Toda persona completa tiene ambiciones, objetivos, iniciativas y metas. Y la meta de aquel chico en concreto era ser capaz de darse un beso en cada centímetro cuadrado de su propio cuerpo.
Los brazos hasta los hombros y la mayor parte de las piernas por debajo de las rodillas eran pan comido. Más allá de estas áreas de su cuerpo, sin embargo, la dificultad subía tan en picado como un acantilado. El chico fue consciente de los desafíos inimaginables que tenía por delante. Tenía seis años.
Hay poco que decir sobre el ánimo original o «causa motriz» del deseo que tenía el chico de besarse hasta el último centímetro cuadrado del cuerpo. Un día estaba enfermo en casa con asma, una mañana lluviosa y relajada, hojeando al parecer unos materiales promocionales de su padre. Algunos de estos sobrevivieron al incendio que se produciría más adelante. Se creía que el asma del chico era congénita.
El área exterior de su pie que quedaba por debajo y alrededor del maléolo lateral fue la primera que requirió cierta contorsión seria. (Durante aquella época el chico consideraba el maléolo lateral como aquel bulto raro que tenía en el tobillo.) La estrategia, tal como él la entendía, era colocarse sobre la alfombra de su dormitorio, con la parte interior de la rodilla en el suelo y la pantorrilla y el pie lo más cerca que pudiera ponerlos de un ángulo de noventa grados perfecto. Luego tenía que inclinarse a un lado tanto como pudiera, doblándose por encima del tobillo extendido y de la parte exterior del pie, efectuando una rotación del cuerpo hacia fuera y hacia abajo y estirándose con los labios completamente proyectados hacia fuera (por aquella época la idea que tenía el chico de proyectar los labios del todo consistía en ese mohín exagerado que representaba los besos en los tebeos infantiles) hacia una sección del exterior del pie que había marcado con una diana de tinta soluble, luchando por respirar a pesar de la presión dextrorotada de sus costillas, y así se fue estirando más y más hacia el costado a primera hora de aquella mañana hasta que oyó un chasquido seco en la parte superior de la espalda y sintió un dolor inimaginable entre el omóplato y la espina dorsal. El chico no lloró ni chilló, sino que se limitó a quedarse sentado en silencio en aquella postura torturada hasta que, como no bajaba a desayunar, su padre acabó subiendo a la puerta de su dormitorio. El dolor y la disnea resultante impidieron al chico ir a la escuela durante más de un mes. Imposible imaginar qué debió de pensar su padre de una lesión como aquella en un niño de seis años.
La quiropráctica del padre, la doctora Kathy, pudo aliviar los peores síntomas inmediatos. Y lo que es más importante, fue la doctora Kathy quien introdujo al chico en los conceptos de la espina dorsal como microcosmos y de la higiene espinal y de los ecos posturales y del incrementalismo en la flexión. La doctora olía un poco a hinojo y parecía una persona completamente abierta y disponible y amable. El niño se tumbaba boca abajo sobre una mesa alta y acolchada y colocaba la barbilla en una pequeña coquilla. Ella le manipulaba la cabeza, muy suavemente pero de una forma que parecía provocarle efectos por toda la espalda. La doctora tenía las manos muy fuertes y suaves, y cuando le palpaba la espalda al chico le daba la impresión de que ella le estaba haciendo preguntas a la espalda y respondiéndolas al mismo tiempo. En la pared tenía diagramas que mostraban vistas seccionadas de la espina dorsal humana y de los músculos y las fascias y los haces de nervios que rodeaban la espina dorsal y estaban conectados a ella. No había piruletas a la vista por ninguna parte. Los ejercicios de estiramientos específicos que la doctora Kathy le prescribía al chico estaban orientados al esplenio de la cabeza, al largo del cuello y a los haces profundos de nervios y músculos que rodeaban las vértebras T2 y T3 del chico, que eran las que se había lesionado. La doctora Kathy llevaba las gafas de leer colgadas de un collar y tenía un jersey verde con botones que parecía confeccionado en su totalidad a base de polen. Se le notaba que hablaba con todo el mundo de la misma manera. Le dio instrucciones al chico para que hiciera aquellos ejercicios de estiramiento todos los días sin falta y para que no dejara que ni el aburrimiento ni un alivio de la sintomatología le impidieran llevar a cabo los ejercicios de rehabilitación de forma disciplinada. Le explicó que la meta a largo plazo no era el alivio de la incomodidad presente, sino la higiene neurológica y la salud y una integridad de cuerpo y mente que un día iba a agradecer muchísimo. Al padre del chico la doctora Kathy le recetó un laxante de hierbas.
