24

Aquí el autor[35]. Llegué para hacer el papeleo de ingreso al Centro 047 de la Agencia Tributaria situado en Lake James, Illinois[36], a mediados de mayo de 1985. Lo más seguro es que fuera miércoles 15 de mayo, día más o día menos[37]. En todo caso, la cuestión es que viajé a Peoria en el día que fuera de mayo desde la casa de mi familia en Philo, mi breve retorno a la cual había sido digamos que poco triunfal, y donde ciertos miembros de mi familia se habían pasado más o menos todo el tiempo mirándose impacientemente el reloj durante todo el tiempo que estuve viviendo en casa. Sin mencionar ni identificar a nadie en particular, digamos únicamente que la actitud que prevalecía en mi familia solía ser: «¿Qué has hecho últimamente por mí?», o, mejor dicho, «¿Qué has conseguido / ganado / alcanzado últimamente que pueda de alguna manera (imaginaria o no) dar una buena imagen de nosotros y permitirnos regodearnos en alguna clase de imagen (real o no) de logro?». Era un poco como una empresa con ánimo de lucro, mi familia, donde tu valor dependía básicamente de la facturación de tu último trimestre fiscal. Aunque, en fin, qué más da. Estoy casi seguro de que nadie de mi familia se ofreció para llevarme en coche a Peoria, aunque es posible que alguien me acercara a la estación de autobuses, que en Philo comprendía una esquina del aparcamiento del IGA local, que no quedaba tan lejos pero al que habría sido atroz ir andando con mi traje de pana de tres piezas en medio de esa humedad pegajosa que hay justo antes del amanecer (que en el bajo Medio Oeste es también uno de los dos momentos álgidos del día en lo tocante a la actividad de los mosquitos, el otro es el atardecer, y los mosquitos de por allí no son una simple molestia sino un asunto de lo más serio) cargado con dos maletas pesadas (todavía faltaban un par de años para aquel adelanto repentino que tuvo lugar cuando alguien de la industria maletera se dio cuenta de que a las maletas se les podían poner ruedecitas y asas retráctiles para tirar de ellas, que es exactamente la clase de adelanto abrupto e ingenioso que hace que el capitalismo empresarial sea un sistema tan emocionante: el hecho de que la gente esté incentivada para aumentar la eficacia de las cosas). Además, yo también llevaba mi amado portafolios, que había heredado de un pariente mayor y no directo que había sido oficial del Estado Mayor en Hawái durante la última parte de la Segunda Guerra Mundial, y que se parecía un poco a un maletín (el portafolios) con la salvedad de que no tenía asa, de manera que había que llevarlo debajo del brazo, y que contenía toda clase de efectos personales íntimos o irreemplazables: artículos de higiene, estuche personalizado de tapones para los oídos, bálsamos y ungüentos dermatológicos y documentos importantes que cualquier persona con dos dedos de frente lleva encima en lugar de confiarlos a los caprichos del transporte de equipajes. Entre esos documentos estaba mi correspondencia reciente tanto con la gente de los préstamos para el estudio como con la Oficina del Comisionado Adjunto Regional de Personal de la Oficina Regional del Medio Oeste de la Agencia Tributaria, así como mi copia del contrato firmado con la Agencia Tributaria y el impreso 141-PO que contenía mis llamadas «Órdenes de Destinación» al CRE del Medio Oeste, que en ambos casos (es decir, en los casos de estos dos últimos documentos) al parecer me iban a hacer falta para adquirir mi credencial identificativa de la Agencia, que era algo que me habían indicado que tenía que hacer nada más llegar a la «Oficina de Ingresos de Empleados con Rango GS-9» a una hora en concreto que figuraba escrita a mano encima de una línea de texto estampado borroso y difícil de leer que había cerca del pie de la página de las Órdenes de Destinación[38].

(Un breve aparte aquí: Pese a su autocompasión y su tendencia a angustiarse, en realidad el «Irrelevante» Chris Fogle del §22 tenía más razón que un santo sobre una cosa. Viendo cómo funciona la mente humana, suelen ser los detalles pequeños y sensorialmente concretos los que se recuerdan al cabo del tiempo. Y a diferencia de algunos que se las dan de autores de memorias, yo me niego a fingir que la mente funciona de ninguna manera distinta a como funciona en realidad. Al mismo tiempo, les garantizo que yo no soy Chris Fogle y que no tengo intención alguna de someterlos a ustedes a una regurgitación de todas y cada una de las sensaciones y pensamientos pasajeros que tengo a bien recordar. Mi propósito es hacer arte, no una mera reproducción. Lo que mis colegas logorreicos como Fogle no consiguen entender es que existen modalidades de la verdad enormemente distintas y que algunas son incompatibles entre ellas. Ejemplo: Una lista exhaustiva y cien por cien precisa del tamaño y la forma exactos de cada hoja de hierba de mi jardín es «verdadera», pero no es una verdad que le vaya a interesar a nadie. Lo que hace que una verdad sea significante, valiosa, etcétera, es su relevancia, que a su vez requiere un ejercicio extraordinario de discernimiento y de sensibilidad al contexto, a las cuestiones del valor y del sentido general; de otra manera seríamos simples ordenadores que se transmiten datos en bruto los unos a los otros.)

También había, en uno de los incontables pequeños compartimentos internos y bolsillos con cierre del portafolios, cierto documento suplementario en forma de misiva personal intrafamiliar procedente de cierto pariente sin nombre y no directo que disfrutaba de lo que hoy llamaríamos «enchufe» con la Oficina del Comisionado Adjunto Regional del Medio Oeste situada en Joliet[39], al norte del estado, un documento que técnicamente yo ni siquiera debería poseer (y que estaba un poco arrugado después de ser extraído de la papelera de un pariente sin nombre y más directo), pero que me parecía prudente llevar encima en caso de que surgiera alguna clase de emergencia burocrática o necesidad de último recurso[40]. En general, mi actitud hacia las burocracias era la misma que tiene la mayoría de los americanos normales y corrientes: las odiaba y las temía (a las burocracias, digo) y básicamente las consideraba máquinas enormes, impersonales y chirriantes; es decir, me parecían inflexiblemente literales, regidas por normas de la misma manera en que lo están las máquinas e igual de idiotas[41]. Ya por lo menos desde un lío que yo había tenido en 1979 con el Departamento de Tráfico del estado y con nuestra compañía de seguros por culpa de los términos y la cobertura de mi carnet de conducir provisional después de un accidente tan risiblemente poco importante que apenas se podía llamar colisión, lo que me venía primariamente a la cabeza al oír la palabra «burocracia» era la imagen de alguien plantado sin expresión detrás de un mostrador, que no escuchaba ninguna de mis preguntas ni tampoco mis explicaciones sobre circunstancias y malentendidos, sino que se limitaba a referirse a algún manual de reglas impersonales mientras sellaba mi impreso con un número que auguraba que me esperaban más complicaciones y gastos tediosos y frustrantes. Dudo que necesiten ustedes mucha ayuda para entender por qué mi reciente experiencia con el Consejo Judicial de la universidad y con la oficina del Decano de Alumnado (véase lo antes escrito en el §9) no había contribuido precisamente a mitigar este punto de vista. Por vergonzoso que esto fuera, supuse que cualquier prueba de enchufes o contactos extra me podría servir para sacarme de alguna cola larga y gris de suplicantes sin rostro, en caso de que se presentaran problemas o confusión[42] en el Centro Regional de Examen, que yo me había imaginado antes de tiempo como una especie de versión ur-burocrática del castillo de Kaf ka, un enorme Departamento de Tráfico o Consejo Judicial.

A modo de premonición y de explicación por adelantado, también admitiré abiertamente aquí que hay partes de esa llegada y de ese día de ingreso que no recuerdo muy bien, debido al menos en parte al tsunami de estímulos sensoriales, datos técnicos y complicaciones burocráticas que me esperaban cuando llegué y fui llevado personalmente de la mano y escoltado —con un grado de amabilidad que, por muy inesperado y confuso que resultara, le habría resultado gratificante a cualquiera— hasta la oficina de Personal del CRE, pasando de largo ante la Oficina de Ingreso de Empleados de Rango GS-9 (cuya ubicación era un misterio) que yo tenía instrucciones de encontrar y donde supuestamente tenía que ponerme en la cola según las Órdenes de Destinación borrosas y llenas de errores tipográficos que llevaba dentro de mi portafolios. Como les pasa casi siempre a las mentes humanas que se ven inundadas de un exceso de estímulos, los únicos recuerdos que conservo de aquel día son destellos y fragmentos incompletos, y a continuación me dispongo a contar algunas partes relevantes especialmente elegidas de aquella jornada, no solamente a fin de presentar la atmósfera del CRE y de la Agencia, sino también para contribuir a explicar lo que inicialmente podría parecer pasividad por mi parte (era más bien simple confusión)[43] frente a lo que ahora, con la claridad de la perspectiva, puede parecer un caso obvio de asignación errónea o confusión de identidades. Por aquel entonces no me resultó obvio, sin embargo; y esperar que alguien lo viera de inmediato, entendiera que se trataba de un error y tomara medidas instantáneas para corregirlo es un poco como esperar que alguien se fije en una incongruencia en su entorno y la arregle en el mismo momento en que se le encienden de golpe cien bombillas frente a los ojos. En otras palabras, el sistema nervioso humano solamente puede absorber una cantidad limitada de estímulos complejos.

Recuerdo, eso sí, estar allí plantado al borde del aparcamiento del supermercado IGA con mi traje, mis maletas y mi portafolios cuando el amanecer llegó de forma oficial. Para aquellos que no hayan experimentado nunca un amanecer en el Medio Oeste rural, viene a ser tan suave y romántico como si alguien encendiera de golpe la luz de una habitación a oscuras. Esto es porque el paisaje es tan llano que no hay nada que impida ni vuelva gradual la aparición del sol. De pronto lo tienes ahí. La temperatura sube diez grados al instante. Los mosquitos se esfuman rumbo a donde sea que los mosquitos van a reagruparse. Justo al oeste, la silueta del tejado de la iglesia de Saint Dymphna salpicaba la mitad del centro del pueblo de sombras complejas. Yo me estaba bebiendo una lata de Nesbitt’s, que viene a ser mi versión del café de la mañana. El aparcamiento del IGA linda con la calle principal del centro, que es la prolongación dentro del pueblo de la SR 130 y tiene un nombre lleno de ingenio. Directamente enfrente del IGA, en esa misma calle principal llamada Main Street, estaban los surtidores con el letrero esférico y el logo con el dinosaurio de la gasolinera Sinclair de Clete, delante de la cual lo más florido del instituto de secundaria de Philo solía juntarse los viernes por la noche para beber Pabst Blue Ribbon y registrar la maleza del solar de al lado en busca de ranas y ratones para lanzarlos contra la trampa mosquitera de Clete, que este había modificado para que tuviera 225 voltios de potencia.

Aquella fue, que yo sepa, la única vez que he ido en una línea de autobuses comerciales, y no fue una experiencia que esté ansioso por repetir. El autobús estaba sucio y algunos de los pasajeros tenían aspecto de llevar varios días seguidos a bordo, con todo lo que eso implica en términos de higiene e inhibición. Recuerdo que los respaldos de los asientos parecían antinaturalmente altos, y que había una especie de barra de aleación de aluminio para apoyar los pies, y un botón en el apoyabrazos del asiento para que el respaldo se reclinara hacia atrás, aunque en el caso de mi asiento el botón no funcionaba bien. El pequeño cenicero de tapa abatible era una verdadera pesadilla tan llena de chicles masticados y colillas que la tapa no se cerraba del todo. Recuerdo haber visto dos o más monjas con todo su hábito en una de las secciones de delante, y haber pensado que hacer viajar a las monjas en un autobús de línea inmundo debía de encajar bastante bien con el voto de pobreza de su orden; aun así, resultaba incongruente e incorrecto. Una de las monjas estaba haciendo un crucigrama. El viaje duró un total de cuatro horas, ya que el autobús se fue parando en una serie interminable de pequeños pueblos amargados como el mío. El sol empezó pronto a asar la parte de atrás del autobús y el costado de babor. El aire acondicionado era más bien una vaga aproximación a la idea abstracta de un aire acondicionado. Había una pintada espantosa grabada con navaja o sacabocado en el plástico del respaldo del asiento de delante del mío, que yo miré un par de veces y luego me propuse no volver a mirar directamente. El autobús tenía un lavabo al fondo del todo, que nadie intentó usar en ningún momento, y recuerdo haber tomado la decisión consciente de confiar en que los pasajeros tenían alguna buena razón para no usarlo, en lugar de aventurarme a entrar en él y descubrir la razón por mí mismo. El empirismo tiene sus límites. También hay, en mi recuerdo, el vislumbre descontextualizado de unos pies femeninos enfundados en chanclas de poliuretano transparente, con un tatuaje de algo que era o bien hiedra o bien alambre de púas alrededor de un tobillo. Y la imagen de un niño[44] de cara redonda y pantalones cortos que iba sentado en el asiento del otro lado del pasillo, con unas manchas rojas de impétigo en las rodillas y la que debía de ser su tutora legal dormida en el asiento contiguo (el asiento de ella sí que se reclinaba hacia atrás), y el niño se puso a mirar cómo me comía la cajita de pasas que había tenido que meter yo mismo en mi equipaje en la cocina a oscuras, y se dedicaba a mover la cabeza para seguir la trayectoria de cada pasa que me llevaba a la boca, y yo intenté decidir de forma periférica si le ofrecía al niño la posibilidad de compartir con él algunas pasas o no (al final no lo hice: yo iba leyendo y no quería conversar, sin mencionar que Dios sabía cuál sería la situación o la historia de aquel niño; además, ya se sabe que el impétigo es contagioso).

