Lane Dean Jr., con su goma verde en el meñique, estaba sentado a su mesa Calambre en la hilera de su Cuadrilla, en la sala de pasapáginas del Grupo de Exámenes de a Pie, e hizo dos declaraciones más, luego otra más, y por fin flexionó las nalgas y las aguantó así mientras contaba hasta diez y se imaginaba una playa cálida y bonita con un mar plácidamente espumeante, tal como les habían enseñado el mes anterior en la orientación. A continuación hizo dos declaraciones más, le echó un vistazo muy rápido al reloj, luego hizo dos más, luego hincó los codos e hizo tres de golpe, luego flexionó y visualizó e hincó los codos del todo e hizo cuatro sin levantar la vista más que para colocar los expedientes y los memorandos completados en las dos bandejas de salida que había la una junto a la otra en el nivel más alto de bandejas, donde los chicos del carrito podían recogerlas al pasar. Al cabo de media hora, la playa ya era una playa invernal, fría y gris y llena de algas muertas que parecían el pelo de la gente ahogada, y así se quedó pese a todos sus intentos. A continuación hizo tres declaraciones más, incluyendo una 1040-A en la cual las deducciones por IBA estaban mal sumadas y el listado de Martinsburg no lo había captado, de manera que había que arreglarlo usando uno de los formularios 020-C de la bandeja inferior izquierda y luego rellenar mucha más información idéntica en el 20 normal que había que cumplimentar igualmente aunque no fuera más que una auditoría de correspondencia y el expediente estuviera yendo a Joliet en lugar de al Distrito, y para eso había que consultar todos los códigos en aquella especie de cajón que si lo querías abrir del todo te obligaba a echar hacia atrás la silla de manera incómoda. A continuación hizo otra, luego se le cayó el alma a los pies cuando el reloj de la pared le mostró que aunque él tenía la sensación de que ya había pasado una hora, no era así. Ni de lejos. 17 de mayo de 1985. Que Jesucristo Nuestro Señor se apiade de este pobre pecador. Cotejando formularios W-2 en busca de la línea 7 de la declaración que salía de aquella parte del listado de Martinsburg donde si querías separar las páginas te encontrabas con que la perforación atravesaba los datos, y no te quedaba otro remedio que mirarlo a contraluz y a veces casi tenías que adivinar lo que ponía allí, y su Líder de Cuadrilla decía que aquello era un fallo crónico de Sistemas pero que aun así era responsabilidad del pasapáginas. El chiste de aquella semana preguntaba en qué se parecía un examinador de a pie de la Agencia Tributaria a un champiñón. En que los dos vivían a la sombra y no paraban de tragar mierda. Él ni siquiera sabía cómo funcionaban los champiñones, si era verdad que había que echarles mierda. A continuación hizo otra declaración. La norma era que cuanto más miraras el reloj, más despacio pasaba el tiempo. Ninguno de los pasapáginas llevaba reloj, aunque él vio que algunos lo llevaban guardado en el bolsillo para sacarlo durante las pausas. No estaba permitido tener relojes en las mesas Calambre, ni tampoco café ni refrescos. Por mucho que lo intentara, durante aquella última semana no había podido evitar imaginarse las vidas de aquellos hombres mayores que él que tenía a ambos lados y que se dedicaban a hacer lo mismo día tras día. Levantarse los lunes y masticar su tostada y ponerse el sombrero y el abrigo sabiendo lo que les esperaba durante ocho horas cuando salieran por la puerta. Aquello era un aburrimiento más allá de cualquier aburrimiento que él hubiera sentido nunca. Aquello hacía que su trabajo preparando envíos para UPS pareciera en comparación un día en el parque de atracciones. Era el 17 de mayo, por la mañana, ya casi media mañana. Oía el chirrido de los carritos de los chicos del carrito circulando a cierta distancia, allí donde los paneles de vinilo que separaban las mesas Calambre de su Cuadrilla de las de la Cuadrilla del tipo asiático rubio que había una hilera más allá los tapaban, a los chicos del carrito. Uno de los carritos tenía una rueda fuera de sitio que traqueteaba cuando el chico lo empujaba. Lane Dean siempre sabía cuándo se acercaba aquel carrito por entre las hileras. Cuadrilla, Equipo, Grupo, Módulo, Centro, División. Hizo otra declaración, volvieron a salir las cuentas y no hubo desglose en la 34A y las cifras del listado relativas al W-2 y al 1099 y a los impresos 2440 y 2441 