El funcionario de rango GS-9 Claude Sylvanshine, de vuelta en el complejo de Sistemas de Martinsburg, como parte de la preparación durante el mes de abril de su trabajo de avanzadilla en el CRE del Medio Oeste, fue dos veces al área de descanso de entrada de datos y trató, bajo la supervisión por audio de Reynolds, de obtener ARI[113] de los mandamases del Centro 047, y sucedió que la primera de dichas sesiones de ARI dio frutos. Sylvanshine obtuvo series de datos interpretables sobre el odio patológico que les tenía DeWitt Glendenning Jr. a los mosquitos como resultado de su infancia en Tidewater; sobre su intento fallido de entrar en el cuerpo de los Rangers del ejército en 1943; sobre su violenta alergia al marisco, su creencia aparente en que tenía alguna malformación en los genitales y su altercado con la temida División de Inspecciones Internas mientras era Director de Auditorías de Distrito en Cabin John, Maryland; obtuvo una dirección parcial de la casa y/o del despacho de su psiquiatra en una zona residencial de Joliet; averiguó el hecho de que se sabía de memoria los cumpleaños de hasta el último miembro de la familia del Comisionado Regional del Medio Oeste, así como un montón de datos esotéricos sobre construcción y renovación de mobiliario doméstico y sobre herramientas eléctricas que lo llevó a tener una abrupta IED[114] en forma de datos asociados con el pulgar cercenado de cierto adulto varón. Esto llevó a ciertos elementos de Sistemas a la conclusión de que el actual Director del CRE del Medio Oeste y lameculos Regional DeWitt «Dwitt» Glendenning había perdido o iba a perder pronto un pulgar en alguna clase de accidente de carpintería casero, así como a elaborar ciertos planes y expectativas alrededor de este hecho.
La verdad —que Claude Sylvanshine no conocería y no podría conocer nunca, pese a las repetidas columnas de cifras tanto sobre el aerodinamismo de la sangre arterial como sobre la velocidad a la que el filo de una sierra de cinta de pie a 1.420 rpm podía atravesar las diversas secciones cónicas de una mano humana de cierta masa y ángulo— era que la relevancia factual del pulgar cercenado de un adulto se aplicaba en realidad a la vida y la psique de Leonard Stecyk, el Subdirector de Personal del Centro 047, que con fines puramente prácticos asumía no solamente su propio trabajo sino también una gran parte del de su superior. El incidente del pulgar cercenado formaba parte del proceso de desarrollo psíquico que había transformado a L. M. Stecyk en uno de los administradores más brillantes y capaces que tenía la Agencia en la Región, aunque ahora el incidente del pulgar se encontraba enterrado en las profundidades del inconsciente del señor Stecyk, y su vida consciente dominada por la oficina de Personal del CRE y por cuestiones relacionadas con las tormentas que se avecinaban tanto en Sistemas como en Control.