Voy a ahorrarnos a todos una gran cantidad de reminiscencias sensoriales sobre la estación central de autobuses de Peoria —que era atroz de esa forma especial en que lo son las estaciones de autobuses de todos los centros urbanos deprimidos—, o sobre las dos horas que me pasé esperando allí, salvo para mencionar el hecho de que el aire no estaba acondicionado y ni siquiera circulaba, y que la estación estaba extremadamente abarrotada, y que había bastantes hombres solos o bien en grupos de dos y de tres. Casi todos con abrigos de vestir y sombrero, o bien sosteniendo en la mano sus sombreros y abanicándose lentamente con ellos en sus asientos (no pareció que a ninguno de ellos se le ocurriera quitarse el abrigo o ni siquiera aflojarse la corbata); y recuerdo haberme fijado ya por entonces en que era raro ver a hombres en la flor de la vida adulta llevando ese tipo de sombrero que normalmente solo se veía en hombres mucho mayores y procedentes de cierto trasfondo y clase social. Algunos de los sombreros eran excéntricos o poco habituales.

Sé que vi, durante mi inspección de la zona de cabinas telefónicas y máquinas de venta automática que había cerca de la entrada a los servicios, lo que tal vez fuera una prostituta de verdad.

Me acuerdo bien del ajetreo posterior de aquellos mismos hombres con sombrero en medio de la humedad y los humos de diésel de delante de la terminal; y me acuerdo bien de cómo los dos sedanes de transporte de la Agencia Tributaria de color marrón alubia llegaban por fin y se detenían junto a la acera de la estación de autobuses, y de que resultó que había demasiados empleados de la Agencia Tributaria recién llegados o transferidos[45],todos con equipaje abundante, como para hacerlos caber a todos en los sedanes, y de que el orden de partida no lo determinaron los horarios obligatorios de ingreso que había en los impresos 141-PO respectivos de cada cual (que es lo que parecía que habría sido justo y racional) sino el rango GS que figuraba en el documento de identidad de la Agencia de cada cual, que yo no tenía; y mi argumento de que era precisamente para adquirir un documento de identidad de la Agencia para lo que yo tenía órdenes concretas de estar en la Oficina de Ingreso de Empleados GS-9 a las 13.40 no causó ninguna impresión en absoluto, tal vez porque al mismo tiempo había otros empleados más avasalladores gritándole al conductor mientras le enseñaban los documentos identificativos de la Agencia Tributaria que ellos sí tenían; y poco después, bastantes de nosotros nos quedamos allí plantados mirando cómo los sedanes demasiado llenos se alejaban de la acera para adentrarse en el tráfico del centro de la ciudad, y muchos de los otros nuevos empleados se limitaron a encogerse de hombros y regresar pasivamente al interior de la terminal, y a mí me dio la sensación íntima de que todo aquello no solamente estaba siendo injusto y desorganizado, sino que ciertamente era una lúgubre premonición de la vida burocrática que me esperaba.

A continuación, y a modo de breve interpolación, incluyo cierta cantidad de información preliminar de tipo general que he optado por no meter a hurtadillas ni con sutileza valiéndome de las típicas estratagemas narrativas[46] a las que tantas memorias del montón recurren; a saber:

El Centro Regional de Examen del Medio Oeste de la Agencia Tributaria es una estructura física con forma aproximada de L situada en el margen de la Self-Storage Parkway, en el distrito de Lake James de Peoria, Illinois. Lo que hace que la forma de L de las instalaciones sea solamente aproximada es el hecho de que los dos edificios perpendiculares del CRE están muy cerca el uno del otro pero no forman un continuo; sí que están, sin embargo, conectados al nivel del segundo y el tercer piso por sendas galerías elevadas y cerradas con carbonato de fibra de vidrio de color verde aceituna para protegerlos de las inclemencias del clima, ya que a menudo se transportan por ellas documentos y tarjetas perforadas de datos importantes. A aquellos túneles elevados nunca llegaban de forma satisfactoria ni la calefacción ni el aire acondicionado, y en los meses de verano el personal del centro se refería a ellos como los Batanes, al parecer en referencia a la Marcha de la Muerte de Batán que tuvo lugar en el frente del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial.

El más grande de los dos edificios del centro, construido originalmente en 1962, comprende básicamente las oficinas administrativas del Centro 047, el procesamiento de datos, el almacenamiento de documentos y las instalaciones de los Servicios Logísticos. El otro, que es donde se examinan la gran mayoría de las declaraciones de la renta de ciudadanos americanos, no es propiedad de la Agencia Tributaria sino que está subarrendado por medio de una empresa matriz propietaria constituida por los miembros accionistas del consejo de administración de algo llamado Mid West Mirror Works (sic), una empresa fabricante de cristal y amalgamas que desapareció a raíz de las salvaguardas del Capítulo 7 del Código Comercial Unificado a mediados de los setenta.

Fundada en 1845 y tal vez más conocida como el lugar de nacimiento del alambre de púas en 1873, Peoria desempeña un papel vital en la estructura regional del Medio Oeste de la Agencia Tributaria. Situada en el punto medio entre el Centro de Servicios Regional de East Saint Louis, Illinois, y la Oficina del Comisionado Regional de Joliet, Illinois, y sirviendo a los nueve estados y catorce distritos fiscales de la región, los más de tres mil empleados del CRE del Medio Oeste examinan cada año las cuentas y la veracidad de unos 4,5 millones de declaraciones de renta[47]. Aunque la estructura nacional de la Agencia comprende un total de siete regiones, en la actualidad (después del espectacular colapso administrativo del CRE de Rome, Nueva York, de 1982)[48], solamente hay seis Centros Regionales de Examen operativos, que son los de Filadelfia, Pensilvania; Peoria, Illinois; Rotting Flesh, Louisiana; Saint George, Utah; La Junta, California; y Federal Way, Washington, adonde las declaraciones de renta son mandadas desde los Centros de Servicio de la región que corresponda o bien desde el centro informático central que tiene la Agencia Tributaria en Martinsburg, Virginia Occidental.

Entre las empresas e industrias notables que tenían su sede en la zona metropolitana de Peoria alrededor de 1985 se encontraban Rayburn-Thrapp Agronomics; American Twine, el segundo fabricante más importante del país de cordel, cable y cuerda de bajo diámetro; Consolidated Self Storage, una de las primeras corporaciones de la América del interior que usó el modelo de financiación por franquicias; el Grupo Asegurador Farm & Home; los restos, ahora en manos japonesas, de Nortex Heavy Equipment; y la sede nacional de Fornix Industries, un fabricante privado de máquinas perforadoras y lectoras de tarjetas de datos, que por aquella época tenía al Tesoro Público entre los clientes más importantes que le quedaban. La Agencia Tributaria, sin embargo, llevaba ocupando el primer puesto del ranking de empresas de Peoria desde que American Twine perdiera los derechos exclusivos sobre la patente del alambre de púas de Tipo 3 en 1971.

Fin de la interpolación; regreso al tiempo mnemónico real.

Después de quién sabe cuántos intentos de encontrar en aquella fétida terminal de autobuses una cabina telefónica que funcionara y de convencer a alguno de los empleados del «número de asistencia al empleado» del impreso 141-PO (que resultó ser incorrecto o no estar en funcionamiento), al final fue en el cuarto o quinto vehículo de la Agencia que se presentó en la terminal donde pude encontrar sitio para ser transportado hasta el CRE, ya con un retraso espantoso respecto a la hora de mi cita, un retraso que me imaginaba que me sería señalado por alguna persona carente de expresión cuyo dedo también controlaría el timbre/sirena moral del sistema de Ingreso.

El siguiente detalle notable de aquel día es que el tráfico que circulaba por aquella carretera de circunvalación de la ciudad, la Self-Storage Parkway, era completamente espantoso. El tramo de la SSP que circunvalaba el lado este de Peoria estaba flanqueado de franquicias de restaurantes y establecimientos como el Kmart, y también de concesionarios de venta de coches cubiertos de globos de fiesta de colores vivos y letreros de neón parpadeantes. Había una carretera de acceso de cuatro carriles independiente que llevaba a algo llamado Carousel Mall, un nombre que ya daba escalofríos solamente de pensar en él[49]. Detrás de todos aquellos comercios (es decir, detrás según uno los veía desde el este, circulando hacia el sur por el perímetro de la ciudad, con el lento y cenagoso río Illinois visible a ratos por el lado izquierdo del Gremlin) estaba el skyline de aspecto ruinoso del centro de Peoria, una gráfica de barras hecha de ladrillos sucios de hollín y ventanas rotas e impregnada de una sensación de fuerte polución pese a que de ninguna de las chimeneas salía ningún humo. (Todavía faltaban varios años para que se intentara revitalizar el viejo centro urbano.)

El vehículo de la Agencia en cuestión era un AMC Gremlin de dos puertas y color amarillo o naranja provisto de una antena telescópica de alta potencia y de una calcomanía con el sello de la Agencia en la portezuela del lado del conductor. Dentro había letreros que prohibían fumar y/o comer. El interior de plástico duro del vehículo estaba limpio, pero también hacía mucho calor y el aire estaba viciado. Noté que empezaba a perspirar, lo cual obviamente no es una sensación agradable cuando llevas puesto un traje de tres piezas. Nadie me dijo nada ni dio señales de verme siquiera, aunque en aquella época yo padecía, tal como puede que ya haya mencionado, una grave enfermedad dermatológica, y estaba más o menos acostumbrado a que la gente dejara de mirarme o de darse por enterada de mi presencia tras dejar escapar un grito ahogado inicial y una expresión de asco o de compasión (dependiendo del caso), lo cual quiere decir que ya no me afectaba personalmente que la gente me mirara. Nadie se ofreció de forma general para subir el aire acondicionado, ni siquiera nos hicieron la pregunta convencionalmente cortés de si nos estaba llegando una parte del hilillo de aire al abarrotado asiento de atrás, donde entre un empleado mayor de rango GS-11, que llevaba el sombrero de fieltro prácticamente aplastado sobre los ojos por la presión del techo contra su coronilla, y yo había sentado un tipo más joven de mandíbula alargada y vestido con americana de poliéster gris y corbata, de mi edad más o menos, con los pies apoyados en el bulto del centro del asiento y las rodillas casi llegándole al pecho, que ya estaba sudando de forma prodigiosa, y que no paraba de secarse subrepticiamente regueros de sudor de la frente y luego limpiarse los dedos en la camisa con un movimiento que daba la extraña impresión de que estaba fingiendo que se rascaba por debajo de la americana en lugar de secarse los dedos. El joven no paraba de hacer esto en el margen de mi campo de visión. Todo el asunto resultaba muy extraño. Su sonrisa era un rictus ansioso y completamente falso, su perfil era una masa de goterones con afluentes, algunos de los cuales ya le estaban llegando a la americana y moteándole la solapa. Emitía un aura palpable de tensión o de miedo, o tal vez de claustrofobia: yo tenía la sensación inexplicable de que le iba a infligir un daño terrible si hablaba con él o le preguntaba si se encontraba bien. En la parte de delante iba sentado otro empleado mayor de la Agencia Tributaria, junto al conductor, ambos sin sombrero (el conductor llevaba un corte de pelo coupe de zéro de aspecto monástico) y ambos mirando al frente, sin que ninguno de ellos hablara ni se moviera, ni siquiera cuando el vehículo se quedó completamente detenido en un atasco. Vista de lado, la piel de la parte inferior de la barbilla del empleado monástico y la de la parte superior de su garganta tenían esa textura escrotal o de lagarto típica en algunos hombres de avanzada mediana edad (entre ellos el presidente de Estados Unidos que ocupaba el cargo por entonces, cuya cara, por la televisión, a menudo daba la impresión de estar derritiéndosele sobre la garganta, algo que recuerdo que confería un aspecto todavía más incongruente a su tupé de color negro azabache y a sus redondeles de colorete dignos de un arlequín). Íbamos alternando entre estar parados en medio de los atascos de tráfico y avanzar a una velocidad aproximada de cortejo. El sol golpeaba de forma palpable el techo metálico del Gremlin; el letrero digital de una franquicia bancaria que mostraba la hora y la temperatura, y que nos quedó delante durante unos minutos mientras esperábamos sentados con el motor al ralentí, no paraba de emitir de forma intermitente primero la hora y después la frase «NO QUIERAS SABERLO», probablemente refiriéndose a la temperatura, algo que me pareció un presagio ominoso de la cultura y el ingenio de Peoria. Ya se pueden imaginar ustedes el estado del aire y los olores globales de aquella situación.

