Sueño: Yo veía hileras de caras en escorzo sobre las que se proyectaban tenues emociones como si fueran la luz de un fuego lejano. La plácida desesperación de la vida adulta. El complejo pesar. Un par de ellos, los más vivos, tenían mejor cara, aunque carente de propósito. Otros muchos tenían tan poca expresión como los rostros de las monedas. En los márgenes había oficinistas enfrascados en esas pequeñas tareas interminables del tipo mandar cosas por correo, archivar y clasificar, con las caras inexpresivamente ávidas, llenas de esa energía inconsciente que uno ve en los bichos, las malas hierbas y los pájaros. Dio la impresión de que el sueño duraba horas, pero cuando me desperté, los brazos de Superman (el despertador era un regalo) seguían en la misma posición que la última vez que los había mirado.
Aquel sueño era la forma que tenía mi psique de hablarme del aburrimiento. Creo que de niño me aburría un montón, pero «aburrimiento» no es como yo lo llamaba; yo de lo que era consciente era de que me preocupaba mucho. Era un niño inquieto, nervioso, ansioso y preocupado. Eran las palabras de mis padres, y yo las hice mías. Los domingos por la tarde lluviosos y distendidos, mientras mi madre y mi hermano estaban en un recital y mi padre estaba dormido en el sofá delante de un partido de los Bengals, con el libreto de Norma abierto sobre el pecho, yo experimentaba esa modalidad de tedio que planea y que no tiene techo, que trasciende el tedio y se convierte en preocupación. No me acuerdo de qué cosas me preocupaban, pero sí recuerdo la sensación, y era una ansiedad cuya ausencia de objeto en sí era precisamente lo que la convertía en algo horrible y descontrolado. Me asomaba a la ventana y veía el cristal en vez de lo que había al otro lado. Pensaba en todos los pequeños juegos y juguetes y proyectos educativos que mi madre siempre me estaba sugiriendo y desde el seno de mi aburrimiento no solamente los encontraba poco atractivos sino que era incapaz de entender cómo existían personas que tuvieran la energía inconsciente necesaria para emprender cualquier clase de pasatiempos infantiles, o bien para quedarse sentado sin moverse y en silencio durante el tiempo suficiente como para leer un libro ilustrado: el mundo entero era un lugar torpe, debilitado y cargado de preocupaciones. Las palabras y las sensaciones de mis padres se iban convirtiendo en las mías a medida que yo adoptaba las responsabilidades de mi rol en el drama familiar, el hijo delicado de los nervios, objeto de la preocupación de mi madre, mientras que mi hermano era el hijo dinámico y con talento cuyo piano llenaba con su música la casa después de la escuela y mantenía el crepúsculo en el lugar que le correspondía, al otro lado de las ventanas. En la psicoterapia que hice después del incidente con mi hijo, fui haciendo asociaciones libres hasta llegar al recuerdo de una presentación sobre Aquiles y Héctor en la clase de Grandes Libros, durante el penúltimo curso de secundaria, y recuerdo haberme dado cuenta con claridad de que mi familia era Aquiles, mi hermano era el escudo de Aquiles y yo era su talón, la parte de la familia a la que mi madre se había aferrado hasta quitarle la divinidad, y aquel descubrimiento me llegó en medio de mi discurso y se marchó tan deprisa que yo ni siquiera tuve tiempo de quedarme con él, aunque durante gran parte de mi adolescencia y de mis primeros años de adulto me vi a mí mismo como un talón o un pie; a menudo mis reproches interiores asumían la forma de llamarme a mí mismo «talón», por ejemplo, y es cierto que a menudo los pies de la gente, sus zapatos, calcetines y tobillos eran lo primero que yo veía de ellos. Mi padre, asimismo, era el guerrero vencido pero irreductible, machacado a diario por una campaña cuya misma falta de sentido formaba parte de su poder corrosivo. El rol de mi madre en el corpus de Aquiles todavía no está claro. Tampoco estoy seguro de si mi hermano era consciente durante su infancia del hecho de que su ensayo de la tarde siempre coincidía con el regreso a casa de mi padre; en cierto sentido, creo que toda la carrera pianística de mi hermano estaba diseñada en torno a este requisito de que hubiera luz y música en el momento en que mi padre volvía a entrar a las 5.42, que en cierta manera su vida dependía de ello; todas las tardes llevaba a cabo una transición opuesta a la del sol: de la muerte a la vida.
No es de extrañar que yo tuviera problemas en la escuela primaria, con sus hileras de caras vacías y sus luces sin sombras y sus alambradas en las ventanas y con aquella disciplina educativa que seguía vigente en el Medio Oeste: la memorización y la regurgitación, la gramática prescriptiva y los diagramas de oraciones, y sin más decoración que el abecedario pegado con letras de cartulina sobre un estucado de corcho que discurría por encima de la pizarra. Cada aula contenía treinta pupitres dispuestos en cinco hileras de seis; todas tenían baldosines blancos en el suelo decorados con unas formas insustanciales de nubes marrones y grises que estaban todas entrecortadas porque la persona que había puesto los baldosines no se había molestado en hacer coincidir los dibujos. Todas las aulas tenían un reloj en la pared, fabricado por Benrus, sin segunda manecilla y con un minutero cuyos movimientos eran pasitos discretos en lugar de un discurrir silencioso y continuo; el sistema de relojes estaba conectado con el timbre de la escuela, que sonaba a falta de cinco minutos para cada hora en punto, otra vez a la hora en punto y por fin de una manera más funesta a la hora y dos minutos, señalando a los que llegaban tarde e interrumpiendo los comentarios iniciales de los instructores. La escuela olía a pegamento, a botas de goma, a comida rancia de cafetería y a un olor cálido y biótico a abundancia de cuerpos y al adhesivo del suelo de baldosines mientras trescientos mamíferos calentaban las aulas a lo largo del día. El profesorado se componía en su mayoría de mujeres asexuadas, mayores (es decir, mayores que mi madre) y severas pero no carentes de amabilidad, con una pequeña proporción de hombres más jóvenes —uno de ellos, que daba matemáticas en cuarto, se llamaba directamente señor Goodnature—, movidos a dar clases a niños por un vago idealismo político que por entonces se empezaba a formar (sin que yo lo supiera) en los campus universitarios que quedaban bien lejos de mi mundo. Aquellos jóvenes eran los peores, y algunos de ellos eran auténticos tiranos, deprimidos y amargados porque el idealismo que los había traído a trabajar con nosotros no tenía nada que ver con la burocracia petrificada del sistema escolar de Columbus ni con la pasividad apática de los niños a los que ellos habían soñado inspirar (leer, adoctrinar) con un izquierdismo blando («paz» era una gran palabra para aquellos hombres) que se replicaba y halagaba a sus partidarios, unos niños que en cambio se encontraban estancamente encerrados en sí mismos y en un tedio institucional del que no eran conscientes pero que ya les había robado los corazones.