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Lo que suele pasar es que los viernes por la tarde hay un porcentaje de los agentes de rentas del Módulo C que se reúnen para tomar cócteles en la happy hour del Meibeyer’s. Tal como suele pasar en la mayoría de las tabernas del North Side a las que va la gente de la Agencia, la happy hour del Mei beyer’s dura exactamente sesenta minutos y en ella se sirven unas copas especiales que están indexadas con el coste aproximado de la gasolina y la depreciación de los vehículos que cuesta hacer el trayecto de 3,7 kilómetros que hay desde el CRE hasta el intercambiador de la 474 en Southport. Los empleados de la Agencia se reúnen en lugares distintos según sea su Módulo y su nivel, y algunos de esos lugares están en el centro e imitan de maneras diversas los locales más estilizados de Chicago y Saint Louis. A los Hombres de las Gabardinas se los puede encontrar casi todas las tardes en el Father’s, que está en la misma Self-Storage Parkway y que es directamente propiedad del distribuidor local de Budweiser; su función no es tanto social como intubatoria. Muchos de los pasapáginas, por otro lado, frecuentan los bares universitarios más llenos de esteroides que hay alrededor del Peoria College of Business y la Bradley University. Los homosexuales tienen el Wet Spot, en el distrito de las artes del centro. La mayoría de los mierdifantes con hijos, por supuesto, se van a casa con sus familias, aunque Steve y Tina Geach a menudo van juntos al Meibeyer’s para la H.H. del viernes. A casi todo el mundo le parece necesario desahogarse un poco de la tensión que se acumula durante una semana entera de tedio y concentración extremos, o bien de volumen y estrés extremos, o de ambas cosas.

El Meibeyer’s tiene paneles laminados de color gris ceniza, antorchas eléctricas estilo Tiki cuyos orígenes se desconocen pero que podrían remontarse a una encarnación pasada del local, una máquina de discos Wurlitzer 412-C, dos máquinas del millón, una mesa de futbolín, una de hockey de aire y una pequeña zona de dardos prudentemente apartada, al lado del pequeño pasillo donde están la cabina telefónica y los lavabos. Los ventanales del Meibeyer’s dan a las franquicias del lado de la carretera de Southport y a las complicadas salidas del paso elevado de la I-474. Hace por lo menos tres años que está el mismo camarero todos los viernes, de acuerdo con Chuck Ten Eyck. Las copas salen algo caras porque por lo general los empleados de la Agencia no beben mucho ni tampoco muy deprisa, ni siquiera durante la happy hour, lo cual afecta al precio que la taberna tiene que cobrar por las copas a fin de seguir siendo solvente. En invierno el Meibeyer’s se quita la nieve de su propio aparcamiento con una máquina quitanieves de cuchillas. En verano, el letrero de neón del bar, donde aparece un semión de un sombrero de fieltro sin ocupante cuyo ángulo cambia dos veces por segundo, se refleja en algo invisible que tiene delante y se aparece vagamente, reflejado por lo menos dos veces, en los ventanales delanteros de la taberna. El ala del sombrero sube y baja sobre la luz de fondo enfermiza de un atardecer cada vez más oscuro, en el que el encapotamiento del cielo y la subida en pico de la humedad solamente a veces comportan una lluvia propiamente dicha.

Como están en su mayoría solteros, los sustitutos y empleados heterosexuales procedentes de otros centros son asiduos de este panorama. Robby van Noght viene mucho, aunque este viernes no está. Harriet Candelaria viene pero casi siempre se marcha después de una sola ronda cuando Beth Rath se trae a Meredith Rand, con quien Candelaria tiene problemas cuyos orígenes son un completo misterio para todos los empleados procedentes de otros centros. Steve y Tina Geach, que trabajan en grupos distintos y tienen distintas rotaciones de descansos, pero están muy dedicados el uno al otro y por consenso general tienen uno de esos matrimonios que aumentan en gran medida el atractivo y la credibilidad del matrimonio para la gente que tiene predisposición a esa clase de relaciones íntimas y duraderas, siempre llegan juntos en su furgoneta Volkswagen herrumbrosa, y a menudo se marchan en cuanto suena el timbre que marca el fin de la happy hour, mostrando a menudo una extraña habilidad para abrazarse y caminar al mismo tiempo sin parecer torpes. Chris Acquistipace y Russell Nugent, Dave Witkiewicz, Joe Biron-Maint, Nancy Johnson, Chahla («la Crisis de Irán») Neti-Neti, Howard Shearwater, Frank Brown, Frank Friedwald y Frank De Chellis no se han perdido una noche de happy hour en el Meibeyer’s desde que los destinaron aquí. Dale Gastine a veces se trae a una chica con él. Keith Sabusawa ha empezado a traerse siempre a Shane («Señor Ex») Drinion, el EXPOL con quien Sabusawa comparte apartamento en Angler’s Cove junto con otros dos empleados procedentes de otros centros que parece que no vienen nunca al Mei be yer’s. Los especialistas en la Tabla F como Chris Fogle y Herb Dritz tienen un promedio bateador de .500 en términos de su asistencia al Meibeyer’s. Chuck Ten Eyck y «Segundo Nudillo» Bob McKenzie (que son quienes llevan más tiempo en el CRE de Peoria) son de lo más fiable que hay, y siempre parece que quieren presidir de alguna manera el local. R. L. Keck y Thomas Bondurant suelen venir. Toni Ware y Beth Rath casi siempre se pasan un rato, y, como ya se ha mencionado, algunas veces Rath se trae a la legendariamente atractiva pero no universalmente popular Meredith Rand. Rath y Rand trabajan en mesas Calambre adyacentes en el grupo de Sabusawa, que está asignado a examen polivalente / de auxilio, y las dos son confidentes entre ellas. Drinion, que no tiene vehículo, siempre se tiene que quedar hasta que Sabusawa se marche, ni un minuto más ni un minuto menos. De acuerdo con Sabusawa, al EXPOL procedente de La Junta, California, esto no le supone ningún problema, y su respuesta a las invitaciones de Sabusawa a acompañarlo al Meibeyer’s después del cambio de turno siempre es «Pues bueno» o «Por qué no». Lo que hace Meredith Rand es venir solamente cuando su marido se queda trabajando hasta tarde o está de viaje de negocios. Al igual que Drinion, no parece tener vehículo propio o ni siquiera carnet de conducir. A veces Beth Rath la lleva a casa en coche desde el Meibeyer’s, pero lo más habitual es que la pase a recoger su marido, a quien al parecer ella llama desde el Módulo para decirle dónde va a estar, y a quien ninguno de los examinadores del Meibeyer’s ha conocido nunca, puesto que se limita a parar en el aparcamiento y a tocar la bocina para avisar a su mujer, que a su vez a menudo se pone a recoger sus cosas un par de minutos antes de que suene la bocina, casi (según Nancy Johnson) como un perro que puede oír el ruido del motor de su amo al acercarse y ya se pone junto a la ventana de la casa mucho antes de que el coche del amo aparezca. Meredith Rand lleva cinco semanas seguidas viniendo al Meibeyer’s, lo cual significa que su marido ha estado trabajando hasta tarde muy a menudo o bien viajando. De acuerdo con Sabusawa, nadie sabe a qué se dedica.

No es difícil ver cómo cambian la energía y la dinámica de la mesa del Módulo C siempre que Meredith Rand está presente en la happy hour del Meibeyer’s. En muchos sentidos, es un fenómeno que tiene lugar en todos los bares, tabernas y braserías del mundo cuando aparece una mujer lo bastante guapa. Meredith Rand forma parte de ese minúsculo puñado de mujeres del CRE que todos los hombres que opinan sobre esas cuestiones se muestran de acuerdo en que son total y enloquecedoramente atractivas. Beth Rath no es fea ni mucho menos, pero no se puede ni comparar con Meredith Rand. Meredith Rand tiene unos ojos verdes sin fondo y una estructura ósea facial exquisita y una tez cremosa y sin poros donde casi no hay arrugas ni señales de fatiga, así como una enorme cascada de pelo rizado y rubio oscuro que, de acuerdo con Sabusawa, cuando lo lleva suelto y deja que le enmarque la cara, se sabe que puede producirles tics faciales hasta a los hombres gays o generalmente asexuales. Es una pieza de carne de primerísima calidad, sobre eso hay consenso, y no siempre tácito. Su entrada en cualquier clase de escenario social de la Agencia produce cambios palpables, sobre todo en los hombres. Los detalles concretos de esta clase de cambios son lo bastante universalmente familiares como para no perder tiempo enumerándolos. Baste decir que Meredith Rand cohíbe a los hombres del Módulo. Por consiguiente, estos tienden o bien a ponerse nerviosos y caer en un silencio incómodo, como si estuvieran involucrados en un juego cuyas apuestas han subido terriblemente, o bien a volverse repentinamente más volubles y dominantes en la conversación y empezar a contar un montón de chistes, y a adoptar una actitud general de desparpajo deliberado, mientras que antes de que Meredith Rand llegara y acercara una silla y se uniera al grupo no había nada que diera la sensación de ser deliberado ni nadie parecía estar cohibido. Las examinadoras femeninas, por su parte, reaccionan a estos cambios de formas diversas: algunas se retraen y se vuelven visiblemente más pequeñas (como Enid Welch y Rachel Robbie Towne), otras se dedican a contemplar el efecto que tiene Meredith Rand sobre los hombres con una especie de diversión oscura, y otras fruncen los ojos y se vuelven proclives a soltar suspiros hostiles y hasta a marcharse de forma teatral (q.v. Harriet Candelaria). Algunos de los examinadores masculinos ya están, llegada la segunda ronda de jarras, actuando para Meredith Rand, aunque el núcleo de la actuación consista en mostrar de forma complejamente teatral que no están actuando para Meredith Rand o que ni siquiera son especialmente conscientes de que ella esté sentada a la mesa. Bob McKenzie, en particular, se vuelve casi frenético y se pone a dirigir casi cada comentario o salida ocurrente a la persona que está sentada o bien a la derecha o bien a la izquierda de Meredith Rand, pero nunca dirigiéndose a ella o pareciendo ni siquiera mirarla. Dado que Beth Rath es generalmente una de las personas que están sentadas a la derecha o a la izquierda de Meredith Rand, esa costumbre de McKenzie suele molestarla o deprimirla visiblemente, dependiendo de qué humor esté.

Durante las últimas cuatro semanas, la verdad es que solamente Shane Drinion ha parecido impertérrito ante la presencia de una mujer tan terriblemente atractiva. Cierto, nadie tiene muy claro qué cosas afectan a Drinion. Los otros empleados procedentes de La Junta, California (Sandy Krody, Gil Haight), lo describen como un examinador muy sólido de Rollizas y de declaraciones de empresas tipo S, pero un zoquete absoluto en términos de personalidad, posiblemente el ser humano más soso que hay vivo actualmente sobre la faz de la Tierra. Drinion suele sentarse muy callado y encerrado en sí mismo en su sitio con un vaso de Michelob en la mano (que es la cerveza de barril que sirven en el Meibeyer’s), y permanece con cara inexpresiva a menos que alguien cuente un chiste que vaya dirigido a todos los ocupantes de la mesa, en cuyo caso Drinion sonríe brevemente y luego su cara vuelve a quedarse vacía de expresión. Sin embargo, no es inexpresivo de forma pasmada o catatónica. Se dedica a mirar a la persona que habla con cara concentrada. En realidad, «concentrada» ni siquiera es la palabra exacta. No hay ningún escrutinio particular en su mirada; simplemente le dedica al que está hablando su atención completa. Sus movimientos corporales, que son mínimos, dan la impresión de ser secos y precisos pero no maniáticos ni remilgados. Contesta las preguntas o comentarios que se le dirigen de forma explícita, pero salvo en las raras ocasiones en que alguien se dirige a él, no es una de las personas del grupo que hablan. No da la sensación de que sea tímido ni de que se inhiba. Está presente pero de forma inusual; se vuelve parte del entorno de la mesa, igual que el aire o la luz ambiental. Son «Segundo Nudillo» Bob McKenzie y Chuck Ten Eyck los que le han adjudicado a Drinion el apodo «Señor Ex», que viene de «Señor Excitación».

En una happy hour del mes de junio se produce una serie de circunstancias que provocan que a Drinion y a Meredith Rand los dejen solos en la mesa, más o menos delante el uno del otro, durante esa parte de la velada en que muchos de los examinadores ya se han ido o bien a casa o bien a otros locales. Ellos dos, sin embargo, siguen ahí. Meredith Rand está al parecer esperando a que la pase a recoger su marido, de quien se dice que podría ser alguna clase de estudiante de medicina. Keith Sabusawa y Herb Dritz están jugando de nuevo al futbolín, mientras Beth Rath (a quien le gusta Sabusawa; se conocen desde que los dos iban al Centro de Formación de la Agencia en Columbus) se dedica a mirarlos jugar con los brazos cruzados y un cigarrillo marca More encendido en una mano.

De manera que están los dos sentados solos a la mesa. Shane Drinion no parece estar nervioso ni tampoco da la impresión de no estar sentado a solas delante de la electrizante Meredith Rand, con la cual no ha intercambiado ni una sola palabra directa desde que lo trasladaron a finales de abril. Drinion la mira directamente, pero no de esa forma desafiante ni provocativa en que lo hacen Keck o Nugent. Meredith Rand se ha tomado dos gintonics y va por el tercero, o sea que ha bebido un poco más de lo normal, pero no ha fumado. Igual que la mayoría de los examinadores casados, lleva puestos tanto el anillo de compromiso como el anillo de boda. Ella le devuelve la mirada, aunque no se puede decir que se estén mirando a los ojos ni nada parecido. La expresión de Drinion se podría considerar agradable de esa manera en que se consideran agradables ciertos tipos de clima. Va por su primer o bien por su segundo vaso de Michelob, que se está sirviendo de una de las jarras que siguen sobre la mesa, algunas de ellas no del todo vacías. Rand le ha hecho a Drinion un par de preguntas inocuas sobre sus orígenes. Parece que le interesa lo del orfanato del Departamento de Juventud de Kansas, o bien podría ser simplemente la naturalidad con que Drinion dice que se pasó la mayor parte de su infancia en un orfanato. Rand le cuenta a Drinion una breve anécdota de su infancia en la que ella fue a casa de una amiga y las dos usaron las manos y los pies para trepar a las jambas de las puertas y se quedaron allí en lo alto de la jamba, con los miembros extendidos y como si estuvieran enmarcadas, aunque luego no conseguirá recordar qué la ha llevado a contar esta anécdota ni tampoco el contexto que había detrás de la misma. Sí que se da cuenta, casi de inmediato, de lo mismo que ya han visto Sabusawa y muchos de los demás examinadores: de que aunque en los grupos grandes de gente parece que Drinion solo esté socialmente presente en parte, cualquier clase de conversación tête-à-tête con él resulta una experiencia muy distinta; Drinion tiene la virtud de que resulta fácil o agradable hablar con él, un atributo para el que no existe una sola palabra adecuada en el idioma inglés, lo cual resulta ligeramente extraño, aunque también lo es el hecho mismo de que sea agradable hablar con Drinion, que carece de cualquier cosa que se pueda considerar encanto o gracia social o incluso empatía visible. Es, tal como Rand le dirá más tarde a Beth Rath (aunque no a su marido), un tipo muy pero que muy extraño. Hay una breve conversación que más tarde Meredith Rand no recordará muy bien, acerca del hecho de que Drinion trabaja de examinador itinerante y del CRE y Examen y la Agencia en general, a saber, Rand: «¿Te gusta tu trabajo?», una pregunta que Drinion tarda un largo rato en procesar. D: «Creo que ni me gusta ni me disgusta». R: «Bueno, ¿hay alguna otra cosa a la que preferirías dedicarte?». D: «No lo sé. No tengo experiencia en ningún otro trabajo. Espera. No es verdad. Trabajé en un supermercado tres tardes por semana entre los dieciséis y los dieciocho años. No preferiría trabajar en un supermercado a lo que estoy haciendo ahora». R: «Está claro que no se cobra tanto». D: «Ponía los artículos en las estanterías y les pegaba etiquetas adhesivas con el precio. No tenía ninguna dificultad». R: «Parece aburrido». D: «…».

—Parece que estamos teniendo un tête-à-tête —es la primera cosa que más tarde Meredith Rand recordará claramente que le dijo a Shane Drinion.

—Ese es un término extranjero que designa una conversación íntima.

—Bueno, no sé cómo de íntima es.

Drinion la mira, pero no como si no estuviera seguro de qué decir a continuación. Un rasgo característico de él es que es completamente la misma persona, en términos de emociones y de conducta, cuando está solo y cuando está en un grupo grande. Si emitiera algún sonido, no sería uno que va variando, sino más bien el tono simple y largo de un diapasón o el pitido de un electrocardiograma plano.

—¿Sabes? —dice Meredith Rand—. Si quieres saber la verdad, te encuentro bastante interesante.

Drinion la mira.

—Supongo que no te lo dicen mucho —dice Meredith Rand.

Le dedica una sonrisita mordaz.

—Es un cumplido que me encuentres interesante.

—Supongo que lo es, ¿no? —dice Rand, sonriendo otra vez—. Para empezar, lo es el hecho de que yo pueda decir algo así, que te encuentro bastante interesante, sin que tú pienses que estoy intentando ligar contigo.

Drinion asiente, rodeando la base de su vaso con una mano. Meredith Rand se fija en que está muy quieto. No se mueve nerviosamente ni tampoco cambia de postura en su silla. Tiene cierto hábito de respirar por la boca; la boca le suele quedar un poco entreabierta. Hay gente a quien tener siempre la boca un poco abierta les hace parecer algo tontos.

—Por ejemplo —dice ella—, imagina que le dijera algo así a «Nudillo» Bob, imagina cómo reaccionaría.

—Vale.

Algo se vuelve opaco por un momento en los ojos de Shane Drinion, y Meredith se da cuenta de que lo está haciendo literalmente, de que él se está imaginando que ella le dice «Te encuentro interesante» a «Segundo Nudillo» Bob McKenzie.

—¿Cómo crees que reaccionaría él?

—¿Quieres decir cómo reaccionaría por fuera de forma visible o por dentro?

—La reacción visible creo que no me la quiero ni imaginar —dice Meredith Rand.

Drinion asiente con la cabeza. Es cierto que su aspecto en sí no es muy interesante. Tiene la cabeza un poco más pequeña que la media y muy redonda. Nadie lo ha visto todavía llevar ninguna clase de sombrero ni de abrigo, siempre lleva camisa blanca de vestir y chaleco de punto. Le están saliendo entradas de una manera que hace que su frente parezca esculpida. Tiene algunas cicatrices de acné en la zona de las sienes. No tiene una cara muy definida ni estructurada, y ella puede ver que sus orificios nasales son de formas y tamaños distintos, lo cual no suele ayudar mucho a que uno sea guapo. Su boca es ligeramente demasiado estrecha en relación con la anchura de su cara. Su pelo es de esa clase de rubio oscuro soso o como de cera que a veces acompaña a una tez rojiza y a una piel que no es precisamente una maravilla. Es de esa clase de persona a quien tienes que mirar con mucha atención para poder describirla. Meredith Rand lleva un rato mirándolo con expectación.

—¿Me estás pidiendo que te describa la que creo que sería su reacción interna? —dice Drinion.

Por lo menos su cara no es del mismo color rojo irritado cuando no están bajo los fluorescentes del Módulo, un tono rojo de piel que por alguna razón siempre deprime a Meredith Rand cuando lo ve a primera hora de la mañana.

—Digamos que siento curiosidad.

—Bueno, no estoy seguro. Cuando me lo estaba imaginando, mi impresión es que estaría asustado.

Meredith Rand cambia un poco de postura, pero mantiene una expresión facial muy neutra.

—¿Y eso por qué?