Yo jamás me había pasado tanto tiempo dentro de un coche abarrotado sin encender la radio y sin que ninguno de los pasajeros abriera la boca ni una sola vez para decir nada, jamás, sintiéndome completamente aislado pese a estar tan pegado a los demás ocupantes del coche que todos estábamos respirando todo el tiempo el aire de los demás[50]. De vez en cuando el conductor de la Agencia Tributaria se masajeaba el pescuezo, que obviamente se le estaba quedando rígido por culpa de la extraña posición en la que se veía obligado a tener la cabeza para poder ver por entre el conjunto de letreros protuberantes del salpicadero. Lo más emocionante de toda la primera etapa del trayecto: un periodo de picores furiosos en el costado izquierdo de mi caja torácica que generó en mí temores (comprensibles, pero por suerte infundados) a que el impétigo del niño del autobús hubiera conseguido viajar por el aire y contagiárseme pese a no haber existido contacto directo entre nosotros, unos temores que me vi obligado a sofocar porque era obvio que yo no tenía manera de sacarme la camisa de los pantalones y comprobar la apariencia de la zona. Entretanto, el empleado mayor de la Agencia que llevaba el sombrero anticuado había abierto un archivador de acordeón, se había extendido sobre el regazo dos o tres carpetas de papel manila de color marrón oscuro y ahora estaba examinando diversos impresos y formularios, trasladándolos de una carpeta a otra siguiendo algún sistema o patrón que yo no tenía manera de entender, puesto que lo estaba viendo todo con el rabillo del ojo izquierdo y además tenía de por medio la incesante cascada de gotas de sudor que le caían de la punta de la nariz al tipo que estaba sobre el bulto del asiento, que ahora estaba sudando de una forma que hasta entonces yo solamente había visto en las pistas de squash de la universidad y en el caso de un infarto leve sufrido por un pariente mío mayor el día de Acción de Gracias de 1978. Una buena parte de mi tiempo me lo pasé tamborileando impacientemente con los dedos sobre el portafolios, que ahora estaba especialmente húmedo y reblandecido por culpa del calor en el interior del Gremlin y por esa razón emitía una secuencia agradable de pequeños chapoteos cuando uno tamborileaba sobre él. Sin embargo, pese a que tamborilear ociosamente con los dedos en un espacio por lo demás silencioso suele ser una de las formas más eficaces de volver locos a quienes te rodean y provocar que te digan algo, aunque solamente sea que lo dejes, dentro del Gremlin nadie comentó nada ni siquiera se dio por enterado.

La Self-Storage Parkway da más o menos una vuelta entera a Peoria y constituye el límite entre la ciudad en sí y las zonas residenciales de su periferia. Es lo que hoy día, en 2005, no sería más que la típica carre tera exurbana de varios carriles, incluyendo su paradójica combinación de límite de velocidad alto con semáforos situados cada cuatrocientos metros, unos semáforos que estaban obviamente posicionados para ayudar a que los consumidores y la gente que iba al centro a trabajar tuviera acceso a todos los comercios al detalle que se apiñaban a lo largo de la SSP, por lo menos en aquel lado este que estábamos intentando atravesar. A mediados de los ochenta, la Self-Storage Parkway estaba elevada por encima de las salidas de la carretera interestatal y cruzaba las aguas del color del tabaco del río Illinois por dos puntos, mediante sendos puentes de hierro de la era de la WPA de Roosevelt cuyos remaches chorreaban óxido de color naranja y no inspiraban, por decirlo de alguna manera, la mayor de las confianzas.

Además, cuanto más nos acercábamos al lado sudeste del área metropolitana de Peoria y a la carretera especial de acceso al Centro de Examen, más y más empeoraba el tráfico. La razón de esto se hizo aparente ya desde el primer día: era un caso de estupidez institucional en todas sus modalidades posibles. Punto primero. Las cuadrillas de construcción estaban ensanchando aquella sección de la Self-Storage Parkway para que tuviera tres carriles, pero las obras tenían el efecto de reducir los dos carriles ya existentes a uno solo; el carril de la derecha estaba cerrado con conos de color naranja, incluso en aquellos tramos donde no se estaban haciendo obras y el carril se veía despejado y transitable. Y, por supuesto, siempre que hay un solo carril el tráfico avanza a la velocidad del vehículo más lento de la fila. Punto segundo. Había, como ya he mencionado, semáforos posicionados a cada cuatrocientos o doscientos metros, y sin embargo la hilera de vehículos del carril único en dirección sur era sustancialmente más larga que la distancia que mediaba entre dos cualesquiera de aquellos semáforos, de manera que nuestro avance no solamente dependía del color del semáforo siguiente sino también del color de los dos o tres semáforos que venían después. Era el anverso de un atasco de tráfico. Parecía el resultado de una pésima planificación urbana o gestión del tráfico o la disciplina que fuera que se estuviera usando allí, y yo notaba que se me estaba empapando la pana del traje por toda la zona que estaba en contacto con el plástico estampado del asiento del Gremlin, además de por la cadera y la parte superior del muslo que tenía aplastados contra el aspersor humano que iba sentado a mi lado, que a aquellas alturas ya estaba emitiendo no solamente calor, sino también un olor acre a pánico que me hizo girar la cabeza y fingir que me estaba concentrando intensamente en algo que se veía al otro lado de la ventanilla (que solamente se abría hasta la mitad, por culpa de algún defecto de diseño o medida poco clara de seguridad). No tiene sentido describir el corredor de franquicias de venta al detalle y centros comerciales y establecimientos para coches y de venta de neumáticos y de motocicletas y motos acuáticas y gasolineras de autoservicio con supermercados incorporados y marcas nacionales de comida rápida por el que circulamos, puesto que hoy día no hay ciudad americana que no cuente con el mismo corredor; creo que en economía esto se llama «monocultura». Punto tercero. Al final acabó resultando que la salida de la carretera que iba al Centro de Examen no contaba con un semáforo, por mucho que también resultara obvio a simple vista, cuando la tuvimos delante, que un buen porcentaje de los coches que había en aquellos momentos en el carril único de la SSP por delante de nosotros también se dirigían al CRE y por tanto se disponían a girar hacia él por su camino asfaltado de acceso. (Aunque pasaría un rato enloquecedoramente largo antes de que alguien me explicara el hecho tan simple de que por aquella época los dos principales turnos de ocho horas del CRE iban de las 7.10 AM a las 3.00 PM y de las 3.10 PM a las 11.00 PM, lo cual quería decir que entre las 2.00 y las 4.00 había un tráfico tremendo de vehículos propiedad de la Agencia y de sus empleados.) Lo cual quería decir que en realidad era el mismo Centro de Examen, junto con la ausencia de semáforo y las obras abortadas de la SSP[51], lo que había contribuido a causar aquel atasco infernal, porque también había un gran número de vehículos en los carriles que iban en dirección contraria, hacia el nordeste, y que trataban de girar a la izquierda, es decir, cruzando nuestro carril, para entrar también en la carretera de acceso al CRE, lo cual requería que el vehículo que iba al frente de la hilera de nuestro carril se esperara para girar a la derecha y le hiciera la señal al coche que venía en sentido opuesto para que cruzara a su izquierda, algo que muy pocos hacían, puesto que a menudo los atascos de tráfico sacan los elementos más agresivos y de «yo voy primero» de la naturaleza humana y provocan una conducta que en sí misma, de forma perversa, exacerba el atasco de tráfico; y tal vez este sea el sitio indicado para mencionar una conducta que empezamos a ver con más y más frecuencia a medida que nos acercábamos a paso de tortuga al desvío del CRE. Ciertos vehículos privados[52] de nuestro carril daban un golpe de volante hacia la derecha para meterse por el estrecho «carril para averías» de grava, en el cual aceleraban y eran capaces de adelantar a docenas de otros vehículos, ilegalmente, lo cual en sí mismo no habría significado gran cosa salvo por el hecho de que a medida que se acercaba el desvío del CRE y el carril para averías empezaba a estrecharse, entonces intentaban volver a virar a la izquierda para reintegrarse al único carril legal, lo cual requería que alguien de aquel carril se detuviera para dejarlos entrar, lo cual empantanaba todavía más el tráfico del carril normal… y eso quería decir que los vehículos egoístas que iban en plan «yo primero» estaban empeorando de forma significativa el mismo atasco que paradójicamente intentaban dejar atrás; lo que hacían era ganar un par de minutos extra a base de hacer que el atasco y el retraso fueran un poco peores para todos los demás que estábamos en la hilera reverberante de coches de nuestro carril. Al cabo de un par de semanas de ir todos los días en coche por la SSP desde las viviendas especiales de bajo coste[53] de la Agencia hasta el CRE, aquella conducta egoísta de «yo primero» por el carril para averías empezó a llenarme de un asco y de una malicia tales que todavía hoy me acuerdo de algunos de los vehículos que lo hacían todo el tiempo, es decir, que tenían esa misma clase de conducta idiota y solipsista que causa estampidas en los sitios públicos cuando hay un incendio y que provoca que las autoridades encuentren cantidades enormes de cuerpos calcinados y pisoteados frente a las puertas de salida después de que los incendios o los disturbios hayan sido sofocados, los cuerpos de la gente que no ha podido salir precisamente por culpa del pánico y del egoísmo con que todos han echado a correr y han taponado la salida y se han obstaculizado los unos a los otros, provocando que todo el mundo sufra una muerte horrible, y tengo que admitir que es lo que yo empecé a desearles a los diversos Vegas, Chevette y en concreto a un AMC Pacer de color azul claro que tenía uno de esos adhesivos cristianos en forma de pez en una de las ventanillas abombadas de atrás[54] y que llevaba a cabo aquella maniobra casi todas las mañanas.

Una idiotez burocrática más: tal como ya he mencionado, dentro del coche había una serie de letreritos de plástico que prohibían fumar, comer, etcétera, igual que al parecer los había en todos los vehículos de la Agencia usados para transporte de empleados, siguiendo las regulaciones internas citadas en la parte inferior derecha de los mismos letreros[55]; lo que pasaba era que el interior de los AMC Gremlin era tan diminuto, y el plástico que se usaba para los avisos era tan barato y fino, que no había ningún sitio donde poner aquellos letreros de veinte centímetros salvo la parte superior del salpicadero, donde tapaban varios sectores de la parte baja del parabrisas y obligaban a nuestro conductor a adoptar una posición contorsionada, con la cabeza tonsurada casi estirada por encima del hombro derecho a fin de ver la carretera que tenía delante por entre los bordes de los letreros obligatorios. Aquello, por lo que yo pude ver, era pasarse tres pueblos en términos de seguridad y de cualquier clase de sentido común.

Situado dentro de una gran extensión de césped muy verde, cortado a ras de suelo y flanqueado a ambos lados por cortavientos para el maíz en forma de árboles y de maleza embrollada, el Centro Regional de Examen estaba a quinientos metros largos de la carretera, quinientos metros donde no había nada en absoluto más que un césped muy verde, extrañamente carente de dientes de león y cortado hasta el punto de parecer paño para mesas de juego. El contraste entre el esplendor señorial del césped que lo rodeaba y la fealdad achaparrada e institucional del CRE resultaba sombrío e incongruente, y tuve tiempo de sobra para pensar en ello mientras el Gremlin avanzaba lentamente y el tipo que iba sentado a mi lado goteaba sin cesar tanto sobre él mismo como sobre mí. El hombre mayor que iba en la otra punta del asiento de atrás llevaba en el dedo algo que al principio me pareció que era un dedal verde, pero que resultó que era esa goma verde para la tracción que llevaban la mayoría de los pasapáginas y que todo el mundo llamaba «meñiqueras». Una valla publicitaria enorme de la 4-H que había un poco más allá de la entrada de dirección única del CRE decía: «YA ES PRIMAVERA, PIENSE EN LA SEGURIDAD AGRARIA», y yo sabía que era una valla de la 4-H porque cada año entre marzo y mayo aparecía una idéntica nada más pasar la fábrica de café instantáneo situada en la SR 130 al oeste de Philo[56]. La sección estatal de la 4-H montaba todos los años ventas de pasteles y lavados de coches para sufragar aquellas vallas publicitarias (sic por las dos frases separadas por coma), que en 1985 eran tan ubicuas que nadie les prestaba ninguna atención[57].

También me acuerdo de que tuve que mover y retorcer el cuello de mala manera para poder distinguir los distintos elementos del Centro de Examen por entre los obstáculos que suponían los letreros obligatorios del coche. Visto desde aquella distancia y desde aquel conjunto de perspectivas, al principio el CRE me dio la impresión de ser una sola estructura enorme en ángulo recto, con su fachada[58] lateral descomunal y mastodóntica de cemento color habano o beige, y solamente una pizca de tejado en escorzo del edificio lateral visible más allá del camino de acceso, que rodeaba la parte trasera del edificio trazando una curva de un solo sentido, una parte trasera que resultó que en realidad era la parte delantera del CRE, con su enorme fachada autocomplaciente. Otro espejismo parecido era que lo que de lejos parecía un verdadero camino de «circunvalación» que salía de la carretera, llegaba al CRE y lo rodeaba resultó ser más bien un tosco sendero o camino rural, estrecho y elevado, flanqueado de zanjas profundas, y con badenes colocados a intervalos tan próximos que resultaba imposible avanzar a más de diez por hora por el camino de acceso; uno se imaginaba a los ocupantes de cualquier coche que rebasara esa velocidad siendo arrojados como monigotes en el interior de sus vehículos por el impacto con los badenes, que tenían más de veinte centímetros de alto. Empezando a unos doscientos metros de la SSP, varios aparcamientos de tamaños diversamente modestos se desplegaban por el lado exterior del camino de acceso, casi como joyas de corte cuadrado incrustadas en una pulsera o una diadema[59].

No había, desde nuestra perspectiva, ninguna señal visible que identificara el lugar con la Agencia Tributaria, ni siquiera con una instalación gubernamental (lo cual, nuevamente, venía semiexplicado por el hecho de que lo que desde la Self-Storage daba la impresión de ser la fachada principal del CRE era en realidad la parte trasera, y además la parte trasera de uno solo de los dos edificios). Lo único que había eran dos pequeños letreros indicadores —«SOLO ENTRADA» y «SOLO SALIDA»— situados en el camino de acceso semicircular, que resultó ser la calle que figuraba como dirección física (aunque no postal) del CRE. Debido a su forma circular, el camino de acceso volvía a salir a la carretera a un kilómetro o más en dirección oeste, casi a la sombra de la valla publicitaria de la «SEGURIDAD AGRARIA». Yo oía al hombre que tenía al lado respirar muy deprisa, casi como si estuviera empezando a hiperventilar; ninguno de nosotros había mirado directamente al otro en ningún momento. Me di cuenta de que únicamente el lado de «ENTRADA» del camino de acceso tenía apéndices en forma de aparcamientos; el lejano lado de «SALIDA», que trazaba una curva desde la parte de atrás del CRE (la misma parte de atrás que más tarde resultaría que comprendía las fachadas de ambos edificios), era un vector de un solo sentido que regresaba a la Self-Storage Parkway, cuyo cruce con la salida también carecía de semáforo alguno o letrero indicador, una ausencia que provocaba más obstrucciones y retrasos para los conductores que intentaban llegar desde el oeste a la entrada del CRE.

