—No me pidas que lo haga.
Puse por el altavoz a mi hermana, la que vivía con nosotros, mientras ella todavía estaba intentando escaquearse de hacerlo. Estábamos todos en mi parte del cubículo. Yo estaba sentado a mi mesa de trabajo y los demás estaban de pie alrededor.
—Se lo he contado y no se lo creen. La precisión increíble que consigues, no paro de intentar describirla pero no le puedo hacer justicia… sobre todo este tipo que hay aquí, Jon, de quien te he estado hablando.
Yo estaba mirando a Soane mientras la convencía. Julie es mi hermana. Su voz no parecía la suya por el altavoz: tenía ese típico tono reseco y como de hojalata. Steve Mead siempre llevaba una goma de contable en el meñique derecho. El ruido metálico dental y como de desgarrón continuo de una impresora venía de la sala de auditorías que había más cerca del cubículo, un ruido que nos hacía rechinar los dientes a todos cada vez que la impresora estaba en marcha. Steve Mead, Steve Dalhart, Jane Brown y Likourgos Vassiliou estaban todos de pie alrededor del altavoz, en mi parte del cubículo, mientras que Soane había apartado un poco su silla de su mesa de trabajo para estar incluido en el círculo.
—No lo puedo hacer a petición. Me siento idiota, no me obligues —declaró Julie.
—¿Quién te ha comprado tres bandas para el pelo esta mañana cuando solo me habías pedido una? —dije yo, trazando un círculo afirmativo con el dedo y el pulgar y enseñándoselo a los demás.
Vino un silencio del lado de mi hermana de la línea telefónica.
—Ya les he avisado de que parte del efecto se perderá por teléfono. Que no es lo mismo sin los ojos y la cara. No hay presión, nadie espera que sea perfecto.
—«Qué día tan excelente para un exorcismo, padre.»
Hasta por el altavoz. Steve Mead dio un respingo. Yo sentí el impulso de soltar una risita y morderme el nudillo, encantado. Dalhart y Jane Brown se estaban mirando entre ellos y dejaron caer los hombros y luego se estiraron un poco para indicar lo asombrados que estaban.
—«Tu madre chupa pollas en el infierno» —dijo Julie, haciéndolo.
—Asombroso, Nugent.
Steve Mead dijo «Dios mío» y «Es increíble». Era un tipo extremadamente pálido y de aspecto enfermizo. De uno de los soportes de la sujeción trasera del respaldo de la silla de Soane sobresalía parte de un tornillo de cruz. El ruido de desgarrón de la impresora seguía haciendo rechinar los dientes de todos.
Dale Gastine y Alice Pihl, que siempre hacían las auditorías en equipo, asomaron las cabezas por encima de la parte superior del cubículo para ver qué estaba pasando.
—Tendríais que verle la cara si pudierais. Pone los ojos completamente en blanco e infla los carrillos y… no parece ella para nada hasta que lo hace, y entonces es increíble.
Esto lo dije yo. Soane, que a veces era extremadamente frío y tranquilo, estaba hurgándose una cutícula con un clip sujetapapeles del expendedor.
Del altavoz salió la voz normal de Julie. Yo considero atractiva a Jane Brown, pero noto que Soane no.
—¿Hemos terminado?
—Tendrías que vernos. Están todos aquí plantados y totalmente pasmados. Te lo agradezco de verdad —dije. Jane Brown siempre lleva la misma americana de color naranja—. Con los ojos como platos. Mi credibilidad aquí ha subido como la espuma gracias a ti.
—Vamos a hablar de esto cuando llegues a casa, vaquero, créeme.
—Pero ¿puede bajar la temperatura ambiente a cero grados y escribir «Ayúdame» en su piel igual que cuando ella…?
—Una vez más —susurró Mead, que hace auditorías de granjas y sale al mostrador cada vez que un contribuyente llama al timbre pidiendo nuestra ayuda (de todas maneras, pasan días enteros sin que venga ningún contribuyente en busca de ayuda) y tiene una cara cuadrada y blanda y da la impresión de que o bien nunca le hace falta afeitarse o bien usa hidratante.
Yo le dije a Julie por el teléfono:
—Una vez más y ya te habrás desempeñado a tu manera habitualmente brillante.
—¿Lo prometes?
Likourgos Vassiliou, que tiene una palidez inusual, sobre todo para ser de etnia mediterránea, le dijo a Dale Gastine y a Alice Pihl:
—Este novato Nugent no exagera, tomad nota de ello.
—«¿Puede darle una monedita a un antiguo monaguillo, padre? Dimmy. ¿Por qué me has hecho esto, Dimmy? ¡Deja que Cristo te folle, que te folle!»
—Estoy prácticamente temblando —declaró Mead.
—Te aseguro que esta es la última vez —dijo Julie con énfasis por el altavoz.