El martes por la mañana yo tenía una cita con el otorrino y fiché a las 10.05. El complejo estaba todavía más apagado que de costumbre. La gente hablaba en voz baja y daba la sensación de que caminaban un poco con los hombros por delante. Unas cuantas de las mujeres que se sabía que reaccionaban a cualquier clase de trastorno poniéndose pálidas estaban pálidas. Las actividades de todo el mundo tenían cierto aire de ir y venir a cámara lenta, como si todos estuvieran reaccionando a algo pero al mismo tiempo fueran conscientes del hecho de estar reaccionando y de que todos los demás estaban reaccionando también. A mí se me habían acabado las aspirinas. Por alguna razón no me atreví a preguntarle a nadie qué había pasado. Odio ser esa persona que nunca sabe lo que está pasando y se lo tiene que preguntar a alguien; siempre parece que todos están enterados menos uno. Es claramente una marca de estatus bajo y yo me resistía a ello. No fue hasta pasadas las once cuando oí hablar a Trudi Keener, Jane-Ann Heape y Homer Campbell en la sala de la UNIVAC, mientras cotejaban pilas de comprobantes atrasados de estimaciones.
Había tenido lugar una explosión en otra Región. O bien en Muskegon o en Holland, los dos anexos de la décima. Un coche o una camioneta había aparcado directamente delante de la oficina de Distrito y un rato más tarde había explotado. Trudi Keener citó a George Molesworthy diciendo que se comentaba que en Michigan el Posse Comitatus era notoriamente extremista y activo. Aquello quería decir que era un ataque terrorista contra un Centro de la Agencia, lo cual bastaba para poner los pelos de punta en cualquier región agrícola deprimida. Yo me quedé en la sala fingiendo que comprobaba algo en el catálogo de expedientes durante todo el tiempo que pude sin que Jane-Ann Heape se diera cuenta de que estaba escuchando a hurtadillas y dedujera que yo era de esas personas que no se enteraban de lo que pasaba y recalibrara su idea de mí en consecuencia. Hoy llevaba el pelo recogido y peinado en forma de un complejo conjunto de rizos y ondas que se veían más oscuros bajo el fluorescente de espectro azul de la sala de la UNIVAC. Llevaba puesta una blusa de color azul acetato claro y una falda de cuadros tan oscuros y carentes de contraste que costaba identificarla como tela de cuadros. No salió a la luz ninguna información sobre víctimas, pero sí me enteré de que dos o tres de los empleados de Sistemas de Apoyo de Coordinación de Auditorías del 047 habían sido destinados a Michigan al principio de sus carreras. Yo no tenía ninguna relación con Sistemas de Apoyo de Coordinación de Auditorías y no reconocí los nombres de aquella gente.
Cuando me llegó la pausa, la salita del café tenía un olor rancio, lo cual quería decir que la señora Oooley no había limpiado los cazos y los filtros antes de marcharse la noche anterior. El lugar, sin embargo, era una mina de oro en términos de personal. El señor Glendenning y Gene Rosebury estaban bebiendo café con sus tazones de cortesía de la Agencia (solamente para los empleados de rango GS-13 y superior) y Meredith Rand se estaba comiendo un yogur de la nevera de los GS-9 con tenedor de plástico (lo cual quería decir que Ellen Bactrim se estaba volviendo a quedar con todas las cucharillas). Esos tres estaban teniendo la conversación y Gary Yeagle y James Rumps y otros varios permanecían a un lado, escuchando. Yo me metí en medio y fingí primero que examinaba las máquinas de venta automática y luego que contaba las monedas que llevaba en la mano.
—Esto no es terrorismo. Esto es gente que no quiere pagar impuestos —dijo Gene Rosebury.
Tenía unos cuantos restos tenues y rosados de su habitual bigote de antiácido Mylanta. Lo de «esto» indicaba que hasta aquel momento se había intercambiado una buena cantidad de datos contextuales y de información conversacional.
—Si yo estoy aterrada, ¿eso no lo convierte en terrorismo? —dijo Meredith Rand.