—Me da la impresión de que te tiene terror. No es más que una impresión mía. Cuesta de explicar en voz alta. —Hace una pausa—. Tu atractivo le plantea a McKenzie una especie de examen que él tiene miedo de no poder aprobar. Eso le provoca ansiedad. Cuando hay otra gente presente y puede actuar para ellos, eso le permite entrar en un estado adrenalínico que le hace olvidar que tiene miedo. No, no es así. —Drinion hace otra pausa. No parece frustrado, sin embargo—. Me da la sensación de que la adrenalina que le genera actuar delante de un público le hace sentir el miedo como excitación. En esa clase de situación, puede pensar que tú lo excitas. Es por eso que se muestra tan excitado y te presta tanta atención, pero sabe que hay gente mirando —dice Drinion a modo de conclusión, y da un sorbo de Michelob; el movimiento de su brazo traza un ángulo casi recto sin llegar a resultar rígido ni robótico. Sus movimientos muestran precisión y economía. Meredith Rand también se ha fijado en eso durante las horas de trabajo, cuando ella se despereza y aprovecha la pausa para mirar a su alrededor y ve a Drinion sentado y quitando grapas y colocando los distintos formularios en los diversos montones de su mesa Calambre. Tiene la espalda muy recta sin que se le vea en absoluto rígida. Parece un hombre a quien nunca le duelen la espalda ni el cuello—. El miedo y la excitación parecen estar muy unidos.

—Pero Ten Eyck y Nugent hacen lo mismo, cuando toda la mesa se pone así —dice Rand.

Drinion asiente con la cabeza de una manera un poco incómoda que indica que no es exactamente de eso de lo que ella ha pedido que hablaran. No llega a dar ninguna muestra de impaciencia, sin embargo.

—En una conversación tête-à-tête íntima contigo, sin embargo, me da la impresión de que él sentiría el miedo más como miedo verdadero. No le gustaría ser directamente consciente de ello. De sentirlo. Ni siquiera estaría seguro de a qué respondería ese miedo. Estaría tenso, confuso, de una manera que no podría hacer pasar por excitación. Si tú le dijeras que lo encuentras interesante, creo que él no sabría qué decir. No sabría cómo actuar. Y creo que no saberlo pondría muy incómodo a Bob.

Drinion se la queda mirando fijamente un momento. Su cara, que es un poco grasienta, suele brillar bajo la luz fluorescente de las zonas de examen, aunque no tanto bajo la luz indirecta de las ventanas, cuyo oscurecimiento indica que el cielo se ha ido encapotando, aunque esto no es más que la impresión de Meredith Rand, que no es del todo consciente.

—Eres muy observador —dice Meredith Rand.

Drinion responde:

—No sé si eso es verdad. Creo que no tengo ningún patrón de datos ni observaciones en que basar lo que te estoy diciendo. Es una simple conjetura. Pero mi conjetura, por alguna razón, es que él podría incluso romper a llorar.

Meredith Rand parece repentinamente complacida y la cara se le ilumina de forma casi literal. Estira el brazo y tamborilea elegantemente con los dedos de una mano sobre la mesa.

—Creo que tienes razón.

—Por alguna razón resulta horrible pensar en ello.

—Creo que se caería de la silla y saldría corriendo, llorando y agitando los brazos en alto como un histérico.

Drinion dice:

—Eso no lo podría suponer de ninguna manera. Lo que sí sé es que te cae mal. Sé que te hace sentir incómoda.

Drinion tiene delante los ventanales del Meibeyer’s. Meredith Rand tiene delante la sección de atrás de la taberna, donde están el pasillo y la zona de dardos y un despliegue decorativo de distintos tipos de sombreros formales o de ejecutivo, pegados por el ala a un tablero barnizado. Meredith Rand se inclina hacia delante y hace el gesto de apoyarse la barbilla en los nudillos de una mano, aunque es fácil ver que no está apoyando realmente el peso de su barbilla y su cráneo en esos nudillos; es más una pose que una forma de ponerse cómoda.

—Y si, en cambio, te digo a ti que eres interesante, ¿cuál es tu reacción interna?

—Pues que es un cumplido. Es una cortesía, pero también una invitación a continuar el tête-à-tête. A hacerlo más personal o revelador.

Rand agita esa misma mano en un pequeño gesto de impaciencia o de reconocimiento.

—Pero ¿cómo hace que te sientas? Como dicen en Evaluación.

—Bueno —dice Shane Drinion—. Creo que una expresión de interés como esa le hace a uno sentirse bien. Siempre y cuando la persona que lo dice no esté intentando proponer un nivel de intimidad que te va a poner incómodo.

—¿Y te ha puesto incómodo?

Drinion hace otra pausa momentánea, aunque no se mueve y su expresión no cambia. Vuelve a producirse tal vez otro instante fugaz de vacío o retraimiento. A Rand le recuerda a un lector óptico que escanea una serie de tarjetas muy deprisa y con mucha eficacia; a él lo rodea una especie de zumbido ambiental no sónico.

—No. Supongo que si lo dijeras con sarcasmo me pondría incómodo; pensaría que estás enfadada conmigo o que me encuentras desagradable. Pero no has dado ninguna señal de decirlo con sarcasmo. Así que no, no estoy seguro de a qué te referías con lo de interesante, pero es natural que a todo el mundo le guste resultarle interesante a los demás, de manera que la curiosidad por lo que has querido decir no me resulta incómoda para nada. De hecho, si lo he entendido bien, es esa misma curiosidad lo que pretendía suscitar el comentario «¿Sabes? Si quieres saber la verdad, te encuentro bastante interesante». A continuación la conversación ya solamente gira en torno a qué quería decir la persona que ha hecho el comentario. Y así es como la otra persona tiene ocasión de averiguar por qué le resulta interesante a la primera, lo cual resulta agradable.

—Ex…

—Al mismo tiempo —continúa diciendo Drinion, sin dar señal alguna de haber visto que Rand empezaba a decir algo, pese al hecho de que la está mirando directamente—, alguien que te encuentra interesante a ti, casi en virtud de ese mismo interés, de repente también te resulta más interesante. Eso también le añade una dimensión muy interesante.

Se detiene. Meredith Rand alarga un poco la pausa para asegurarse de que se ha detenido de forma permanente. Igual que el de ella, el meñique izquierdo de Drinion está visiblemente arrugado y pálido por culpa de llevar la goma todo el día en las oficinas de Examen. Ella no siente ningún deseo de fijarse en la ropa de Drinion para caracterizarla o catalogarla para sus adentros. Ya solamente el chaleco de lana resulta deprimente. Ella saca su pitillera de vinilo blanco, la abre y extrae un cigarrillo, puesto que están sentados solos a la mesa.

—Bueno, ¿y tú te consideras interesante? —pregunta Meredith Rand—. ¿Ves que alguien pueda pensar que eres interesante?

Drinion da otro sorbo de su vaso y lo vuelve a dejar sobre la mesa. Meredith Rand se fija en que él lo ha colocado perfectamente centrado sobre la servilleta, sin intentarlo y sin tener que ajustar la base del vaso con pequeños movimientos maniáticos para dejarlo perfectamente centrado sobre la servilleta. En que Drinion no es elegante de esa forma en que lo son los bailarines o los atletas, pero sí que tiene algo elegante. Sus movimientos son muy precisos y económicos sin resultar remilgados. Los vasos de la mesa que no están sobre servilletas están rodeados de charcos de condensación grandes y de formas diversas. Alguien ha elegido la misma canción popular dos veces seguidas en la enorme máquina de discos del Meibeyer’s, que tiene aros concéntricos de color rojo y luces blancas conectadas a un circuito integrado que les permite encenderse y apagarse al ritmo del bajo de la canción que suena.

Shane Drinion dice:

—Creo que no me lo he planteado nunca.

—¿Sabes por qué te llaman el «Señor Ex»?

—Creo que sí.

—¿Sabes por qué llaman a Chahla «la Crisis de Irán»?

—Creo que no.

—¿Sabes por qué llaman a McKenzie «Segundo Nudillo» Bob?

—No.

Meredith Rand ve que Drinion está mirando el cigarrillo. Ella lleva el encendedor sujeto con una trabilla especial que sale de la pitillera, que es de un vinilo rugoso barato; Meredith Rand termina perdiendo los cigarrillos tan a menudo y en tantos sitios que no le sale a cuenta tener una pitillera cara. Sabe, por los descansos de la jornada de trabajo, que no serviría de nada ofrecerle un cigarrillo a Drinion.

—¿Qué me dices de ti? ¿Te resulto interesante? —le pregunta Rand a Shane Drinion—. O sea, aparte de por el hecho de que haya dicho que tú eras interesante.

Drinion se dedica a mirarla a los ojos —es un hombre que mira mucho a los ojos sin resultar para nada desafiante ni flirtear— mientras parece hacer lo mismo que hacía antes de clasificar cartas internas. Drinion lleva un chaleco de lana con dibujos de rombos, unos extraños pantalones de tela de poliéster con textura rugosa y unos zapatos marrones de imitación de Wallabee que podrían ser literalmente de JC Penney. El chorro de aire frío del conducto de ventilación del techo hace añicos el aro de humo de Rand en el momento mismo en que ella le da forma y lo exhala. Ahora Beth Rath está jugando al futbolín con Herb Dritz mientras Keith Sabusawa mira el calentamiento previo a un partido de béisbol de los Cardinals en el televisor que hay encima de la barra. Se nota que Beth preferiría estar sentada con Sabusawa, pero no está segura de con qué atrevimiento tiene que mostrar sus sentimientos hacia Sabusawa, que a Meredith Rand siempre le ha parecido tremendamente alto para ser oriental. Drinion también tiene una forma de asentir con la cabeza en la que el asentimiento no tiene nada que ver con la cortesía ni con la afirmación. Y ahora dice:

—Eres agradable y de momento estoy disfrutando del tête-à-tête. Es una oportunidad de prestarte atención directa, que de otra manera no resulta fácil, porque parece que te pone incómoda.

Espera un momento a ver si ella quiere decir algo. La expresión facial de Drinion no es ausente, pero sí insulsa y neutra de una forma que da la impresión de que podría ser vacía. Sin ser consciente de ello, Meredith Rand ha dejado de intentar hacer aros de humo.

—¿Y el hecho de que te guste prestar atención a alguien equivale a que estés interesado por ese alguien?

—Bueno, yo diría que casi todo a lo que prestas mucha atención directa se vuelve interesante.

—¿En serio?

—Eso creo, sí —dice Drinion—. Por supuesto, resulta especialmente interesante prestarte atención a ti, porque eres atractiva. Casi siempre es agradable prestar atención a la belleza. No requiere ningún esfuerzo.

A Rand se le han fruncido los ojos, aunque esto puede deberse en parte a las volutas de humo de cigarrillo que el aire acondicionado le está metiendo en los ojos.

Shane Drinion dice:

—La belleza es interesante casi por definición, si por interesante quieres decir algo que llama la atención y hace que prestarle atención resulte agradable. Aunque la expresión que tú acabas de usar no ha sido «resultar interesante» sino «estar interesado».

—Sabes que estoy casada —dice Meredith Rand.

—Sí. Todo el mundo sabe que estás casada. Llevas anillo de boda. Tu marido te recoge en la entrada sur varios días por semana. Su coche tiene un agujerito en el tubo de escape que hace que el motor suene con mucha potencia. Que hace que el coche emita un ruido más potente de lo normal, quiero decir.

Meredith Rand no parece complacida en absoluto.

—Debo de estar confundida. Si acabas de decir que me pone incómoda, ¿por qué has tenido que sacar el tema del atractivo?

—Bueno, tú me has hecho una pregunta —dice Drinion—. Y yo te he contestado lo que a mí me parece que es la verdad. Primero me he tomado un segundo para decidir cuál era la respuesta verdadera y qué formaba parte de la misma y qué no. Y luego lo he dicho. No tenía intención de ponerte incómoda. Pero tampoco tenía intención de evitar que te pusieras incómoda… no era eso lo que me habías pedido.

—Ah, ¿y tú eres la autoridad que decide lo que es verdad porque…?

Drinion espera un momento. En el mismo intervalo fugaz que dura la pausa, Meredith Rand se da cuenta de que Drinion se ha detenido para ver si ella va a decir algo más o si la pregunta truncada va destinada a invitarlo a que dé él la respuesta. En otras palabras, para ver si es una pregunta sarcástica. Lo cual quiere decir que él no tiene ninguna noción natural de si algo es sarcástico o no.

—No. No soy ninguna autoridad sobre la verdad. Me has hecho una pregunta sobre el hecho de estar yo interesado, y yo he intentado determinar la verdad de lo que sentía, y luego decírtela, porque he dado por sentado que era eso lo que querías.

—Me he fijado en que no te has mostrado ni mucho menos tan franco y atrevido, por así decirlo, cuando te he preguntado cómo te hacía sentir el que yo te encontrara interesante.

La expresión y el tono de Drinion no cambian ni un ápice.

—Lo siento. Me está costando entender lo que acabas de decir.

—Estoy diciendo que cuando te he preguntado cómo te hacía sentir el que yo te encontrara interesante, no has contestado sin ambages. Te has puesto a marear la perdiz. Y ahora que se trata de mí, de repente hay una preocupación súbita por la verdad sin ambages.

—Ya lo entiendo. —Hubo otra breve pausa. El humo de la marca baja en nicotina tenía un sabor insulso en comparación con el regusto de la tónica y la lima—. No recuerdo ningún momento en que yo haya intentado resultar evasivo o falso en esa respuesta. Tal vez se me dé mejor expresar unas cosas que otras. Creo que lo mismo le pasa a mucha gente. Además, no suelo hablar mucho. Casi nunca tengo conversaciones tête-à-tête, la verdad. Es posible que no sea tan hábil como otra gente a la hora de hablar de cómo me hacen sentir las cosas.

—¿Te puedo hacer una pregunta?

—Sí.

Ahora a Rand no le cuesta nada mirar directamente a Drinion.

—¿No se te ha ocurrido que todo eso puede resultar un poco condescendiente?

A Drinion se le mueve el ceño ligeramente hacia arriba mientras piensa. En el televisor acaba de empezar el partido de béisbol, lo cual puede explicar por qué Keith Sabusawa, a quien normalmente le gusta marcharse cuando se termina la happy hour, todavía no se haya marchado, y tampoco Shane Drinion. Sabusawa es lo bastante alto como para tener los mocasines parcialmente apoyados en el suelo en lugar de enganchados en el pequeño soporte que hay cerca de la base del taburete. Ron, el camarero, tiene un paño y un vaso en la mano y está haciendo el gesto de limpiarlo, pero también está mirando el partido, y diciéndole algo a Keith Sabusawa, que de hecho a veces se sabe de memoria largas listas de estadísticas de béisbol, y es que, según explica Beth Rath, a él le resulta relajante y tranquilizador pensar en esas cosas. Hay dos enormes máquinas del millón llenas de lucecitas y ruiditos apoyadas en la pared que queda justo al sur de la mesa de hockey de aire, a la que ningún cliente del Meibeyer’s juega nunca porque tiene una avería crónica que hace que el aire salga con demasiada fuerza por los orificios de la mesa y que el disco se eleve varios centímetros de la superficie y resulte casi imposible impedir que salga volando de la mesa. En la más cercana de las máquinas del millón, una hermosa amazona con traje de licra tiene levantado por el pelo a un hombre cuyos miembros parecen girar al ritmo de las luces sincopadas de los obstáculos y compuertas y flippers.

Drinion dice:

—No se me ha ocurrido. Pero sí me doy cuenta de que te has enfadado o te has molestado por algo que he dicho. De eso sí me doy cuenta —dice. Y ahora se me ocurre que tal vez quieras terminar esta conversación tête-àtête pese a que tu marido todavía no ha llegado para recogerte, pero que tal vez no estés segura de cómo hacerlo, de manera que te sientes un poco atrapada, y eso también te está enfadando.

—¿Y tú? ¿Tú no tienes que ir a ninguna parte?

—No.

Un dato interesante es que Meredith Rand en realidad es de rango superior a Drinion, técnicamente, puesto que ella tiene rango GS-10 y Drinion tiene rango GS-9. Y esto pese a que Drinion se encuentra a varios niveles de magnitud por encima de Rand en términos de efectividad como examinador. Tanto su media diaria de declaraciones como su proporción del total de declaraciones examinadas en relación con el total de ingresos adicionales producidos por medio de auditorías son mucho más elevadas que las de Meredith Rand. La verdad es que los examinadores polivalentes lo tienen mucho más difícil para que los asciendan, puesto que los ascensos suelen ser resultado de las recomendaciones de los Jefes de Grupo, y los EXPOL casi nunca pasan suficiente tiempo en el mismo Centro o Módulo como para desarrollar esa clase de familiaridad con los superiores que hace que el superior esté dispuesto a asumir el enorme papeleo que requiere recomendar a alguien para un ascenso. Además, como los examinadores polivalentes suelen ser los mejores en lo suyo, en la Agencia no hay incentivos para ascenderlos, dado que al llegar al rango GS-15 los empleados pasan a administración y ya no pueden viajar de un Centro a otro. Una de las cosas que a los pasapáginas normales les resultan misteriosas de los EXPOL es qué motivaciones tienen para servir como EXPOL cuando se trata de un puesto que liquida tu carrera en términos de ascensos y de aumentos de sueldo. A fecha de 1 de julio de 1983, la diferencia de salario anual entre un GS-9 y un GS-10 es de 3.220$ brutos, que no es precisamente calderilla. Igual que muchos pasapáginas, Meredith Rand supone que hay cierto tipo de personalidad básica que se siente atraída por las mudanzas constantes y la falta de ataduras que implica ser un examinador polivalente, además de por la diversidad de los desafíos que el trabajo implica, y que Personal cuenta con pruebas específicas para localizar esos rasgos de carácter y de esa manera identificar a ciertos examinadores como candidatos potenciales a convertirse en EXPOL. El estilo de vida de los EXPOL tiene cierto prestigio o romanticismo, pero una parte del mismo no es más que la romantización que hacen los empleados casados o anclados de otras maneras del estilo de vida sin ataduras de alguien que va de Centro en Centro siguiendo el capricho institucional de la Agencia, como si fuera un vaquero o un mercenario. Desde finales de invierno y primavera de 1984 han venido muchos EXPOL a Peoria; hay teorías diversas para explicar por qué.

—¿Te sueles quedar por aquí cuando se termina la hora y se marcha toda la panda de Segundo Nudillo?

Drinion niega con la cabeza. No menciona el hecho de que no se puede marchar del Meibeyer’s hasta que se vaya Keith Sabusawa. Meredith Rand no está segura de si Drinion no menciona ese hecho obvio porque sabe que Meredith ya lo sabe o si el tipo es tan completamente literal que se limita a contestar literalmente todas las preguntas que ella le formula, como si fuera una máquina, como por ejemplo diciendo simplemente sí o no cuando es una pregunta de las que se contestan de forma afirmativa o negativa. Apaga su cigarrillo en el pequeño cenicero desechable de lámina de metal dorada que hay que pedirle directamente a Ron si quieres fumar, puesto que el Meibeyer’s se ha encontrado el problema de que le desaparecían los ceniceros, por difícil que resulte de creer viendo lo feos que son. Ella apaga su cigarrillo de forma un poco más completa y enfática que de costumbre, a fin de reforzar cierta impaciencia tonal en lo que dice mientras está aplastando el cigarrillo:

—Pues muy bien.

Drinion efectúa una ligera rotación del torso en su silla para ver en qué parte de la barra se encuentra Keith Sabusawa. Rand está segura al 90 por ciento de que el movimiento no es ninguna clase de actuación ni nada que pretenda comunicarle a ella algo no verbal. Fuera, en el cielo del noroeste, hay unas murallas enormes de nubes perfiladas por la luz crepuscular en cuyo interior a veces se oyen murmullos y se ven luces. Ninguno de los presentes en el Meibeyer’s puede ver esas nubes, aunque siempre se puede notar físicamente que hay lluvia de camino prestando atención a ciertas señales físicas subliminales, como por ejemplo los senos nasales, los juanetes, un tipo concreto de dolor de cabeza incipiente y cierto cambio ligero en la naturaleza del frío del aire acondicionado.