Tal como puede que ya haya mencionado, ya pasaba bastante rato de las 13.40, que era la hora obligatoria de mi cita de acuerdo con el sello de mi impreso 141-PO. Este hecho me provocaba ciertas emociones obvias y comprensibles, sobre todo debido a que a) aquel retraso era 0,0 por ciento culpa mía y b) cuanto más nos acercábamos al CRE, más despacio avanzábamos por el tráfico. A fin de distraerme de dichos hechos y emociones, me puse a compilar una lista de todos los absurdos logísticos que se fueron haciendo evidentes en cuanto el vehículo de la Agencia se acercó lo bastante a la entrada como para que el camino de acceso al CRE se hiciera visible a través de mi ventanilla lateral no tapada. Lo que sigue ha sido condensado a partir de cierta anotación en mi cuaderno[60] desacostumbradamente larga, intensa y carente de puntuación, redactada al menos en parte dentro mismo del Gremlin. A saber:

Además de los vehículos que venían en sentido contrario girando a la izquierda y de los detestables «yo primero» que intentaban volver a entrar desde el carril para averías, la causa principal de la lentitud atroz con que nuestra hilera de coches avanzaba a paso de tortuga en dirección oeste por el tramo sur de la Self-Storage a fin de girar a la derecha para coger el camino de acceso al Centro de Examen fue que resultó que había otro atasco de vehículos todavía peor y más lento ya en el camino de acceso. Esto se debía principalmente al hecho de que los aparcamientos que salían como apéndices del camino de acceso ya estaban bastante llenos, y que cuanto más adelante estaban situados aquellos aparcamientos a lo largo del camino de acceso, más llenos estaban, y también llenos de vehículos de empleados de la Agencia que deambulaban en busca de plazas de aparcamiento libres. Debido al calor y la humedad extremos, los aparcamientos más deseables eran claramente los que estaban directamente detrás[61] del edificio principal, a menos de cien metros de la entrada central del CRE. Los empleados que dejaban sus coches en los aparcamientos más periféricos se veían obligados después a dar toda la vuelta al edificio caminando junto al camino estrecho y flanqueado de zanjas hasta la parte de atrás[62] donde estaba aquella entrada central, lo cual requería caminar con dificultades durante un largo rato por la cuneta sin pavimentar del camino de acceso, en medio de abundantes traspiés y sacudidas de brazos; y vimos a por lo menos un empleado que resbalaba y caía dando volteretas en la zanja de desagüe que flanqueaba el camino y tenía que ser rescatado manualmente por otros dos o tres empleados, todos los cuales se sujetaban los sombreros sobre las cabezas con una mano, de tal manera que al empleado rescatado le quedó una mancha pegajosa de hierba en el costado de los pantalones del traje y la americana, e iba arrastrando una pierna aparentemente herida cuando él y sus compañeros se perdieron de vista por la curva de la carretera[63]. El problema era tan obvio como estúpido. Por culpa del calor que hacía y de lo pesado y peligroso que resultaba ir como peatón por el arcén del camino de acceso, resultaba totalmente comprensible que la mayoría de los vehículos de los empleados quisieran pasar de largo de los primeros aparcamientos (es decir, de los primeros viniendo de donde estábamos nosotros, y por tanto los más alejados del CRE) y se dirigieran a los aparcamientos mucho más deseables del fondo del todo, unos aparcamientos que estaban más cerca de la entrada principal del CRE y separados de la misma solamente por una plaza ancha, pavimentada y fácil de cruzar. Sin embargo, si aquellos aparcamientos mejores y más cercanos estaban completos (y era obvio que lo iban a estar, conociendo la naturaleza humana y los incentivos antes mencionados; los aparcamientos más deseables también iban a ser obviamente los más abarrotados), los vehículos entrantes no podían dar marcha atrás por donde habían venido a fin de conformarse con plazas de aparcamiento en los cada vez más lejanos y menos deseables estacionamientos que habían dejado atrás de camino a su búsqueda de los mejores aparcamientos; puesto que, claro, el camino de acceso era de dirección única[64] a lo largo de toda su curva, de manera que todo aquel vehículo que no pudiera encontrar plaza en los mejores aparcamientos se veía obligado a seguir adelante hasta dejar atrás el CRE y llegar al letrero de «SOLO SALIDA», girar a la izquierda sin ninguna clase de semáforo para tomar la Self-Storage, conducir durante varios centenares de metros en dirección este de vuelta a la entrada del CRE con su letrero de «SOLO ENTRADA» y por fin tratar de girar a la izquierda (con todo el tráfico que venía en sentido contrario, lo cual como era obvio ralentizaba todavía más el tortuoso avance de nuestro carril dirección oeste) para volver a tomar el camino de acceso a fin de aparcar en alguno de los aparcamientos menos deseables que había más cerca de la carretera, desde donde a continuación tenían que sumarse a la fila de peatones que caminaban precariamente por el arcén de la carretera de vuelta a la entrada principal de la parte de atrás.

En resumen, todo esto parecían ser indicios de una planificación espantosa, que generaba ineficacia, pérdidas de tiempo y frustración para todo el mundo involucrado[65]. e presentaban tres remedios obvios, que yo esbocé en mi cuaderno, aunque no voy a fingir que recuerdo si los apunté allí mismo in situ durante aquel enloquecedor estatismo tipo «tan cerca y sin embargo tan lejos» digno de Sísifo o si los anoté más tarde aquel mismo día, durante el cual no me faltaron lapsos adicionales de tiempo de inactividad, sin otra ocupación que leer aquel libro carente de interés que yo ya había empezado a llenar de anotaciones mordaces en el autobús. Uno de los remedios sería instituir alguna clase de sistema de aparcamiento reservado, lo cual eliminaría una buena parte del dar marcha atrás y de los tapones que se formaban cuando la gente se ponía a deambular en busca de plazas de aparcamiento libres, y también por culpa de aquel «incentivo» problemático que causaba que todos los vehículos de los empleados se pusieran a hacer fila en pos de los dos o tres aparcamientos más deseados que había al lado de la entrada central del CRE (que, por supuesto, todavía nos resultaba visible a los que estábamos en la Self-Storage Parkway; la ubicación de la entrada la deducíamos de la deseabilidad aparente de los aparcamientos que había en la parte de detrás [desde nuestra perspectiva] del edificio, a juzgar por la cantidad de coches que iban para allí, lo cual estaba claramente vinculado a alguna clase de incentivo tangible. Ahora el empleado que iba a mi lado, visto con el rabillo del ojo, tenía aspecto de haber sido extraído mecánicamente de una masa de agua, lo cual hacía que el hecho de que yo fingiera no darme cuenta de su sudor increíble resultara todavía más inquietante y digno de una farsa). Otra medida paliativa obvia sería ensanchar el camino de acceso y hacerlo de sentido doble. Cierto, esto podía exponer al CRE a inconvenientes y atolladeros adicionales a corto plazo, del mismo tipo de los que generaba el ensanchamiento de la Self-Storage Parkway, aunque era difícil imaginar que el ensanchamiento del camino de entrada pudiera durar tanto tiempo ni de lejos, puesto que no estaría sometido a los retrasos y estrategias contrapuestas del proceso democrático. El tercer remedio sería sacrificar, en nombre del bien común y los intereses de todos salvo tal vez del contratista de la jardinería del CRE, la verde extensión del césped vacío de la parte de delante del centro (es decir, de lo que resultó ser la parte de atrás), y colocar en ella no solamente una acera pavimentada, sino tal vez un ramal transversal que permitiera a los vehículos que iban por la sección de «SALIDA» del camino cruzar por él de vuelta a la sección de «ENTRADA» sin tener que emprender sendos giros a la izquierda desprovistos de semáforos tanto para entrar como para salir de la carretera atascada. Por no mencionar, claro, algo tan simple como poner un par de puñeteros semáforos en los dos cruces, puesto que era casi imposible imaginar que la Agencia Tributaria no tuviera el enchufe suficiente con las autoridades municipales y estatales como para poder exigirlo cuando le diera la real gana[66].Por no mencionar tampoco la pura extrañeza de que tuviera que ser (tal como resultó) la descomunal parte trasera del CRE la que daba a la principal carretera de circunvalación de Peoria. Mientras nos acercábamos lentamente, esto nos transmitía una sensación de cobardía y al mismo tiempo de arrogancia, como aquellos sacerdotes premodernos que daban la espalda a los comulgantes durante la misa católica. Todo, desde la logística hasta el civismo elemental, parecía dictar que un centro gubernamental importante tenía que mostrar la fachada al público al que servía. (Recuerden que yo todavía no había visto la estilizada fachada delantera del CRE, que era idéntica a la de los otros seis CRE del país, y que había sido instalada después de que se les pasara un error tipográfico en el aumento presupuestario para construcción y tecnología acaecido después de que se permitiera que las reformas de la Agencia Tributaria introducidas por la Comisión King se convirtieran en ley, un error tipográfico que ordenaba que los «criterios de forma» de las fachadas de los Centros de Servicios y de Examen Regionales, en lugar de sus «criterios formales», debían «… encajar lo más exactamente posible con los servicios específicos que los centros realizaban»[67].)

En cuanto a nuestra llegada física a la entrada principal del centro aquel primer día, lo único que puedo decir a modo de resumen es que resulta indescriptiblemente emocionante ver tu propio nombre impreso en un letrero que alguien está sosteniendo en un punto de desembarco atestado. Supongo que en parte se debe a que uno se siente especialmente elegido y —para usar el término burocrático— validado. El letrero especial con mi nombre que estaba siendo sostenido en alto por una mujer atractiva de aspecto oficial vestida con un blázer de color azul vivo también resultaba sorprendente, como es obvio, después de tantas ignominias y complicaciones degradantes, y del consiguiente retraso, aunque no lo bastante sorprendente como para que cualquiera pudiera entenderlo como prueba inmediata de que se estaba produciendo algún error o confusión; al fin y al cabo, estaba el asunto ya mencionado del enchufe nepotista y de la carta que yo llevaba en el portafolios.

Fue también entonces cuando salió a la luz que lo que parecía la parte de atrás del CRE era en realidad la parte de delante, y que las dos partes ortogonales del centro no eran continuas, y que la fachada principal del edificio era estilizada de una manera extraña y algo intimidatoria, que uno podría admitir que tal vez fuera prudente evitar que diera a, o acechara sobre, la carretera pública abarrotada que discurría al sur del edificio. Incluso sin las multitudes ni el caos, toda aquella enorme zona de entrada principal resultaba compleja y desorientadora. Había carteles, señales codificadas, flechas indicadoras y una especie de plaza de cemento ancha con algo que en el pasado parecía haber sido una fuente pero de la que ahora no manaba agua[68]. La sombra cuadrada del edificio principal se proyectaba hasta llegar casi al otro lado de la plaza y a los dos aparcamientos intensamente deseables del otro lado, ninguno de los cuales era muy grande. Luego vimos la elaborada y obviamente cara fachada del CRE, que empezaba justo encima de la entrada principal y llegaba hasta la mitad de lo que parecía ser la quinta planta; se trataba de una especie de representación hecha a base de mosaicos o baldosines de un impreso 1040 en blanco de la Agencia Tributaria correspondiente a 1978, visto por las dos caras, incluyendo hasta el último detalle del espacio en blanco de la línea 31 del dorso empleada para el cálculo de los «Ingresos Brutos Ajustados» y la casilla final de la línea 66 del anverso marcada como «BALANCE FINAL», una casilla que, junto con las muchas otras casillas y espacios en blanco y cuadraditos insertos del impreso, parecían corresponderse con las ventanas. El grado de detalle era asombroso y los colores crema, salmón y verde porcelana de la impresión offset se veían muy realistas, aunque un poco anticuados[69]. Además, para hacer que la cosa resultara todavía más abrumadora/desorientadora cuando la veías toda entera desde el ramal circular que salía del camino de acceso para que los vehículos de la Agencia pudieran acercarse y dejar a sus pasajeros sin tener que aparcar (lo cual habría requerido ir hasta la parte de atrás y volver a dar la vuelta, puesto que los aparcamientos contiguos a la entrada, los del otro lado de la plaza, estaban completamente llenos y hasta tenían algunos vehículos extra aparcados en espacios prohibidos de las esquinas que impedían a los demás vehículos salir dando marcha atrás de sus plazas de aparcamiento y marcharse), el 1040 gigante, que estaba proporcionado a una escala realista y por tanto era ligeramente más largo que ancho, estaba flanqueado a ambos lados lejanos por sendos grabados o símbolos insertos en recuadros que representaban alguna clase de combate quimérico acompañado de una frase en latín, indescifrable por culpa de las densas sombras del lado derecho, y que resultó que eran el sello y el lema oficiales de la Agencia (nada de lo cual me había sido comunicado en los documentos de mi contrato [que, como ya he mencionado, tendían a ser crípticos y al mismo tiempo a hacer gala de un tono severo o apremiante, y en realidad habían hecho poco más que desencadenar mi aprensión cuando yo los había intentado descifrar sentado en la sala de estar sin usar de mi familia]). A modo de detalle adicional, el muy elaborado conjunto de la fachada se reflejaba —aunque de forma oblicua y en un escorzo lateral que provocaba que el símbolo y el lema del borde se vieran más juntos de lo que realmente estaban— en los desenfadados espejos del lado exterior de la otra estructura del CRE, también conocida como el «Anexo del CRE», que estaba situada formando un ángulo recto casi perfecto respecto a la fachada principal y dos de cuyas plantas estaban conectadas al extremo oeste del edificio principal mediante algo que por entonces me dio la impresión de que eran dos tubos verdes de gran tamaño sostenidos por sendos bosques cegadores (puesto que no estaban a la sombra del edificio principal) de esbeltos postes anodizados o bien de acero inoxidable, unos soportes metálicos que desde mi perspectiva se veían raros y parecían un ciempiés, y que se reflejaban a su vez en forma de pequeñas facetas oblicuas y cegadoras en los márgenes del exterior cubierto de espejos del Anexo.