El incidente en sí carece de relevancia inmediata y por tanto se puede contar bastante por encima. Por razones que ya se han perdido en las nieblas administrativas, por aquella época a los alumnos masculinos de décimo curso de todo el Medio Oeste septentrional se les exigía cursar Artes Industriales, lo cual proporcionaba a los alumnos de Formación Profesional una última oportunidad para acosar y atormentar a los chicos de preuniversitario de quienes (en Michigan) ya habían sido separados el año anterior. Y Leonard Stecyk lo pasaba especialmente mal en la clase de Artes Industriales, que en otoño de 1969 impartía a tercera hora el señor Ingle en la escuela secundaria Charles E. Potter. No solamente porque con casi dieciséis años Stecyk midiera metro cincuenta y cinco y pesara cuarenta y ocho kilos cuando estaba empapado, que era como acababa (empapado) cada vez que los chicos de su clase de educación física se le orinaban encima en la ducha después de derribarlo al suelo de azulejos, un ritual que ellos llamaban el Especial Stecyk; terminó siendo el único chaval de la historia entera de Grand Rapids que entraba en las duchas de una escuela con paraguas. Tampoco era un simple problema derivado de las gafas protectoras aprobadas por la Administración de Salud y Seguridad en el Trabajo que se ponía para las clases, junto con un delantal especial de carpintero de fabricación casera que tenía en tipografía Palmer cursiva la inscripción «ME LLAMO LEN Y LO MÍO ES LA MADERA». Ni tampoco se debía al hecho de que en la clase de AA. II. de tercera hora hubiera dos alumnos distintos que terminarían siendo delincuentes reincidentes convictos, uno de los cuales ya había servido una suspensión de una semana por calentar un lingote de hierro forjado al rojo vivo con un soplete de acetileno y luego esperar a que se le fueran los últimos vestigios de color antes de pedirle en tono casual a Stecyk que le trajera aquel lingote de allí que estaba junto a la sierra de cinta, deprisa. El verdadero problema era práctico: resultó que Leonard carecía de talento y de afinidad de ninguna clase para las Artes Industriales, ya fuera para las dinámicas básicas o para la soldadura, para la construcción rudimentaria o para la carpintería a medida. Cierto, los planos y las medidas del chaval eran, el señor Ingle lo admitió, excepcionalmente (casi afeminadamente, en su opinión) pulcros y precisos. Era para los proyectos en sí y para las operaciones con la maquinaria para lo que Stecyk era terrible, tanto para cortar en ángulo, siguiendo una plantilla de guía trazada de antemano, como para lijar hasta dejar bien fina la base de la caja de puros especial de madera de pino que el señor Ingle (que era aficionado a los puros) obligaba a todos los chavales a hacer para sus padres, y en cierta ocasión sucedió que la forma al parecer floja o insuficientemente masculina que tenía Stecyk de agarrar la máquina de lijar causó que esta lanzara la caja como una pieza de artillería hasta el otro lado del aula de Artes Industriales, donde explotó a menos de tres metros de la cabeza del señor Ingle, que le dijo a Stecyk (a quien despreciaba sin culpa ni reservas) que la única razón por la que no los mandaba a él y su delantalito a la clase de Gestión del Hogar con las chicas era que lo más seguro fuera que una vez allí acabara quemando la puñetera escuela entera, ante lo cual algunos de los chicos de décimo curso más corpulentos y crueles (uno de los cuales sería expulsado al otoño siguiente por no solamente traer un cepo para osos del servicio forestal al recinto de la escuela, sino por llegar al extremo de abrirlo y dejarlo listo —aquel cepo provisto de muelles y dientes afilados como dagas— delante de la puerta del despacho de la subdirectora, donde hubo que desactivarlo usando el palo de la fregona de un empleado de la limpieza, provocando que se cerrara de golpe con un ruido que hizo que los alumnos de todas las aulas del pasillo se tiraran al suelo y se pusieran a cubierto) llegaron al punto de señalar directamente a Stecyk mientras se reían.
