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Shinn tenía el cuerpo alargado y un pelo rubio muy claro y fino como el de un bebé que le caía sobre la frente como si fuera un Beatle de la primera época. El hombre que iba sentado a su lado en la furgoneta de la Agencia Tributaria había salido de Angler’s Cove en compañía de otros mientras ellos estaban plantados en la acera bajo el amanecer de color pastel esperando a la furgoneta. El aire dulce, húmedo y pesado de los amaneceres de verano. Todos aquellos hombres provistos de etiquetas identificativas se conocían y hablaban entre ellos. Algunos bebían de tazones o fumaban cigarrillos que aplastaron sobre la acera cuando apareció la furgoneta. Uno de ellos llevaba patillas y sombrero de vaquero, que ahora se acababa de quitar a dos hileras de asientos de distancia en la furgoneta. Algunos leían el periódico. Algunos de los hombres que iban en la furgoneta debían de llegar a la cincuentena. Las ventanillas, más que bajar, se retiraban hacia fuera en ángulo oblicuo; era un vehículo extraño, parecía más bien una pequeña camioneta en forma de cajón en cuyo interior alguien hubiera soldado asientos.

La furgoneta se detuvo frente a otros dos complejos de apartamentos que había por la Self-Storage Parkway; en una de estas paradas se pasó varios minutos con el motor al ralentí, al parecer haciendo tiempo para cuadrar el horario. Shinn llevaba camisa de vestir de color celeste. Detrás de él estaba teniendo lugar una conversación en la que uno le decía a otro que si te hacías una pequeña incisión en el centro del borde de la uña del pie, ya no te crecía hacia dentro. Un tercero soltó un bostezo muy fuerte y experimentó una serie de pequeños temblores. El hombre de al lado de Shinn, cuyas pantorrillas tocaban las de él con presión variable cada vez que la furgoneta se mecía de un lado a otro por culpa de la suspensión poco firme, estaba leyendo un folleto que venía como suplemento del Manual de la Agencia, cuyo título Shinn no pudo ver porque el tipo era de esa gente que tiene la costumbre de doblar los folletos en forma de cuadrado para leerlos. También llevaba una mochilita sobre el regazo. Shinn se planteó la posibilidad de presentarse. No estaba seguro de cuál era el protocolo para una situación así.

Shinn había estado de pie en la acera bebiéndose la primera Coca-Cola de su primer día en el puesto y notando cómo la humedad le distendía la ropa y le quitaba las arrugas, oliendo la misma madreselva y la misma hierba cortada que en las afueras de Chicago, escuchando el canto de los pájaros despertados por el amanecer en las acacias blancas de los márgenes de la Self-Storage, y la mente le había echado a volar, y de pronto se le había ocurrido que los trinos y los cantos repetitivos de los pájaros, que tan bonitos resultaban y tanto afirmaban la naturaleza y el día que empezaba, podían significar, en realidad, en un código que solo conocían los demás pájaros, cosas del tipo «Lárgate de aquí» o «¡Esta rama es mía!» o «¡Este árbol es mío! ¡Te voy a matar! ¡Matar, matar!». O cualquier otra modalidad de cosas oscuras, brutales o defensivas: era posible que estuvieran escuchando gritos de batalla. La idea salió de la nada y por alguna razón hizo que decayera su estado de ánimo.