Así es como la doctora Kathy introdujo formalmente al chico en los estiramientos por incrementos y en las ideas adultas de llevar una disciplina diaria y discreta y avanzar hacia una meta situada a largo plazo. Aquello resultó ser fortuito. Durante las cinco semanas que se pasó incapacitado con una vértebra T3 subluxada —sufriendo a menudo una incomodidad tal que ni siquiera su inhalador podía aliviarle el asma que le entraba cada vez que experimentaba dolor o molestias— el infantil entusiasmo atolondrado del chico dejó paso a la conciencia de que su objetivo de besarse hasta el último centímetro cuadrado del cuerpo iba a requerir un esfuerzo máximo, una disciplina y un compromiso sostenido durante unos periodos de tiempo que por entonces él (debido a su edad) no se podía ni imaginar.
Una cosa que la doctora Kathy se había molestado en mostrarle al chico era un modelo vertical en 3D de una columna vertebral humana que no había sido cuidada de ninguna manera real ni significativa. Se veía oscura, atrofiada, necrótica y triste. Tenía los tubérculos y los tejidos blandos inflamados, y los anillos fibrosos de sus discos eran del mismo color que los dientes en mal estado. En la pared de detrás de aquel modelo había una placa o letrero escrito a mano que explicaba los que a la doctora Kathy le gustaba decir que eran los dos tipos distintos de pagos que se podían hacer por la columna vertebral y sus nervios asociados, y que eran el de «ahora» y el de «después».
La mayoría de los contorsionistas profesionales en realidad no son más que personas que han nacido con problemas atróficos/distróficos congénitos de los rectos mayores, o bien con una flexión lordótica aguda de la espina lumbar, o con ambas cosas. La mayoría presentan signo de Chvostek u otras formas de espasticidad ipsilateral. De manera que su «arte» requiere muy poco esfuerzo o aplicación. En 1932 un grupo de académicos británicos que estudiaban el misticismo tamil dieron noticia de una mujer preadolescente de Ceilán que era capaz de introducirse en la boca y por el esófago los dos brazos hasta el hombro, una pierna hasta la entrepierna y la otra hasta por encima de la rótula, y de esa manera podía girar sin ayuda de nadie sobre la rodilla que le sobresalía de la boca a velocidades que excedían las 300 rpm. El fenómeno de la suifagia (es decir, el «tragarse a uno mismo») ha sido identificado posteriormente como una forma rara de malacia por inanición, en la mayoría de los casos causada por deficiencias de cadmio y/o de zinc.
Solo la parte del interior de los muslos del chico que iba hasta la bifurcación media de su entrepierna requirió meses de preparación, horas enteras cada día con las piernas cruzadas y encorvado, estirando lentamente y a base de incrementos las largas fascias verticales de su espalda y cuello, el músculo espinoso torácico y el elevador de la escápula, el iliocostal lumbar hasta el sacro, y los densos e intransigentes grácil, pectíneo y aductor largo del interior del muslo, que se fusionan por debajo del triángulo de Scarpa y transmiten un dolor espantoso a través del pubis cada vez que se excede su espectro de flexibilidad. Si alguien lo hubiera visto durante aquellas sesiones de dos y tres horas, juntando las plantas de los pies y metiéndolas hacia dentro para entrenar el pectíneo, meciéndose ligeramente y después manteniendo una inclinación pronunciada con las piernas cruzadas para trabajar la larga y tensa cubierta de fascias torácico-lumbares que le conectaban la pelvis con las costillas dorsales, a ese alguien le habría parecido que el chico estaba rezando, o bien catatónico, o ambas cosas.