parecieron cuadrar, de manera que introdujo sus códigos para el 402 de la bandeja de en medio y firmó con su nombre y con aquel número identificativo que una parte de él todavía se negaba a memorizar, de manera que cada vez que le tocaba ponerlo se veía obligado a quitarse la credencial de la pechera para mirarla; por fin grapó el 402 a la declaración y puso el expediente en la bandeja de más a la derecha del nivel superior de bandejas donde se ponían los 402 para su salida, al mismo tiempo que se impedía a sí mismo contar cuántas le quedaban todavía en las bandejas, y en ese momento le llegó el pensamiento no deseado de que «aburrido» viene del latín ab horrere, tener horror. Las nalgas ya le dolían de tanto flexionarlas, y la mera idea de visualizar la playa desolada lo amedrentaba. Cerró los ojos con firmeza pero en lugar de rezar para pedir fuerza interior descubrió que lo único que estaba haciendo era mirar el extraño color oscuro rojizo y los pequeños destellos y cositas que veía flotar cuando cerraba los ojos, y que se volvían casi hipnóticos cuando te concentrabas en ellos. Cuando por fin los volvió a abrir, la pila de expedientes de la bandeja de entrada pareció tener básicamente la misma altura que había tenido a las 7.14 cuando él había fichado en el cuaderno del Líder de Cuadrilla y había empezado, y por lo que él podía ver por encima de los costados de las bandejas todavía no había los bastantes expedientes en las bandejas de salida de los 20 ni de los 402, y nuevamente se negó a ponerse de pie para mirar cuántos había porque sabía que eso solamente empeoraría la cosa. Tenía la sensación de que había una especie de agujero o vacío enorme que le caía por dentro y seguía cayendo y no llegaba nunca al suelo. Hasta ahora no se había planteado el suicidio ni una sola vez en su vida. Se puso a hacer una declaración al mismo tiempo que luchaba con su mente, con el pecado y la afrenta que eran el mero hecho de que le pasara aquello por la cabeza. La sala estaba en silencio salvo por las máquinas de sumar y el traqueteo del carrito de aquel chico que tenía una rueda fuera de sitio mientras el chico lo empujaba llevando más expedientes por alguna de las hileras, pero él también oía todo el tiempo en su cabeza el ruido que hace un papel cuando lo rasgas por la mitad una y otra vez. La Cuadrilla de seis hombres a la que pertenecía ocupaba la cuarta parte de una hilera, dividida por las mamparas de vinilo gris. Un Equipo son cuatro Cuadrillas más el Líder del Equipo y un chico del carrito, y algunos de esos chicos venían del Peoria College of Business. Las mamparas se podían cambiar de posición para reformular la configuración de la sala. Había grupos similares de examinadores de a pie trabajando en las salas que había a ambos lados. A la izquierda de todo, pasadas otras tres hileras de Cuadrillas, estaba la oficina del Jefe de Grupo, con el pequeño cubículo de mamparas del ayudante de Jefe de Grupo al lado. Las pequeñas gomitas de los meñiques servían para hacer tracción sobre los impresos y así aumentar la velocidad. Se suponía que había que conservar la gomita al final de la jornada. Las luces del techo no proyectaban sombras, ni siquiera lo hacía tu mano si la extendías en dirección a una de las bandejas. Doug y Amber Bellman con domicilio en el 402 de Elk Court, Edina, Minnesota, un matrimonio que desglosaba todo lo que les pasaba por las manos, decidían mandar un dólar al Fondo para la Campaña Electoral Presidencial. Hicieron falta varios minutos para cotejar todo lo de la Tabla A, pero nada cumplía con los criterios de una auditoría prometedora, por mucho que el señor Bellman tuviera una caligrafía desigual de loco. Lane Dean había tramitado muchos menos 20 de lo que requería el protocolo. El viernes había sido el examinador que menos 20 tenía de toda la Cuadrilla. Nadie había dicho nada. Todas las papeleras estaban llenas de las tiras enrolladas de papel de las máquinas de sumar. La luz fluorescente teñía todas las caras del color del plomo mojado. Las mamparas se podían usar para hacer un cubículo semiprivado como el del Líder del Equipo. A continuación levantó la vista, pese a sus buenas intenciones de antes. Al cabo de cuatro minutos habría pasado otra hora, y media hora más tarde llegaría la pausa de quince minutos. Lane Dean se imaginó a sí mismo corriendo en círculos durante la pausa, agitando los brazos, gritando