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Ni siquiera estoy seguro de saber qué decir. Para ser sincero, hay muchas cosas de las que no me acuerdo. Me da la impresión de que mi memoria ya no funciona de la misma manera que antes. Es posible que esta clase de trabajo te cambie. Aunque sean los exámenes de a pie. Puede que te cambie realmente la mente. A casi todos los efectos, ahora es casi como si estuviera atrapado en el presente. Si por ejemplo me bebiera un Tang, no me recordaría a nada. Solamente me sabría a Tang.

Si he entendido bien, se supone que tengo que explicar cómo llegué a esta profesión. De dónde vengo, por decirlo de alguna manera, y lo que significa para mí la Agencia.

Creo que la verdad es que yo era un nihilista de la peor clase: de esa clase que ni siquiera es consciente de que es nihilista. Era como un papel que el viento arrastra por la calle y que piensa: «Ahora creo que voy a volar para aquí, ahora creo que voy a volar para allá». Mi respuesta esencial a todo era: «Qué más da».

Todo esto se acentuó al acabar el instituto, cuando deambulé varios años sin rumbo, pasé por tres universidades distintas, por una de ellas dos veces, y empecé cuatro o cinco carreras. Puede que una de las carreras fuera de ciclo corto. La verdad es que yo estaba hecho un colgado. En esencia, carecía de motivación, de eso que mi padre llamaba «tener iniciativa». Además, me acuerdo de que por entonces todo era bastante vago y abstracto. Hice muchas clases de psicología, ciencia política y literatura. Clases en las que todo era vago y abstracto y estaba abierto a interpretación, y a su vez esas interpretaciones estaban abiertas a más interpretaciones. Yo solía mecanografiar mis trabajos de clase el mismo día en que había que entregarlos, y normalmente me ponían algo así como un notable con comentarios docentes del tipo «Tiene cosas interesantes» o «¡No está mal del todo!» debajo de la calificación. Todo lo hacía de forma puramente mecánica, nada representaba nada para mí: hasta las mismas clases venían a decir que nada significaba nada, que todo era abstracto y se podía someter a interpretación infinita. El problema, claro, era que los trabajos de clase se tenían que entregar sí o sí, era un formalismo que había que cumplimentar, pese a que nadie te explicaba nunca por qué, ni tampoco cuál se suponía que tenía que ser tu motivación última. Estoy seguro al noventa y nueve por ciento de que durante todo aquel tiempo no hice más que una clase de Introducción a la Contabilidad, y que no me fue mal hasta que llegamos a las tablas de depreciación, o sea a lo del método de la línea recta frente a la depreciación acelerada, y la combinación de dificultad con puro aburrimiento que presentaban las tablas de depreciación acabó con mi iniciativa, sobre todo después de perderme un par de clases y quedarme descolgado, que es algo fatal cuando estás estudiando la depreciación, de manera que terminé dejando aquella clase y aceptando un no presentado. Eso fue en el Lindenhurst College: la clase introductoria que hice más tarde en la DePaul University llevaba el mismo título pero el énfasis no era exactamente el mismo. También recuerdo que los no presentados le daban a mi padre bastante más rabia que las malas notas, lo cual es comprensible.

Recuerdo tres periodos distintos durante aquella época de falta de motivación en que dejé los estudios y traté de coger eso que se llaman trabajos de verdad. Uno de ellos fue de guardia de seguridad en un parking de North Michigan, otro de taquillero de espectáculos en el Liberty Arena, otro durante muy poco tiempo en la cadena de montaje de la planta de Cheese Nabo, manejando el inyector de sucedáneo de queso, y otro para una empresa que fabricaba e instalaba suelos de gimnasios. Luego, al cabo de una temporada, me veía incapaz de soportar el aburrimiento de aquellos trabajos, que eran todos increíblemente aburridos y absurdos, así que los dejaba y básicamente me inscribía en otra facultad y trataba de empezar la universidad desde cero. Mi expediente académico parecía un collage artístico. Como es comprensible, esta rutina acabó por cansar a mi padre, que trabajaba de supervisor de sistemas de costo para el Ayuntamiento de Chicago, aunque durante aquella época todavía vivía en Libertyville, que se podría describir como un barrio residencial de la alta burguesía del norte de la ciudad. Él solía decirme en tono seco y con la cara completamente seria que yo me estaba poniendo en forma para ser un corredor fenomenal de los veinte metros lisos. Era su manera de apretarme las clavijas. Mi padre leía mucho y era dado a las expresiones secas y sardónicas. En otra ocasión, sin embargo, después de que me pusieran un no presentado o de abandonar alguna facultad y volver a casa, me acuerdo de que yo estaba en la cocina cogiendo algo de comida y lo oí discutir con mi madre y con Joyce y decirles que yo no servía ni para atarme los zapatos. Creo que fue lo más furioso que le oí decir durante todo aquel periodo mío de dispersión. No me acuerdo con exactitud del contexto, pero sabiendo lo circunspecto y esencialmente reservado que solía ser mi padre estoy seguro de que debí de haber hecho algo especialmente irresponsable o patético para provocarle. No me acuerdo de la respuesta de mi madre, ni de cómo llegué exactamente a oír el comentario, puesto que escuchar a escondidas a tus padres parece algo que solamente haría un niño mucho más pequeño.

Mi madre se mostraba más compasiva, y siempre que mi padre empezaba a apretarme las clavijas con lo de mi falta de rumbo mi madre se ponía de mi lado hasta cierto punto y decía que yo estaba intentando encontrar mi camino en la vida, y que no todos los caminos están delineados con luces de neón como las pistas de aterrizaje de los aeropuertos, y que yo tenía la responsabilidad para conmigo mismo de encontrar mi camino y dejar que las cosas se desplegaran a su ritmo. Por lo que sé de psicología básica, se trata de una dinámica bastante típica: el hijo es irresponsable y carece de rumbo, la madre se muestra compasiva y cree en el potencial de su hijo y se pone de su lado, el padre se muestra irritado y no para nunca de criticar y de apretarle las clavijas al hijo, pero aun así, a la hora de la verdad, siempre acaba aflojando el cheque para la siguiente universidad. Me acuerdo de que mi padre se refería al dinero como «el disolvente universal de la ambivalencia», refiriéndose a aquellos pagos de matrículas. Tendría que mencionar que para entonces mi madre y mi padre ya estaban divorciados de forma amistosa, lo cual también era algo típico de aquella época, de manera que también entraban en juego un montón de dinámicas psicológicas típicas de los divorcios. Lo más seguro es que en miles de hogares de toda América se estuviera desplegando la misma clase de dinámica: el hijo que intentaba rebelarse más o menos de forma pasiva pese a seguir atado financieramente al padre, junto con todos los problemas psicológicos típicos que acompañaban a esa situación.

En cualquier caso, todo aquello tenía lugar en el área metropolitana de Chicago durante la década de 1970, un periodo que ahora me parece tan vago y abstracto como yo mismo era por entonces. Tal vez la Agencia y yo tengamos eso en común: que da la impresión de que para nosotros la pasada década tuvo lugar hace mucho más tiempo, por culpa de todo lo sucedido desde entonces. En cuanto a mí, me costaba el mero hecho de prestar atención, y las cosas de las que me acuerdo ahora parecen en su mayoría absurdas. Me refiero a las que recuerdo de verdad, no a aquellas de las que solo guardo una impresión general. Recuerdo que tenía el pelo bastante largo, quiero decir largo por los cuatro costados, y sin embargo siempre llevaba raya a un lado y lo mantenía en su sitio con un espray que venía en un bote de color rojo oscuro. Me acuerdo del color de aquel bote. Me acuerdo de la ropa que llevaba: muchas prendas de color naranja oscuro y marrón, estampados de cachemir con mucho rojo, pantalones de pana de pata de elefante, acetato y nailon, cuellos largos de camisa, chalecos de tela vaquera. Tenía un colgante con un signo de la paz metálico que pesaba media libra. Mocasines náuticos y unos Timberland amarillos y un par de relucientes botines de vestir de cuero marrón que tenían cremalleras a los costados y de los que solo se veían las punteras picudas por debajo de las patas de elefante. El pequeño collarín sensible de cuero alrededor del cuello. La psicodelia comercial. La obligatoria chaqueta de gamuza. Los vaqueros cuyos bajos se arrastraban por el suelo y se deshacían en hilo blanco. Cinturones anchos, calcetines de tubo y zapatillas de correr japonesas. El atuendo estándar. Me acuerdo de los abrigos rojos e inflados de nailon y plumón que hacían que todos tuviéramos pinta de globos de desfile. Los rasposos pantalones blancos de pintor con aquellas trabillas en los costados de las caderas que supuestamente eran para poner las herramientas. Me acuerdo de que todo el mundo odiaba a Gerald Ford, no tanto por exonerar a Nixon como por caerse todo el tiempo. Todo el mundo lo despreciaba. Vaqueros de marca muy azules. Me acuerdo de que la tenista feminista Billie Jean King derrotó en la tele a un tenista masculino con pinta de ser muy mayor y de estar muy débil, y que eso emocionó mucho a mi madre y a sus amigas. Durante aquella época, los términos «cerdo machista», «liberación femenina» y «estanflación» me resultaban vagos e indistintos, un poco como escuchar ruidos de fondo sin acabar de prestar atención. No me acuerdo de qué hacía yo con mi atención verdadera, hacia dónde la dirigía. Yo nunca hacía nada y sin embargo tampoco era capaz de quedarme quieto como una persona normal y ser consciente de lo que estaba pasando. Es difícil de explicar. Me acuerdo vagamente de Cronkite de joven, de Barbara Walters y de Harry Reasoner; creo que no veía mucho las noticias. Nuevamente, sospecho que esto era más típico de lo que yo pensaba por entonces. Una cosa que se aprende haciendo exámenes de a pie es lo poco que se organiza la mayoría de la gente y la poca atención que presta a cualquier cosa que tenga lugar fuera de su pequeña esfera. Alguien llamado Howard K. Smith también salía mucho en las noticias, por lo que recuerdo. Ahora casi nunca se oye la palabra «gueto». Me acuerdo de la Acapulco Gold frente a la Colombia Gold, del Ritalin frente al Ritadex, del Cylert y el Obetrol, de Laverne & Shirley, del Desayuno Instantáneo Carnation, de John Travolta, de la fiebre de la música disco y de las camisetas infantiles donde salía Fonzie de Días felices. Y de las camisetas con la viñeta de «Keep On Truckin’», que le encantaban a mi madre, donde salía una gente caminando con unas suelas de zapatos anormalmente grandes. Me acuerdo de preferir, como la mayoría de los niños de mi edad, el Tang al zumo de naranja de verdad. De Mark Spitz y de Johnny Carson, de haber visto por la tele una celebración en 1976 donde una flotilla de embarcaciones antiguas llegaba a un puerto. De fumar hierba después de las clases del instituto y luego ver la tele y comerme los polvos de Tang del bote con el dedo, mojando el dedo y metiéndolo dentro, una y otra vez, hasta que bajaba la vista y no me podía creer lo poco que quedaba ya en el bote. De estar sentado con mis amigos colgados y tal y cual… y nada de todo aquello significaba nada. Era como si yo estuviera muerto o dormido sin ser siquiera consciente de ello, igual que en esa expresión que se usa en Wisconsin, «no estaba lo bastante despierto ni para tumbarme».

Me acuerdo de que en el instituto me pasaba Dexedrinas un chico a cuya madre se las recetaron para subirle el estado de ánimo, y me acuerdo del sabor tan raro que tenían, y de aquel efecto tan notable que producían de hacer que desapareciera mi problema de contar mientras leía o hablaba —las llamaban bellezas negras—, pero de que al cabo de un rato te provocaban un dolor en la baja espalda y un aliento realmente asqueroso. La boca te sabía igual que esas ranas que ya llevan mucho tiempo muertas dentro de sus frascos empañados en la clase de biología, cuando abrías el frasco por primera vez. Solo recordarlo me entran náuseas. También me acuerdo de cuando mi madre se enfadó muchísimo porque Richard Nixon saliera reelegido con tanta facilidad, y me acuerdo porque fue por esa época cuando probé el Ritalin, que le compré a un chico de la clase de Culturas del Mundo que tenía un hermano pequeño en la escuela primaria a quien se lo recetaba un médico que no llevaba muy bien la cuenta de sus recetas, y había gente que pensaba que el Ritalin no era gran cosa comparado con las bellezas negras, pero a mí me gustó mucho, al principio porque conseguía que me resultara posible y hasta interesante sentarme y estudiar durante periodos largos de tiempo, y de verdad que me encantaba, pero costaba de conseguir en grandes cantidades, el Ritalin, sobre todo después de que al parecer al hermano pequeño se le fuera la pelota un día en su escuela primaria por no tomarse el Ritalin y los padres y el médico descubrieran lo que estaba pasando con las recetas, y de pronto dejara de haber un tipo con granos y gafas de color rosa vendiendo a cuatro dólares pastillas de Ritalin que sacaba de su taquilla del pasillo de primero y segundo.

Creo recordar que en 1976 mi padre predijo abiertamente que Ronald Reagan iba a ser presidente y que hasta hizo un donativo a su campaña, aunque ahora que lo pienso creo que Reagan ni siquiera se presentó en 1976. Así era mi vida antes del cambio repentino de dirección que me llevó a trabajar para la Agencia. Las chicas llevaban gorra o gorros de tela vaquera, pero los tíos no molaban nada si se ponían gorro. Los gorros eran objeto de mofa. Las gorras de béisbol eran para los palurdos del sur del estado. Los hombres mayores un poco serios seguían llevando sombreros de traje por la calle, sin embargo. Ahora casi me acuerdo mejor del sombrero de mi padre que de la cara que había debajo. Antes me dedicaba a intentar imaginarme la cara que tendría mi padre cuando estaba solo —me refiero a la expresión de su cara y sus ojos—, cuando se quedaba a solas en la oficina donde trabajaba del edificio anexo del Ayuntamiento, en el centro, y no había nadie presente para quien diseñar una expresión. Me acuerdo de que los fines de semana mi padre se ponía pantalones cortos de madrás y calcetines negros y salía así a cortar el césped, y a veces yo veía por la ventana la pinta que tenía así vestido y el hecho de estar emparentado con él me causaba un dolor verdadero. Me acuerdo de que todo el mundo fingía ser un samurái o que decía «¡Anda ya!» en toda clase de contextos distintos: eso molaba. Para mostrar aprobación o emoción decíamos: «Brutal». En la universidad se oía la palabra «brutal» cinco mil veces al día. Me acuerdo de algunos de mis intentos de dejarme patillas en la DePaul y de que siempre me las terminaba afeitando, porque siempre llegaba un punto en que acababan pareciendo vello púbico. Del olor a Brylcreem de la banda elástica del sombrero de mi padre, de Garganta Profunda, de Howard Cosell y del hecho de que a mi madre se le veían los ligamentos de la garganta cuando ella y Joyce se reían. Se reía haciendo aspavientos con las manos o doblándose por la cintura. Mi madre siempre se ha reído de una forma muy física: usaba todo el cuerpo.

Otra palabra que se usaba constantemente era «tranqui», aunque ya cuando se empezó a usar me molestaba, simplemente no me gustaba. Pese a todo, es probable que yo también la usara a veces, sin ser consciente de estar haciéndolo.

Mi madre es de esas mujeres mayores un poco desgarbadas que parece que con la edad se van volviendo flacas y duras en lugar de inflarse, se van poniendo cada vez más correosas y las articulaciones se les ponen más puntiagudas y los pómulos más prominentes. Me acuerdo de que a veces cuando la veía pensaba en cecina y luego me sentía fatal por haber hecho esa asociación de ideas. Había sido bastante atractiva en su época, sin embargo, y en parte su pérdida posterior de peso fue de tipo nervioso, porque después de lo que pasó con mi padre se fue poniendo peor y peor de los nervios. También es cierto que otro factor que hizo que ella me defendiera frente a mi padre en la época en que yo me dedicaba a ir de universidad en universidad eran los problemas que yo había tenido con la lectura en la escuela primaria cuando vivíamos en Rockford y mi padre trabajaba en el Ayuntamiento de Rockford. Aquello fue a mediados de los sesenta, en la Machesney Elementary. De repente entré en una fase en que no podía leer. No quiero decir que no supiera leer: mi madre sabía que yo sabía leer porque solíamos leer juntos los libros infantiles. Y, sin embargo, durante casi dos años en la Machesney, en lugar de leer yo me dedicaba a contar las palabras, como si leer fuera lo mismo que contar las palabras. Por ejemplo: «Y entonces vino Fiel Amigo para salvarme de los cerdos» equivalía a diez palabras, que yo me dedicaba a contar del uno al diez, en lugar de entenderlas como una frase que hacía que te cayera todavía mejor el Fiel Amigo del libro. Fue un extraño problema en mi desarrollo estructural de aquella época que causó muchas dificultades y vergüenza y también fue una de las razones de que nos mudáramos al área metropolitana de Chicago, ya que por una temporada pareció que yo iba a tener que asistir a una escuela especial de Lake Forest. Tengo muy pocos recuerdos de aquella época, salvo la sensación de que no es que tuviera un deseo especial de contar palabras ni tampoco la intención de hacerlo, simplemente no podía evitarlo: resultaba frustrante y extraño. La cosa empeoraba en situaciones de presión o nerviosismo, lo cual es típico de esa clase de problemas. En todo caso, una parte de la feroz defensa que hacía mi madre del hecho de dejarme experimentar y aprender las cosas a mi manera viene de aquella época, cuando el Distrito Escolar de Rockford reaccionó a mi problema de una serie de maneras que a ella no le parecieron ni útiles ni justas. Lo más seguro es que parte de su proceso de concienciación y su entrada en el movimiento de liberación femenina de los años setenta también viniera de esa época en que intentaba luchar contra la burocracia del distrito escolar. A veces todavía recaigo en lo de contar palabras, mejor dicho, me dedico a contarlas mientras leo o hablo, es como una especie de ruido de fondo o proceso inconsciente, un poco como respirar.

Por ejemplo, desde que empecé ya he dicho 3.292 palabras. Me refiero a 3.292 palabras hasta el punto de decir «por ejemplo», pero 3.302 si contamos la frase de ejemplo, que también la he contado. Los números los cuento como una sola palabra sin importar lo largos que sean. Tampoco es que signifique nada: es más bien un tic mental. No me acuerdo exactamente de cuándo empezó. Sé que nunca tuve problemas para aprender a leer ni para leer aquellos libros de Sam and Ann con que te enseñaban a leer, así que la cosa debió de empezar después de segundo curso. Sé que mi madre, cuando era niña en Beloit, Wisconsin, que es donde creció, tenía una tía con el tic de lavarse las manos una y otra vez sin poder parar, y que la cosa se agravó tanto que acabó teniendo que ir a un sanatorio. Creo recordar haber pensado que mi madre asociaba de alguna manera mi problema de contar con aquella tía suya que siempre estaba de pie frente al lavabo, y que no lo veía como una forma de retraso ni tampoco como una incapacidad para sentarme ahí y leer tal como me mandaban, que al parecer era como lo veían las autoridades escolares de Rockford. En todo caso, de todo aquello nació su odio a las instituciones tradicionales y a la autoridad, que fue otra de las cosas que contribuyeron a alienarla gradualmente de mi padre y a poner en jaque su matrimonio y todo eso.

Recuerdo una vez, creo que en 1975 o 1976, en que me afeité una sola patilla y durante una temporada me dediqué a ir así, convencido de que llevar una sola patilla me convertía en un inconformista —no estoy bromeando—, y a entablar conversaciones largas y solemnes con chicas en las fiestas en las que ellas me preguntaban qué «significaba» aquella patilla solitaria. Cuando me acuerdo de muchas de las cosas que yo decía y creía durante aquella época, todavía me estremezco, literalmente. Me acuerdo de KISS, REO Speedwagon, Cheap Trick, Styx, Jethro Tull, Rush, Deep Purple y, por supuesto, de los buenos de Pink Floyd. Me acuerdo del BASIC y del COBOL. El COBOL era el sistema que había instalado en el hardware de sistemas de costo de la oficina de mi padre. Él tenía un conocimiento increíble de los ordenadores de la época. Me acuerdo de aquellos transistores de bolsillo anchos de Sony y del hecho de que muchos negros de la ciudad llevaban las radios en alto pegadas a la oreja, mientras que los chicos blancos de los barrios residenciales usaban aquel pequeño auricular optativo, parecido a los del Departamento de Investigación Criminal, que había que limpiar casi todos los días o se ponía asqueroso. Hubo la crisis energética y la recesión y la estanflación, aunque no me acuerdo de en qué orden tuvieron lugar; sí que sé, sin embargo, que la principal crisis energética debió de producirse mientras yo estaba viviendo otra vez con mis padres después de pasar por el Lindenhurst College, porque alguien me vació el depósito del coche de mi madre mientras yo estaba de fiesta en plena madrugada con unos viejos amigos del instituto, algo que a mi padre no le hizo ninguna gracia, como es comprensible. Me parece que durante aquel periodo la ciudad de Nueva York llegó a entrar en bancarrota. También hubo el desastre en 1977 cuando el estado de Illinois llevó a cabo el experimento de hacer progresivo el impuesto estatal sobre las ventas, algo que sé que molestó mucho a mi padre pero que por entonces yo no entendí ni tampoco me importó. Más adelante, por supuesto, entendería por qué hacer progresivo un impuesto sobre las ventas es una idea tan terrible, y por qué el caos resultante fue más o menos lo que le costó su puesto al gobernador de entonces. Por aquella época, sin embargo, no recuerdo haberme fijado en nada más que en las multitudes desacostumbradamente terribles y en el barullo de las compras navideñas de finales del 77. No sé si eso es relevante. Dudo que le interese mucho a nadie fuera de este estado, aunque entre los pasapáginas más antiguos del CRE se siguen haciendo chistes sobre aquello.

Recuerdo sentir literalmente un odio físico hacia la mayoría del rock comercial; hacia la música disco, por ejemplo, que todo el mundo que molaba tenía que odiar, y hacia todos los grupos de rock que tenían nombres de lugares de una sola palabra: Boston, Kansas, Chicago, America… todavía siento un odio casi físico hacia ellos. Y recuerdo creer que yo y como mucho un par de amigos míos nos contábamos entre la escasísima gente en el mundo que entendía verdaderamente lo que Pink Floyd intentaba decir. Resulta embarazoso. La mayor parte de estos recuerdos casi dan la impresión de pertenecer a otra persona. Prácticamente no conservo ninguno de mi primera infancia, solamente pequeños destellos extraños y aislados. Cuanto más fragmentado es el recuerdo, sin embargo, más parece ser auténticamente mío, lo cual es extraño. Me pregunto si hay alguien que tenga la sensación de ser la misma persona que cree recordar. Probablemente eso le causaría un colapso nervioso. Probablemente ni siquiera tendría ningún sentido.

No sé si con esto basta. No sé qué le han dicho los demás.

La palabra que usábamos por aquella época para denominar a la clase de nihilista de la que le hablo era «colgado».

Me acuerdo de que yo compartía habitación en una residencia universitaria de la UIC situada en una torre de pisos con un alumno de segundo muy moderno y enrollado de Naperville que también llevaba patillas y collarín de cuero, y tocaba la guitarra. Se consideraba muy inconformista, y también muy disperso y nihilista, y estaba muy metido en la movida de los colgados drogatas de la facultad, y conducía un Firebird de 1972 que tengo que admitir que era chulísimo y del que luego resultó que sus padres le pagaban el seguro. No me acuerdo de cómo se llamaba, por mucho que lo intento. UIC eran las siglas de la Universidad de Illinois, campus de Chicago, una gigantesca universidad urbana. La residencia donde nos alojábamos estaba en la misma Roosevelt Road, y nuestras ventanas principales daban a una clínica podológica del centro —tampoco me acuerdo de cómo se llamaba— que tenía un enorme letrero de neón elevado y electrificado que rotaba sobre su poste de ocho de la mañana a ocho de la noche, con el nombre de la clínica y su número de teléfono mnemónico y terminado en 3668 por un lado y el enorme contorno a color de un pie humano por el otro —nosotros suponíamos que era un pie femenino, a juzgar por las proporciones—, y me acuerdo de que aquel compañero de habitación y yo formulamos una especie de ritual que requería que estuviéramos frente a nuestras ventanas cada noche a las ocho para ver cómo el letrero del pie se apagaba y dejaba de rotar al cerrar la clínica. El letrero siempre se apagaba al mismo tiempo que las luces de las ventanas y eso nos hizo postular la teoría de que todo iba con un solo interruptor. La rotación del letrero no se detenía de golpe. Más bien se iba ralentizando poco a poco, dando una impresión como de ruleta de la fortuna que se iba deteniendo. El ritual consistía en que si el letrero se detenía con el pie señalando en la dirección contraria, nos íbamos a estudiar a la biblioteca de la UIC, pero si se detenía con el pie o alguna parte importante del mismo señalando hacia nuestras ventanas, entendíamos que nos estaba mandando una «señal» (atención al doble sentido increíblemente obvio), e inmediatamente nos quitábamos de encima cualquier tarea académica o supuesta responsabilidad que tuviéramos y nos íbamos al Hat, que por entonces era el pub de moda de la UIC y el sitio al que se iba para escuchar música en directo, y allí nos dedicábamos a beber cerveza y jugábamos a encestar monedas en los vasos y les contábamos a todos los demás chicos cuyos padres les pagaban la matrícula nuestros rituales con el pie rotatorio a fin de darles la impresión de ser unos colgados y de estar en la onda. Me da una vergüenza tremenda acordarme de estas cosas. Me acuerdo del letrero del podólogo y del Hat y del aspecto que tenía el Hat y hasta de su olor, pero no me acuerdo de cómo se llamaba aquel compañero de habitación, pese a que lo más seguro es que durante todo aquel año nos estuviéramos yendo juntos de fiesta tres o cuatro noches por semana. El Hat no tenía nada que ver con el Meibeyer, que es el pub al que van casi todos los examinadores de a pie de este CRE, y que también usa los sombreros como insignia y cuenta con elaborados sombrereros en su interior, pero los de aquí se supone que son sombreros de agentes tributarios y contables de la administración históricos, sombreros que pertenecieron a individuos adultos importantes. Lo que quiero decir es que la semejanza es pura coincidencia. En realidad había dos Hat, estaban como franquiciados: estaba el de la UIC en Cermak con Western y luego había otro en Hyde Park para los chicos más motivados y concentrados de la University of Chicago. En nuestro Hat todo el mundo llamaba al Hat de Hyde Park «la kipá». Aquel compañero de piso no era mal tipo ni tampoco mezquino, aunque resultó que en realidad solamente sabía tocar tres o cuatro canciones con su guitarra y se dedicaba a tocarlas una y otra vez, y que justificaba de forma descarada el hecho de vender drogas alegando que era una forma de rebelión social en lugar de capitalismo puro y simple, y ya por entonces yo me daba cuenta de que el tipo era un conformista total a los estándares del supuesto inconformismo que existían a finales de los setenta, y a veces sentía desprecio por él. Puede que lo odiara un poco. No es que yo estuviera libre de culpa, claro, pero esa clase de proyección y desplazamiento descarados formaban parte de la hipocresía nihilista de todo aquel periodo.

Me acuerdo del anuncio de la «no cola» y de que los anuncios de Noxzema siempre tenían un tema musical potente y muy movido. Parece que recuerdo un montón de diseños de textura de madera de cosas que no eran de madera, y también camionetas rurales con paneles laterales diseñados para parecer de madera. Me acuerdo de Jimmy Carter dirigiéndose al país en chaqueta de punto, y tengo la vaga idea de que el hermano de Carter había resultado ser un colgado y un capullo notorio que avergonzaba al presidente por el mero hecho de estar emparentado con él.

Creo que yo no votaba. La verdad es que no me acuerdo de si votaba o no. Lo más seguro es que planeara hacerlo y dijera que iba a hacerlo y luego me distrajera de alguna manera y no llegara a hacerlo. Eso sería típico de aquella época.

No hace falta decir, claro, que por aquella época me pegaba unas fiestas tremendas. No sé cuánto debería explicar al respecto. Pero no me pegaba ni más fiestas ni menos que toda la gente a la que yo conocía; de hecho, para ser exactos, ni más ni menos. Toda la gente que yo conocía y con la que iba eran colgados, y lo sabíamos. Estaba de moda avergonzarse de ello, de una manera extraña. Había una extraña especie de desesperación narcisista. Hasta el mero hecho de sentirse perdido y sin rumbo lo convertíamos en algo romántico. Es cierto que a mí me gustaban el Ritalin y ciertas clases de anfetas, como el Cylert, y que eso no era muy habitual, pero en materia de fiesta cada cual tenía sus preferencias idiosincrásicas. Yo tampoco tomaba cantidades increíbles de anfetas, y además las clases que me gustaban no eran fáciles de conseguir: más bien había que toparse con ellas. El compañero de habitación del Firebird azul estaba obsesionado con el hachís, que él siempre describía como una droga muy «tranqui».

Mirando hacia atrás, dudo que alguna vez me pasara por la cabeza la idea de que lo que yo sentía hacia aquel compañero de piso probablemente fuera lo mismo que sentía mi padre hacia mí: que yo era igual de conformista que él y además un hipócrita, un «rebelde» que en realidad se limitaba a chupar de la sociedad encarnada en sus padres. Ojalá pudiera decir que yo era una persona lo bastante consciente como para asimilar esta contradicción por aquella época, pero lo más seguro es que me habría limitado a convertirla en una especie de chiste molón y nihilista. Al mismo tiempo, sé que a veces me preocupaba mi falta de rumbo y de iniciativa, lo abstracto y abierto a distintas interpretaciones que todo parecía por entonces, e incluso lo vagos y absurdos que empezaban a parecer mis recuerdos. Mi padre, por otro lado, se acordaba de todo: sobre todo de los detalles físicos, del día y la hora exacta de cada cita y de las afirmaciones del pasado que no concordaban con las afirmaciones del presente. Pero, claro, luego me enteré de que el hecho de prestar mucha atención y acordarse de todo formaba parte de su trabajo.

En el fondo, yo era más ingenuo que otra cosa. Por ejemplo, sabía que yo mentía, pero casi nunca imaginaba que nadie más a mi alrededor pudiera estar mintiendo. Ahora me doy cuenta de lo engreído que es eso, y del hecho de que te permite hacer que la realidad sea del todo difusa. Yo era más un niño que otra cosa. La verdad es que la mayor parte de lo que sé en realidad de mí mismo lo aprendí en la Agencia. Puede que esté dando la impresión de ser un pelota, pero es la verdad. Llevo aquí cuatro años y he aprendido una cantidad increíble de cosas.

En cualquier caso, también me acuerdo de que fumaba hierba con mi madre y su compañera, Joyce. La cultivaban ellas, y no era exactamente potente, pero daba igual, porque en su caso era más una especie de declaración de liberación política que una cuestión de colocarse, y casi parecía que mi madre se aseguraba de fumar hierba cada vez que yo las iba a visitar, y aunque me ponía un poco incómodo, no recuerdo haber dicho nunca que no a «encenderme uno» con ellas, por mucho que me diera un poco de vergüenza el que usaran expresiones universitarias como aquella. Por entonces mi madre y Joyce eran copropietarias de una pequeña librería feminista, y yo sabía que mi padre odiaba haber contribuido a financiarla con el pago del divorcio. Me acuerdo de una vez en que yo estaba sentado con ellas en los puffs de cuentas de poliestireno del apartamento que compartían en Wrigleyville, pasándonos uno de sus enormes y torpemente enrollados canutos —que era el término moderno y colgado con que por entonces se llamaba a los porros, por lo menos en el área de Chicago— y escuchando cómo mi madre y Joyce narraban recuerdos muy nítidos y detallados de sus infancias respectivas, las dos riendo y llorando y acariciándose el pelo para darse apoyo emocional, lo cual no me molestaba —el hecho de que se tocaran o se besaran entre ellas— o por lo menos para entonces yo ya había tenido tiempo de sobra para acostumbrarme a ello, pero en aquella ocasión recuerdo haberme puesto cada vez más paranoico y nervioso, porque cada vez que yo intentaba con todas mis fuerzas recordar algo de mi infancia, la única imagen realmente nítida que me venía a la cabeza era yo echándome Glovolium en el guante de béisbol marca Rawlings que me había regalado mi padre, y también me acordaba muy bien del día en que había conseguido el guante autografiado por Johnny Bench, aunque la casa de mi madre y de Joyce no era el mejor lugar para ponerme sentimental sobre los regalos que me hacía mi padre, obviamente. Lo peor era que después oía a mi madre contar montones de recuerdos y anécdotas de mi infancia y me daba cuenta de que ella recordaba mucho más de mi infancia que yo, como si de alguna manera hubiera requisado o confiscado unos recuerdos y experiencias que técnicamente me pertenecían a mí. Como es obvio, por entonces no se me ocurría el término «requisar». Es más bien un término de la Agencia. Pero fumar hierba con mi madre y con Joyce no solía ser una experiencia agradable, y a menudo me ponía los pelos de punta, ahora que lo pienso; y, sin embargo, lo hacíamos casi cada vez que iba a verlas. Dudo que mi madre disfrutara mucho tampoco. Todo el asunto tenía cierto aire de diversión y liberación fingidas. Visto de forma retrospectiva, me da la sensación de que mi madre estaba intentando que yo creyera que ella estaba cambiando y creciendo delante de mí, y que lo hacía a mi lado de la barrera generacional, como si todavía tuviéramos la relación íntima que teníamos cuando yo era niño. Como si ambos fuéramos inconformistas y estuviéramos haciéndole un gesto obsceno con el dedo a mi padre, simbólicamente. En todo caso, fumar hierba con ella y con Joyce siempre me resultaba un poco hipócrita. Mis padres se separaron en febrero de 1972, la misma semana en que Edmund Muskie lloró en público en plena campaña electoral y la tele se dedicó a poner todo el tiempo las imágenes en que lloraba. No recuerdo por qué lloró, pero está claro que acabó con todas sus posibilidades en la campaña. Fue en la sexta semana de mis clases de teatro en el instituto cuando aprendí el término «nihilista». Sé que no sentía ninguna hostilidad verdadera hacia Joyce, por cierto, aunque sí recuerdo que siempre me sentía un poco tenso cuando estaba a solas con ella, y que experimentaba cierto alivio cuando mi madre llegaba a casa y yo podía tratar con las dos como pareja en lugar de intentar entablar conversación solamente con Joyce, lo cual siempre era complicado porque siempre había muchos más temas y cosas que había que acordarse de no sacar a colación que de los que sí se podía hablar, de manera que intentar charlar con ella era como intentar hacer eslalon en Devil’s Head si entre puerta y puerta del eslalon solamente hubiera un palmo.