Un par de los paneles de espejos estaban rotos o resquebrajados, sin embargo, recuerdo que me fijé en eso[70].

(Además, recuerden, por favor, que aquel primer día yo no conocía ni la historia particular ni la logística de ninguna de las estructuras del CRE; estoy intentando ser fiel al recuerdo de aquella experiencia en sí, aunque no tengo manera de evitar describir de forma sucesiva los diversos elementos que en aquellos momentos, como es obvio, se me presentaron de forma simultánea: ciertas distorsiones no son más que una parte intrínseca de la naturaleza lineal del idioma inglés.)

Respecto al elemento humano: la amplia zona de cemento que rodeaba la entrada principal, tal como la vimos desde la aglutinación de vehículos de color naranja/amarillo de la Agencia que estaban regurgitando a sus pasajeros, era un enorme tumulto de empleados de la Agencia que iban y venían, cada cual con sus impresos 141-PO en sus distintivos sobres de color amarillo oscuro de la Agencia, llevando maletas y maletines y archivadores de acordeón y muchos de ellos sombrero, así como de una variedad de personal logístico del CRE o quizá de la sede regional, vestidos con blázers de color azul llama de gas y armados de tablillas sujetapapeles y fajos de papel de impresora que llevaban enrollados en forma de megáfonos improvisados por los que hablaban mientras sostenían sus tablillas sujetapapeles en alto para llamar la atención, intentando de forma evidente reunir a los que llegaban con destinaciones laborales del 141-PO y/o rangos GS parecidos en forma de grupos cohesionados para llevar a cabo el «alta preseleccionada» en las diversas «Oficinas de Ingreso» que se desplegaban por el vestíbulo principal del CRE, un vestíbulo que, visto a través de las puertas de cristal de la entrada, se veía sorprendentemente pequeño y chapucero, y que tenía varias mesas plegables de aspecto destartalado donde habían puesto toscos letreros hechos con papel manila doblado; todo se veía montado de cualquier manera y sin orden ni concierto y caótico, y daba la impresión de que aquel no podía ser de ninguna manera un día típico en cuanto a la cantidad de recién llegados y/o trasladados al CRE, puesto que, en caso de serlo, el sistema de desembarco y de altas tendría un aspecto mucho más permanente y eficiente y menos pinta de ser una recreación a pequeña escala de la caída de Saigón. Nuevamente, sin embargo, todo esto estaba siendo percibido y procesado en un único vislumbre distraído —que tuvo lugar mientras el Gremlin salía por fin del atolladero del camino de acceso y se detenía en medio del aire casi helado de la sombra del edificio para aparcar en doble fila en el ramal semicircular, justo delante de la entrada[71]—, porque, como ya he mencionado, la atención de una persona se ve atraída de manera más o menos automática hacia los letreros que tienen su nombre, sobre todo cuando el letrero en cuestión parecía ser uno de los dos únicos letreros con nombres que estaban siendo sostenidos en alto en medio de toda la enloquecedora marabunta burocrática que había delante de la entrada principal, y es por eso que yo vi casi de inmediato a la mujer de aspecto étnico y vestida con un blázer chillón que estaba de pie a unos pocos pasos a la derecha del grupo de recién llegados que había más a la derecha y que se apelotonaban alrededor de un tipo que tenía un portapapeles en alto y un megáfono de papel[72], y la mujer estaba ligeramente apartada a un lado y plantada a unos tres metros directamente debajo del espacio en blanco del impreso gigante de la fachada donde se tenían que introducir los IBA en la línea 31, apoyada contra la pared, sosteniendo en alto lo que era o bien una cartulina blanca o bien una pizarrita blanca con el nombre DAVID WALLACE escrito en pulcras mayúsculas de imprenta. Estaba plantada de una manera que conseguía transmitir hastío y aburrimiento sin estar para nada repantingada, con las piernas bien rectas y la espalda apoyada en la pared, del trasero a la coronilla, y mirando directamente al frente, sosteniendo el letrero a la altura del pecho y mirando a la nada sin mostrar ni interés ni resignación. Por supuesto, ya he mencionado que yo estaba llegando terriblemente tarde, sin que fuera culpa mía para nada, y la ansiedad que me provocaba este hecho, mezclada con la emoción inevitable de ver mi nombre en un letrero, ya no digamos un letrero sostenido por una mujer de aspecto exótico, además de toda la serie adicional de reacciones ozimandianas de sobrecogimiento y locura que me produjo el conjunto del monumental impreso 1040 hecho de mosaicos, todo ello se combinaba ahora con el caos retroalimentado de las multitudes que se agolpaban en la zona de entrada para formar una especie de subida de tensión sensorial y emocional que ahora recuerdo con mucha más nitidez que ningún detalle concreto o impresión (de los que hubo miles o incluso millones, todos apareciendo en el mismo momento) de la llegada. Porque saltaba a la vista que era una mujer exótica, incluso cuando la veías sumida en las densas sombras de la base de la fachada, con sus diversas porciones de destellos cegadores procedentes de los espejos del exterior del Anexo, algunos de los cuales cazaban destellos del sol mientras este avanzaba un poco al oeste del sur propiamente dicho. Mi suposición inicial fue que debía de ser india de una casta elevada, o tal vez paquistaní; uno de los compañeros de apartamento que yo había tenido en mi primer año de universidad era un paquistaní rico, con un acento maravillosamente burbujeante y cantarín, aunque a lo largo del curso se había revelado como un narcisista increíble y un capullo en general[73]. Desde la distancia a la que nos había regurgitado el Gremlin se la veía más espectacular que guapa, o tal vez se podía decir que era guapa de una forma algo hombruna y de rasgos duros, y tenía el pelo muy negro y unos ojos separados en los cuales había, como ya he mencionado, una expresión de estar «de servicio» en el sentido de no tener nada que hacer en realidad más que estar allí plantada. Era esa misma expresión que se ve en los guardias de seguridad, en los bibliotecarios de investigación de las universidades los viernes por la noche, en los encargados de aparcamientos, en los operadores de silos de cereales, etcétera; estaba allí plantada, en suma, mirando a lo lejos como si estuviera en la punta de un embarcadero.

Fue solamente al salir del Gremlin abarrotado, y al golpearme el aire frío que soplaba a la sombra de la fachada, cuando me di cuenta de que todo el costado izquierdo del traje me había quedado mojado por la transpiración ambiental del hombre joven contra el que me había pasado todo el trayecto aplastado, aunque cuando giré la cabeza y lo busqué con la vista a fin de señalarle la tela de pana oscurecida y dedicarle una mirada apropiada de disgusto, ya no pude verlo por ninguna parte.

La expresión de la señorita F. Chahla Neti-Neti (que era el nombre que figuraba en su credencial) cambió, varias veces en realidad, mientras me acercaba a ella cargando con las maletas y estableciendo cierto grado de contacto visual directo que habría resultado impertinente si ella no hubiera estado sosteniendo un letrero con mi nombre. Aquí, si no lo he hecho ya, debería explicar que en aquella época, que se correspondía básicamente con mi adolescencia tardía, yo tenía muchos problemas en la piel, problemas muy, muy graves, hasta el punto de entrar en la categoría dermatológica de las afecciones «severas / desfiguradoras»[74]. Lo que hacía la mayoría de la gente que me conocía o me veía por primera vez era: a) echar solamente un vistazo muy breve a mi cara y luego apartar la vista, o bien b) po ner involuntariamente una cara afligida o de compasión, después de lo cual notabas que estaban luchando con ellos mismos para superponer a aquella expresión otra que significara que o bien no veían los problemas de mi piel o bien no les afectaban especialmente. Todo el asunto de mi piel es una historia muy larga y en su mayor parte no merece la pena mencionarla, salvo para volver a poner énfasis en el hecho de que para entonces yo ya estaba más o menos reconciliado con el problema dermatológico y ya no me importaba mucho, aunque sí que me dificultaba el hecho de afeitarme con precisión, y también me hacía ser muy consciente de si estaba bajo una luz directa, y en caso de estarlo, del ángulo desde el cual se originaba aquella luz, puesto que bajo ciertos tipos de luz el problema era muy, pero muy grave, yo era consciente. En aquel primer encuentro, no recuerdo si la señorita Neti-Neti fue del tipo a) o del tipo b)[75], tal vez porque mi atención / memoria estaba ocupada por el hecho de que la credencial identificativa que ella llevaba sujeta al bolsillo de la pechera tenía una foto de su cara que parecía haber sido tomada bajo una luz muy potente, casi de magnesio, y recuerdo que me puse instantáneamente a calcular el efecto que iba a tener la luz repulsiva de aquella foto sobre las cicatrices y quistes bulbosos de mi cara, teniendo en cuenta que la misma luz había causado que la tez cremosamente oscura de aquella mujer persa se viera de color gris oscuro, y que la separación de sus ojos quedara tan exagerada que en la foto de su documento de identidad casi parecía un puma u otra clase de depredador felino, y en la credencial también figuraban su nombre y su apellido, junto con su rango GS, su afiliación a la División de Personal y una serie de nueve dígitos que solamente más tarde yo descubriría que eran su número de la Seguridad Social generado internamente, que también funcionaba como número identificativo de todo el mundo en la Agencia.

La razón de que me haya entretenido en mencionar lo de las reacciones a) y b) es que es la única manera de entender el hecho de que el saludo de la señorita Neti-Neti fuera tan verbalmente efusivo y deferente —«Su reputación le precede»; «De parte del señor Glendenning y del señor Tate, estamos encantados de tenerlo con nosotros»; «Estamos extremadamente felices de que esté usted dispuesto a aceptar este cargo»— sin que su cara ni su mirada registraran ni una gota de entusiasmo ni mostraran emoción de ninguna clase ni interés en mí ni en por qué yo estaba llegando tan tarde y la había obligado a permanecer allí plantada aguantando aquel letrero durante Dios sabe cuánto tiempo, algo que de haberme pasado a mí me habría dado muchas ganas de pedir una explicación. Por no mencionar el hecho de que yo llevaba todo el costado izquierdo del traje mojado, algo sobre lo que yo por lo menos habría hecho algún comentario en tono preocupado, como por ejemplo preguntar si la persona se había caído en un charco o algo así. En resumen, no solamente resultaba sorprendente que me recibieran en persona con unas palabras tan entusiastas, sino que lo resultaba doblemente por el hecho de que la persona que me estaba recitando aquellas palabras mostrara el mismo desapego que, por ejemplo, la empleada del hotel que al marcharte te dice «Que tenga un buen día» mientras que su expresión indica que en realidad le resulta completamente indiferente si te caes muerto en el aparcamiento de fuera al cabo de diez segundos. Y todo aquel monólogo carente de emociones y doblemente desorientador tuvo lugar mientras la mujer me llevaba lejos de allí, pasando por debajo de las casillas de «Información del gestor contratado» que había en la base del anverso del enorme impreso 1040, en dirección a unas puertas más pequeñas y mucho menos ostentosas que quedaban a un par de centenar de metros más al oeste, bajo la fachada de baldosines del CRE[76]. Desde tan cerca, se podía ver que algunos baldosines de la fachada estaban mellados y/o sucios. También pudimos ver varias partes distorsionadas de nuestros reflejos sobre la fachada del edificio Anexo que teníamos delante mismo (es decir, al este), aunque estábamos a varios cientos de metros de distancia y dichos reflejos parciales eran diminutos y difíciles de distinguir.

La señorita Neti-Neti se dedicó a charlar hasta que ya casi llegamos al final de la fachada. No hace falta decir que resultaba muy difícil entender que toda aquella atención personal y deferencia (verbal) se la estuvieran dedicando a un empleado de rango GS-9 al que probablemente iban a poner a abrir sobres o a transportar de un lado a otro pilas de expedientes recónditos o algo parecido. Mi teoría inicial fue que el pariente sin nombre que me había ayudado a entrar allí como estrategia para postergar los mecanismos de cobro de los Préstamos para el Estudio tenía mucho más enchufe administrativo del que yo había pensado originalmente. Aunque, por supuesto, mientras yo intentaba avanzar a trompicones siguiendo a la señorita exótica bajo la sombra de la parte delantera/trasera del edificio, todo aquello de que mi «reputación» me «preced(ía)» me empezó a preocupar, por culpa de las ansiedades irracionales a las que antes ya he dedicado más atención de la que merecían.