En cuanto se alcanzó los objetivos del frente de los muslos y se los tocó con un labio o bien con ambos, las porciones superiores de los genitales resultaron sencillas, y se dedicó a besarlos con los labios protuberantes y a pasar por ellos mientras concebía ya los planes para el hueso ilíaco y las nalgas exteriores. Después de esos logros vendrían las contorsiones más difíciles y duras para el cuello que le iban a hacer falta para alcanzarse las nalgas interiores, el perineo y el extremo superior de la entrepierna.
El chico había cumplido siete años.
El lugar especial donde perseguía su extraño pero ahora maduro objetivo era su habitación, que tenía un motivo selvático repetitivo en el papel de las paredes. La ventana de la habitación, situada en la segunda planta, ofrecía una vista del árbol del jardín de atrás. Dependiendo de la hora del día, la luz del sol atravesaba el árbol en distintos ángulos e intensidades e iluminaba distintas partes del chico mientras este permanecía de pie, sentado, inclinado o tumbado sobre la alfombra de la habitación, estirándose y manteniendo las posturas. La alfombra de su dormitorio era de pelo blanco y tenía un aspecto peludo y polar que a su padre le parecía que no quedaba bien con el patrón repetido de tigres, cebras, leones y palmeras de las paredes; el padre, sin embargo, se guardaba su opinión para sí mismo.
El aumento radical del espectro de protuberancia de los labios requiere el ejercicio sistemático de toda una serie de fascias maxilares, entre ellas el depresor del séptum, el orbicular de los labios, el depresor del ángulo de la boca, el depresor del labio inferior y los grupos buccinador, orbicular de la boca y risorio. Los músculos cigomáticos entran en juego de forma superficial. Ejercicio: Atar un cordel a un botón Wetherly de por lo menos tres centímetros y medio de diámetro que has cogido prestado del segundo mejor impermeable de tu padre; colocarte el botón por encima de los incisivos superiores e inferiores y cubrirlo con los labios; sostener el cordel completamente extendido a noventa grados respecto al plano de la cara y tirar de él aumentando gradualmente la tensión y usando los labios para refrenar el tirón; sostener durante veinte segundos; repetir; repetir.
A veces su padre se sentaba en el suelo del otro lado de la puerta del dormitorio del chico, con la espalda pegada a la puerta. No está claro si el chico lo oyó alguna vez intentando escuchar los movimientos del interior de la habitación, aunque a veces la madera de la puerta emitía un chirrido cuando el padre se sentaba contra ella, o bien cuando se volvía a poner de pie en el pasillo, o cuando cambiaba de postura sentado contra la puerta. El chico se pasaba allí dentro periodos extraordinarios de tiempo, haciendo estiramientos y aguantando las posiciones contorsionadas. El padre era un hombre un poco nervioso, provisto de unos modales apresurados e inquietos que siempre le daban cierto aire de estar a punto de marcharse. Tenía una abundante actividad empresarial y la mayor parte del tiempo estaba viajando. Su lugar en el álbum mental de la mayoría de la gente era provisional, con una especie de línea de puntos a su alrededor: la imagen de alguien que hacía un comentario amigable por encima del hombro mientras se disponía a salir. La mayoría de sus clientes encontraban que el padre los ponía incómodos. Cuando era más eficaz era por teléfono.
A los ocho años de edad, la meta a largo plazo del chico estaba empezando a afectar a su desarrollo físico. Sus maestros señalaron cambios en su postura y en su forma de andar. La sonrisa del chico, que ahora ya parecía constante por culpa de los efectos de la hipertrofia circunlabial en la musculatura circunmoral, también se veía rara, rígida y demasiado ancha, y según la evaluación verbal de un empleado de la limpieza, no se parecía a «nada que yo me haya echado a la cara».
Datos: El estigmatista italiano Padre Pío exhibió durante toda su vida una serie de heridas sin sangre que le atravesaban la mano izquierda y ambos pies por el centro. Santa Verónica Giuliani de Umbría presentaba una serie de heridas en una mano y también en el costado que se podía observar que se abrían y se cerraban siguiendo sus órdenes. La santa del siglo XVIII Giovanna Solimani permitía que los peregrinos le introdujeran unas llaves especiales en las heridas de las manos y que las giraran, supuestamente facilitando de esa manera que aquellos clientes suyos se recuperaran de la desesperación racionalista.