Solo con el tiempo me di cuenta de que mi padre era un tipo bastante ingenioso y sofisticado. Por aquella época creo que apenas lo consideraba un ser vivo, que me parecía un simple robot o un esclavo del conformismo. Es verdad que era estricto, maniático y que siempre estaba dispuesto a criticar. Era un hombre cien por cien integrado en el sistema y en las convenciones, y vivía plenamente al otro lado de la barrera generacional: tenía cuarenta y nueve años cuando murió en diciembre de 1977, y eso significa obviamente que creció durante la Depresión. Pero creo que nunca aprecié su sentido del humor sobre todas estas cuestiones: tenía la costumbre de hilvanar sus opiniones prosistema usando un estilo mordaz y cortante que no recuerdo haber entendido nunca, igual que no pillaba sus chistes de aquella época. Yo por entonces no tenía demasiado sentido del humor, parece ser, o bien hacía lo típico que hacen los niños, tomarme todo lo que él decía como un comentario o un juicio personal. Yo conocía una serie de rasgos personales de él, por haberlos ido oyendo durante mis años de infancia, sobre todo de boca de mi madre. Como por ejemplo que cuando se habían conocido él era muy, muy tímido. Que él quería seguir los estudios más allá de la carrera técnica pero los dejó para pagar las facturas. En Corea lo asignaron a logística y suministros, pero ya estaba casado con mi madre antes de que lo destinaran a ultramar, de manera que al licenciarse tuvo que encontrar trabajo de inmediato. Era lo que la gente de su edad hacía por entonces, me explicó mi madre: si conocías a la persona indicada y habías conseguido terminar el instituto, te casabas, sin pensarlo siquiera ni planteártelo. La cuestión es que mi padre era muy inteligente y no se sentía satisfecho, igual que muchos de su generación. Trabajaba duro porque no tenía otro remedio y dejaba sus aspiraciones en un segundo plano. Todo esto lo sé indirectamente, por mi madre, pero me concuerda con ciertos detalles que ni siquiera yo podía evitar ver. Por ejemplo, mi padre leía todo el tiempo. Siempre estaba leyendo. Era su único esparcimiento, sobre todo después del divorcio: siempre estaba volviendo de la biblioteca provisto de una pila de libros forrados con ese plástico transparente que usan en las bibliotecas. Yo nunca prestaba atención a qué libros eran ni me preguntaba por qué leía tanto. Ni siquiera sé cuáles eran sus géneros favoritos, si era la historia, las novelas de misterio o qué. Ahora que lo pienso, creo que se sentía solo, sobre todo después del divorcio, porque la única gente a la que se podía considerar amigos suyos eran los colegas del trabajo, y creo que esencialmente su trabajo le resultaba aburrido —no creo que sintiera un gran compromiso personal con el presupuesto y los protocolos de gasto del Ayuntamiento de Chicago, sobre todo teniendo en cuenta que ni siquiera había sido idea suya mudarse ahí—, y creo que los libros y los asuntos intelectuales eran una de sus vías de escape del aburrimiento. La verdad es que era una persona muy inteligente. Ojalá recordara más ejemplos de la clase de cosas que él decía; por entonces, creo que me parecían más comentarios hostiles o moralistas que destinados a burlarse de nosotros dos al mismo tiempo. Sí que me acuerdo de que a veces se refería a la supuesta nueva generación (refiriéndose a la mía) llamándola «Esta cosa que América ha creado». Pero no es un buen ejemplo. Casi daba la impresión de que él pensaba que la culpa correspondía a ambos bandos, que algo mal debían de estar haciendo los adultos del país si en la década de 1970 les salían los chicos que les estaban saliendo. Me acuerdo de una vez en octubre o noviembre de 1976, a los veintiún años, durante otro de mis periodos de descanso, después de haberme matriculado en la DePaul… y tengo que decir que mi primer paso por la DePaul fue francamente mal. Fue básicamente un desastre. Se puede decir que me invitaron a marcharme, en realidad, lo cual no me pasó ninguna otra vez. Las otras veces, en el Lindenhurst College y luego en la UIC, había sido yo el que lo había dejado. En todo caso, durante aquel periodo de descanso yo estaba trabajando en el segundo turno de una fábrica de Cheese Nabs en Buffalo Grove y viviendo en la casa que tenía mi padre en Libertyville. Ni de coña me iba a quedar en el apartamento que tenían mi madre y Joyce en el barrio de Wrigleyville de Chicago, donde todas las habitaciones tenían cortinas de cuentas en lugar de puertas. Pero aquel trabajo mecánico tenía la ventaja de que no me tocaba fichar hasta las seis, así que básicamente yo me dedicaba a holgazanear en casa hasta que era hora de marcharme. Y a veces, durante aquella temporada, mi padre se pasaba un par de días fuera; al igual que la Agencia, los departamentos financieros del Ayuntamiento de Chicago siempre estaban mandando a sus empleados más técnicos a conferencias y cursos de capacitación, que más adelante yo descubriría, ya trabajando aquí en la Agencia, que no son como las enormes convenciones alcohólicas de la industria privada, sino que suelen ser cursos muy intensivos y centrados en el trabajo. Mi padre solía decir que los cursos de capacitación del Ayuntamiento eran simplemente tediosos, una palabra que él usaba mucho, «tedioso». Y durante aquellos viajes que él hacía yo me quedaba viviendo solo en su casa, y ya se puede imaginar usted lo que pasaba cuando me quedaba solo, sobre todo los fines de semana, pese a que se suponía que me quedaba al cuidado de la casa mientras él estaba fuera. Pero el recuerdo que tengo es de una tarde de 1976 en que él volvió a casa de uno de aquellos viajes de trabajo antes de tiempo, como un día o dos antes de cuando creía que me había dicho que iba a volver a casa, y de que entró por la puerta principal y me encontró a mí y a dos de mis supuestos viejos amigos del instituto Libertyville South en la sala de estar, que, debido al diseño ligeramente elevado del porche de delante y de la entrada principal, en la práctica estaba a un nivel más bajo y empezaba más o menos al entrar por la puerta, con un breve tramo de escaleras que bajaban a la sala de estar y otras que llevaban a la segunda planta de la casa. En arquitectura, a ese estilo de casa se lo denomina «rancho elevado», y era el estilo de la mayoría de las casas antiguas de nuestra calle, y luego había otro tramo de escaleras que bajaba del descansillo de la segunda planta al garaje, que en realidad era donde se sustentaba una parte de la segunda planta; en otras palabras, el garaje era estructuralmente una parte necesaria de la casa, lo cual constituye el rasgo distintivo de los ranchos elevados. En el momento en que entró mi padre, dos de nosotros estábamos apoltronados en el sofá con los pies sucios encima de su mesilla especial del café, y había latas de cerveza y envoltorios de Taco Bell desparramados por toda la moqueta —las latas eran de la cerveza de mi padre, que él compraba al por mayor un par de veces al año y almacenaba en el armario del lavadero, y de las que normalmente se bebía como mucho dos por semana—, y nosotros estábamos sentados allí completamente borrachos y viendo Centauros del desierto en la WGN, y uno de los tipos estaba escuchando a Deep Purple con los auriculares estéreo especiales con que mi padre escuchaba música clásica, y el tablero de roble o de arce de la mesilla de café especial estaba todo cubierto de aros enormes de condensación de las latas de cerveza porque habíamos subido la calefacción de la casa mucho más de lo que mi padre me permitía, con la vista puesta en el ahorro de energía y dinero, y el otro tipo que estaba a mi lado en el sofá estaba inclinado en pleno acto de dar una calada enorme a la pipa de agua; era un tipo famoso por su capacidad para dar unas caladas gigantescas. Y fue entonces, de pronto, en mi recuerdo, cuando oí el ruido distintivo de sus pasos sobre el ancho porche de madera y el ruido de su llave en la puerta delantera, y solamente un segundo más tarde mi padre entró de pronto por la puerta, rodeado de una ráfaga de aire muy frío y limpio, con su sombrero y su bolsa de viaje; yo entré en ese estado de shock paralizado en el que entran los niños a los que acaban de pillar con las manos en la masa, y así me quedé, incapaz de hacer nada y sin embargo viendo cómo mi padre entraba fotograma a fotograma con una claridad y una precisión espantosas, y él se quedó plantado al borde de los pocos escalones que llevaban a la sala de estar, y se quitó el sombrero con aquel gesto característico en el que entraban en juego al mismo tiempo su cabeza y su mano mientras permanecía allí contemplando la escena y a nosotros tres; nunca había escondido el hecho de que no le caían muy bien aquellos viejos amigos del instituto, que eran los mismos tipos con los que yo había estado de fiesta cuando al coche de mi madre le habían robado el tapón del depósito y se lo habían vaciado, y cuando volvimos para coger el coche a ninguno de nosotros nos quedaba nada de dinero, así que yo había tenido que llamar a mi padre y él había tenido que coger un tren al salir del trabajo y pagar la gasolina para que yo pudiera devolver el LeCar a mi madre y a Joyce, que eran copropietarias del coche y lo usaban para sus asuntos de la librería; y ahora estábamos allí los tres despatarrados y completamente colocados y paralizados, y uno de los tipos llevaba una camiseta vieja y gastada que decía directamente «VETE A LA MIERDA» en el pecho, y al otro el shock le había provocado un ataque de tos después de su calada descomunal, de manera que ahora una nubecilla de humo de hierba se alejaba flotando por la sala de estar en dirección a mi padre; en suma, lo que recuerdo es que la escena fue la peor confirmación posible del peor tipo posible de estereotipo de barrera generacional y de asco paterno hacia el hijo colgado y decadente, y que mi padre dejó lentamente su bolsa y el maletín en el suelo y se limitó a quedarse plantado allí, sin ninguna expresión y sin decir nada durante un momento que se hizo larguísimo, y que a continuación hizo lentamente el gesto de elevar un poco el brazo, levantó la vista y dijo «¡Contemplad mi obra, oh, poderosos, y desesperad!», y por fin volvió a recoger su bolsa y sin decir palabra subió las escaleras que iban a la segunda planta, se metió en su antiguo dormitorio de matrimonio y cerró la puerta. No dio portazo, pero sí se oyó que la puerta se cerraba con bastante firmeza. Por extraño que parezca, el recuerdo, que hasta ese momento es horriblemente detallado y nítido, se detiene por completo ahí, igual que se acaba una cinta, y no sé qué pasó después, si por ejemplo saqué de allí a los dos tipos y traté de limpiarlo todo a toda prisa y de volver a bajar el termostato a veinte grados, aunque sí que recuerdo que me sentí un capullo, no tanto porque me hubieran «trincado» ni porque se me fuera a caer el pelo como por ser un niñato, un pequeño niñato malcriado y egoísta, y por cómo me imaginaba que me debía de haber visto él, sentado allí en medio de la porquería en su casa, colocado, con los pies sucios encima de la mesilla de café llena de marcas que él y mi madre habían ahorrado para comprar en una tienda de antigüedades de Rockford cuando eran jóvenes y no tenían mucho dinero, y a la que él le tenía mucho apego y la restregaba todo el tiempo con aceite de limón, y siempre me decía que lo único que me pedía era que no pusiera los pies encima y que usara posavasos; verme durante un segundo o dos tal como me debía de haber visto mi padre, allí plantado y mirando cómo tratábamos su sala de estar de aquella manera. No era una imagen bonita, y el hecho de que no me gritara ni me apretara las clavijas todavía me hizo sentirme peor; se limitó a poner cara de cansancio, y a parecer casi avergonzado por los dos; y me acuerdo de que durante un segundo o dos pude sentir literalmente lo que él debía de estar sintiendo, y que por un momento me vi a mí mismo con sus ojos, lo cual hizo que todo fuera mucho, mucho peor que si hubiera estado furioso o hubiera gritado, algo que no hizo para nada, ni siquiera la siguiente vez que él y yo estuvimos a solas en la misma sala; y no me acuerdo de cuándo fue eso, de si después de limpiarlo todo salí de la casa tratando de pasar desapercibido o si bien me quedé en la casa para enfrentarme a él. No sé cuál de las dos cosas hice. Ni siquiera había entendido sus palabras, aunque obviamente entendía que se había mostrado sarcástico, y en cierta manera que se había culpado a sí mismo o burlado de sí mismo por haber producido aquella «obra» que se había dedicado a tirar los envoltorios y las bolsas del Taco Bell en el suelo en lugar de molestarse en levantarse y dar como mucho ocho pasos para tirarlos a la basura. Un tiempo después, sin embargo, me tropecé con el mismísimo poema que resultó que él había estado citando, en un contexto más bien extraño, cuando asistía al CFA de Indianápolis, y los ojos se me salieron de las órbitas, porque yo ni siquiera había sabido que se trataba de un poema, y además famoso, del mismo poeta inglés que estaba claro que había escrito el Frankenstein original. Y tampoco había sabido que mi padre leyera poesía inglesa, y mucho menos que fuera capaz de citarla cuando se enfadaba. En suma, lo más seguro es que el hombre tuviera muchas facetas de las que yo no sabía nada, y no recuerdo haberme dado cuenta de lo poco que en realidad sabía de él hasta después de que muriera, y para entonces ya era demasiado tarde. Supongo que esta clase de remordimiento también es típica.

En cualquier caso, ese terrible recuerdo del momento en que levanté la vista del sofá y me vi a mí mismo con sus ojos, y de la manera triste y sofisticada en que él expresó lo triste y asqueado que estaba, ahora ese recuerdo viene a resumir para mí todo aquel periodo, cuando pienso en ello. También me acuerdo de los nombres de aquellos dos viejos amigos, los de aquel día tan chungo, pero obviamente se trata de un dato que carece de relevancia.

Las cosas empezaron a volverse mucho más nítidas, claras y definidas en 1978, y pensándolo ahora supongo que estoy de acuerdo con mi madre y con Joyce en que aquel fue el año en que «me encontré a mí mismo» y «me dejé de niñerías» y emprendí el proceso de tomar cierta iniciativa y rumbo en mi vida, que fue obviamente lo que me llevó a alistarme en la Agencia.

Aunque no está directamente relacionado con el hecho de que yo eligiera hacer carrera en la Agencia Tributaria, es verdad que el hecho de que mi padre muriera en un accidente en el transporte público a finales de 1977 fue un acontecimiento repentino y horrible que me cambió la vida, y confío obviamente en no tener que volver a vivir nunca nada parecido. Para mi madre fue un golpe muy fuerte, que la obligó a empezar a tomar tranquilizantes, y la pobre terminó siendo psicológicamente incapaz de vender la casa de mi padre, y dejó a Joyce y la librería y se mudó de vuelta a la vieja casa de Libertyville, donde sigue viviendo, conservando en la casa algunas fotos de mi padre y de ellos dos de jóvenes. Es una situación triste, y cualquier psicólogo aficionado probablemente diría que ella se culpaba de alguna manera por el accidente, pese a que yo, más que nadie en el mundo, estaba en posición de saber que ella no tenía por qué, y que a fin de cuentas el accidente no fue culpa de nadie. Yo estuve presente cuando pasó —el accidente— y no se puede negar que fue cien por cien espantoso. Todavía me acuerdo del episodio con un grado tan nítido y preciso de detalle que casi parece más una grabación que un recuerdo, que es algo que me han contado que pasa a veces con los episodios traumáticos; y, sin embargo, yo no tenía manera de contarle a mi madre lo que había pasado exactamente de principio a fin sin destrozarla casi por completo, de tan devastada por la aflicción que estaba, aunque cualquiera podría darse cuenta de que gran parte de su aflicción venía de antiguos conflictos sin resolver, de la crisis de identidad que había tenido en 1972 a los cuarenta o cuarenta y un años y del divorcio, cuestiones a las que no se había enfrentado en su momento por culpa de la forma tan intensa en que se había lanzado al movimiento de liberación femenina y a la concienciación política y a su nuevo círculo de mujeres extrañas y mayormente con sobrepeso y todas cuarentonas, además de la nueva identidad sexual que había adoptado casi de inmediato con Joyce, que yo sé que debió de ser un golpe durísimo para mi padre, teniendo en cuenta lo mojigato y convencional que era, aunque él y yo jamás hablamos directamente del tema, y de alguna manera mis padres se las apañaron para conservar una amistad razonablemente buena, y yo jamás oí que mi padre dijera ni una palabra sobre el asunto, salvo para quejarse de vez en cuando sobre cuántos de los pagos que habían acordado en materia de ayuda económica estaban yendo a parar a la librería, a la que a veces se refería como «ese vórtice financiero» o simplemente «el vórtice»; todo lo cual es una larga historia en sí. De manera que nunca hablamos de ello, lo cual dudo que fuera algo muy habitual en esos casos.

Si tuviera que describir a mi padre, diría en primer lugar que el matrimonio de mis padres fue uno de los pocos que he visto en que la mujer era visiblemente más alta que el hombre. Mi padre medía metro sesenta y seis o sesenta y siete, y no era gordo pero sí corpulento, de esa manera en que muchos hombres bajitos de cuarenta y muchos años son corpulentos. Puede que pesara ochenta y cinco kilos. Le quedaban bien los trajes: al igual que muchos hombres de su generación, su cuerpo parecía casi diseñado para llenar un traje y hacerle de percha. Y tenía algunos bastante buenos, la mayoría de un solo botón y un solo ojal, discretos y conservadores, muchos de estambre para todo el año y un par de cloqué para el verano, cuando se abstenía de su habitual sombrero del traje. Hay que decir en su descargo —por lo menos, desde la perspectiva actual— que siempre rechazó aquellas corbatas anchas que se consideraban modernas, junto con los colores vivos y las solapas anchas, y que todo el fenómeno de los trajes de esport y de las americanas de pana le resultaba nauseabundo. Sus trajes no estaban hechos a la medida, pero casi todos eran de Jack Fagman, una tienda de ropa de hombre muy antigua y respetada de Winnetka de la que había sido cliente desde que nuestra familia se mudó al área metropolitana de Chicago en 1964, y algunos eran preciosos. En casa, cuando llevaba lo que él llamaba su «ropa de paisano», se vestía con pantalones de esport y camisas de vestir de hebra gruesa, a veces debajo de un jersey sin mangas: sus favoritos eran los de rombos. A veces llevaba chaquetas de punto, aunque yo creo que él sabía que las chaquetas de punto le hacían parecer un poco culón. En verano a veces hacía aquello tan espantoso de llevar bermudas con calcetines negros, que resultó que era la única clase de calcetines que mi padre tenía. Tenía una cazadora, una talla 46M de punto torcido de seda color azul marino, que conservaba de sus días de juventud y de la época en que había empezado a salir con mi madre, según me explicó ella; después del accidente, a ella le costaba horrores el mero hecho de oír hablar de aquella chaqueta, ya no digamos ayudarme a decidir qué hacer con ella. En el armario de su ropa estaban su mejor abrigo y el tercero mejor, también comprados en Jack Fagman, todavía con la percha de madera vacía en medio. Usaba hormas para los zapatos de vestir y los de oficina, varias de las cuales eran heredadas de su padre. (Me refiero obviamente a las hormas, no a los zapatos.) También había un par de sandalias de cuero que había recibido como regalo de Navidad, y que no solamente no se había puesto nunca sino que ni siquiera había sacado la etiqueta del catálogo, por lo que vi cuando me tocó abrir su ropero y vaciarlo. A mi padre jamás le habría pasado por la cabeza la idea de llevar alzas en los zapatos. Por aquel entonces, yo no era consciente de haber visto nunca una horma, y tampoco sabía para qué servían, dado que nunca había tenido cuidado alguno de mis zapatos, ni tampoco les había dado ningún valor.

El pelo de mi padre, que al parecer había sido castaño claro o casi rubio en su juventud, primero se había oscurecido y luego se había teñido de gris; tenía una textura más dura que el mío y cierta tendencia a rizarse por detrás cuando hacía humedad. Siempre tenía el pescuezo rojo, toda su complexión era rubicunda de esa forma en que son rojizas o rubicundas las caras de ciertos hombres corpulentos de cierta edad. Es probable que aquella rojez fuera en parte congénita y en parte psicológica: al igual que la mayoría de los hombres de su generación, era un hombre al mismo tiempo nervioso y lleno de autocontrol, era una personalidad de tipo A pero con un superego dominante, y estaba dotado de unas inhibiciones tan extremas que pasaban principalmente por dignidad extrema y por precisión de movimientos. Casi nunca se permitía a sí mismo ninguna clase de expresión facial abierta o extrema. Sin embargo, no era una persona calmada. No hablaba ni tampoco actuaba de forma nerviosa, pero sí que lo rodeaba un aura de tensión intensa; recuerdo que cuando estaba reposando emitía un ligero zumbido. Visto de forma retrospectiva, sospecho que cuando tuvo lugar el accidente lo más seguro es que solamente le faltaran un par de años para necesitar medicación para la presión sanguínea.

Recuerdo ser consciente de que la postura o el porte de mi padre resultaban poco habituales para un hombre bajito: muchos hombres de baja estatura suelen ir más tiesos que un palo, por razones comprensibles, mientras que él parecía ir no exactamente encorvado, sino más bien un poco inclinado hacia delante por la cintura, con un ligero ángulo, y eso se añadía a su aire de tensión o de estar siempre caminando con el viento en contra. Se trata de algo que yo no entendí hasta que entré en la Agencia y vi la postura de algunos de los examinadores de más edad que se pasaban el día entero, año tras año, sentados a un escritorio o una mesa Calambre, inclinados hacia delante para examinar declaraciones de renta, principalmente para identificar aquellas que debían ser sometidas a auditoría. En otras palabras, se trataba de la postura de alguien cuyo trabajo diario comportaba estar sentado sin moverse para nada frente a un escritorio y trabajar de forma concentrada durante años y años.

La verdad es que sé muy poco de la realidad del trabajo de mi padre y de en qué consistía, aunque ciertamente ahora sé qué son los sistemas de costo.

Si uno lo piensa, puede dar la impresión de que el hecho de que yo entrara a trabajar en la Agencia Tributaria está conectado con el accidente de mi padre; o en términos más humanísticos, de que está conectado con mi «pérdida» de un padre que también era contable. La especialidad de mi padre eran los sistemas y procesos contables, que es algo que está más cerca del procesamiento de datos que la contabilidad verdadera, tal como yo descubriría más adelante. Para mis adentros, sin embargo, estoy convencido de que yo ahora estaría igualmente en la Agencia, teniendo en cuenta el acontecimiento crucial que recuerdo que cambió completamente mi perspectiva y mi actitud y que tuvo lugar el otoño del siguiente año, durante el tercer semestre de mi regreso a la DePaul y mi segundo paso por Introducción a la Contabilidad y también por Teoría Política Americana, que era otra clase en la que me habían puesto un no presentado en el Lindenhurst básicamente por no hincar los codos y no trabajar lo bastante. Es cierto, sin embargo, que tal vez yo hice aquello —volver a coger Introducción a la Contabilidad— por lo menos en parte para complacer a mi padre o para tratar de compensarlo o por lo menos para mitigar el asco hacia mí mismo que yo había sentido después de que él irrumpiera en la escena nihilista de la sala de estar que he narrado antes. Lo más seguro es que solamente hiciera un par de días de aquella escena y de la reacción de mi padre cuando cogí el ferrocarril de la CTA que iba a las afueras hasta Lincoln Park y me puse a intentar inscribirme de nuevo para los dos años que me faltaban —en términos de créditos, cuatro trimestres— en la DePaul, aunque por culpa de ciertos problemas técnicos no pude volver a ingresar oficialmente hasta otoño del 77 —otra larga historia— y, a base de hincar los codos y también de tragarme mi orgullo y conseguir que alguien me ayudara con las tablas de depreciación y de amortización, por fin aprobé, incluyendo la versión que impartían en la DePaul de Teoría Política Americana —que allí se llamaba Pensamiento Político Americano, aunque la versión que daban allí del curso y la del Lindenhurst eran casi idénticas—, en el semestre de otoño de 1978, aunque no exactamente con unas notas finales para tirar cohetes, debido a que no estudié a conciencia para los exámenes finales de ambas clases por culpa (irónicamente) del acontecimiento crucial, que ocurrió por accidente durante una clase distinta en la DePaul, una que yo no estaba cursando realmente sino con la que más o menos me tropecé por culpa de una metedura de pata que cometí por no prestar la suficiente atención durante el periodo final de repaso de antes de las vacaciones de Navidad, y aquel acontecimiento me conmovió y me afectó tanto que apenas estudié para los exámenes finales de las clases en las que sí estaba matriculado, aunque esta vez no por descuido ni por pereza, sino porque había decidido que tenía que llevar a cabo una reflexión muy importante, prolongada y concentrada después de mi crucial encuentro con el jesuita sustituto que impartía Fiscalidad Avanzada, que es la clase en la que he mencionado que me metí por equivocación.

Lo cierto es que probablemente existan ciertas clases de personas que se sienten atraídas por hacer carrera en la Agencia Tributaria. Gente que, tal como dijo el sacerdote sustituto de aquel último día de Fiscalidad Avanzada, «es llamada por la contabilidad». Lo cual quiere decir que estamos hablando de un tipo de psicología especial, probablemente. No es un tipo muy habitual —tal vez una persona de cada diez mil—, pero la cuestión es que la gente de esa clase que decide que quiere entrar en la Agencia lo desea con todas sus fuerzas, y se empeña mucho en ello, y es muy difícil disuadirlos en cuanto se han centrado en su vocación verdadera y han empezado a ser activamente atraídos por ella. Y hasta una persona de cada diez mil, en un país del tamaño de América, supone una cantidad de gente considerable —unos veinte mil—, una gente para la que la Agencia Tributaria satisface todos sus criterios profesionales y psicológicos de lo que tiene que ser una vocación verdadera. Esos aproximadamente veinte mil individuos comprenden el núcleo duro de la Agencia, o su corazón, y no todos ellos ocupan puestos elevados en la administración de la Agencia Tributaria, aunque algunos sí. Se trata de veinte mil de los más de ciento cinco mil empleados en total que la integran. Y no cabe duda de que todas esas personas tienen en común ciertas características esenciales, una serie de factores prometedores que en un momento u otro entran en juego y desencadenan una genuina vocación hacia la contabilidad fiscal y la administración de sistemas y la conducta organizativa y hacia dedicarse a ayudar a administrar y hacer cumplir las leyes fiscales de este país tal como figuran en el Título 26 del Código de Regulaciones Federales y en el Código Tributario Revisado de 1954, además de todos los estatutos y regulaciones implicados por el Acta de Reforma Fiscal de 1969, el Acta de Reforma Fiscal de 1976, la Ley Tributaria de 1978 y todas las demás. ¿Cuáles son esas razones y factores, y en qué medida coexisten con los talentos y predisposiciones particulares que la Agencia necesita? Se trata de preguntas interesantes que la Agencia Tributaria actual se interesa activamente en entender y cuantificar. Hablando de mí mismo y de cómo llegué aquí, lo importante es que descubrí que los tenía —esos factores y características—, y lo descubrí de repente, gracias a un episodio que cuando tuvo lugar no pareció más que una equivocación irresponsable.

He eludido hasta ahora el tema del uso excesivo de drogas recreativas durante aquel periodo, y la relación de ciertas drogas con cómo llegué aquí, lo cual no significa de ninguna manera que yo apruebe el uso excesivo de drogas, sino que se trata de una parte más de la historia de los factores que terminaron trayéndome a la Agencia. Pero es una cuestión complicada, y algo indirecta. Es obvio que las drogas estaban muy presentes en aquella época; esto es bien sabido. Me acuerdo de que a finales de los años setenta la droga recreativa que supuestamente más molaba en los campus universitarios del área metropolitana de Chicago era la cocaína, y teniendo en cuenta lo ansioso que estaba yo en aquella época por seguir las directrices, estoy seguro de que habría tomado más cocaína, o «coca», de haberme gustado sus efectos. Pero no fue así; quiero decir que no me gustaron. Nunca me causó ninguna excitación eufórica, simplemente me hacía sentir que me había tomado una docena de tazas de café con el estómago vacío. Era una sensación terrible, por mucho que la gente que me rodeaba, como Steve Edwards, hablara de la cocaína como si fuera la sensación más genial de todos los tiempos. Yo no la entendía. Tampoco me gustaba la manera en que a la gente que acababa de tomar cocaína se le ponían los ojos saltones y se le movían los labios de forma extraña e incontrolable, ni tampoco el hecho de que de pronto cualquier idea banal o incluso obvia les pareciera increíblemente profunda. Mi recuerdo general de aquel periodo de la cocaína es que yo estaba en alguna fiesta con alguien que había tomado cocaína y que no paraba de hablar de forma rápida e intensa, y yo intentaba alejarme sutilmente, pero cada vez que yo daba un paso atrás esa persona daba un paso adelante, y así sucesivamente, hasta que la persona me tenía arrinconado contra una pared de la fiesta y a mí me quedaba la espalda literalmente contra la pared y la persona me estaba hablando muy deprisa a un palmo de mi cara, que era algo que no me gustaba nada. Esto pasaba realmente en las fiestas de aquel periodo. Creo que he heredado algo de la inhibición de mi padre. La cercanía corporal de alguien que está muy excitado o enfadado es algo que siempre me ha resultado muy difícil, lo cual constituye una de las razones por las que me resultó impensable elegir la División de Auditorías durante la fase de selección y destinación en el CFA, que tendría que explicar que significa Centro de Formación y Asesoramiento, adonde ha asistido inicialmente más o menos la cuarta parte del personal contratado que trabaja hoy día para la Agencia por encima del rango de GS-9, sobre todo aquella gente que —como yo— ha entrado mediante un programa de reclutamiento. En la actualidad existen dos centros de ese tipo, uno en Indianápolis y el otro en Columbus, Ohio. Los dos CFA son divisiones de lo que se suele conocer como la Academia del Tesoro, dado que la Agencia es técnicamente una rama del Departamento del Tesoro Público. Pero el Tesoro también abarca todo desde el Departamento de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego hasta el Servicio Secreto, así que hoy día el nombre «Academia del Tesoro» se refiere a una docena de programas y centros de formación distintos, incluyendo la Academia de los Cuerpos Federales de la Ley que está en Athens, Georgia, adonde se manda a los agentes que desde el CFA son destinados a Investigación Criminal con el objeto de que reciban una formación especializada, que comparten con los agentes de ATAF, la DEA, la policía judicial, etcétera.