Por otro lado, es posible que el incidente del pulgar cercenado no cambiara tanto el carácter de Leonard Stecyk ni le diera forma en tanta medida, sino que más bien alterara la perspectiva que él tenía del mismo (si es que tenía alguna), además de las percepciones que tenían los demás de él. Como saben la mayoría de los adultos, las distinciones entre el carácter y el valor esenciales de uno y las percepciones que tienen los demás de ese carácter y ese valor son borrosas y cuestan de delimitar, sobre todo en la adolescencia. También hay que tener en cuenta que existe toda una serie de elementos de situación y contexto del incidente que Leonard Stecyk ya no recuerda, ni siquiera en forma de sueños ni de destellos periféricos. El incidente tuvo su origen en la tarea de cortar una lámina de madera de mampostería en forma de listones o tiras a fin de componer alguna clase de refuerzo necesario para enmarcar y colocar una puerta en una pared interior. La sierra de cinta estaba instalada en una mesa metálica ancha provista de indicadores y tornillos de banco, calibrados para sujetar lo que estabas cortando mientras empujabas la pieza con cuidado por la superficie lisa, a fin de que el corte de la cuchilla de alta velocidad de la sierra de cinta siguiera la línea a lápiz que habías trazado después de medir por lo menos dos veces. Había, por supuesto, una serie de procedimientos de seguridad detallados que el señor Ingle tenía codificados tanto en las Normas del Taller mimeografiadas como en varios letreros escritos con plantilla y en mayúsculas y también en el cajón trasero de la sierra de cinta, procedimientos que Leonard Stecyk no solamente había memorizado, sino que también había intentado mejorar señalando solícitamente algunos ejemplos de errores tipográficos o expresiones ambiguas en sus escuetos imperativos, intentos que habían causado que un costado de la cara enorme del señor Ingle empezara a experimentar respingos y a arrugarse involuntariamente, señal de que el hombre apenas si estaba consiguiendo controlar su mal humor. La realidad que había detrás de la plétora de letreros y de líneas cautelares amarillas pintadas en el suelo del taller era que el señor Ingle trabajaba bajo una gran presión y una frustración y una rabia límites constantes, puesto que si alguien salía herido la responsabilidad recaía en él, y sin embargo muchos de los chavales de sus clases eran o bien mariquitas «cerebritos» ineptos y afeminados como Stecyk o Moss o bien delincuentes melenudos con chaquetas militares que a veces se presentaban en clase oliendo a marihuana y a schnapps de menta, y que encima se ponían a hacer el idiota con un equipo y unas normas cuya peligrosidad no tenían el sentido común para respetar, incluyendo cosas como quedarse plantados y mirando dentro de la línea amarilla claramente marcada que había a un lado de la sierra de cinta y de su cuchilla descubierta, a pesar de las instrucciones que había claramente pintadas tanto en la máquina como en el suelo que conminaban a «NO CRUZAR LA LÍNEA CUANDO LA MÁQUINA ESTÉ ENCENDIDA», puesto que lo único que hacía falta era un empujón descuidado o hasta el simple gesto de agitar uno de los brazos mientras te encontrabas de pie en la zona del lado prohibido; y mientras estaba haciéndoles ver esto a voz en grito por quizá quinta vez en lo que iba de trimestre, y aquella calamidad de chavales plantados junto a la línea amarilla lo miraban hacer una mueca infantil exagerada, no se dio cuenta de que su mano derecha entraba en contacto con la cuchilla de la sierra de cinta, que con la rapidez que el señor Ingle había prometido le cercenó el pulgar y todo el material circundante desde la membrana interdigital hasta el tendón abductor largo del pulgar, abriendo también la arteria radial, lo cual causó una tremenda rociada de sangre mientras el señor Ingle se llevaba aquella cosa roja hasta el pecho y se desplomaba de costado, gris por el shock y por los reflejos paralíticos del trauma. Y así se quedaron también todos los demás presentes en la clase: con la cara gris y boquiabiertos, mirando desde la línea amarilla cómo la sangre de la arteria radial y también de la primera volar metacarpal salía disparada en forma de chorros rítmicos y salpicaba algunos de los chaquetones caqui de los chicos más altos y también el panel de controles del taladro industrial contra el que ahora empezaron a chocar mientras se echaban inconscientemente hacia atrás. No se trataba del lento ensangrentamiento de un nudillo despellejado ni tampoco del hilo que te sale de la nariz cuando te dan un puñetazo. Se trataba de sangre arterial sometida a una enorme presión sistólica, que salía a chorros y lo rociaba todo desde el sitio donde el maestro estaba de rodillas, apretándose la mano contra el pecho con la otra mano y mirando a la falange de chavales, articulando algo con los labios que nadie pudo oír por culpa del chillido en la sostenido de la sierra de cinta; y las caras de algunos de los chavales de preuniversitario también estaban distendidas en forma de gritos que se veían pero no se oían, mientras que había otros al fondo del todo que se separaron del grupo dando un rodeo a las abrazaderas del taladro industrial y echaron a correr hacia la puerta del aula con los brazos en alto y agitando las manos con ese movimiento universal del pánico ciego, y el resto permanecían desplegados con la espalda pegada a su compañero o máquina más cercana, con los ojos como platos y las mentes sumidas en un estado neutral profundo.