De acuerdo tanto con san Buenaventura como con Tomás de Celano, los estigmas de las manos de san Francisco de Asís incluían masas baculiformes de algo que parecía ser carne negra y endurecida que sobresalía de ambas superficies volares. En caso de aplicarse presión al supuesto «clavo» de una de sus manos, un palo de carne negra y endurecida le asomaba inmediatamente del dorso de la mano, exactamente igual que si un supuesto «clavo» real le estuviera atravesando la mano.
Y sin embargo (dato): las manos carecen de la masa anatómica necesaria para soportar el peso de un humano adulto. Tanto los textos legales romanos como los exámenes modernos de esqueletos del siglo I confirman que la crucifixión clásica requería que los clavos atravesaran las muñecas del sujeto, no sus manos. De ahí la «verdad y la falsedad necesariamente simultáneas de los estigmas» que el teólogo existencial E. M. Cioran explica en su libro de 1937 Lacrimi si sfinti, la misma monografía en que se refiere al corazón humano como «la herida abierta de Dios».
Solo las zonas del abdomen del chico que iban del ombligo al cartílago xifoides de la hendidura de las costillas ocuparon diecinueve meses de estiramientos y ejercicios posturales, los más extremos de los cuales debieron de ser muy, pero muy dolorosos. En aquella fase, los avances nuevos en materia de flexibilidad eran sutiles hasta el punto de no poderse detectar sin la ayuda de unos registros diarios extremadamente precisos. Ciertos límites de tensión de los ligamentos amarillos, capsulares y de proceso eran forzados de manera suave pero persistente, a medida que el chico iba pegando la barbilla al pecho (que estaba lleno de flechas y líneas de puntos trazadas con tinta soluble), a la altura de la mitad del esternón, y luego descendiendo de forma gradual —un milímetro, a veces uno y medio al día— y sosteniendo aquella postura catatónica y/o meditativa durante una hora o más.
En verano, durante aquellas rutinas de primera hora de la mañana, el árbol que había delante de la ventana del chico se llenaba de zanates y del ajetreo de estos yendo y viniendo; más tarde, cuando salía el sol, el árbol se llenaba de los graznidos ásperos y lacerantes de las aves, que mientras el chico permanecía sentado con las piernas cruzadas y la barbilla pegada al pecho sonaban a través del cristal de la ventana como si fueran tornillos oxidados al girar, o como algo complejamente trabado que se soltaba con un chirrido. Más allá del árbol de la fachada sur estaban los tejados en escorzo de las casas del vecindario y la boca de incendios y el letrero con el nombre de la calle que cruzaba y los cuarenta y ocho tejados idénticos de una urbanización para gente con ingresos bajos que había al otro lado de la calle que cruzaba, y al otro lado de dicha urbanización, en el mismo horizonte, los bordes de los verdes campos de maíz que empezaban en los mismos límites de la ciudad. A finales de verano el verde de los campos era más amarillento, mientras que en otoño no quedaba más que un triste rastrojo y en invierno la tierra desnuda de los campos ya no se parecía a nada más que lo que era.
En su escuela primaria, donde el chico tenía una conducta ejemplar y hacía sus deberes y sus progresos se registraban en el ápice central de todas las curvas relevantes, era, entre sus compañeros de clase, una de esas figuras sociales tan marginales que ni siquiera nadie se metía con él. Ya en tercero de primaria, el chico había empezado a desarrollar rasgos físicos inusuales como resultado del compromiso con su objetivo; aun así, había algo en su aspecto o en su porte que conseguía colocarlo fuera de los límites de la crueldad del patio de la escuela. El chico cumplía con las normas de la clase y se comportaba de forma satisfactoria en el trabajo de grupo. Las evaluaciones escritas de su socialización ni siquiera describían al chico como retraído o altivo, sino como «tranquilo», «provisto de una pose poco habitual» y «contenido en sí mismo» [sic]. El chico no causaba ni problemas ni alegrías y casi nadie se fijaba en él. No se sabe si esto lo preocupaba. La enorme mayoría de su tiempo, energía y atención pertenecían a su objetivo a largo plazo y a las disciplinas diarias que este implicaba.