Se limpió una pizca de yogur de la comisura de la boca con el meñique. Pareció significativo que nadie se riera, ni siquiera los GS-9. La de Rand era la clase de agudeza ligera que no pretendía tanto ser graciosa como darles a los presentes la oportunidad de reírse y disipar de ese modo la tensión. Nadie aprovechó esa oportunidad. Aquello parecía significativo. El señor Glendenning llevaba un traje de color habano y una pajarita con adorno de turquesa en el nudo. El Director del CRE era un hombre acostumbrado a ser el centro de atención en cualquier sala en la que se encontrara, aunque en su caso esto no se manifestaba en forma de exhibicionismo sino de un aire de serenidad. Yo no conocía a nadie en el Centro que no sintiera simpatía o admiración por DeWitt Glendenning. Para entonces yo ya llevaba bastante tiempo en la Agencia para entender que aquella era una cualidad que tenían los buenos administradores, el hecho de caer bien. No actuar de manera que cayeran bien, sino ser de esa manera. Nadie tenía nunca la sensación de que el señor Glendenning estuviera actuando, tal como hacen los administradores con menos talento, aunque sea actuando para sí mismos, por ejemplo actuando como tiranos porque en algún lugar de su interior tienen una imagen de que un buen administrador es un tipo duro y por tanto ellos intentan contorsionar sus personalidades para hacerlas encajar en esa imagen. O bien esos otros tipos afables del estilo «mi puerta siempre está abierta» que creen que un buen administrador tiene que ser amigo de todos y por esa razón se muestran muy abiertos y amigables aun cuando las responsabilidades de su cargo requieren que impongan disciplina entre la gente o que recorten presupuestos o que rechacen peticiones o que reasignen a gente a Examen o que hagan toda una serie de cosas que no son para nada amigables. Este tipo de administrador se ponía a sí mismo en una posición terrible, porque cada vez que tenía que hacer algo por el bien de la Agencia que fuera a doler o a cabrear a algún empleado, esa acción acarreaba la carga emocional adicional que sufre un amigo cuando jode a otro amigo, y a menudo el administrador se sentía tan incómodo por aquello y por sus lealtades divididas que para poder hacerlo tenía que enfadarse personalmente —o bien hacerse el enfadado— con el empleado, lo cual provocaba que el asunto se volviera personal de una forma inapropiada y se sumaba al dolor y al resentimiento del empleado jodido, y con el paso del tiempo esto socavaba por completo la autoridad del administrador, y muy pronto todo el mundo lo consideraba un falso y alguien que te apuñalaba por la espalda, que fingía ser amigo y colega tuyo pero que en realidad estaba dispuesto a joderte siempre que le apeteciera. Resulta interesante que estos dos estilos de administrador falso —el tirano y el falso amigo— sean también los dos estereotipos principales que usan los libros y las series de televisión y las viñetas cómicas para presentar a los administradores. Uno sospecha, de hecho, que la imagen mental que erige dentro de sí mismo el administrador inseguro se basa en parte en estos estereotipos de la cultura popular.
El señor Glendenning no parecía tanto subvertir los estereotipos como trascenderlos. Su serenidad le permitía ser y actuar exactamente tal como era. Y era un hombre taciturno y ligeramente inaccesible que se tomaba su trabajo muy en serio y que exigía a sus subordinados que hicieran lo mismo, pero también se los tomaba en serio, y les escuchaba, y los consideraba seres humanos y partes de un mecanismo mayor cuyo funcionamiento eficiente era responsabilidad de él. Es decir, que si tenías una sugerencia o una preocupación y decidías que merecía su atención, su puerta estaba abierta (es decir, podías concertar una cita a través de Caroline Oooley), y él prestaba atención a lo que decías, pero la manera en que luego actuaba en base a lo que le dijeras dependía de la reflexión, de los datos procedentes de otras fuentes y de consideraciones más amplias que él se veía requerido a contrastar. En otras palabras, el señor Glendenning podía escucharte porque no sufría esa creencia insegura de que escucharte y tomarte en serio era algo que lo vinculaba de ninguna manera, mientras que alguien esclavo de la imagen del tirano te trataría como a un ser indigno de su atención, y alguien esclavo de la imagen del colega sentiría que o bien estaba obligado a aceptar tu sugerencia para evitar ofenderte o bien tenía que darte una explicación exhaustiva de por qué tu sugerencia no se podía implantar o tal vez incluso entrar en alguna clase de debate sobre la misma, a fin de evitar ofenderte o quebrantar la idea de que él era de esos administradores que nunca tratarían la sugerencia de un subordinado como algo indigno de ser considerado en serio; o bien tendría que enfadarse a fin de anestesiar su incomodidad por no aceptar de buen grado la sugerencia que le había hecho alguien que él se sentía obligado a ver como un amigo y como un igual en todos los sentidos.
