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El Jefe de Grupo de mi Grupo de Auditorías y su mujer tienen un bebé al que solo puedo describir como… feroz. Su expresión es feroz, su conducta es feroz, y su mirada por encima del biberón o el chupete es feroz, intimidatoria y agresiva. Nunca le he oído llorar. Cuando come o duerme, la cara pálida se le pone roja, lo cual le hace parecer todavía más feroz. En los días de trabajo en que nuestro Jefe de Grupo lo traía con él a la oficina del Distrito, colgado como un bebé indio en un artefacto de nailon que llevaba a la espalda, el bebé daba la impresión de estar cabalgándolo igual que un mahout cabalga un elefante. Iba allí colgado, irradiando autoridad. Con la espalda directamente apoyada en el Jefe de Grupo, su cabezota descansando en el hueco de la nuca de su padre, empujando la cabeza del señor Manshardt hacia fuera y hacia abajo y obligándola a adoptar una postura clásica de opresión. Formaban una bestia de dos cabezas, una de ellas tranquila, mansa y adulta y la otra sin formar y sin embargo enfáticamente feroz. El bebé nunca se agitaba ni forcejeaba cuando estaba en aquel artefacto. A los que estábamos reunidos en aquel pasillo esperando el ascensor matinal nos inspeccionaba con una mirada tranquila, carente de parpadeo y, en apariencia, casi acusatoria.

La cara del bebé, tal como yo la experimenté, era casi toda ojos y labio inferior, su nariz no era más que un pellizco, tenía una frente lechosa y abombada y un remolino de pelo rojo ralo y no se le veían ni cejas ni pestañas y ni siquiera párpados por ninguna parte. No lo vi parpadear ni una vez. Sus rasgos parecían meros apuntes. Tenía casi tan poca cara como una ballena. No me gustaba nada.

En el ascensor solía colocarme en el medio, justo detrás del señor Manshardt, y aquellas mañanas en que el niño lo cabalgaba e iba allí colgado mirando hacia atrás y yo me pasaba todo el trayecto contemplando aquellos ojos grandes y severos, sin pestañas y de un color azul feroz… Solo puedo decir que aquellos trayectos en ascensor no me resultaban agradables para nada, y que a menudo afectaban a mi estado de ánimo y mi concentración durante gran parte del tiempo subsiguiente de trabajo.

En la tercera planta, en la oficina del señor Manshardt, el bebé tenía una cuna y también un artefacto de sujeción moderno, ingenioso y móvil en donde se pasaba gran parte del tiempo: se trataba de un aparato grande y en forma de anillo de plástico azul grueso, provisto de una especie de eslinga o silla de montar en el agujero central, en donde el bebé iba colocado en una posición intermedia entre estar sentado y de pie; es decir, que las piernas del niño estaban casi rectas pero la eslinga parecía soportar su peso. El aparato o consola tenía cuatro patas gordas y gruesas, rematadas por ruedas de plástico, y estaba diseñado para moverse impulsado por el bebé, aunque despacio, igual que las sillas con ruedas de nuestras mesas de trabajo se podían desplazar a un lado y a otro mediante movimientos forzados de las piernas del auditor. Pese a todo, el bebé se negaba a desplazar el artefacto, por lo que yo podía ver, y también a jugar con ninguno de los juguetes de colores vivos y primarios ni con los divertidos chismes para potenciar el desarrollo que había encajados en la superficie azul del anillo. Tampoco parecía prestar atención a los libros hechos de tela, ni a los camiones volquete o de bomberos, ni a los aros de plástico para la dentición rellenos de líquido, ni a los móviles intrincados, ni tampoco a los juguetes operados con un cordel que emitían música y ruidos animales de los que su zona de juegos estaba repleta. Se limitaba a quedarse allí sentado, inmóvil y mudo, mirando con ferocidad a todos los auditores de rango GS-9 que entraban en la pequeña oficina de cristal esmerilado de nuestro Jefe de Grupo durante los días en que el señor Manshardt —cuya esposa estaba liberada y tenía su propia carrera— se lo traía con él, para lo cual había recibido supuestamente un permiso especial del Director de Distrito. Al principio, muchos empleados de rango GS-9 entraban en su despacho con cualquier pretexto para intentar caerle bien al Jefe de Grupo sonriendo al bebé y haciéndole ruiditos suaves y primitivos, o bien poniéndole un dedo o un lápiz en su campo de visión, tal vez para intentar estimular su instinto de agarrar cosas. El bebé, sin embargo, se limitaba a mirar a aquellos auditores con ferocidad, con una combinación de intensidad y desdén, con una expresión que casi daba la impresión de que tenía hambre y el auditor era comida, pero no de la clase adecuada. Hay ciertos niños a quienes se les nota que van a convertirse en adultos temibles, pero aquel bebé ya era temible. Resultaba extraño y desasosegante ver cómo algo que a duras penas tenía una cara que se pudiera considerar verdaderamente humana adoptaba una expresión feroz, intimidatoria y casi acusadora. Por mi parte, yo ya había abandonado casi desde el principio toda idea de congraciarme con el señor Manshardt a través de aquel bebé. Para ser sincero, me preocupaba el hecho de que Gary Manshardt pudiera captar el miedo y la antipatía que yo sentía hacia el niño por medio de alguna clase de misterioso y oculto radar paterno.