Tampoco se estableció con exactitud por qué aquel chico perseguía la meta de ser capaz de besarse hasta el último centímetro cuadrado de su cuerpo. Ni siquiera está claro si él consideraba aquella meta un «logro» en ningún sentido convencional. A diferencia de su padre, no leía a Ripley y tampoco había oído hablar de los hermanos McWhirter; estaba claro que no era ninguna clase de ardid. Ni tampoco un acto de evasión de sí mismo; esto está verificado; el chico no tenía ningún deseo consciente de «trascender» nada. Si alguien le hubiera preguntado, el chico únicamente habría dicho que había decidido besarse hasta el último micrómetro de su cuerpo individual. No habría sido capaz de decir más que eso. Las ideas o nociones tanto de su propia «inaccesibilidad» física para sí mismo (puesto que todos somos inaccesibles para nosotros mismos y podemos, por ejemplo, tocar partes ajenas de una manera en que no podríamos ni soñar con tocar las partes equivalentes de nuestros propios cuerpos) como de lo que parecía ser su determinación completa de atravesar aquel velo de inaccesibilidad —de ser, en cierta forma infantil, autocontenido y autosuficiente—, eran cosas que estaban más allá de su conciencia. Al fin y al cabo, no era más que un niño.
Sus labios tocaron las aureolas superiores de sus pezones izquierdo y derecho en el otoño de su noveno año de vida. Para entonces ya tenía unos labios marcadamente grandes y protuberantes; una parte de su disciplina diaria consistía en realizar tediosos ejercicios con botones y cordeles destinados a promover la hipertrofia de los músculos orbiculares. A menudo era su capacidad para extender los labios fruncidos hasta los 10,4 centímetros lo que había marcado la diferencia entre alcanzar una parte de su tórax o no. También habían sido los músculos orbiculares, más que ningún avance notable en material de flexión vertebral, lo que le había permitido alcanzar antes de cumplir los nueve años las partes traseras del escroto y ciertas porciones sustanciales de esa piel con textura de papel que rodea el ano. Aquellas zonas habían sido tocadas, señaladas en el diagrama de cuatro lados que tenía dentro de su libro de contabilidad personal, y a continuación lavadas para quitarles la tinta y olvidadas. El chico tenía tendencia a olvidarse de todos y cada uno de los sitios en cuanto los había besado, como si el establecimiento de su accesibilidad hiciera que el lugar dejara de parecerle real y a partir de ese momento en cierta manera solamente «existiera» en su diagrama de cuatro lados.
En su undécimo año de vida, sin embargo, seguían resultándole total y exquisitamente reales las partes de su tronco a las que todavía no había intentado acceder: las zonas de su pecho situadas por encima del pectoral menor y de la parte baja de la garganta entre la clavícula y la parte alta del platisma, así como las lisas e interminables llanuras y extensiones de la espalda (excluyendo partes laterales del trapecio y del deltoide trasero, que ya había alcanzado a los ocho años y medio) que le quedaban por encima de las nalgas.
Cuatro médicos distintos, todos ellos certificados y con licencia, testificaron al parecer que los estigmas de la mística bávara Therese Neumann comprendían estructuras dermales corticadas que le atravesaban la parte central de ambas manos. La capacidad que además tenía Therese Neumann para la inedia la atestiguaron por escrito cuatro monjas franciscanas que la estuvieron atendiendo por turnos rotatorios desde 1927 hasta 1962 y que confirmaron que Therese había vivido durante casi treinta y cinco años sin comida y sin líquidos de ninguna clase; la única vez que se registró que fuera de vientre (el 12 de marzo de 1928), un análisis de laboratorio determinó que su deposición solamente contenía mucosidad y bilis empireumática.
Un hombre santo bengalí al que sus seguidores conocían como «Prahansatha Segundo» atravesaba periodos de cantos meditativos en los que los ojos se le salían de las cuencas y ascendían hasta flotarle por encima de la ca beza, conectados únicamente por sus cordones de duramadre, y a continuación emprendían (los ojos flotantes) una serie de movimientos rotatorios rítmicamente estilizados que los testigos occidentales explicaron que evocaban Shivas danzarinas de cuatro caras, serpientes encantadas, hélices genéticas entrelazadas, las órbitas contrapuestas en forma de ocho inclinado que trazan la Vía Láctea y la galaxia de Andrómeda alrededor la una de la otra en el perímetro del Grupo Local de galaxias, o bien las cuatro cosas (supuestamente) al mismo tiempo.