Ahora me está quedando claro que podría pasarme una cantidad enorme de tiempo, tanto del tiempo de ustedes como del mío, simplemente describiendo aquella llegada inicial y la serie creciente de confusiones, errores de comunicación y cagadas generales (por lo menos una de las cuales fue mía; a saber, dejar una de mis maletas en la zona exterior de espera de la oficina de Personal del CRE, que es algo que no fui consciente de haber hecho hasta que ya iba a bordo del autobús de empresa que me llevaba de vuelta desde el CRE hasta el complejo de apartamentos de Angler’s Cove donde se encontraba mi vivienda asignada por la Agencia Tributaria)[77] que tuvieron lugar durante mi primer día en el puesto, algunos de los cuales tardarían semanas en solucionarse. No obstante, solo hay unos cuantos que sean relevantes en general. Una de las rarezas de la memoria humana es que los recuerdos más nítidos y detallados no suelen tratar de las cosas más significativas. No son el bosque, por decirlo de algún modo. No es solamente que los recuerdos verdaderos sean fragmentarios; creo que pasa también que la relevancia y el significado general son conceptuales, mientras que los fragmentos de experiencia que se quedan atrapados y luego con los años son más fáciles de recuperar son de naturaleza sensorial. Vivimos dentro de cuerpos, al fin y al cabo. Ejemplos al azar de fragmentos que recuerdo: pasillos interiores largos y sin ventanas, la quemazón de mis brazos justo antes de que me viera obligado a dejar el equipaje un momento en el suelo. El ruido y la cadencia particular de los tacones de la señorita Neti-Neti cuando golpeaban el suelo, que era de linóleo marrón oscuro y olía mucho a cera en medio de aquel aire inmóvil y emitía una serie interminable de reflejos en forma de paréntesis relucientes allí donde un empleado de mantenimiento había pasado su máquina de encerar de un lado a otro del pasillo vacío por la noche. El lugar era un laberinto de pasillos, escaleras y salidas de incendios con letreros en clave. Muchos de los pasillos parecían ser más curvados que rectos, algo que recuerdo haber pensado que era una ilusión causada por la perspectiva; el exterior del CRE no tenía nada redondeado ni radial. En resumen, el lugar era demasiado abrumadoramente complejo y repetitivo como para describir con ningún grado de detalle la primera vez que uno llegaba a él. Por no hablar de la confusión que producía: por ejemplo, sé que el destino inicial de nuestra llegada estaba un nivel por debajo de la entrada principal y del vestíbulo. Lo sé a posteriori, porque era donde se encontraba la oficina de Personal del CRE, que ahora sé que era adonde la señorita Neti-Neti tenía instrucciones de llevarme directamente evitando los puntos de ingreso del vestíbulo… pero también tengo lo que parece ser un claro recuerdo sensorial de haber subido por lo menos un tramo corto de escaleras en algún momento, puesto que fue el hecho de subir escaleras cargado lo que causó el repiqueteo más grave de una de las maletas contra la parte de fuera de mi rodilla, haciendo que casi me pudiera imaginar la hinchazón y los flamantes moretones que me iban a salir. Por otro lado, no me parece imposible que esté confundiendo el orden en que atravesamos las diferentes partes del CRE.

Sí que sé que en un momento dado la misma señorita Neti-Neti también pareció confundirse o distraerse, y abrió la puerta que no era, y en medio de la cuña de luz que salió de dicha puerta antes de que ella tuviera ocasión de volver a cerrarla pude vislumbrar una sala alargada llena de examinadores de la Agencia desplegados en largas hileras y columnas de unas mesas o escritorios de aspecto extraño, cada uno de los cuales (los escritorios) estaba provisto de una torre de bandejas o cestas atornilladas al tablero[78], con lámparas de mesa de cuello flexible atornilladas a su vez a estas torres con forma de abanico, de manera que cada uno de los examinadores trabajaba dentro de un círculo pequeño de luz en lo que parecía ser el fondo de un agujero de un solo lado. Aquel, aunque por entonces no lo supe, fue mi primer vislumbre de una Sala de Inmersivos, de las cuales había un buen puñado en la estructura principal del CRE. Lo más asombroso de ella era el silencio. En aquella sala había por lo menos ciento cincuenta hombres y/o mujeres, todos completamente concentrados y enfrascados, y sin embargo en la sala reinaba tal silencio que se pudo oír hasta una imperfección de la bisagra de la puerta cuando la señorita Neti-Neti la cerró haciendo fuerza contra su puntal neumático. Aquel silencio es lo que mejor recuerdo de todo, porque resultaba al mismo tiempo sensual e incongruente. Por razones obvias, solemos asociar el silencio total con el vacío, no con los grupos grandes de gente. Todo el episodio no duró más que un momento, sin embargo, tras el cual reanudamos nuestro recorrido complejo, con la señorita Neti-Neti saludando de palabra o con la cabeza a otros funcionarios de Personal ataviados con sus distintivas chaquetas de color azul luminoso que conducían a pequeños grupos en dirección contraria, lo cual visto con perspectiva debió de añadir todavía más confusión, aunque no recuerdo que me hiciera sentir de ninguna manera; yo seguía, por así decirlo, reverberando a causa de la imagen de todos aquellos examinadores totalmente silenciosos y concentrados.

Este probablemente sea un lugar válido para llevar a cabo cierta exposición de mis antecedentes en materia de silencio y trabajo de oficina concentrado. A posteriori, sé que hubo algo que me aterró y me excitó en la intensidad silenciosa e inmóvil con la que toda aquella gente estaba estudiando sus documentos de temática fiscal durante el instante en que la puerta permaneció abierta. Se trataba de una escena que te hacía saber que si volvías a abrir la puerta durante otro breve instante al cabo de diez, veinte o cuarenta minutos, te encontrarías exactamente la misma imagen y el mismo silencio. Yo nunca había visto nada parecido. O mejor dicho, sí que lo había visto, porque por supuesto la televisión y los libros a menudo retratan la misma clase de estudio o trabajo de oficina concentrado, aunque sea implícitamente. Como por ejemplo: «Irving hincó los codos y se pasó la mañana entera trabajando en el papeleo que tenía en la mesa»; «Solamente cuando terminó el informe la ejecutiva echó una mirada al reloj de pulsera y vio que ya casi era medianoche. Había estado completamente absorta en su tarea y solo ahora se daba cuenta de que se había saltado la cena y se estaba muriendo de hambre. Caramba, ¿adónde se ha ido todo el tiempo?, se dijo a sí misma». O incluso: «Se pasó el día leyendo». En la vida real, por supuesto, el trabajo de oficina concentrado no es así. Yo me había pasado cantidades enormes de tiempo en bibliotecas; sabía muy bien cómo era en realidad el trabajo de oficina. Sobre todo si la tarea que se tenía entre manos era tediosa o repetitiva o densa, o si requería leer algo que no presentaba una relevancia directa de cara a tu vida o tus prioridades, o si era un trabajo que estabas haciendo únicamente porque tenías que hacerlo; como por ejemplo, para sacar nota, o bien como parte de un encargo laboral por libre que te ha hecho un patán que se ha ido a esquiar. La forma en que se desarrolla el trabajo de oficina realmente duro es en forma de pequeñas rachas y arranques entrecortados, intervalos breves de concentración alternados con viajes frecuentes al lavabo de hombres, al expendedor de agua, al expendedor de aperitivos, visitas continuas al sacapuntas, llamadas de teléfono que de pronto sientes que tienes que hacer sí o sí, intervalos abstraídos para ver qué clase de formas puedes hacer doblando un clip para sujetar papeles, etcétera[79]. Esto se debe a que estar sentado quieto y concentrado en una sola tarea durante un periodo largo es, en la práctica, imposible. Si tú dijeras: «Me he pasado la noche entera en la biblioteca, trabajando en el ensayo de sociología de un cliente», lo que realmente querrías decir es que te habías pasado entre dos y tres horas trabajando en el ejercicio y el resto del tiempo cambiando de postura y sacando punta a los lápices y organizándolos y mirándote la piel en el espejo del lavabo de hombres y deambulando por entre los montones de libros, abriendo algunos al azar y leyendo sobre, por ejemplo, las teorías de Durkheim sobre el suicidio.

Durante aquella fracción de segundo en que vislumbré la sala, sin embargo, no vi ninguna de estas difracciones. Se notaba que aquella gente no era de los que se dedican a cambiar de postura, ni se ponen a leer una página de, por ejemplo, aburridas explicaciones de los contribuyentes sobre la deducción de algún artículo y luego se dan cuenta de que en realidad han estado pensando en la manzana que llevan en la bolsa del almuerzo y en si deberían comérsela en ese momento, para acabar dándose cuenta de que su mirada ha pasado por todas las palabras (o dado el tipo de centro en que estábamos, tal vez por todas las columnas de cifras) de la página sin haberlas leído todas en realidad; aquí «leído» significa asimilado, comprendido o lo que sea que entendemos decir por leer realmente en lugar de limitarse a pasar la mirada por encima de unos símbolos colocados en un orden determinado. Ver aquello me resultó bastante traumático. A mí siempre me había frustrado y avergonzado todo el tiempo de lectura y escritura que yo desperdiciaba en realidad, la frecuencia con la que me quedaba embobado mientras intentaba absorber o plasmar cantidades grandes de información. Para decirlo llanamente, siempre me había dado vergüenza la facilidad con que me aburría cuando me intentaba concentrar. De niño, creo que yo entendía la palabra «concentración» literalmente y veía mis problemas para concentrarme de forma prolongada como prueba de que yo era una modalidad inusualmente diluida o desorganizada de ser humano[80], y gran parte de la culpa se la echaba a mi familia, que necesitaba vivir todo el tiempo rodeada de ruidos y distracciones y emprendía casi todas las actividades cotidianas con todas las radios, equipos de música y televisores encendidos, hasta el punto de que ya a los catorce años adopté la costumbre de llevar unos tapones especiales personalizados de alto filtrado para los oídos. No fue hasta que tuve edad para marcharme por fin de Philo y entrar en una universidad altamente selectiva cuando entendí que los problemas para estarse quieto y concentrarse son más o menos universales y no una especie de defecto raro que tenía yo y que me iba a impedir elevarme por encima de mis antecedentes pasados y conseguir algo en la vida. Ver toda la energía que invertían aquellos universitarios de élite y bien instruidos procedentes de todo el país a fin de evitar, posponer o mitigar el trabajo concentrado fue una experiencia que me abrió los ojos. De hecho, la estructura social de la facultad estaba organizada para recompensar y valorar a aquellos alumnos que fueran capaces de aprobar sus clases y cosechar un buen expediente académico sin llegar nunca a trabajar duro. Los que iban trampeando, haciendo lo mínimo absoluto requerido para obtener la aprobación institucional / parental, eran considerados gente enrollada, mientras que los que verdaderamente se aplicaban a sus trabajos de curso y a invertir energía en su propia educación y sus logros eran relegados al estatus de «machacas» o «curritos», que eran la casta más baja que había en la implacable jerarquía social de la facultad[81].

El resultado final, sin embargo, fue que hasta que entré en la universidad, donde a menudo todos vivíamos y hacíamos los deberes juntos y a la vista los unos de los otros, yo no había tenido oportunidad de darme cuenta de que los cambios de postura, las distracciones y las frecuentes pausas innecesarias eran rasgos más o menos universales. En el instituto, por ejemplo, los deberes son algo que se hace en casa, en privado, con tapones en los oídos y letreros de «PROHIBIDO MOLESTAR» y una silla encajada debajo del pomo de la puerta. Lo mismo pasa con la lectura, con llevar un diario, con trabajar en tu contabilidad del dinero que ganas repartiendo periódicos, etcétera. Solo estás con tus colegas en situaciones sociales o recreativas, lo cual incluye las clases, que en el instituto público al que yo iba eran un chiste académico. En Philo, uno tenía que educarse independientemente de la escuela, y no gracias a ella; lo cual explica por qué hay tantos de mis antiguos compañeros de instituto que todavía no se han movido de Philo y se dedican a venderse seguros los unos a los otros, a beber alcohol de supermercado, ver la tele y esperar el formalismo de su primer infarto.

La señorita Neti-Neti de Personal, por cierto, siguió hablando durante gran parte del circuito que recorrimos para llegar a Personal. La verdad es que la mayor parte de lo que me dijo ya se me ha borrado de la memoria. Su tono era agradable, profesional; pero charlaba de forma tan ininterrumpida que al cabo de un rato dejé de escucharla casi sin quererlo, igual que se deja de escuchar a los niños de seis años. Probablemente parte de lo que estaba diciendo fuera información útil y oportuna sobre el CRE, sin embargo, y en cierta manera es una vergüenza que no pueda rememorarla aquí, puesto que probablemente sería útil y concisa de cara a estas memorias, mucho más que mis propias impresiones y recuerdos. Sé que yo no dejaba de hacer paradas para cambiarme de mano diversas maletas y atenuar esa sensación de quemazón que te entra cuando te pasas un rato llevando la maleta más pesada solamente en el lado derecho, por ejemplo, y que hicieron falta varios de esos momentos para que la señorita Neti-Neti entendiera lo que estaba pasando y se detuviera también en lugar de seguir andando y terminar veinte metros o más por delante de mí, momento en el cual el hecho de que ella siguiera hablando se volvía absurdo, puesto que literalmente no había nadie presente para oírla. No me importó que en ningún momento se ofreciera para ayudarme con mis maletas; aquello se podía atribuir a códigos de género, que yo sabía que eran especialmente rígidos en Oriente Próximo. Sin embargo, nada te da a entender tan claramente que la volubilidad y la charla de alguien son un simple rollo ensimismado y no tienen nada que ver contigo como el hecho de quedarte rezagado y estar literalmente ausente y que la charla simplemente siga, llegándote únicamente en forma de torrente indistinto de ecos que rebotan en las superficies de los pasillos. Sería insincero decir mucho más sobre la Crisis de Irán en el contexto de aquel primer día, puesto que todo lo demás que descubrí sobre las excentricidades a las que se entregaba en su tiempo libre y los orígenes que estas tenían en las convulsiones que había sufrido su país a finales de los años setenta no lo descubrí hasta más tarde, cuando dio la impresión de que casi cada mañana del mes de agosto de 1985 ella salía de la vivienda de un pasapáginas distinto. Tenía un acento poco marcado y parecía más británica que de Oriente Próximo o extranjera, y su pelo era de un color negro muy oscuro y le caía de una forma tan perfectamente recta que casi parecía líquido; visto desde atrás, el contraste del pelo con el azul atrozmente chillón de la chaqueta de las oficinas de Personal era el único elemento atractivo o interesante que presentaba aquella chaqueta. Además, como me pasé tanto rato en varios puntos de su estela, recuerdo que ella olía vagamente —como si el aroma no viniera de ella sino de la chaqueta de Personal— a cierto perfume de venta en centros comerciales con que cierta integrante sin nombre de mi familia solía empaparse todas las mañanas hasta el punto de hacer que te lloraran los ojos.