La zona de objetos personales de la mesa de la oficina del señor Manshardt estaba cubierta de fotos de su bebé —sobre una alfombra, recién nacido en un pabellón de obstetricia, con botas y un abriguito diminuto con capucha, desnudo y en cuclillas con un cubo rojo y una pala en la playa, y otras por el estilo— y en todas las fotos el niño tenía el mismo aspecto feroz. Su presencia parecía no interferir con las tareas de oficina de Manshardt, la mayor parte de las cuales eran administrativas y requerían mucha menos concentración pura que las del Grupo de Auditorías en sí. En cuanto empezaba el día de trabajo, sin embargo, el Jefe de Grupo parecía olvidarse del bebé, y a su vez este tampoco parecía prestarle atención a él. Siempre que yo entraba, por mucho que lo intentara, me veía incapaz de interactuar con el niño. El aparato de nailon tipo mochila india colgaba de una percha al lado del sombrero y la chaqueta del señor Manshardt; él prefería trabajar en mangas de camisa, lo cual era un beneficio más que tenían los Jefes de Grupo. A veces el despacho olía un poco a talco o a pis. Yo no sabía cuándo el Jefe de Grupo cambiaba al niño, ni dónde, y evitaba imaginarme todo lo que podía pasar por la expresión del niño cuando esto ocurría. Ni siquiera era capaz de imaginarme cómo sería tocar a aquel niño o ser tocado por él de ninguna manera.

Debido a la estructura administrativa del Módulo de Auditorías de nuestro Distrito 040(c), los Jefes de Grupo también hacían rotaciones para desempeñar el cargo de Oficial de Apelaciones de Nivel 1 del Distrito, lo cual requería que a veces el señor Manshardt se volviera a poner la chaqueta del traje y bajara las escaleras para ir a alguno de los cubículos de auditorías de la segunda planta, donde los contribuyentes agraviados o sus representantes presentaban sus objeciones a los resultados de ciertas auditorías. Y como en virtud de los criterios de Apelación de Resultados dictados por el §601 de la Declaración de Normas de Procedimiento de la Agencia, el auditor GS-9 nunca estaba presente durante una Apelación de Nivel 1, aquel mismo auditor se convertía en el candidato lógico para que el señor Manshardt pidiera que llevaran temporalmente los materiales de trabajo de su mesa a la oficina del Jefe de Grupo, y también para vigilar al niñito mientras el señor Manshardt gestionaba la Apelación de Nivel 1.