… Todos salvo el pequeño Leonard Stecyk, que después de una pausa neural mínima se adelantó, deprisa y con decisión, salió por el flanco del grupo y dio un puñetazo al botón de apagado doblemente marcado de la sierra de cinta con la base de la mano vendada mientras salía corriendo de detrás de la máquina, sin mirar ni a un lado ni a otro, con su delantal y su camisa planchada, apartando de un codazo a un chaval corpulento que llevaba una cinta para el pelo de cachemir y que estaba plantado con las suelas de las Ked sumergidas en sangre humana —un chaval que solamente hacía unos días que había amenazado a Stecyk con un par de tenazas de herrero detrás del tablero donde colgaban las herramientas del torno—, para materializarse al instante al lado del señor Ingle, poniendo en práctica la primera regla del tratamiento sobre el terreno de los traumas hemorrágicos, que era poner simultáneamente la herida en alto e identificar la gravedad del trauma usando la Escala Ames del uno al cinco procedente del libro de 1962 Primeros auxilios para heridas industriales de Cherry Ames, Enfermera Cert., que Stecyk había sacado de la biblioteca pública como parte de su preparación estándar para las clases de otoño de 1969. Stecyk se limitó a levantar la mano tanto como pudo, hasta poder verla de cerca, mientras el señor Ingle permanecía de rodillas, encorvado y con los hombros caídos por detrás de la misma. No se puede insistir demasiado en lo deprisa que estaba pasando todo aquello. El pulgar y los tejidos basales circundantes no estaban completamente desprendidos, sino que pendían de un colgajo de dermis de tal manera que el pulgar del señor Ingle señalaba hacia abajo como si estuviera parodiando los juicios imperiales de la Antigüedad, y entretanto Stecyk, sin hacer caso ni de la sangre ni de los agudos diminutivos de «Madre» que empezaban a hacerse audibles mientras la sierra de cinta bajaba de revoluciones, se sacó con una mano primero el cinturón de los pantalones de tela y luego la regla especial de conversión métrica que llevaba en un bolsillito especial del delantal de carpintero que el señor Ingle había ridiculizado, y, después de repasar mentalmente los protocolos y determinar, siguiendo a Cherry Ames, que la presión digital alrededor de la muñeca no iba a bastar por sí sola para controlar la hemorragia, fabricó un hábil torniquete de dos nudos (con una minúscula floritura eduardiana en el lazo cuádruple de la parte superior, lo cual resultaba todavía más asombroso dado que Stecyk había armado el nudo especial con unas manos rojas y resbaladizas que además estaban aguantando el peso de un hombre medio desmayado) que atajó el flujo con una sola vuelta y media de la regla, tal era la precisión memorizada con que Stecyk había colocado el torniquete en la bifurcación crucial entre las arterias lunar y radial del antebrazo. En el silencio retumbante que se hizo después de que se detuviera la cuchilla de la sierra se oyeron entonces los ruidos del gato neumático que había en el aula contigua de Introducción a la Mecánica de Automóviles. Fue también, al cesar el chorro de sangre, cuando el señor Ingle perdió el conocimiento, de manera que la última imagen que vieron algunos de los chavales más altos de los flancos fue la de Stecyk sosteniendo la parte de atrás del cráneo del señor Ingle, como si este fuera una criatura, y bajándolo cuidadosamente con una mano —el cráneo de aquel hombretón— hasta el suelo, mientras con la otra aguantaba el torniquete para que no se moviera de la muñeca en alto, y había algo al mismo tiempo coreografiado y maternal y sin embargo nada afeminado en aquella escena, algo que siguió reverberando en las almas de algunos de ellos de una forma extraña durante los días posteriores e incluso durante las semanas posteriores al momento en que los profesores de Mecánica de Automóviles y de Reparación de Aparatos los apartaron a empujones y les dijeron que se dispersaran y que le dieran un poco de espacio a aquel pobre hombre, unos profesores que también se mostraron enérgicos y llenos de decisión adulta, pero que no intentaron apartar de allí a Len ni tampoco pedirle a la ayudante de Gestión del Hogar que se lo llevara con los demás chicos, siguiendo sus pisadas rojas, sino que se quedaron ejerciendo de subalternos a ambos lados del brazo en alto del hombre y de su pulgar colgante, esperando a que el chico les dijera si tenían que aguardar a la ambulancia o bien intentar subir al señor Ingle en uno de sus coches baratos pero impecablemente tuneados y llevarlo a toda pastilla al Calvin, hablando con Stecyk como si fuera más que un igual y recibiendo unas respuestas donde no había ni rastro de deferencia ni de duda.