—Dime, pues: ¿por qué crees que lo de ser guapa me pone incómoda?

—No lo sé seguro. Lo único que te puedo dar es una conjetura.

—¿Sabes? No eres tan directo como pareces a primera vista, a fin de cuentas.

Drinion sigue mirando a Meredith Rand directamente pero sin ninguna clase de desafío ni estrategia evidente. Rand, que ciertamente está en situación de saber que la falta de picardía puede ser una forma de picardía, le dirá más tarde a Beth Rath que era como cuando te está mirando una vaca o un caballo: no solamente no sabes qué están pensando cuando te miran, ni si están pensando; tampoco tienes la más remota idea de qué están viendo cuando te miran, y sin embargo, al mismo tiempo sientes que te están viendo del todo.

—Muy bien, voy a seguirte el jueguecito —dice Meredith Rand—. ¿Te parezco guapa?

—Sí.

—¿Te resulto atractiva?

—…

—¿Sí o no?

—Esa pregunta me parece confusa. La he oído en películas y la he leído en libros. Está formulada de forma extraña. Parece preguntar una opinión objetiva sobre si la persona con la que estás hablando te describiría como atractiva. Por el contexto en el que suele aparecer, sin embargo, casi siempre parece ser una forma de preguntar si la persona con la que estás hablando se siente sexualmente atraída por ti.

Meredith Rand dice:

—Bueno, a veces hay que aceptar una forma elusiva de decir las cosas, ¿no? Hay cosas que no se pueden decir directamente o serían asquerosas. ¿Te imaginas a alguien preguntando: «¿Te atraigo sexualmente?».

—Pues la verdad es que sí.

—Pero resultaría tremendamente incómodo preguntarlo así, ¿no?

—Puedo entender que resultara incómodo o hasta desagradable, sobre todo si la otra persona no sintiera atracción sexual. Estoy bastante seguro de que dentro de la pregunta directa va englobada la sugerencia de que el que la hace se siente sexualmente atraído por la otra persona y quiere saber si el sentimiento es recíproco. De manera que sí, esto quiere decir que yo me equivocaba. La pregunta subyacente también engloba una serie de cuestiones o supuestos. Tienes razón: la cuestión de la atracción sexual parece ser una cuestión de la que no es posible hablar siendo completamente directos.

Ahora la expresión de Rand es lo bastante condescendiente como para resultar irritante o molesta a la gran mayoría de las personas con las que pudiera estar hablando.

—¿Y por qué crees que es así?

Drinion hace una pausa momentánea.

—Creo que probablemente sea porque a la gente le resulta intensamente desagradable el rechazo sexual directo, de manera que cuanto menos directamente expreses la información sobre tu atracción sexual a alguien, menos directamente te sentirás rechazado si no hay una manifestación correspondiente de atracción.

—Hay algo bastante fatigoso en ti —observa Rand—. En hablar contigo.

Drinion asiente con la cabeza.

—Es como si fueras al mismo tiempo interesante y muy aburrido.

—Ciertamente me han dicho que soy aburrido.

—Lo de Señor Excitación.

—Es obvio que es un apodo sarcástico.

—¿Has salido alguna vez con una chica?

—No.

—¿Le has pedido a alguien para salir o has expresado atracción por alguien?

—No.

—¿No te sientes un poco solo?

Hay una pequeña pausa.

—Creo que no.

—¿Crees que te darías cuenta en caso de que así fuera?

—Creo que sí.

—¿Sabes qué está sonando ahora mismo en la máquina de discos?

—Sí.

—¿No serás marica por casualidad?

—Creo que no.

—¿Crees que no? —dice Rand.

—Creo que en realidad no soy nada. Creo que nunca he sentido lo que tú llamas atracción sexual.

A Rand se le da muy bien leer las emociones en las caras de la gente, y por lo que ella puede ver ahora en la cara de Drinion no hay nada que leer.

—¿Ni siquiera cuando eras adolescente?

Vuelve a haber esa pequeña pausa para escanear.

—Pues no.

—¿Te preocupaba que pudieras ser marica?

—No.

—¿Te preocupaba que te pasara algo raro?

—No.

—¿Y no había otra gente preocupada por si te pasaba algo raro?

Otra pausa, al mismo tiempo vacía y no vacía.

—Creo que no.

—¿En serio?

—¿Quieres decir de adolescente?

—Sí.

—Creo que la verdad es que nadie me prestaba la suficiente atención como para preguntarme qué estaba pasando dentro de mí, ni mucho menos para preocuparse por ello.

No se ha movido ni un pelo.

—¿Ni siquiera tu familia?

—No.

—¿Y eso no te deprimía?

—No.

—¿Te sentías solo?

—No.

—¿No te sientes solo nunca?

Rand casi ha llegado al punto de poder vaticinar la pausa que va después de algunas preguntas, o por lo menos a absorberla como una parte normal del ritmo de la conversación de Drinion. Drinion no se inmuta ante el hecho de que ella ya se lo haya preguntado antes.

—Creo que no.

—¿Nunca?

—Creo que no.

—¿Por qué no?

Drinion da otro sorbo de su vaso de cerveza caliente. La economía de sus movimientos tiene algo que a Rand le gusta mirar, aunque no es del todo consciente de que le gusta.

—Creo que no sé cómo contestar a eso —dice el examinador polivalente.

—Bueno, pues por ejemplo, cuando te das cuenta de que los demás tienen romances o vida sexual y tú no, o bien te das cuenta de que los demás se sienten solos y tú no, ¿qué piensas de la diferencia que hay entre tú y ellos?

Hay una pausa. Drinion dice:

—Creo que lo que estás preguntando encierra una duplicidad. Tú estás hablando de comparar. Pero creo que lo que pasa más bien es que si estoy mirando a alguien y prestándole atención y pensando en cómo es ese alguien, dejo de prestarme tanta atención a mí mismo y a cómo soy. De manera que no hay forma de comparar.

—¿Nunca comparas nada con nada?

Drinion se mira la mano y luego mira el vaso.

—Me cuesta mucho prestar atención a más de una cosa a la vez. Creo que es una de las razones por las que no conduzco, por ejemplo.

—Pero sí sabes lo que está sonando en la máquina de discos.

—Sí.

—Pero si estás prestando atención a la conversación que estamos teniendo, ¿cómo es que sabes qué está sonando en la máquina de discos?

Ahora hay una pausa más larga. La cara de Drinion se ve un poco distinta cuando llega al final de su escaneo de dos segundos.

Drinion dice:

—Bueno, está muy fuerte, y además he oído esta canción varias veces por la radio, cuatro o tal vez cinco veces, y cuando suena por la radio tienen la costumbre de decir el título y el nombre del artista en cuanto se termina. Tengo entendido que es así como las emisoras de radio pueden emitir canciones con copyright sin tener que pagar ninguna tarifa por el uso de la canción. La emisión radiofónica forma parte de la campaña publicitaria del álbum del que la canción forma parte. Es un poco confuso, sin embargo. La idea de que oír la canción varias veces gratis por la radio vaya a aumentar la probabilidad de que el cliente entre en una tienda y se compre la canción me resulta un poco confusa. De acuerdo, a menudo lo que se está vendiendo es el álbum entero del que la canción no es más que una parte, así que es posible que la canción de la radio funcione un poco como el tráiler de una película que se está proyectando, a modo de inducción para comprar una entrada para ver esa película más tarde, de la cual el tráiler obviamente no es más que una pequeña parte. También está la cuestión de cómo el personal de contabilidad de las discográficas va a tratar los gastos que se generan por la emisión radiofónica gratuita. No parece exactamente una cuestión de estrategia empresarial interna, sino más bien un asunto interempresarial, si lo piensas bien. Está claro que se deben de generar costes importantes de envío y distribución para colocar la grabación de la canción en manos de las emisoras de radio que la van a emitir. ¿Puede la discográfica o su empresa matriz desgravar esos costes si las emisoras de radio no están pagando tarifa alguna por los derechos de emisión de la canción, y por tanto no hay ingresos contra los cuales desgravar los gastos? ¿O acaso se pueden deducir como gastos de marketing y publicidad si de hecho no se está pagando nada al supuesto anunciador, que en este caso son las emisoras de radio o sus empresas matrices, sino solamente al servicio de correos o a alguna mensajería privada? ¿Cómo iba el examinador de la Agencia a poder distinguir esos gastos de las deducciones ilegales o infladas, si ya no se puede usar ninguna compensación mayor como referencia a la que añadir o de la que sustraer esos costes de distribución?

Meredith Rand dice:

—¿Puedo decir que una de las razones de que resultes un poco aburrido es que da la impresión de que no tienes ni idea de cuál es el verdadero tema de una conversación? Todo esto no tiene nada que ver con lo que estábamos hablando, ¿verdad?

Drinion parece ligeramente desconcertado por un momento, pero no herido en sus sentimientos ni tampoco avergonzado. Rand dice:

—¿Qué te hace pensar que alguien quiera oír una memez interminable relacionada con nuestro trabajo, de la que además ni siquiera tienes ni idea, cuando de lo que se trata precisamente aquí es de que es viernes y tenemos dos días para no tener que pensar en rollos de estos?

Drinion dice:

—Estás diciendo que no es habitual elegir dedicar tiempo a esta clase de cuestiones a menos que uno esté en horas de trabajo…

—Te estoy hablando de la soledad y del hecho de que la gente te preste atención o no, ¿y tú vas y me sueltas ese rollo kilométrico sobre protocolos de costes y resulta que a donde todo va a parar es a que hay cuestiones de procedimiento que no conoces?

Drinion asiente con la cabeza, con gesto pensativo.

—Entiendo lo que estás diciendo.

—¿Qué te imaginas que está pasando por la mente de la otra persona cuando te pones a despotricar así? ¿Simplemente das por sentado automáticamente que le interesa? ¿A quién le importa la contabilidad radiofónica si no es tu tarea asignada?

Ahora Beth Rath está sentada entre Keith Sabusawa y otra persona de la barra, todos asumiendo esa postura típica de taburete que a Meredith Rand siempre le parece un poco buitresca. Howard Shearwater está jugando al millón, que dicen que se le da de maravilla; su máquina del millón es la más alejada de la mesa donde están ellos, y el ángulo de incidencia no permite a Rand ver los dibujos o motivos que tiene. El sol todavía no se ha puesto del todo pero las luces tenues de las antorchas Tiki artificiales del bar ya se han encendido, y la potencia del aire acondicionado que sale de las rejillas parece haberse reducido por lo menos un poco. En tanto que aficionados al béisbol, la población autóctona de Peoria suele estar dividida a partes iguales entre los Cubs y los Cardinals, aunque en los tiempos que corren los fans de los Cubs suelen ser más discretos sobre su preferencia. El béisbol por televisión es el deporte más tedioso que hay, en opinión del marido de Meredith Rand. Puede que llueva o puede que no, como de costumbre. Hay charcos de vapor condensado con formas distintas sobre todos los lugares donde hay o ha habido un vaso, y ninguno de ellos se evapora. Drinion todavía no ha hablado ni se ha movido de forma nerviosa, ni tampoco ha cambiado mucho su expresión facial. El cigarrillo encendido ahora es el tercero desde las 5.10. No se producen intentos de formar aros.

Meredith Rand dice:

—¿Qué estás pensando ahora?

—Estoy pensando que has formulado muchas ideas que parecen válidas, y que tal vez voy a pensar un poco más en toda la cuestión de lo que piensan los demás cuando hablo con ellos.

Rand hace eso que es capaz de hacer cuando sonríe ampliamente con todo salvo con los músculos que rodean los ojos.

—¿Estás siendo paternalista conmigo?

—No.

—¿Estás siendo sarcástico?

—No. Pero veo que te has enfadado.

Ella expulsa dos breves volutas de humo. Debido a que sale menos aire de las rejillas del aire acondicionado, parte del humo le va a la cara a Shane Drinion.

—¿Sabías que mi marido se está muriendo?

—No, no lo sabía —dice Drinion.

Los dos permanecen quietos un momento, haciendo la clase de gestos faciales que cada uno de ellos tiene tendencia a hacer.

—¿No me vas a decir que lo sientes?

—¿Cómo? —dice Drinion.

—Es lo que se dice. Es lo que dicta la etiqueta estándar.

—Bueno, estaba considerando esa información a la luz del hecho de que me hayas estado preguntando por cuestiones de sentimientos sexuales y de soledad. La llegada de esa nueva información cambia el contexto de la conversación, me parece a mí.

—¿Y puedo preguntar cómo? —dice Meredith Rand.

Drinion inclina la cabeza.

—Eso no lo sé.

—¿Has pensado que descubrir que se está muriendo podría significar que tienes alguna clase de posibilidad sexual conmigo?

—No he pensado eso, no.

—Bien. Eso está bien.

Beth Rath ha echado a andar hacia la mesa, con la boca parcialmente abierta para decir tal vez algo o para intentar sumarse a la conversación, pero Meredith Rand le dedica una mirada que hace que Rath dé media vuelta y vuelva a su sitio en el taburete de cuero rojo de la barra, donde Ron está cambiando el cartucho de gas del surtidor de soda. Meredith Rand deja su bolso encima de la mesa y se levanta para rellenarse el vaso.

—¿Quieres otra Heineken o lo que sea eso?

—Todavía no me he terminado esta.

—No eres exactamente el rey de la fiesta, ¿verdad?

—Me lleno deprisa. Parece que no me cabe mucho en el estómago.

—Qué suerte.

Rand, Rath y Sabusawa mantienen una conversación breve mientras Ron se dedica a prepararle el gin-tonic a Meredith Rand, conversación que Drinion no oye, aunque sí puede ver tenues reflejos de los ocupantes de la barra en el ventanal del Meibeyer’s. Nadie sabe qué aspecto tiene ni qué cara está poniendo mientras permanece allí sentado a solas, ni siquiera qué es lo que está mirando.

—¿Sabes lo que es una cardiomiopatía? —pregunta Rand cuando se vuelve a sentar.

Se mira el bolso, que por su forma es más bien una bolsa. Ya se ha bebido la mitad del gin-tonic.

—Sí.

—Sí ¿qué?

—Creo que es una enfermedad del corazón.

Meredith Rand se da unos golpecitos experimentales con el encendedor en los incisivos.

—Parece que se te da bien escuchar. ¿No? ¿Quieres oír una historia triste?

Al cabo de un momento Drinion dice:

—No estoy seguro de cómo contestar a eso.

—Me refiero a mi historia triste. O parte de ella. Todo el mundo tiene una historia triste. ¿Quieres oír parte de la mía?

—…

—En realidad es una enfermedad del músculo cardiaco. La cardiomiopatía.

—Yo creía que el corazón en sí era un músculo —dice Shane Drinion.

—Es para diferenciarlo de la vasculatura del corazón. Confía en mí, soy bastante experta en esto. Las llamadas enfermedades cardiacas son las que afectan a los vasos mayores. Como los ataques al corazón. La cardiomiopatía afecta al músculo del corazón, a sus tejidos, a la cosa que se estruja y se relaja. Sobre todo cuando no se conoce la causa. Que no se conoce. No se sabe con seguridad qué se la causó a mi marido. La teoría es que cuando iba a la universidad sufrió una gripe terrible o algún virus que todo el mundo pensó que se le había pasado, pero que de alguna manera se le quedó en el miocardio, el tejido muscular del corazón, y gradualmente lo fue infectando y lo estropeó.

—Creo que lo entiendo.

—Tal vez estás pensando: Qué triste debe de ser enamorarse y casarse y que luego tu marido coja una enfermedad mortal; porque lo es, es mortal. Como el niño rico de la película aquella, cómo se llamaba… Aunque en la película la que enferma es la mujer, que es un poco mema en mi opinión, pero el caso es que al niño rico hasta lo desheredan cuando se casa con ella, y entonces va ella y coge una enfermedad mortal. Es un dramón. —A Rand también le cambian un poco los ojos cuando está escaneando alguna clase de recuerdo—. Se parece un poco a la insuficiencia cardiaca. De hecho, en muchos casos, cuando la persona acaba muriéndose, la causa de la muerte que consta es insuficiencia cardiaca.

Shane Drinion tiene cogido con la mano el vaso con un poco de cerveza al fondo pero no lo levanta de la mesa.

—¿Y la causa es que el músculo cardiaco se estropea y no puede contraerse lo suficiente para bombear la sangre?

—Sí, y él ya la tenía antes de que nos casáramos, la tenía incluso antes de que yo lo conociera, y eso que lo conocí cuando era superjoven. Yo no tenía ni dieciocho años. Y él tenía treinta y dos y trabajaba de ayudante de enfermero en el Zeller. —Ella está sacando un cigarrillo—. ¿Por casualidad sabes qué es el Zeller?

—Creo que te refieres al centro de salud mental que hay cerca de los Exposition Gardens de Northmoor.

El trasero de Drinion está ligerísimamente suspendido, tal vez un par de milímetros como mucho, por encima del asiento de su silla de madera.

—En realidad está en University Avenue, por lo menos la entrada principal.

—…

—Es un hospital psiquiátrico. ¿Sabes qué es un hospital psiquiátrico?

—En un sentido general, sí.

—¿Estás limitándote a ser cortés?

—No.

—El loquero. El Marriott de la mente. La jaula de los locos. ¿Quieres saber por qué estaba yo allí?

—¿Estabas visitando a alguien importante para ti?

—Negativo. Fui paciente del centro durante tres semanas y media. ¿Quieres saber por qué?

—No sé si me lo estás preguntando de verdad o si la pregunta es un simple preludio al hecho de decírmelo.

Meredith Rand hace una mueca sardónica con la boca torcida a un lado y chasquea la lengua un par de veces.

—Muy bien. Da un poco de rabia, pero no puedo decir que no tengas algo de razón. Yo era una «cortadora». ¿Sabes qué es una «cortadora»?

No se produce ningún cambio: la cara de Drinion permanece compuesta y neutra sin que parezca de ninguna manera que está intentando permanecer neutra. Meredith Rand tiene una antena subliminal muy buena para esta clase de cosas: es alérgica a las actuaciones.

—Imagino que es alguien que corta cosas…

—¿Te estás haciendo el listo?

—No.

—No sabía por qué lo hacía. Sigo sin estar segura, pero él me enseñó que intentar analizarlo o entender todos los porqués era una idiotez. Que lo único importante era dejar de hacerlo, porque si no lo dejaba iba a acabar otra vez en el psiquiátrico, y que la idea de que podía esconderlo con vendas o mangas largas y mantenerlo totalmente en secreto era una idiotez arrogante. Y tenía razón. No importa dónde lo hagas ni con cuánto cuidado, siempre llega un momento en que alguien ve algo y dice algo, o en que alguien está haciendo el memo en el pasillo y fingiendo que te suplica que te saltes la clase de álgebra y vayas al parque a fumarte un porro y a trepar a la estatua de Lincoln, y te agarra del brazo demasiado fuerte y se te abren algunos de los cortes y te pones a sangrar a través de las mangas largas, por mucho que lleves dos camisas, y alguien llama a la enfermera por mucho que tú les digas que te dejen en paz, coño, y que ha sido un accidente, y que te vas a ir a casa y vas a llamar al médico desde tu casa. Siempre llega un día en que alguien te ve algo en la cara que le revela que estás mintiendo, y antes de que te des cuenta estás ahí, en una habitación bañada en luz, con los brazos y las piernas al descubierto, intentando darle explicaciones a alguien que tiene cero sentido del humor; de hecho es un poco como hablar contigo ahora —dice con una breve sonrisita tensa.

Drinion asiente despacio con la cabeza.

—Eso ha sido muy desagradable. Tengo que pedirte disculpas por ello.

—No tengo mucho sentido del humor, es cierto.

—Yo te hablo de otra cosa. Allí te hacen una entrevista cuando ingresas, donde te formulan una serie de preguntas requeridas por la ley que van leyendo de un impreso legal apoyado en una tablilla sujetapapeles blanca, y si se da el caso de que te preguntan si alguna vez oyes voces y tú les dices que claro, que ahora mismo estás oyendo la suya haciéndote una pregunta, a ellos no les parece gracioso, y ni siquiera se dan por enterados de que estás haciéndote la graciosa, sino que se limitan a quedarse allí sentados, mirándote. Como si ellos fueran un ordenador y tú no pudieras seguir hasta que les das la respuesta en el formato adecuado.