En todo caso, los tranquilizantes como el Secanol y el Valium simplemente me ponían a dormir sin parar, daba igual el ruido que fuera que sonara durante las siguientes catorce horas, incluyendo los despertadores, de manera que tampoco ocupaban puestos muy altos en mi lista de drogas favoritas. Tiene que entender usted que durante aquel periodo la mayoría de estas sustancias de las que le hablo resultaban al mismo tiempo abundantes y fáciles de obtener. Esto resultaba especialmente cierto en la UIC, donde el compañero de habitación con quien yo miraba el pie y salía de copas al Hat con tanta frecuencia era una especie de máquina expendedora humana de drogas recreativas, tenía contactos con traficantes de nivel medio de los barrios residenciales del oeste y siempre se ponía extremadamente paranoico y receloso si le preguntabas por ellos, como si fueran mafiosos en lugar de simples parejas jóvenes que vivían en complejos de apartamentos. Sé que una cosa que le gustaba de mí, sin embargo, como compañero de habitación, era el hecho de que había tantos tipos distintos de drogas que no me gustaban o no me sentaban bien que no tenía que andar constantemente preocupado de que yo encontrara su alijo —que él solía esconder dentro de dos estuches de guitarra al fondo de su mitad del armario, algo que cualquier idiota habría podido deducir de su conducta hacia el armario o del número de estuches que guardaba allí pese a que solamente había una guitarra que sacaba siempre y con la que tocaba incesantemente sus dos canciones— o le robara. Igual que la mayoría de los alumnos que pasaban droga, no se dedicaba a la cocaína, ya que había demasiado dinero de por medio, por no mencionar a la gente enfarlopada que se ponía a aporrearte la puerta a las tres de la mañana, de manera que la cocaína la vendían más bien tipos algo mayores con gorras de cuero y bigotitos de rata que operaban en bares como el Hat o el King Philip’s, otro pub que estaba de moda en aquella época, situado cerca de la Bolsa Mercantil de Monroe, donde también abastecían a los jóvenes operadores del mercado de materias primas.

El compañero de habitación de la UIC solía estar bien abastecido de sustancias psicodélicas, que por aquel entonces se habían vuelto de uso generalizado, aunque a mí personalmente las drogas psicodélicas me aterraban, sobre todo por lo que recordaba que le había pasado a la hija de Art Linkletter: mis padres habían sido espectadores fieles de Art Linkletter cuando yo era niño.

Igual que a cualquier universitario normal, a mí me gustaba el alcohol, sobre todo beber cerveza en los bares, aunque no me gustaba beber hasta el punto de encontrarme mal; las náuseas son algo que no soporto en absoluto. Prefiero con diferencia sentir dolor que tener el estómago revuelto. Pero también, igual que a casi todo el mundo que no era cristiano evangelista o miembro del Campus Crusade, me gustaba la marihuana, que durante aquella época en el área de Chicago se llamaba maría o «merca». (Nadie que yo conociera llamaba «merca» a la cocaína, y solamente los hippies que iban de guays llamaban a la maría «hierba», que había sido el término de moda en los sesenta pero ahora ya estaba anticuado.) Mi consumo de maría había tenido su punto álgido en el instituto, sin embargo, aunque en la universidad seguía fumándola alguna vez, sospecho que era por una simple cuestión de hacer lo que hacía todo el mundo; en el Lindenhurst, por ejemplo, casi todo el mundo fumaba marihuana constantemente, y hasta lo hacían de forma abierta los miércoles en el claustro sur, en lo que todo el mundo llamaba el «Miércoles de Ceniza de porro». Tendría que añadir que ahora que estoy con la Agencia Tributaria, por supuesto, ya hace tiempo que dejé de fumar maría. Para empezar, la Agencia es técnicamente un cuerpo de la ley, así que fumarla sería un acto hipócrita e incorrecto. Además, toda la cultura de la División de Examen es adversa a fumar maría, puesto que incluso los exámenes de a pie requieren un estado mental muy atento, organizado y metódico, que incluye la capacidad de pasar periodos largos de tiempo concentrado, y, lo que es más importante, la capacidad de decidir en qué se concentra uno y a qué no hace caso, una capacidad que el hecho de fumar marihuana destruiría casi por completo.

Sin embargo, durante ese periodo hubo la cuestión esporádica del Obetrol, que está químicamente emparentado con la Dexedrina pero no dejaba ese aliento y ese sabor en la boca espantosos de la Dexedrina. También está emparentado con el Ritalin, pero se consigue mucho más fácilmente, puesto que durante varios años a mediados de la década de 1970 el Obetrol fue el inhibidor del apetito de moda que se les recetaba a las mujeres con sobrepeso, y a mí me gustaba mucho, un poco por las mismas razones por las que me había gustado tanto el Ritalin en épocas anteriores, aunque también en parte —en el periodo posterior, siendo yo cinco años mayor que en el instituto— por otras razones que cuestan más de explicar. Mi afinidad con el Obetrol tenía que ver con la conciencia de mí mismo, lo que yo llamaba para mis adentros «desdoblamiento». Resulta difícil de explicar. Piense en la maría, por ejemplo: hay gente que explica que fumarla los pone paranoicos. Para mí, sin embargo, aunque me gustaba la maría en algunas situaciones, el problema era más específico: fumar maría me cohibía, a veces hasta el punto de hacer que me costara estar con gente. Es otra de las razones por las que me resultaba tan incómodo y tenso fumar hierba con mi madre y con Joyce; la verdad era que yo prefería fumarla solo, y que me sentía mucho más cómodo con la maría si podía colocarme solo y quedarme en las nubes. Lo menciono solamente para que se entienda la diferencia con el Obetrol, que se podía tomar o bien como cápsula normal y corriente o bien separando las dos mitades y aplastando las bolitas de dentro hasta obtener un polvo que luego se esnifaba con una pajita o con un billete enrollado, igual que la cocaína. Esnifar el Obetrol te produce una quemazón terrible en la nariz, sin embargo, así que yo solía preferir el sistema tradicional cuando lo consumía, un consumo al que solía referirme para mis adentros como «obetrolear». A ver, no es que yo estuviera obetroleando todo el tiempo; era una práctica más bien recreativa, y no siempre era fácil conseguir las cápsulas; dependía de si las chicas con sobrepeso que conocieras en una facultad o una residencia universitaria determinada se tomaban o no en serio su dieta, y como pasa con todo, había algunas que se la tomaban en serio y otras que no. Una alumna que me estuvo pasando cápsulas durante casi un año en la DePaul ni siquiera tenía mucho sobrepeso, se las mandaba su madre junto con las galletas caseras que le cocinaba; era evidente que la madre tenía conflictos psicológicos graves sobre la comida y el peso y que los intentaba proyectar en su hija, que no era exactamente una buenorra pero ciertamente se mostraba despreocupada y displicente con las neurosis que tenía su madre acerca del peso de ella, y más o menos venía a decir: «Qué más da», y se contentaba con endosar los Obetrol a dos dólares la unidad y a compartir las galletas con su compañera de habitación. También había un tipo en la torre de apartamentos para estudiantes de Roosevelt Road que las tomaba con receta, para la narcolepsia; a veces se quedaba dormido en medio de lo que estuviera haciendo, y tomaba Obetrol por necesidad médica, puesto que al parecer va muy bien para la narcolepsia, y de vez en cuando si tenía el día generoso regalaba un par de ellos, pero nunca los vendía ni traficaba con ellos: decía que traía mal karma. En términos generales, sin embargo, no costaban de conseguir, aunque mi compañero de habitación de la UIC nunca llevaba Obetroles para venderlos y me apretaba las clavijas porque me gustaban, refiriéndose a los estimulantes como «esos consoladores» y diciéndome que si los quería solamente tenía que llamar al timbre de cualquier ama de casa con sobrepeso del área metropolitana de Chicago, lo cual era una exageración obvia. Pero tampoco eran tan populares. Ni siquiera tenían nombre en la jerga de la calle ni existían formas eufemísticas de referirse a ellos; si los estabas buscando, tenías que decir el nombre comercial, lo cual por alguna razón no molaba nada, y yo no conocía a tanta gente que los tomara como para convertir «obetrolear» en candidato a término de moda.

Si menciono la maría es para que sirva de contraste. Obetrolear era algo que no me cohibía. En cambio, sí me hacía mucho más consciente de mí mismo. Si estaba en una habitación y me había tomado un Obetrol o dos con un vaso de agua y me habían hecho efecto, ya no solo estaba en la habitación, sino que era consciente de estar en la habitación. De hecho, recuerdo que a menudo pensaba, o bien me decía a mí mismo, en voz baja pero con mucha claridad: «Estoy en esta habitación». Es algo que cuesta de explicar. Por entonces yo lo llamaba «desdoblamiento», aunque sigo sin estar del todo seguro de saber a qué me refería, ni tampoco por qué me parecía tan profundo y tan chulo el hecho de no solamente estar en una habitación, sino ser totalmente consciente de que lo estaba, sentado en cierto sillón en cierta postura y escuchando algún tema concreto de algún álbum cuya portada mostraba cierta combinación específica de colores y diseños; experimentar un estado de conciencia lo bastante intensificada como para poder decirme a mí mismo: «Ahora mismo estoy en esta habitación. La sombra del pie está rotando por la pared este. La sombra no parece pertenecer a un pie por culpa de la deformación del ángulo de la luz que provoca la posición del sol detrás del letrero. Estoy sentado con la espalda recta en un sillón de color verde oscuro que tiene una quemadura de cigarrillo en el apoyabrazos derecho. La quemadura del cigarrillo es oscura y tiene forma de círculo imperfecto. El tema que estoy escuchando es “The Big Ship” del disco Another Green World de Brian Eno, cuya cubierta tiene una figura en forma de ojo de cerradura verde sobre un fondo casi blanco». Declarados de forma tan abierta, todos estos detalles podrían parecer tediosos, pero no lo eran. En cambio, daban la sensación de ser una especie de salida, por breve que fuera, a la vaguedad y la falta de rumbo que caracterizaban mi vida en aquel periodo. Como si yo fuera una máquina que de pronto se daba cuenta de que era un ser humano y no tenía por qué realizar las actividades mecánicas que estaba programada para hacer una y otra vez. También tenía que ver con el hecho de prestar atención. No tenía ese efecto habitual que tienen las drogas recreativas de hacer que los colores fueran más vivos o la música más intensa. Lo que se volvía más intenso era la conciencia del papel que yo desempeñaba en las cosas, del hecho de poder prestar una atención más verdadera. Del hecho de que yo podía mirar, por ejemplo, las paredes de una habitación de la residencia, pintadas de ese color habano o beige típico de las instituciones, y no solamente verlas sino también ser consciente de que las estaba viendo —hablo de la residencia universitaria de la UIC—, y de que normalmente vivía entre aquellas paredes y lo más seguro era que su color institucional me afectara de toda clase de maneras sutiles, y sin embargo no solía ser consciente de cómo me hacían sentir, ni tampoco de la sensación que producía mirarlas, y normalmente ni siquiera era consciente de su color ni de su textura, porque jamás miraba nada de forma precisa ni atenta. Resultaba bastante impresionante. Su textura era mayoritariamente lisa, pero si prestabas mucha atención también había muchos de esos pequeños chorritos y grumos que los pintores suelen dejarse cuando les pagan por trabajo hecho y no por hora y por tanto tienen motivos para darse prisa. Cuando miras algo con atención, casi siempre se puede ver qué tipo de estructura salarial recibía la persona que lo hizo. O bien de la sombra del letrero y la forma en que la posición y la altura del sol a una hora determinada afectaban a la forma de la sombra, que principalmente parecía contraerse y expandirse a medida que el letrero de verdad rotaba por encima de la calle, o de la forma en que encender y apagar la lamparilla de mesa que había al lado del sillón alteraba el juego de las luces con los distintos objetos situados en las sombras de la habitación y hasta el tono específico de las paredes y del techo y afectaba a todo, y —mediante el «desdoblamiento»— yo también era consciente de estar encendiendo y apagando la lamparilla y fijándome en los cambios y siendo afectado por ellos, así como por el hecho de que yo sabía que estaba siendo consciente de ellos. De estar siendo consciente de la consciencia. Puede que suene abstracto o drogadicto, pero no lo era. A mí me hacía sentirme vivo. Había algo en aquella experiencia que yo prefería. Podía escuchar a Pink Floyd, por ejemplo, o incluso uno de los discos que el compañero de habitación ponía todo el tiempo, como Sergeant Pepper, y no solamente oír la música y hasta el último compás y cambio de tono y la resolución de cada tema, sino también saber, con la misma clase de conciencia y discriminación, que lo estaba haciendo, es decir, que estaba escuchando algo de verdad —«Ahora mismo estoy escuchando el segundo estribillo de “Fixing a Hole” de los Beatles»—, y al mismo tiempo siendo consciente también de los sentimientos y sensaciones exactos que la música producía en mí. Puede que todo esto suene jipioso, un poco como entrar en contacto con tus sentimientos interiores y esos rollos. Pero a juzgar por mi experiencia de aquella época, la mayoría de las personas siempre estamos sintiendo algo o adoptando alguna actitud o bien decidiendo prestar atención a alguna cosa o a alguna parte de una cosa sin ser siquiera conscientes de que lo estamos haciendo. Lo hacemos de forma automática, igual que late el corazón. A veces yo estaba sentado en una habitación y era consciente del gran esfuerzo que requería prestar atención a nada más que los latidos de tu corazón durante más de un minuto; casi daba la impresión de que el corazón quería escaparse de tu atención, igual que una estrella del rock que intenta huir de los focos. Pero si consigues desdoblarte y obligarte a prestar atención, puedes encontrarlo. Lo mismo pasa con la música; el desdoblamiento consistía en ser capaz al mismo tiempo de escuchar con mucha atención y también de sentir cualesquiera emociones que la música evocara —porque esa es obviamente la razón de que nos guste la música, el hecho de que nos hace sentir ciertas cosas, de otra manera sería puro ruido—, y no solamente limitarte a escucharlas sino ser consciente de ellas, ser capaz de decirte a ti mismo: «Esta canción me está transmitiendo al mismo tiempo calidez y seguridad, hace que me sienta envuelto igual que un niño al que acaban de sacar de la bañera y lo han envuelto con unas toallas que han sido lavadas tantas veces que ya son increíblemente suaves, y al mismo tiempo hace que me sienta triste, hay una sensación de vacío en el centro de la calidez que es como la tristeza de una iglesia vacía o de un aula con muchas ventanas por las que solamente se puede ver la lluvia o la calle, como si en el centro mismo de esa sensación de seguridad y de cobijo se encontrara la semilla del vacío». No es que se tuviera que explicar así necesariamente, simplemente era una sensación lo bastante clara y palpable como para poder explicarse de esa manera, si uno quería. Y también ser consciente de esa claridad. En todo caso, era por eso que me gustaba el Obetrol. Porque no se trataba simplemente de quedarse colgado con lo bonita que era la música ni de arrinconar a alguien contra la pared en una fiesta.

Con el Obetrol o el Cylert, además, no solo eras consciente de las cosas buenas o agradables. Algunas de las cosas que traía a la conciencia no eran agradables, eran simplemente la realidad. Como por ejemplo el hecho de estar sentado en la diminuta sala de estar del apartamento de la residencia universitaria de la UIC y escuchar cómo aquel compañero de piso-barrarebelde social de Naperville hablaba por teléfono en su dormitorio —aquel supuesto inconformista tenía línea de teléfono propia, y ya se imagina usted quién se la pagaba—, oír cómo conversaba con una estudiante femenina, y si no sonaba música ni tampoco estaba encendida la tele no podías evitar oír la conversación a través de las paredes, que resultaban notoriamente fáciles de atravesar de un puñetazo si eras de esos tipos que pegaban puñetazos a las paredes, y escuchar la cháchara o la palabrería obsequiosa que le estaba largando a aquella estudiante, y no solamente sentir antipatía o vergüenza por la forma afectada en que hablaba con las chicas, como si no resultara evidente para cualquiera que lo escuchara lo mucho que se estaba esforzando por proyectar la idea de que era un tipo a la moda y un radical, sin tener ni la menor idea de la imagen que estaba dando en realidad, que era una imagen de tipo malcriado, inseguro y vanidoso; y escuchar y sentir todo esto, pero también ser incómodamente consciente de que lo estabas haciendo, es decir, tener que sentir conscientemente y ser consciente de estas reacciones internas en lugar de dejar simplemente que operaran en tu interior sin admitirlas ante ti mismo. Era como estar obligado a poder decirte a ti mismo: «Finjo que estoy aquí sentado leyendo La caída de Albert Camus para el ejercicio de mitad de semestre de Literatura de la Alienación, pero lo que en realidad estoy haciendo es concentrarme en escuchar cómo Steve intenta impresionar a esa chica por teléfono, y siento vergüenza y desprecio hacia él, y pienso que va de guay, y al mismo tiempo soy incómodamente consciente de las veces en que yo también he intentado proyectar la idea de que soy un tipo a la moda y un cínico a fin de impresionar a alguien, lo cual quiere decir que no solamente me cae mal Steve, lo cual es cierto, sinceramente, sino que una de las razones por las que me cae mal es que cuando lo oigo hablar por teléfono me doy cuenta de cómo se parece a mí y soy consciente de una serie de cosas de mí mismo que me avergüenzan, pero no sé cómo dejar de hacerlas; por ejemplo, ¿qué pasaría si yo dejara de intentar parecer nihilista, aunque fuera solamente ante mí mismo? ¿Cómo sería yo realmente? ¿Y acaso me acordaré de esto cuando ya no esté obetroleando, o bien simplemente volveré a dejar que me irrite Steve Edwards sin permitirme a mí mismo ser consciente de ello, o del porqué?». ¿Me estoy explicando? Podía resultar aterrador, porque yo veía todo esto con una claridad incómoda, aunque durante ese periodo nunca habría usado una palabra como «nihilismo» sin intentar que sonara desapegada o que pareciera una cita, algo que no habría sentido la tentación de hacer ante mí mismo, con la claridad del desdoblamiento, puesto que esa clase de cosas solamente las hacía cuando no era realmente consciente de lo que estaba haciendo o de cuál era mi estrategia verdadera, las hacía más bien usando una especie de extraño y robótico piloto automático. Y cada vez que tomaba Obetrol —o una vez, estando en la DePaul, una variante llamada Cylert, que venía en tabletas de 10 mg, y que solamente tuve a mi alcance una vez y en una situación muy especial que nunca se repitió— me volvía a dar cuenta de que la mayor parte del tiempo ni siquiera era consciente de lo que estaba pasando. Era como coger el tren en vez de ir en coche a alguna parte, para no tener que saber dónde estás ni verte obligado a tomar decisiones como por dónde girar. En el tren te puedes limitar a estar en las nubes y dejarte llevar, que es lo que daba la impresión de que estaba haciendo yo la mayor parte del tiempo. Y yo también era consciente de esto, cuando tomaba aquellos estimulantes, y consciente del hecho de que era consciente. La conciencia era fugaz, sin embargo, y después de que se me pasara el efecto del Obetrol —lo cual normalmente acarreaba un dolor fuerte de cabeza— me daba la impresión de que apenas me acordaba de nada de lo que acababa de tener conciencia. El recuerdo de la sensación de despertarme de golpe y cobrar conciencia se volvía vago y difuso, como algo que crees ver en la periferia exterior de tu visión pero que cuando intentas mirarlo directamente desaparece. O como un fragmento de recuerdo que no estás seguro de si es real o si formaba parte de un sueño. Tal como yo había predicho y temido mientras estaba desdoblado, por supuesto. De manera que no era una pura cuestión de diversión, lo cual constituía una de las razones por las que obetrolear me parecía una actividad auténtica e importante y no un simple acto bobalicón y agradable como fumar maría. Una parte del proceso resultaba incómodamente nítida. No solamente como despertar a la conciencia de que me caía mal mi compañero de habitación con sus camisas de trabajo de tela vaquera y su guitarra y todos sus supuestos amigos que venían a casa y se veían obligados a fingir que les caía bien y que era un tío que molaba para que él les diera su gramo de hachís o lo que fuera, y no solo me disgustaba toda la situación de compartir habitación y hasta el ritual nihi lista del pie y el Hat —que nosotros fingíamos que molaba mucho más y que era mucho más divertido de lo que era en realidad, porque no es que lo hiciéramos un par de veces sino que lo hacíamos básicamente todo el tiempo, no era más que una excusa para ser unos colgados en lugar de estudiar o hacer nuestro trabajo mientras nuestros padres nos pagaban los estudios, la residencia y la manutención—, sino que también era consciente, cuando lo pensaba de verdad, de que una parte de mí había elegido compartir habitación con Steve Edwards porque en realidad había una parte de mí que disfrutaba odiándolo y catalogando cosas de él que eran hipócritas y que provocaban en mí una especie de asco avergonzado, y de que debía de haber ciertas razones psicológicas por las que yo vivía, comía, iba de fiesta y pasaba el tiempo con una persona que ni me caía bien ni me merecía mucho respeto… y eso probablemente quería decir que tampoco me respetaba mucho a mí mismo, y que precisamente por eso era tan conformista. Y lo que quiero decir es que, sentado allí escuchando a hurtadillas cómo Steve le decía a la chica con la que estaba hablando por teléfono que siempre había creído que si queríamos que hubiera alguna esperanza para la especie humana teníamos que considerar a las mujeres de hoy día como algo más que simples objetos sexuales, yo me dedicaba a explicarme todo esto a mí mismo, de forma muy clara y consciente, en lugar de limitarme a vagar sin rumbo teniendo todas aquellas sensaciones y reacciones acerca de él sin ser plenamente consciente de ellas. De manera que el Obetrol comportaba básicamente despertar a lo inconsciente que yo era normalmente, y saber que era así como me iría a dormir cuando se me pasara el efecto artificial de las anfetas. Con lo cual quiero decir que no era todo una cuestión de simple diversión. Pero me hacía sentir vivo, y probablemente fuera por eso que me gustaba. Me hacía sentir que yo era mi propietario, en lugar de un simple inquilino, o algo parecido. Aunque esa analogía resulta barata, parece un comentario ingenioso barato. Es difícil de explicar, y probablemente se tardaría más tiempo en explicarlo de lo que vale la pena. Tampoco estoy intentando transmitir aquí ningún mensaje de apología de las drogas, obviamente. Y, sin embargo, era importante. Ahora me gusta pensar en el Obetrol y en otros subtipos de anfetas como una especie de poste indicador o letrero de tráfico que me señalaba lo que sería posible si me volviera más consciente y vivo en mi vida cotidiana. En este sentido, creo que el consumo de aquellas drogas fue una experiencia valiosa para mí, puesto que en aquel periodo yo era básicamente tan irresponsable y disperso que necesitaba una indicación muy clara y tosca de que ser un adulto vivo, responsable y autónomo iba mucho más allá de lo que yo conocía en aquella época.

Por otro lado, no hace falta decir que la clave es la moderación. No te podías pasar la vida tomando Obetroles y sentado allí desdoblado y al mismo tiempo esperar ocuparte con eficacia de tus asuntos. Me acuerdo de que no conseguí leer a tiempo La caída de Camus, por ejemplo, y de que tuve que echarle un morro tremendo a mi ejercicio de mitad de semestre de Literatura de la Alienación —en otras palabras, de que hice trampas, aunque solamente fuera por lo que daba a entender—, pero que no me importó demasiado, que yo recuerde, salvo por el hecho de sentir una especie de alivio cínico y asqueado cuando el profesor que puntuaba los ejercicios me escribió algo del tipo «¡Tiene cosas interesantes!» debajo del notable. O sea, una respuesta absurda y farsante a una farsa absurda. Pero no se podía negar que resultaba potente aquella sensación de que allí delante había algo importante y de que a veces yo podía despertarme en pleno acto de levantar un pie, en medio de toda aquella farsa absurda, y ser repentinamente consciente de ella. Es difícil de explicar. La verdad es que creo que el Obetrol y el desdoblamiento fueron mi primer vislumbre del mismo ímpetu que no me cabe duda de que terminó llevándome a la Agencia y a los desafíos y prioridades especiales que tenemos aquí en el Centro Regional de Examen. Tenía algo que ver con el hecho de prestar atención y con la capacidad de elegir a qué prestaba mi atención, y ser consciente de esa elección, del hecho de que era una elección. No soy la persona más inteligente del mundo, pero incluso durante aquel periodo patético y carente de rumbo creo que en el fondo yo sabía que había algo más allá de mi vida y de mí mismo que los simples apetitos psicológicos de placer y vanidad que dejaba que me dominaran. Que existían niveles dentro de mí que no eran ninguna farsa y no eran infantiles, sino profundos, y que no eran abstractos sino mucho más reales en verdad que mi ropa o que la imagen que yo tenía de mí mismo, y que centelleaban de una forma casi sagrada —lo digo en serio, no me estoy limitando a presentarlo de forma más dramática de lo que era en realidad—, y que estas partes más reales y profundas de mí no consistían en impulsos ni en apetitos sino en pura y simple atención y conciencia, que es lo que yo tendría si conseguía permanecer despierto sin las anfetas.

Pero no lo conseguía. Tal como ya he mencionado, después de que se me pasara el efecto ni siquiera solía acordarme de qué era lo que me había parecido tan claro y profundo de las cosas de las que había llegado a ser consciente en aquel sillón verde y barato del anterior inquilino, que alguien había dejado abandonado en la sala de estar al marcharse de la residencia, y que tenía algo roto o doblado en el armazón por debajo de los cojines y se torcía un poco a un lado cuando intentabas reclinarte hacia atrás, de manera que tenías que sentarte en él con la espalda muy recta y erguida, lo cual se hacía raro. Todo el incidente del desdoblamiento quedaba medio emborronado mentalmente a la mañana siguiente, sobre todo si me despertaba tarde —algo bastante habitual, debido a los efectos que tenía sobre el sueño un fármaco que era esencialmente anfetaminas— y más o menos tenía que levantarme pitando e irme corriendo a clase sin ver a nadie ni nada de lo que me rodeaba. En esencia, yo era uno de esos tipos a quienes les aterra llegar tarde pero aun así parece que siempre llegan tarde. Si entraba tarde en una clase, a menudo me pasaba que al principio me sentía demasiado tenso y nervioso para poder seguir lo que estaba pasando. Sé que el miedo a llegar tarde lo he heredado de mi padre. Además, es cierto que a veces la conciencia intensificada y la articulación de mí mismo que comportaban los Obetroles podía ir demasiado lejos: «Ahora soy consciente de que soy consciente de estar sentado aquí con la espalda incómodamente recta, ahora soy consciente de estar sintiendo un picor en el costado izquierdo del cuello, ahora soy consciente de estar deliberando sobre si me rasco o no, ahora soy consciente de estar prestando atención a esa deliberación y a la sensación que me produce la ambivalencia sobre el hecho de rascarme y al efecto que están teniendo esas sensaciones y mi conciencia de ellas sobre mi conciencia de la intensidad del picor». Lo cual quiere decir que, pasado cierto punto, podía perderse aquel elemento de voluntariedad de la atención que caracterizaba al desdoblamiento y la conciencia podía estallar en forma de una galería de espejos de sensaciones y pensamientos experimentados de forma consciente y de conciencia de la conciencia de la conciencia de estos. Se trataba entonces de una atención involuntaria, es decir, de la pérdida de la capacidad de centrarse y concentrarse en una sola cosa, y aquel era otro incentivo enorme para consumir los Obetroles con moderación, sobre todo de madrugada; tengo que admitir que sé que un par de veces me perdí tanto en las galerías o niveles superpuestos de conciencia de la conciencia que me hice mis necesidades en el sofá —eso me pasó en el Lindenhurst College, donde los apartamentos eran compartidos entre tres y había una «sala comunitaria» semiamueblada en el centro del apartamento, que era donde estaba el sofá—, lo cual, incluso en aquella época, me pareció una señal clara de que había perdido de vista mis prioridades básicas y de que era incapaz de cuidar de mis cosas. Por alguna razón, ahora a veces me imagino a mí mismo intentando explicarle a mi padre cómo pude llegar a estar tan completamente centrado y consciente como para quedarme allí y mearme encima, pero la imagen se interrumpe en el momento preciso en que él abre la boca para darme una respuesta, y estoy seguro al noventa y nueve por ciento de que no se trata de un recuerdo real: ¿cómo iba él a saber nada de un sofá que yo había tenido en el Lindenhurst?

Para que conste en acta, es cierto que echo de menos a mi padre y que me trastornó mucho lo que le pasó, y a veces me pone muy triste pensar que ya no está aquí para ver la carrera que he elegido, y los cambios que esta ha efectuado sobre mi persona, y algunas de las evaluaciones PP-47 que ha recibido mi trabajo, y para hablar de sistemas de costo y de contabilidad forense desde una perspectiva muchísimo más adulta.

Y, sin embargo, es probable que estos destellos de conciencia más profunda, ya fueran inducidos por las drogas o no —porque la importancia final de esto último es discutible—, tuvieran un efecto más directo en mi vida y en mi cambio de dirección y en el hecho de que yo entrara a trabajar en la Agencia en 1979 que el accidente de mi padre, o posiblemente todavía más que la experiencia crucial que viví durante la clase de repaso de Fiscalidad Avanzada en la que entré por equivocación durante mi segundo paso mucho más centrado y fructífero por la DePaul. Ya he mencionado la equivocación que cometí durante la semana de repaso. En pocas palabras, lo que provocó aquella experiencia fue que el campus de la DePaul en Lincoln Park tenía dos edificios nuevos que se parecían mucho, eran literalmente casi imágenes invertidas el uno del otro, por su diseño arquitectónico, y estaban conectados tanto por la primera planta como —mediante una galería elevada muy parecida a la que tenemos aquí en el CRE del Medio Oeste— por la tercera, y los departamentos de contabilidad y ciencia política de la DePaul ocupaban los dos edificios respectivos de este conjunto idéntico, de cuyos nombres no me acuerdo ahora mismo. Me refiero a los nombres de los edificios. Era el último día lectivo de las clases de los martes y jueves del trimestre de otoño de 1978, y nos tocaba repasar para el examen final de Pensamiento Político Americano, que iba a constar íntegramente de preguntas para desarrollar, y mientras yo iba de camino al repaso final sé que estaba intentando repasar mentalmente las áreas por las que quería asegurarme de que alguien en la clase preguntaba —no tenía por qué ser yo—, a fin de averiguar qué peso iban a tener en el examen final. Salvo por Introducción a la Contabilidad, yo había elegido sobre todo clases de psicología y de ciencia política, estas últimas debido más que nada a que me las imponían para declarar mi itinerario troncal, que era requisito para licenciarse; pero ahora que ya no estaba meramente intentando aprobar presentando apaños de último minuto, obviamente aquellas clases resultaban mucho más difíciles y consumían mucho más tiempo. Me acuerdo de que la mayor parte de la versión que se impartía en la DePaul de Pensamiento Político Americano trataba sobre The Federalist Papers de Madison et al., que yo ya había estudiado en el Lindenhurst pero del que no recordaba casi nada. En suma, yo iba tan concentrado pensando en el repaso y en el examen final que lo que pasó es que entré en el edificio que no era sin darme cuenta, y terminé en la sala correcta de la tercera planta pero en el edificio equivocado, una sala que era un reflejo invertido y tan idéntico de la sala correcta del edificio contiguo, situada justo al otro lado de la galería, que no fui inmediatamente consciente de mi equivocación. Y resultó que en aquella aula estaba teniendo lugar el último día de repaso de Fiscalidad Avanzada, un curso notoriamente difícil en la DePaul, que era conocido como el equivalente dentro del departamento de contabilidad a lo que la química orgánica representaba para las licenciaturas de ciencias: el gran obstáculo, la clase que hacía de criba, para la cual se pedía una serie de requisitos previos y abierta únicamente a licenciados en contabilidad con experiencia y a alumnos de posgrado, y también se decía que la impartía uno de los pocos profesores jesuitas que quedaban en la DePaul, es decir, uno de aquellos individuos de atuendo blanco y negro y completamente desprovistos de sentido del humor o de deseo alguno de caer bien ni de «conectar» con los alumnos. En la DePaul, los jesuitas eran notoriamente poco enrollados. Mi padre, por cierto, se crió en una familia católica romana, pero de adulto tuvo poco o nada que ver con la Iglesia. La familia de mi madre era originalmente luterana. Igual que mucha gente de mi generación, yo no recibí ninguna educación religiosa. Pero resulta que aquel día en el aula idéntica tuvo lugar uno de los acontecimientos más inesperadamente poderosos y transformadores de mi vida de por entonces, y fue tan grande la impresión que me causó que hasta me acuerdo de lo que llevaba puesto cuando me senté allí: un jersey acrílico a rayas rojas y marrones, pantalones de pintor blancos y botas Timberland de un color que mi compañero de apartamento de ahora —que era un estudiante bien serio de químicas, ya se habían acabado los Steve Edwards y los pies rotatorios— llamaba «amarillo caca de perro», con los cordones desatados y arrastrando por el suelo, que era la forma en que todo el mundo que yo conocía o con quien yo pasaba el tiempo llevaba las Timberland aquel año.