disparates y con diez cigarrillos metidos en la boca, como si llevara una zampoña. Año tras año, una cara del mismo color que tu mesa. Dios bendito. El café no estaba permitido por si se manchaban los expedientes, pero cuando llegara la pausa se iba a tomar una taza enorme de café con cada mano mientras se imaginaba a sí mismo corriendo por los terrenos de fuera y gritando. Sabía perfectamente que lo que iba a hacer en realidad durante la pausa era quedarse sentado mirando el reloj de la pared del vestíbulo, y pese a todas sus oraciones y esfuerzos se iba a quedar allí sentado contando los segundos que pasaban hasta que le tocara volver y ponerse a hacer esto otra vez. Y otra vez, y otra, y otra. El ruido imaginario le recordaba todas las veces que había visto a alguien rasgar un papel por la mitad. Pensó en un forzudo de circo partiendo un listín telefónico; era calvo, tenía bigote de herradura y llevaba un bañador a rayas de cuerpo entero, como los que llevaba la gente en el pasado lejano. Lane Dean reunió toda su voluntad e hincó los codos e hizo tres declaraciones seguidas y se puso a imaginar distintos lugares elevados desde los que podía tirarse. Se sentía autorizado a decir que ahora sabía que el infierno no tenía nada que ver con fuego ni con soldados congelados. Encierra a alguien en una sala sin ventanas y ponlo a hacer tareas de a pie que sean lo bastante complicadas como para obligarle a pensar, pero que aun así sigan siendo tareas de a pie, tareas donde haya involucradas cifras que no guarden relación alguna con nada que él haya visto ni que le interese, una pila de tareas que nunca descienda, y encima cuélgale un reloj en la pared donde él lo pueda ver bien, y déjalo allí a su aire. Dile que cuando se empiece a sentir inquieto encoja el culo y que piense en la playa, y esa es justamente la palabra que usan, «inquieto», la misma que usaba la madre de Lane. Déjale que descubra con el paso del tiempo el chiste que es esa palabra, el hecho de que ni siquiera se acerca a la realidad. Ya le había quitado el polvo a la mesa con el puño, ya había movido la foto de su hijo pequeño con su marquito destartalado cuyo cristal de delante bailaba un poco si lo agitabas. Ya había probado a cambiar de sitio la gomita verde y a usar la máquina de sumar con la mano izquierda, fingiendo que había sufrido una apoplejía pero que seguía como un valiente al pie del cañón. La gomita dejaba la punta del meñique toda húmeda y pálida. Ya no podía estar sentado quieto en su casa, ya no podía mirar nada durante más que un par de segundos. Ahora la playa ya no tenía arena sino cemento sólido y el agua estaba gris y no se movía apenas, solamente temblaba un poco, como gelatina que casi está lista. Le venían a la cabeza maneras no deseadas de matarse con gelatina. A continuación Lane Dean intentó controlar su ritmo cardiaco. Se preguntó si con la práctica y concentración suficientes podrías pararte el corazón a voluntad, igual que contenías la respiración: así, mira. Notó el ritmo cardiaco peligrosamente lento y se asustó y trató de mantener la cabeza inclinada hacia abajo mientras miraba hacia arriba con las pupilas y comparaba el ritmo de su corazón con la segunda manecilla del reloj, pero la segunda manecilla le transmitió una impresión de lentitud imposible. El ruido de papel rasgado seguía y seguía. Algunos chicos del carrito te traían los expedientes con todo lo que hacía falta y otros no. El timbre para llamar al chico del carrito estaba justo debajo del borde de hierro de cada mesa, con un cable que bajaba por uno de los costados de la mesa y por la pequeña pata soldada, pero el suyo no funcionaba. Atkins le había contado que el pasapáginas que ocupaba su mesa antes que él, y que había sido transferido a otra parte, lo había pulsado tanto que había quemado el circuito. La hilera de pequeñas muescas extrañas que había en el borde delantero del secante de su mesa eran —Lane Dean se había dado cuenta— huellas de dientes que alguien había dejado allí agachando la cabeza y mordiendo con mucho cuidado el borde del secante de manera que las muescas fueran muy profundas y se quedaran allí. Tuvo la sensación de que lo podía entender. Costaba refrenar el impulso de olerse el dedo; en casa se sorprendía a sí mismo haciéndolo, mirando a la nada desde la mesa. La cara de su hijo le funcionaba mejor que la playa; se lo imaginaba haciendo toda clase de