Los estudios de la algesia humana han establecido que las estructuras músculo-esqueléticas más sensibles a la estimulación dolorosa son: el periostio y las cápsulas articulares. Los tendones, los ligamentos y los huesos subcondrales están clasificados como significativamente sensibles al dolor, mientras que la sensibilidad del músculo y del hueso cortical se ha establecido como moderada y la del cartílago articular y fibrocartílago como leve.
El dolor es una experiencia completamente subjetiva y por consiguiente «inaccesible» en tanto que objeto de diagnóstico. Las consideraciones relativas a los tipos de personalidad también complican la evaluación. Como regla general, sin embargo, la conducta observada del paciente con dolor puede ofrecer una medida de a) la intensidad del dolor y b) la capacidad del paciente para lidiar con él.
Entre las falacias comunes sobre el dolor se cuentan las siguientes:
De hecho, los pacientes que tienen enfermedades críticas o heridas graves no experimentan necesariamente un dolor intenso. La intensidad observada del dolor tampoco es directamente proporcional al alcance ni la gravedad de los daños; la relación entre ambas cosas también depende de si los «itinerarios del dolor» del sistema espino-talámico anterolateral están intactos y funcionan dentro de las normas establecidas. Además, la personalidad de un paciente neurótico puede acentuar la sensación de dolor, mientras que una personalidad estoica o resistente puede reducir la intensidad con que esta se percibe.
Nadie se lo preguntó nunca. Su padre solo creía que tenía un niño excéntrico pero muy ágil y flexible, un niño que se había tomado a pecho las homilías de Kathy Kessinger sobre la higiene espinal, de esa manera en que algunos niños se toman a pecho las cosas, y ahora se pasaba un montón de tiempo flexionando el cuerpo y haciendo ejercicios de elasticidad, lo cual, teniendo en cuenta el extraño mundo emocional de los niños, era preferible a muchas otras fijaciones desganadas o nocivas que se le ocurrían al padre. El padre, un empresario que vendía cintas motivacionales por correo, trabajaba en un despacho que tenía en casa, pero a menudo se ausentaba para asistir a seminarios y a misteriosas visitas comerciales nocturnas. La casa familiar, que daba al oeste, era alta y esbelta y tenía un diseño moderno; parecía una mitad de una casa adosada a la que le hubieran extirpado de repente la otra mitad. Tenía revestimiento exterior de aluminio de color oliva y estaba en un callejón sin salida en cuyo extremo norte había una puerta lateral que daba al tercer cementerio más grande del condado, que tenía su nombre escrito con hierro forjado por encima de la entrada principal pero no de aquella puerta lateral. La palabra que le venía a la cabeza al padre cuando pensaba en el chico era: «diligente», algo que sorprendía al hombre, puesto que era una palabra bastante anticuada, y no tenía ni idea de por qué se le ocurría aquella palabra cuando se imaginaba al chico allí dentro, desde el otro lado de la puerta.
La doctora Kathy, que a veces visitaba al chico para hacerle ajustes profilácticos de las vértebras torácicas, las facetas y los ramos anteriores, y que no era ninguna chiflada ni tampoco una charlatana que trabajaba en un despacho de un centro comercial, sino simplemente una doctora en quiropráctica que creía en la danza interpenetrante de la espina dorsal, el sistema nervioso, el espíritu y la totalidad del cosmos… en el universo como sistema infinito de conexiones neurales que había evolucionado, en su punto álgido, hasta convertirse en un organismo capaz de tener una conciencia tanto de sí mismo como del universo simultáneamente, de manera que el sistema nervioso humano se convertía en la forma que tenía el universo de ser consciente de sí mismo y por tanto de ser «accesible para» sí mismo… la doctora Kathy, en suma, creía que su paciente era un chico muy callado y dirigido hacia su propio interior que había reaccionado a una subluxación traumática de la T3 generando un compromiso con la higiene espinal y con la integridad neuroespiritual que muy bien podría señalar una vocación que lo llevara a hacer carrera en la quiropráctica. Había sido ella quien le había regalado al chico sus primeros manuales de estiramientos, relativamente simples, así como las copias de los famosos diagramas neuromusculares de B. R. Faucet (©1961, Los Angeles College of Chiropractic) con los cuales el chico se había fabricado aquel diagrama de cartón de cuatro lados que dejaba allí de pie, como si le protegiera la cama sin almohada mientras dormía.