Con el paso del tiempo llegó un día en que fue el resultado de una de mis auditorías el que fue apelado mientras al señor Manshardt le «tocaba» ser Oficial de Apelaciones del Centro. La suerte quiso que la que se apelara fuera una auditoría de campo que yo me había pasado ocho días enteros de trabajo llevando a cabo en All Right Flowers, una pequeña empresa familiar de tipo S especializada en la confección y entrega de ramos de flores para eventos públicos, y cuyas deducciones de las listas A, E y G del formulario 1120 correspondientes a todo, desde la depreciación y los desperfectos hasta las compensaciones a empleados, estaban tan tremendamente infladas que yo me había visto obligado —pese a una terrible fiebre del heno que tenía de toda la vida— a hacerles auditorías retroactivas de los dos años anteriores y llenarles tanto las tablas J como las líneas 33 del 1120 de enmiendas a favor del Tesoro Público. Como la auditoría de campo salía directamente de una directiva mediante formulario 20 del Centro Regional de Examen, y como era muy posible que los ajustes combinados, penalizaciones e intereses calculados contra All Right Flowers excedieran la capacidad del contribuyente para pagar a menos que se llegara a un acuerdo, la apelación no era precisamente causa de sorpresa ni de alarma, tal como me aseguró el señor Manshardt con ese tono amable y manso que caracterizaba su estilo de gestión. Pero como la apelación de Nivel 1 se tenía que llevar a cabo en el despacho de los abogados de All Right Flowers en DeKalb Street, en el centro —tal como es prerrogativa de ciertas categorías de auditados sobre el terreno de acuerdo con el §601.105 de la DNP—, el señor Manshardt se veía obligado a ausentarse varias horas de su puesto, lo cual a su vez implicaba que a mí me iba a tocar pasar un periodo prolongado de tiempo en la oficina del Jefe de Grupo en compañía de aquel niño feroz y temible, al que Manshardt solamente se podía llevar con él para una apelación de Nivel 1 sobre el terreno en caso de tener una larga historia de relaciones cordiales con el apelante, que era algo que ya me dijo él que por desgracia no tenía con la abogada[103] de All Right Flowers.

Las oficinas del Jefe de Grupo eran el único espacio de trabajo completamente cerrado que había en todo el Módulo de Auditorías de las oficinas de la tercera planta, y hasta tenían puertas, todo un lujo en materia de intimidad. Sin embargo, no eran unas oficinas grandes, y el despacho personal de Manshardt debía de medir como mucho dos metros y medio por dos y medio, con ventanas de cristal esmerilado en dos de sus lados —es decir, los lados que no lindaban con las paredes estructurales que soportaban la carga del edificio de Distrito— y un perchero metálico doble, además de una bandera americana y otra con la insignia y el lema de la Agencia que colgaban de un complejo mástil situado en una esquina y sendos retratos enmarcados del Comisionado de Hacienda del Triple Seis y de nuestro Comisionado Regional, que estaba al otro lado de la ciudad. En contraste con los escritorios metálicos abarrotados e impersonales del Grupo de Auditorías, la mesa de grano de madera de Gary Manshardt, con su despliegue estilo Calambre de bandejas y casillas, ocupaba casi todo el espacio de oficina que no estaba cedido al bebé, y completaba el mobiliario del despacho uno de esos caballetes de gran tamaño y dividido en varias áreas en los que todos los Jefes de Grupo desplegaban tanto las tareas presentes de sus auditores como, usando un código Charleston obligado por el DD que no engañaba a nadie[104], el total de casos, ajustes y deficiencias calculadas por cada GS-9 en lo que iba de trimestre. El aire acondicionado funcionaba bien.