cosas de las que él luego podría hablar con su mujer, como por ejemplo cerrar el puño alrededor de uno de los dedos de ellos o sonriendo cuando Sheri lo miraba con aquella cara suya de asombro. Le gustaba mirarla a ella cuando estaba con el bebé; durante medio expediente le ayudaba tenerlos en mente porque ellos eran la razón de todo, ellos eran lo que hacía que esto otro valiera la pena y fuera lo correcto, y él no podía olvidarse, pero la idea no paraba de escurrirse por aquel agujero que le caía por dentro. Ninguno de los dos hombres que lo flanqueaban parecía estar inquieto ni moverse para nada salvo para estirar el brazo, coger cosas de las bandejas de sus mesas Calambre y dejarlas sobre el tablero, como si fueran máquinas, y durante las pausas nunca estaban en el vestíbulo. Atkins aseguraba que después de un año allí era capaz de examinar y cotejar dos expedientes al mismo tiempo, pero nunca le veías hacerlo, aunque sí que podía silbar una canción mientras tarareaba otra distinta. La hermana de Nugent hacía la voz de El exorcista por teléfono. Lane Dean miró con el rabillo del ojo cómo un hombre con cara de loro que estaba junto al pasillo central cogía un expediente de su bandeja, le sacaba la declaración, desprendía el listado y colocaba ambos documentos en el centro de su secante. Con su pequeño cojín hecho en casa y el sombrero gris en su gancho atornillado a la bandeja de los 402. Lane Dean estaba mirando fijamente el expediente abierto que tenía delante, sin verlo, y de pronto se imaginó que era aquel tipo con su triste cojín y su lamparilla de banquero adaptada y se preguntó qué debía de tener o de hacer en su tiempo libre que lo compensara por aquellas atroces ocho horas diarias, de las que ni siquiera había pasado todavía una cuarta parte, hasta que no lo pudo aguantar más e hizo tres declaraciones seguidas en una especie de frenesí durante el cual es posible que se le pasara algo por alto, de manera que con el expediente siguiente fue muy despacio y le puso mucho esmero y encontró una discrepancia entre la Lista E del 1040 y las tablas de anualidades de la Ley de Jubilación Ferroviaria que afectaba a la insignificante pensión ferroviaria del pobre señor Clive R. Terry de Alton, pero era una discrepancia tan pequeña que no se sabía si es que el listado de Martinsburg había cometido un error o si simplemente había aceptado un redondeo amplio para ahorrar tiempo, teniendo en cuenta las cantidades que había entre manos, y ahora él tuvo que rellenar tanto un 020-C como un Memorando 402-(C)1 y mandar la declaración de vuelta al despacho del Jefe de Grupo para que este decidiera cómo se clasificaba el error. Los dos tuvieron que ser rellenados por duplicado por ambas caras y firmados. Todo el asunto era casi increíblemente insignificante y nimio. Pensó en la palabra «significante» y trató de imaginar la cara de su bebé sin mirar la foto, pero lo único que le vino a la cabeza fue el peso de un pañal lleno y el móvil de plástico que había encima de su cuna, girando bajo la corriente del ventilador sin pie que había en la puerta. Nadie en ninguna de sus dos congregaciones había visto El exorcista, iba en contra del dogma católico y era una obscenidad. No era entretenimiento. Se imaginó que el minutero del reloj estaba provisto de conciencia y que sabía que era un minutero y que su trabajo era dar vueltas y más vueltas dentro de un círculo de números por toda la eternidad al mismo ritmo lento y maquinal y carente de variaciones, sin ir a ningún lugar al que no hubiera ido ya un millón de veces, y aquella visión del minutero le resultó tan espantosa que hizo que le costara respirar y que echara un vistazo apresurado a su alrededor, por si acaso alguno de los examinadores que lo rodeaban le había oído o le estaba mirando. Cuando empezó a ver que la cara de la foto del bebé se derretía y se alargaba y desarrollaba una mandíbula larga y hendida y envejecía años enteros en cuestión de segundos y por fin se hundía hacia dentro por culpa de la vejez y se desprendía del cráneo amarillo sonriente de su interior, supo que estaba medio dormido y soñando, pero no supo que se estaba tapando la cara con las manos hasta que oyó una voz humana y abrió los ojos pero no pudo ver a quién correspondía la voz, momento en el cual olió la gomita del meñique justo debajo de su nariz. Es posible que hubiera babeado sobre el expediente abierto.