Por cierto, sí que creo que la conciencia no es lo mismo que el pensamiento. Yo me parezco a la mayoría de la gente, creo, en el sentido de que los pensamientos más importantes no me vienen en bloques grandes e intencionados mientras estoy sentado en una silla de forma ininterrumpida y sabiendo por adelantado en qué voy a ponerme a pensar, como, por ejemplo, «Voy a pensar en la vida y en el lugar que ocupo yo en ella y en las cosas que me importan de verdad, a fin de poder empezar a formular metas concretas y centradas y planes para mi carrera adulta», y quedándome ahí sentado y pensando en el tema hasta llegar a una conclusión. No es así como funciona. Para mí mismo, suelo tener mis pensamientos más importantes de maneras incidentales, accidentales o incluso en forma de sueños diurnos. Te estás preparando un bocadillo, dándote una ducha, estás sentado en una silla de hierro forjado en la zona de cafeterías del centro comercial de Lakehurst esperando a alguien que llega tarde, vas en el tren de la CTA y estás mirando tanto el paisaje del otro lado de la ventanilla como tu propio reflejo superpuesto al mismo, y de pronto te sorprendes pensando en cosas que terminan siendo importantes. Es casi lo contrario de la conciencia, si piensa uno en ello. Creo que esa experiencia de pensamiento accidental es habitual, si no universal, aunque no se trata de algo de lo que se pueda hablar con nadie porque termina siendo muy abstracto y difícil de explicar. Mientras que en los arranques intencionados de pensamiento importante y concentrado, en los que te sientas con la intención consciente de afrontar preguntas relevantes del tipo «¿Soy feliz ahora mismo?» o «¿Cuáles son en última instancia las cosas que me importan o en las que creo?», o bien —particularmente si alguna figura de autoridad te acaba de apretar las clavijas— «¿Acaso soy esencialmente una de esas personas provistas de valor y que contribuyen al mundo, o bien soy una persona sin rumbo, indiferente y nihilista?», a menudo las preguntas terminan sin respuesta y se limitan a ser machacadas hasta la saciedad, tan atacadas desde todos los ángulos y desde las objeciones y complicaciones particulares de cada ángulo que terminan siendo todavía más abstractas y en última instancia más absurdas que cuando empezaste. De esa manera nunca se consigue nada, por lo menos que yo sepa. Ciertamente, a juzgar por las pruebas, ni san Pablo ni Martín Lutero ni los autores de The Federalist Papers, ni siquiera el presidente Reagan, cambiaron nunca la dirección de sus vidas de esta forma; más bien les pasó por accidente.

En cuanto a mi padre, tengo que admitir que no sé cómo tuvo ninguno de los pensamientos importantes que lo llevaron en las direcciones que se pasó toda la vida siguiendo. Ni siquiera sé si en su caso hubo ningún pensamiento importante y consciente. Igual que muchos hombres de su generación, es muy posible que fuera capaz de funcionar con el piloto automático. Su actitud hacia la vida era que había ciertas cosas que te tocaba hacer, de manera que te limitabas a hacerlas, como por ejemplo ir a trabajar todos los días. Nuevamente, es posible que este fuera otro elemento generacional que nos separaba. No creo que a mi padre le encantara su trabajo en el Ayuntamiento, pero por otro lado tampoco creo que se formulara a sí mismo preguntas importantes del tipo: «¿Me gusta mi trabajo? ¿Es esto realmente lo que quiero hacer el resto de mi vida? ¿Acaso es tan satisfactorio como alguno de los sueños que acariciaba cuando era joven y servía en Corea y leía poesía inglesa de noche en mi camastro de los barracones?». Tenía una familia que mantener y aquel era su trabajo, de manera que se levantaba todos los días y lo hacía, punto y final, todo lo demás no eran más que tonterías caprichosas. Es posible que ese fuera el resumen final de sus ideas sobre el tema durante toda su vida. Esencialmente decía «Qué más da» al destino que le había tocado en la vida, aunque obviamente lo decía de una forma muy distinta a la forma en que decían «Qué más da» los colgados sin rumbo de mi generación.

Mi madre, por otro lado, cambió el rumbo de su vida de forma muy drástica, pero tampoco en su caso estoy seguro de que ese cambio fuera el resultado de un pensamiento concentrado. De hecho, lo dudo. Simplemente no es la forma en que funcionan esas cosas. La verdad es que la mayoría de las decisiones de mi madre se regían por sus emociones. Eso constituía otra dinámica habitual de su generación. Creo que a ella le gustaba creer que la concienciación feminista y Joyce y toda su historia con Joyce y el divorcio eran resultado de pensar las cosas, en el sentido de que se trataba de un cambio consciente de filosofía vital. Pero en realidad todo fue emocional. Tuvo una especie de colapso nervioso en 1971, aunque por entonces nadie usó ese término. Y es posible que ella eludiera el término «colapso nervioso» y en cambio dijera que lo que había tenido era un cambio repentino y consciente de creencias y de dirección. ¿Y quién puede discutir algo así? Me gustaría haber entendido esto en aquella época, porque sé que en ciertos sentidos fui un poco desagradable y condescendiente con mi madre en relación con el tema del divorcio y de Joyce. Casi como si de forma inconsciente yo me hubiera puesto del lado de mi padre y hubiera asumido la tarea de decir todas las cosas desagradables y condescendientes que él tenía demasiada disciplina y decoro para permitirse decir. Lo más seguro es que no tenga sentido especular con ello; tal como decía mi padre, la gente va a hacer lo que va a hacer, y lo único que puedes hacer tú es jugar las cartas que la vida te ha repartido lo mejor que sepas. Yo nunca supe con certeza si él echaba de menos a mi madre o si estaba triste. Cuando pienso en ello ahora, me doy cuenta de que se sentía solo, de que para él era muy difícil estar divorciado y solo en aquella casa de Libertyville. En cierto sentido es probable que él se sintiera libre después del divorcio, lo cual tiene sus aspectos positivos, por supuesto: podía ir y venir cuando le diera la gana, y cuando me estaba apretando las clavijas por algo no tenía que preocuparse por elegir las palabras con cuidado ni por discutir con alguien que me iba a defender pasara lo que pasara. Pero en el continuo psicológico, esa clase de libertad también está muy cerca de la soledad. La única gente con la que estás realmente «libre» de esa manera son los desconocidos, y en este sentido mi padre tenía razón en que el dinero y el capitalismo equivalen a la libertad, puesto que comprar o vender algo no te obliga a nada salvo a lo que pone en el contrato; aunque también existe el contrato social, que es donde entra la obligación a pagar los impuestos que a cada uno le corresponden, y creo que mi padre habría estado de acuerdo con la afirmación del señor Glendenning de que «La libertad verdadera es la libertad para obedecer la ley». Probablemente todo esto no tenga mucho sentido. En cualquier caso, llegado este punto todo esto no es más que especulación abstracta, porque la verdad es que yo nunca hablé ni con mi padre ni con mi madre sobre qué pensaban ellos de sus vidas adultas. Simplemente no es la clase de cuestión que los padres se sientan a hablar abiertamente con sus hijos, o por lo menos no lo era en aquella época.

En cualquier caso, probablemente resulte útil proporcionar cierta información de fondo. La forma más sencilla de definir un impuesto es decir que el importe del impuesto, simbolizado por la letra I, es igual al producto de la base impositiva por la tasa. Esto suele representarse como I = B x T, de lo que se deriva que T = I / B, que es la fórmula para determinar si una tasa impositiva es progresiva, regresiva o proporcional. Esto es contabilidad fiscal muy básica. A la mayoría del personal de la Agencia Tributaria nos resulta tan familiar que ni siquiera lo tenemos que pensar. Pero en cualquier caso, la variable crucial es la relación de I con B. Si la relación de I con B permanece igual sin importar si B, la base impositiva, sube o baja, entonces el impuesto es proporcional. Esto se conoce también como impuesto a tasa fija. Impuesto progresivo es cuando la proporción I / B aumenta a medida que B aumenta y disminuye cuando B disminuye, que es esencialmente la forma en que funciona el impuesto de la renta marginal de hoy día, en que se paga el cero por ciento por los primeros 2.300 dólares, el 14 por ciento por los 1.100 dólares siguientes, el 16 por ciento por los 1.000 siguientes, y así sucesivamente, hasta llegar al 70 por ciento de todo lo que pase de los 108.300 dólares, todo lo cual forma parte de la política actual del Tesoro Público consistente en que, en teoría, cuantos más ingresos anuales tengas, mayor es la proporción de tus ingresos que tus obligaciones fiscales por ingresos deben representar; aunque, como es obvio, en la práctica esto no siempre funciona así, debido a toda la serie de deducciones legales y créditos que forman parte del código tributario moderno. En cualquier caso, las tablas de impuestos progresivos se pueden simbolizar con una simple gráfica de barras ascendentes, cada una de las cuales representa una banda impositiva. A veces los impuestos progresivos se llaman impuestos graduales, pero no es así como los llamamos en la Agencia. Los impuestos regresivos, por otro lado, son aquellos en que la proporción I/B aumenta a medida que B disminuye, lo cual quiere decir que por las cantidades más pequeñas se pagan las tasas impositivas más altas, que es algo que se podría decir que no tiene mucha lógica en términos de justicia y de contrato social. Sin embargo, los impuestos regresivos a menudo pueden aparecer camuflados: por ejemplo, los enemigos de las loterías estatales y de los impuestos sobre el tabaco a menudo afirman que lo que estas cosas son en realidad son impuestos regresivos camuflados. En cualquier caso, los impuestos sobre la renta casi siempre son progresivos, en virtud de los ideales democráticos de nuestro país. Los siguientes, en cambio, son algunos tipos de impuestos que suelen ser proporcionales o de tasa fija: impuestos sobre bienes inmuebles, bienes personales, aduanas, impuestos internos y sobre todo los impuestos sobre las ventas.

Como recuerda mucha gente de por aquí, en 1977, estando la inflación y el déficit por las nubes y yo matriculado por segunda vez en la DePaul, el estado de Illinois llevó a cabo un experimento fiscal consistente en coger el impuesto estatal sobre las ventas y hacerlo progresivo en vez de proporcional. Probablemente fuera la primera vez que vi cómo la implantación de una política fiscal puede afectar realmente a las vidas de la gente. Tal como he mencionado, los impuestos sobre las ventas suelen ser proporcionales de forma casi universal. Tal como lo entiendo ahora, la idea que había detrás de probar a volver progresivo el impuesto sobre las ventas era aumentar los ingresos fiscales del Estado sin infligir penurias a la población pobre ni contrariar a los inversores, además de contribuir a combatir la inflación gravando el consumo. La idea era que cuanto más compraras, más impuestos pagarías, y que eso contribuiría a poner freno a la demanda y mitigaría la inflación. El impuesto progresivo sobre las ventas fue concebido en 1977 por un alto cargo de la oficina del Tesorero del Estado. No conozco la identidad exacta de esa persona, o si se comió alguna clase de marrón tremendo después del desastre resultante, pero los que sí perdieron su trabajo después del fiasco fueron tanto el Tesorero del Estado como el gobernador de Illinois. Fuera de quien fuera la culpa, sin embargo, se trató de una cagada enorme en materia de política fiscal, que además se podría haber evitado con facilidad si alguien de la oficina del Tesorero del Estado se hubiera molestado en consultar a la Agencia sobre la conveniencia del plan. Pese a la existencia tanto de la Oficina del Comisionado Regional del Medio Oeste como de un Centro Regional de Examen dentro de las fronteras de Illinois, consta que esta consulta nunca se produjo. Pese a que las agencias fiscales estatales dependen de los ingresos que generan los impuestos federales y también de los archivos maestros del sistema informático de la Agencia para hacer cumplir las leyes fiscales estatales, en las oficinas de la Hacienda estatal impera una actitud tradicional de autonomía y desconfianza hacia las agencias federales como la Agencia Tributaria, que a veces resulta en fallos cruciales de comunicación, de los cuales el desastre de los impuestos estatales sobre las ventas de Illinois en 1977 es un caso clásico dentro de la Agencia, así como objeto de numerosos chistes y anécdotas profesionales. Como les podría haber dicho prácticamente cualquiera de los que estamos en el Centro 047, una regla fundamental de la implantación eficaz de las leyes fiscales es acordarse de que el contribuyente medio siempre va a actuar movido por su propio interés monetario. Esto es una ley básica de la economía. En cuestiones impositivas, el resultado es que el contribuyente siempre hará lo que la ley le permita a fin de minimizar sus impuestos. No es más que la naturaleza humana, pero los funcionarios de Illinois no lo entendieron, o por lo menos no consiguieron ver sus implicaciones en materia de transacciones de gravamen de ventas. Puede que se diera el caso de que la oficina del Tesorero Estatal permitiera que toda la cuestión se volviera tan compleja y teórica que no les dejara ver lo que tenían delante mismo de las narices: que la base, B, de un impuesto progresivo no puede ser algo que se subdivida con facilidad. Si se puede subdividir con facilidad, entonces el contribuyente medio, movido por su interés económico, hará lo que esté en su mano legalmente para subdividir B en dos o más B más pequeñas a fin de evitar la progresión efectiva. Y esto es precisamente lo que sucedió a finales de 1977. El resultado fue que la venta al público se sumió en el caos. En el supermercado, por ejemplo, los clientes ya no compraban tres bolsas grandes de comida y aceptaban pagar un 6, un 6,8 y un 8,5 por ciento respectivamente por aquellas partes de su compra que superaban los 5$, los 20$ y los 42,01$; ahora estaban motivados para estructurar su compra de alimentos en forma de numerosas compras por separado de 4,99$ o menos a fin de aprovecharse del mucho más atractivo 3,75 por ciento del impuesto sobre las compras de menos de 5$. La diferencia entre el 8 por ciento y el 3,75 por ciento es más que suficiente para establecer un incentivo y hacer que entre en juego el interés económico de los ciudadanos. Así pues, de pronto todo el mundo entraba en la tienda y hacía una compra de menos de 5$, a continuación se iba al coche, metía la bolsita y volvía a entrar para hacer otra compra de menos de 5$ y llevársela al coche, y vuelta a empezar. Las colas para pagar en el supermercado empezaron a llegar hasta el fondo mismo de la tienda. Los grandes almacenes estaban igual de mal, y me consta que las gasolineras estaban todavía peor: solamente hacía unos meses del shock del suministro de la OPEP y de las peleas en las colas de las gasolineras por el racionamiento, y ahora, aquel otoño en Illinois, volvían a estallar peleas en las gasolineras protagonizadas por los conductores que se veían obligados a esperar a que la gente que tenían delante intentara poner 4,99$ de gasolina, entrar corriendo a pagar, volver a salir, poner el surtidor a cero, meter otros 4,99$ y vuelta a empezar. Era exactamente lo contrario de un rollo tranqui, por no decir algo peor. Y la carga administrativa que suponía calcular los impuestos sobre las ventas de cuatro márgenes distintos de ventas destruyó a las tiendas al por menor. Las que tenían cajas registradoras automatizadas y sistemas de contabilidad vieron cómo los sistemas se hundían bajo la nueva carga. Por lo que tengo entendido, los elevados costes administrativos de la nueva contabilidad fueron pasando de unos a otros y causaron un pico de inflación en Illinois, lo cual irritó todavía más a unos consumidores que ya estaban cabreados porque el impuesto progresivo sobre las ventas los estaba obligando económicamente a pasar media docena o más de veces por las colas para pagar en las tiendas, en muchos casos. Hubo disturbios, sobre todo en la parte sur del estado, que linda con Kentucky y ya en circunstancias normales no suele mostrarse precisamente comprensiva ni cordial hacia la necesidad del gobierno de recaudar impuestos. La verdad es que el norte, el centro y el sur de Illinois son prácticamente países distintos, en términos culturales. Pero el caos afectó a todo el estado. Se quemó la efigie del Tesorero del Estado. Los bancos vivieron una demanda enorme de billetes de un dólar y monedas. Desde la perspectiva de los costes administrativos, lo peor vino cuando los negocios emprendedores vieron una nueva oportunidad y empezaron a usar el eslogan «¡Subdividible!» como incentivo a las ventas. Incluyendo, por ejemplo, a los vendedores de coches usados que estaban dispuestos a venderte un coche en forma de aglomeración de pequeñas transacciones separadas correspondientes a un parachoques delantero, un cajón de rueda derecha trasera, una bobina de alternador, una bujía y así sucesivamente, de manera que la compra quedara estructurada en forma de miles de transacciones individuales de 4,99$. Técnicamente era legal, por supuesto, y la práctica no tardó en extenderse entre las tiendas de artículos caros; pero creo que fue cuando también los agentes inmobiliarios adoptaron la práctica de subdividir cuando las cosas se hundieron de verdad. Los bancos, los bancos hipotecarios, los corredores de materias primas y de obligaciones y el Departamento de Hacienda de Illinois, todos vieron cómo sus sistemas de procesamiento de datos empezaban a fallar: el impuesto progresivo sobre las ventas produjo un auténtico tsunami de datos de ventas subdivididas que ahogó la tecnología existente. La medida fue revocada en menos de cuatro meses. En realidad, los legisladores estatales tuvieron que volver a Springfield en plenas vacaciones de Navidad para reunirse y revocar la norma, puesto que aquel periodo había representado un desastre absoluto para el comercio al por menor; la temporada de compras de Navidad de 1977 fue una pesadilla que todavía hoy, tantos años después, la gente sigue comentando a veces en tono apesadumbrado con los desconocidos cuando se ve atrapada en una cola para pagar en el supermercado. Más o menos de la misma forma en que el calor o el bochorno extremos hacen que la gente se ponga a rememorar otros veranos terribles que recuerdan. Springfield es la capital del estado, por cierto, y también el lugar donde encontrar una cantidad increíble de objetos de interés relacionados con Lincoln.

En todo caso, fue también durante esa época cuando mi padre murió de forma inesperada en un accidente del metro de la CTA en Chicago, durante las aglomeraciones para hacer las compras de la indescriptiblemente horrible y caótica Navidad de 1977, y el accidente ocurrió mientras él estaba haciendo las compras del fin de semana de Navidad, lo cual probablemente contribuyera a hacer que todo el percance fuera más trágico. El accidente no tuvo lugar en el famoso tramo elevado de los ferrocarriles de la CTA: él y yo estábamos en la estación de Washington Square, a la cual habíamos llegado con el tren que llevaba de Libertyville al centro para hacer transbordo a otra línea de metro que iba todavía más al centro. Creo que nuestro destino final era la tienda de regalos del Art Institute. Yo estaba pasando el fin de semana en casa de mi padre, me acuerdo, al menos en parte porque tenía que estudiar de forma intensiva para mi primera ronda de exámenes finales desde mi regreso a la DePaul, donde yo estaba viviendo en una residencia del campus del Loop. Visto desde el presente, es posible que si volví a Libertyville para empollar fuera en parte para darle a mi padre la oportunidad de ver cómo me aplicaba a pasar un fin de semana estudiando en serio, aunque no recuerdo haber sido consciente de esta motivación por entonces. Además, para quienes no lo saben, el sistema de trenes de la Chicago Transit Authority es un batiburrillo de trenes elevados, de otros subterráneos convencionales y de vías de alta velocidad que llevan a las afueras. Tal como habíamos acordado, aquel sábado yo lo acompañé al centro para ayudarlo a encontrar algún regalo de Navidad para mi madre y para Joyce —una tarea que imagino que todos los años le debía de resultar difícil—, y creo que también para su hermana, que vive con su marido y sus hijos en Fair Oaks, Oklahoma.

En esencia, lo que pasó en la estación de Washington Square, donde nos disponíamos a hacer el transbordo para ir al centro, es que bajamos los escalones de cemento del nivel subterráneo para adentrarnos en las densas multitudes y el calor del andén; incluso en diciembre, los túneles del metro de Chicago suelen ser calurosos, aunque no tan insoportables ni mucho menos como durante los meses de verano, pero, por otra parte, el problema es que el calor de los andenes en invierno lo pasas vestido con abrigo de invierno y bufanda, y, además, el lugar estaba abarrotado, porque era la avalancha de compras de Navidad, a la que aquel año se le sumaban el frenesí y el caos del vigente impuesto progresivo sobre las ventas. En fin, me acuerdo de que llegamos al pie de las escaleras y nos unimos a la multitud del andén al mismo tiempo que llegaba el tren —que era de acero inoxidable y de plástico, con adhesivos de acebo tanto pegados como a medio despegar en algunas de las ventanillas de los vagones— y las puertas automáticas se abrieron con un sonido neumático, y el tren se quedó un momento al ralentí mientras las enormes masas de compradores impacientes y cargados con numerosas bolsas de compras pequeñas entraban y salían a empujones. En términos de muchedumbres, también era la hora punta de las compras del sábado por la tarde. Mi padre había querido hacer las compras por la mañana antes de que la aglomeración del centro se descontrolara por completo, pero yo me había quedado dormido y él me había esperado, pese a que no le había hecho mucha gracia y no lo disimulaba. Por fin salimos después del almuerzo —que en mi caso era el desayuno— y ya nos encontramos la línea de las afueras atestada. Ahora llegamos al andén todavía más atestado en un momento que la mayoría de los pasajeros del metro consideran incómodo y estresante: cuando el tren está parado y las portezuelas abiertas y nadie sabe a ciencia cierta cuánto tiempo más van a seguir abiertas, mientras tú tratas de abrirte paso por entre la multitud del andén, intentando llegar al tren antes de que se cierren las puertas. Tampoco es que quieras echar a correr ni ponerte a apartar a la gente a empujones, porque la parte más racional de ti sabe que no es un asunto de vida o muerte, que pronto va a llegar otro tren, y que lo peor que te puede pasar es que pierdas el tren por los pelos, que las puertas se cierren justo cuando estás llegando, y no puedas entrar por los pelos y tengas que esperar unos minutos más en el andén caluroso y abarrotado. Y, sin embargo, hay otra parte de ti —o por lo menos de mí, y estoy bastante seguro de que también de mi padre, ahora que lo pienso— a la que casi le entra el pánico. La idea de que las puertas se cierren en silencio y el tren con su multitud de gente que sí ha conseguido entrar se aleje justo cuando tú estás llegando a las puertas desencadena una especie de sentimiento extraño e involuntario de ansiedad o de urgencia; ni siquiera creo que exista una palabra específica para denominar este sentimiento, aunque es posible que esté relacionado con los miedos primitivos y prehistóricos a no llegar a tiempo de comerte la parte que te corresponde de la presa que ha cazado la tribu o a que el anochecer te pille solo entre las hierbas altas de la sabana; y aunque ciertamente él y yo nunca hablamos del tema, ahora sospecho que aquella sensación profunda e involuntaria de ansiedad por entrar a tiempo en los trenes parados debía de ser especialmente grave en el caso de mi padre, un hombre extremadamente organizado y lleno de disciplina personal que seguía unos horarios precisos y siempre llegaba a tiempo a todo, y para quien la ansiedad primitiva de no llegar a tiempo a algo por los pelos era especialmente intensa; aunque por otro lado también era un hombre dotado de una circunspección y una compostura enormes, y en circunstancias normales jamás se dejaría ver apartando a la gente a codazos ni corriendo por un andén público con el abrigo ondeando tras de sí y sujetándose el sombrero de color gris oscuro sobre la cabeza y con las llaves y las monedas varias de los bolsillos tintineando de forma perceptible, a menos que estuviera experimentando alguna clase de presión intensa e irracional para llegar al tren, de esa manera en que a menudo son las personas más disciplinadas, organizadas y circunspectas las que en realidad están sufriendo la presión interna más intensa por culpa de sus represiones o de su superego, y las más propensas a que a veces se les gire la cabeza de repente en muchos sentidos, y las que, si se las somete a la presión suficiente, son capaces de comportarse de maneras que de entrada podrían parecer totalmente discordantes con la imagen que tienes de ellos. Yo no podía verle los ojos ni la expresión facial, él iba por delante de mí en el andén, en parte porque siempre caminaba más deprisa que yo —cuando yo era niño, el término que él usaba para denominar mi forma de andar era «entretenerse»—, aunque aquel día también se debía en parte a que yo me había dormido y lo había obligado, según su perspectiva, a «llegar tarde», y por consiguiente sus zancadas rápidas y sus prisas por la estación de la CTA tenían un aire marcadamente impaciente, al que yo respondía negándome a acelerar mucho mi ritmo normal o a esforzarme demasiado para no quedarme atrás, y me dedicaba a rezagarme lo bastante como para fastidiarle pero no lo bastante como para provocar que se volviera y se pusiera a apretarme las clavijas, así como a adoptar una especie de conducta apática y alelada; en gran medida como un niño que se hace el remolón, de hecho, aunque por supuesto por entonces yo nunca habría reconocido esto. En otras palabras, la situación básica era que él estaba fastidiado y yo estaba enfurruñado, pero ninguno de los dos era consciente de esto, ni tampoco de lo habituales que eran entre nosotros aquellas pequeñas pugnas psicológicas; visto de forma retrospectiva, ahora me parece que nos pasábamos todo el tiempo actuando así el uno con el otro, tal vez movidos por un puro hábito inconsciente. Se trata de una dinámica bastante típica entre padres e hijos. Puede que incluso fuera parte de la motivación inconsciente que había detrás de la deriva indiferente y la pereza de zángano que yo había mostrado en todas aquellas universidades que él tenía que pagar yendo a trabajar todos los días. Por supuesto, por entonces yo no era consciente de nada de todo esto, y tampoco era algo que reconociéramos o habláramos entre nosotros. En cierto sentido se puede decir que mi padre murió antes de que ninguno de nosotros pudiera ser consciente de lo metidos que estábamos los dos en aquellos pequeños rituales de conflicto, o de lo mucho que había afectado a su matrimonio el hecho de que mi madre hubiera sido pues ta tantas veces en el rol de mediadora entre nosotros, que nos dedicábamos a desarrollar nuestros roles típicos de los que ninguno de los dos era consciente, como máquinas que llevan a cabo sus acciones programadas.

Me acuerdo, mientras nos abríamos paso a toda prisa por entre la multitud, de que lo vi girarse a un lado para meterse a codazo limpio entre dos mujeres hispanas lentas y corpulentas que avanzaban hacia las portezuelas abiertas del tren llevando bolsas de la compra con asas de cordel, y que mi padre golpeó con la pierna una de aquellas bolsas e hizo que se meciera ligeramente de un lado a otro. No sé si aquellas mujeres iban juntas en realidad o si lo que las obligaba a caminar tan pegadas era simplemente su envergadura y la presión de las masas que las rodeaban. No se encontraban entre las personas que fueron entrevistadas después del accidente, lo cual quiere decir que probablemente ya estuvieran en el tren cuando pasó. En aquellos momentos yo debía de estar dos metros o dos metros y medio por detrás de él, y estaba apretando el paso abiertamente para alcanzarlo, porque ya estábamos justo delante del tren parado que iba al centro, y la idea de que mi padre consiguiera entrar por los pelos pero yo me quedara demasiado rezagado y llegara a las puertas justo cuando se estaban cerrando, y de ver la expresión de su cara enmarcada por los adhesivos de acebo mientras nos mirábamos a través de las porciones de cristal de las puertas y él se alejaba a bordo del tren… Creo que cualquiera se puede imaginar lo mucho que se iba a molestar y a disgustar, y también lo vindicado y triunfante que iba a salir él en nuestra pequeña pugna psicológica por las prisas y el «ir tarde», y sentí que mi ansiedad crecía al pensar que él iba a llegar al tren y yo lo iba a perder por los pelos, de manera que llegado aquel punto yo también estaba intentando salvar la distancia que nos separaba. Nunca sabré si mi padre era consciente de que yo estaba justo detrás de él, o del hecho de que yo estaba prácticamente repartiendo codazos y empujones a la gente movido por mis prisas por alcanzarlo, porque que yo recuerde no echó ningún vistazo en mi dirección por encima del hombro ni tampoco me hizo ninguna clase de señal mientras se acercaba a las puertas del tren. Durante todos los litigios que vinieron después, ninguno de los demandados ni tampoco sus abogados cuestionaron el hecho de que en teoría los trenes de la CTA no se pueden mover a menos que todas las puertas estén completamente cerradas. Ni tampoco nadie cuestionó para nada mi narración del orden exacto en que pasaron las cosas, puesto que llegado aquel punto yo ya estaba como mucho a un metro detrás de él, y presencié los hechos con una claridad que todos concedieron en describir como terrible. Las dos mitades de las puertas del vagón habían empezado a cerrarse con su familiar sonido neumático justo cuando mi padre estaba llegando a ellas y acababa de meter un brazo por entre las mitades para evitar que se cerraran y de esa manera poder embutirse por entre ellas, y las puertas se cerraron sobre su brazo, al parecer con demasiada fuerza como para permitir que o bien el resto de mi padre pasara por la abertura o bien consiguiera abrirlas a la fuerza lo bastante como para sacar el brazo, lo cual resultó ser consecuencia de un posible fallo de la maquinaria que controlaba la fuerza con que se cerraban las puertas; para entonces el tren subterráneo ya había empezado a moverse, lo cual fue otro fallo pasmoso —se supone que entre los sensores de las puertas y el panel de mandos del conductor del tren hay unos cortocircuitos especiales que desactivan el acelerador si ha quedado alguna puerta abierta en algún vagón (tal como puede imaginarse usted, durante el litigio que siguió al accidente todos aprendimos mucho del diseño de los trenes de la CTA y de sus medidas de seguridad)—, y mi padre se vio obligado a andar al trote cada vez más deprisa al lado del tren, soltando el sombrero que se estaba sujetando sobre la cabeza para ponerse a dar puñetazos contra la puerta mientras dos o tal vez tres hombres que había dentro del vagón forcejeaban con la estrecha rendija que quedaba entre las puertas, intentando abrirlas a la fuerza por lo menos lo bastante como para que mi padre sacara el brazo. El sombrero de mi padre, que él adoraba y para el que tenía una horma especial, se alejó volando y se perdió entre la densa multitud del andén, donde ahora se abrió un hueco o ruptura visible; quiero decir que se empezó a abrir un hueco en la multitud que se agolpaba más adelante en el andén, un hueco que yo pude ver desde donde estaba, atrapado entre la multitud del borde del andén en un punto situado cada vez más lejos del hueco o fisura creciente que se estaba abriendo entre la multitud del andén, mientras mi padre se veía obligado a correr más y más deprisa junto al costado del tren en plena aceleración y la gente se apartaba de un salto para evitar ser arrojados a las vías. Debido al hecho de que muchas de aquellas personas también iban cargadas con numerosos paquetes pequeños y subdivididos y bolsas compradas de forma separada, se pudieron ver muchos de estos paquetes y bolsas volando por los aires y rotando o bien vertiendo su contenido de muchas maneras por encima de aquel hueco que se iba haciendo más amplio a medida que los compradores abandonaban sus bolsas y trataban de apartarse de un salto de la trayectoria de mi padre, de tal manera que aquel hueco daba en parte la impresión ilusoria de estar de alguna manera escupiendo o soltando una lluvia de artículos de consumo. Además, los problemas causales relacionados con la responsabilidad legal del accidente resultaron ser increíblemente complejos. Las especificaciones del fabricante de los sistemas neumáticos de las puertas no explicaban de forma adecuada cómo se pudieron cerrar las puertas con tanta fuerza que un hombre adulto sano no pudiera sacar el brazo, y eso hizo que fuera difícil de refutar la alegación que presentó el fabricante de que mi padre —tal vez por culpa del pánico o por tener el brazo herido— no había llevado a cabo acciones razonables para sacar el brazo. Los pasajeros masculinos del tren que parecían estar intentando abrir las puertas a la fuerza desde dentro se esfumaron por la vía junto con el tren que se marchaba y no se los pudo identificar, debido en parte al hecho de que las investigaciones posteriores de la policía y de tránsito no insistieron demasiado en aquellas identificaciones, posiblemente porque había quedado claro, ya en la misma escena de los hechos, que el incidente era un asunto civil y no criminal. El primer abogado de mi madre puso anuncios por palabras en el Tribune y en el Sun-times pidiendo que aquellos dos o tres pasajeros salieran a la luz y declararan por razones legales, pero por supuestas razones de coste y viabilidad, aquellos anuncios salieron muy pequeños y quedaron enterrados en las secciones de anuncios clasificados del final de los periódicos, y se estuvieron publicando durante un periodo de tiempo que más tarde mi madre calificaría de irrazonablemente breve y poco insistente, durante el cual de todas maneras muchos residentes del área metropolitana de Chicago se encontraban fuera de la ciudad por las vacaciones, de modo que aquel terminó convirtiéndose en un complejo y prolongado elemento más de la segunda fase del litigio.