La creencia del padre en que la ACTITUD era el principal factor determinante de la ALTURA había permanecido incólume desde su adolescencia, un periodo incómodo durante el cual había descubierto las obras de Dale Carnegie y de la Fundación de Willard y Marguerite Beecher, y había utilizado aquellas filosofías prácticas para reafirmar su propia confianza en sí mismo y para mejorar su estatus social; además de todas las conversaciones interpersonales e incidentes que servían como pruebas del mismo, aquel estatus era registrado semanalmente, y los diagramas y gráficas resultantes se exponían para ser usados como referencias en el interior de la puerta del armario de su dormitorio. Incluso cuando ya era un adulto provisional y secretamente atormentado, el padre seguía trabajando incansablemente para mantener y mejorar su actitud y de esa manera influir sobre su propia altura en materia de logros personales. En el espejo del botiquín del cuarto de baño de la casa, por ejemplo, allí donde no pudiera evitar releer e interiorizarlas mientras atendía a su higiene personal, había pegadas con cinta adhesiva máximas inspiradoras del tipo:
«NO HAY PÁJARO QUE VUELE DEMASIADO ALTO SI VUELA CON SUS PROPIAS ALAS» (BLAKE).
«SI RENUNCIAMOS A NUESTRA INICIATIVA, NOS VOLVEMOS PASIVOS; VÍCTIMAS RECEPTIVAS DE LAS CIRCUNSTANCIAS QUE NOS VENGAN» (FUNDACIÓN BEECHER).
«¡ATRÉVETE A CONSEGUIR COSAS!» (NAPOLEON HILL).
«EL COBARDE HUYE HASTA CUANDO NADIE LO PERSIGUE» (LA BIBLIA).
«SEA LO QUE SEA QUE PUEDES HACER O SOÑAR, YA PUEDES EMPEZAR. EL ATREVIMIENTO ESTÁ PROVISTO DE GENIALIDAD, PODER Y MAGIA. ¡NO ESPERES PARA EMPEZAR!» (GOETHE).
Y más por el estilo: docenas o a veces incluso veintenas de citas y recordatorios inspiradores, meticulosamente impresos con mayúsculas en unas tiras pequeñitas de papel, como las de las galletas chinas de la fortuna, que luego pegaba con cinta adhesiva al espejo, a modo de recordatorios escritos de la responsabilidad personal que tenía el padre de echar a volar sin miedos, y a veces había tantos papelitos y cinta adhesiva que solamente quedaban unas cuantas franjas de espejo por encima del lavabo del cuarto de baño, y el padre tenía que contorsionarse si quería ver lo bastante como para afeitarse.
Cuando el padre del chico pensaba en sí mismo, por otro lado, la primera palabra que le venía espontáneamente a la cabeza era siempre «atormentado». Gran parte de sus tormentos secretos —cuyas causas él percibía como imposiblemente complejas y proteicas y relacionadas por un lado con las pulsiones sexuales masculinas normales y por otro con una debilidad personal y una falta de agallas intensamente anormales— tenían en realidad un diagnóstico muy simple. Casado a los veinte años con una mujer de la que solamente había conocido un rasgo sobresaliente, aquel futuro padre se había encontrado casi de inmediato con que las rutinas conyugales le resultaban tediosas y agobiantes; y la sensación de monotonía y de obligación sexual (por oposición a los logros sexuales) le habían provocado un sufrimiento que le parecía casi equivalente a morirse. Ya de recién casado había empezado a sufrir terrores nocturnos y a despertarse con pesadillas en las que sufría un encierro terrible y se sentía incapaz de moverse o de respirar. No hacía falta ser una especie de Einstein psiquiátrico para interpretar aquellos sueños, el padre lo sabía, de manera que, después de casi un año de pugnas consigo mismo y de compleja introspección, se había rendido y había empezado a ver a otra mujer, sexualmente. Aquella mujer, a quien el padre había conocido en un seminario motivacional, también estaba casada, y también tenía una criatura pequeña, y los dos habían acordado que aquello le ponía a su aventura ciertos límites y restricciones de sensatez.