Veo que estás empezando a sentirlo.
Era un tipo mayor y corpulento, con la cara llena de surcos y unos dientes como estacas. No era el ocupante de ninguna mesa Calambre que Lane Dean hubiera observado nunca desde la suya. Llevaba una linternita de diadema sujeta con una banda de algodón de color habano, como las de algunos dentistas, y tenía una especie de rotulador grueso negro en el bolsillo de la pechera. Olía a aceite para el pelo y a alguna clase de comida. Tenía una parte del trasero apoyada en el borde de la mesa de Lane y se estaba limpiando la suciedad de debajo de la uña con un clip sujetapapeles enderezado mientras hablaba en voz baja. Se le veía una camiseta por debajo de la camisa y no llevaba corbata. No paraba de mover el torso de un lado a otro, trazando una trayectoria ligeramente circular, y sus movimientos dejaban una pequeña estela visual. Ninguno de los pasapáginas de las hileras contiguas le estaba prestando ninguna atención. Dean miró la cara de la foto para asegurarse de que no seguía soñando.
No lo dicen nunca, sin embargo. ¿Te has fijado? Evitan hablar de ello. Es demasiado manifiesto. Como hablar del aire que respiras, ¿no? Sería como decir que veo esto y lo otro con los ojos. ¿Para qué decirlo?
Le pasaba algo en uno de los ojos, tenía la pupila de aquel ojo más grande de forma constante, y eso hacía que el ojo pareciera fijo. No llevaba la lamparilla de diadema encendida. Los lentos movimientos del torso lo acercaban y luego lo alejaban y luego lo volvían a acercar. Todo era muy ligero y lento.
Sí, pero ahora que lo empiezas a sentir piensa en ella, en la palabra. Ya sabes cuál. A Dean le dio la sensación incómoda de que el individuo no le estaba hablando estrictamente a él, lo cual querría decir que más bien estaba desbarrando. El ojo raro miraba fijamente a través de él. Aunque ¿acaso no había estado él pensando en una palabra? ¿Acaso la palabra era «dilatada»? ¿La había llegado a decir en voz alta? Lane Dean echó un vistazo circunspecto a ambos lados. La puerta esmerilada del Jefe de Grupo estaba cerrada.