En la estación de Washington Square, la «escena del accidente» oficial —que en el caso de un accidente fatal se considera legalmente que es «la ubicación en la cual se ha sufrido la muerte o las heridas que causaron la muerte»— se estimó a 65 metros del andén, dentro del túnel que iba al sur, y se determinó que fue en aquel punto, mientras el tren de la CTA estaba circulando a una velocidad de entre 82 y 87 kilómetros por hora, cuando varias partes de la mitad superior del cuerpo de mi padre impactaron contra las barras de hierro de una escalerilla empotrada que sobresalía de la pared oeste del túnel; la escalerilla había sido instalada para permitir que el personal de mantenimiento de la CTA accediera a una caja de circuitos multibus que había en el techo del túnel; y todo el trauma, la confusión, el shock, el ruido, los gritos, la lluvia de pequeñas compras individuales y la evacuación tipo estampida del andén mientras mi padre hendía una abertura cada vez más forzosa y veloz por entre la densa multitud de compradores, todo ello descalificó a la poca gente que quedó en el andén —la mayoría de ellos heridos o alegando heridas— como testigos «fiables» que las autoridades pudieran entrevistar. Parece ser que el shock es algo habitual en situaciones de muerte gráfica. Menos de una hora después del accidente, dio la impresión de que ningún espectador recordaba nada más que gritos, pérdida de compras navideñas, preocupación por su seguridad personal y detalles nítidos pero fragmentarios relativos a las acciones y el comportamiento de mi padre, diversos movimientos ondeantes que su abrigo y su bufanda llevaron a cabo bajo la corriente de aire, y las sucesivas heridas que pareció recibir mientras era arrastrado cada vez más deprisa hacia el final del andén y colisionaba de lleno o parcialmente con una papelera de malla de alambre, varios paquetes y bolsas de la compra voladores, los remaches de acero de un pilar y el carrito portamaletas de acero o aluminio de un hombre mayor procedente de las afueras; el impacto hizo que este último objeto saliera despedido de alguna manera hasta el otro lado del túnel y golpeara las vías que iban al norte, arrancando chispazos del tercer raíl de esas vías y añadiéndose al caos de la estampida de la muchedumbre. Me acuerdo de un joven hispano o puertorriqueño que llevaba algo que parecía una especie de redecilla ajustada para el pelo de color negro y al que estaban entrevistando mientras sostenía en la mano el zapato derecho de mi padre, un mocasín Florsheim con borlas, cuya puntera y vira habían quedado tan erosionadas por el cemento del andén que la parte delantera de la suela se había desprendido y colgaba, y de que el hombre no se acordaba de cómo había llegado a tenerlo en la mano. Luego se determinó que también él se encontraba en estado de shock, y me acuerdo claramente de volver a verlo más adelante en la zona de triaje de víctimas de las urgencias del hospital, que era el Loyola Marymount Hospital, situado solamente a un par de manzanas de la estación de la CTA de Washington Square, sentado en una silla de plástico y tratando de rellenar unos impresos sobre una tablilla sujetapapeles que tenía un bolígrafo sujeto con un cordel blanco, y de que todavía llevaba el zapato en la mano.

Y como ya he mencionado, aquel injusto litigio por la muerte de mi padre fue increíblemente complejo, por mucho que técnicamente nunca avanzara más allá de las etapas legales iniciales en que se tenía que decidir si el Ayuntamiento de Chicago, la CTA, la División de Mantenimiento de la CTA (se descubrió que el cable del freno de emergencia del vagón al que mi padre había quedado sujeto a la fuerza había sido cortado por unos gamberros, aunque las opiniones de los expertos estaban divididas entre quienes creían que las pruebas forenses indicaban un corte muy reciente o uno de hacía semanas. Al parecer, la evaluación forense de las fibras de plástico cortadas se puede interpretar de cualquier manera que los intereses personales lleven a cada cual a interpretarla), el fabricante registrado del tren, el conductor del tren, su supervisor inmediato, la Federación Americana de Funcionarios Municipales, de Condado y Estatales y las dos docenas largas de subcontratistas y vendedores de los distintos componentes de los diversos sistemas que los ingenieros forenses contratados por nuestros abogados juzgaron que habían desempeñado un papel en el accidente, debían, en tanto que demandados, ser clasificados en el juicio como estrictamente responsables, responsables, negligentes o bien culpables de IDD, unas siglas que quieren decir «Incumplimiento de la Diligencia Debida». De acuerdo con mi madre, el enlace con los clientes de nuestro gabinete de abogados le había explicado que el hecho de que hubiera tantos demandados no era más que una táctica estratégica inicial, y que en última instancia estaríamos demandando principalmente al Ayuntamiento de Chicago —que era, por supuesto, para quien trabajaba mi padre, para darle ironía al caso—, y a continuación había citado la «ley de agravios en el transporte público» y un caso previo titulado Ybarra contra Coca-Cola para explicar que la responsabilidad final recaería sobre las espaldas del demandado que se pudiera demostrar que había tenido una capacidad más barata y eficaz para tomar medidas razonables para prevenir el accidente, ya que al parecer había solicitado que se redujeran las garantías de calidad del sistema neumático de las puertas y de los sensores en el contrato que tenía la CTA con el fabricante registrado del tren, una responsabilidad que, para darle más ironía al asunto, recaía por lo menos parcialmente sobre la división de sistemas de costo de la oficina de tesorería del Ayuntamiento de Chicago, en la cual una de las responsabilidades de mi padre había consistido en realizar evaluaciones sopesadas de costos iniciales contrastados con la exposición a responsabilidades legales en ciertas clases de contratos de las agencias municipales; aunque por suerte resultó que los gastos de capital de la CTA en equipamiento habían sido censurados por un equipo o comité distinto de sistemas de costo. En cualquier caso, para consternación mía, de mi madre y de Joyce, pronto pudimos ver que el criterio principal que tenía nuestro bufete de abogados para discernir las distintas asignaciones de responsabilidad correspondientes a las distintas compañías, agencias y entidades municipales consistía en los recursos monetarios de esos distintos demandados potenciales y en el acta de conciliación de sus respectivas aseguradoras en esos casos; es decir, que todo el proceso dependía de las cifras y del dinero y no de cosas como la justicia, la responsabilidad y la prevención de nuevas muertes injustas, públicas y totalmente indignas y carentes de sentido. Para ser sincero, no estoy seguro de estar explicando todo esto muy bien. Como ya he mencionado, todo el proceso legal fue tan complicado que casi no se puede describir, y el socio comanditario que el bufete de abogados nos asignó para mantenernos al corriente de las novedades y los cambios estratégicos durante los primeros dieciséis meses no era precisamente el abogado más claro ni comprensivo que uno podría haber deseado; además, no hace falta decir que todos estábamos muy trastornados, como es natural, y que mi madre —cuya salud emocional ya era bastante delicada desde el colapso y los cambios abruptos de 1971-1972 y el divorcio que vino después— estaba sufriendo de forma intermitente algo que probablemente se pudiera clasificar como shock disociativo o reacción de conversión, y se había mudado nada menos que de vuelta a la casa de Libertyville que había compartido con mi padre antes de su separación, supuestamente «de forma temporal» y por razones que cambiaban cada vez que Joyce o yo le preguntábamos si aquella mudanza de regreso era algo que le convenía, y en términos generales no estaba muy bien, psicológicamente hablando. De hecho, solamente había tenido lugar la primera ronda de declaraciones de un pleito secundario entre uno de los demandados y su compañía de seguros para decidir qué porcentaje de las costas legales de la defensa del demandado contra nuestro pleito en curso quedaban cubiertas por la póliza de responsabilidad legal que tenía establecida el demandado con su compañía de seguros —además, para terminar de complicar las cosas, un antiguo socio de la principal compañía de abogados que representaba a mi madre y a Joyce pasó a representar a la compañía de seguros, cuya sede nacional resultó estar en Glenview, desencadenando una serie subsidiaria de expedientes y declaraciones destinados a discernir si este hecho podía constituir alguna clase de conflicto de intereses; y en términos de procedimiento, este pleito secundario se tenía que resolver antes de las declaraciones preliminares de nuestro pleito, que para entonces había evolucionado hacia las clasificaciones paralelas de responsabilidad civil y muerte por conducta improcedente, y era tan complejo que los pleiteadores del bufete tardaron casi un año solo en acordar la forma correcta de presentarlo— cuando el estado emocional de mi madre alcanzó tal punto que ella decidió abandonar todos los litigios, una decisión que en privado molestó mucho a Joyce, pero que ella, Joyce, carecía de poder legal para prohibir o alterar, y a continuación tuvo lugar una disputa doméstica muy complicada en la que Joyce no paró de intentar, a escondidas de mi madre, convencerme a mí, que ya tenía más de veintiún años y era el hijo y la persona a cargo del difunto, para que reiniciara el pleito como único demandante. Pero por razones complicadas —la principal de las cuales fue que yo figuraba como persona a cargo tanto de mi padre como de mi madre en sus declaraciones de impuestos federales de 1977, lo cual, en el caso de mi madre, habría sido desestimado en un abrir y cerrar de ojos si le hacían una auditoría ni que fuera rutinaria, pero que pasó desapercibido en aquel entorno más primitivo que era la División de Examen de la Agencia de por entonces- resultó que, para hacer aquello, yo necesitaría que a mi madre se la declarara legalmente «non compos mentis», lo cual habría requerido dos semanas obligatorias de hospitalización psiquiátrica para someterla a observación antes de que pudiéramos obtener la declaración legal de un psiquiatra autorizado por el tribunal, que era algo que nadie en la familia tenía estómago para hacer ni de lejos. Así que después de dieciséis meses, todo el proceso de litigio terminó, a excepción del pleito que a continuación le puso nuestro antiguo bufete de abogados a mi madre para recuperar una serie de honorarios y gastos que, a todas luces, el contrato que habían firmado mi madre y Joyce declaraba inválidos a cambio de una tarifa de contingencia del 40 por ciento. Los recónditos argumentos con los que nuestro antiguo bufete estaba intentando conseguir que dicho contrato fuera declarado nulo y vacío por alguna ambigüedad del lenguaje jurídico de una de las subcláusulas de su propio contrato nunca fueron explicados ni lo bastante clarificados como para que yo pudiera darme cuenta de si eran o no puras frivolidades, puesto que llegado aquel punto yo estaba cursando el último semestre en la DePaul y también estaba en el proceso de ser reclutado por la Agencia, y mi madre y Joyce tuvieron que contratar a otro abogado más para defender a mi madre contra el pleito de los antiguos abogados, que todavía, se lo crea usted o no, sigue pendiente hoy día, y que es uno de los principales argumentos que mi madre sigue esgrimiendo para justificar el hecho de haberse convertido prácticamente en una ermitaña en la casa de Libertyville, donde sigue residiendo, y para evitar que se pierda el servicio de teléfono de la casa, aunque las señales de que estaba sufriendo alguna clase de deterioro psicológico importante ya venían de bastante tiempo atrás, probablemente incluso de la época del litigio original y de su regreso a la casa de mi padre después del accidente, y el primer síntoma psicológico que recuerdo consistió en su preocupación por el bienestar de los pajaritos que había en un nido de pinzones o de estorninos que durante años había estado encima de una de las vigas del enorme porche abierto de madera, un porche que había sido uno de los principales atractivos de la casa de Libertyville cuando mis padres habían llevado a cabo la decisión original de mudarse allí, una obsesión que después se extendió de aquel nido en concreto a todos los pájaros del vecindario en general, y que la llevó a ponerles cada vez más comederos tanto de pie como de estilo tubo, y a comprarles y dejarles cada vez más semillas y al final también toda clase de comida humana y diversos «artículos para pájaros» en los escalones del porche, incluyendo, en un momento malo, los muebles diminutos de una casa de muñecas procedente de su infancia en Beloit, que yo sabía que ella tenía guardada como oro en paño porque la había oído contarle a Joyce toda clase de anécdotas de infancia sobre lo mucho que había querido aquella casa y cómo había reunido muebles en miniatura para ella, y que había tenido guardada durante muchos años en el trastero de la casa de Libertyville, junto con muchos recuerdos de mi infancia en Rockford; y Joyce, que ha seguido siendo la amiga fiel de mi madre y a veces prácticamente su enfermera —pese a que en 1979 se enamoró perdidamente del abogado que las ayudó a cerrar Speculum Books bajo las provisiones del Capítulo 13, y ahora está casada con él y vive con él y con sus dos hijos en Wilmette—, se muestra de acuerdo en que la infinitud tediosa, compleja y cínica de las secuelas legales del accidente fue en gran medida lo que impidió que mi madre procesara el trauma de la muerte de mi padre y resolviera algunas de las emociones y conflictos pendientes que le quedaban de la época de 1971 y que ahora el accidente había devuelto de golpe a la superficie. Llegado cierto punto, sin embargo, no queda más remedio que tragar y jugar las cartas que la vida te ha repartido y seguir adelante, en mi opinión.

Pero me acuerdo de una vez, durante una tarde en que mi padre me había pagado para que le ayudara con algún trabajillo de poca monta en el jardín, en que le pregunté por qué él nunca parecía dar consejos directos sobre la vida, tal como solían hacer los padres de mis amigos. Por entonces, el hecho de que no me diera consejos me parecía la prueba de que o bien era un hombre desacostumbradamente taciturno y reprimido, o bien simplemente yo no le importaba lo bastante. Visto de forma retrospectiva, ahora me doy cuenta de que no se debía a lo primero y menos todavía a lo segundo, sino más bien al hecho de que mi padre era, a su modo especial, una persona sabia, por lo menos para ciertas cosas. En este caso, era lo bastante sabio como para recelar de su propio deseo de parecer sabio y negarse a permitírselo: esto podía hacerle parecer altivo e indiferente, pero en realidad era una cuestión de disciplina. Era un adulto y tenía un control firme sobre sí mismo. Todo esto es puramente teórico, pero me imagino que si mi padre nunca estaba repartiendo sabiduría tal como hacían otros padres era porque entendía que en realidad los consejos —hasta los consejos sabios— no ayudan para nada a la persona aconsejada, no la cambian por dentro y hasta pueden generar confusión cuando a la persona aconsejada se le hace notar la enorme barrera que separa la relativa simplicidad del consejo de la complicación totalmente confusa de la situación y el camino donde él está. No me estoy explicando muy bien. Si te empiezas a hacer la idea de que hay otra gente que es capaz de vivir su vida siguiendo los principios simples y claros de los buenos consejos, eso puede provocar que tus propias incapacidades te hagan sentirte todavía peor. Puede llevarte a la autocompasión, que creo que mi padre consideraba el gran enemigo de la vida y un factor integrante del nihilismo. Aunque tampoco se puede decir que él y yo habláramos del tema en profundidad; eso se habría parecido demasiado a dar consejos. No me acuerdo de su respuesta concreta a la pregunta que le hice aquel día. Me acuerdo de hacérsela, hasta de dónde estábamos y de la sensación de tener el rastrillo en las manos mientras se la hacía, pero después de eso tengo una laguna. Lo que me imagino, basándome en mi conocimiento de nuestra dinámica, es que él me debió de contestar que intentar darme consejos sobre qué hacer o no hacer sería como cuando el conejo de la fábula infantil «suplicaba» que no lo tiraran al brezal. De lo que no me acuerdo es del nombre del conejo. El significado obvio, sin embargo, es que el consejo habría tenido el efecto opuesto. Es posible que mi padre soltara una risa mordaz, como si la pregunta en sí resultara cómica por su falta de conciencia de nuestra dinámica y de la respuesta obvia. Probablemente habría reaccionado igual si yo le hubiera preguntado si él creía que yo no lo respetaba a él o no respetaba sus consejos. Es posible que actuara como si le hiciera gracia que yo me conociera tan poco a mí mismo, que estuviera incapacitado para el respeto pero ni siquiera lo supiera. Es posible, como ya he mencionado, que simplemente yo no le cayera muy bien y que él usara aquel ingenio mordaz y sofisticado para intentar resolver aquel problema de forma interna. Me imagino que debe de ser difícil no conseguir que te caiga bien un hijo tuyo. Es obvio que habría algo de culpa de por medio. Sé que hasta la forma flácida y repantingada en que yo me sentaba para ver la tele o escuchar música le irritaba: no lo sé directamente, sino que es otra de las cosas que le oí decir cuando estaba discutiendo con mi madre. En términos generales, acepto la idea básica de que los padres «quieren» a sus hijos de forma instintiva y pase lo que pase: el razonamiento evolutivo que hay detrás de esto es demasiado obvio para pasarlo por alto. Pero el hecho de que les «caigan bien», o de que disfruten de ellos como personas, parece ser algo completamente distinto. Es posible que los psicólogos anden desencaminados cuando se preocupan por la necesidad que tienen los hijos de sentir que su padre o su madre los quieren. Parece válido tener también en cuenta el deseo del hijo de caerle bien a su padre o a su madre, puesto que el amor en sí es algo tan automático y preprogramado en los padres y las madres que no constituye un examen muy eficaz de esa asignatura que el típico niño se siente tan ansioso por aprobar. No es un fenómeno muy distinto de la confianza religiosa en que Dios «te ama de forma incondicional»; puesto que el Dios en cuestión se define como algo que ama así de forma automática y universal, no parece que ese amor tenga gran cosa que ver con uno, así que cuesta entender por qué la gente religiosa afirma sentirse reconfortada porque Dios los ame de esa manera. Lo que quiero decir no es que haya que tomarse hasta el último sentimiento y emoción de forma personal y centrada en uno, sino únicamente que, por razones psicológicas básicas, es difícil no sentirse de esta manera cuando se trata del padre de uno; no es más que la naturaleza humana.

En todo caso, todo esto forma parte de la cuestión de cómo llegué a trabajar en la División de Examen: las coincidencias inesperadas, los cambios de prioridades y de dirección. Como es obvio, lo inesperado puede presentarse de toda clase de maneras distintas, y es peligroso otorgarle demasiada importancia. Me acuerdo de que una vez tuve un compañero de apartamento —en el Lindenhurst College— que se declaraba cristiano. En realidad tenía dos compañeros en el apartamento de la residencia universitaria del Lindenhurst, que constaba de una «sala comunitaria» en el centro y tres dormitorios pequeños que daban a ella, lo cual era una excelente disposición para compartir el espacio; uno de aquellos compañeros con los que compartía alojamiento, sin embargo, era cristiano, y su novia también. El Lindenhurst, que fue la primera universidad a la que asistí, era un lugar peculiar en el sentido de que era primordialmente una universidad a la que asistían hippies y colgados del área metropolitana de Chicago, pero también una ferviente minoría cristiana cuyos miembros estaban completamente segregados de la vida general de la facultad. En este caso, «cristiano» quiere decir evangelista, como la hermana de Jimmy Carter, de quien si no recuerdo mal se contaba que iba por ahí haciendo exorcismos por libre. El hecho de que los miembros de esa rama evangelista del protestantismo se refieran a sí mismos como «cristianos» a secas, como si fueran el único tipo verdadero, ya lo dice todo de ellos, por lo menos por lo que a mí respectaba. Y a aquel tipo lo trajo el tercer compañero de apartamento, que era conocido mío y me caía bien, y que organizó todo el arreglo de compartir el apartamento entre los tres sin que el cristiano y yo nos conociéramos hasta que ya era demasiado tarde. Está claro que aquel cristiano no era alguien a quien yo personalmente habría reclutado para compartir apartamento, aunque, para ser justos, a él tampoco le gustaba mucho mi estilo de vida ni lo que comportaba vivir conmigo. En todo caso, el arreglo terminó siendo muy transitorio. Recuerdo que el cristiano era del norte de Indiana y que estaba fervientemente metido en una organización universitaria que se llamaba Campus Crusade, y tenía numerosos pares de pantalones de sarga de vestir y blázers azules y mocasines de cordones Topsider y una sonrisa que daba la impresión de que lo habían enchufado a la corriente. También tenía una novia igual de cristiana evangélica que él, o por lo menos una amiga platónica, que venía mucho al apartamento —prácticamente vivía allí, por lo que yo pude ver—, y guardo un recuerdo claro y detallado de cierto incidente en que los tres estábamos en el área común, que en la nomenclatura de aquellas residencias universitarias se denominaba la «sala comunitaria», pero en la que a mí a menudo me gustaba sentarme a solas en el viejo sofá de vinilo del tercer compañero de apartamento en lugar de quedarme en mi diminuto dormitorio, ya fuera para leer, desdoblarme con el Obetrol o a veces fumar mi pipeta metálica de maría y ver la tele, lo cual provocaba toda clase de discusiones predecibles con el cristiano, a quien a veces le gustaba usar la sala comunitaria como si fuera un club cristiano e invitar a su novia y a todos sus otros amigos cristianos de alto voltaje para beber Fresca y confraternizar sobre los asuntos de Campus Crusade o bien sobre el cumplimiento de las profecías apocalípticas, y dale que te pego, y cuando yo les preguntaba si no tenían que largarse de allí e ir a repartir sus panfletos siniestros a alguna parte, a ellos les gustaba apretarme las clavijas y recordarme que aquello se llamaba la «sala comunitaria». Visto de forma retrospectiva, me parece obvio que me gustaba despreciar a aquel cristiano porque así yo podía fingir que la altivez y los aires de superioridad moral de los evangelistas eran la única antítesis o alternativa real a la actitud cínica y nihilistamente colgada que yo estaba empezando a cultivar. Como si no hubiera nada entre aquellos dos extremos, que es algo que tiene su ironía, porque era exactamente lo mismo que creían aquellos cristianos. Lo cual quiere decir que yo me parecía mucho más al cristiano de lo que ninguno de los dos habría estado dispuesto a admitir. Por supuesto, con apenas diecinueve años, yo era completamente inconsciente de todo esto. Por entonces lo único que yo sabía era que despreciaba al cristiano y que me gustaba llamarlo «Chico Pepsodent» y quejarme de él ante el tercer compañero de piso, que cuando no tenía clases tocaba en una banda de rock y no pasaba mucho tiempo en el apartamento, dejando que el cristiano y yo nos mofáramos el uno del otro y nos provocáramos y nos juzgáramos y nos usáramos mutuamente para confirmar nuestros respectivos prejuicios petulantes.

En cualquier caso, en un momento dado, yo, el compañero cristiano y su novia, que técnicamente puede que fuera su prometida, estábamos todos sentados en la sala comunitaria del apartamento, y por alguna razón —muy posiblemente sin que yo le diera pie a ello— a la novia le pareció oportuno contarme la historia de cómo «se había salvado» o «había renacido» y se había hecho cristiana. Casi no recuerdo nada de ella salvo el hecho de que llevaba unas botas de vaquero de cuero puntiagudas y decoradas con flores; no caricaturas de flores ni diseños florales aislados, sino una rica y detallada escena hiperrealista que representaba una especie de prado o jardín lleno de flores, de manera que las botas parecían más bien un calendario o una tarjeta de felicitación. Su testimonio, por lo que recuerdo, se remontaba a cierto día de un periodo no especificado del pasado, un día en que me contó que se sentía completamente desolada y perdida y al límite de su aguante, extraviada por así decirlo en el desierto psicológico de la decadencia y el materialismo de nuestra generación de jóvenes y tal y cual. Los cristianos fervientes siempre se están recordando a sí mismos —y, por extensión, juzgando a todo el mundo que no forma parte de su secta— como gente perdida y desesperada que se aferraba a duras penas a cualquier clase de sentido interior del valor o de razón para poder seguir viviendo antes de que «se salvaran». Y resultó que aquel día ella iba en coche por una carretera rural que discurría por las afueras de su pueblo natal, conduciendo sin dirección ni rumbo en el AMC Pacer de su padre o de su madre, cuando de pronto, sin ser consciente de ninguna razón particular para hacerlo, giró para meterse en el aparcamiento de lo que resultó ser una iglesia evangelista cristiana, que por casualidad resultó que estaba celebrando en aquel mismo momento un servicio evangélico; y asegurando una vez más que no fue consciente de ninguna razón o motivo para ello, deambuló hasta el interior y se sentó al fondo de la iglesia, en uno de esos asientos mullidos tipo butaca de cine que suele haber en sus iglesias en lugar de bancos de madera, y justo cuando se estaba sentando, el predicador o el padre o como sea que los llamen allí dijo al parecer: «Hay una persona que acaba de venir hoy a nuestra congregación y que se siente perdida y desesperada y ya no aguanta más y necesita saber que Jesucristo la ama muchísimo», y en ese momento —quiero decir en la sala comunitaria, mientras me contaba a mí su historia—, la novia atestiguó que se había quedado perpleja y profundamente conmovida, y que al instante había sentido un cambio espiritual enorme y dramático en su interior en virtud del cual afirmó que se había sentido completamente tranquilizada y reconocida y amada con un amor incondicional, como si de pronto su vida estuviera por fin dotada de sentido y de dirección, y dale que te pego, y además me aseguró que desde entonces no había vuelto a tener ni un solo momento de tristeza ni de vacío, desde que el pastor o el padre o lo que fuera eligiera aquel momento justamente para ver más allá de todos los demás cristianos evangelistas que había allí sentados abanicándose con sus abanicos gratuitos provistos de anuncios de la iglesia estampados a todo color e hiciera algo así como apartarlos verbalmente a codazos para dirigirse directamente a la novia y a las circunstancias de profunda necesidad espiritual en que estaba sumida en aquellos momentos. Ella hablaba de sí misma como si fuera un coche al que le hubieran cambiado los émbolos y le hubieran pulido las válvulas. Visto desde el presente, por supuesto, el caso de la novia presentaba ciertos paralelismos con el mío, pero la única reacción real que tuve en aquel momento fue sentirme irritado —aquellos dos siempre me irritaban tremendamente, y no recuerdo qué podía haber estado haciendo yo allí sentado y conversando con ellos, cuáles serían las circunstancias—, y me acuerdo de que puse teatralmente la lengua contra el interior de mi mejilla a fin de producir un abultamiento visible de la misma y le dediqué a la novia de las botas una mirada mordaz y sardónica, y recuerdo que le pregunté de dónde había sacado la idea de que el pastor evangelista estaba hablando directamente con ella, quiero decir con ella en concreto, puesto que lo más seguro es que el resto de gente que había sentada allí en el auditorio de la iglesia sintiera lo mismo que ella, puesto que más o menos todo americano que tuviera sangre en las venas en la actual (por entonces) época de después de Vietnam y el Watergate se sentía desolado y desilusionado y desmotivado y sin rumbo y perdido, y que tal vez cuando el predicador o el padre había dicho «Hay una persona que se siente perdida y desesperada» estaba haciendo lo mismo que hacen esos horóscopos del Sun-Times que están especialmente diseñados para ser tan universalmente obvios que siempre le transmiten a quienes los leen (como hacía Joyce todas las mañanas, mientras bebía un zumo de verduras que se preparaba con una máquina especial) esa sensación extraña y especial de particularidad y de entendimiento, aprovechándose del hecho psicológico de que la mayoría de la gente es narcisista y está predispuesta a las ilusiones de que ellos y sus problemas son especiales de una forma única y de que si ellos se sienten de una manera determinada está claro que no hay nadie más que se sienta de esa manera. En otras palabras, yo únicamente estaba fingiendo que le hacía una pregunta; lo que estaba haciendo en realidad era soltarle a la novia un pequeño sermón condescendiente sobre el narcisismo de la gente y su ilusión de ser únicos, igual que esos industriales gordos de Dickens o de Ragged Dick que se reclinan hacia atrás en la silla donde se están zampando una cena opípara, con los dedos entrelazados por encima de la panza enorme, y son incapaces de entender que haya alguien en ese mismo momento que esté pasando hambre en algún lugar del mundo. También me acuerdo de que la novia cristiana era una chica corpulenta que llevaba el pelo cobrizo y de que tenía una especie de defecto en un diente incisivo lateral, que se le montaba sobre otro de los incisivos de una forma que no te dejaba concentrarte, porque durante la conversación de aquel día me dedicó una sonrisa enorme y petulante y me dijo que caray, que no le parecía que aquella comparación cínica que yo acababa de establecer refutara ni anulara de ninguna manera la experiencia vital que ella había tenido aquel día con Cristo, ni tampoco el efecto que esta había tenido sobre su renacimiento interior y demás, en absoluto. Es posible que ella mirara al cristiano en busca de apoyo o de un «Amén» o algo parecido, llegado aquel punto; no me acuerdo de qué estaba haciendo el cristiano durante toda aquella conversación. Sí que recuerdo, sin embargo, que cuando por fin la chica terminó le devolví una sonrisa enorme y exagerada y le dije «Lo que tú digas», y que pensé que no valía la pena perder el tiempo discutiendo con ella, y me pregunté qué estaba haciendo yo allí hablando con aquellos tipos, y me dije que ella y el Chico Pepsodent se merecían el uno al otro; y sé que al poco rato los dejé a los dos juntos en la sala comunitaria y me largué pensando en toda la conversación, y que en aquellos momentos me sentía un poco perdido y desolado por dentro, pero también reconfortado porque por lo menos estaba por encima de unos palurdos narcisistas como aquellos dos que se hacían llamar cristianos. Y luego tengo un recuerdo de un poco más tarde en que yo estaba de pie en una fiesta con un vaso de plástico rojo lleno de cerveza en la mano y le estaba contando a alguien la conversación que había tenido en el apartamento de tal manera que en mi versión yo quedaba como listo y gracioso y la chica cristiana quedaba como una mema total. Sé que yo casi siempre era el héroe de cualquier historia o anécdota que le contaba a la gente durante aquella época; un recuerdo que hoy día, igual que lo de ir con una sola patilla, casi me hace encogerme de vergüenza.

En todo caso, parece que todo aquello fue hace mucho tiempo. Pero lo importante del hecho mismo de acordarme de aquella conversación, creo yo, es que hay un hecho importante detrás del relato de la «salvación» de aquella chica cristiana que por entonces simplemente no entendí; y, para ser sinceros, no creo que ni ella ni el cristiano lo entendieran tampoco. Es verdad que su relato fue estúpido y deshonesto, pero eso no quiere decir que la experiencia que tuvo aquel día en la iglesia no tuviera lugar, ni que sus efectos sobre ella no fueran verdaderos. No me estoy explicando muy bien, pero yo tenía razón sobre su historia y al mismo tiempo estaba equivocado. Creo que lo que pasa probablemente es que las experiencias tremendas, repentinas, dramáticas e inesperadas que te cambian la vida no se pueden traducir ni explicar a nadie, y esto se debe a que realmente son únicas y particulares, aunque no sean únicas de la forma en que la chica cristiana creía. Esto se debe a que su poder no es el mero resultado de la experiencia en sí, sino también de las circunstancias en que te sobreviene, de todos los sucesos de tu experiencia vital previa que te han llevado a ella y que te han convertido en la persona concreta que eres y en lo que eres cuando la experiencia te alcanza. ¿Se entiende lo que digo? Es difícil de explicar. Lo que la chica de la pradera en las botas se había olvidado de explicar era por qué se sentía tan especialmente desolada y perdida en aquellos momentos, y por consiguiente por qué estaba tan psicológicamente «predispuesta» a tomarse el comentario anónimo y general del pastor como si fuera personal. Para ser justos, es posible que ya no se acordara de por qué. Pese a todo, lo único que ella había contado en realidad era el clímax dramático de su historia, es decir, el comentario del predicador y los repentinos cambios interiores que ella había experimentado como resultado del mismo, que es un poco como contar solamente el final de un chiste y esperar que la persona se ría. Como diría Chris Acquistipace, su historia no eran más que datos, no había ningún patrón factual. Por otro lado, siempre está la posibilidad de que las 30.276 palabras que llevo usadas hasta ahora para contar mi experiencia vital no resulten relevantes ni tengan sentido para nadie más que para mí, lo cual haría que esta historia no fuera muy distinta del intento que había hecho la chica cristiana de explicar cómo había llegado a ser la persona que era, y eso suponiendo que hubiera sido sincera al contar sus dramáticos cambios interiores. Es fácil engañarse a uno mismo, obviamente.