—La misma pregunta resulta ambigua. Por ejemplo, ¿a qué voces se están refiriendo?

—Pues resulta que en el Zeller tienen tres tipos distintos de pabellones, y dos de ellos están cerrados con llave, y el pabellón donde me metieron a mí como paciente psiquiátrica era el mismo en el que también trabajaba él, en la tercera planta, donde básicamente había niñas ricas de los Heights que no querían comer o que se tragaban un frasco entero de Tylenol cuando las dejaba el novio, etcétera, o bien se metían el dedo en la garganta cada vez que comían algo. Aquello estaba lleno de vomitonas.

Drinion sigue mirándola. Ya no hay ninguna parte de su trasero ni de su espalda que esté tocando la silla, aunque la separación es tan mínima que nadie la podría ver a menos que estuviera enfocándola con una luz muy potente desde el costado, iluminando la ligera separación entre Drinion y la silla.

—Te estarás preguntando cómo llegué allí yo, porque está claro que nuestra familia ni era rica ni era de los Heights.

—…

—La respuesta es que teníamos un buen seguro médico a través del sindicato de mi padre. Mi padre llevó la línea de producción de alambre agrícola de la American Twine and Wire desde 1956 hasta que cerró. Los únicos días de trabajo que se saltó en su vida fueron algunos de los días que pasó en el Zeller. —Rand pone una cara de horror distendido muy breve, cuyo significado exacto no está claro, y enciende el cigarrillo que ha estado sosteniendo con la mano y mirando—. Para que te hagas una idea.

Drinion se termina lo que queda de la Michelob y se limpia un poco la boca con la servilleta en la que estaba apoyado el vaso. A continuación vuelve a colocar en su sitio la servilleta y el vaso. Su cerveza lleva demasiado rato a temperatura ambiente para producir más vapor condensado.

—Y es verdad que ya parecía enfermo cuando lo conocí. Nada asqueroso, tampoco es que supurara ni fuera tosiendo por ahí ni nada parecido, pero estaba pálido, hasta para ser invierno. Se lo veía delicado, como si fuera un anciano. Estaba totalmente flaco, aunque comparado con las chicas anoréxicas costaba ver a primera vista lo flaco que estaba; le pasaba más bien que estaba pálido y se cansaba enseguida. No se podía mover muy deprisa. Tenía unas ojeras oscuras y terribles. Parte del tiempo tenía un aspecto cansado o soñoliento, aunque también hay que tener en cuenta que yo siempre lo veía de noche, porque él era el ayudante de enfermero del segundo turno del pabellón, desde las cinco hasta la hora, ya de madrugada, en que venía el ayudante de las noches, a quien nunca veíamos salvo a la hora del desayuno, o bien si alguien tenía una crisis en plena noche.

—O sea que no era médico —dice Drinion.

—Me río yo de los médicos. De los del Zeller. Los psiquiatras. Venían por la tarde durante una hora o algo así, vestidos con sus trajes; siempre llevaban trajes elegantes, eran profesionales; y hablaban principalmente con las enfermeras y con los padres que estaban de visita. Y luego entraban por fin a verte y tenías con ellos una conversación incómoda y forzada, como si fueran tu padre o algo parecido. Y tenían cero sentido del humor, y se pasaban todo el rato mirándose el reloj. Hasta a los que se les veía cierta pinta de que tal vez fueran seres humanos les interesaba más tu caso que tú. O sea, lo que podía significar tu caso, la forma en que se parecía o difería de otros casos de los libros de texto. No me hables del estamento médico de los centros psiquiátricos. Era rarísimo tratar con ellos; te podían girar la cabeza de verdad. Si decías que odiabas aquel lugar y que no te estaba ayudando y que te querías marchar, ellos lo veían como un síntoma de tu caso, no como que te querías marchar. Era como si no fueras un ser humano, no eras más que una máquina que ellos podían desmontar para ver cómo funcionaba. —Abre y cierra su pitillera—. Daba mucho miedo, la verdad, porque podían firmar papeles para retenerte allí o bien para trasladarte a un pabellón peor; el otro pabellón cerrado era mucho peor y la gente hablaba de él, no quieras saber lo que decían. O bien podían decidir darte una medicación que convertía a algunas de las chicas en zombis; daba la impresión de que un día estaban allí y al siguiente estaban en otro planeta. Como zomboides vestidos con albornoces muy elegantes traídos de casa. La verdad es que acojonaba.

—…

—No podían hacer cosas de peli de terror, sin embargo, no podían dar tratamientos de electroshock como en la película aquella, porque todos los padres y madres iban allí prácticamente a diario y se enteraban de todo. Si estabas en aquel pabellón no estabas internado en el Zeller, estabas ingresado, y al cabo de siete días, si lo decían tus padres, te tenían que soltar. Y algunos lo hacían, algunos padres de las chicas zombi. Pero ellos tenían la capacidad legal de firmar unos impresos que te convertían en interna. Eran los médicos trajeados los que podían hacerlo, así que eran los que más miedo daban.

—…

—Además, la comida era peor que asquerosa.

—Te habías estado practicando pequeñas incisiones ocultas a modo de compensación psicológica de algún tipo.

Meredith Rand se lo queda mirando con expresión serena. Sí que se da cuenta de que él parece estar sentado con la espalda un poco más recta o algo parecido, porque ahora la parte baja del expositor de distintos tipos de sombreros queda tapada, y ella sabe que no es porque ella se haya repantingado.

—Me hacía sentirme bien. Daba grima, y yo sabía que no podía ser bueno si lo llevaba tan en secreto y de forma tan siniestra, pero me hacía sentirme bien. No sé qué más decir. —Cada vez que sacude la ceniza, le da tres golpecitos al cigarrillo a la misma velocidad y en el mismo ángulo con un dedo que tiene la uña pintada de rojo—. Pero yo tenía fantasías de hacerme cortes en el cuello y en la cara, que es algo que daba grima, y me había pasado todo el año llegando cada vez más arriba por los brazos sin poder hacer nada para evitarlo, y ahora me doy cuenta de que aquello me asustaba. Menos mal que me habían metido allí dentro; era todo una locura, así que al fin y al cabo tal vez ellos tenían razón.

Drinion se limita a quedársela mirando. No hay forma de saber si se avecina lluvia de verdad o si la masa nubosa va a pasar de largo. La luz de fuera es aproximadamente del mismo color que una bombilla gastada. Dentro del local hay demasiado ruido para saber si hay truenos. A veces el aire acondicionado parece volverse más frío o más insistente cuando está a punto de haber tormenta, pero ahora mismo no da la impresión de que esté pasando eso.

Meredith Rand dice:

—Tienes que decir alguna cosa de vez en cuando, como si fuera una conversación de verdad, para demostrar por lo menos que te interesa. Si no, la otra persona tiene la sensación de estar largando el rollo y de que tú debes de estar pensando en Dios sabe qué.

—Pero hacerte cortes en la cara habría exteriorizado mucho la situación —dice Drinion.

—Ahí está. Además, yo no me quería hacer cortes en la cara. Tal como él terminó mostrándome, mi superficie facial era lo único que yo creía tener. Mi cara y mi cuerpo, el hecho de que supuestamente yo era una buenorra… Yo era una de las buenorras del Central Catholic. Que es un instituto de secundaria de aquí. Así nos llamaban: las buenorras. Y la mayoría también eran animadoras.

Drinion dice:

—O sea que te educaron en el catolicismo.

Rand niega con la cabeza mientras sacude la ceniza del cigarrillo.

—Eso no es relevante. No es la clase de pequeña respuesta ocasional a la que yo me refería.

—…

—La conexión es lo que estabas diciendo de la belleza y la soledad. O estábamos diciendo. Y lo más seguro es que no resulte fácil de entender, debido a que supuestamente el hecho de que te consideren guapa en la escuela secundaria es el pasaporte femenino a la popularidad y a ser aceptada y a todas las cosas que se supone que son lo contrario de la soledad. —A veces ella usa preguntas directas a modo de excusa para poder mirarlo a los ojos—. ¿Tú te sentías solo en el instituto?

—Pues no.

—Ya. Ah, claro. Además, la belleza es una forma de poder. La gente te presta atención. Puede resultar muy seductor.

—Sí.

Solo poco después Meredith Rand será consciente de la extraña intensidad que ha implicado hablar con el examinador polivalente. Será más tarde cuando Rand, que habitualmente es muy consciente de su entorno y de lo que hace la gente que la rodea, se dé cuenta de que ha habido grandes bloques del tête-à-tête en el Meibeyer’s que parecían aislados de cualquier clase de entorno. De que estando en el seno de dichos bloques de intensa interacción, ella no ha sido consciente de la música molesta procedente de la máquina de discos ni del retumbar de sus bajos excesivos en el esternón, ni tampoco del parloteo y el tintineo insistente de las máquinas de millón y de la máquina de videojuegos de carreras, ni del partido de béisbol que se estaba emitiendo por encima de la barra, ni del estruendo normalmente molesto de las conversaciones circundantes en el que a veces ciertas ráfagas audibles se elevaban y exigían atención antes de sumergirse de nuevo en el molesto ruido ambiental de voces todas mezcladas y levantadas para oírse por encima del ruido de la sala. La única forma en que se lo podrá explicar a Beth Rath será contándole que daba la impresión de que alrededor de su mesa se hubiera formado una especie de contenedor aislado y que apenas había nada que pudiera penetrarlo. Pese a que tampoco se podía decir que ella se hubiera pasado todo el tiempo allí sentada mirando sin más al empleado polivalente; no era un rollo hipnótico. Tampoco había sido consciente de cuánto tiempo había pasado o estaba pasando, lo cual era muy poco propio de Meredith Rand[115]. La mejor teoría que se le ocurrirá a Meredith Rand es que el Señor Ex prestaba una atención muy intensa y minuciosa a lo que ella estaba diciendo. Una intensidad que no tenía nada que ver con flirtear ni con nada romántico; se trataba de una clase completamente distinta de intensidad, aunque también era verdad que Meredith Rand había experimentado absolutamente cero atracción romántica o sexual hacia Shane Drinion en aquella mesa del Meibeyer’s. Se trataba de algo completamente distinto.

—Fue él quien me dijo esto. Quien lo planteó así. Una noche, después de la cena, después de que se terminaran todos los grupos y toda la terapia ocupacional y los médicos con sus trajes elegantes se fueran a casa y solamente quedaran él y una enfermera en la ventanilla de la medicación. Él llevaba la bata blanca de los empleados con un jersey y unas zapatillas deportivas de plástico y un llavero enorme. No hacía falta mirar para oírlo venir por el pasillo, se sabía por el tintineo de las llaves. Solíamos decirle que parecía que las llaves pesaran más que él. Algunas de las chicas se metían un montón con él, porque sabían que él no les podía hacer nada.

—…

—Por la noche, después de que se terminaran las visitas, no había nada más que hacer que ver la tele en la sala comunitaria o jugar al ping-pong en una mesa que tenía la red muy baja para que hasta las chicas que tomaban medicación fuerte tuvieran la sensación de que ellas también podían jugar, y lo único que él tenía que hacer era comprobar las medicaciones y repartir pases para usar el teléfono, y al final de su turno también le tocaba rellenar las evaluaciones de todas, lo cual era totalmente rutinario a menos que se produjera alguna clase de crisis psiquiátrica.

—Así que tú lo observabas con atención, parece —dice Shane Drinion.

—Tampoco era un tío despampanante, ni mucho menos. Había chicas que lo llamaban el cadáver. Necesitaban tener sus pequeños insultos para todo el mundo. O bien lo llamaban la muerte andante. Era una cuestión puramente física. Pero es que parecía que no había ninguna parte de él que tocara su ropa por dentro; la ropa simplemente le colgaba. Se movía como si tuviera sesenta años. Pero era gracioso, y hablaba contigo de verdad. Si alguna quería hablar de algo, quiero decir hablar de verdad, él se metía con ella en la sala de reuniones que había al lado de la cocina y hablaba. —Meredith Rand tiene una serie de rutinas para apagar los cigarrillos, todas las cuales, ya sean rápidas y parecidas a estocadas o más bien lentas y a base de aplastamientos laterales, resultan bastante expeditivas—. No obligaba a nadie a hacerlo. No es que se pusiera a tirarte de la manga para que fueras a tener un tête-à-tête con él o le dejaras hacer prácticas contigo. La mayoría de las chicas se limitaban a vegetar delante de la tele, y aquellas a quienes les tocaban medicinas tenían que ir a buscarlas a la enfermería. Él tenía que poner los pies encima de la mesa, por lo general, cuando estabas hablando a solas con él. En la misma mesa de la sala de reuniones donde los doctores extendían los expedientes para hablar con los padres. Él se reclinaba hacia atrás en la silla y ponía las deportivas encima de la mesa, supuestamente porque tenía problemas de espalda, pero en realidad era por culpa de la cardiomiopatía, que había cogido misteriosamente cuando iba a la universidad y era la razón por la que no había terminado los estudios, lo cual explicaba que tuviera aquel trabajo de mierda como ayudante de enfermero en una casa de locos, pese al hecho de que él era siete mil veces más listo y más perspicaz sobre lo que realmente les pasaba a las pacientes que los médicos y los supuestos orientadores. Ellos veían a todo el mundo a través de una lente profesional que debía de tener un centímetro de grosor; todo lo que no encajaba en la lente o bien no lo veían o bien lo retorcían y lo estrujaban para hacerlo encajar. Y el hecho de poner los pies calzados con aquellas zapatillas tan feas del Kmart encima de la mesa hacía que por lo menos pareciera más una persona, alguien con quien estabas hablando de verdad y que no solo te estaba haciendo un diagnóstico o rastreando tu etiología para tener algo que decir que encajara en su pequeña lente. Eran de risa, aquellas zapatillas.

—¿Te puedo hacer una pregunta?

—¿Por qué no te limitas a hacer la pregunta en vez de perder el tiempo haciéndome decir que sí, que me puedes hacer una pregunta?

—Ya te entiendo.

—¿Y bien?

—¿Lo de elevar los pies era para ayudar a que la sangre le circulara con mayor eficiencia?

—¿Eso es lo que me querías preguntar?

—¿No es una de esas preguntas para sostener la conversación a las que tú te referías?

—Por el amor de Dios —dice Rand—. Sí, era para la circulación. Aunque por entonces nadie sabía por qué era. Lo de los problemas de espalda era verosímil. Estaba claro que se lo veía incómodo. Lo único que se le notaba de verdad era que no estaba en muy buena forma.

—Se lo veía frágil, sobre todo para su edad.

Ahora Rand echa de vez en cuando la cabeza un poco hacia atrás y a un lado, muy brevemente, como si se estuviera recomponiendo el peinado sin tocárselo, que es algo que ciertos tipos de chicas adolescentes hacen mucho sin ser necesariamente conscientes de ello.

—Por cierto, él me enseñó la palabra «etiología». Y me explicó por qué los médicos tenían que ser tan distantes y poco naturales; formaba parte de su trabajo. Él no obligaba a nadie, pero a veces sí que parecía que elegía a ciertas chicas para hablar con ellas, y hacía que les resultara difícil resistirse. Las noches podían ser duras, y tampoco es que ayudara mucho ver Maude en compañía de gente suicida o muy medicada.

—…

—¿Te acuerdas de Maude?

—Pues no.

—A mi madre le encantaba aquella serie. Era la última cosa del mundo que yo quería ver allí dentro. Si su marido se enfadaba y le decía: «Maude, siéntate», ella se sentaba, como si fuera un perro, y eso provocaba una carcajada enorme de las risas enlatadas. Vaya feminismo. O Los ángeles de Charlie, que resultaba completamente insultante si eras feminista.

—…

—Conmigo empezó a hablar estando yo en la sala rosa, que era la sala de aislamiento, donde te ponían si estabas en situación de riesgo de suicidio y la ley decía que tenías que estar en observación durante veinticuatro horas al día, o bien si actuabas de alguna forma indisciplinada que ellos dijeran que presentaba un peligro o suponía un trastorno… entonces te podían meter allí.

—¿Se llamaba la sala rosa porque la sala era de ese color? —pregunta Drinion.

Meredith Rand le dedica una sonrisa fría.

—Rosa Baker-Miller, para ser exactos, porque se habían hecho experimentos que demostraban que ver el color rosa calmaba la agitación mental, de manera que pronto en todos los pabellones psiquiátricos del mundo empezaron a pintar las salas de aislamiento de color rosa. Eso también me lo contó él. Me explicó el porqué del color de la sala donde me habían metido. La sala tenía el suelo inclinado y un desagüe en el centro que le daba un aspecto medieval. Yo estaba en situación de riesgo de suicidio, por si te lo estás preguntando. No tengo ni idea de cuánto estás alucinando con esto, de si te estás diciendo «Oh, oh, menudo pedazo de chiflada, ya estaba en el Zeller a los diecisiete años».

—No estaba pensando eso.

—Fue por algo que le dije a un médico que ni siquiera era mi médico, quiero decir que no era el que me pagaba el seguro de mi padre, era un médico distinto que venía y cubría los casos del otro médico cuando este no podía venir, todos se pasaban todo el tiempo cubriéndose los unos a los otros, de manera que en cosa de cinco días podías hablar con tres médicos distintos, y ellos se veían obligados a desplegar tu expediente y las notas de tu caso o lo que fuera encima de la mesa para acordarse de quién eras; y aquel médico, que no parpadeaba jamás, no paraba de intentar hacerme decir que de niña había sido maltratada y abandonada, lo cual no era verdad para nada, y yo terminé diciéndole que era un idiota de mierda y que o bien me podía creer cuando le estaba diciendo la verdad o bien se la podía meter por su gordo culo de imbécil. Y así es como aquella noche me vi en la sala rosa, lo había mandado aquel médico, era todo una patraña. No es que me llevaran allí a rastras y me arrojaran dentro y cerraran de un portazo; todo lo hacían con mucha educación. Pero ¿sabes? Una de las cosas más extrañas de estar en un psiquiátrico es que gradualmente te empieza a dar la sensación de que tienes permiso para decir cualquier cosa que te pase por la cabeza. Te da la sensación de que no pasa nada por que lo hagas, o tal vez incluso de que en cierta manera se espera que hagas locuras o que no te inhibas, lo cual al principio resulta bastante liberador y agradable; tienes la sensación de que se acabaron las máscaras sonrientes y de que se acabó el fingir, lo cual resulta agradable, lo que pasa es que la cosa se vuelve bastante tentadora y peligrosa, y la verdad es que todo esto puede hacer que la gente empeore allí dentro; hay inhibiciones que son buenas, que son normales, me dijo él, y una parte de ese síndrome del que se habla de la gente que acaba «viviendo en instituciones» es que los meten en una casa de locos cuando son muy jóvenes o en una época frágil en que su sentido del yo no está muy fijado ni es muy resistente, y ellos empiezan a actuar tal como piensan que se espera que actúe la gente que está en un manicomio, de manera que al cabo de un tiempo se vuelven así, y se ven atrapados en el sistema, el sistema de la medicina psiquiátrica, y ya no salen nunca.

—Y eso te lo dijo él. Te avisó de que te inhibieras de insultar a los psiquiatras.

A ella le han cambiado los ojos; se apoya la barbilla en la mano, que es algo que la hace parecer todavía más joven.

—Me dijo muchas cosas. Muchas. Aquella noche que me pasé en la sala rosa estuvimos dos horas hablando. Ahora los dos nos reímos de aquello; él hablaba mucho más que yo, lo cual supuestamente no es lo correcto. Al cabo de poco ya estábamos yendo allí todas las noches como un reloj, lo de ha…

—¿Ibais a la sala de aislamiento?