La palabra aparece de repente en 1766. No se conoce la etimología. El Conde de March la usa en una carta donde describe a un lord francés del reino. El hombre no proyectaba sombra, pero aquello no quería decir nada. Sin razón alguna, Lane Dean flexionó las nalgas. De hecho, las tres primeras apariciones de «aburrido» en inglés unen la palabra con el adjetivo «francés», ese aburrido francés, ese francés aburrido, ¿no? Los franceses, claro, tenían la malaise y el ennui. Acuérdate del cuarto Pensée de Pascal, y Lane Dean oyó aquella palabra como si fuera la forma verbal «pensé». Ahora estaba buscando babas caídas sobre el expediente que tenía delante. A pocos centímetros del codo tenía una de las pantorrillas enfundadas en pantalones de trabajo azul marino del tipo. Este parecía estar inspeccionando el torso y la cara de Lane Dean, trazando un recorrido sistemático en forma de cuadrícula con la mirada. Sus cejas estaban todas alborotadas. La banda de color habano que llevaba en torno a la cabeza estaba o bien mojada o bien manchada. Véanse las célebres cartas de La Rouchefoucauld o de la Marquise du Deffand a Horace Walpole, sobre todo la carta 96, creo. Pero en inglés no existe ninguna mención anterior a March, Conde de. Esto quiere decir que pasaron quinientos años largos sin que existiera una palabra para llamarlo, ¿no? Se alejó con una ligera rotación. Aquello no era de ninguna manera una visión momentánea. Lane Dean había oído hablar del espectro pero no lo había visto nunca. El espectro de la alucinación de la concentración repetitiva mantenida durante un tiempo excesivo, como cuando uno dice una palabra una y otra vez hasta que la palabra acaba deshaciéndose y se vuelve extranjera. El pelo gris y duro y voluminoso del señor Wax se veía a cuatro mesas Calambre de distancia. No había traducción para la palabra latina accidia a la que tanta importancia daban los monjes benedictinos. Ni para la palabra griega ακηδια. Por no hablar de los ermitaños del Egipto del siglo III, y de lo que llamaban daemon meridianus cuando sus oraciones se anquilosaban por culpa de la falta de sentido y el tedio y el ansia de muerte violenta. Ahora Lane Dean estaba mirando abiertamente a su alrededor, como diciendo ¿quién es este tipo? El ojo raro estaba mirando fijamente al otro lado de la hilera de mamparas de vinilo. El ruido de rasgaduras ya no se oía, ni tampoco el traqueteo de la rueda del carrito.
El tipo carraspeó. Donne, por supuesto, lo llamaba «letargo», y durante un tiempo la idea parece de alguna manera mezclada con la melancolía, la saturninia, la otiositas y la tristitia; es decir, que se confunde con la pereza soporífera y la lasitud y la eremia y la irritación y el mal humor y se atribuye a la ira, como por ejemplo en la «ictericia negra» de Winchilsea o por supuesto en Burton. El hombre seguía limpiándose la misma uña del pulgar. Quaker Green, creo que en 1750, lo llamó «niebla de la ira». El aceite para el pelo hacía pensar a Lane Dean en el barbero, en aquellos postes a rayas que trazaban unas espirales ascendentes que parecían eternas pero cuando la barbería cerraba y el poste se detenía se veía que no lo eran. El aceite para el pelo tenía nombre. No lo usaba nadie de menos de sesenta años. El señor Wax usaba laca en espray para hombres. El tipo no parecía consciente de las rotaciones submarinas en forma de aspa que estaba trazando con el torso. Dos de los pasapáginas de un Equipo cercano a la puerta llevaban barbas largas y bombines negros y se mecían en sus mesas Calambre mientras examinaban declaraciones, pero sus mecimientos eran rápidos y solamente de adelante hacia atrás; aquello era distinto. Los examinadores de los lados no estaban levantando la vista ni prestando atención, y los dedos con que tecleaban en las máquinas de sumar no se detuvieron para nada. Lane Dean no acababa de ver claro si aquello era señal de su concentración profesional o de otra cosa. Algunos llevaban la gomita en el meñique izquierdo, pero la mayoría en el derecho. Robert Atkins era ambidiestro, podía rellenar un formulario distinto con cada mano. Al tipo que estaba a su izquierda Dean no lo había visto parpadear ni una vez en toda la mañana. Y luego, de repente, aparece. «Aburrido.» Como si naciera de la frente de Atenea. Nombre y verbo, participio y adjetivo, el lote completo. El origen se desconoce, en realidad. No lo sabemos. Johnson no lo menciona. La única entrada de Partridge habla de «aburrido» en tanto que complemento del sujeto y de qué preposición ha de llevar, puesto