Y, sin embargo, ahora me avisan de que todo esto se desvía del asunto, cuya sustancia es la siguiente: imaginen mi sorpresa y mi desasosiego cuando terminé de trasladar a la oficina del Jefe de Grupo mi maletín, mi marioneta de doberman, la placa identificativa de mi mesa, mi sombrero, mis efectos personales, mi cuaderno de la Agencia, mi carpeta de cartón desplegable para las tarjetas Hollerith, mis listados M-1, mis memorandos 20, mis impresos 520 y 1120, mis formularios en blanco y un mínimo de dos gruesas carpetas llenas de comprobaciones y de formularios de petición de recibo, y —mirando lo menos posible al severo bebé de Gary, que seguía llevando puesto el babero del almuerzo y estaba sentado / de pie en su consola circular de juegos de plástico, mordiendo con las encías un aro lleno de líquido de una forma que solamente puedo describir como estudiosa o contemplativa— apenas estaba consiguiendo volver a concentrarme para organizar una lista de peticiones de recibos preliminares y documentos de apoyo de una empresa que fabricaba y fijaba manecillas templadas para la cadena de montaje de baldes galvanizados de Danville’s Midstate Galvanics Co. cuando oí el ruido inconfundiblemente adulto de un carraspeo, aunque en un tono extremadamente agudo, como si viniera de un adulto que hubiera inhalado de forma reciente el helio de un globo decorativo. El bebé era pelirrojo, igual que la esposa de Gary Manshardt, aunque en el caso de la criatura su palidez extrema y el pijama o pichi de color amarillo claro que llevaba —o como sea que se llamen exactamente esos pequeños atuendos de cuerpo entero de tela como de toalla con broches para cerrarlos que suelen llevar los bebés de hoy día— hacían que sus volutas y espirales de pelo fino parecieran, bajo la luz intensa de la oficina, del color de la sangre vieja, y ahora sus ojos azules feroces y concentrados casi daban la impresión de no tener pupilas; y para completar aquel horror incongruente, el bebé había dejado a un lado el aro para la dentición —de forma cuidadosa y pensativa, igual que un hombre dejaría un expediente encima de su mesa una vez que lo hubiera completado y ya estuviera listo para dedicar su atención profesional al siguiente— colocándolo húmedo y reluciente al lado de un biberón puesto de pie de algo que parecía zumo de manzana, y a continuación había juntado las manitas diminutas con gesto adulto, las había extendido hacia delante y las había apoyado en el plástico de color azul chillón de su consola de juegos[105], exactamente igual que el señor Manshardt o el señor Fardelle o cualquiera de los demás Jefes de Grupo o empleados con altos cargos del Director de Distrito colocarían las manos juntas, extendidas hacia delante y apoyadas en la mesa para señalar que ahora tú y el asunto que te había llevado a su despacho ocupabais toda su atención, y por fin volvió a carraspear; porque estaba claro que había sido él, el bebé, el que, igual que cualquier otro Jefe de Grupo, acababa de carraspear de forma expectante a fin de llamar mi atención y al mismo tiempo para reprenderme de forma sutil por requerirle que hiciera algo para llamar mi atención, como si yo hubiera estado soñando despierto o alejándome con digresiones mentales de algún asunto que teníamos entre manos; y, mirándome con ferocidad, dijo… sí, dijo, con voz aguda y gangosa pero inconfundible:

—¿Y bien?

Ahora parece probable que fuera mi shock inicial, mi —por así llamarlaperplejidad por el hecho de que me hablara en tono tan adulto un bebé con pañales y pijama empapado de babas, lo que me llevó a contestar de forma tan automática, igual que respondería al «¿Y bien?» expectante de un superior de la Agencia, funcionando con piloto automático, por así llamarlo:

—¿Perdón? —dije yo, mientras nos mirábamos el uno al otro desde detrás de nuestras superficies respectivas de grano de madera y de color azul chillón y a través del metro y medio de aire fluorescente que nos separaba, con las manos ahora idénticamente extendidas hacia delante y juntas, el bebé con una mirada ferozmente expectante y un goterón pequeño y cremoso de moco apareciendo y desapareciendo en uno de sus orificios nasales al compás de su respiración, mirándome directamente, con un remolino de pelo en la coronilla que parecía una etiqueta o un recibo salido de la ranura de una caja registradora, con unos ojos sin pestañas y sin circunferencia ni parte inferior, con unos labios fruncidos como si estuviera pensando en cómo proceder, con una burbuja en su biberón de zumo que ascendía despacio y ociosamente hacia la boca del biberón, con la tetina prominente marrón y reluciente por haber sido usada hacía poco. Y el momento permaneció allí suspendido entre nosotros, carente de fronteras y dilatándose, y lo único que detenía mi impulso de carraspear yo también era el miedo a parecer impertinente; y fue durante aquel intervalo aparentemente interminable y expectante cuando me di cuenta de que yo mostraba deferencia hacia aquel bebé, lo respetaba, le concedía plena autoridad, y es por eso que esperé, pertinaz, los dos en aquel despacho paterno pequeño y sin sombras, a sabiendas de que me acababa de convertir en el subordinado de aquella diminuta y blanca cosa espantosa, en su instrumento o herramienta.