—No, yo solamente pasé allí aquella noche, y el médico que llevaba mi caso, tengo que reconocérselo, metió al sustituto en alguna clase de lío disciplinar por haberme puesto en aislamiento; dijo que era una conducta reactiva. —Rand se detiene y se tamborilea con los dedos en la mejilla—. Joder, me he olvidado de qué estaba diciendo.

Drinion levanta la vista un instante.

—Estábamos yendo allí todas las noches como un reloj.

—A la sala de reuniones, después de las visitas y de calmar o medicar a quien fuera que estuviera de los nervios por algo sucedido en las visitas. Nos sentábamos allí y hablábamos, lo que pasaba era que él se tenía que levantar de vez en cuando para comprobar dónde estaba todo el mundo y para asegurarse de que no hubiera nadie en una habitación que no fuera la suya, y también para mandar a quien le tocara la medicación a la ventanilla de la medicación. Todas las noches de entre semana íbamos a aquella sala y él hacía una cosa que hacía siempre, que era llenar una lata de Coca-Cola de agua de la fuente, usaba la lata de cola en vez de un vaso, y nos sentábamos a la mesa y él decía: «¿Nos ponemos intensos esta noche, Meredith, o lo dejamos en una pequeña charla distendida?», y yo casi actuaba como si estuviera mirando un menú y decía: «Bueno, hummm, esta noche creo que me quiero poner intensa, por favor».

—¿Te puedo hacer una pregunta?

—Grrr… Adelante.

—¿Debo deducir que aquí «intenso» se refiere a la práctica de hacerse cortes y a tus razones para llevarla a cabo? —pregunta Drinion.

Ahora tiene las manos sobre la mesa con los dedos entrelazados, lo cual a la mayoría de la gente le provoca que la espalda se le doble y se le encorve, pero en el caso de Drinion no es así: su postura es exactamente la misma.

—Negativo. Era demasiado listo para eso. No hablábamos a menudo de los cortes. No habría servido de nada. No era la clase de cosa que se pudiera abordar directamente de esa manera. Lo que él… lo que hacía él sobre todo era contarme muchas cosas de mí misma.

Uno de los dedos entrelazados de Drinion se mueve ligeramente.

—¿No te preguntaba cosas?

—Negativo.

—¿Y eso no te enfadaba? ¿El que se atreviera a hablarte de ti misma?

—La gran diferencia es el hecho de que tenía razón. Prácticamente todo lo que decía era verdad.

—En lo que te decía de ti misma.

—Y, fíjate, lo hizo sobre todo al principio, cuando necesitaba establecer cierta credibilidad. Me lo explicaría más adelante: él sabía que yo no iba a pasar mucho tiempo en el Zeller, pero vio que yo necesitaba hablar con alguien y es por eso que se vio obligado a hacerme saber muy deprisa que me entendía, que me conocía y que no me estaba tratando como a un simple caso o problema que resolver en beneficio de su carrera, que él sabía que era como yo veía a los médicos y orientadores, y a continuación me dijo que no importaba si yo tenía o no razón al verlos así, que lo importante era que yo lo creía, que aquella idea formaba parte de mis defensas. Me dijo que yo era una de las personas con las defensas más fuertes que él había visto ingresar en aquel lugar. En el Zeller. Con la salvedad de las directamente psicóticas, quiero decir, que eran prácticamente impenetrables, lo que pasaba era que las transferían casi de inmediato; él casi nunca tenía conversaciones a solas con psicóticas verdaderas. Lo de la psicosis no es más que un conjunto de estructuras de defensa y de creencias tan fuertes que la persona no puede salir de ellas, se convierten en el mundo real para ella, y para entonces ya suele ser demasiado tarde, porque la estructura del cerebro cambia. La única esperanza de esa persona es la medicación y estar rodeada de color rosa todo el tiempo.

—Estás diciendo que él te entendió como persona.

—Lo que hizo en aquella sala de color rosa, mientras yo estaba sentada allí en el catre y pensando: Oh, Dios mío, hay un desagüe en el suelo, fue decirme directamente dos cosas distintas de mí que yo sabía pero que no sabía nadie más. Nadie. Lo digo en serio —dice Meredith Rand—. Fue como: No me lo puedo creer. Dio en el clavo.

—…

—Y ahora te estarás preguntando qué cosas son esas —dice ella.

Drinion lleva a cabo ese pequeño ajuste del ángulo de la cabeza.

—¿Me estás diciendo que te gustaría que yo te preguntara qué cosas son?

—Ni hablar.

—Casi por definición, dudo de que se las contaras a nadie.

—Bingo. Eso mismo. Ni hablar. Tampoco es que sean tan interesantes —dice ella—. Y, sin embargo, él las dijo. Él las sabía, y te aseguro que consiguió mi atención. Aquello me hizo incorporarme hasta sentarme y prestar atención. ¿Cómo no iba a hacerlo?

Drinion dice:

—Lo puedo entender.

—Exacto. Me dijo que me conocía, que me entendía y estaba interesado en entender. La gente siempre dice eso: «Entiendo», «Te entiendo», «Ayúdanos a entenderte».

—Yo también lo he dicho varias veces mientras hablábamos —dice Drinion.

—¿Sabes cuántas veces?

—Nueve, aunque creo que solamente cuatro en el sentido al que parece que te estás refiriendo, si te he entendido bien.

—¿Eso es un chiste?

—¿Lo de volver a usar la palabra «entendido» ahora mismo?

Rand pone una expresión exasperada y la dirige a un costado y luego al otro, como si todavía hubiera más gente sentada a la mesa con ellos.

Drinion dice:

—No si estoy captando el sentido en que usas el verbo «entender», que no se refiere al hecho de entender una declaración o una insinuación que hace alguien, sino más bien a entender a una persona, lo cual no me parece tanto una cuestión cognitiva como de empatía, o creo que incluso «compasión» podría ser el concepto al que te refieres con ese tipo de entendimiento.

—La cuestión —dice ella— es que él lo hacía de verdad. Usa la palabra que quieras. Nadie sabía aquellas cosas que él me dijo: una de ellas creo que no la sabía ni yo, en realidad, hasta que él la formuló allí sin ninguna clase de ambages.

—Y eso te impresionó —dice Drinion en tono solícito.

Rand no le hace caso.

—Era un terapeuta natural. Me dijo que era su vocación, su arte. Igual que otra gente tiene la vocación de pintar o de ser capaces de bailar de maravilla o de pasarse horas sentada y leyendo la misma cosa sin moverse ni distraerse.

—…

—¿Tú dirías que tienes una vocación? —le pregunta la EXTOP a Shane Drinion.

—Lo dudo.

—Él no era médico, pero cuando veía a una chica allí dentro a quien le parecía que podía ayudar, la intentaba ayudar. Él decía que si no lo hiciera, sería más bien un guardia de seguridad.

—…

—Una vez me dijo que él era más bien como un espejo. Durante una de aquellas conversaciones intensas. Si él te parecía mezquino o estúpido, era porque en realidad tú te veías a ti misma mezquina o estúpida. Si alguna vez él te parecía listo y sensible, quería decir que aquel día tú eras lista y sensible; él se limitaba a mostrarte lo que ya estaba allí.

»Tenía un aspecto terrible, pero eso también contribuía a que fuera tan potente estar sentada allí con él y llevar a cabo aquel trabajo tan intenso. Lo veías tan enfermo y demacrado y delicado que lo último que pensabas era que él fuera un médico rico, petulante, normal y saludable que te estaba juzgando y alegrándose de no ser tú, o simplemente viéndote como un caso a resolver. Con él, la cosa era más bien como charlar con alguien.

—Se nota que te causó una gran impresión en aquel momento tan difícil, tu futuro marido —dice Shane Drinion.

—¿Estás siendo irónico?

—No.

—¿Estás pensando algo del tipo «mira la típica chavala de diecisiete años hecha un puñetero lío que se enamora de la clásica figura adulta tipo terapeuta que ella cree que es el único que la entiende»?

Shane Drinion niega con la cabeza exactamente dos veces.

—No es eso lo que estaba pensando.

A Rand se le ocurre que él podría estar muerto de aburrimiento y ella no tendría manera de saberlo.

—Porque eso sí que sería patético —dice Meredith Rand—. Sería la historia más tópica del mundo, pero por muy chunga que te parezca la situación que te estoy contando, te aseguro que no fue así. —Por un momento ella pone la espalda muy recta en el asiento—. ¿Sabes qué es un monopsonio?

—Creo que sí.

—¿Qué es?

Shane Drinion carraspea un poco.

—Es lo contrario del monopolio. Cuando hay un solo comprador y muchos vendedores.

—Muy bien.

—Creo que las pujas para los contratos gubernamentales, como por ejemplo cuando la Agencia actualizó los lectores de cartas el año pasado en el centro de La Junta, son ejemplos de mercado monopsónico.

—Muy bien. Pues bueno, él también me explicó eso pero en un contexto más personal.

—En sentido metafórico —dice Drinion.

—¿Ves la relación que puede tener con la soledad?

Hay otro breve momento de escaneo interior.

—Veo por qué puede generar desconfianza, ya que las situaciones contractuales son susceptibles de ser amañadas, de recibir proyecciones de costos deshonestas y cosas parecidas.

—Eres una persona muy literal, ¿lo sabías?

—…

—Aquí va la cosa literalmente, pues —dice Meredith Rand—. Digamos que tú eres alguien a quien la gente trata de forma especial y presta atención y habla de ti, y cada vez que entras en un sitio casi notas cómo cambia la sala, y eso te gusta.

—Es una forma de poder —dice Drinion.

—Pero al mismo tiempo también tienes menos poder —dice Meredith Rand—, porque el poder que tienes está completamente asociado con la belleza, y llega un momento en que te das cuenta de que la belleza es una especie de caja en la que siempre estás metida, o una cárcel, y de que nadie te va a ver nunca ni va a pensar nunca en ti separada de esa belleza.

—…

—No es que yo pensara que era una gran belleza —dice Meredith Rand—. Sobre todo en el instituto. —Ella está haciendo rodar un cigarrillo de un lado a otro entre los dedos, pero no lo enciende—. Pero sí que sabía muy bien que todo el mundo me consideraba guapa. Ya desde los doce años la gente siempre me estaba diciendo lo preciosa y encantadora que yo era, y en el instituto yo era una de las buenorras, y todo el mundo sabía quiénes éramos, y la cosa se volvió más o menos oficial, socialmente: yo era guapa, yo era deseable, yo tenía poder. ¿Me vas siguiendo?

—Creo que sí —dice Shane Drinion.

—Porque a esto me refería con lo de intenso: él y yo realmente hablábamos de esto, de la belleza. Era la primera vez que yo hablaba con alguien del tema. Especialmente con un tío. Lo único que me solían decir los hombres era «Qué preciosa eres, te quiero», y acto seguido me intentaban meter la lengua en la oreja. Como si eso fuera lo único que necesitabas oír, que eras preciosa, y entonces ya se suponía que tenías que echarte y dejar que se te tiraran.

—…

—Si eres guapa —dice Meredith Rand—, puede resultar difícil respetar a los tíos.

—Eso lo puedo entender —dice Drinion.

—Porque jamás tienes ocasión de ver cómo son en realidad. En cuanto llegas tú, ellos cambian. Si han decidido que eres guapa, cambian. Es como esa cosa que explican en física: si estás presente mirando el experimento, eso altera supuestamente el resultado.

—Hay alguna paradoja ahí —dice Drinion.

—Lo que pasa es que durante una temporada te gusta. Te gusta la atención. Por mucho que ellos cambien, sabes que eres tú lo que les hace cambiar. Eres atractiva y los atraes.

—De ahí las lenguas en la oreja.

—Aunque con muchos de ellos resulta que tienes el efecto contrario. Casi te evitan. Se asustan o se ponen nerviosos; tú les haces querer algo y el hecho mismo de quererlo les da vergüenza o miedo; no pueden hablar contigo, ni siquiera mirarte, sin montar un pequeño espectáculo como los de «Segundo Nudillo» Bob, ese mismo tipo de flirteo sexista que ellos creen que hacen para impresionarte, pero que en realidad es para impresionar a los otros chavales, para demostrarles que no te tienen miedo. Y tú ni siquiera has hecho ni dicho nada para provocarlo; lo único que tienes que hacer es estar ahí y todo el mundo cambia. Abracadabra, a cambiar todos.

—Parece un agobio —dice Drinion.

Meredith Rand enciende el cigarrillo que tiene en la mano.

—Encima, las demás chicas te odian; ni siquiera te conocen ni han hablado nunca contigo, pero ya han decidido que te odian, solamente por cómo reaccionan ante ti todos los chicos, como si fueras una amenaza para ellas; o bien dan por sentado que eres una zorra estirada sin haberse molestado en intentar conocerte.

Ella tiene un hábito claro de apartar la cabeza para expulsar el humo y luego traerla de vuelta. La mayoría de la gente la considera muy directa.

—Yo no era ninguna tonta del bote —dice ella—. Se me daban bien los números. Gané el premio de álgebra en décimo curso. Pero, por supuesto, a nadie le importaba que yo fuera lista ni que se me dieran bien las matemáticas. Hasta los profesores hombres no paraban de mirarme o se ponían nerviosos o bien se ponían a flirtear o a hacer el pervertido cuando yo iba después de clase a preguntarles algo. Como si yo fuera una buenorra y a nadie se le pudiera ocurrir ver nada más que eso.

»Escucha —dice Meredith Rand—. No me malinterpretes. No es que me considere increíblemente guapa. No estoy diciendo que sea una hermosura. En realidad nunca me he considerado a mí misma tan guapa. Me sobran cejas, para empezar. No me voy a dedicar a depilármelas, pero son demasiado gruesas. Y mi cuello es como el doble de largo que el de una persona normal, cuando me lo veo en el espejo.

—…

—Tampoco es que importe.

—No.

—No ¿qué?

—No, que entiendo que en realidad no importa —dice Drinion.

—Pero es que sí importa. No lo pillas. Lo de ser guapa, por lo menos cuando tienes esa edad, es como una especie de trampa. Dentro de ti hay una parte codiciosa a la que le encanta la atención. Eres especial, eres deseable. Y es fácil empezar a considerar que la belleza eres tú, que es lo único que tienes y que es lo que te hace especial. Con tus vaqueros de marca y tus jerseicitos que puedes meter en la secadora para que te vayan todavía más prietos. Y vas así por la vida.

Aunque tampoco se puede decir que la ropa que lleva Meredith Rand en el Centro sea discreta ni fea. Son conjuntos profesionales, y encajan perfectamente dentro del código de vestimenta, pero aun así muchos de los examinadores del Centro se siguen mordiendo los nudillos cada vez que ella pasa, sobre todo en los meses de más frío, cuando el aire extremadamente seco provoca que la ropa se pegue por la estática.

Ella dice:

—La otra cara de la moneda es que tú también empiezas a pensar que no eres más que un pedazo de carne. Que eso es lo que eres. Una carne realmente deseable, sí, pero el problema es que jamás nadie te va a tomar en serio y nunca vas a llegar a ser presidenta de un banco ni nada parecido, porque nadie podrá ver nunca más allá de la belleza; la belleza es lo que los afecta y lo que les hace sentir algo, y eso es lo único que les importa, y no cuesta nada dejarse absorber por eso, empezar a arreglarte y a verte a ti misma justamente así.

—¿Quieres decir ver a la gente y responder a ella en base a si son o no atractivos?

—No, no. —Se nota que a Meredith Rand le costaría mucho dejar de fumar, porque usa su forma de fumar y de expulsar el humo y de mover la cabeza para comunicar un montón de emociones—. Me refiero al hecho de empezar a verte a ti misma como un pedazo de carne, a pensar que lo único que tienes es tu aspecto y la forma en que afectas a los chavales y a los tíos. Y es algo que da miedo, porque al mismo tiempo también tienes la sensación de que es una caja; tú sabes que hay más cosas dentro de ti porque las sientes, pero nadie más lo va a saber nunca, ni siquiera las demás chicas, que o bien te odian o te tienen miedo, porque eres un monopsonio, mientras que las que también son buenorras o animadoras compiten contigo y consideran que contigo han de tener esa actitud como de gatas competitivas, de la que los tíos no tienen ni idea, pero que, créeme, puede ser realmente cruel.

El hecho de que Drinion tenga un orificio nasal ligeramente más grande que el otro a veces da la impresión de que está ladeando un poco la cabeza, aunque no sea así. Es algo un poco paralelo a lo de respirar por la boca. Meredith Rand suele interpretar la falta de expresión como falta de atención, como cuando a tu interlocutor se le vacía la cara cuando estás hablando tú y se limita a fingir que escucha pero en realidad no te está escuchando; sin embargo, esa no es la impresión que le causa la falta de expresión de Drinion. Además, o bien ella se lo está imaginando o bien Drinion cada vez está sentado con la espalda más recta y más arriba, porque ahora da la impresión de ser ligeramente más alto que cuando empezó el tête-à-tête. La colección de todo tipo de sombreros de fieltro anticuados y sombreros de traje diversos que antes ella podía ver en la pared de enfrente del Meibeyer’s, sujetos con cola o con clavos o como sea a un tablero de madera de palisandro barnizada, ahora queda parcialmente tapada por la coronilla de él y por el ligero remolino que se eleva de la cúspide de su cabeza redonda. En realidad Drinion está levitando un poco, que es lo que le pasa cuando se encuentra completamente inmerso en algo; es muy poco, y nadie puede ver que tiene el trasero ligeramente suspendido por encima del asiento de la silla. Una noche alguien entra en la oficina y ve a Drinion flotando cabeza abajo por encima de su mesa, con los ojos pegados a una declaración compleja, y por pura definición Drinion no es consciente de que levita, puesto que solamente le pasa cuando tiene la atención completamente puesta en otra cosa.

—Y eso forma parte de la sensación de estar en la caja —sigue diciendo Meredith Rand—. Está la sensación, que en las adolescentes ya es grave de por sí, de que nadie te va a conocer ni querer nunca por lo que eres, porque en realidad no te ven y por alguna razón tú tampoco se lo vas a permitir, por mucho que sientas que quieres que lo hagan. Al mismo tiempo, también sabes que esa es una sensación aburrida e inmadura y parecida a esos problemas cutres que tiene la gente en las pelis. «Bua, bua, nadie me puede querer tal como soy», de manera que también eres consciente de que tu soledad es estúpida y banal incluso mientras la estás sintiendo, la soledad, de modo que ni siquiera sientes compasión por ti mismo. Y es de esto de lo que hablábamos, es de esto de lo que él me hablaba, puesto que lo sabía todo sin necesidad de que yo se lo dijera: sabía lo sola que yo estaba, y sabía que los cortes estaban relacionados con el hecho de ser guapa y con sentir que no tenía derecho a quejarme y pese a todo ser muy infeliz, al mismo tiempo que creía que no ser guapa tenía que ser el fin del mundo, que si yo fuera fea entonces no sería más que un pedazo de carne que nadie quería, en vez de ser un pedazo de carne que sí querían. Como si yo estuviera atrapada allí dentro y pese a todo no tuviera derecho a quejarme, porque mira a todas esas chicas que se mueren de celos y piensan que nadie que sea guapa puede sentirse sola o tener problemas, y si decidía quejarme, entonces todas mis quejas serían banales, él me enseñó la palabra «banal», y también el término «tête-à-tête», y me dijo que aquello podía formar parte de la soledad misma: el hecho de que decir «No soy más que carne, lo único que a la gente le importa de mí es que soy guapa, a nadie le importa cómo soy en realidad por dentro, me siento sola» fuera completamente aburrido y banal, como algo cursi sacado de la revista Redbook, y no fuera nada hermoso ni único ni especial. Y esa fue la primera vez que se me ocurrió que las cicatrices y los cortes dejaban que la fea verdad de dentro saliera y se quedara fuera, por mucho que luego yo también la intentara esconder por debajo de las mangas largas; aunque si te fijas, en realidad la sangre que te sale es muy bonita, o sea, en el momento justo en que te brota, aunque el corte hay que hacerlo con mucho cuidado y muy fino y no demasiado profundo para que la sangre aparezca más bien como una línea que se va encharcando lentamente, de manera que pasen treinta segundos o más antes de que tengas que limpiarte porque te está empezando a chorrear.