Los alumnos de Formación Profesional no suelen ser muy sensibles ni emocionalmente ágiles, y sería demasiado decir que después de aquel día «todo cambió» en Artes Industriales. No es que Leonard Stecyk se volviera popular, ni que los tipos duros de la clase empezaran a invitarlo a que saliera con ellos las noches de entre semana para perpetrar actos de vandalismo ni abusar de las drogas blandas. Unos cuantos de ellos, sin embargo, se habían quedado sorprendidos —no tan avergonzados como agitados— por su propia parálisis ante una situación traumática y por la actuación de aquel mariconcillo pernicioso. Era raro. Aquellos eran chicos duros: se peleaban a menudo y recibían palizas de sus padrastros y sus hermanos mayores. Para los más listos de entre ellos, su idea de lo que era ser un tipo duro, de la relación entre tener una actitud que molaba y el valor verdadero, acababa de recibir un duro revés. Sus crónicas del incidente eran confusas y variaban de un chaval a otro. Más de uno aludía a Lost in Space, que era una serie popular por entonces. El principal cambio en la vida del futuro Subdirector de Personal fue que la mayoría de los Especiales Stecyk, puñetazos repentinos en el pasillo propinados en el nervio radial de la parte superior del brazo y demás pequeños actos de crueldad cotidiana cesaron, principalmente porque a los tipos duros de la clase les entraba una extraña incomodidad cada vez que veían a Stecyk o incluso cada vez que pensaban en él, y la crueldad verdadera —tal como sabe todo adolescente— requiere prestar mucha atención al objeto de esa crueldad. Los actos que llevó a cabo Stecyk aquel día no lo hicieron más especial sino menos; los tipos duros dejaron de verlo o de destacarlo. Fue extraño, y todavía lo fue más lo deprisa que Stecyk se olvidó de todo el episodio, incluso después de que el señor Ingle regresara a la C. E. Potter después de Acción de Gracias para asumir su nuevo cargo como instructor de conducción con su mano derecha mutilada metida en una especie de guante o vaina protectora de poliuretano negro, lo cual le valió entre los estudiantes el apodo de «Doctor No» durante todo el principio de la década de 1970. Todo el mundo parecía tener incentivos para olvidarse de lo sucedido. Un tipo duro de Formación Profesional que veinte meses más tarde serviría en la región de Plaine des Joncs, Indochina, fue el único que en cierta ocasión se acordó de forma consciente y clara de lo sucedido aquel día con Stecyk y el pulgar de Ingle, y esa ocasión tuvo lugar cuando un recluta gordo que a punto había estado de no pasar la instrucción básica y había sido víctima de un manteo brutal cogió a un pelotón que acababa de perder a su cabo y reagrupó a sus integrantes y los condujo por entre dos pelotones distintos del ejército norvietnamita para reunirlos con el resto de la compañía; se limitó a ponerse de pie y decirles que les quitaran la munición a los muertos y que procedieran a desfilar por el otro lado del lecho del arroyo, y todo el mundo le obedeció —sin pensarlo, por razones que más tarde no pudieron explicar ni admitir—, y fue entonces cuando el tipo duro de la clase se acordó de Stecyk, con su delantalito y su pajarita de cachemir (esta última era una distorsión del recuerdo), y del hecho, nuevamente, de que lo que por entonces habían pensado que era el ancho mundo no era más que el sueño de un niño vanidoso.