En todo caso, tal como ya he mencionado, un factor crucial para que yo entrara en la Agencia fue el hecho de que yo terminara en un aula idéntica a la mía pero incorrecta de la DePaul en diciembre de 1978, y de que estuviera tan inmerso en mantenerme concentrado para el repaso de The Federalist Papers que ni siquiera me di cuenta de mi error hasta que entró el profesor. Tampoco supe si se trataba o no del verdadero jesuita temible. Solo más tarde descubrí que no era el instructor titular de Fiscalidad Avanzada; que al parecer el catedrático jesuita que impartía el curso normalmente había sufrido alguna clase de emergencia personal y aquel otro había tenido que venir a sustituirlo durante las dos últimas semanas. De ahí la confusión inicial. Recuerdo haber pensado que, para ser jesuita, el profesor iba vestido muy «de paisano». Llevaba un traje gris oscuro arcaicamente conservador que por su aspecto rígido podría haber sido de franela y sus zapatos de vestir emitían un brillo deslumbrante cada vez que les daba la luz de los fluorescentes del techo en el ángulo correcto. Se lo veía un tipo ágil y preciso, y sus movimientos tenían esa economía briosa de los hombres que saben que el tiempo es un recurso valioso. En términos de ser consciente de mi equivocación, ese fue también el momento en que dejé de repasar mentalmente el Federalist y fui consciente de que a los alumnos de aquella aula los rodeaba un aura marcadamente distinta. Varios de ellos llevaban corbata por debajo de chalecos de punto, y un par de aquellos chalecos hasta eran de rombos. No pude ver ni un solo zapato que no fuera un zapato de traje de cuero negro o marrón, con los cordones pulcramente atados. A día de hoy todavía no sé cómo me pude equivocar de edificio. No soy de esa clase de persona que se pierde con facilidad, y conocía el Garnier Hall porque allí también se impartía la clase de Introducción a la Contabilidad, en la segunda planta. En todo caso, recapitulando, aquel día yo fui por alguna razón al aula 311 del Garnier Hall, en lugar de ir al aula 311 idéntica del Daniel Hall, que estaba justo al otro lado de la galería y que era donde se impartía mi clase de ciencia política, y me senté pegado a la pared lateral en un extremo del fondo del aula, y el problema fue que allí sentado, una vez que regresé a la realidad y caí en la cuenta de mi error, tendría que haber causado un montón de molestias y movimiento de mochilas de libros y chaquetas de plumón para poder salir: la sala ya estaba completamente llena para cuando llegó el sustituto. Más tarde descubrí que unos cuantos de los alumnos más obviamente serios y con aspecto más adulto del aula, que iban provistos de maletines y carpetas de acordeón en lugar de mochilas, eran alumnos de posgrado del programa de ciencias empresariales avanzadas de la DePaul; así de avanzado era aquel curso de Fiscalidad Avanzada. En realidad, todo el departamento de contabilidad de la DePaul era muy serio y potente; la contabilidad y la administración de empresas eran dos puntos fuertes institucionales por los que la DePaul era conocida, y la universidad invertía mucho tiempo en encomiarlos en sus folletos y materiales promocionales. Como es obvio, no era por esta razón que yo me había matriculado en la DePaul; yo carecía de interés por la contabilidad salvo, como ya he mencionado, para demostrar algo a mi padre o compensarle aprobando de una vez el curso de Introducción. Resultó que el programa de contabilidad de la facultad era tan potente y respetado, sin embargo, que casi la mitad de los alumnos de aquella clase de Fiscalidad Avanzada ya se habían inscrito para presentarse al examen de Contable de la Administración de febrero de 1979, aunque por aquel entonces yo apenas sabía qué era aquel examen de convalidación, o el hecho de que su preparación requería varios meses de estudio y de prácticas. Sin ir más lejos, más tarde me enteré de que en realidad el examen final de Fiscalidad Avanzada estaba diseñado para ser una réplica en miniatura de algunas de las secciones de tasación del examen para Contable de la Administración. Mi padre, por cierto, también tenía licencia de Contable de la Administración, aunque en su trabajo para el Ayuntamiento no la usaba casi nunca. Visto a posteriori, sin embargo, y a la luz de todo lo que tuvo lugar a partir de aquel día, sospecho que no me habría marchado de aquella aula ni aun en el caso de que marcharme no hubiera resultado tan logísticamente incómodo; por lo menos después de que entrara el sustituto. Por mucho que yo realmente necesitara el repaso para aquel examen final de Pensamiento Político Americano, aun así me habría quedado. No estoy seguro de poder explicarlo. Me acuerdo de que el profesor entró con paso brioso y de que colgó su abrigo y su sombrero en un gancho del poste de la bandera del rincón. A día de hoy, todavía no puedo estar seguro de si colarme como un tonto en el aula 311 del edificio incorrecto justo antes de los exámenes finales no fue un acto más de irresponsabilidad inconsciente por mi parte. No se puede analizar así esa clase de experiencias repentinas y dramáticas, sin embargo; sobre todo a posteriori, que es algo notablemente complicado (aunque es obvio que yo no entendía esto durante mi conversación con la chica cristiana de las botas).

Por entonces yo no conocía la edad del sustituto —como ya he mencionado, hasta más adelante no me enteré de que estaba sustituyendo al verdadero padre jesuita de la clase, cuya ausencia nadie parecía lamentar—, ni tampoco su nombre. Casi toda mi experiencia con los sustitutos venía del instituto. En términos de edad, lo único que yo podía ver era que se encontraba en esa edad amorfa (para mí) que va de los cuarenta a los sesenta. No sé cómo describirlo, sin embargo, pese a que causaba una impresión inmediata. Era esbelto, y a la luz resplandeciente del aula se lo veía pálido de una forma que no resultaba enfermiza sino luminosa, y tenía un corte de pelo al rape de color gris metálico y una estructura ósea facial más bien pronunciada. En conjunto, a mí me pareció alguien sacado de una foto antigua o de un daguerrotipo. Los pantalones de su traje de ejecutivo estaban planchados con raya doble, lo cual se añadía a la impresión general de solidez rígida. Además, tenía una buena postura, lo que mi padre siempre denominaba el «porte» de una persona —la espalda recta y los hombros cuadrados sin parecer envarado—, y en el momento en que entró con pasos briosos y con su carpeta de acordeón llena de materiales de curso pulcramente organizados y etiquetados, todos los alumnos de contabilidad del aula parecieron recolocarse inconscientemente en sus pupitres y poner las espaldas un poco más rectas. Bajó la pantalla del proyector que cubría la pizarra casi como uno baja la persiana de una ventana, usando el pañuelo para tocar el asa de la pantalla. Por lo que recuerdo, casi todos los ocupantes de la sala eran hombres. Y entre ellos un puñado de asiáticos. Se puso a sacar sus materiales y a organizarlos, contemplando el tablero de su mesa con una pequeña sonrisa formal. Lo que estaba haciendo en realidad era eso que hacen los profesores de saludar a los alumnos que están en el aula sin llegar a mirarlos. A su vez los alumnos estaban completamente concentrados, hasta el último hombre. Aquella clase no se parecía en nada a las de ciencia política o de psicología, ni siquiera a la de Introducción a la Contabilidad, donde siempre había cosas tiradas por el suelo y la gente estaba repantingada en sus asientos y se dedicaban a mirarse abiertamente el reloj o a bostezar, y donde siempre había un zumbido continuo e incansable de murmullos que el profesor de Introducción a la Contabilidad fingía que no oía; es posible que los profesores normales ya no oyeran aquel ruido, o que fueran inmunes a los despliegues manifiestos de tedio y falta de atención por parte de los alumnos. En cuanto entró el profesor sustituto de contabilidad, sin embargo, todo el voltaje de aquella sala se alteró. No sé cómo describirlo. Tampoco puedo explicar de una forma completamente racional por qué me quedé, pese a que, como ya he mencionado, quedarme allí comportaba perderme el repaso final de Pensamiento Político Americano. En aquel momento, seguir allí sentado en la clase incorrecta dio la impresión de no ser más que otro impulso irresponsable e indisciplinado. Tal vez me daba vergüenza que el sustituto me viera marcharme. A diferencia de la chica cristiana, parece que yo soy incapaz de reconocer los momentos de importancia cuando están teniendo lugar; siempre me parecen simples distracciones de lo que se supone que yo debería estar haciendo. Una forma de explicarlo es que había algo peculiar en él, en el sustituto. Su expresión tenía esa misma concentración consumida y vacía que se ve en las fotos de los veteranos del ejército que han estado en alguna guerra de verdad, es decir, que han entrado en combate. Su mirada nos contempló a todos en conjunto, como grupo. Sé que de pronto me sentí incómodo por llevar los pantalones de pintor y las botas Timberland desatadas que llevaba, pero si el sustituto reaccionó a ellos de alguna forma, no dio señales de ello. Cuando representó el inicio oficial de la clase mirándose el reloj de pulsera, lo hizo con un gesto resuelto de proyectar la muñeca hacia fuera y girarla, como el golpe cruzado de izquierda de un boxeador, y la fuerza del gesto le levantó la manga de la chaqueta del traje lo justo para dejar al descubierto un Piaget de acero inoxidable, que por entonces recuerdo que me pareció un reloj de pulsera sorprendentemente atrevido para un jesuita.

Usó la pantalla para proyectar transparencias —a diferencia del profesor de Introducción, no escribía cosas a tiza en la pizarra—, y cuando metió la primera transparencia en el proyector del techo y bajó las luces de la sala, la cara le quedó iluminada desde abajo como si fuera un artista de cabaret, lo cual intensificó todavía más su intensidad hueca y su estructura facial. Recuerdo que yo tenía una especie de frío eléctrico dentro de la cabeza. El diagrama que se proyectaba detrás de él mostraba una curva ascendente con gráficas de barras extendiéndose por debajo de sus diversas secciones, y la curva subía de forma abrupta cerca del origen y se aplanaba un poco en el ápice. Se parecía un poco a una ola preparándose para romper. El diagrama no iba etiquetado, y no fue hasta más tarde cuando caí en la cuenta de que representaba las tablas de tasas impositivas marginales progresivas para el impuesto federal de la renta de 1976. Yo me sentía desacostumbradamente consciente y alerta, pero el efecto no era el mismo que me provocaban el desdoblamiento o el Cylert. También había varias curvas y ecuaciones y citas glosadas del Capítulo 62 del manual de Casuística Fiscal, muchas de cuyas subsecciones trataban de las complejas regulaciones sobre la distinción entre deducciones «por» ingresos brutos ajustados y deducciones «de los» IBA, una distinción que el sustituto nos explicó que constituía la base de prácticamente todas las estrategias modernas de planificación fiscal individual medianamente eficientes. Y con esto —aunque yo solamente lo supe más tarde, después de ser reclutadose estaba refiriendo a estructurar los asuntos propios de tal manera que tantas deducciones como fuera posible fueran deducciones «por» ingresos brutos ajustados, puesto que todo, desde las deducciones estándar hasta las deducciones por gastos médicos, se determina a partir de mínimos basados en los IBA («mínimos» quiere decir, por ejemplo, que como solamente se podían deducir los gastos médicos que excedían el 3 por ciento de los IBA, al contribuyente medio le resultaba obviamente beneficioso hacer que sus IBA —conocidos a veces como su «31», porque es en la línea 31 del impreso individual 1040 donde se introducen los IBA— fueran lo más bajos posible).

Es cierto, sin embargo, que por muy alerta y consciente que me sintiera, lo más seguro es que fuera más consciente de los efectos que la clase parecía estar teniendo sobre mí que del contenido en sí de la clase, gran parte del cual era demasiado complicado para mí —es comprensible, puesto que yo ni siquiera había terminado Introducción a la Contabilidad—, y sin embargo resultaba casi imposible no prestar atención a todo aquello o no sentirse emocionado por ello. Esto se debía en parte a la exposición que estaba haciendo el sustituto, que era rápida, organizada, carente de dramatismo y seca, tal como son las exposiciones de quienes saben que lo que están diciendo es demasiado valioso por derecho propio como para rebajarlo preocupándose por su presentación o por «conectar» con los estudiantes. En otras palabras, la exposición tenía una especie de integridad ferviente que se manifestaba no en forma de estilo sino de ausencia del mismo. Y yo sentí que de pronto entendía el significado de la expresión «no estar para puñetas» que solía usar mi padre, y por qué la usaba para expresar aprobación.

Recuerdo que me fijé en que todos los alumnos de la clase estaban tomando apuntes con fervor, lo cual en las clases de contabilidad requiere que estés asimilando y apuntando cada dato o idea del profesor a la vez que escuchas con atención la idea que viene a continuación a fin de poder apuntarla después, lo cual requiere una especie de concentración intensivamente dividida que yo no acabé de dominar del todo hasta bien entrados los cursos de Formación y Asesoramiento que hice al año siguiente en Indianápolis. Era una modalidad de tomar apuntes completamente distinta de la que se usaba en las clases de humanidades, que consistía principalmente en garabatear dibujitos y motivos e ideas amplios y abstractos. Además, los alumnos de Fiscalidad Avanzada tenían múltiples lápices alineados sobre sus pupitres, todos ellos extremadamente afilados. Me di cuenta de que yo casi nunca tenía un lápiz con punta cuando realmente me hacía falta, de que nunca me molestaba en organizarlos ni en sacarles punta. El único toque de lo que podría haber sido ingenio mordaz en aquella clase eran las citas y afirmaciones que el sustituto interpolaba de vez en cuando en las gráficas escribiéndolas a veces sobre la transparencia de turno, proyectándolas sobre la pantalla sin hacer comentario alguno y por fin haciendo una pausa mientras todo el mundo las copiaba a toda prisa antes de que él pasara a la siguiente transparencia. Todavía me acuerdo de un ejemplo: «Lo que ahora necesitamos descubrir en el reino de lo social es un equivalente moral a la guerra», una cita atribuida a un tal «James» a secas, que por entonces yo pensé que se refería al apóstol Santiago de la Biblia, por razones obvias, aunque él no dijo nada para explicar o subrayar la cita mientras las seis hileras bien rectas de alumnos —las gafas de algunos reflejaban la luz de la proyección, dándoles a sus dueños un aspecto abiertamente conformista y robótico, con sendos cuadrados de luz blanca allí donde deberían haber tenido los ojos, recuerdo que eso me llamó la atención— la transcribían con diligencia. Y otro ejemplo, que estaba preimpreso en una transparencia y era atribuido a Karl Marx, el conocido padre del marxismo:

En la sociedad comunista me será posible hacer una cosa hoy y otra mañana, cazar por la mañana, pescar a mediodía, criar ganado por la tarde y criticar por la noche, según se me antoje.

La única glosa del sustituto al respecto fue la siguiente declaración escueta: «El subrayado es mío».

Lo que estoy intentando decir es que en última instancia aquello se pareció mucho más a la experiencia de la novia evangelista de las botas de lo que yo habría sido capaz de admitir por entonces. Como es obvio, el mero hecho de presentar la historia de un recuerdo escrita en 2.666 palabras no me basta para convencer a nadie de que la cualidad objetiva e innata de la clase impartida por el sustituto también habría pegado a cualquier otro al asiento y le habría hecho olvidarse de su repaso final de Pensamiento Político Americano, ni del hecho de que gran parte de lo que aquel padre católico (creo que) dijo o proyectó pareció de alguna manera ir dirigido directamente a mí. Sí que puedo, no obstante, intentar explicar por lo menos por qué me encontraba tan «predispuesto» a experimentarlo de aquella manera, y la razón es que yo ya había tenido una especie de anticipo o aviso de aquella misma experiencia poco antes de que ocurriera la equivocación de las aulas del repaso final, aunque no fue hasta más adelante, de forma retrospectiva, cuando la entendí, quiero decir aquella experiencia, como tal.

Me acuerdo con claridad de que unos días antes —y hablo del lunes de la última semana de clase del trimestre de otoño de 1978— yo estaba allí sentado, repantingado y desmotivado, en el viejo sofá de tela de pana amarilla de nuestro apartamento de la residencia de estudiantes de la DePaul, a media tarde. Estaba solo, vestido con pantalones de chándal de nailon y viendo el culebrón de la CBS As the World Turns en el pequeño televisor en blanco y negro marca Zenith de la sala: no estaba obetroleando ni tampoco escaqueándome de nada en particular, sino básicamente siendo el mismo zángano carente de motivaciones de siempre. Ciertamente no me faltaban lecturas ni repasos pendientes de cara a los exámenes finales, pero me estaba dedicando a hacer el colgado. Estaba repantingado sobre la rabadilla en el sofá, de manera que todo lo que pasaban por el pequeño televisor quedaba enmarcado por mis rodillas, y me dedicaba a mirar As the World Turns mientras hacía girar la pelota de fútbol de forma ociosa y carente de objetivo. Técnicamente, el televisor era de mi compañero de apartamento, pero mi compañero era un estudiante de medicina muy serio y siempre estaba en la biblioteca de ciencias, aunque se había tomado la molestia de colocar una percha de alambre doblada especialmente para reemplazar la antena perdida del Zenith, y esa era la única razón de que yo pudiera recibir algún programa. As The World Turns se emitía en la CBS de la una a las dos de la tarde. Esto era algo que yo todavía hacía demasiado durante aquel último año: sentarme allí a perder el tiempo delante del pequeño Zenith, y a menudo me dejaba absorber pasivamente por los culebrones de tarde de la CBS, en los que todos los personajes hablaban y exteriorizaban sus sentimientos ampulosamente y conversaban entre ellos sin trabarse y sin pausa alguna en su intensidad, o eso parecía, lo cual ejercía un efecto casi hipnótico, sobre todo porque yo no tenía clases ni los lunes ni los viernes, así que lo más fácil del mundo era sentarse allí y quedarse pillado. Me acuerdo de que otros muchos estudiantes de la DePaul estaban enganchados al culebrón de la ABC General Hospital, y que se reunían en manadas ávidas y chillonas para verlo —su coartada enrollada era que en realidad se estaban burlando de la serie—, pero por razones que probablemente tuvieran más que ver con los fallos de recepción del Zenith, aquel año yo me habitué más a ver la CBS, especialmente As the World Turns y Guiding Light, que se emitía entre semana después de As the World Turns, a las dos de la tarde, y que en cierta manera era una serie todavía más hipnótica.

En todo caso, yo estaba allí sentado intentando hacer girar la pelota sobre el dedo y mirando el culebrón, que también estaba atiborrado de anuncios, porque dan por sentado que como ya estás absorbido e hipnotizado te vas a tragar todos los anuncios que haga falta; y al final de cada pausa publicitaria, aparecía la clásica carátula del planeta Tierra visto desde el espacio, girando, y la voz del locutor de la programación diurna de la CBS decía: «Está usted viendo As The World Turns», pero aquel día en concreto parecía estar diciendo cada vez con más énfasis «Está usted viendo As The World Turns» hasta que el tono pareció casi incrédulo —«Está usted viendo As The World Turns»—, hasta que de pronto caí en la cuenta de la realidad desnuda de aquella afirmación, «mientras el mundo gira». No estoy hablando de ninguna clase de metáfora irónica de tipo humanístico, sino de lo que el tipo estaba afirmando literalmente, del simple nivel superficial. No sé cuántas veces yo había oído aquella frase en lo que iba de año, mientras estaba allí sentado viendo As The World Turns, pero de pronto me di cuenta de que en realidad el locutor se estaba dedicando a decir una y otra vez lo que yo estaba haciendo literalmente. Y no solo eso, sino que también me di cuenta de que el locutor me había dicho aquello incontables veces —tal como ya he dicho, su declaración venía después de cada pausa publicitaria inserta entre segmentos de la serie— sin que yo nunca hubiera sido consciente para nada de la realidad literal de lo que yo estaba haciendo. Tengo que añadir que en aquel momento de conciencia yo no estaba obetroleando. Aquello era distinto. Era como si el locutor me estuviera hablando directamente a mí, zarandeándome el hombro o la pierna como cuando uno intenta despertar a alguien: «Está usted viendo As The World Turns». Es difícil de explicar. Ni siquiera fue el doble sentido obvio lo que me llegó. Fue algo más literal, y de alguna manera eso hizo que me costara más verlo. Y de pronto, allí sentado, caí en la cuenta de todo esto. Mi sensación no habría sido más nítida si el locutor hubiera dicho: «Estás sentado en un sofá amarillo y viejo en la residencia de estudiantes, haciendo girar una pelota de fútbol blanca y negra y viendo As The World Turns, sin reconocer ni siquiera ante ti mismo que es eso lo que estás haciendo». Eso es lo que me impresionó. La cosa iba más allá del hecho de ser un irresponsable o un colgado: era como si yo no estuviera allí. La verdad era que yo ni siquiera fui consciente del doble sentido obvio de «Está usted viendo As The World Turns» hasta tres días más tarde, de aquel juego de palabras casi aterrador que hacía la serie sobre la pasiva pérdida de tiempo de estar allí sentado viendo algo que ni siquiera se recibía muy bien con la percha de antena, mientras que todas las cosas reales del mundo seguían teniendo lugar y la gente dotada de rumbo y de iniciativa estaba ocupándose de todo con brío y dejándose de puñetas; es decir, que no fue hasta el jueves por la mañana cuando este significado secundario me llegó mientras estaba duchándome antes de vestirme e irme a toda prisa hacia lo que yo tenía intención —por lo menos, consciente— de que fuera el repaso del examen final de Pensamiento Político Americano. Y supongo que esa podría haber sido una de las razones de que yo estuviera tan distraído y me equivocara de edificio. Por entonces, sin embargo, el lunes por la tarde, lo único que asimilé fue la mera repetición del hecho simple de lo que yo estaba haciendo, que era, por supuesto, nada; limitarme a estar allí repantingado como si no tuviera huesos, sin implicarme ni siquiera en la realidad superficial del acto de ver cómo Victor le negaba la paternidad a Jeanette (por mucho que el hijo de Jeanette tuviera el mismo trastorno genético de la sangre extremadamente poco frecuente que había mantenido a Victor hospitalizado durante gran parte del semestre. Es posible que en algún sentido Victor se «creyera» su propia negativa, recuerdo haber pensado, puesto que esencialmente parecía de esa clase de personas) por entre mis rodillas.

Pero tampoco es que por entonces yo reflexionara de forma consciente sobre aquello. En aquellos momentos únicamente fui consciente del impacto concreto de la afirmación del locutor, y empecé a darme cuenta de que toda mi falta de rumbo y mi pereza y el hecho de ser un «colgado», algo que en aquella época muchos de nosotros fingíamos haber elevado a forma de arte nihilista, y creíamos que molaba y que era gracioso (yo también había pensado que molaba, o por lo menos creía haberlo pensado; me había parecido que había algo casi romántico en toda aquella pérdida descarada de tiempo y en la falta de rumbo, eso mismo que habían ridiculizado a Jimmy Carter por llamar «enfermedad» y por decirle al país entero que tenía que dejar atrás), en realidad no era gracioso, no lo era en absoluto, sino que daba miedo, de hecho, y era triste, y también algo más que triste: era algo que yo no podía nombrar porque no tenía nombre. Sentado allí, me di cuenta de que tal vez yo fuera un verdadero nihilista, de que mi nihilismo no era siempre una simple pose enrollada. Que yo carecía de rumbo y dejaba los estudios porque nada tenía significado, no había ninguna opción que fuera mejor que las demás. Que yo era, en cierta manera, demasiado libre, o que aquella clase de libertad no era verdaderamente real; yo era libre de elegir lo que fuera porque nada importaba. Pero también esto obedecía a una elección propia: de alguna manera yo había elegido que nada importara. Todo esto estaba teniendo lugar mientras yo seguía allí sentado, haciendo girar la pelota. Lo que quiero decir es que, en virtud de aquella decisión, yo tampoco importaba. Yo no significaba nada. Si yo quería importar —aunque fuera importarme a mí mismo— iba a tener que ser menos libre y atreverme a tomar una serie de decisiones concretas. Aunque no fuera más que un simple acto de voluntad. Todos estos descubrimientos fueron muy rápidos e indistintos, y no llegué más allá de comprender lo de las decisiones y el significado; al mismo tiempo, todavía estaba intentando ver As the World Turns, que solía ir poniéndose más dramático e interesante a medida que avanzaba hacia el final de la hora, porque querían asegurarse de que vieras el episodio del día siguiente. Lo que quiero decir es que me di cuenta, a cierto nivel, de que fuera lo que fuera un «alma perdida», yo era una, y que eso ni molaba ni era gracioso. Y tal como ya he mencionado, solamente fue unos días más tarde cuando terminé por equivocación en el lado de la galería donde se estaba impartiendo la última clase de Fiscalidad Avanzada; que era, tengo que recalcarlo, un tema que por aquel entonces no me interesaba en absoluto, o eso creía yo. Igual que la mayoría de la gente de fuera de la industria, yo me imaginaba que la contabilidad fiscal era una especialidad para hombrecillos maniáticos que llevaban gafas de culo de vaso y poseían elaboradas colecciones de sellos, más o menos lo contrario de la gente enrollada; y la experiencia de oír cómo el locutor de la CBS afirmaba una y otra vez la realidad superficial, de ser realmente consciente de repente del hecho de estar oyéndola, y de ver la pantallita por entre mis piernas, por debajo de la pelota que giraba sobre la punta de mi dedo, fue en parte lo que me predispuso, creo yo, ya fuera por equivocación o no, a oír algo que cambió mi rumbo en la vida.

Recuerdo que cuando aquel día sonó el timbre del pasillo de la tercera planta al final de la hora de Fiscalidad Avanzada, ninguno de los alumnos empezó a moverse para juntar sus materiales ni a inclinarse en sus pupitres para recoger sus bolsas o maletines del suelo, que era lo que solía hacer la gente de humanidades cada vez que se acababa una clase, ni siquiera mientras el sustituto apagaba el proyector del techo o levantaba la pantalla de proyecciones con un gesto brusco de la mano izquierda, volviendo a guardarse el pañuelo en el bolsillo de la chaqueta del traje. Todos permanecieron en silencio y atentos. Mientras se volvían a encender las luces del techo, me acuerdo de que eché un vistazo y vi que los apuntes de clase del alumno mayor y con bigote que yo tenía sentado al lado eran casi increíblemente pulcros y bien organizados, con numerales romanos para identificar las ideas principales de la lectura y con minúsculas, números insertados y sangrados dobles para señalar los encabezamientos secundarios y los corolarios. Su caligrafía misma parecía casi letra de máquina, de tan bien hecha que estaba. Y esto pese al hecho de que esencialmente había estado escribiendo a oscuras. Varios relojes de pulsera digitales marcaron la hora de forma sincronizada. Igual que su reflejo invertido del otro lado de la galería, el suelo del aula 311 del Garnier Hall tenía unas baldosas de colores institucionales marrón y habano que estaban dispuestas o bien en forma de damero o bien de diamantes entrelazados, dependiendo del ángulo y de la perspectiva en que las miraras. Todo esto lo recuerdo con mucha claridad.

Aunque pasaría un año antes de que yo las entendiera, estas eran algunas de las áreas principales de la clase de repaso del sustituto, tal como venían enumeradas en los apuntes de aquel alumno mayor de empresariales:

La estrategia de la planificación fiscal del cliente («Transacción a medida») frente a la estrategia de los exámenes de la Agencia Tributaria («Colapsar la transacción»)

Era, como ya he mencionado, el último día de clases del trimestre. El final de las clases, en los cursos de humanidades que yo estaba acostumbrado a tomar, solía ser el momento en que los profesores jóvenes intentaban hacer alguna clase de resumen enrollado y autoparódico: «Señor Gorton, ¿podría hacernos el favor de resumir brevemente lo que hemos aprendido durante las últimas dieciséis semanas?», así como dar instrucciones sobre la logística del trabajo o examen de fin de curso y sobre las calificaciones finales, y tal vez desear unas buenas vacaciones de Navidad (faltaban dos semanas para la Navidad de 1978). En Fiscalidad Avanzada, sin embargo, cuando el sustituto terminó de levantar la pantalla y se giró, no dio ninguna de las indicaciones corporales habituales de finalización ni de transición a las instrucciones finales o al sumario. Se quedó muy quieto: visiblemente más quieto de lo que se queda la mayoría de la gente cuando se queda quieta. Hasta el momento, había pronunciado 8.206 palabras, contando los términos y operadores numéricos. Todos aquellos hombres mayores y asiáticos seguían allí sentados, y daba la impresión de que aquel instructor era capaz de mirarnos a los ojos a los cuarenta y ocho a la vez. Yo era consciente de que una parte del aura de autoridad seca, altiva y fluida que irradiaba aquel sustituto se debía a la atención que estaban prestando a cada uno de sus gestos y palabras todos aquellos estudiantes de último año de la clase. Era obvio que respetaban a aquel sustituto, y que era un respeto que él era capaz de aceptar sin devolverlo ni fingir que lo devolvía. No estaba ansioso por «conectar» ni por caer bien. Pero tampoco actuaba de forma hostil ni paternalista. Lo que parecía era «indiferente», no de una forma carente de significado y desprovista de rumbo y nihilista, sino más bien de una forma segura y llena de confianza en sí mismo. No es fácil de describir, aunque me acuerdo muy claramente de ser consciente de ello. La palabra que no paraba de venirme a la cabeza mientras él nos miraba y todos nosotros lo observábamos a él, expectantes —aunque todo aquello tuvo lugar muy deprisa—, era «credibilidad», usada en el mismo sentido que en la expresión «vacío de credibilidad», forjada durante el escándalo del Watergate, que básicamente había tenido lugar mientras yo estaba en el Lindenhurst. Nadie hizo ningún caso del ruido que estaban haciendo las demás clases de contabilidad, economía y empresariales al salir al pasillo. En lugar de recoger sus cosas, el sustituto —que, como ya he mencionado, por entonces yo pensaba que era un sacerdote jesuita «vestido de paisano»— se puso las manos detrás de la espalda e hizo una pausa para mirarnos. Tenía el blanco de los ojos extremadamente blanco, de ese color que normalmente solo la tez oscura puede hacer que se vea el blanco de los ojos. Me he olvidado del color de sus iris. Su tez, sin embargo, era la de una persona que apenas ha estado bajo el sol. Parecía cómodo con aquella luz fluorescente ahorrativa e institucional. Su pajarita estaba perfectamente recta y alineada a pesar de que era de las que se atan a mano, no de las que se ponen con un clip.

Y dijo:

—Ahora querrán ustedes alguna clase de resumen. Una hortación. —(No es imposible que yo lo entendiera mal y que lo que dijera en realidad fuera «exhortación».) Se echó un vistazo rápido al reloj de pulsera, ejecutando el mismo movimiento en ángulo recto que antes—. Muy bien —dijo.

Y se le formó una sonrisita en la boca mientras decía «Muy bien». Pero estaba claro que ni estaba bromeando ni tampoco restándole importancia a lo que estaba a punto de decir, de esa manera en que muchos profesores de humanidades de por entonces solían burlarse de sí mismos o de sus hortaciones a fin de evitar parecer poco enrollados. Solamente más adelante, después de entrar en el CFA de la Agencia, me daría cuenta de que aquel sustituto era el primer instructor que yo había visto en ninguna de las universidades por las que había pasado ociosamente que parecía cien por cien indiferente al hecho de caer bien o de que los alumnos lo vieran enrollado o simpático, y me daría cuenta —más adelante, después de entrar en la Agencia— de qué cualidad tan poderosa podía ser aquella clase de indiferencia en una figura de autoridad. En realidad, visto a posteriori, puede que aquel sustituto fuera la primera figura de autoridad genuina que yo conocía en la vida, me refiero a la primera figura dotada de una «autoridad» verdadera, y no del simple poder para juzgarte o apretarte las clavijas desde su lado de la barrera generacional, y por primera vez en la vida fui consciente de que el término «autoridad» era algo real y auténtico, de que una autoridad auténtica no era lo mismo que un amigo o alguien a quien le importabas, pero que a pesar de ello la autoridad podía ser buena para ti, y también de que la relación de autoridad no era ni «democrática» ni una relación de igual a igual, y sin embargo podía tener valor para ambas partes, para las dos personas de la relación. Creo que no me estoy explicando muy bien: pero es cierto que me sentí destacado de los demás, ensartado por aquellos ojos de una manera que no me gustó ni me disgustó pero de la que ciertamente fui consciente. Era cierta clase de poder que él ejercía y que yo le dejaba de forma voluntaria que ejerciera. Me di cuenta de que el respeto no era lo mismo que la coacción, aunque se trataba de una clase de poder. Era todo muy extraño. También me di cuenta de que ahora él tenía las manos juntas detrás de la espalda, con algo parecido a esa posición militar de «descanso en un desfile».

Y les dijo a sus alumnos de contabilidad:

—Muy bien, pues. Antes de que salgan ustedes de aquí para reanudar esa tosca parodia de vida humana que hasta ahora han llamado vida, me dispongo a informarles de ciertas verdades. Y a continuación les ofreceré mi opinión sobre cómo pueden ustedes percibir y responder a esas verdades de forma provechosa. —(Me di cuenta de inmediato de que no parecía estar hablando del examen final de Fiscalidad Avanzada.) Y continuó diciendo—: Van a volver ustedes a sus hogares con sus familias para pasar las vacaciones de Navidad y, durante ese intervalo festivo previo al último tramo de estudio para el examen de Contable de la Administración, confíen en mí, vacilarán ustedes, sentirán miedo y dudas. Y será natural. Por primera vez, o eso parecerá, les entrará a ustedes miedo cuando oigan las chanzas de sus amiguitos de infancia sobre el hecho de que les espera una carrera en el campo de la contabilidad, e interpretarán las sonrisas de aprobación de sus padres como aprobaciones de la rendición; oh, lo sé muy bien, caballeros, conozco cada adoquín de la calle por la que están ustedes transitando. Porque se acerca la hora. De empezar, en ese intervalo literalmente temible en que uno mira hacia abajo antes de saltar, a oír predicciones lúgubres sobre la terrible monotonía de la profesión que están ustedes eligiendo, sobre su falta de emoción o de oportunidades para brillar en los campos de atletismo o en las pistas de baile de la vida futura.