—¿Duele? —pregunta Shane Drinion.

Meredith Rand suelta un soplido y se lo queda mirando.

—¿Qué quieres decir con si duele? Ya no lo hago. No lo he vuelto a hacer desde que lo conocí a él. Porque él más o menos me vino a decir todo esto, y también me dijo la verdad, que es que en última instancia no importa por qué lo hacía, ni qué representaba, ni a qué venía. —Su mirada es muy serena y natural—. Lo único que importaba era que lo estaba haciendo y que tenía que dejar de hacerlo. Y ya está. A diferencia de los médicos y de aquellos grupitos donde solo se hablaba de tus sentimientos y de los porqués, como si el hecho de saber por qué lo hacías te volviera mágicamente capaz de parar. Y él me dijo que esa era la gran mentira en la que todos creían y que hacía que los médicos y la terapia estándar fueran una pérdida de tiempo tan grande para la gente como nosotros: el hecho de pensar que el diagnóstico era lo mismo que la cura. Que en cuanto conocías la causa, la cosa se terminaba. Lo cual es una patraña —dice Meredith Rand—. La cosa solo se acaba cuando tú paras. No basta con esperar a que alguien te la explique de una forma mágica que haga que pares, en plan «Abracadabra, la cosa se acaba».

Hace una floritura sardónica con la mano del cigarrillo mientras dice «Abracadabra».

Drinion:

—Da la impresión de que te ayudó mucho.

—No se andaba con miramientos —dice ella—. Y resultó que el hecho de no andarse con miramientos era algo de lo que se enorgullecía; formaba parte de su representación del hecho de que no estaba haciendo ninguna representación. Pero de eso me di cuenta más adelante.

—…

—Por supuesto, es fácil entender cómo el hecho de que alguien mostrara esa clase de compasión y de entendimiento de lo que estaba pasando realmente dentro de mí pudo afectar a alguien que pensaba que su gran problema era la imposibilidad de que alguien viera más allá de su belleza y alcanzara a divisar lo que había dentro de ella. ¿Te gustaría saber cómo se llama?

Drinion parpadea una vez. No parpadea muy a menudo.

—Sí.

—Edward. «Ed Rand, farsante parcial», decía él. Así que ya ves por qué estaba predispuesta a enamorarme de él.

—Creo que sí.

—O sea que no hace falta que lo explique todo —dice Meredith Rand—. Se puede decir que si era un guarro o un pervertido que jugaba aquellas cartas, tenía la artimaña perfecta para conseguir chicas guapas que se enamoraran de él. Solamente hay que trabajar en un sitio al que todo el mundo llega hecho un desastre y sintiéndose solo y en plena crisis y encontrar a las chicas jóvenes, cuyo problema básico probablemente siempre es su aspecto. Así que lo único que él tenía que hacer, si era listo, y él había visto pasar por allí a cientos de chicas hechas un desastre, que se mataban de hambre, o que robaban ropa de los centros comerciales, o que comían y no podían parar de comer, o que se hacían cortes, o que se metían en las drogas, o que no paraban de escaparse con tipos negros y mayores y de ser traídas de vuelta a la fuerza una y otra vez por sus padres, lo que sea, ya te haces a la idea, pero que en realidad tenían todas el mismo problema esencial, todas las que llegaban allí, no importaba cuál fuera la causa oficial del ingreso, que era que creían que nadie las conocía ni las entendía y que esa era la causa de su soledad, de aquel dolor constante que sufrían y que las llevaba a hacerse cortes, o a comer, o a no comer, o a chuparle la polla a todo el equipo de baloncesto puesto en fila detrás del contenedor de la cafetería, que es algo que sé a ciencia cierta que una animadora que conozco se pasó todo el primer año haciendo, aunque ella nunca fue una de las buenorras porque todo el mundo sabía que era una guarra total; muchas de las buenorras simplemente la odiaban. —Rand echa un vistazo breve a Drinion en busca de alguna reacción visible a la expresión «chupar la polla», pero él no parece mostrar ninguna—. Y a él no le costaba nada llevárselas a la sala de reuniones y contarles algo de ellas mismas que las dejara asombradas y maravilladas, porque ellas nunca le habían contado nada de aquello a nadie, y sin embargo no había nada más fácil que detectarlo y reconocerlo, porque en el fondo todas eran iguales.

Drinion pregunta:

—¿Y tú le dijiste esto, durante esas sesiones de terapia que has denominado intensas?

Rand niega con la cabeza mientras apaga el cigarrillo Benson & Hedges.

—No fueron sesiones de terapia. Él odiaba ese término, toda esa terminología. No eran más que conversaciones tête-à-tête, charlas. —Vuelve a usar el mismo número de estocadas y arrastres parciales para apagar el cigarrillo, aunque con menos fuerza que en las ocasiones en que parecía estar impaciente o enfadada con Shane Drinion. Y sigue hablando—: Eso es lo que él decía que parecía que yo necesitaba: simplemente hablar con alguien que no fuera un farsante, que era de lo que no se daban cuenta los médicos del Centro Zeller, o más bien no se podían dar cuenta, porque entonces toda la estructura se vendría abajo, y es que los médicos de allí se habían pasado cuatro millones de años en la facultad de medicina y haciendo sus residencias, y las compañías de seguros estaban pagando una millonada en concepto de diagnósticos y terapia ocupacional y protocolos terapéuticos, y todo era una estructura institucional, y en cuanto las cosas se volvían institucionales entonces todo se convertía en una especie de organismo artificial y empezaba a intentar sobrevivir y a servir a sus propias necesidades, como si fuera una persona, el problema es que no era ninguna persona, era lo contrario de una persona, porque no tenía nada dentro más que su voluntad de sobrevivir y de crecer como institución; y me dijo que mirara por ejemplo lo que había pasado con el cristianismo y toda la Iglesia cristiana.

—Pero lo que yo te preguntaba era si hablaste con él sobre tus posibles sospechas, sobre la posibilidad de que en realidad él no entendiera y tampoco le importaras, sino que simplemente fuera un pervertido.

En algunos momentos de la conversación Meredith Rand se mira con expresión calculadora las uñas, que tienen forma de almendras y no son ni demasiado cortas ni demasiado largas y están pintadas de un color rojo lustroso. Shane Drinion solamente mira las manos de Rand cuando lo hace ella, por norma.

—No me hizo falta —dice Rand—. El tema lo sacó él. Edward. Me dijo que, debido a la naturaleza de mi problema, solamente era cuestión de tiempo que se me ocurriera que tal vez él no me entendiera ni se preocupara por mí, sino que solamente me entendía igual que un mecánico entiende a una máquina; esto me lo dijo en un momento de mi segunda semana en el manicomio en que yo estaba teniendo una serie de sueños sobre distintos tipos de maquinaria, con engranajes y paneles, de los cuales los médicos y los supuestos terapeutas querían hablar y cuyo simbolismo querían hacerme ver, algo de lo que él y yo nos reíamos porque era todo tan obvio que hasta un idiota lo habría visto, y él me dijo que no era culpa de los médicos y que no es que fueran tontos, que simplemente era así como funcionaba la maquinaria de la terapia institucional de los pacientes internados, y que los médicos no tenían más libertad para elegir cuánta importancia les daban a los sueños que la que tiene una pequeña pieza para desempeñar la pequeña tarea o movimiento para la que ha sido instalada para desempeñar una y otra vez dentro de la operación mayor de la máquina en la que se encuentra. —La reputación que tiene Rand en el CRE es que es sexy pero está loca y es un verdadero coñazo, que como la hagas hablar ya no se calla; los hombres discuten sobre si en realidad envidian a su marido o lo compadecen—. Pero él sacó el tema antes incluso de que a mí se me pudiera pasar por la cabeza. —Abre la pitillera de vinilo blanco pero no saca ningún cigarrillo de ella—. Y tengo que decir que aquello me sorprendió un poco, porque por entonces yo tenía dieciocho años, y había tenido tantas malas experiencias con pervertidos y guarros y chulines y universitarios que te decían «Te quiero» en la primera cita que estaba llena de recelo y de cinismo sobre las motivaciones ocultas de los tíos, y bajo circunstancias normales habría bastado que aquel pequeño ordenanza de aspecto enfermizo se pusiera a prestarme atención para que yo activara mis escudos defensivos y me empezara a plantear toda clase de posibilidades siniestras y deprimentes.

A Drinion se le arruga un momento la frente roja.

—¿Tenías dieciocho años o diecisiete?

—Oh —dice Meredith Rand—. Es verdad. —A medida que empieza a comportarse como alguien más joven, se le empieza a escapar a veces una risa rápida y monótona, que más bien parece un reflejo—. Tenía dieciocho recién cumplidos. Los cumplí el tercer día que pasé en el Zeller. Mi padre y mi madre vinieron a la hora de las visitas y trajeron un pastel y matasuegras y trataron de celebrar una fiesta, rollo yupiii, y me dio tanta vergüenza y fue tan deprimente que no sabía qué hacer, o sea, hace una semana estáis histéricos por unos cortes y me metéis en el loquero y ahora queréis fingir que es un cumpleaños feliz, hagamos ver que no oímos a la chica que chilla en la sala rosa mientras yo soplo las velas y tú te recolocas el elástico del gorro por debajo de la barbilla, de manera que les seguí la corriente porque no sabía qué decir de lo totalmente raro que era que estuvieran actuando en plan: ¡Feliz cumpleaños, Meredith, yupiii!

Mientras cuenta esto, se dedica a manosearse la carne del brazo con la otra mano. De vez en cuando Drinion, que está sentado con las manos entrelazadas sobre la mesa que tiene delante, se dedica a cambiar el pulgar que está encima, a veces pone uno y a veces el otro. Su vaso de cerveza ya está vacío salvo por un semicírculo de material espumoso que resigue el borde del fondo. Ahora Meredith Rand puede elegir entre tres pajitas distintas para mordisquear; una de ellas ya está completamente masticada y aplastada por un extremo. Y dice:

—De manera que fue él quien sacó el tema. Me dijo que lo más seguro era que se me fuera a ocurrir pronto, de manera que si yo quería mantener la intensidad de nuestras conversaciones sería mejor que habláramos del tema. Siempre dejaba caer pequeñas bombas como aquella, y acto seguido, después de dejarme allí en plan… —pone una expresión exagerada de sorpresa—, suspiró, bajó los pies por el lado de la mesa y salió con su tablilla sujetapapeles a hacer comprobaciones; cada cuarto de hora tenía que ir a comprobar cómo estaba todo el mundo y tomar nota de dónde estaban y asegurarse de que nadie se estaba provocando el vómito ni atando ristras de fundas de almohada para ahorcarse; de manera que aquel día salió y me dejó allí plantada en la sala de reuniones sin nada que mirar ni hacer, esperando a que volviera, y siempre tardaba mucho en volver, porque nunca se encontraba bien, y si no había ningún supervisor de enfermeras ni nadie para vigilarlo caminaba muy despacio y de vez en cuando se apoyaba en la pared para recobrar el aliento. Además, tomaba montones de diuréticos, que le hacían tener que mear todo el tiempo. Pero cuando yo le preguntaba por ellos lo único que me decía era que se trataba de un asunto privado suyo y que no estábamos hablando de él, y que de todas mane ras no importaba porque él no era más que una especie de espejo de mí.

—O sea que no sabías que tenía cardiomiopatía.

—Lo único que él decía era que tenía la salud hecha un desastre, pero que la ventaja de tener un físico desastroso era que tenía pinta de ser exactamente el mismo desastre que era en realidad, que no había forma ni de esconderlo ni de fingir que era menos desastre de lo que él sentía que era. Eso le hacía muy distinto de la gente como yo; él decía que la única manera que tenía la mayoría de la gente de sacar su desastre a la luz era derrumbarse y acabar en un sitio como aquel, como el Zeller, donde tanto a ti como a tu familia y a todo el mundo os resultaba innegablemente obvio que estabas hecha un desastre, de manera que por lo menos era un alivio que te metieran en el manicomio; sin embargo, me dijo él, por culpa de las realidades de aquel sitio, con lo cual se refería al seguro y al dinero y a la forma en que funcionaban las instituciones como el Zeller, por culpa de aquellas realidades era casi seguro que yo no iba a pasar mucho tiempo allí, ¿y qué iba a hacer yo cuando me mandaran de vuelta al mundo real, que estaba lleno de cuchillas de afeitar y cúters y camisas de manga larga? Camisas de manga larga.

—¿Te puedo hacer una pregunta?

—Cómo no.

—¿Reaccionaste? Cuando él sacó a colación la idea de que el hecho de que él te ayudara y las conversaciones intensas que tenía contigo estaban conectados con tu atractivo…

Rand cierra y abre la pitillera blanca.

—Dije algo así como: ¿o sea que me estás diciendo que estarías aquí conmigo igual de preocupado e interesado si yo fuera gorda y tuviera granos y una mandíbula así de grande? Y él dijo que no lo podía saber, que había trabajado con toda clase de chicas que pasaban por allí, y que algunas eran feas y otras guapas, y dijo que tenía más que ver con qué defensas levantaba cada una. Si la paciente tenía demasiadas defensas en torno a sus problemas verdaderos, o bien si era directamente psicótica, y cuando lo miraba a él lo que veía era una estatua terrible y brillante con cuatro caras o algo así… entonces él no podía hacer nada. Solamente cuando notaba una especie de vibración que emanaba de la persona, entonces sentía que tal vez podía entender a esa persona y tal vez ofrecerle una verdadera conversación entre personas y ayudarla en lugar de largarle el simple rollo inevitable de los médicos y la institución.

—¿Y tú aceptaste esa respuesta a tu pregunta? —dice Drinion, sin que Meredith Rand vea ninguna clase de incredulidad ni juicio en su expresión.

—No, le dije algo sarcástico del tipo bla, bla, bla y qué más, pero él me dijo que aquella no era su verdadera respuesta, que quería responder a mi pregunta porque sabía lo importante que era, que entendía totalmente la ansiedad y la sospecha sobre si él se estaría implicando en mi caso y prestándome atención si yo no fuera guapa, porque dijo que en realidad aquel era mi problema fundamental, el que me seguiría cuando yo saliera del Zeller, y que yo tenía que averiguar cómo resolverlo o bien acabaría otra vez allí o en algún sitio peor. Luego me dijo que ya casi era la hora de apagar las luces y que teníamos que dejarlo hasta el día siguiente, y yo me puse en plan: ¿Me estás diciendo que tengo un problema fundamental que necesito resolver si sé lo que me conviene, y de pronto me sales con que ya está, con que es hora de soñar con los angelitos? Estaba supermosqueada. Y las dos o tres noches siguientes él ni siquiera se presentó, y yo me puse de los nervios, y solamente estaba el otro tipo, el de los fines de semana, y el personal de día nunca te quería decir nada, lo único que veían es que estabas nerviosa pero a nadie le importaba un pimiento por qué estabas nerviosa, nadie quería saber siquiera qué pregunta tenías que hacerles: si eras una paciente interna no eras un ser humano y ellos no tenían que decirte nada. —Rand hace que su cara adopte una expresión de distancia frustrada—. Resultó que él había estado en el hospital, en el hospital de verdad; que cuando su inflamación empeoraba el corazón no le bombeaba bien la sangre y le pasaba algo parecido a eso que llaman insuficiencia cardiaca; te tienen que intubar y darte antiinflamatorios de los bestias.

—O sea que estabas preocupada —dice Drinion.

—Pero por entonces ni siquiera lo sabía, lo único que sabía era que él no estaba, y encima llegó el fin de semana, de manera que pasó mucho tiempo antes de que volviera, y cuando por fin volvió al principio yo estaba completamente mosqueada y no quería ni hablar con él en el pasillo.

—Te había dejado tirada.

—Bueno —dice Rand—. Me ofendió personalmente el que me hiciera implicarme tanto y me dijera todas aquellas cosas terapéuticas tan fuertes y luego desapareciera, como si todo fuera un simple juego sádico; y cuando a la semana siguiente volvió y me hizo una pregunta en la sala de la tele, me limité a fingir que estaba viendo lo que estaban dando por la tele y que él no estaba.

—No sabías que él había estado en el hospital —dice Drinion.

—Cuando me enteré de lo enfermo que había estado, me sentí fatal; tuve la sensación de haber actuado como una niña mimada o como una chica a la que han dejado plantada en el baile de graduación. Pero también me di cuenta de que él me importaba, de que prácticamente lo necesitaba, y salvo por mi padre y un par de amigas cuando era pequeña, ni siquiera me acordaba de cuánto tiempo llevaba sin sentir que había alguien que me importaba y me hacía falta. Por lo de ser guapa.

Meredith Rand dice:

—¿Nunca te ha pasado que te das cuenta de que alguien te importa solamente cuando ya no está y tú piensas: Oh, Dios mío, ya no está, qué voy a hacer ahora?

—Pues no.

—Bueno, da igual, pero aquello me impresionó. Lo que salió a la luz cuando por fin dije: «Ah, bueno, qué más da», y volví a hablar con él en la sala de reuniones, fue que tal vez yo había tenido miedo de haber provocado que se enfadara y se marchara al preguntarle si él también estaría allí haciendo lo del tête-à-tête intenso conmigo si yo fuera gorda y bizca. Yo había creído que aquello lo había mosqueado, o bien que por fin él había decidido que yo era tan cínica, y estaba tan cargada de la sospecha de que a los hombres solamente les interesaba por guapa, que le había dejado claro que no me iba a poder engatusar para hacerme creer que yo a él le importaba lo bastante como para follarme o ni siquiera alimentar su ego con la idea de que allí había una chica supuestamente preciosa que estaba enamorada de él y se preocupaba y escribía el nombre de él una y otra vez en grandes letras cursivas con florituras en su diario o lo que fuera que él se imaginara. Creo que todas estas cosas tan feas salieron a la luz por lo mucho que me había enfadado al pensar que él había desaparecido y se había limitado a abandonarme y dejarme allí dentro. Pero se lo tomó muy bien; me dijo que entendía que me sintiera de aquella manera, teniendo en cuenta cuál era mi verdadero problema, y creo que me dejó pensar que había estado sin venir durante aquellos días solamente para que yo pudiera empezar a ver por mí misma cuál era mi problema, para que averiguara cuál era y empezara a ver su verdadera naturaleza.

—¿Y le pediste alguna clase de explicación? —pregunta Drinion.

—Un montón de veces. Lo raro es que, ahora que ha pasado tanto tiempo, ya no estoy segura de acordarme de si acabó soltándolo o si consiguió que yo lo adivinara sola —dice Meredith Rand, levantando la vista un poco a fin de mirar a los ojos a Drinion, algo que ella no cae en la cuenta de que resulta bastante extraño, teniendo en cuenta sus alturas respectivas y los sitios que ocupan en la mesa—, ese supuesto problema fundamental. —A Drinion se le arruga la frente un poco mientras la mira. Ella hace girar los dedos de una mano en un gesto de trámite o de sumario—. La sujeto, que es considerada muy guapa, quiere gustar por algo más que por ser guapa, y la pone furiosa el hecho de que a nadie le guste ni le importe por razones que no tengan nada que ver con su guapura. Pero, de hecho, ella no tiene nada que no esté filtrado a través de su guapura para ella misma; está tan furiosa y cargada de recelo que es incapaz de aceptar un interés verdadero y sin dobleces ni siquiera cuando se lo ofrecen, porque en el fondo ella, la misma sujeto, no se puede creer que detrás del interés de nadie haya nada más que la guapura o el atractivo sexual. Salvo el interés de sus padres —inserta ella—, que son amables pero no muy listos, y en todo caso son sus padres, y de lo que estamos hablando es de la población en general. —Hace un gesto de sumario que puede o no ser irónico—. En realidad la sujeto es su propio problema, y ella es la única que lo puede solucionar, pero solo si deja de querer estar sola y de sentir autocompasión y de decir: «Pobre de mí, estoy tan sola, nadie entiende el dolor que siento, bua, bua».