El señor Glendenning también era un hombre con estilo, uno de esos hombres a quienes la ropa les sigue quedando bien aunque hayan estado conduciendo o sentados a su mesa con esa ropa puesta. Toda su ropa tenía una especie de caída holgada pero simétrica que yo asociaba con la ropa europea. Cuando bebía café siempre se metía una mano en el bolsillo holgado del pantalón y se apoyaba en el borde de la encimera. Aquella era, en mi opinión, su postura más accesible. Tenía la cara morena y rubicunda incluso a la luz de los fluorescentes. Yo sabía que una de sus hijas era una gimnasta de reputación nacional, y a veces él llevaba un alfiler de corbata o un broche o algo que parecía consistir en dos barras horizontales y una figura de platino doblada de forma compleja sobre ambas. A veces yo me imaginaba que entraba en la salita del café y me encontraba con el señor Glendenning a solas, apoyado en la encimera, contemplando el café de su tazón y teniendo profundos pensamientos administrativos. En mi fantasía se lo veía cansado, no demacrado pero sí agobiado, lastrado por las responsabilidades de su cargo. Yo entraba y me hacía un café y me acercaba a él, él me llamaba Dave y yo lo llamaba DeWitt o incluso D. G., que se rumoreaba que era su apodo entre los demás Directores de Distrito y Comisionados Adjuntos Regionales —corría el rumor de que el señor G. iba para Comisionado Regional—, y yo le preguntaba cómo le iba y él me confiaba algún dilema administrativo que lo tenía pillado, como por ejemplo el hecho de que la constante reconfiguración de los espacios personales y de los pasillos que los separaban que siempre estaba haciendo el tipo de Sistemas, Lehrl, era un verdadero coñazo y una pérdida de tiempo, y que si de él dependiera agarraría de una vez por todas a aquel capullín pomposo por el pescuezo, lo metería en una caja con un par de agujeros para respirar y lo mandaría por FedEx de vuelta a Martinsburg, el problema era que Merrill Lehrl era un protegido y un favorito del Comisionado Adjunto de Servicio al Contribuyente y Declaraciones del Triple Seis, cuyo otro gran protegido era el Comisionado Regional de Examen de la Región del Medio Oeste, que era esencialmente, aunque no formalmente, el superior inmediato de Glendenning en términos de Funciones de Examen Corporativo del Centro 047, y que era la clase de administrador desastroso que creía en las alianzas y en los padrinos y en el politiqueo, y que podía rechazar la petición por parte del 047 de un medio turno adicional de examinadores con rango GS-9 usando una serie de pretextos que sobre el papel parecerían razonables, y que solamente D.G. y el Comisionado Regional de Examen sabrían que se debían a lo de Merrill Lehrl, y DeWitt sentía que les debía a los atribulados examinadores unos cuantos refuerzos y darles un poco de descanso del Calendario de Presentación de Declaraciones, que era algo que dos estudios distintos indicaban que se podía conseguir mejor por medio de los refuerzos y la expansión que por medio de la motivación y la reconfiguración (un análisis con el que Merrill Lehrl no estaba de acuerdo, señaló D.G. en tono fatigado). En la fantasía, tanto D.G. como yo teníamos las cabezas un poco gachas, y hablábamos en voz baja, pese al hecho de estar solos en la salita de café, que olía bien y tenía latas de café Melitta extrafino en vez de las latas blancas con letras caqui de Jewel, y era entonces, encajando perfectamente en el contexto del problema de los examinadores atribulados y distraídos, cuando yo le daba a D. G. la idea de aquellos nuevos escáneres para documentos de Hewlett-Packard y de que se les podía reconfigurar el software para escanear tanto las declaraciones como las tablas y a continuación aplicar el código del Programa de Medición del Cumplimiento del Contribuyente para marcar ciertos artículos, de manera que los examinadores solamente tuvieran que comprobar y verificar los artículos marcados en lugar de repasar línea tras línea de contenido válido e irrelevante a fin de llegar a los artículos importantes. D.G. me escuchaba con atención y con respeto y eran solamente su sensatez y su profesionalidad administrativa las que le impedían expresar allí mismo la enorme agudeza y potencial de mi sugerencia, y su gratitud por el hecho de que un examinador de rango GS-9 saliera de la nada y le proporcionara una solución lateral e imaginativa que iba a aliviar la situación de los examinadores y al mismo tiempo dar libertad a D.G. para poner al odioso Merrill Lehrl de patitas en la calle.