibos en un rollo diario que luego se almacenaba dentro de unos cartuchos que había que llevarse y desenrollar para hacer una auditoría sobre el terreno, y que te llenaban la oficina de unas tiras de papel de veinticinco metros que parecían esas ristras de banderines que hay en los buques de pasajeros en ruta.
—Casi me saca de la carretera de camino aquí —dijo Toni.
La mujer del mostrador no pareció darse cuenta de que Toni Ware estaba imitando el acento y la cadencia exactos de la forma en que ella hablaba. El dar por sentado que todo el mundo es como tú. Que el mundo eres tú. La enfermedad del capitalismo de consumo. El solipsismo complaciente.
—Sí que comen esos perros suyos, ¿no?
—No me digas. Como si no lo supiera.
—Serán once con ochenta.
La sonrisa ensayada durante años para parecer sincera. Como si fuera a acordarse de Toni un momento después de que esta empujara la puerta y saliera dando tumbos bajo la bandera igual que los demás. ¿Y por qué aquel «serán» convencional? La criatura raquítica que ella tenía detrás olía a loción para el pelo y a efluvios de desayuno; ella se imaginó partículas de carne y de huevos en su barba y debajo de sus uñas mientras sacaba un billete del Tesoro Público.
—Veinte del ala —dijo la mujer del mostrador, como si hablara consigo misma, pulsando las teclas con esa ligera fuerza de más que requiere una 1280.
Un momento más tarde Toni dio la vuelta por el costado de la tienda, resguardada de la perspectiva del aparcamiento por la máquina de hielo Kluckman, con la parte superior de su bolsa de plástico ondeando y crepitando por entre sus zapatos mientras ella se sacaba del bolso un Kleenex de viaje, lo rasgaba por la mitad una vez y luego otra y por fin se envolvía bien fuerte con un cuarto del pañuelo el dedo meñique, que tenía la uña perfecta y en forma de almendra y pintada de rojo arterial. A continuación se lo metió en la cavidad nasal derecha y lo hizo girar con un movimiento espiral exhaustivo, y lo que salió incluía un moco de color estándar, al mismo tiempo viscoso y duro, provisto incluso de un hilo minúsculo de capilar dentro del borde derecho. Lo único que el empleado de una tienda o alguien que hacía cola para pagar podría comentar sobre ella era una ligera abstracción afectiva, cierto desapego que no era ese desapego que dan la paz o el hecho de tener una relación personal con Nuestro Señor Jesucristo. Se limpió el moco en la solapa izquierda del abrigo de color crema, aplicando la bastante presión como para extenderlo un poco pero no la bastante como para poner en peligro su adhesión o distorsionar la bolita que había en el centro. Había en ella una inexpresividad plastificada que hacía pensar en aire procesado, en comida de avión, en ruidos transistorizados. Todo esto solamente lo estaba haciendo para pasar el rato hasta que le reunieran el pedido de la ferretería Butts. El almacén de la tienda, al entrar ella, no parecía contener nada más que artículos de papelería y cajas grandes de cartón y borato de sodio para las cucarachas en la juntura de la pared con el suelo, además de la puerta del pequeño despacho del encargado, con sus modelos ligeras de ropa de la empresa de herramientas Snap-On y su póster con la inscripción «Paz con Honor» y un águila con el pico en forma de salto de esquí y sombra de barba, que estaba entreabierta y dejaba escapar un olor a puro Dutch Masters y el tañido amortiguado de la música country procedente de una radio de bolsillo. El encargado de día, que no llevaba credencial identificativa (la mujer del mostrador era «Cheryl») y tenía los pies en la mesa y estaba leyendo justo lo que ella se había imaginado, y que tenía una frente alta y convexa y uno de esos ritmos de parpadeo rápidos y demasiado enfáticos, como si cada vez que parpadeara estuviera haciendo una mueca, y que indican que hay algún pequeño problema neurológico, solo uno pequeño, bajó los pies por el lado de la mesa y se levantó emitiendo una serie compleja de chirridos de su silla mientras los tímidos golpes de Toni en la puerta y el ímpetu con que esta entró prácticamente dando tumbos transmitían todo el asombro inocente que cualquiera necesitaría leer en el personaje de ella. Ella había dejado que su cara palideciera y había mantenido los ojos abiertos con el viento de frente mientras regresaba desde el costado de la tienda hasta la parte de delante, lo cual le había hecho brotar las lágrimas, y ahora tenía los hombros alzados y