—Para ser sinceros, yo te estaba preguntando por una explicación distinta.

A estas alturas, Drinion ya parece considerablemente más alto que cuando ha empezado el tête-à-tête. Ya apenas se ven las hileras de sombreros de la pared que tiene detrás. También se hace raro que alguien te mire a los ojos durante tanto rato sin hacerte sentir desafiada o nerviosa, o incluso excitada. A Rand se le ocurrirá más tarde, mientras la llevan en coche a casa, que durante el tête-à-tête con Drinion se ha sentido sensualmente estimulada de una manera que tenía muy poco que ver con estar excitada o nerviosa, que ha sentido la superficie de la silla contra su trasero y su espalda y la parte de atrás de sus piernas, así como el material de su falda, y el roce de los costados de sus zapatos contra el costado de sus pies enfundados en unas medias cuyo tejido microtexturado también podía sentir, y el contacto de su lengua contra la parte de atrás de los dientes y el paladar, y el aire acondicionado que le daba en el nacimiento del pelo y el resto del aire de la sala en la cara y en los brazos, y el residuo del sabor a humo de cigarrillo. En un par de momentos hasta le ha parecido que al parpadear podía sentir la forma exacta de sus globos oculares contra el interior de los párpados; era consciente de sus parpadeos. La única clase de experiencia que podía asociar con aquello tenía que ver con el gato que habían tenido cuando era niña hasta que lo había atropellado un coche, y con cómo ella se solía sentar con el gato y lo acariciaba y sentía la vibración de su ronroneo y podía palpar toda la textura de su pelo cálido y los músculos y huesos que tenía debajo, y era capaz de pasarse largos periodos de tiempo acariciándolo y palpándolo con los ojos medio cerrados, como si estuviera colocada o en estado de estupor, pero, de hecho, la sensación que le producía era lo contrario del estupor: se sentía completamente despierta y viva, y al mismo tiempo que estaba sentada acariciando lentamente al gato, repitiendo una y otra vez el mismo movimiento, parecía que se olvidaba de su nombre y de su dirección y de casi todo lo que tuviera que ver con su vida durante diez o veinte minutos, por mucho que no fuera para nada como estar colocada, y a ella le encantaba aquel gato. Echaba de menos sentir su peso, que no se parecía a nada, no era ni pesado ni ligero, y a veces se pasaba los dos o tres días siguientes sintiéndose tal como se siente ahora, como el gato.

—¿Te refieres a lo de querer follarme?

Drinion:

—Creo que sí.

Meredith Rand:

—Me dijo que él era básicamente un hombre muerto, usó textualmente las palabras «hombre muerto» y «cadáver andante», de manera que era imposible que él me fuera detrás de aquella manera, me dijo. No tendría la energía física necesaria para llevarme a la cama ni aunque quisiera.

Shane Drinion:

—Entonces sí que te habló de su enfermedad.

Meredith Rand:

—No con esas palabras; me dijo que no era asunto mío, salvo en el sentido de cómo influía en mi problema. Y yo le dije que estaba empezando a sospechar que él estaba dejando caer todas aquellas insinuaciones sobre «mi problema por aquí, mi problema por allí», pero sin revelar nunca de qué se trataba, para poder tenerme pendiente de él todo el tiempo, y que yo no iba a fingir que sabía exactamente cuáles eran sus razones ni qué quería él, pero que era difícil no tener la sensación de que a algún nivel todo aquello daba mala espina o sonaba a pervertido, y se lo solté así, tal cual. Ya me había cansado de ser educada.

—Estoy un poco confuso —dice Drinion—. ¿Todo eso fue antes de que él te dijera sin más cuál creía que era tu problema fundamental?

Meredith Rand niega con la cabeza, aunque ahora resulta doblemente poco claro a qué está respondiendo. Una de las quejas de los examinadores es que ella cuenta unas historias interminables pero en un momento dado pierde el hilo y resulta casi imposible seguir prestando atención y que no se te vaya el santo al cielo cuando ya no tienes ni idea de adónde coño está yendo con su historia. Varios de los examinadores solteros del Centro han llegado a la conclusión de que simplemente está chiflada, de que es genial mirarla de lejos pero que claramente es una de esas chicas a quienes es mejor no acercarse demasiado, sobre todo durante los descansos, cuando hasta el último momento de distracción es precioso. Ahora está diciendo:

—Para entonces ya estaba intentando camelarme o ligar conmigo hasta el último hombre del Zeller, desde el ayudante de día hasta los hombres de la segunda planta cuando íbamos a la terapia ocupacional, lo cual era un coñazo importante en muchos sentidos. Aunque es cierto que él señaló que, si tanto me daba por el saco, ¿por qué me pintaba los ojos estando en un hospital mental? Que es algo que hay que admitir que era una objeción válida.

—Sí.

Ella se está restregando el ojo con la base de una mano para expresar o bien fatiga o bien el intento de no perder el hilo de la historia, aunque Drinion no da señal alguna de estar aburrido o perder la paciencia.

—Además, también fue por esa época cuando él me contó que los médicos del Zeller, que también veían que todo el mundo me andaba husmeando y tratando de camelarme, estaban empezando a decir que el supuesto apego que yo le tenía a aquel ayudante y todos aquellos intensos tête-à-tête a solas estaban empezando a dar la impresión de no ser demasiado sanos y de generar dependencia, y conmigo no hablaban del tema, pero a él no paraban de hacerle preguntas y básicamente estaban empezando a meterse mucho con él, de manera que tuvimos que empezar a esperar a que todo el mundo estuviera enfrascado en ver la tele para irnos a hablar a las escaleras que había justo saliendo del pabellón, que era un sitio más privado, y allí él se solía tumbar en el cemento del rellano con los pies levantados y apoyados en el segundo o el tercer peldaño, y a aquellas alturas ya admitía que no lo hacía por su espalda sino porque necesitaba la elevación para que le circulara la sangre. De manera que terminamos pasando gran parte de los primeros dos días en la escalera, hablando de todo el tema de mi recelo hacia lo que él quería de mí y hacia por qué estaba haciendo todo aquello, una y otra vez, y él me contó un poco más sobre sí mismo y sobre cómo había cogido la cardiomiopatía en la universidad, pero también se dedicó a repetirme todo el tiempo que no pasaba nada, que podía hablarme de aquello tanto como yo quisiera, pero que era una especie de círculo vicioso, porque cualquier cosa que él dijera me podía suscitar recelos y se podía atribuir a alguna clase de estrategia oculta si yo quería verlo así, y es posible que yo pensara que todo aquello estaba siendo muy sincero y abierto pero en realidad no estaba resultando ni intenso ni eficaz, en su opinión, sino que era más bien como dar vueltas y más vueltas dentro del problema en lugar de afrontar realmente el problema, y él me dijo que puesto que era un cadáver andante y no formaba realmente parte de la institución del manicomio, estaba convencido de ser la única persona de allí dentro que realmente me podía decir la verdad sobre mi problema, que me dijo que era básicamente que yo necesitaba crecer.

Meredith Rand hace una pausa llegado ese momento y mira a Shane Drinion para adelantarse al momento en que él le pregunte qué se supone que quería decir exactamente aquel diagnóstico; pero él no lo pregunta. Parece que se ha reconciliado con algo, o bien que ha decidido aceptar la forma en que Meredith Rand recuerda la historia en sus propios términos, o haber llegado a la conclusión de que intentar imponer cierta clase de orden sobre el lado de ella del tête-à-tête solamente va a tener el efecto opuesto.

—Y, como es natural —está diciendo ella—, aquello de «crecer» me mosqueó, así que le dije que se fuera a hacer gárgaras, pero no se lo dije en serio, porque para entonces él también me avisó de que se estaba empezando a rumorear que me iban a dar el alta pronto, que el equipo de tratamiento estaba empezando a hablar de ello, pese a que por supuesto a nadie se le ocurría jamás contarme nada de lo que estaba pasando, y que mi madre había estado intentando organizar una terapia externa y tratando de conseguir que uno de los médicos me siguiera tratando en su consulta privada, que estaba muy llena y además el seguro de mi padre no la cubría del todo, de manera que todo el proceso estaba siendo una pesadilla burocrática, e iba a demorarse un poco, y sin embargo yo empecé a darme cuenta de que aquello no iba a durar para siempre, de que tal vez para la semana siguiente o la otra yo ya no iba a verlo más ni a tener más conversaciones intensas con él, y tal vez no lo iba a volver a ver en la vida… Me di cuenta de que no sabía dónde vivía y ni siquiera cómo se apellidaba, por el amor de Dios. Me di cuenta de todo esto y cada vez que lo pensaba me entraba el pánico, porque yo ya había probado cómo era quedarme de repente un par de días sin poder hablar con él ni saber dónde estaba, así que me entró el pánico, y empecé a juguetear con la idea de afilar algo y hacerme unos cuantos cortes que ni siquiera me apetecía hacerme, solamente para que me tuvieran una temporadita más en el manicomio, lo cual yo era consciente de que era una chifladura total. —Echa un vistazo muy rápido a Drinion, para ver cómo está reaccionando a esta información—. Y era una locura, y creo que en realidad él sabía lo que estaba pasando, él sabía lo importante que ya se había vuelto para mí por entonces, creo, de manera que tenía poder o munición extra a su disposición para decirme que me dejara de monsergas (yo estaba sentada en la escalera que llevaba a la Cuarta y él estaba tumbado boca arriba al pie de las escaleras, con los pies en alto por debajo de mí, de manera que yo me pasaba todo el tiempo mirándole las suelas de las zapatillas, que eran como las que venden en el Kmart y tenían las suelas de plástico) y que lo de «crecer» quería decir ahora, en aquel mismo momento, y que dejara de ser una niñata porque eso me iba a matar. Me dijo que las chicas que pasaban por el Zeller eran todas iguales, y que ninguna de nosotras tenía ni idea de qué era ser adulto. Lo cual era completamente condescendiente, y en circunstancias normales habría sido un error garrafal decírselo a una persona de dieciocho años. De manera que tuvimos una pequeña discusión sobre el tema. Lo que él quería decir era que ser una niñata no era lo mismo que ser una niña, dijo, porque si veías cómo una niña de verdad jugaba o acariciaba a un gato o escuchaba un cuento, verías que era un poco lo contrario de lo que estábamos haciendo todas en el Zeller. —Shane Drinion está un poco inclinado hacia delante. Ahora tiene el trasero a casi cuatro centímetros del asiento de la silla; las suelas parecidas a goma de sus zapatos de trabajo, con el perímetro oscurecido por el mismo proceso que oscurece las gomas de los lápices, se le mecen ligeramente por encima de las baldosas del suelo. Si no fuera por la americana que cuelga del respaldo de su silla, Beth Rath y los demás podrían ver luz a través del hueco sustancial que queda entre el asiento de su silla y sus pantalones—. Aunque no estaba tanto discutiendo como explicándome las cosas —dice Rand—. Me contó por ejemplo que hay una fase muy concreta de la vida en que dejas atrás esa felicidad y esa magia inconscientes, por llamarlas de alguna manera, de la infancia; me dijo que solamente los niños con trastornos graves o los autistas carecen de esa felicidad infantil; sin embargo, cuando uno crece y pasa la pubertad es posible dejar atrás esa libertad y esa plenitud infantiles y seguir siendo completamente inmaduro. Inmaduro en el sentido de esperar o desear que un padre o un rescatador mágico te vea y te entienda realmente y te cuide, igual que a una criatura la cuidan sus padres, y que te salve. Que te salve de ti misma. También bostezaba mucho y entrechocaba los zapatos, y yo miraba cómo las suelas le iban de un lado a otro. Él dijo que es así como se manifiesta la inmadurez en las chicas jóvenes y las niñas; en los hombres tiene aspecto de ser un poco distinto pero en realidad es lo mismo, que viene a ser el deseo de que te hagan olvidar lo que has perdido y de que venga alguien y te arregle y te salve. Lo cual es bastante banal, es como algo sacado de un libro de texto de medicina, de manera que le pregunté: ¿Y ese es mi problema fundamental? ¿Esa es la explicación que llevo tanto tiempo esperando? Y el me dijo que no, que aquel era el problema fundamental de todo el mundo, y también la razón de que las chicas estuvieran tan obsesionadas con ser guapas y con si iban a poder atraer a alguien y generar el suficiente amor en ese alguien como para que las salvara. Mi problema fundamental, dijo, y esto conectaba con el problema fundamental del que me acababa de hablar, era la pequeña trampa que me había construido para mí misma a fin de asegurarme de que nunca tuviera que crecer y de que pudiera seguir siendo inmadura y seguir esperando eternamente a que viniera alguien a salvarme, y es que jamás iba a poder encontrar a nadie capaz de salvarme porque yo misma provocaba que me resultara imposible conseguir lo que yo estaba plenamente convencida de que necesitaba y merecía, para de esa forma poder estar siempre furiosa e ir por la vida pensando que mi verdadero problema era que nadie podía ver ni querer a mi verdadero yo tal como yo necesitaba, de manera que siempre pudiera tener mi problema para apoyarme en él y para aferrarme a él y acariciarlo y fingir que era el problema verdadero. —Rand levanta la vista de golpe hacia Shane Drinion—. ¿Te parece esto banal?

—No lo sé.

—Pues a mí me lo pareció un poco —dice Meredith Rand—. Así que le dije que aquello me había ayudado muchísimo y que ahora sabía exactamente qué hacer cuando me dieran de alta del Zeller, que era entrechocar los talones y transformar aquel diagnóstico en una cura, y que cómo se lo podía pagar.

Drinion dice:

—Estabas siendo profundamente sarcástica.

—¡Estaba cabreada! —dice Meredith Rand, levantando un poco la voz—. Le dije: Oh, maravilla, al final había resultado que él era igual que aquellos doctores elegantemente trajeados para quienes el diagnóstico era la cura; con la diferencia, claro, de que el diagnóstico de él además era insultante, de que él además podía llamarlo sinceridad y excitarse un poco más hiriendo los sentimientos de la gente. ¡Estaba supercabreada! Y él se rió y me dijo que ojalá me pudiera ver a mí misma en aquellos momentos. Él podía verme porque estaba tumbado y yo estaba de pie a su lado, porque cada quince minutos más o menos yo tenía que ayudarlo a levantarse para que él pudiera salir discretamente del pasillo y marcharse con su tablilla sujetapapeles a hacer la ronda. Me dijo que parecía una niña a la que le acaban de quitar un juguete.

—Eso te debió de enfadar todavía más —dice Drinion.

—Él me dijo algo así como que muy bien, vale, que me lo iba a explicar como si estuviera hablando con una niña, con una persona tan prisionera de su problema que ni siquiera es capaz de ver que aquello es su problema y no solamente la forma en que funciona el mundo. Yo quería gustar y ser conocida por algo más que el hecho de ser guapa. Quería que la gente viera más allá de lo de ser guapa y de la cosa sexual y que vieran quién era yo, como persona, y me sentía supercabreada y llena de autocompasión porque la gente no lo hacía.

Meredith Rand, en la taberna, levanta brevemente la vista hacia Drinion.

—Porque no miraban más allá de la superficie —dice él, para representar que entiende lo que ella está diciendo.

Ella inclina la cabeza.

—Pero en realidad la superficie lo era todo.

—¿Tu superficie?

—Sí, porque debajo de la superficie no había más que un montón de sentimientos y conflictos sobre la superficie, y rabia, por cómo me veía la gente y por el efecto que yo tenía en ellos, y en realidad lo único que había por debajo era una pataleta constante por el hecho de que nadie me estaba salvando y porque la culpa era del hecho de ser guapa, y él me comentó que bien pensado aquello resultaba muy poco atractivo. Que nadie quería estar cerca de alguien que se encontraba en una pataleta constante. ¿Quién iba a querer eso? —Rand hace una especie de gesto irónico de «tachán» con los brazos en el aire—. Así pues, dijo él, yo lo había organizado todo para que la única razón por la que cualquiera se viera atraído hacia mí como persona fuera el hecho de que yo era guapa, que era exactamente la razón que me hacía sentir tan furiosa y sola y triste.

—Eso da la sensación de ser una trampa psicológica.

—Él lo comparó con construir una especie de máquina que te mandaba una descarga eléctrica cada vez que tú decías: «¡Ay!». Por supuesto, él sabía que yo había estado teniendo todos aquellos sueños con máquinas. Y me acuerdo de que me limité a quedármelo mirando, a dedicarle aquella mirada tipo rayo letal que a todas las buenorras del instituto se nos daba tan bien, como si la gente a la que mirábamos así fuera a derretirse y morirse. Él estaba tumbado con los pies elevados sobre las escaleras mientras decía aquello. Tenía los labios un poco azules, la cardiomiopatía no paraba de empeorar, y las escaleras del Zeller tenían aquellas lámparas fluorescentes de tubo espantosas en el hueco de las escaleras que le hacían parecer todavía más enfermo; ya no estaba tan pálido como gris y se le hacía una especie de pasta espumosa en los labios, porque no podía dar sorbos de su latita de agua cuando estaba tumbado de espaldas. —Los ojos de ella dan la impresión de estar viéndolo nuevamente in situ en la escalera del Zeller—. Para ser sinceros, a mí me daba asco físicamente, o miedo, me parecía repulsivo, como un cadáver o como esos prisioneros vestidos con uniformes a rayas de las fotos de los campos de concentración. Lo más raro es que al mismo tiempo que me daba asco le tenía cariño. Me daba un asco tremendo —dice ella—. Y lo de que yo era tan prisionera de mi problema que era incapaz de aceptar un interés por mí real, genuino, no sexual ni romántico ni basado en el hecho de ser guapa ni aunque me lo estuvieran ofreciendo… lo decía por sí mismo, eso yo lo sabía, aunque no lo dijera con todas las palabras; ya habíamos pasado por aquello durante días enteros, y se nos estaba acabando el tiempo, lo sabíamos los dos. A mí me iban a dar de alta y no lo iba a volver a ver. Y, sin embargo, le dije algunas cosas bastante horribles.

—Te refieres a lo de la escalera… —dice Shane Drinion.

—Porque en el fondo, me dijo él, yo solamente me veía a mí misma en términos de ser guapa. Me consideraba tan mediocre y banal por dentro que no me podía imaginar que nadie que no fueran mis padres se interesara por mí en ningún sentido que no fuera mi aspecto, mi pinta de buenorra. Yo estaba furiosa, me dijo, porque lo único que le importaba a alguien o captaba la atención de alguien era mi belleza; sin embargo, él me explicó que aquello era una pantalla de humo, un teatro de la mente humana, y que lo que realmente me preocupaba era que yo sentía lo mismo, que los chicos y los hombres me estaban tratando más o menos igual que yo me trataba a mí misma, y que en realidad era conmigo misma con quien estaba furiosa pero no me daba cuenta; en cambio, lo proyectaba sobre los pervertidos que me silbaban por la calle o sobre los chavales sudorosos que me intentaban follar o sobre las demás chicas que decidían que yo era una zorra porque el ser tan guapa me hacía una estirada.

Hay un breve momento de silencio, que no trae nada más que los ruidos de la máquina del millón y del partido de béisbol y las voces de la gente ociosa.

—¿Esto es aburrido? —le pregunta de sopetón a Drinion.

Ella no es consciente de cómo está mirando a Drinion mientras le hace la pregunta. Por un momento casi parece otra persona. A Meredith Rand se le acaba de ocurrir que Shane Drinion podría ser una de esas personas obsequiosas pero en última instancia superficiales que pueden dar la impresión de que están prestando atención, pero en realidad su atención está dando la vuelta al mundo, y tal vez entre todas las cosas que le están pasando por la cabeza se encuentre el hecho de que no estaría sentado aquí asintiendo educadamente con la cabeza y escuchando este peñazo increíblemente aburrido, este peñazo narcisista, si el hacerlo no le diera la oportunidad de mirar directamente los ojos verdes sin fondo de Meredith y su exquisita estructura ósea, además de un buen trozo de escote, puesto que ella se había quitado el volante y se había desabrochado el botón de arriba nada más sonar el timbre de las cinco en punto.