A diferencia de las plantas superiores, la planta subterránea del CRE estaba dividida en módulos aproximadamente hexagonales, con pasillos que salían en forma radial de un centro como rayos de una rueda deformada. Tal como se pueden imaginar, este plano radial, tan popular en los años setenta, no tenía ninguna lógica inmediata, puesto que el edificio en sí del CRE era severamente rectangular, lo cual se añadió a la desorientación general del descenso que emprendimos aquel primer día hacia el mecanismo de Ingreso[82]. El despliegue de letreros direccionales que había en el centro de cada módulo era tan detallado y complejo que parecía diseñado únicamente para aumentar la confusión de cualquiera que no estuviera ya seguro de adónde estaba yendo y del porqué. Los suelos de aquella planta eran blancos, las paredes tenían molduras de color gris plomo y la luz venía de unos fluorescentes empotrados y muy luminosos; daba la impresión de que estábamos a una galaxia de distancia de la planta principal que quedaba justo encima. Llegado este punto, tal vez sea mejor mantener las explicaciones lo más sucintas y comprimidas que sea posible, por una simple cuestión de realismo. La verdad a largo plazo es que puesto que yo acabé trabajando allí —aunque es mejor decir que fui a caer allí, igual que una pelota de tenis o un proyectil que hace carambola, cuando por fin se resolvió al cabo de las semanas la larga serie de confusiones administrativas que a punto estuvieron de acarrearme cargos disciplinarios y/o el Despido Procedente—, me resultaría fácil imponer sobre la disposición del Nivel 1[83] y de las oficinas de Personal todo un maremagno de detalles, explicaciones y antecedentes que en realidad solamente aprendí más adelante y no en absoluto durante mi llegada y mis correteos perplejos detrás de la Crisis de Irán. Lo cual es una peculiaridad de la memoria temporal: el hecho de que uno tienda a rellenar las lagunas con datos que en realidad no adquirió hasta más tarde, un poco de la misma manera en que el cerebro funciona automáticamente para rellenar las lagunas visuales que provoca la salida del nervio óptico por la parte de atrás de la retina. Un buen ejemplo de esto es el hecho de que el verdadero manicomio que eran la entrada principal y el vestíbulo del Centro de Examen de la primera planta, y la cola extremadamente larga de empleados agotados por sus viajes y provistos de sombreros, maletas y carpetas marrones extensibles de documentación de la Agencia y órdenes de destinación, que ahora se extendía (la cola, digo) hasta salir por una de las pesadas y herméticas salidas de incendios[84] y adentrarse en la rotonda fluorescente que más tarde resultaría ser el centro del módulo central del Nivel 1, una cola que consistía en personal recién asignado y/o transferido al centro que esperaba a que les sacaran su foto tamaño pasaporte y les imprimieran su documento de identidad del Centro 047 y se lo pasaran por la máquina plastificadora, después de lo cual el documento estaría durante varios minutos demasiado caliente para cogerlo, de manera que se podía ver a empleados que cogían sus documentos de identidad recién hechos por una esquina y los sacudían rápidamente en el aire como si fueran un abanico a fin de enfriarlos antes de sujetárselos con sus clips respectivos a la pechera de la camisa (dado que era obligatorio llevarlos ahí todo el tiempo que uno pasaba en el centro)… el hecho de que todo aquel lío y aquella masificación de mediados de mayo en realidad se debía a una reestructuración importante de la Rama de Control de la Agencia Tributaria que se estaba implantando en los seis CRE operativos y en más de la mitad de los centros de Auditorías de Distrito (cuyos tamaños variaban mucho) de todo el país, programada para empezar (la reestructuración, digo) exactamente un mes después de que en todo el país se cerrara el plazo para presentar las declaraciones de la renta individuales, el 15 de abril, a fin de permitir que la llegada masiva anual de declaraciones pasara antes por su clasificación inicial y procesamiento en los Centros Regionales de la Agencia[85] y que se procesaran los cheques adjuntos y se depositaran en el Tesoro Público a través de los seis mecanismos de Depósito Regional… todo esto salió a la luz más adelante, informalmente, por medio de charlas en los apartamentos de Angler’s Cove con Acquistipace, Atkins, Redgate, Shackleford y compañía. De manera que sería engañoso entrar en cualquier tipo sustancial de detalle o explicación en este punto, dado que, si hemos de ser realistas, ninguna de estas verdades existía todavía. Lo mismo se puede decir del hecho de que hiciera falta un documento de identidad de la Agencia válido para acceder a las lanzaderas que iban desde el complejo hasta cualquiera de las viviendas especiales de bajo coste que el Centro tenía en dos antiguos complejos de apartamentos comerciales situados en otra sección de la Self-Storage Parkway, lo cual era una regulación a escala nacional de Sistemas, y por tanto no era culpa per se del señor Tate ni de Stecyk que a los recién llegados se les hiciera dejar sus maletas tiradas por todos lados y ponerse a hacer cola con ellas mientras esperaban a que les sacaran la foto para el documento de identidad y les generaran un nuevo número interno de la Seguridad Social y demás, aunque no por ello resultaba menos irritante y estúpido el hecho de que no hubiera un protocolo establecido para almacenar las maletas de los empleados nuevos que todavía no tenían documento de identidad… Todos estos datos vienen a ser posdatas, para entendernos.

Lo que sí se puede incluir con validez entre las experiencias de aquel primer día es el hecho de que, como es natural, me produjo sorpresa —y hasta un poco de emoción— el verme exento de la larga y atrozmente lenta cola de gente que se extendía desde la rotonda central del Nivel 1 hasta la oficina de identificación improvisada, y en su lugar ser llevado al frente de la cola de identificaciones, donde me hicieron posar y me fotografiaron y allí mismo me dieron mi tarjeta identificativa caliente y olorosamente plastificada y mi clip para sujetármela a la ropa. (Yo todavía no sabía qué quería decir la secuencia numérica de nueve dígitos que había debajo del código de barras, ni tampoco que mi viejo número de la Seguridad Social, que en calidad de americano de más de dieciocho años yo me sabía de memoria, nunca más volvería a ser usado por nadie; simplemente desapareció, desde un punto de vista identificativo.) Igual que cuando te recibe alguien con autoridad que tiene tu nombre escrito en un letrero, resulta casi inevitablemente gratificante que te escolten especialmente hasta el frente de una cola, da igual cuántas miradas de resentimiento o (en mi caso)[86] de repulsión te dedique la gente pretérita de la cola que se queda mirando cómo te conducen hasta el frente y te eximen de todo el embrollo ordinario y la espera masificada. Además, algunos de los nuevos empleados que estaban en la cola tenían toda la pinta de ser empleados transferidos de rango alto, y yo me volví a sentir al mismo tiempo gratificado y lleno de curiosidad o incluso de aprensión al pensar en qué clase de enchufe debía de tener aquel pariente lejano que me había ayudado a obtener el puesto, y en qué información personal o biográfica mía me había precedido, y a quién había llegado. Este episodio de mi recibimiento especial solamente forma parte legítima de la cadena de recuerdos reales si se aclara que tuvo lugar (el que me condujeran al frente de la cola, digo) ese mismo día de mi llegada pero un poco más tarde, después de que la señorita Neti-Neti ya me hubiera llevado siguiendo una ruta ligeramente distinta a través de la rotonda de aquel módulo central y hasta la oficina de Personal propiamente dicha del CRE, que ocupaba una enorme suite de oficinas y zonas de recepción conectadas, situada en la esquina o vértice sudoeste del Nivel 1[87]. Ella había estado inicialmente convencida de que yo debía de tener alguna clase de audiencia personal introductoria con el SDP[88], pero o bien la Crisis de Irán se equivocaba en este sentido, o bien los retrasos impuestos por el viaje y el tráfico habían provocado que yo me saltara la entrevista, o bien alguna clase de crisis dentro de la División de Personal había copado la atención del SDP. Porque cuando ya habíamos descendido al nivel subterráneo y pasado por la rotonda central y eludido varios tramos de la cola de las identificaciones, y ya habíamos doblado una serie de recodos laberínticos y abierto varias salidas de incendios, haciendo pausas cada vez más frecuentes para que yo pudiera redistribuir el peso de mi equipaje, y cuando ya habíamos llegado por fin a la oficina de Personal, nos encontramos entonces con que la zona de espera, las oficinas externas, el pasillo de la fotocopiadora y la sala especial dividida por la mitad por una computadora UNIVAC 1100 y una terminal remota (conectada, me enteré más tarde, mediante una línea Dataphone semidúplex a la Sede Regional de Joliet, en el norte del estado) que había al otro lado del pasillo ya estaban abarrotados de empleados de la Agencia, sentados, de pie, leyendo, mirando a la nada, sosteniendo sus sombreros y jugueteando con ellos, y (di por sentado, resultó que erróneamente, aunque también es cierto que la señorita Neti-Neti no hizo nada para sacarme de mi error, sino que se limitó a desaparecer en una oficina lateral y a ponerse en una cola de gente con chaquetas azules que esperaban para hablar con un superior de Personal[89], con el objeto de informarle de mi llegada [ostensiblemente por transferencia de alto nivel] y recibir instrucciones sobre cómo proceder en ausencia de la entrevista especial. Fue aquella asistente del SDP quien firmó el impreso interno 706-IC que daba luz verde para que me llevaran al frente de la cola a fin de procesar mi documento de identidad de la Agencia, aunque la señorita Neti-Neti tardó más de veinte minutos[90] en llegar al frente de la cola de la oficina de la señora Van Hool y presentarle sus preguntas) sin hacer nada más que calentar la silla a costa del contribuyente, protagonizando una de esas clásicas situaciones de «darse mucha prisa para luego no hacer nada».

Entretanto, yo me sentía comprensiblemente cansado y desorientado, y también crispado (lo que hoy se llamaría «estresado») y hambriento, y no poco irritado, y me hicieron sentarme en una silla de vinilo de la que alguien se había levantado hacía poco[91] situada en la zona de espera principal, con las maletas a los pies y sosteniendo mi portafolios contra el cuerpo a fin de intentar cubrir la humedad del costado izquierdo de mi traje, que quedaba directamente a la vista de la mesa de la espantosa secretaria /recepcionista del SDP, la señora Sloper, que aquel primer día me dirigió exactamente la misma mirada de asco carente de curiosidad que me seguiría dirigiendo durante los trece meses siguientes, y que llevaba puesto (de esto me acuerdo perfectamente) un traje pantalón de color lavanda que hacía que su abundante colorete y pintura de ojos se vieran todavía más espantosos. Debía de tener unos cincuenta años y estaba muy flaca y llena de tendones, tenía el mismo peinado de colmena asimétrico que dos mujeres mayores distintas de mi familia e iba maquillada como un payaso embalsamado, un ser de pesadilla. (Su cara parecía sujeta con alfileres.) En varias ocasiones, coincidiendo con momentos en los que quedaba el suficiente espacio vacío en la multitud de empleados como para que pudiéramos tener contacto visual, aquella secretaria y yo nos miramos el uno al otro con odio y repulsión mutuos. Es posible que hasta me enseñara los dientes durante un instante[92]. Algunos empleados que había sentados o de pie por toda la sala y sus pasillos conectados estaban leyendo expedientes o bien rellenando impresos que no era imposible que guardaran alguna relación con el trabajo que tenían asignado, pero la mayoría estaban mirando a la nada con cara de pasmarote o bien enzarzados en conversaciones desganadas y sin rumbo de esas que se tienen en el lugar de trabajo, de esas que (tal como descubriría) no tenían ni principio ni fin. Me notaba el pulso en dos o tres quistes del penfigoide que me bordeaba la mandíbula, lo cual quería decir que iban a ser de los malos. Aquella secretaria de pesadilla tenía en el borde de su mesa un dibujito enmarcado de esos que se tienen en el lugar de trabajo que representaba una tosca caricatura de una cara furiosa y debajo de ella la leyenda «Estoy al borde de un ataque de nervios… ¡SOLO ME FALTABAS TÚ!», que era algo que algunos de los empleados de la administración del instituto de secundaria de Philo también tenían expuesto, como esperando que la gente aplaudiera su ingenio.

El hecho de que a mí me estuvieran pagando por estar allí sentado leyendo un insípido libro de autoayuda —según el contrato de la Agencia, mi periodo de empleo había empezado legalmente a mediodía— mientras que a otros les estuvieran pagando por estar en una larga cola de gente que también cobraba solamente por averiguar qué tenía que hacer conmigo… todo aquello me resultaba inmensamente ineficiente e inepto, una perfecta ratificación de la opinión que imperaba entre ciertos miembros de mi familia de que el gobierno, la burocracia gubernamental y las regulaciones del gobierno constituían la forma más ineficaz, estúpida y poco americana de hacer las cosas, desde regular la industria del café instantáneo hasta fluorar el agua[93]. Al mismo tiempo, también me venían destellos de ansiedad ante la posibilidad de que todo aquel retraso y aquella confusión significaran que la Agencia tal vez se estuviera planteando descalificarme y expulsarme basándose en un historial distorsionado de conducta supuestamente incorrecta en la universidad de élite de la que me estaba tomando un año de permiso, con o sin sirenas. Tal como todo americano sabe, el desprecio y la ansiedad pueden coexistir perfectamente en el corazón humano. La idea de que la gente no siente más que una emoción cada vez no es más que otro engaño de los libros de memorias.