Cierto, yo no entendí todo aquello, sospecho que no había muchos de nosotros en aquella aula que hubiéramos pasado mucho tiempo «brillando en las pistas de baile», pero es posible que aquello fuera una simple cuestión generacional; era obvio que él lo estaba diciendo en sentido metafórico. Ciertamente entendí que estaba diciendo que la contabilidad no parecía una profesión muy emocionante.

El sustituto continuó:

—De experimentar su compromiso como una pérdida de opciones, como un tipo de muerte, la muerte de las posibilidades infinitas de la infancia, de lo agradable que resulta elegir sin presiones… les va a suceder, créanme. El fin de la infancia. La primera de muchas muertes. Las vacilaciones son naturales. La duda es natural. —Esbozó una leve sonrisa—. Cuando llegue ese momento, dentro de tres semanas, tal vez les convenga recordar, si así lo desean, esta sala, este momento y la información que estoy a punto de darles.

Saltaba a la vista que no era una persona muy humilde ni insegura. Por otro lado, durante aquella clase de Fiscalidad Avanzada su forma de dirigirse a nosotros no me pareció tan formal ni tan maniática como me lo parece ahora mientras la repito; o mejor dicho, su resumen resultó formal y un poco poético, pero no de una forma artificial, sino como una extensión natural de quien él era y de lo que era. No era ninguna pose. Recuerdo haber pensado que tal vez el sustituto hubiera aprendido aquel truco de los pósters del Tío Sam y de ciertas pinturas que parecían mirarte directamente sin importar desde qué ángulo las mirabas tú. Que tal vez todos los demás alumnos mayores, silenciosos y solemnes del aula (donde se podía oír un alfiler) también se sintieran elegidos y tuvieran la impresión de que el profesor se estaba dirigiendo a ellos específicamente; aunque, por supuesto, eso no cambiaría para nada el efecto especial que la situación estaba teniendo en mí, que era lo que importaba, tal como ya habría demostrado la historia de la novia cristiana si yo hubiera sido lo bastante consciente y hubiera prestado la suficiente atención para oír lo que ella estaba intentando decir en realidad. Tal como ya he mencionado, la versión de mí que escuchó aquella historia en 1973 o 1974 era un niño nihilista.

Después de un par de comentarios, con las manos todavía juntas detrás de la espalda, el sustituto continuó:

—Quiero informarles de que la profesión de contable a la que aspiran es, de hecho, heroica. Por favor, fíjense en que les he dicho «informar» y no «opinar» o «afirmar» o «postular». La verdad es que eso a cuya cúspide pronto van a intentar trepar cuando estén en sus casas con sus villancicos y sus ponches navideños y sus libros y sus guías para el examen de Contable de la Administración es… el heroísmo.

Como es obvio, esto era dramático y consiguió la atención de todos. Recuerdo haber pensado otra vez, mientras lo decía, en aquella frase de la pantalla de proyecciones que yo había pensado que era de la Biblia: «el equivalente moral a la guerra». Resultaba extraña pero no ridícula. Fui consciente de que lo más seguro es que al pensar en aquella cita yo me estuviera planteando la palabra «moral» por primera vez en mi vida en un contexto que no fuera un ejercicio de curso; esto era parte de lo que yo había empezado a percibir unos días antes, de lo que había experimentado mientras veía As the World Turns. El sustituto tenía una estatura media. Su mirada no resultaba cortante ni errática. Las gafas de algunos alumnos seguían reflejando la luz. Un par de ellos seguían tomando apuntes, pero salvo por eso, el único que allí hablaba o se movía era el sustituto.

Siguiendo sin pausa, dijo:

—¿Tediosa? ¿Exigente? ¿Prosaica? ¿Mecánica hasta el hastío? A veces. ¿A menudo tediosa? Quizá. Pero ¿valiente? ¿Valiosa? ¿Digna, dulce? ¿Romántica? ¿Caballerosa? ¿Heroica? —Sus pausas no eran simplemente efectistas; por lo menos no del todo—. Caballeros —dijo—… y con esto quiero decir, por supuesto, adolescentes tardíos que aspiran a la hombría… caballeros, aquí tienen la verdad: el verdadero coraje consiste en soportar el tedio minuto a minuto y dentro de un espacio cerrado. Esa resistencia, fíjense, es la síntesis de lo que hoy día, en este mundo que no hemos creado ni ustedes ni yo, constituye el heroísmo. El heroísmo. —Miró a su alrededor de forma enfática, calibrando las reacciones de los presentes. Nadie se rió y unos cuantos de los presentes parecieron perplejos. Me acuerdo de que a mí me estaban viniendo ganas de ir al retrete. Bajo las luces fluorescentes del aula, el profesor no proyectaba sombra en ninguna dirección—. Y me refiero —dijo— a un heroísmo verdadero, no al heroísmo que puedan encontrar en las películas o en los cuentos infantiles. Ahora se están acercando ustedes al final de la infancia, están listos para el peso de la verdad, para cargar con él. La verdad es que el heroísmo de sus relatos infantiles no era un valor verdadero. Era puro teatro. El gesto grandioso, el momento de la elección, el peligro mortal, el enemigo exterior, la batalla en el momento del clímax cuyo resultado lo resuelve todo… todo está diseñado para parecer heroico, para excitar y gratificar al público. Al público. —Hizo un gesto que no puedo describir—. Caballeros, bienvenidos al mundo de la realidad: aquí no hay público. No hay nadie para aplaudirlos ni para admirarlos. No hay nadie para verlos. ¿Entienden? Esta es la verdad: el heroísmo verdadero no recibe ninguna ovación y no entretiene a nadie. Nadie hace cola para verlo. A nadie le interesa.

Hizo otra pausa y sonrió de una forma que no fue autoparódica para nada.

—El heroísmo verdadero son ustedes a solas en su puesto de trabajo. El verdadero heroísmo son los minutos, las horas, las semanas y los años enteros de ejercer la probidad y la meticulosidad en silencio, con precisión y sensatez: sin nadie que los vea ni les aplauda. Así es el mundo. Solamente ustedes y su trabajo, sentados a su mesa. Ustedes y la declaración de la renta, ustedes y los datos de liquidez, ustedes y el protocolo de inventario, ustedes y la tabla de depreciación, ustedes y los números.

Su tono era de total naturalidad. De pronto se me ocurrió que yo no tenía ni idea de cuántas palabras había pronunciado el profesor desde la número 8.206 de la conclusión del repaso. Yo era consciente de que cada detalle del aula se veía muy nítido y preciso, como si hubiera sido laboriosamente dibujado y sombreado, y sin embargo también estaba completamente concentrado en el jesuita sustituto, que estaba diciendo todas aquellas cosas tan dramáticas o románticas sin usar ni la parafernalia ni las florituras del teatro, plantado muy quieto con las manos nuevamente juntas detrás de la espalda (yo sabía que no tenía los dedos entrelazados; de alguna manera me daba cuenta de que se estaba cogiendo la muñeca derecha con la mano izquierda) y con los planos de su cara carentes de sombra bajo la luz blanca. Daba la sensación de que él y yo ocupábamos los extremos opuestos de alguna clase de tubo o tubería, y que en verdad él se estaba dirigiendo específicamente a mí, aunque es obvio que esto era imposible. La realidad literal era que yo era la última persona a quien él se estaba dirigiendo, puesto que como es obvio yo no estaba matriculado en Fiscalidad Avanzada ni tampoco preparándome para hacer el examen final antes de volver a casa y sentarme al escritorio infantil de mi antiguo dormitorio en la casa de mis padres a empollar para el temible examen de Contable de la Administración, tal como parecía ser el caso de muchos de los presentes. Pese a todo —tal como ojalá hubiera entendido antes, ya que me habría ahorrado mucho tiempo y divagaciones cínicas— las sensaciones están ahí, y tampoco se pueden discutir sus resultados.

En todo caso, entretanto, llevando a cabo lo que esencialmente parecía una recapitulación de las ideas principales que nos había comunicado hasta el momento, el sustituto dijo:

—El verdadero heroísmo es incompatible a priori con el público o con los aplausos o incluso con la mera atención del hombre de la calle. De hecho —dijo—, cuanto menos convencionalmente heroico o emocionante o llamativo o incluso interesante o cautivador parece ser un trabajo, mayor es su potencial para convertirse en escenario del heroísmo verdadero, y por tanto para reportar una especie de placer al que no se acerca nada que puedan ustedes imaginar.

Pareció que un estremecimiento repentino recorría el aula, o tal vez un espasmo de éxtasis, transmitiéndose de un alumno de último año de contabilidad o alumno de posgrado de empresariales a otro alumno de último año de contabilidad o alumno de posgrado de empresariales con tanta rapidez que por un momento pareció que el colectivo entero palpitaba; aunque nuevamente no estoy seguro al cien por cien de que esto fuera real, de que tuviera lugar fuera de mí, en el aula en sí, y aquel momento del (posible) espasmo colectivo fue demasiado breve para que yo tuviera una conciencia más que fugaz del mismo. También recuerdo que sentí un fuerte impulso de inclinarme y atarme los cordones de las botas, que nunca se tradujo en una acción real.

Al mismo tiempo, puede que sea justo decir que recuerdo que el jesuita sustituto usaba pausas o momentos de silencio casi de la misma manera en que los oradores que buscan transmitir inspiración de forma más convencional usan gestos físicos y expresiones. Y entonces dijo:

—Tratar siempre con cuidado y meticulosidad hasta el último detalle procedente del enredo descomunal de detalles, datos, excepciones y contingencias que constituyen la contabilidad en el mundo real… eso es heroísmo. Atender plenamente a los intereses del cliente y equilibrar esos intereses con los altos estándares éticos del CECF y con las leyes existentes, sí, servir a aquellos a quienes no les interesa el servicio sino los resultados, eso es heroísmo. Puede que sea la primera vez que oyen ustedes la verdad en términos claros y severos. El pasar inadvertido. El sacrificio. El servicio. Entregarse al cuidado del dinero ajeno: eso es discreción, persistencia, sacrificio, honor, valentía, bravura. Presten atención a esto o no, como prefieran. Apréndanlo ahora o más adelante: tiempo no falta en el mundo. La rutina, la repetición, el tedio, la monotonía, la fugacidad, la futilidad, la abstracción, el desorden, el aburrimiento, la angustia, el hastío: estos son los verdaderos enemigos del héroe, y no se engañen, ciertamente son temibles. Porque son reales.

Entonces uno de los estudiantes de contabilidad levantó la mano, y el sustituto hizo una pausa para responder una pregunta sobre bases ajustadas de costo en la clasificación fiscal de las donaciones. Fue durante algún momento de su respuesta cuando oí que el sustituto usaba la expresión: «pasapáginas de la Agencia». Desde aquel día, no he vuelto a oír nunca el término fuera del Centro de Examen al que estoy destinado: se trata de un término de la jerga interna de la Agencia Tributaria que designa a cierta clase de examinador. Visto en retrospectiva, por tanto, esto debería haberme dado una pista sobre la carrera y los antecedentes del sustituto. (Por cierto, las siglas «CECF» quieren decir Comité Ético de Contabilidad Financiera, aunque como es obvio yo no iba a descubrir esto hasta mi ingreso en la Agencia al año siguiente.) Además, probablemente debería reconocer en mis recuerdos una paradoja obvia: pese a lo atento que estaba y a lo mucho que me estaban afectando los comentarios del sustituto sobre el valor y el mundo real, no fui consciente de que en realidad todo el dramatismo y el fulgor que yo les estaba invistiendo a sus palabras contradecían su mismo sentido. En otras palabras, yo estaba siendo profundamente afectado y cambiado por la hortación sin entender realmente, o eso parece, de qué estaba hablando aquel hombre. Visto en retrospectiva, esto parece demostrar que yo estaba todavía más «perdido» y era todavía más inconsciente de lo que ya sabía.

—¿Demasiado, dicen ustedes? —dijo—. ¿Vaquero, paladín, héroe? Caballeros, lean la historia. El héroe de antaño ensanchó los límites y las fronteras: penetró, domesticó, abrió senderos, dio forma, fabricó y dio existencia a cosas. Los héroes de las sociedades de antaño generaban datos. Porque eso es precisamente la sociedad: una aglomeración de datos. —(Como es obvio, cuantos más alumnos genuinos de Fiscalidad Avanzada se levantaban discretamente y se marchaban, más aumentaba mi sensación de que el hombre se estaba dirigiendo a mí de forma particular e individual. El alumno mayor de empresariales con patillas frondosas y perfectamente cortadas que estaba sentado a mi lado y que tenía unos apuntes increíbles fue capaz de cerrar los broches metálicos de su maletín sin hacer ruido alguno. En el cesto de alambre de debajo de su escritorio había un ejemplar del Wall Street Journal que o bien no había leído o bien había sido capaz de leer y volver a doblar tan perfectamente que parecía intacto)—. Pero ahora estamos en el mundo de hoy día, en la era moderna —siguió diciendo el sustituto (era difícil discutirle aquello, obviamente)—. En el mundo actual, las fronteras están fijas y ya se han generado los datos más importantes. Caballeros, la frontera heroica de hoy día está en el ordenamiento y la utilización de esos datos. Clasificación, organización y presentación. Para explicarlo de otra forma, la tarta ya está hecha: ahora el combate está en repartirla. Caballeros, a lo que aspiran ustedes es a sostener el cuchillo. A blandirlo. A administrar. A darle forma a cada porción, graduar el ángulo del cuchillo y la profundidad del corte.

Por muy transfigurado que yo estuviera todavía, llegado aquel punto empecé a darme cuenta de que las metáforas del sustituto se estaban volviendo un poco confusas: costaba imaginar que los asiáticos que quedaban en el aula estuvieran entendiendo gran cosa de todo aquello de los vaqueros y las tartas, puesto que se trataba de imágenes específicamente americanas. Por fin se dirigió al perchero del rincón a recoger su sombrero, que era de fieltro de color gris oscuro, viejo pero bien cuidado. En lugar de ponérselo, lo sostuvo en alto.

—Los pasteleros llevan gorro —dijo—, pero no sombrero. Caballeros, prepárense para ponerse el sombrero. Se habrán preguntado tal vez por qué todos los contables de verdad llevan sombrero. Es porque son los vaqueros de hoy día. Igual que lo serán ustedes. Cabalgando por el rancho de América. Pastoreando el torrente interminable de los datos financieros. Los remolinos, las cataratas, las variaciones organizadas, las minucias rebeldes. Hay que ordenar los datos, pastorearlos, dirigir su flujo, llevarlos allí donde se necesitan y en la forma codificada en que sea oportuno. Manejan ustedes datos, caballeros, para los que ha habido un mercado desde que el hombre abandonó por primera vez el lodo primigenio. Son ustedes, háganselo saber a la gente: los que cabalgan, los que guardan las murallas, los que definen la tarta y la sirven.

No había forma de no fijarse en cómo había cambiado su aspecto desde el principio. En última instancia, no estaba claro si aquella hortación o exhortación final suya había estado preparada o no, o si simplemente estaba hablando con pasión desde el corazón. Su sombrero era ostensiblemente más elegante y tenía un aspecto más europeo que el de mi padre, con un ribete más marcado y una pluma sujeta a la banda: debía de tener por lo menos veinte años. Cuando levantó los brazos a modo de conclusión, seguía sosteniendo el sombrero en una mano…

—Caballeros, la contabilidad los llama.

Un par de los alumnos que quedaban aplaudieron, que es algo que suena espantoso cuando no hay bastantes manos para hacerlo: casi como unos azotes o como una serie de bofetadas malhumoradas. Recuerdo que tuve un vislumbre fugaz de algo acostado en una cuna que agitaba los brazos y piernas inútilmente en el aire, con la boca abierta y mojada. Y luego crucé la galería de vuelta y bajé las escaleras y salí del Garnier Hall y me fui a la biblioteca en medio de una especie de neblina hiperconsciente, al mismo tiempo desorientada y muy clara, y es llegado ese punto cuando básicamente se termina el recuerdo de aquel episodio.

Después de aquello, lo primero que recuerdo que hice durante las vacaciones de Navidad en Libertyville fue cortarme el pelo. También fui a la tienda de Carson Pirie Scott en Mundelein y me compré un traje de lana gris oscuro sin abertura con hebra vertical prieta y pantalones de raya doble, además de una voluminosa chaqueta de cuadros con solapas anchas de punta descendente, que terminé no poniéndome nunca, puesto que tenía tendencia a enrollarse a la altura del tercer botón y a producir lo que casi parecía una sobrefalda cuando la abotonabas del todo. También me compré un par de mocasines de cuero de Nunn Bush y tres camisas de vestir: dos de tela Oxford blanca y una de algodón Sea Island de color azul claro.

Salvo por el hecho de prácticamente llevarme a mi madre a rastras a Wrigleyville para celebrar la cena de Navidad en casa de Joyce, me pasé casi todas las vacaciones en casa, investigando opciones y requisitos. Recuerdo que también intenté emprender una reflexión sostenida y concentrada. Mis sentimientos interiores sobre la universidad y sobre el hecho de licenciarme habían cambiado por completo. Ahora me había entrado una prisa repentina y agobiante. Era un poco como esa sensación de mirar el reloj de repente y darte cuenta de que llegas tarde a una cita, pero a una escala mucho mayor. En teoría no me quedaba más que un trimestre para licenciarme, y me faltaban nada menos que nueve cursos obligatorios para conseguir una licenciatura en contabilidad, ya no hablemos de intentar presentarme al examen de Contable de la Administración. En un Waldenbooks del Centro Comercial Galaxy de Milwaukee Road me compré una guía Barron para el examen de Contable de la Administración. La prueba se celebraba tres veces al año y duraba dos días, y se aconsejaba de forma insistente haber cursado contabilidad financiera tanto introductoria como intermedia, contabilidad directiva, dos semestres de auditoría, estadística empresarial —que en la DePaul era otra clase famosa por su brutalidad—, introducción al procesamiento de datos, un trimestre o preferiblemente dos de fiscalidad combinados con contabilidad fiduciaria o bien contabilidad para organizaciones sin ánimo de lucro, y un semestre o más de economía. Un recuadro en letra pequeña también recomendaba tener competencia en al menos un lenguaje informático de «alto nivel» como el COBOL. La única clase de informática que yo había terminado alguna vez era Introducción al Mundo de los Ordenadores en la UI-Chicago, en la que básicamente habíamos jugado a un juego casero de ping-pong y habíamos ayudado al profesor a intentar poner otra vez en orden 51.000 fichas perforadas Hollerith en las que tenía almacenados los datos para un proyecto y que se le habían caído por accidente por una escalera resbaladiza. Y más cosas por el estilo. Además, eché un vistazo a un libro de texto de estadística empresarial y descubrí que se tenía que haber hecho cálculo matemático, y yo ni siquiera había hecho trigonometría; en el último año del instituto había cursado Perspectivas sobre el Teatro Moderno en lugar de trigonometría, y me acordaba bien de que mi padre me había apretado las clavijas por ello. En realidad, mi odio al Álgebra II y mi negativa a hacer más matemáticas después de esa clase suscitaron una de las discusiones más fuertes que oí que mis padres tuvieron en los años previos a su separación, lo cual es una historia bastante larga, pero recuerdo haber oído que mi padre decía que en realidad solamente había dos clases de personas en el mundo: a saber, la gente que entendía las realidades técnicas de cómo funcionaba el mundo real (mediante las matemáticas y las ciencias, quería decir obviamente), y la gente que no las entendía, y a continuación oí que mi madre se enfadaba y se deprimía mucho por lo que ella consideraba la rigidez y la estrechez de miras de mi padre y le contestaba que en realidad los dos tipos básicos de personas eran la gente tan rígida e intolerante que creía que solamente había dos tipos básicos de seres humanos, por un lado, y por el otro la gente que creía que en realidad había toda clase de tipos y variedades de personas, cada una de ellas provista de dones únicos y destinos y caminos en la vida que tenían que encontrar y etcétera. Cualquiera que estuviera escuchando aquella discusión, que había empezado como una conversación típica pero se había intensificado hasta volverse especialmente acalorada, se habría dado cuenta de inmediato de que el verdadero conflicto se estaba librando entre lo que mi madre consideraba dos formas extremadamente distintas e incompatibles de ver el mundo y de tratar a la gente a la que se suponía que tenías que amar y apoyar. Por ejemplo, fue durante aquella discusión cuando oí que mi padre decía aquello de que yo no sería capaz de encontrarme el culo ni aunque tuviera un cencerro colgado de él, algo que mi madre entendió básicamente como que él estaba haciendo un juicio frío y rígido de alguien a quien se suponía que tenía que querer y apoyar, pero que, visto a posteriori, creo que debió de ser la única manera que mi padre pudo encontrar de decir que estaba preocupado por mí, por el hecho de que yo carecía de iniciativa y de rumbo, y que no sabía qué hacer como padre. Como es sabido, los padres pueden tener formas tremendamente distintas de expresar su amor y su preocupación. Por supuesto, gran parte de esta interpretación que hago es una pura especulación. Es obvio que no hay forma de saber qué quería decir en realidad.

En cualquier caso, el resultado final de la reflexión concentrada y de la investigación que llevé a cabo durante las vacaciones de Navidad fue que parecía que básicamente iba a tener que empezar la universidad desde cero, y eso que ya tenía casi veinticuatro años. Además, la situación financiera en casa se encontraba sometida a cambios continuos por culpa de los complejos aspectos legales del pleito por muerte por conducta improcedente que por entonces estaba en pleno curso.

A modo de nota aparte, habría sido imposible que ninguno de los trajes de mi padre me viniera bien por muchos arreglos que se les hicieran. Por aquella época yo llevaba una 50G/40 con 44 de entrepierna, mientras que la gran mayoría de los trajes de mi padre eran de la 46M/46/40. Tanto los trajes como la cazadora de seda arcaica terminaron siendo donados a Goodwill después de que Joyce y yo vaciáramos casi del todo su armario, su estudio y su taller, lo cual fue una experiencia muy triste. Mi madre, tal como ya he mencionado, pasaba cada vez más tiempo observando a los pájaros del vecindario que acudían a los comederos de tubo que ella había colgado en el porche delantero y a los comederos de pie del jardín —la sala de estar de la casa de mi padre tenía un ventanal grande con vistas excelentes al porche, al jardín y a la calle—, y a menudo se pasaba el día entero vestida con una bata de felpilla roja y unas pantuflas mullidas, y descuidaba tanto sus intereses normales como su higiene personal, lo cual tenía a todo el mundo cada vez más preocupado.

Después de las vacaciones, justo cuando estaba empezando a nevar, concerté una cita para hablar con el Decano Adjunto de Asuntos Académicos de la DePaul (que era, este sí, un jesuita de verdad, y llevaba el uniforme oficial blanco y negro, y también tenía una cinta amarilla atada al pomo de la puerta de su despacho) sobre la experiencia que había tenido en Fiscalidad Avanzada, sobre mi giro en materia de dirección y objetivos y sobre el hecho de que ahora fuera tan retrasado de cara a dichos objetivos, y también para abordar la posibilidad de seguir matriculado durante un año extra con matrícula postergada a fin de intentar compensar algunos de los déficits que yo tenía de cara a licenciarme en contabilidad. Pero fue una experiencia rara, porque yo ya había pasado previamente por el despacho de aquel sacerdote, dos o tres años atrás, en circunstancias muy distintas, por decirlo de forma suave; a saber, para que me apretara las clavijas y me amenazara con ponerme bajo seguimiento académico, a lo que yo creo que respondí literalmente en voz alta «Qué más da», que es la clase de respuesta que a los jesuitas no les hace demasiada gracia. Por tanto, durante aquella segunda cita el Decano Adjunto se mostró condescendiente y escéptico, y hasta burlón; pareció que mi cambio de aspecto y de actitud manifiesta le resultaba más cómico que otra cosa, como si lo considerara una broma o un chiste, o alguna clase de treta para intentar conseguir un año extra antes de tener que salir y valerme por mí mismo en lo que él denominó «el mundo de los hombres», y yo no encontré la forma adecuada de explicarle ni mi descubrimiento ni las conclusiones que había extraído mientras miraba aquella serie de la sobremesa televisiva y luego entraba como un memo en la clase equivocada sin darle la impresión de ser un niñato o de estar chiflado, y básicamente me pidió que saliera de allí.

Aquello fue a principios de enero de 1979, el día en que empezó a nevar: me acuerdo de ver los copos individuales, grandes y vacilantes de nieve que caían y que volaban de un lado a otro arrastrados por el viento que generaba el tren a través de la ventanilla de la línea de las afueras de la CTA que iba desde Lincoln Park hasta Libertyville, y de pensar: «Esta es mi tosca parodia de la vida humana». Por lo que recuerdo, las cintas amarillas que llenaban la ciudad eran por la crisis de los rehenes en Oriente Medio y el asalto a las embajadas americanas. Yo no estaba muy al corriente de lo que estaba pasando, en parte porque no vía la tele desde aquella experiencia de mediados de diciembre con la pelota de fútbol y As the World Turns. No es que yo hubiera llevado a cabo ninguna decisión consciente de renunciar a la televisión después de aquel día. Simplemente no recuerdo haber visto la tele desde entonces. Además, después de las experiencias previas a las vacaciones, ahora estaba demasiado ansioso por ponerme al día para permitirme desperdiciar tiempo viendo la tele. A una parte de mí le aterraba la perspectiva de haberme transformado y motivado demasiado tarde y de ir a «perderme» en el último momento una oportunidad crucial de renunciar al nihilismo y de llevar a cabo una elección significativa en el mundo real. Todo esto estaba teniendo lugar durante la que resultaría ser la peor tormenta de nieve de la historia moderna de Chicago, y a principios del trimestre de primavera de 1979 el caos reinaba por todas partes porque la administración de la DePaul no paraba de verse obligada a cancelar clases a la vista del hecho de que nadie que viviera fuera del campus podía garantizar que pudiera llegar a la facultad, y la mitad de las residencias de estudiantes todavía no podían volver a abrir por culpa de la congelación de las tuberías, y en casa de mi padre se partió un trozo del tejado por culpa del peso de la nieve acumulada y hubo una enorme crisis estructural que me tocó resolver a mí solo porque mi madre estaba demasiado obsesionada con los problemas logísticos derivados de impedir que la nieve cubriera toda la comida para pájaros que ella dejaba fuera. Además, la mayoría de los trenes de la CTA estaban fuera de servicio, y los autobuses dejaban de circular de forma abrupta si se determinaba que las máquinas quitanieves no podían mantener ciertas calles despejadas, y durante la primera semana de clases me vi obligado a levantarme muy temprano por la mañana y escuchar la radio para ver si aquel día iba a haber clases en la DePaul, y si las había, me tocaba intentar llegar como fuera. Debería mencionar que mi padre no sabía conducir —había sido un devoto de los transportes públicos— y que mi madre le había regalado el LeCar a Joyce como parte del acuerdo al que habían llegado sobre la disolución de la librería, de manera que no teníamos coche, y aunque de vez en cuando podía conseguir que me llevara Joyce, la verdad es que odiaba ocasionarle aquella molestia; ella venía sobre todo para cuidar de mi madre, que estaba empeorando a ojos vista, y que nos tenía a todos cada vez más preocupados, y más tarde resultó que Joyce se había pasado un montón de tiempo haciendo investigación sobre servicios y programas psicológicos del norte del condado y tratando de decidir qué clase de cuidados especiales podía necesitar mi madre y dónde se podían encontrar. A pesar de la nieve y de las temperaturas, por ejemplo, ahora mi madre había abandonado su práctica de observar a los pájaros a través del ventanal y había pasado a quedarse plantada en los escalones del porche o cerca de los mismos, sosteniendo ella misma los comederos de tubo con las manos en alto, y parecía dispuesta a pasarse el suficiente tiempo en aquella postura para sufrir congelación si alguien no intervenía y discutía con ella para que volviera a entrar. La cantidad de pájaros y el nivel de ruido que provocaban ya estaban empezando también a causar problemas, tal como algunos de los vecinos habían señalado antes incluso de que comenzara la tormenta de nieve.

A cierto nivel, estoy seguro de que fue en la WBBM de la AM —una emisora muy árida y conservadora que solo emitía noticias y que solía gustarle a mi padre, pero cuyos informes sobre cancelaciones por culpa del tiempo eran los más exhaustivos de la zona— donde oí mencionar por primera vez la nueva y agresiva campaña de reclutamiento con incentivos de la Agencia. Como es obvio, «la Agencia» era el diminutivo de la Agencia Tributaria, lo que los contribuyentes suelen llamar Hacienda. Sin embargo, también guardo un recuerdo parcial de haber visto por primera vez un anuncio de aquella campaña de reclutamiento de una forma repentina y dramática que ahora, a posteriori, resulta tan poderosamente profético y dramático que casi da la impresión de ser más bien el recuerdo de un sueño o de una fantasía que tuve en aquella época, y ese recuerdo consistía esencialmente en que yo estaba esperando en la zona de cafeterías del Centro Comercial Galaxy mientras Joyce ayudaba a mi madre a gestionar otro pedido enorme en el Fish ’n Fowl Pet Plaza para entregar a domicilio. Ciertos elementos de este recuerdo resultan ciertamente creíbles. Es verdad que a mí me costaba ver animales enjaulados en venta —siempre he tenido problemas con las jaulas y con ver cosas enjauladas— y a menudo me quedaba esperando a mi madre en la zona de cafeterías mientras ellas iban al Fish ’n Fowl. Yo estaba allí para ayudar a cargar con las bolsas de comida para pájaros en caso de que la tienda no quisiera aceptar pedidos o hacer entregas a domicilio por culpa del mal tiempo, que, como muchos habitantes de Chicago todavía recuerdan, siguió siendo intenso durante una temporada y llegó a paralizar prácticamente la zona entera. En todo caso, de acuerdo con este recuerdo, yo estaba sentado en una de las muchas mesas de plástico estilizadas que había en la zona de cafeterías del Centro Comercial Galaxy, mirando con expresión ausente el patrón de perforaciones en forma de estrellas y lunas de la mesa, cuando vi, a través de una de aquellas perforaciones, una parte del Sun-Times que alguien por lo visto había dejado tirada en el suelo de debajo de la mesa, abierto por la sección de anuncios clasificados de trabajo, y el recuerdo consiste en que lo vi desde encima de la mesa de tal manera que un rayo de luz de las luces del techo de la zona de cafeterías, situadas a mucha altura, descendió a través de una de las perforaciones en forma de estrella del tablero de la mesa e iluminó —como si lo estuviera iluminando un foco o un rayo de luz simbólico en forma de estrella— un anuncio en concreto entre todos los demás anuncios y ofertas de trabajo y de oportunidades para hacer carrera, y se trataba de un anuncio sobre la nueva campaña de incentivos que estaba llevando a cabo la Agencia Tributaria en algunos sectores del país, uno de los cuales era el área metropolitana de Chicago. Me estoy limitando a mencionar este recuerdo, da igual si en realidad no es tan creíble como el recuerdo más pedestre de la WBBM, a fin de poner otro ejemplo de lo «predispuesto» que parecía estar yo, visto con perspectiva, para iniciar carrera en la Agencia.

Las oficinas de reclutamiento que tenía la Agencia Tributaria en el área de Chicago estaban en una especie de local comercial temporal situado en West Taylor Street, muy cerca del campus de la UIC donde yo había pasado un sombrío e hipócrita año escolar 1975-1976, y casi enfrente de la Academia de Bomberos de Chicago, cuyos aprendices de bomberos aparecían a veces ataviados con sus impermeables y sus botas de servicio en el Hat, donde tenían prohibido pedir bebidas con agua mineral o gaseosas de ninguna clase, lo cual requiere una larga explicación que no voy a dar aquí. Por suerte, el letrero en forma de pie giratorio de la clínica podológica no se podía ver desde aquel lado de la Kennedy Expressway. Aquel pie enorme y giratorio representaba una de tantas cosas infantiles que yo estaba ansioso por dejar atrás.