Al cabo de un breve periodo, sin embargo, el padre también había empezado a encontrar a aquella otra mujer bastante tediosa y opresiva. El hecho de que vivieran vidas separadas y tuvieran poco de que hablar hizo que el sexo empezara a parecer una obligación. La situación ponía demasiado peso en el sexo físico, o eso parecía, y lo estropeaba. El padre intentó enfriar un poco las cosas y ver menos a la mujer, y el resultado fue que ella también empezó a parecer menos interesada y menos accesible que antes. Y fue entonces cuando empezó el tormento. El padre empezó a tener miedo de que la mujer fuera a terminar su aventura con él, ya fuera para reanudar el sexo monógamo con su marido o bien para irse con otro hombre. Aquel miedo, que era un tormento completamente secreto e interior, le hizo volver a perseguir a la mujer al mismo tiempo que empezaba a despreciarla cada vez más. El padre, en pocas palabras, ansiaba distanciarse de la mujer pero no quería que la mujer se distanciara de él. Empezó a sentirse aturdido y hasta a sufrir náuseas cuando estaba con la otra mujer, pero cuando estaba lejos de ella lo atormentaba la idea de que estuviera con otro. Parecía una situación imposible, y los sueños de contorsión y asfixia regresaban cada vez más a menudo. El único remedio posible que podía ver el padre (cuyo hijo acababa de cumplir cuatro años) no era distanciarse de la mujer con la que estaba teniendo una aventura, sino seguir cumpliendo diligentemente con dicha aventura y además encontrar a una tercera mujer y empezar a verla también, en secreto y por así decirlo «como extra», a fin de sentir —aunque fuera muy brevemente— el alivio y la excitación de un apego elegido libremente.
Así empezó el verdadero ciclo de tormentos del padre, en el cual el número de mujeres con las que estaba secretamente liado y con quienes tenía obligaciones sexuales no paraba de expandirse, y en el cual no había ni una sola de aquellas mujeres a la que pudiera dejar ir ni darle causa para que se distanciara y rompiera, por mucho que ninguna de ellas fuera ya otra cosa que una simple fuente de una especie de trabajoso enquistamiento de energía y de tiempo y de la simple voluntad de continuar bregando en plena desesperación.
La espalda media y alta del chico fueron las primeras zonas de inasequibilidad radical y tal vez incluso total para sus labios, y los desafíos que presentaron a su flexibilidad y su disciplina ocuparon un amplio porcentaje de su vida interior en cuarto y quinto curso. Y más allá, claro, como las cascadas que hay al final de un largo río, se encontraba la perspectiva inimaginable de alcanzarse el pescuezo, los ocho centímetros que había justo debajo del punto mentoniano de la barbilla, las gáleas de la parte de atrás de su cuero cabelludo y coronilla, la frente y el arco cigomático, las orejas, la nariz y los ojos, así como el ding an sich paradójico de los labios mismos, acceder a los cuales parecía ser como pedirle a una cuchilla que se cortara a sí misma. Aquellos lugares ocupaban una posición casi mítica dentro del proyecto global: el chico los reverenciaba hasta el punto de colocarlos casi más allá del espectro de sus intenciones conscientes. Aquel chico no era por naturaleza un «angustias» (a diferencia de sí mismo, pensaba su padre), pero la inaccesibilidad de aquellos últimos lugares le parecía tan inmensa que le dio la impresión de que la sombra que proyectaban oscurecía los lentos progresos, hacia la clavícula por delante y hacia la curvatura lumbar por detrás, que ocuparon su undécimo año, hasta el punto de empañar todo el esfuerzo, una sombra tenebrosa que el chico decidió considerar que le prestaba a la empresa una dignidad sombría en lugar de futilidad o patetismo.
Todavía no sabía cómo, pero a medida que se acercaba a la pubertad se fue convenciendo de que conquistaría su cabeza. De que encontraría una manera de acceder a la totalidad de sí mismo. No poseía nada ni remotamente parecido a la duda en su interior.