que decir «aburrido de» en lugar de «aburrido con» es un signo de corrección en el habla que en realidad es lo único que le interesa a Partridge. La corrección, la distinción y la clase social. El único Partridge que Lane Dean conocía era el mismo Partridge de la tele que conocía todo el mundo. No tenía ni la más remota idea de qué le estaba hablando aquel tipo, y sin embargo le irritaba el hecho de haber estado pensando él también en «aburrido» como palabra, muchas declaraciones atrás. Los filólogos dicen que fue un neologismo, y además surgió justo en la época del auge de la industria, ¿no? Del hombre de masas, de la turbina automática y el taladro y la perforadora. ¿Vaciado? Olvídate de Friedkin, ¿has visto Metrópolis? Muy bien, aquello estaba poniéndole a Lane los pelos de punta. Su propia incapacidad para decirle nada a aquel tipo, o para preguntarle siquiera qué quería, también le estaba produciendo una sensación como de pesadilla. La noche de su primer día de trabajo allí había soñado con un palo que no paraba de romperse y sin embargo nunca se hacía más pequeño. Igual que el francés aquel que tenía que empujar una roca colina arriba durante toda la eternidad. Consulta por ejemplo el English Language de L.P. Smith, del 56, creo, ¿no? Era aquel ojo raro, aquel ojo paralizado, que parecía inspeccionar todas las cosas hacia las que el tipo se inclinaba. Smith postula que ciertos neologismos «surgen de su propia necesidad cultural», creo que esas son sus palabras textuales. Sí, dijo. En cuanto se vuelve posible la clase de experiencia que tú ahora estás empezando a sentir a lo grande, la palabra se inventa sola. El término. Ahora pasó a otra uña. Era tónico capilar Vitalis lo que empapaba la banda de la lamparilla, que cada vez se parecía más a una venda. La puerta del Jefe de Grupo tenía el nombre de este pintado en una especie de ventanilla de cristal esmerilado igual que las que había en los institutos de secundaria de antaño. Las puertas de Personal eran idénticas. En cambio, las salas de los pasapáginas tenían unas puertas de incendios metálicas, sin ventanillas y con puntales en lo alto, un modelo más reciente. Ten en cuenta que los oglok de la península de Labrador tienen más de cien palabras distintas y únicas para denominar la nieve. Smith explica que cuando algo cobra la bastante relevancia, encuentra un nombre. El nombre surge como resultado de la presión cultural. Es muy interesante si lo piensas bien. Ahora por primera vez el tipo de la mesa Calambre de la derecha se volvió un momento para dedicarle una mirada al hombre, pero se volvió de nuevo igual de deprisa cuando el hombre puso las manos en forma de garras y las extendió hacia el pasapáginas, como si fuera un demonio o estuviera poseído. La cosa sucedió casi demasiado deprisa como para que Lane Dean la sintiera como algo real. El pasapáginas se limitó a pasar una página del expediente que tenía delante. Otra persona también había dicho que «destruía el alma». Y ahora también lo dirás tú, ¿verdad? Y de pronto en el siglo XIX la palabra ya está en todas partes, mira por ejemplo en el pasaje de Kierkegaard: «Es extraño que el aburrimiento, que tan pesado y rancio es, tenga tanto poder para poner cosas en movimiento». Cuando bajó su enorme pantorrilla de la mesa, el movimiento hizo que el olor fuera más fuerte: era tónico Vitalis mezclado con comida china, esa comida que viene en un cubito blanco con asa de alambre y que se llama «mu gu algo». El reflejo de la luz de la sala sobre el cristal esmerilado había cambiado porque ahora la puerta estaba un poco abierta, aunque Lane Dean no la había visto abrirse. A Lane Dean se le ocurrió que podía rezar.
El hombre repitió el mismo mecimiento en forma de cuadrícula mientras se ponía de pie. Su ojo raro permanecía clavado en la puerta del Jefe de Grupo, apenas entreabierta. Fíjate también que la palabra «interesante» aparece por primera vez solo dos años después de «aburrido». En 1768. Imagínate, dos años después. ¿Es posible? Ya se había alejado hasta la mitad de la hilera; ahora el tipo del cojín levantó la vista y la volvió a bajar enseguida. Se inventa sola, ¿verdad? No todo lo que inventa… Y a continuación dijo algo que Lane Dean entendió como «bona petí». Antes de llegar al final de la hilera, el hombre ya se había esfumado. El expediente y sus tablas A / B y el listado estaban en el mismo sitio, pero la foto del hijo de Lane estaba boca abajo. Ahora se permitió levantar la vista y vio que nuevamente el reloj apenas se había movido.