En resumen, me pasé en aquella zona de espera un rato que me pareció larguísimo, y estando allí tuve toda clase de impresiones y respuestas veloces y fragmentarias, de las cuales solamente incluiré aquí unos cuantos ejemplos. Recuerdo haber oído que un hombre de mediana edad que estaba sentado cerca de mí le decía «No te sulfures, chaval» a otro hombre mayor que estaba sentado en diagonal respecto a mí al otro lado de la puerta de uno de los pasillos que salían de la sala de espera, pero cuando levanté la vista de mi libro me encontré con que los dos hombres estaban sentados mirando al frente, sin expresión y sin dar ninguna señal de que ninguno de los dos necesitara dejar de «sulfurarse» de ninguna manera imaginable. Saliendo de uno de los pasillos radiales para atravesar un extremo de la zona de espera y coger otro de los pasillos vi a por lo menos una chica guapa, cuya palidez cremosa y pelo de color madera de cerezo recogido con un lazo de esos que se venden en las tiendas percibí con el rabillo del ojo, aunque un momento más tarde, cuando la miré directamente, solo pude ver una espalda (la de la chica) que se alejaba por el pasillo. Tengo que confesar que no estoy seguro de qué grado de detalle me debería permitir aquí, ni de cómo refrenarme para no imponerle a la zona de espera y a los diversos empleados una familiaridad que solamente adquirí más tarde. Contar la verdad es, por supuesto, mucho más difícil de lo que la mayoría de la gente normal supone. Recuerdo que una de las papeleras de la zona de espera contenía una lata vacía de Nesbitt’s, lo cual yo interpreté como prueba de que era muy posible que entre las máquinas de venta automática del CRE hubiera una máquina de Nesbitt’s. Igual que todas las salas atestadas en verano, el sitio estaba caldeado y no corría el aire. El olor a sudor de mi traje no era del todo mío; el cuello ancho de mi camisa tenía las puntas un poco dobladas hacia arriba.

Para entonces yo ya había sacado de mi portafolios aquel librito en edición de bolsillo y lo estaba leyendo, prestándole una atención parcial —que era lo máximo que merecía— mientras sujetaba un bolígrafo con los dientes. Tal como es posible que ya haya mencionado de pasada, el libro me lo había regalado el día anterior un pariente inmediato (el mismo en cuya papelera yo había encontrado la carta que hablaba de mi destinación en la Agencia Tributaria, arrugada y firmada por el otro pariente menos inmediato) y se titulaba Cómo caerle bien a la gente: receta instantánea para el éxito profesional, y en esencia yo solo estaba «leyendo» el libro para poder introducir toda una serie de comentarios cortantes y mordaces en el margen de cada frase manida, topicazo o memez empalagosa y mendaz que me encontraba, es decir, prácticamente al lado de cada párrafo. Mi idea era devolverle por correo el libro a aquel pariente inmediato al cabo de una semana o dos, junto con una voluble nota de agradecimiento plagada de los gestos y tácticas que el libro recomendaba, como, por ejemplo, usar de forma incesante el nombre de pila de la otra persona, enfatizando las áreas de acuerdo y de entusiasmo común, etcétera; una nota cuyo sarcasmo descarado aquel pariente[94] no detectaría hasta que abriera más tarde el libro y viera las agrias notas al margen de cada página. En la facultad, yo le había hecho un trabajo por encargo a un individuo que estaba matriculado en un curso interdisciplinario sobre «libros corteses» del Renacimiento y sobre la semiótica de la etiqueta, y ahora se me había ocurrido aludir en las notas al margen del libro a textos como La práctica de los caballeros de Peacham y Cartas a su hijo de Chesterfield, a fin de que la burla implícita fuera todavía más hiriente. Sin embargo, todo aquello no era más que una fantasía. La verdad era que yo nunca iba a enviar por correo el libro ni la nota; fue una pérdida de tiempo absoluta[95].

Las salas de espera atestadas de las oficinas tienen una coreografía especial, y yo sé que en cierto momento posterior la disposición del personal que estaba tanto sentado como de pie se alteró lo bastante como para permitirme tener de forma prolongada en mi campo visual, por encima del libro, un fragmento selecto de la oficina interior del Subdirector de Personal[96], oficina que era básicamente un cubículo grande con revestimiento de madera empotrado en la pared trasera de la sala de espera, y cuya entrada estaba justo detrás y a un lado de la mesa de la secretaria / recepcionista de pesadilla, una posición desde la cual ella podía fácilmente, y de hecho (daba esa sensación) a menudo hacía, estirar un brazo huesudo de color lavanda hasta meterlo en el umbral de la puerta del SDP para impedirle la entrada a alguien o incluso impedir a ese alguien que llamara a la puerta sin el nihil obstat especial de ella. (Esta resultó ser una verdadera ley de la burocracia administrativa: cuanto más compasivo y afectuoso era el funcionario de alto nivel, más desagradable y cancerberiana era la secretaria que obstaculizaba el acceso a él.) El auricular del teléfono multilínea de la mesa de la señora Sloper tenía un accesorio que le permitía ponérselo en el hombro y seguir usando ambas manos para sus tareas de secretaria, sin necesidad de realizar esa contorsión cervical de violinista que hace falta para colocarse un teléfono normal contra el hombro. Aquel pequeño artefacto o accesorio curvado, que era de plástico de color habano, resultó ser algo que la Administración de Sanidad y Seguridad en el Trabajo obligaba a usar a cierta clase de oficinistas de la administración federal. Personalmente, yo nunca había visto nada parecido. La puerta de la oficina que ella tenía detrás, y que estaba parcialmente entornada y tenía un cristal esmerilado en el que estaban inscritos el nombre y el largo y complejo título del SDP (a quien la mayoría de los pasapáginas de Angler’s Cove se referían con el sobrenombre burlón de «Sir John Feelgood», aunque yo tardé varias semanas en entender el contexto y la referencia hollywoodiense del mismo [detesto la gran mayoría de las películas comerciales]). El ángulo concreto de mi línea de visión atravesaba la puerta entreabierta y accedía a una sección en forma de cuña del despacho que había al otro lado. Dentro de dicha sección se veía una mesa vacía con una placa donde había un nombre y un título, una placa tan larga que se prolongaba más allá de los límites de la mesa por ambos lados (de la mesa, digo), así como un pequeño bombín o sombrero redondo de ejecutivo que colgaba un poco torcido de uno de aquellos extremos que sobresalían y tapaba con el ala las últimas letras de la placa, de tal manera que la inscripción del letrero de la mesa se convertía en: L. M. STECYK ASISTENTE DEL COMISIONADO ADJUNTO REGIONAL DE EXAMEN / PERSONA», lo cual me podría haber parecido gracioso de haber estado yo de un humor distinto.

Para explicar el contexto de aquella perspectiva que yo tenía del despacho: los miembros del personal que estaban sentados esperando más cerca de mí eran dos hombres jóvenes sin sombrero que ocupaban dos sillas de vinilo no del todo iguales situadas en un ángulo un poco oblicuo a mi izquierda y que sostenían sendas pilas de carpetas provistas de etiquetas con códigos de colores. Los dos aparentaban más o menos edad de ir a la universidad y llevaban camisas de manga corta, corbatas mal anudadas y zapatillas de tenis, en marcado contraste con los atuendos mucho más convencionalmente adultos de la mayoría de los ocupantes de la sala[97]. Aquellos chicos también estaban teniendo alguna clase de conversación larga y ociosa. Ninguno de ellos estaba sentado con las piernas cruzadas; los dos tenían hileras idénticas de bolígrafos en los bolsillos de las pecheras. Desde mi perspectiva, sus acreditaciones reflejaban las luces del techo y resultaban imposibles de descifrar. Mis maletas eran las únicas que había en nuestra zona, y una de ellas estaba invadiendo técnicamente la sección del suelo correspondiente al chico más cercano a mí, junto a su zapatilla sin marca; y sin embargo ninguno de ellos pareció mostrar ninguna curiosidad por la presencia de las maletas ni por la mía, ni siquiera ser conscientes de ella. Lo normal sería esperar cierta camaradería instantánea e implícita entre gente joven que se encuentra en un lugar de trabajo abarrotado de adultos de más edad —más o menos de la misma manera en que a menudo dos personas negras que no se conocen hacen un esfuerzo para saludarse o darse por enterados de la presencia del otro si todo el mundo que los rodea es blanco—, pero aquellos dos actuaban como si no hubiera en la misma sala alguien que era aproximadamente de la misma edad que ellos, incluso después de que yo levantara la vista de Cómo caerle bien… dos veces para mirar enfáticamente en su dirección. No tenía nada que ver con mis problemas de piel; a mí se me daba bien captar las distintas formas y motivos que tenía la gente para no mirarme. Aquellos dos parecían bastante acostumbrados a no hacer caso de los estímulos en general, un poco como los viajeros del metro de las ciudades más grandes de la Costa Este. Estaban hablando en tono muy serio:

—¿Cómo puedes ser tan obtuso todo el tiempo?

—¿Obtuso, yo?

—Carajo.

—No soy consciente de estar siendo obtuso para nada.

—..[98].

—Ni siquiera sé de qué estás hablando.

—Dios bendito.

… Pero yo no pude determinar si se trataba de una discusión seria o si simplemente se estaban chinchando el uno al otro, tal como suelen hacer los universitarios cínicos para pasar el rato. Al principio parecía imposible creer que el segundo chico no se diera cuenta de que sus alegaciones de no ser consciente de que era obtuso daban precisamente la razón al colega que lo estaba acusando de ser obtuso, por lo de no ser consciente, digo. En otras palabras, que yo no sabía si reírme o no. Había llegado a un párrafo de mi libro que recomendaba de forma explícita el reírse en voz alta de los chistes de los integrantes de un grupo como forma más o menos automática de solicitar o requerir la inclusión en ese grupo, o por lo menos en sus conversaciones; la tosca ilustración de aquella idea era el dibujito de un individuo plantado al lado de un grupo de gente que se reía en un cóctel o recepción (todos estaban sosteniendo algo que debían de ser copas de coñac poco profundas o bien copas de martini mal dibujadas). Los mierdifantes, sin embargo, no giraron la cabeza para nada ni tampoco se dieron por enterados de mi risa, que claramente fue lo bastante fuerte como para oírse incluso por encima del ruido de fondo. Lo que quiero decir es que fue al mirar en una prolongación de aquel mismo ángulo que pasaba por encima del hombro del mierdifante que había negado ser obtuso, más o menos fingiendo que miraba otra cosa situada más allá de ellos, tal como hace uno cuando su intento de intercambiar una mirada o de tener un momento de camaradería ha sido rechazado, cuando disfruté de un vislumbre momentáneo del despacho en sí del SDP, un vislumbre que me mostró que la mesa estaba vacía pero el despacho no, porque delante de la mesa había un hombre agachado frente a una silla en la que había otro hombre[99] inclinado[100] hacia delante y tapándose la cara con las manos. La postura, junto con el movimiento de las hombreras de la chaqueta del traje, dejaba muy claro que el segundo hombre estaba llorando. Nadie más entre la multitud de empleados que había en la sala de espera, o bien de pie en las colas que ahora se prolongaban más allá de los tres estrechos pasillos[101] y llegaban hasta la sala de espera, pareció ser consciente en aquel momento de esta pequeña escena, ni tampoco del hecho de que la puerta del despacho del SDP estaba entreabierta. El hombre que lloraba me estaba dando la espalda casi por completo[102], pero el otro que estaba agachado frente a él, poniéndole una mano en la hombrera y diciéndole algo en un tono que se notaba que debía de ser amable, tenía una cara ancha, blanda y ruborizada o bien rosada, con unas patillas frondosas y (me pareció a mí) incongruentes, una cara ligeramente anticuada, que, cuando su mirada encontró la mía (yo estaba tan interesado que me había olvidado del hecho de que los campos visuales son por su misma definición bidireccionales) en el mismo momento en que la secretaria detestable, que seguía hablando por teléfono, me veía ahora mirar más allá de ella y estiraba el brazo sin tener que mirar ni siquiera la puerta ni la posición de su pomo para cerrarla haciendo un ruido enfático, desplegó (la cara del administrador, digo, o sea, la del señor Stecyk) una expresión involuntaria de compasión y simpatía, una cara que resultaba casi conmovedora por su espontaneidad y su sinceridad carente de artificio, algo a lo que, tal como he explicado más arriba, yo no estaba acostumbrado para nada, y no tengo ni idea de cómo mi cara reaccionó en aquel momento de lo que me pareció un intercambio de miradas de alto voltaje, antes de que su cara afligida fuera reemplazada por el cristal esmerilado y mi mirada volviera apresuradamente a mi libro. Mi piel facial jamás había provocado una mirada así, ni una sola vez, y fue la expresión de aquella cara blanda y burocráticamente sesentera la que no paró de entrometerse en mi imaginación en la oscuridad del cuarto de los contadores, mientras la frente de la Crisis de Irán impactaba en mi abdomen una docena de veces en rápida sucesión y luego se retiraba a una distancia receptiva que pareció, en aquel instante de tensión, mucho más grande de lo que en realidad podía haber sido, en términos realistas.