los brazos extendidos en una actitud de ignominia estupefacta. Parecía al mismo tiempo más pequeña y más grande de lo que era en realidad, y el encargado de los parpadeos que parecían tics no se movió ni tampoco dio la vuelta a la mesa ni siquiera encontró en sí mismo la energía para reaccionar mientras duró el montaje de ella, que fue entrecortado e hipóxico y esbozó una historia en la que ella era una cliente frecuente, no, mejor dicho, habitual, de aquel Tumor de Carretera QWIK ’N’ EZ y siempre había recibido no solo calidad a cambio del dinero que ganaba con gran esfuerzo cosiendo en casa, que era lo único que podía hacer en calidad de madre soltera con dos hijos, por mucho que hubiera cursado estudios nocturnos de secretaria jurídica durante los cinco años que se había pasado cuidando a su madre ciega durante su larguísima enfermedad terminal, no solo calidad y gasolina sino un servicio siempre jovial y cortés por parte de las chicas del mostrador, hasta que… y aquí hubo un estremecimiento que hizo que el encargado, que todavía tenía en la mano izquierda los restos de un producto alimenticio de Little Debbie, diera la vuelta a su mesa para reconfortarla hasta que vio el manchón de dos pulgadas que ella tenía en la solapa izquierda, que era el resultado de varios días de soportar sensaciones cercanas al estornudo sin usar ni un solo bastoncillo limpiador, y que ciertamente era un pedazo de moco para parar un tren… hasta hoy, hasta ahora mismo, hasta que, ella no sabía cómo decirlo… su impulso más fuerte había sido conducir de vuelta a casa medio cegada por las lágrimas para tirar al contenedor de basura de su bloque de pisos para gente con ingresos bajos aquel abrigo que le había costado meses enteros de privaciones comprar y así poder llevar a sus dos criaturas a la iglesia con algo puesto que no les hiciera pasar vergüenza, y a continuación pasarse el resto del día rezando a Dios para que la ayudara a entender el insensato ultraje que le acababa de sufrir y a evitar durante el resto de su vida aquel QWIK ’N’EZ movida por la degradación y el horror, pero no, ella siempre había recibido tan buena calidad y tan buen servicio en aquel establecimiento que le parecía que era casi su deber, por vergonzoso y degradante que le pudiera resultar, contarle lo que acababa de hacer la empleada que llevaba la caja registradora, por muy incomprensible que resultara, por lo menos para ella, una empleada que ciertamente parecía normal y hasta amigable y con quien ella había intentado ser amable y no había hecho nada más que intentar pagar los artículos que había elegido comprar allí, y que mientras cogía el cambio y la miraba fijamente a los ojos, se había, con la otra mano, se había metido el dedo en la nariz y luego había estirado el brazo y… y… llegado este punto se entregó completamente al llanto y a una especie de ruido agudo lastimero y se miró la solapa del abrigo, dando la impresión de que estaba intentando apartarse del mismo horrorizada, como si la única razón de que no se hubiera quitado ya el abrigo con su manchurrón verde fuera el hecho de que no soportaba quitárselo, sintiendo cómo aquellos parpadeos clónicos miraban el moco hasta reparar incluso en el hilillo de sangre roja que le daba un aspecto todavía más atroz, y por fin se dio la vuelta para salir dando traspiés como si estuviera demasiado trastornada para continuar o pedir una compensación, alejándose con andares vacilantes hasta que la canción de whisky y desamor del transistor se hubo alejado y ella estuvo de vuelta bajo la luz desvaída de la tienda en sí, y el ruido de sus tacones sobre el pasillo y sobre el aparcamiento le resultó rápido y satisfactorio mientras la despedida con la mano de la mujer del mostrador y su «Hasta la próxima» quedaban atrás y sin respuesta y el encargado se quedaba allí plantado pasando del shock a la indignación, y sus muchachos permanecían callados y dóciles en la parte de atrás del coche incluso mientras ella se metía de un salto en el vehículo y salía prácticamente pitando de allí, en caso de que el encargado ya hubiera salido de la tienda, cosa que ella dudaba, coleando hasta tomar la carretera de acceso con tanto ímpetu histérico que uno de los perros cayó encima del otro, recuperando el equilibrio con un brazo contra la bolsa de ladrillos, tarareando a medias el estribillo de la canción country, con el abrigo echado a perder y ya a medio quitárselo por el hombro, rumbo al buzón.