Me acuerdo de que por fin había salido el sol, aunque más tarde resultó que solamente se trataba de una pausa momentánea o «remanso» del sistema de tormentas, y que al cabo de dos días iba a volver el invierno más crudo. Ahora había más de un metro de nieve nueva en el suelo, y mucha más allí donde las quitanieves de alta velocidad habían despejado las calles y habían formado montañas descomunales a los costados, y para llegar a la acera te veías obligado a pasar por lo que casi eran túneles o naves de iglesia, y una vez en la acera las pasabas canutas cada vez que atravesabas alguna propiedad cuyo dueño no tenía el bastante civismo como para limpiar su acera de nieve. Yo llevaba unos pantalones de pana verdes cuyos bajos tuve que subirme pronto hasta las rodillas, y mis voluminosas botas Timberland —que no tenían precisamente una tracción fenomenal, tal como descubrí— estaban totalmente cubiertas de nieve. Había tanta luz que costaba ver las cosas. Me sentía como si estuviera en una expedición polar. Allí donde las aceras estaban simplemente demasiado obstruidas, había que intentar escalar de vuelta las montañas de nieve y echar a andar por en medio de la calle. Como es comprensible, no había mucho tráfico. Ahora las calles parecían más bien desfiladeros con los costados completamente blancos, y los bancos de nieve y los edificios del distrito financiero que había detrás de ellas proyectaban unas sombras complejas y de cúspides planas que a veces formaban gráficas de barras que uno pisaba al caminar. Yo había podido encontrar un transbordo de autobuses a la altura de Grant Park, pero ningún otro más cerca. El río estaba helado y cubierto de montañas de nieve que las quitanieves se habían limitado a echar allí. Por cierto, sé que es poco probable que a nadie que no sea del área metropolitana de Chicago le interesen a estas alturas las gigantescas nevadas del invierno de 1979, pero para mí fueron un momento crucial y nítido del que guardo un recuerdo bastante claro y preciso. Para mí, el hecho de acordarme tan bien es una señal más de lo clara que es la distinción entre mi conciencia y mi sentido del rumbo de antes y de después de ver al sustituto de Fiscalidad Avanzada. No tanto por su retórica sobre el heroísmo y el ser vaqueros, gran parte de la cual ya en su momento me había parecido un poco exagerada (todo tiene límites). Creo que parte de lo que resultó tan revulsivo para mí fue el diagnóstico que había hecho el sustituto del mundo y de la realidad como algo que ya estaba esencialmente penetrado y formado, la idea de que la información constituyente del mundo ya estaba generada, y que ahora la elección significativa pasaba por pastorear aquel flujo torrencial de información, meterlo en el corral y organizarlo. Aquello me había sonado a verdad, aunque a un nivel que creo que yo no era plenamente consciente de que existía dentro de mí.

En todo caso, tardé un buen rato en encontrar el local. Me acuerdo de que en las señales de stop de unas cuantas esquinas solamente se veía la parte poligonal de la señal por encima de los bancos de nieve, y que en muchas puertas de locales comerciales las ranuras para el correo se habían congelado y no se podían cerrar y el viento que entraba por ellas había dejado largas lenguas de nieve sobre las moquetas. A muchos de los camiones de mantenimiento y de basura del Ayuntamiento les habían atornillado cuchillas a las rejillas del carburador y los estaban usando como quitanieves adicionales, en un intento del alcalde de Chicago de responder a las enérgicas protestas ciudadanas por la poca eficacia con que se estaban deshaciendo de la nieve. En Balbo Avenue quedaban algunos restos de muñecos de nieve en los jardines de las casas, cuyas alturas indicaban la edad de las personas que los habían hecho. A muchos de ellos la tormenta les había arrancado los ojos y las pipas o bien les había reorganizado las caras; de lejos, algunos tenían un aspecto siniestro o demente. Todo estaba en silencio, y había tanta luz que cuando cerrabas los ojos seguías viendo un color rojo sangre brillante. Se oían unos cuantos repiqueteos secos de palas para la nieve y una especie de gruñido lejano que solamente más tarde recordaría que procedía de uno o varios vehículos para la nieve al circular por Roosevelt Road. Algunos de los muñecos de nieve de los jardines de las casas llevaban puestos sombreros de traje viejos o en desuso, propiedad de los padres de la casa. En la cúspide misma de un banco de nieve muy alto y duro se veía un paraguas abierto, y recuerdo que pasé unos minutos de terror cavando y gritando hacia abajo por el agujero, porque casi parecía que una persona con un paraguas en la mano se hubiera quedado repentinamente sepultada mientras caminaba por la calle. Pero resultó que no era más que un paraguas que alguien había abandonado abriéndolo y clavando el mango en el banco de nieve, tal vez a modo de broma o de gesto para jugar con las mentes de la gente.

En todo caso, lo que pasaba era que hacía poco que la Agencia había instituido una campaña para contratar a nuevos empleados más o menos de la misma manera en que lo hacen las nuevas fuerzas armadas voluntarias: usando gran cantidad de anuncios e incentivos. Resultó que había razones institucionales de peso para aquel reclutamiento tan agresivo, y solamente algunas de ellas tenían que ver con la competencia del sector contable privado.

Por cierto, solamente los profanos en la materia y los medios de comunicación populares se refieren a todos los empleados con contrato de la Agencia Tributaria llamándolos «agentes». Dentro de la Agencia, donde al personal se lo suele identificar por la rama o división a la que están destinados, el término «agente» se refiere normalmente a los que están en la División de Investigación Criminal, que es relativamente pequeña y maneja casos de evasión fiscal tan atroces que más o menos hay que aplicarles el código penal para convertir al contribuyente en cuestión en un ejemplo, lo cual está básicamente destinado a promover la obediencia general a la ley. (Por cierto, debido a que el sistema fiscal federal sigue dependiendo mayormente de la obediencia voluntaria, la relación que mantiene la Agencia con los contribuyentes es psicológicamente compleja, y requiere transmitirle al público una impresión de eficiencia y meticulosidad extremas, además de emplear un sistema agresivo de penalizaciones e intereses y, en casos extremos, interponer acciones judiciales por conducta delictiva. En realidad, sin embargo, la Investigación Criminal viene a ser un último recurso, puesto que la aplicación del código penal casi nunca suele generar ingresos adicionales —un contribuyente que está en la cárcel no tiene ingresos y por tanto es obvio que no está en posición de compensar económicamente su delito—, mientras que las amenazas creíbles de interponer acciones judiciales pueden funcionar como acicates para devolver lo estafado y para no volver a incurrir en fraude, además de tener un efecto motivador en otros contribuyentes que se estén planteando evasiones criminales. En otras palabras, las «relaciones públicas» constituyen en realidad para la Agencia una parte vital y compleja tanto de su misión como de su eficacia.) De manera similar, mientras que «examinador» es un término popular —incluso entre algunos profesionales privados de la fiscalidad— para designar al empleado de la Agencia Tributaria que lleva a cabo una auditoría, ya sea sobre el terreno o en la oficina de Distrito que corresponda, el término interno que se usa en la Agencia para ese puesto es «auditor»; el término «examinador» se refiere a un empleado que tiene por tarea la selección de ciertas declaraciones de la renta para ser auditadas, pero que nunca trata directamente con el contribuyente. Los exámenes en sí, como ya se ha mencionado, son jurisdicción de los Centros Regionales de Examen, como el CRE del Medio Oeste que hay en Peoria. En términos de organización, tanto Examen como Auditorías e Investigación Criminal son divisiones de la Rama de Control de la Agencia Tributaria. Al mismo tiempo, sin embargo, es verdad que dentro de la jerarquía personal de la Agencia a ciertos auditores de nivel intermedio se los conoce como «agentes de Hacienda». También es verdad que a los miembros de la División de Inspecciones Internas a veces se los clasifica como «agentes», puesto que la División de Inspecciones Internas viene a ser la versión que tiene la Agencia de la División de Asuntos Internos de los cuerpos policiales. En esencia, tienen asignada la tarea de investigar las acusaciones de actos ilícitos o conductas criminales protagonizadas por empleados o administraciones de la Agencia. En términos administrativos la DII forma parte de la Rama de Control Interno de la Agencia Tributaria, que también incluye las divisiones de Personal y de Sistemas. Lo que quiero decir, supongo, es que igual que pasa en la mayor parte de las agencias federales de gran tamaño, la estructura y la organización de la Agencia son muy complejas; de hecho, dentro de la Rama de Control Interno hay departamentos que se ocupan exclusivamente de estudiar la propia estructura organizativa de la Agencia y de encontrar maneras de ayudar a maximizar la eficacia a la hora de llevar a cabo su misión.

Situadas en medio de la parálisis deslumbrante del Chicago Loop, las oficinas de reclutamiento de la Agencia Tributaria no me parecieron a primera vista un sitio muy espectacular ni atractivo. En el mismo local había una oficina de reclutamiento de la Fuerza Aérea, separada del espacio de la Agencia Tributaria solamente por una pantalla o mampara de polivinilo, y es posible que el hecho de que las oficinas de la Fuerza Aérea tuvieran puesta una versión orquestal del conocido tema musical «Off We Go to the Wild Blue Yonder» que se repetía sin cesar en la zona de recepción estuviera de alguna manera relacionado con el problema que presentaba el reclutador en la cabeza y en la cara, que tenían tendencia a sufrir pequeños y esporádicos espasmos y muecas entrecortadas y que al principio costaba no quedarse mirando y aparentar naturalidad en su presencia. Aquel reclutador de la Agencia, que parecía que no se había afeitado y tenía un remolino de pelo que daba la impresión de que abarcaba casi todo el costado derecho de su cabeza, también llevaba gafas de sol dentro de la oficina, y tenía una mancha difícil en una de las solapas de la chaqueta del traje, y es posible que su corbata —a menos que a mí todavía no se me hubiera acostumbrado la vista después de venir caminando deslumbrado y a trompicones en dirección sudoeste por entre la nieve caída desde la parada de autobuses de Buckingham Fountain de Grant Park— fuera un postizo. Por otro lado, yo iba embadurnado de nieve derretida hasta la entrepierna y llevaba el abrigo de plumón lleno de comida para pájaros congelada, además de dos gruesos jerséis de cuello alto distintos puestos por debajo, y lo más seguro es que tampoco tuviera un aspecto muy prometedor. (Era obvio que no me iba a poner ninguno de mis trajes de vestir nuevos de Carson para trepar por unos bancos de nieve que llegaban hasta el pecho.) Además de la molesta música marcial que llegaba del otro lado de la mampara, en las oficinas de reclutamiento de la Agencia Tributaria hacía demasiado calor, y olía a café rancio y a una marca de desodorante en barra que no me venía a la cabeza. Había varias latas de refresco Nesbitt colocadas encima de una papelera rebosante, alrededor de la cual una serie de bolas de papel tiradas por el suelo sugerían que alguien había pasado bastantes horas ociosas intentando encestar las bolas en la papelera; un pasatiempo que yo conocía bien de las tardes que me pasaba «estudiando» en la biblioteca de la UIC, en aquellas ocasiones en que me lo mandaba el letrero en forma de pie de la clínica podológica. También me acuerdo de una caja abierta de rosquillas cuyo glaseado había perdido el brillo de una forma nada apetitosa.

Pese a todo, yo no estaba allí para juzgar nada, ni tampoco para hacer comentarios precipitados. Había ido allí a intentar verificar los casi increíbles incentivos para entrar en la Agencia que se detallaban en el anuncio que yo había oído y tal vez también visto dos días atrás. Al final salió a la luz que aquel reclutador llevaba varios días en su puesto sin que nadie lo reemplazara por culpa de la tormenta, lo cual probablemente explicara su estado: por lo general, la Agencia suele imponer unos requisitos de apariencia personal bastante rigurosos a los empleados que están de servicio. Cuando una de aquellas máquinas quitanieves enormes e improvisadas del Ayuntamiento pasó frente a las oficinas, el estruendo hizo temblar el escaparate del local, que daba al sur y no estaba tintado, lo cual tal vez explicara también las gafas de sol del reclutador, que a mí me seguían resultando desconcertantes. La mesa del reclutador estaba flanqueada por banderas y por un caballete grande con diagramas y anuncios institucionales montados sobre tableros de gran tamaño, y de la parte alta de la pared de detrás de la mesa colgaba un grabado enmarcado y ligeramente torcido del sello de la Agencia Tributaria, que, según me explicó el reclutador, representaba al héroe mitológico Belerofonte matando a la Quimera, además del lema en latín escrito en un largo estandarte que se plegaba y se desplegaba a lo largo de su base. Alicui tamen faciendum est, que básicamente quiere decir: «Él es quien hace un trabajo difícil e impopular». Resultó que, por razones que se remontaban a la institución permanente del impuesto de la renta federal en 1913, Belerofonte era el símbolo o figura oficial de la Agencia, igual que el águila calva lo es del conjunto de Estados Unidos.

A cambio de un compromiso de dos a cuatro años, dependiendo del plan concreto de incentivos, la Agencia Tributaria ofrecía un total de 14.450$ para educación universitaria o prolongación de instrucción técnica. Se trataba, por supuesto, de 14.450$ antes de deducir los impuestos pertinentes, recuerdo que especificó el reclutador de la Agencia Tributaria con una sonrisa que en aquellos momentos no supe cómo interpretar. Además, en virtud de un elaborado acuerdo que el reclutador me subrayó con un rotulador fluorescente sobre un documento desplegable que mostraba los diversos programas de incentivos de la Agencia en forma de complejos diagramas con líneas de puntos y tipografía extremadamente pequeña, si la instrucción prolongada llevaba o bien a una licencia de Contable de la Administración o a un título de máster en contabilidad o fiscalidad emitido por una institución acreditada, había varios niveles de incentivos extra destinados a prolongar el contrato del empleado con la Agencia Tributaria, incluyendo una opción de asistir a clases mientras uno estaba destinado a un Centro Regional de Procesamiento o bien a un Centro Regional de Examen, y el reclutador me explicó que al personal nuevo de la Agencia se lo solía destinar durante los primeros trimestres a lo que él denominó «F y A». A fin de poder recibir el paquete de incentivos, había que completar un curso de doce semanas en un Centro de Formación y Asesoramiento de la Agencia Tributaria, que era a lo que se referían las siglas «F y A» que el reclutador había usado con cinismo. Asimismo, los empleados de la Agencia Tributaria casi siempre se refieren a esta como «la Agencia», y al centro en donde trabajan como su «destinación» en la Agencia, y no miden el tiempo que llevan trabajando allí en meses ni en años, sino que usan los trimestres fiscales del calendario de la Agencia, que se corresponden con los plazos límite estipulados por la ley para enviar los pagos estimados trimestrales de la renta, o 1040-EST, y lo único inusual de esto es que el segundo trimestre va del 15 de abril al 15 de junio, es decir, que solamente dura dos meses, mientras que el cuarto se extiende desde el 15 de septiembre al 15 de enero del año siguiente; esto tiene como fin que el último trimestre pueda comprender todo el año fiscal incluyendo el 31 de diciembre. Por entonces, sin embargo, el reclutador no me explicó nada de todo esto con todas las palabras: la mayor parte no es más que la clase de información institucional específica que uno absorbe con el tiempo durante su carrera adulta.

En todo caso, en aquellos momentos había en las oficinas otros dos aspirantes a nuevos empleados, de uno de los cuales solamente recuerdo que llevaba un anorak de cuerpo entero de algún color vivo y tenía una frente baja y abultada. El otro hombre, que era mayor, sin embargo, llevaba la suela de las zapatillas deportivas sujeta con cinta adhesiva o cinta aislante, y estaba temblando de una manera que no parecía tener nada que ver con la temperatura, y me dio la impresión de ser probablemente un indigente o alguien que vivía en la calle en lugar de un candidato genuino a ser reclutado. Durante la presentación introductoria más formal que nos hizo el reclutador, yo me dediqué a intentar concentrarme en estudiar el panfleto lleno de tablas de incentivos que tenía en la mano, y sé que es por eso que no conseguí oír ciertos detalles cruciales. Además, a ratos aquellos detalles quedaban ahogados por los platillos y los timbales del crescendo del tema de la Fuerza Aérea que sonaba al otro lado de la mampara. Los tres integrantes del público de la presentación estábamos sentados en sillas metálicas plegables colocadas delante de la mesa del reclutador, que empezó de pie junto a la misma, al lado del caballete de su presentación; me acuerdo de que el hombre de la frente baja le había dado la vuelta a su silla y estaba sentado con la espalda inclinada hacia delante, las manos en el respaldo del asiento y la barbilla apoyada en los nudillos, mientras que el tercer miembro de nuestro público se estaba comiendo una rosquilla después de meterse varias más en los bolsillos laterales de su chaquetón militar de color caqui. Me acuerdo de que el reclutador de la Agencia no paraba de referirse a un elaborado diagrama o tabla de colores que describía la estructura y la organización administrativas de la Agencia Tributaria. La descripción requería más de un diagrama, en realidad, y el reclutador —que estornudó varias veces sin cubrirse la nariz y ni siquiera apartar la cara, y además sufrió más de aquellos diminutos tics o espasmos durante distintos pasajes de aquella canción que decía «Off we go…» y que resultaba imposible no oír— se vio obligado a desplegar varias secciones de tablero sobre el caballete, y todo el asunto era tan complicado, y constaba de tantas ramas, subramas, divisiones y oficinas y suboficinas de coordinación, además de suboficinas paralelas o bilaterales y de divisiones de apoyo técnico, que parecía imposible entender ni aunque la idea general fuera suficiente para interesarse en el tema, aunque como es obvio yo me propuse de forma deliberada parecer lo más atento y concentrado posible, aunque solamente fuera para mostrar que yo era alguien a quien se podía formar para que pastoreara y procesara cantidades grandes de información. En aquellos momentos, yo era obviamente inconsciente de que el examen diagnóstico inicial de los potenciales nuevos empleados ya había empezado, y que la complejidad y el grado de detalle excesivos de la presentación del reclutador formaban parte de un mecanismo psicológico de «valoración de la disposición» que la División de Personal de la Agencia Tributaria llevaba usando desde 1967. Tampoco entendí, cuando el otro candidato (me refiero al que no andaba obviamente en busca de cualquier sitio caliente para no estar en la calle) empezó a dormitar sobre el respaldo de su silla por culpa de lo abstruso de la presentación, que en la práctica ya se había eliminado a sí mismo como candidato para nada que no fueran los puestos de nivel más bajo de la Agencia Tributaria. Además, había más de veinte impresos distintos para rellenar, muchos de los cuales estaban repetidos: yo no veía claro por qué no se podía rellenar simplemente una copia y luego hacer las fotocopias que hiciera falta, pero nuevamente decidí no meterme donde no me llamaban y limitarme a rellenar la misma información básica una y otra vez.

En conjunto, pese a no comprender apenas más que un total de 5.750 palabras, la presentación inicial y el papeleo que llevó a cabo el reclutador duraron casi tres horas, durante las cuales también hubo varios intervalos en los que el reclutador perdió el hilo y se limitó a guardar un silencio pesado e incongruente, durante el cual puede que se durmiera y puede que no; las gafas de sol hacían que fuera imposible verificarlo. Más tarde me informaron de que aquellas pausas no explicadas también formaban parte del examen inicial para el reclutamiento y de la «valoración de la disposición», y que de hecho aquella destartalada oficina de reclutamiento estaba siendo sometida a una sofisticada vigilancia con cintas de vídeo —uno de los impresos requeridos contenía una «Autorización para ser filmado» sepultada en la letra pequeña de una de las subcláusulas, en la que como es obvio no me fijé en aquellos momentos—, y que nuestros índices de movimientos impacientes y bostezos, así como ciertos rasgos de postura, posición y expresión facial en ciertos contextos iban a ser revisados y comparados con varios patrones psicológicos y fórmulas predictivas que la Subdivisión de Reclutamiento y Formación de la División de Personal de la Rama de Control Interno de la Agencia había desarrollado hacía varios años, lo cual a su vez constituye una historia muy larga y complicada donde entra en juego el énfasis puesto por la Agencia durante las décadas de 1960 y 1970 en maximizar el «rendimiento», es decir, en obtener la mayor eficiencia posible en términos de volumen de declaraciones de la renta y de documentos que se podían procesar, examinar, auditar y ajustar durante un trimestre fiscal determinado. Aunque el concepto de eficacia de la Agencia experimentaría cambios en la década de 1980, a medida que las nuevas prioridades del gobierno llegaron al Tesoro Público y al Triple Seis y el énfasis de la institución pasó a ser maximizar los ingresos en lugar del volumen de declaraciones procesadas, el énfasis de aquel momento —o sea, de enero de 1979— requería examinar a los nuevos empleados en busca de un conjunto de características que permitieran al sujeto mantener la concentración en condiciones de tedio extremo, complicación, confusión y ausencia de información amplia. La Agencia estaba, en palabras de uno de los instructores de examinadores del CFA de Indianápolis, buscando «piezas, no luminarias».

Al final se empezó a hacer oscuro, se puso a nevar otra vez y el reclutador anunció que el proceso había finalizado, a continuación nos dieron a cada uno —para entonces debíamos de ser cinco o seis en el público, puesto que se habían sumado dos o tres más ya empezada la presentación formaluna abultada pila de dossieres grapados y metidos dentro de una carpeta azul y grande de la Agencia Tributaria. Las instrucciones finales del reclutador fueron que aquellos de nosotros que creyeran que podían seguir estando interesados nos teníamos que ir a casa, leernos aquellos dossieres con atención y volver al día siguiente —que si no recuerdo mal era viernes— para la fase siguiente del proceso de reclutamiento.

Para ser sincero, yo había esperado que me entrevistaran y me hicieran toda clase de preguntas sobre mis antecedentes, mi experiencia y mi rumbo en términos de carrera y compromiso. Había esperado que intentaran verificar el hecho de que yo era un tipo serio y que no había ido allí simplemente a estafar a la Agencia Tributaria para que me pagara la matrícula de la universidad. No es ninguna sorpresa que yo me hubiera esperado que la Agencia Tributaria —a la que mi padre, cuyo empleo en el Ayuntamiento le había obligado como es comprensible a tener tratos con ella a diversos niveles, temía y respetaba— se mostrara extremadamente sensible ante la posibilidad de que la estafaran o la timaran de alguna manera, y recuerdo que durante el largo trayecto a pie desde la parada del autobús hasta allí me había dedicado a angustiarme por cómo iba a responder a sus duros interrogatorios sobre el origen de mi interés y mis metas. Lo que me había preocupado era cómo podía decir la verdad sin que los reclutadores de la Agencia reaccionaran tal como lo había hecho el Decano Adjunto, o sin que pensaran de mí lo mismo que yo había pensado de la chica cristiana de las botas multiflorales del ya mencionado recuerdo del Lindenhurst. Por lo que recuerdo, sin embargo, aquel primer día de reclutamiento no me pidieron que dijera ni una palabra más allá del hola inicial y de un par de preguntas inocuas, además de mi nombre, claro. Casi toda mi aportación, como ya he mencionado, fue en forma de impresos, muchos de los cuales tenían códigos de barras en la esquina inferior izquierda: de este detalle me acuerdo porque fueron los primeros códigos de barras que recuerdo haber visto en mi vida.

En todo caso, los deberes que venían en la carpeta de la oficina de reclutamiento resultaron ser tan increíblemente áridos y complejos que básicamente te obligaban a leerte cada línea varias veces para poder sacarle algún sentido a lo que te estaba intentando decir. Yo apenas me lo podía creer. Ya había tenido ocasión de probar el verdadero lenguaje de la contabilidad gracias a los libros de texto de Contabilidad Directiva y de Auditorías 1, que se estaban impartiendo —cuando el clima lo permitía— en la DePaul, pero los dossieres de la Agencia hacían que por comparación aquellos libros de texto parecieran un juego de niños. El último dossier de la carpeta era un documento en fotocopias bajas de tinta que se titulaba «Declaración de reglas de procedimiento», y que en realidad estaba sacado del Título 26, §601 del Código de Regulaciones Federales. Una sección de 111 palabras de una página que recuerdo que me encontré al azar cuando abrí el dossier y me puse a leer, solamente para hacerme una idea de qué era lo que tenía que intentar leer y procesar, era el ¶1910 del §601.201a(1)(g), subparte xi:

Para las peticiones de dictamen relativas a la clasificación de una organización como sociedad limitada donde una corporación sea el único socio general, ver Proc. Fisc. 72-13, 1972-1 CB 735. Véase también Proc. Fisc. 74-17, 1974-1, CB 438, y Proc. Fisc. 75-16, 1975-1 CB 676. El Procedimiento Fiscal 74-17 anuncia ciertas reglas operativas de la Agencia relacionadas con la emisión de documentos normativos avanzados acerca de la clasificación de organizaciones formadas como sociedades limitadas. El Procedimiento Fiscal 75-16 propone una lista de control que esboce una serie de información requerida que con frecuencia se omite de las peticiones de dictamen relacionadas con la clasificación de las organizaciones de cara a los impuestos federales.

En esencia, todo el documento era así. Tampoco sabía yo por entonces que en el Centro de Formación y Asesoramiento íbamos a tener que memorizar prácticamente todo el manual entero de 82.617 palabras de las Reglas de procedimiento, no tanto con fines informativos —puesto que todo examinador de la Agencia Tributaria tiene las Reglas de procedimiento incluidas en el Manual Interno de Hacienda en el cajón inferior derecho de su mesa Calambre, sujeto con una cadenilla para que nadie se lo pueda llevar ni cogerlo prestado— sino más bien a modo de herramienta de diagnóstico para ver quién era capaz de sentarse allí hora tras hora y aplicarse a la tarea y quién no lo era, lo cual obviamente influía en quién se mostraba más competente cuando se lo sometía a diversos niveles de complejidad y aridez (lo cual, a su vez, es la razón de que el componente de Examen del curso de formación del CAF se conociera en el CAF como «el Campo de Concentración»). Lo que imaginé por entonces, sentado en mi cuarto de infancia de la casa de mi padre en Libertyville (la residencia de la DePaul todavía no había abierto, puesto que se habían roto algunas tuberías congeladas: la tormenta y sus consecuencias seguían teniendo paralizada gran parte de la ciudad), era que hacernos leer aquel material era una especie de prueba u obstáculo para ayudar a determinar quién estaba verdaderamente motivado e iba en serio y quién simplemente estaba holgazaneando a fin de sacarle al gobierno un dinero fácil para pagar la matrícula. Yo no paraba de imaginarme al personaje indigente que se había comido todas las rosquillas de la presentación de aquella tarde tumbado dentro de una caja de cartón de electrodomésticos en un callejón, leyendo una página del dossier y luego pegándole fuego para darse luz y poder leer la siguiente. En cierta manera, eso mismo era lo que yo también estaba haciendo: tuve que dejar de hacer casi todos los ejercicios para mi clase de contabilidad del día siguiente a fin de pasarme casi toda la noche en vela leyendo los documentos de la Agencia. No me sentí irresponsable, aunque tampoco me sentí especialmente romántico ni heroico. Sucedió simplemente que me vi obligado a elegir lo que era más importante.

Me lo acabé leyendo más o menos todo. Ni siquiera voy a decir cuántas palabras eran en total. No acabé hasta las cinco de la mañana. Al final de todo —no en el mismo final, sino metidos entre dos páginas de la transcripción de un caso de 1966 del Manual de Casuística Fiscal titulado La Compañía Ganadera Uinta contra los Estados Unidos, cerca del final de la carpetahabía un par más de impresos a rellenar, lo cual reforzó mi suposición de que en realidad aquello era una especie de prueba para ver si estábamos lo bastante interesados y entregados como para echarle pelotas y tragarnos todo aquello. No puedo decir que me lo leyera todo con atención, claro. Uno de los pocos dossieres que no te ponía directamente a dormir era un repaso a los Centros de Formación y Asesoramiento de la Agencia Tributaria y a los diversos tipos de puestos de nivel básico a los que podían acceder los nuevos empleados que salieran del curso del CFA con varios niveles de educación y paquetes de incentivos. Había dos Centros de Formación y Asesoramiento de la Agencia Tributaria, uno en Indianápolis y otro en Columbus, Ohio, y el dossier contenía fotos y regulaciones relativos a ambos pero no decía nada específico sobre cuál era en realidad la formación que se impartía en ellos. Como suele pasar con las fotografías fotocopiadas, lo que se veía eran básicamente borrones negros con algunas manchas blancas confusas, no se distinguía lo que estaba pasando en la imagen. A diferencia de lo que pasa hoy día, el protocolo de aquella época era que si querías hacer carrera de verdad en la Agencia, con contrato y rango de funcionario por encima de GS-9, tenías que hacer un curso en el CFA, que duraba doce semanas. También había que apuntarse al Sindicato de Empleados del Tesoro Público, aunque en el paquete no se incluía información alguna sobre aquel requisito. En caso contrario eras, en esencia, un trabajador temporal o eventual, que es algo que la Agencia usa mucho, sobre todo en los niveles más bajos de Procesamiento de Declaraciones y Examen. Recuerdo que la forma en que la Lista de Puestos representaba la estructura de la Agencia era mucho más simple y menos exhaustiva que el diagrama de la presentación del reclutador, aunque también tenía muchos más asteriscos y líneas sencillas y dobles que conectaban diversas partes de la cuadrícula de la página, y que las inscripciones de aquellas indicaciones estaban medio cortadas porque alguien las había fotocopiado torcidas. En aquella época, los seis nodos o ramas principales de la Agencia eran Administración, Procesamiento de Declaraciones, Control, Recaudaciones, Control Interno, Servicios Logísticos y algo que se llamaba Rama Técnica, que era la única rama que tenía la palabra «rama» en su nombre en el diagrama, un detalle que en su momento me despertó la curiosidad. Cada rama se ramificaba a su vez, generando varias divisiones subordinadas: un total de treinta y seis divisiones, aunque en la Agencia actual hay cuarenta y ocho divisiones separadas, algunas con funciones intercoordinadas y solapadas que requieren ser racionalizadas y supervisadas por la División de Enlace Divisional, que es a su vez —esto es un poco confuso— una división tanto de la Rama de Administración como de la de Control Interno. Cada división comprendía a su vez numerosas subdivisiones, algunas de las cuales estaban en letra muy pequeña y costaban de leer. La División de Examen de la Rama de Control, por ejemplo, comprendía puestos —aunque solamente aquellos puestos en cursiva (lo cual era prácticamente imposible de distinguir en la fotocopia) requerían contrato federal o un curso del CFA— de oficina, transporte, entrada de datos, procesamiento de datos, clasificación, correspondencia, comunicación entre oficinas de distrito, servicios de duplicado, adquisición, comunicación de auditorías de investigación, secretariado, personal de comunicación entre centros de servicio, de comunicación con centros informáticos y un largo etcétera, además de puestos de «examinador de a pie» agrupados (en aquella época, aunque ahora aquí en el CRE del Medio Oeste las caracterizaciones grupales han cambiado un poco) según la clase de declaraciones en que uno se especializaba, codificadas en el diagrama como la 1040, la 1040A, la 1041, la EST y la «Rolliza», que se refiere a un tipo complejo de 1040 que tiene más de cuatro tablas o documentos adjuntos. Además, las declaraciones de la renta de empresas 1120 y 1120S las examinaba un tipo especial de examinador que en la División de Examen se denominaba «inmersivo», y sobre el cual la página del reclutador no incluía información, ya que los exámenes inmersivos los llevaba a cabo una élite especial de examinadores con formación extraordinaria que contaban con su propia sección especial de las instalaciones del CRE.

En todo caso, por lo que recuerdo, la idea obvia era que cualquiera que se tomara aquella oferta de trabajo en serio haría lo que buenamente pudiera para intentar leer todo el contenido de la carpeta, vería y rellenaría los impresos relevantes de la parte del final y luego haría el esfuerzo de presentarse de vuelta al día siguiente a las nueve en punto de la mañana en el centro de la ciudad, si el clima lo permitía, en las oficinas de reclutamiento de West Taylor, para algo que la última página denominaba «papeleo avanzado». Volvió a nevar toda la noche, aunque ya no tanto, y a las cuatro de la madrugada ya se empezó a oír el estruendo terrible que hacían las quitanieves del Ayuntamiento de Libertyville al raspar el cemento de delante de la ventana de mi dormitorio de infancia; además, los cantos de los pájaros al alba fueron increíbles, e hicieron que las luces de algunas de las demás casas de nuestra calle se encendieran movidas por la irritación; los trenes de la CTA, por su parte, seguían funcionando únicamente a intervalos irregulares. Pese a todo, incluso teniendo en cuenta el aluvión de gente que iba al centro desde las afueras a aquella hora de la mañana y los rigores del trayecto desde Grant Park, llegué una vez más al local comercial de las oficinas de reclutamiento ni un minuto más tarde de las 9.20 de la mañana (aunque nuevamente cubierto de nieve), para no encontrar allí a nadie de los que habían estado el día anterior, a excepción del mismo reclutador de la Agencia, con aspecto todavía más agotado y desarrapado, y cuando entré y le dije que estaba listo para el papeleo avanzado y le entregué los impresos de los deberes que había hincado los codos para hacer, el reclutador me miró a mí, a continuación miró los impresos y por fin nuevamente a mí, dedicándome exactamente la misma sonrisa que alguien que, en la mañana de Navidad, acaba de desenvolver un regalo caro que ya tenía.