—¿Lo es? ¿Es aburrido?

Drinion contesta:

—La mayor parte no lo es, no.

—¿Y qué parte sí es aburrida?

—«Aburrido» no es un término muy adecuado. Hay ciertas partes que sueles repetir, o que vuelves a decir con muy pocas variaciones. Esas partes no suministran información nueva, de manera que cuesta un esfuerzo mayor prestarles atención, aunq…

—¿A qué partes te refieres? ¿Qué es lo que crees que no paro de decir una y otra vez?

—Pero yo no lo llamaría aburrido. Es más bien que prestar atención a esas partes cuesta esfuerzo, aunque tampoco sería justo decir que ese esfuerzo es desagradable. Es más bien que cuando uno escucha las partes que sí añaden información o ideas nuevas, esas partes llaman la atención de una forma que no requiere esfuerzo.

—¿Qué, es el hecho de que no paro de cotorrear sobre lo supuestamente hermosa que soy?

—No —dice Drinion. Ladea un poco la cabeza—. De hecho, para ser sincero, en esas partes donde repites la misma idea o información esencial con muy pocas variaciones, el motivo subyacente, que me da la sensación de que es tu preocupación por el hecho de que lo que estás explicando pueda resultar poco claro o poco interesante y deba ser reformulado y repetido de muchas maneras distintas para asegurarte de que el que te está escuchando te entienda de verdad… ese motivo resulta interesante, y también un poco emotivo, y concuerda de una forma interesante con el tema superficial de lo que Ed, en la historia que estás contando, te está enseñando, de manera que en ese sentido hasta los elementos repetitivos o redundantes suscitan interés y requieren poco esfuerzo consciente para prestarles atención, por lo menos en mi caso.

Meredith Rand extrae otro cigarrillo.

—Hablas como si estuvieras leyendo de una tarjeta o algo parecido.

—Siento dar esa impresión. Estaba intentando explicar mi respuesta a tu pregunta, porque me da la sensación de que mi respuesta te ha dolido, y me ha parecido que una explicación más completa detendría ese dolor. O lo obviaría si estás enfadada. En mi opinión, simplemente se ha producido un malentendido basado en un error de comunicación causado por la palabra «aburrido».

La sonrisa de ella es al mismo tiempo burlona y no lo es.

—De manera que no soy la única que está preocupada por los malentendidos y que no para de intentar prevenir los malentendidos por razones emocionales.

Pero ella se da cuenta de que él es sincero; ni le está tomando el pelo a ella ni le está haciendo la pelota. Meredith lo nota. Hay una sensación que deriva del hecho de estar sentada delante de Shane y del hecho de que él te esté mirando y prestándote atención. No es excitación, pero sí es algo intenso, es un poco como estar cerca del parque de transformadores de alto voltaje que hay al sur de Joliet Street.

—Una pregunta —dice Drinion—. Cuando proyectas hacia los demás cosas que sientes por ti mismo, ¿eso se llama proyección? ¿O desplazamiento?

Ella hace otra mueca.

—Él odiaba esa clase de palabras, en realidad. Decía que formaban parte de la institución retroalimentada del sistema de la sanidad mental. Decía que el término mismo era una contradicción, el término «sistema» de la sanidad mental. Eso me lo dijo la noche siguiente, dentro del montacargas, porque resultaba que la noche anterior alguien nos había oído hablar desde el rellano de otra planta, porque el hueco de las escaleras era todo de metal y de cemento y estaba lleno de ecos, y a Ed le había echado bronca el supervisor de enfermeros por promover mi dependencia insana de él, de la que se habían enterado por lo afligida que me había puesto durante los dos días que él no había acudido al trabajo; resultó que estaban a punto de despedirlo, principalmente porque había empezado a saltarse de vez en cuando las rondas que tenía que hacer cada quince minutos, y una de las chicas se dedicó a meterse los dedos en la garganta y a vomitar la cena y alguien encontró parte del vómito, mientras que Ed no lo había visto porque había estado tumbado en la escalera y le costaba más levantarse si estaba tumbado del todo con los pies sobre un peldaño elevado, por mucho que yo lo ayudara, de manera que había empezado a saltarse sus rondas. También había chicas que empezaban a quejarse de aquellas conversaciones que teníamos, como si yo fuera la favorita o algo parecido, y propagaron el rumor entre los equipos de tratamiento de que yo siempre estaba fingiendo que tenía que hablar con él en secreto y llevándole a otra parte y tratando de montármelo con él o lo que fuera. Un par de aquellas chicas eran completamente espantosas, eran unas zorras de una magnitud que yo no había visto en la vida.

—…

—Y ese fue también el día en que me dieron el alta, o más bien me dijeron que me iban a dar el alta al día siguiente; mis padres habían resuelto el problema y al día siguiente tocaba firmar unos siete millones de papeles y luego yo me iría a casa. Mi madre había conseguido quién sabe cómo que un médico me sacara en régimen de terapia externa y bla, bla. Por las noches nadie usaba el montacargas después de que se bajaran las bandejas de la cena, de manera que lo abrimos y nos metimos allí dentro y él se sentó en el suelo. El suelo tenía una especie de relieve metálico que no le dejaba tumbarse. Y aquel sitio apestaba, era peor que el hueco de las escaleras.

»Él me dijo que era nuestra última noche, nuestra última conversación, y cuando yo le dije que la quería intensa él me dijo que había llegado la hora de la verdad, que lo más seguro era que ya no nos volviéramos a ver nunca más. Yo le pregunté qué quería decir. Pero me estaba entrando el pánico. Era yo la que tenía motivaciones ocultas. Era la hora de la verdad. Yo sabía que no podía montar ninguna clase de farsa para poder quedarme en el centro, sabía que él se daría cuenta y se limitaría a reírse de mí. Sin embargo, sí que estaba dispuesta a confesar que tenía sentimientos románticos, que me sentía atraída por él, pese a que me daba la sensación de que en realidad no los tenía, por lo menos no de tipo sexual, aunque más adelante resultó que sí los tenía. Simplemente no era capaz de admitirlo, de admitir lo que sentía por él, por culpa de mi problema. Aunque ahora tengo que decir que ya no estoy tan segura —dice Meredith Rand—. Estar casada no se parece en nada a tener diecisiete años y estar en plena crisis total de identidad e idealizar a alguien que parece verte tal como eres y preocuparse por ti. —Ahora se parece más a sí misma—. Pero él fue el primer tío que me dio la sensación de que me estaba diciendo la verdad, que no tenía motivaciones ocultas ya de entrada ni actuaba, ni tampoco estaba todo sudoroso e intimidado, sino que se mostraba dispuesto a verme tal como yo era y a conocerme y a decir simplemente la verdad sobre lo que veía. Y es verdad que él me conocía: acuérdate de que me contó todo aquello sobre mi madre y el vecino que nadie sabía. —La cara se le vuelve a endurecer y a tensarse mientras mira directamente a Drinion, sosteniendo el cigarrillo pero sin encenderlo—. ¿Acaso esta es una de esas partes que dices que no paro de repetir?

Drinion niega un poco con la cabeza y luego espera a que Meredith Rand continúe. La hiperatractiva EXTOP sigue mirándolo.

—No —dice Drinion—. Creo que el tema original de esta historia era cómo te casaste. Es obvio que casarse presupone una atracción mutua y una serie de emociones románticas, de manera que tu primera mención a estar dispuesta a admitir una atracción romántica sí que supone información nueva, y muy relevante. —Su expresión no ha cambiado para nada.

—O sea que no es aburrido.

—No.

—Y tú nunca has tenido sentimientos de atracción romántica.

—No que yo sepa, no.

—Y si alguna vez los tuvieras, ¿no serías consciente de ellos?

Drinion:

—Creo que sí.

—O sea que tu respuesta ha sido un poco evasiva, ¿no?

—Supongo que sí —dice Drinion.

Más tarde ella caerá en la cuenta de que él no parece nada perplejo por esto. Da la impresión de que se está limitando a absorber información y a archivarla en su interior. Y también parece (aunque Rand no llegará a plantearse esto sino que más bien lo rememorará, dentro del recuerdo sensorial de cómo ella se burlaba un poco de Drinion y de la extraña manera en que él reaccionaba cada vez que ella lo hacía, y era algo que ella podía hacer más o menos a voluntad, lo de burlarse de él, porque en ciertos sentidos él era un pardillo total y un lechuguino) que el despliegue de distintos tipos de sombreros de la pared de atrás ahora quedaba completamente tapado, salvo la punta de la visera de una gorra de pescador que había en la hilera superior.

—Pero, bueno, en todo caso —dice Meredith Rand. Tiene la barbilla apoyada en la misma mano que sostiene el Benson & Hedges apagado, lo cual da la impresión de resultar todo menos cómodo—. De manera que sí sé que aquella última noche, en el montacargas, yo no le estaba escuchando del todo, ni tampoco conectando con él sobre las cosas que me estaba diciendo, porque yo estaba luchando con todos aquellos sentimientos y conflictos interiores que me planteaba el hecho de sentirme atraída por él y al mismo tiempo estaba siendo completamente presa del pánico porque no lo iba a volver a ver jamás, y es que el trato era que yo iba a hacer terapia externa en el mismo centro, pero la terapia sería en la segunda planta, que era donde todos los médicos tenían sus despachos propiamente dichos, y él solamente estaba por las noches en la tercera planta, que era un pabellón de régimen cerrado. La mera idea de no saber dónde vivía él me causaba verdadero pánico. Además, yo sabía que lo más seguro era que lo echaran pronto, porque ya apenas podía hacer sus rondas, y en la última semana había habido problemas con una de las vomitadoras, que había estado vomitando y él no la había registrado, y además yo sabía que él no le había dicho nada a la gente del Zeller sobre su problema de salud, la cardiomiopatía, que había estado más o menos controlada cuando lo habían contratado, o eso parecía, pero que no había parado de empeorar…

—Pero él todavía no te había contado lo de la cardiomiopatía.

—Bueno, pero lo que fuera que tenía, la gente del Zeller no lo sabía, y simplemente pensaban que él no se cuidaba mucho, o que tenía resacas, o que era un vago, aquello era terrible. De manera que yo seguí dándole vueltas a la cabeza, preguntándome qué pasaría si me quitaba la camisa sin más y me lo montaba con él allí mismo, si él me lo permitiría o bien si le daría asco o se burlaría de mí, y preguntándome también cómo podía conseguir que él me volviera a ver y cómo seguir teniendo conversaciones intensas con él después de salir y de tener que regresar con mi madre y a las clases de la Central Catholic, y qué pasaría si yo le dijera que le quería, y qué pasaría si él se moría después de que yo saliera y yo ni siquiera me enteraba porque no sabía cómo se llamaba ni dónde vivía. Se me ocurrió que yo ni siquiera conocía sus sentimientos hacia mí en tanto que persona distinta a las demás chicas que había ayudado, como por ejemplo si él pensaba que yo era interesante o lista o guapa. Costaba mucho pensar que alguien que parecía entenderme tan bien y contarme la verdad no tuviera sentimientos especiales hacia mí.

—Quieres decir sentimientos románticos.

Rand hace un pequeño encogimiento de hombros con las cejas.

—Al fin y al cabo era un tío. Así que… y de pronto se me ocurrió que estaba haciendo más o menos justamente lo que él decía que era mi problema fundamental: pensar en él y en no perderlo y en que él me podía salvar y en que la única forma de conservarlo era por medio de los sentimientos sexuales, porque eran lo único que yo tenía.

»Y luego sé que en un momento dado me hizo un examen sobre los temas generales que habíamos tratado. Era una broma pero al mismo tiempo no lo era. —Enciende por fin el cigarrillo—. Más adelante me confesó que lo había hecho porque pensaba que realmente se estaba muriendo de aquella crisis de cardiomiopatía… Resultó que se pasaba días enteros en los que le faltaba el aliento, como si estuviera corriendo pese a que estaba tumbado; no era casualidad que tuviera los labios azules… Y también me explicó que había estado muy seguro de que no me iba a volver a ver, y por tanto no iba a saber si me había sido de alguna ayuda, de manera que quería asegurarse de que había ayudado un poco a alguien antes de morirse. Y, por supuesto, yo estaba sumida en el pánico, y no estaba segura de si sería mejor aprobar el examen o suspenderlo, a efectos de poder verlo otra vez. Por mucho que él fingiera que el examen entero era una broma, como si yo fuera una niña del jardín de infancia a quien le estuviera poniendo un examen su maestro del jardín de infancia. Se le daba muy bien estar serio y burlarse de sí mismo al mismo tiempo; era una de las razones de que yo lo amara.

Drinion:

—¿Amara?

—Por ejemplo, pregunta uno: ¿Qué hemos aprendido sobre hacernos cortes? Yo le dije que habíamos aprendido que no importaba por qué me hacía cortes o cuál era la maquinaria psicológica que había detrás de los cortes, si era una proyección de odio hacia mí misma o qué. O si era exteriorizar el interior. Habíamos aprendido que lo único que importaba era no hacerlo. Dejarlo. Nadie más podía conseguir que yo lo dejara; yo era la única que podía tomar la decisión de parar. Porque fuera cual fuera la razón institucional, cortarme era hacerme daño a mí misma, era portarme mal conmigo misma, y aquello era una niñería. Era no tratarme a mí misma con respeto. Y la única forma en que podías portarte mal contigo misma era si en el fondo estabas esperando que viniera alguien al galope para salvarte, lo cual era una fantasía infantil. La realidad comportaba que nada me garantizaba que nadie fuera a ser amable conmigo ni fuera a tratarme con respeto: esa era la base de lo que él me decía sobre crecer, el darse cuenta de eso; y nada me garantizaba que nadie fuera a verme ni a tratarme como yo quería ser vista, de manera que me competía a mí asegurarme de que yo me veía y me trataba a mí misma como una persona digna. Es lo que se llama ser responsable y no una niñata. Las verdaderas responsabilidades son para con una misma. Y si el hecho de que me gustara mi aspecto formaba parte de eso y formaba parte de lo que yo consideraba que era digno en el fondo, no había problema. Me podía gustar ser guapa sin hacer que la guapura fuera lo único de lo que yo podía alardear, o sin sentir compasión de mí misma si a la gente se le iba la olla con lo de que yo era guapa. Esa fue mi respuesta al examen.

Shane Drinion:

—Por lo que tengo entendido, sin embargo, tu verdadera experiencia era que alguien estaba siendo amable contigo y tratándote como a alguien digno.

Rand sonríe de una forma que da la impresión de que está sonriendo a pesar de sí misma. También se está fumando el cigarrillo de una forma más esmerada y sensual.

—Bueno, sí, eso mismo era lo que yo estaba pensando, allí plantada en el montacargas y mirándolo a él, que estaba en el suelo, y contestando a su examen, y se lo contesté con sinceridad, pero por dentro yo sentía pánico. La verdad era que yo tenía la sensación de que él era exactamente lo que él mismo calificaba de imposible y de infantil, de que él era exactamente la otra persona que él me estaba diciendo que yo no iba a encontrar nunca. Y yo tenía la sensación de que él me amaba.

—De manera que había en curso un conflicto emocional muy intenso —dice Shane Drinion.

Rand se lleva las manos a los costados de la cabeza y hace una mueca breve que representa a alguien que tiene alguna clase de crisis nerviosa.

—Yo le estaba hablando de olvidarme de los demás, y de por qué los demás sentían o no atracción por mí, y de si realmente yo les importaba, y de que empezaba a ser amable conmigo, a tratarme como a una persona digna, a amarme a mí misma de forma adulta… Y todo era cierto, era verdad que yo había aprendido todo aquello, pero también lo estaba diciendo todo por él, porque era lo que él quería que yo dijera, para que él pudiera sentir que me había ayudado realmente. Pero si yo decía lo que él quería que yo dijera, ¿acaso eso significaba que él podría marcharse y yo no lo iba a volver a ver, que él no me iba a echar de menos para nada, porque pensaría que yo ya estaba bien y que no iba a tener ningún problema? Y, aun así, lo dije. Sabía que si le decía que le amaba o si me desnudaba y le besaba allí mismo, él pensaría que yo seguía estando prisionera del problema del infantilismo, que yo seguía mezclando el hecho de ser tratada como una persona digna y valiosa con el sexo y con los sentimientos románticos, y pensaría que yo no tenía remedio y que no había aprendido nada de él, y yo no le podía hacer eso: si él se iba a morir o a perder su trabajo, entonces por lo menos yo podía darle esto, la idea de que me había ayudado, por mucho que yo en realidad tuviera la sensación de que tal vez lo que pasaba era que estaba enamorada de él, o que lo necesitaba. —Apaga el cigarrillo sin usar para nada las estocadas de antes, casi con ternura, como si estuviera pensando con ternura en otra cosa—. Y de repente pensé: Dios mío, a esto se refiere la gente cuando dice: «No puedo vivir sin ti, eres mi vida entera», ya sabes, «Can’t live, ifliving is without you». —Meredith Rand acompaña estas líneas con la melodía del «Can’t Live (If Living Is Without You)» de Harry Nilsson—. Todas aquellas canciones country espantosas que mi padre escuchaba en el taller que tenía en el garaje, y que daban la impresión de que hasta la última de ellas trataba de alguien que se dirigía a una amante que había perdido y hablaba de por qué y del hecho de que no podía vivir sin ella, y de lo terrible que era ahora su vida, y de beber todo el tiempo porque vivir sin ella producía un dolor terrible, y yo nunca había soportado aquellas canciones porque me parecían completamente banales, y jamás le había dicho nada a mi padre, pero no me podía creer que él las escuchara todas sin que le entraran ganas de vomitar… Y él me dijo que en realidad si escuchas esas canciones y cambias el «tú» por «yo», entonces entiendes que en realidad de lo que están hablando esos tipos es de perder una parte de ellos mismos, o bien de traicionarse a sí mismos una y otra vez en beneficio de lo que creen que quiere otra gente, hasta que ya están muertos por dentro y ni siquiera saben qué quiere decir «yo», y eso explica que la única forma en que puedan concebir su situación y la razón de que se sientan tan muertos y tristes es pensar que necesitan a otra persona y que no pueden vivir sin ella, sin esa otra persona… Y se da la coincidencia de que esa es exactamente la situación en que se encuentran los bebés, que sin alguien que los coja en brazos y los cuide se mueren, literalmente, y él me dijo que en realidad eso no es para nada una coincidencia.

A Drinion se le arruga un poquito la frente por el esfuerzo de pensar.

—Estoy confuso. ¿Ed te explicó el significado de esas canciones de country and western en el montacargas? ¿Y tú le hablaste de las letras y de que ahora entendías los sentimientos de las letras?

Rand está mirando a su alrededor, posiblemente buscando a Beth Rath.

—¿Cómo? No, eso fue más adelante.

—O sea que os volvisteis a ver, después del montacargas.

Rand levanta el dorso de la mano para mostrar el anillo de boda.

—Ya lo creo.

Drinion dice:

—¿Hay alguna información adicional que me haga falta para entenderlo?

Rand parece al mismo tiempo distraída y molesta.

—Bueno, no se murió, obviamente, señor Einstein.

Drinion hace girar su vaso vacío. Su frente ya muestra claramente una arruga.

—Pero te acabas de pasar un buen rato describiendo el conflicto entre confesar el amor y tus verdaderas motivaciones, y lo trastornada e incómoda que te ponía la perspectiva de no volverlo a ver.

—Tenía diecisiete años, por el amor de Dios. Era una reina del melodrama. Me llevaron a casa, yo miré la guía telefónica y allí lo encontré, en la guía. El edificio de apartamentos donde vivía estaba como a diez minutos de mi casa.

La boca de Drinion adopta esa postura distendida de quien quiere preguntar algo pero no está seguro de por dónde empezar, y no está manifestando esa inseguridad en voz alta sino facialmente.

Rand levanta el brazo para hacerle una señal a Beth Rath.

—En fin, que así es como lo conocí.